Para la bóveda de entrada al templo Superior de San Francisco, Giotto decoró los plementos de la bóveda con la representación de los Padres de la Iglesia: San Gregorio, San Jerónimo, San Agustín y San Ambrosio. El artista dejó clara la nueva concepción de su arte, que revolucionaría toda una época. En este fresco se presenta la figura de San Jerónimo, revestido de pontifical, sentado en una cátedra de proporciones arquitectónicas, leyendo un libro y dictando a un escribano, sentado frente a él. Giotto ha subordinado todos los elementos de la composición a la creación de una perspectiva unitaria, que ha conseguido teniendo en cuenta el lugar desde donde el espectador contempla la obra. Por eso, la estructura arquitectónica se va hacia los lados del triángulo del plemento, pero estas correcciones ópticas simulan un espacio creíble visto desde el suelo. Llama la atención la profusa decoración que ornamenta la arquitectura, en el estilo cosmatesco de gran colorido, propio de su tiempo. Los personajes, a mayor escala el Padre de la Iglesia, son de gran plasticidad y volumen, dado por el desarrollo de los pliegues de sus vestiduras y la postura natural con que se representan. Para llegar a este efecto de realidad, el artista figura detalles de gran verosimilitud, como los elementos que sitúa en el escritorio o las actitudes bien caracterizadas de los personajes, absortos en la lectura pero figurantes de un lugar preciso, que los une y da consistencia a sus actos. Pese al fondo de oro utilizado, las deformaciones ópticas ejecutadas concretizan el espacio, unitario y natural, para toda la composición
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La perspectiva que se ofrece en este prodigioso óleo es una panorámica captada desde un punto de vista alto. Es una recreación de taller y no una copia del natural, lo que aún le dota de mayor virtuosismo técnico, pues requiere un acto de imaginación del pintor para ver mentalmente el mundo desde esa perspectiva. El punto de vista alto hace que la línea de horizonte suba mucho en la superficie del cuadro, ofreciendo una gran extensión de tierra a la vista. El tema resulta por completo secundario ante la grandiosidad del paisaje que actúa como verdadero protagonista del cuadro. Los tonos azules y verdes son característicos de este autor, en el que se pueden rastrear algunas influencias foráneas, como las rocas del fondo, en estilo leonardesco. Perdidos en el paisaje, ciudades, casas, un puerto y varios personajes rellenan el espacio vacío para dar humanidad e interés a la escena. El tema que nos cuenta es la vida de San Jerónimo, centrada en su retiro como ermitaño en la naturaleza salvaje. Sin embargo, diversos pasajes de su vida aparecen recogidos simultáneamente en los claros del bosque, como el momento en el que el león sale a su encuentro y ataca su montura. La escena principal está en el primer plano, pero desplazada hacia la izquierda, desde donde se inicia una curva que nos introduce zigzagueando hasta el fondo del cuadro. En esta escena, el santo aparece ya en la cueva, con la calavera, los libros y la cruz sobre los que reflexionaba, acompañado del león amansado. Al fondo, un toque brillante de luz tras la bruma y las nubes provoca un efecto de contraste y dramatismo.
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De este anciano San Jerónimo podría decirse que resulta espeluznante por la similitud entre el cráneo calvo y arrugado del obispo y la calavera a la cual señala con la mano. Obra de Van Reymerswaele, resulta un exponente más del gusto del artista por la fealdad minuciosamente retratada, tal como podíamos apreciar en otra obra suya del Prado, titulada el Cambista y su mujer. El "feísmo" es la estética propia de la pintura flamenca, a cuyo ámbito se circunscribe este cuadro. En él aparece el santo ermitaño en su celda de estudio, con los atributos clásicos de su representación: las ropas rojas de obispo, la cruz y la calavera para hacer reflexión y un hermosísimo códice medieval con las Sagradas Escrituras, abierto de tal manera que podamos observar el colorido de una miniatura que lo ilumina. Estos objetos están captados con gran fidelidad para acentuar el carácter material de la realidad que rodea al santo. Constituyen casi ejemplos de naturalezas muertas de presencia casi tangible. Sin embargo, el personaje parece lanzarnos al plano de lo fantástico a través de su rostro descarnado y su expresión exaltada.
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La decoración de las pechinas de la iglesia de San Juan de Calatayud pudo ser uno de los primeros trabajos ejecutados por Goya. Su identificación como obra goyesca es muy reciente, dándose a conocer en un artículo de José Manuel Arnaiz y Rogelio Buendía publicado en 1984. El primero de ellos considera la obra como fruto de la llegada del pintor a Calatayud huyendo de un motín producido en la capital, evitando así su encarcelamiento. Protegido por los jesuitas - relacionados con la familia Pignatelli - decidió decorar la iglesia del colegio de esa Orden, actual de San Juan. Para ello empleó a los cuatro santos Padres de la Iglesia con sus diferentes atributos, realizados sobre lienzo en forma de triángulo esférico sujetos a tabla. Las grandes figuras tienen cierto aire barroco, recordando las enseñanzas de José Luzán que también encontramos en el Relicario de Fuendetodos.
