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San Jerónimo es uno de los santos más tratados en la iconografía occidental. Es considerado doctor máximo de la Iglesia; natural de Dalmacia, se bautiza y continúa estudiando teología en Tréveris y Aquileya. Está una temporada en Antioquia donde profundiza su estudio del griego y pasa un periodo de tres años en el desierto de Calcis (Siria), consolidándose como asceta. Regresa a Antioquia para ordenarse presbítero, viajando a Constantinopla y Roma donde recibirá del papa San Dámaso la orden de traducir al latín las Sagradas Escrituras, única versión autorizada por la Iglesia Católica. Se traslada a Tierra Santa donde fundará albergues para peregrinos y monasterios, falleciendo hacia 419.Iconográficamente aparece representado como aquí le contemplamos, en el desierto, ante la traducción de las Sagradas Escrituras, con un crucifijo y acompañado de un león, al que quitó una espina convirtiéndose en su buen compañero. Tiziano realiza en esta obra una variante más reducida del retablo de la iglesia veneciana de Santa Maria Nuova que hoy se guarda en la Pinacoteca Brera de Milán, existiendo también similitud con el lienzo de San Lorenzo de El Escorial. La diferencia la encontramos en la manera de tratar al santo, aquí en primer plano y sin apenas referencias paisajísticas. La iluminación resbala por la figura, destacando su amplio cuerpo y creando contrastes acentuados entre luz y sombra. El colorido es limitado pero las gamas cromáticas empleadas resultan de gran impacto visual. Las pinceladas son rápidas y fluidas, creando un efecto atmosférico en el que la luz y el color se convierten en los verdaderos protagonistas de la composición.
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Buena parte de los últimos cuadros pintados por Tiziano serán destinados a Felipe II. Entre estas obras encontramos las famosas poesías, la Ultima Cena y este San Jerónimo en el que se aprecian ciertas similitudes con el del Museo Thyssen. Será de los últimos trabajos enviados a España, acompañando a la Ofrenda a Felipe III y la Religión socorrida por España.San Jerónimo aparece en primer plano, arrodillado ante el altar formado por el Cristo crucificado. En su mano derecha sostiene la piedra que le sirve como penitencia mientras que con la izquierda sujeta las Sagradas Escrituras -no olvidemos que las tradujo al latín por orden del papa San Dámaso-; en la zona de la izquierda contemplamos un león -al que el santo curó cuando estaba herido, convirtiéndose el animal en un perfecto compañero- y una pequeña naturaleza muerta constituida por un reloj de arena y varios libros. La luz divina penetra por la apertura de la roca e incide en el altar, animando las rocas y la vegetación del lugar donde ora el ermitaño, recordando este paisaje más la región veneciana que el desierto de Calcis donde estuvo el santo.La luz y el color vuelven a ocupar el protagonismo de una tela pintada por Tiziano, empleando el maestro una iluminación dorada que resalta las gamas cromáticas que conforman el conjunto. Las pinceladas son rápidas y fluidas, aplicando el óleo de manera empastada para crear sensación de abocetamiento, lo que hace que algunos especialistas piensen que se trata de obras sin concluir. Esta fórmula de trabajo se denomina "impresionismo mágico".
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San Jerónimo fue muy representado en la época, tal vez por la poderosa influencia de los jerónimos, tradicionalmente ligados a la Corona española. La manera de representarlo solía ser doble: bien en penitencia en el desierto, como ermitaño, o bien recluido en su estudio en meditación o lectura. Zurbarán escoge por contra un momento muy concentrado, que pone de manifiesto todas las cualidades del santo y los principales momentos de su vida. Así, el santo aparece vestido con el rojo cardenalicio, dignidad que habría de abandonar por el desierto. Junto a él aparece un león, al que el santo apaciguó durante su retiro como ermitaño. En las manos sostiene el libro que marcó su estudio y los textos de teología que escribió en defensa de la fe. La forma de componer el lienzo es sin embargo muy convencional, por lo que podría tratarse de una elaboración del taller de Zurbarán que repetiría una composición estándar, una práctica muy frecuente cuando el trabajo desbordaba la capacidad del maestro.
