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La vida contemplativa y el retiro de los hombres al bosque para convertirse en ermitaños fue una práctica muy extendida en la Edad Media y que El Bosco exalta todavía como modelo ya en el siglo XVI. Esta escena recuerda en su composición e intención al San Juan Bautista meditando. San Jerónimo fue el santo que siendo cardenal, abandonó la pompa de la Iglesia para huir al monte y rezar a Dios. Así, junto al cuerpo delgado y maltratado del cardenal vemos su ropas rojas abandonadas, en similitud con la calabaza roja, hueca, podrida, que flota en las aguas putrefactas de un estanque. Es un símbolo de la vanidad del mundo. El santo está tendido de bruces, con un crucifijo entre los brazos. Le acompaña el león, su atributo, pero reducido al aspecto de un tímido gatito doméstico que bebe agua. Algunas formas fantásticas, misteriosas, rodean el lugar de meditación del santo, invenciones maléficas que tratan de distraer la atención del orante. En el árbol donde San Jerónimo ha dejado sus ropas, dos pájaros simbolizan respectivamente la herejía (la lechuza) y la lucha contra la herejía (el pájaro carpintero).
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Para una de las capillas laterales del lado de la epístola en la iglesia de la Trinità delle Monache de Nápoles pinta Ribera en 1626 este espectacular lienzo. San Jerónimo es uno de los santos más representados en la pintura occidental. En la segunda mitad del siglo XVI surge una nueva iconografía donde el santo escucha la trompeta del Apocalipsis, iconografía ampliamente empleada por la Iglesia contrarreformista. El insigne santo, venerado como doctor de la Iglesia, aparece en el interior de una cueva, con sus característicos atributos: la piedra que simboliza el rigor de la penitencia, la calavera que es el símbolo de la muerte, el manto rojo que recoge la tradición que le convirtió en cardenal, el león que amansó al quitarle una espina de la pata y el pergamino con caracteres hebraicos, ya que el santo tradujo la "Biblia" al latín, considerándose desde el Concilio de Trento que esta traducción era la única oficial. Ribera emplea una composición piramidal, organizada a través de dos diagonales que se cruzan. Las figuras se recortan sobre un fondo oscuro que las dota de tridimensionalidad. Un potente foco de luz baña la figura del santo, resaltando el naturalismo de su anatomía y su gesticulante gesto, abriendo los brazos para indicar la sorpresa que le produce la aparición. Esa sorpresa se reproduce en el espectacular rostro, tomado de la vida cotidiana, con los ojos tremendamente abiertos. La luz también nos permite ver la maravillosa naturaleza muerta de la zona derecha de la composición. La influencia de Caravaggio se mantiene presente tanto en la iluminación tenebrista como en las tonalidades pardas empleadas aunque se aprecien algunas notas que indican la evolución del maestro, como la riqueza de los pliegues o la mayor plasticidad de las formas. Para la misma iglesia pintó Ribera una Trinidad en la tierra con santos y el Padre Eterno.
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Una de las máximas obsesiones de Piero della Francesca será la perspectiva, empleando de manera simultánea la acertada distribución de elementos arquitectónicos en la composición como la disposición de las figuras en el paisaje. Precisamente en esta tabla están san Jerónimo y un devoto ante un fondo paisajístico perfectamente ordenado, incorporando secuencias intermedias como el árbol o la cueva del eremita antes de mostrar la ciudad, en la que destacan las torres de las iglesias y los castillos. Posiblemente se trate de una referencia a Borgo de San Sepolcro, la ciudad que le vio nacer. Ambos personajes están bañados por una luz clara que diluye los colores pero dota de volumetría a las figuras. El devoto aparece de estricto perfil, posición muy habitual en el Quattrocento, vistiendo una túnica roja en la que apreciamos diversos pliegues como si de las acanaladuras de una columna se tratara. El santo aparece de frente, sentado en un banco de piedra, hojeando sus escritos. Carecen de expresividad y aún mantienen ciertas dosis de arcaísmo, recordando a la pintura flamenca que tan conocida debía ser en Italia gracias a las fructíferas relaciones comerciales. Sin embargo, conviene destacar que Piero ya está en el camino que producirá la revolución del Cinquecento, considerándose maestro de Luca Signorelli, Donato Bramante o Perugino.