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El San Jerónimo pintado por Goya para la ermita de Nuestra Señora de la Fuente de Muel es la figura más personal de la serie. Situado en el lado de la izquierda junto a la capilla mayor, aparece sentado, con la cabeza dirigiéndose hacia el espectador, vistiendo capa pluvial rojiza y mitra; en su mano izquierda porta el báculo y en la derecha el libro. Tras él contemplamos un templete realizado para completar el espacio compositivo. Las diferencias iconográficas con el San Jerónimo de Calatayud son significativas. Al igual que en San Agustín, esta figura contiene ecos de Bayeu, Giaquinto y Tiepolo, dentro de la corriente docorativista del barroco final. La aplicación de la luz sobre las figuras es digna de resaltar, creando un atractivo juego de contrastes lumínicos que acentúan el volumen de los santos.
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La figura de San Jerónimo es la que más modificaciones plantea en las tres series de Santos Padres realizadas por Goya en sus años mozos - véase los de Calatayud y Muel -. Aquí aparece representado de frente, con los brazos abiertos y la cabeza mirando hacia el cielo, acompañado de un ángel. Sus pesados ropajes le relacionan con sus compañeros de serie, creando Goya una de las decoraciones más atractivas de los últimos años del Barroco.
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San Jerónimo es el principal ermitaño de los cristianos y por ellos ocupa la tabla central de un tríptico destinado a los Eremitas, flanqueado por dos tablas de menor tamaño que protagonizan San Antonio y San Gil. San Jerónimo recuerda físicamente al San Jerónimo rezando que El Bosco pintó en otro cuadro independiente. Se abriga con la túnica púrpura cardenalicia (el color ha sido muy maltratado porque el tríptico sufrió graves daños en un incendio). Como sus compañeros eremitas, San Jerónimo sufre el acoso de bestias fantásticas y de una vegetación fascinante. Pero él se niega a contemplar tales prodigios para rezar a su crucifijo, apoyado en un brocal de mármol con relieves que narran la victoria del cristiano sobre la tentación: un hombre semisumergido en un panal de miel, símbolo del amor carnal bajo la escena de la decapitación de Holofernes, el símbolo de la victoria del alma sobre el deseo. En oposición a la plegaria del santo tenemos un extraño elemento: un pedestal del que ha caído un ídolo pagano, adornado con una figurita que adora al Sol y a la Luna.
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El dominio anatómico del desnudo y la contención expresiva son cualidades propias del estilo de Montañés, como puede apreciarse en esta imagen realizada personalmente por el artista para el retablo de Santiponce, en cuya ejecución colaboró todo su taller. Pieza capital de la imaginería barroca, fue esculpida exenta, aunque dispuesta dentro de una hornacina, ya que los monjes exigieron el bulto redondo para poder sacarla en procesión. El pintor Francisco Pacheco llevó a cabo la policromía.
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San Jerónimo es un santo de frecuente representación. Es posible mostrarlo como ermitaño en su senectud, tal como hace Pereda en su San Jerónimo. O también es posible optar por el ejemplo de Valdés Leal. En este caso, aparece como un hombre maduro pero no viejo, de cabellos negros y ricos ropajes que indican su dignidad cardenalicia. Lo más frecuente es que aparezca en su celda, dedicado al estudio y la lectura, por lo que este tipo de representación suele ser la más frecuente en encargos de colegios y universidades. La imagen muestra a San Jerónimo de pie, con un libro en la mano y protegido por dos angelitos; a sus pies, dormido, está el león que actúa como su atributo. La escena es muy sencilla y el mayor rasgo que puede indicarnos el estilo barroco es el contraste de colores, en el que destaca ese rojo brillante, y la elegancia un tanto amanerada de las manos del santo.
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En el siglo XIX se hicieron muchos descubrimientos de pinturas que se atribuyeron a Leonardo, aunque durante siglos permanecieron olvidadas. El caso de esta pintura es aún más notable, puesto que como puede apreciarse en la superficie del cuadro, fue cortada en dos, aprovechando, según se dice, la parte más terminada como un tablero de mesa. En los inventarios de Leonardo da Vinci se menciona que realizó varios San Jerónimos, aunque sólo nos ha llegado éste, probablemente de su mano por ciertos rasgos. Estos rasgos son el inconfundible paisaje del fondo, con las características montañas azuladas de grandes rocas. La pintura está inacabada. Leonardo se limitó a diseñar el plan general, esbozando apenas detalles como la iglesita que se ve entre las rocas a la derecha, o el contorno del león. La parte más terminada es el rostro y el comienzo del torso del santo, cuya vejez descarnada recuerda a los dibujos anatómicos que Leonardo tomó del llamado "Centenario".