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En 1480 Domenico Ghirlandaio recibe el encargo de decorar al fresco una de las capillas de la iglesia de Ognissanti de Florencia, de la Orden de los Humillados, compartiendo el trabajo con el joven Sandro Botticelli. Domenico realizará este san Jerónimo mientras que Sandro ejecutará un San Agustín. El san Jerónimo se presenta en su celda, dirigiendo su mirada hacia el espectador, rodeado de numerosos objetos que ocupan la mesa y la estantería que corona la estancia, interesándose el maestro por lo anecdótico. En primer plano contemplamos el marco fingido que define la estancia, cuya profundidad es una de las preocupaciones de Ghirlandaio, en sintonía con sus antecesores Masaccio, Ucello, o su contemporáneo Piero della Francesca. El paño que cubre la mesa tiene una decoración oriental muy del gusto de Domenico, más aficionado a lo profano que a lo sacro. Su dibujo es perfecto y el rostro del santo parece un auténtico retrato resaltado por el empleo de una potente luz que proyecta la sombra en la pared. Los pliegues del hábito se dirigen al espectador y sobresalen del marco fingido, en un deseo de acercar la composición e integrarle en ella.
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La bella estampa que presenta este San Jerónimo se le debe, en gran medida, a la técnica utilizada y a la maestría con que la maneja el artista, Alberto Durero. Se trata de un grabado a punta seca. El buril está manejado con vigor y precisión en unas zonas, y con gran suavidad y delicadeza en otras. La variación en las gamas de grises y negros es increíblemente variada. El resultado son superficies aterciopeladas como la piel del león, la ropa del santo o su cabeza, en contraste con ásperas rugosidades en las rocas o la corteza del árbol. San Jerónimo es uno de los santos más representados por Durero, que le consideraba la imagen de la actividad intelectual: pensamiento, reflexión, oración, aislamiento... un comportamiento melancólico como debía ser el del propio artista.
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Posiblemente sea San Jerónimo uno de los santos más representados en el arte occidental, especialmente en el Barroco. Su imagen surge en los inicios del siglo XVII y El Greco hará de él una de sus imágenes más sugerentes y atractivas. Aquí le vemos vestido con la capa pluvial roja de cardenal - a pesar de no saberse si obtuvo el capelo cardenalicio - pero también es habitual verlo como eremita. Fue el traductor de la Biblia al latín y se retiró durante un tiempo al desierto de Libia para vivir como un asceta, ingresando durante otra temporada en un monasterio en la ciudad de Belén. La figura se recorta sobre un fondo neutro y parece haber detenido su lectura, pues aún mantiene su dedo pulgar en el renglón del libro, abierto sobre una pequeña mesa cubierta con un tapete verde. El santo parece mirar al espectador de reojo y su sensación es tan real que fue considerado durante mucho tiempo como un auténtico retrato. Se trata de una figura totalmente expresiva, debido a que Doménikos centra la atención en los ojos y en el gesto. Esto hace pensar a buena parte de los especialistas que estaríamos ante el estereotipo del clérigo asceta y erudito, personaje muy habitual en la sociedad española de la época, capaz de llevar al límite los votos de la penitencia y marcado por su ansia de sabiduría. El empleo de ese foco de luz tan pronunciado parece anticipar el tenebrismo, interesándose por el contraste entre luces y sombras. La amplia figura tiene unas manos y una cabeza excesivamente estilizada si las comparamos con el cuerpo, herencia de lo aprendido de Miguel Ángel en Roma. Los marcados pliegues de la capa y de las mangas recuerdan la escultura renacentista. Sin embargo, encontramos algunas muestras de bizantinismo como la frontalidad, el rostro alargado y el hieratismo del personaje, que recuerdan sus orígenes en la isla de Creta.
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Cuadro de gran formato, está redondeado en su extremo superior, lo que indica que fue concebido probablemente para un retablo o un nicho con tal forma. Refleja un episodio de la vida de San Jerónimo, obispo, estudioso, ermitaño y santo, visitado por Santa Paula y Santa Eustaquia en su estudio. Zurbarán destaca las diferentes figuras a través del empleo de las arquitecturas: para el santo coloca un fondo negro, en penumbra, sobre cuya pared interior podemos ver colgado el sombrero cardenalicio que nos indica su dignidad. Para las dos monjas, el fondo es de un paisaje urbano mucho más luminoso y elegante, con arquitecturas blancas en mármol y un cielo cubierto por nubes. La resolución de los rostros y las telas habla de una gran intervención del taller del pintor.
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El monasterio de San Isidoro del Campo, en Santiponce, construido por Enrique Pérez de Guzmán, conde de Niebla, donado posteriormente a los cistercienses y cedido más tarde, en 1431, a los Jerónimos, nos ofrece uno de los mejores ejemplos pictóricos del estilo internacional en Sevilla. Los restos más importantes se encuentran en el Patio de los Evangelistas, en cuya parte inferior de sus muros se conservan unos magníficos frescos (1431-1436), con la historia de San Jerónimo. La escena principal representa a San Jerónimo dictando su doctrina a los monjes. En ella destaca el carácter monumental del santo, así como su sentido volumétrico y el tratamiento del trono, que revelan su italianismo.