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Las pinturas murales de la capilla de San Martín o del Aceite de la catedral de Salamanca, realizadas en 1262 por Antón Sánchez de Segovia, ya nos muestran un concepto pictórico que no guarda relación alguna con el románico; es el primer conjunto que podemos considerar protogótico. Angeles músicos y portadores de filacterias, profetas y los santos Joaquín y Ana ocupan los compartimentos que se enmarcan por arcos apuntados y trilobulados con gabletes en forma de torres almenadas y rosetones que constituyen un elegante conjunto. Expresiva agudeza, un denso plegado en las holgadas vestiduras y un movimiento gestual naturalista caracterizan a cada una de las figuras.
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El San Jorge de Donatello posee una dimensión radicalmente equilibrada. El escultor traduce en esta obra la idea de clasicismo en monumentalidad y presencia compacta del volumen. Todo ello tratado con la armonía que proporciona la verticalidad de la figura y el equilibrio compositivo de la cruz del escudo.
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Estudio preparatorio para el San Jorge que guarda el Louvre demostrando Rafael la firmeza y la seguridad en sus trazos, dotando de movimiento y vitalidad a la composición.
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San Jorge y San Sebastián eran los modelos de la época para la moda y la belleza masculina respectivamente. En el caso de San Jorge, tenemos la imagen del soldado de Cristo, el ejemplo que debía seguir todo buen fiel. Era un joven de extremada belleza y vestido con armadura, que es una armadura italiana de mediados del XV y no una armadura romana como debiera corresponder a la historia sagrada. El joven adopta una postura desenvuelta y elegante: su armadura está adornada con lazos rojos y una capa corta del mismo color. El nimbo fue un grave problema para los pintores del Renacimiento: durante siglos las figuras se habían representado de frente y el nimbo no era sino un círculo dorado alrededor de la cabeza. Pero con las innovaciones renacentistas se impone el realismo y la perspectiva, por lo que el nimbo pasó a convertirse en una especie de plato pegado a la cabeza del santo y que giraba junto a la cabeza.Otro detalle de extremado realismo es el dragón, recién muerto. En sus fauces podemos ver el trozo de lanza astillado que le falta a San Jorge. Su cabeza exánime se sale literalmente del marco del cuadro y finge avanzar hacia nuestro espacio, el espacio de la realidad. La misma intención la encontramos en la apetitosa guirnalda de frutas en la parte superior. Estos juegos de mimetismo y confusión con la realidad eran muy apreciados y proporcionaban la auténtica medida de la maestría de un pintor.
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La importantísima familia Paumgarten fue cliente de Durero desde muy temprano. Ejemplo de ello es el Altar Paumgarten, del que forman parte la Natividad como panel central, San Jorge y San Eustaquio, como paneles laterales.San Jorge y San Eustaquio son en realidad los hermanos Lukas y Stephan Paumgarten, quienes encargaron concretamente la obra a Alberto Durero. En este caso, tenemos ante nosotros a Lukas, caracterizado como San Jorge, vencedor del dragón al que lleva exánime sujeto por el cuello. En su estandarte lleva bordada la cruz de Jesucristo. Su armadura es una preciosa pieza alemana del siglo XVI. Contrasta su rostro realista con la idealización de la figura del santo. Siendo como es una unidad con el panel de San Eustaquio, la manera que tiene el artista de dar homogeneidad a ambos paneles, que no olvidemos estaban separados por la Natividad, se encuentra en el ambiente: fondo negro para ambos y la línea de horizonte situada a la misma altura.