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San Jerónimo aparece aquí representado con todos sus atributos: el pliego de papel en las manos, el tintero y los libros indican que tradujo la "Biblia" del hebreo al latín, considerándose en el siglo XVI su versión como la única oficial para la Iglesia; la calavera indica la fugacidad de la vida mientras que el león recoge la leyenda que narra como consiguió amansar a la fiera tras arrancar una espina de su pata; el manto rojo alude a su condición de cardenal. El anciano santo aparece en el interior de una cueva, ensimismado en su trabajo. La sensación espacial se consigue al situar elementos en diferentes planos de profundidad, cerrando la perspectiva con un fondo neutro que sirve para recortar la figura. Un potente foco de luz ilumina la escena, recordando el estilo tenebrista de las primeras décadas napolitanas. El naturalismo no ha sido olvidado nunca por Ribera y aquí nos presenta una imagen tomada de un modelo popular, cuya anatomía potente presenta los síntomas de la vejez. El rostro del santo es tremendamente expresivo, interesándose el maestro por los gestos y actitudes de sus protagonistas. La pincelada empastada y rápida sí es característica de estos años centrales de la década de 1640.
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Como ya comentábamos con ocasión del Caballero, la Muerte y el Diablo, este San Jerónimo forma parte de un grupo de tres calcografías de similar visión espiritual. Este grabado ilustra la vida del hombre santo en el mundo espiritual de la contemplación divina, es decir, la virtud teologal. Está estrechamente unido al último de los grabados, la Melancolía I, que Durero solía mostrar y comentar en conjunto.San Jerónimo aparece en el interior de un gabinete de trabajo soleado y bien ordenado. La habitación es una auténtica celda, separada de las siguientes y cuya ventana parece corresponder al lienzo sur de un claustro. En una estancia sencilla y agradable, con todo lo necesario para una vida devota y estudiosa, con algo de confort. La impresión general es de cálidad intimidad y seguridad. El rayo de sol que ilumina el interior consigue que incluso la calavera del poyo de la ventana parezca familiar.La visión idílica del santo era muy querida a Durero, que deseaba un estado similar de paz espiritual y dedicación al estudio. La inteligencia y la serenidad interior fueron los rasgos con los que siempre dotó a sus estampas de San Jerónimo, que son muy abundantes.En el suelo está tumbado el león que penetró en el monasterio y que San Jerónimo curó. Dormita beatíficamente, pero tiene un ojo semiabierto, en constante vigilancia. Contrasta con el perrillo que duerme profundamente a su lado. Una de sus patitas roza la garra del león en un gesto de paz y concordia.El santo trabaja al fondo, completamente absorto. Goza de una envidiable felicidad, rodeado de todo aquello que le gusta (sus animales, los libros y su Dios). El espacio podría parecer incluso milagroso, algo que Durero impide mediante el empleo estricto de la geometría que rige la habitación y convierte la perspectiva del espacio en una unidad perfectamente lógica, racional y comprensible. Las proporciones de la pieza han sido trasladadas matemáticamente, y dan como resultado una profundidad para la celda de tan sólo 1.25 metros. Además, el nivel del horizonte es muy alto, al mismo nivel que los ojos del santo. Por último, el punto de fuga está completamente descentrado y confluye a tan sólo 6 milímetros del margen derecho. Estos rasgos del espacio dan como resultado una visión íntima y cercana a la imagen. El espectador se haya involucrado en un espacio diminuto, a la misma altura que el protagonista, lo que hace que no veamos la escena desde la asepsia de la lejanía sino que participemos en la beatitud del ambiente.El rígido principio matemático que rige la composición dota a la escena de una indefinible sensación de orden interno. Esto se consigue mediante la colocación de los objetos, que parecen firmemente fijados a sus respectivas posiciones. Están distribuidos en líneas paralelas al muro, proyectados sobre una ortogonal, como la cartela con el monograma, en un ángulo preciso de 45?. Hasta las pantuflas del San Jerónimo están dispuestas en perpendicular. Toda esta exactitud podría resultar seca o pedante, si no estuviera atenuada por la juguetona coreografía de la luz y la sombra. Tal vez sea ahí donde se demuestra la mayor maestría del autor, con un torrente de luz que penetra diagonalmente en el espacio y rompe la estructura de ortogonales. La calidez, la densidad y la transparencia a un tiempo, son los rasgos que alegran y humanizan la escena, en un alarde de dominio técnico del grabado que deslumbró a sus contemporáneos.