La sociedad de masas, el sujeto y el objetivo de los "mass media", aunque pueda admitirse que se inicia en los Estados Unidos a mediados del siglo XIX a partir de la prensa de gran circulación, se afirma a partir del desarrollo tecnológico que caracteriza la reconstrucción bélica y la sociedad de los años veinte e inicios de los treinta; y responde a ese conjunto de transformaciones y motivaciones psicosociales nuevas que han permitido hablar, según la expresión de J. K. Galbraith, de sociedad opulenta. Tras la Segunda Guerra Mundial, y ante la sorpresa de que es más fácil producir bienes que venderlos, los economistas constatan que la demanda de consumo de unos bienes no depende tanto de la capacidad de compra de los individuos como de su disposición a comprar. Muy pronto, además, la renta deja de ser el indicador de medición y predicción de los comportamientos consumistas y, por tanto, el factor decisivo para la organización del mercado. Son más bien las actitudes, optimistas o pesimistas, de consumo en un momento dado las que cuentan, por encima incluso de la disponibilidad salarial. "Fabrica -y es lema en el marketing anglosajón- lo que la gente desea comprar; no trates simplemente de vender lo que fabricas". Al desarrollo de la productividad colaboran, por tanto, las nuevas tecnologías industriales y el avance impetuoso de los medios de comunicación, puesto que, una vez superado el umbral de la supervivencia, se trata ahora de producir necesidades de masas, normalmente disfrazadas de sutilezas individuales, prestigio social, carrera por el "status", obsesión por el "standing". Y se genera y desarrolla así un nuevo estilo de vida, un hecho de civilización nuevo, que termina influyendo, o contaminando, hasta a los pueblos más atrasados. Antes que nada esta sociedad es masa consumidora de productos ajenos, que responden muchas veces a necesidades de dudosa utilidad y cada vez más exóticos. "La definición de ciudadano -comentará Galbraith- coincide de hecho con la de consumidor; y se habla en Occidente más de los derechos del consumidor que de los derechos del hombre".No ocurrió, pues, como temiera Ortega y Gasset, la rebelión de las masas; sino la nivelación de las masas, desde unos intereses y unos objetivos primordialmente consumistas, y, por imperativos de éxito comercial, básicamente económicos y políticos. Es la hora del bienestar al alcance de todos, que impone la industrialización del consumo, la producción en serie, el "prét-á porter", la homogeneización de la sociedad. El horizonte del consumidor es toda su vida; y el espacio del consumo es el escenario de lo cotidiano. La moda termina dando lugar, porque así se monta, a la carencia de espontaneidad. Todo aparece previsto, programado. Y lo cotidiano se resume -y así domina la propaganda más usual- en un coche potente y de diseño lo más dinámico posible -un deportivo, si se es joven y triunfador-, un viaje de vacaciones, el escaparate, la caja registradora, los hipermercados, "boutiques" y "drugstores"; en síntesis, comprar, adquirir los símbolos, mitos y ritos que conforman y rigen los comportamientos consumistas.Y como los gustos cambian, son rápidos o efímeros, la brevedad se convierte en el valor más cotizado para el desarrollo de esta sociedad del consumo, producto y reflejo de una sociedad postindustrial en la que la base y centro, el nuevo demiurgo del sistema productivo y de las pautas de comportamiento, es la información, el conocimiento codificado, la búsqueda del placer. En favor de esta brevedad, que impulsa una acelerada producción para el consumo tanto material como cultural, se precipita y se generaliza la propaganda y venta de productos de usar y tirar, manteles, platos, cubiertos, servilletas y pañuelos de papel, envases no retornables, mercancías, en fin, de una sola función. Todos llevan en sí, y todos potencian la muerte del producto, su obsolescencia. Y en el llamado campo cultural viene sucediendo lo mismo: novela corta, cuento breve, información en ráfagas, mensajes concretos y estrictos...; que apenas dé tiempo a pensar. Ya hay quien lo realiza por nosotros. La trascendencia pasa entonces al aparato publicitario; y desde el mismo se anuncia insistentemente la soberanía del consumidor, para el que previamente han sido modelados unos gustos a los que llama personales y distintivos.
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La actividad industrial atravesó a comienzos del período moderno por una fase de desarrollo, paralelo al crecimiento de los sectores agrícola y mercantil. La evolución de la industria se benefició de un conjunto de estímulos derivados, en gran parte, de las condiciones generales de la coyuntura. Pero, a su vez, se vio lastrada por dificultades de orden estructural y por inercias del pasado. Entre estas dificultades una de las principales consistía en la elasticidad de la demanda de productos manufacturados. Por término medio, la población contaba con escasos recursos y podía destinar sólo una pequeña parte de sus ingresos a gastos no estrictamente alimentarios. En los períodos de dificultades, que eran frecuentes, éstos consumían la totalidad del presupuesto familiar de muy amplias capas de la sociedad, que se veían así imposibilitadas para adquirir productos industriales. La pobreza de la población rural, por lo demás, obligaba a muchos campesinos a procurarse mediante su propio trabajo manual el vestido, el menaje doméstico y otros bienes necesarios para la vida, toscamente elaborados en el ámbito familiar. Se restaban así aún más posibilidades a la expansión de las actividades industriales. Con estas premisas, no resulta extraño que la industria se desenvolviera básicamente en el ámbito urbano, ligada muchas veces a la demanda de productos lujosos generada por las clases altas de la sociedad, y que, por el contrario, no hubiera lugar para una auténtica producción de masas. Relacionado con ello estaría la persistencia en la organización de las actividades industriales de una estructura gremial, basada en el trabajo artesanal y en el privilegio corporativo, heredada del período medieval. Ello no obstante, en los primeros tiempos modernos comenzaron a evolucionar formas nuevas de producción industrial que superaban los estrechos marcos de las corporaciones gremiales y que apuntaban ya al nacimiento de una verdadera industria capitalista. Finalmente, una importante rémora para el desarrollo industrial consistió en los endémicos problemas de distribución que generaba la insuficiencia e inadecuación de los sistemas de transporte terrestre, que encarecían los productos en los mercados finales e impedían en gran medida la articulación de redes de distribución que superasen los estrictos marcos locales. Pero, junto a este conjunto de dificultades, en la definición del modelo de evolución de la industria del siglo XVI operaron una serie de importantes estímulos. En primer lugar, es necesario tener en cuenta las condiciones generales de la coyuntura. A pesar de las circunstancias anteriormente descritas, la demanda creció en este siglo a impulsos del crecimiento poblacional y de la evolución positiva de la economía. El incremento de las tasas de urbanización, que constituye otra de las características definitorias del período, potenció también las posibilidades de desarrollo del sector manufacturero, así como la expansión comercial y el amplio desarrollo de las técnicas mercantiles y financieras. Otro importante factor, que aparece como novedad absoluta, fue la subordinación política y económica de grandes espacios extraeuropeos, que representó la creación de nuevos mercados para los productos industriales del Continente. En este sentido, el Nuevo Mundo americano proporcionó salida a una parte de la producción (especialmente textil) no sólo española, sino también de otros países occidentales que lograron infiltrarse en el monopolio comercial castellano de las Indias. Las consecuencias económicas de la colonización de América no se limitaron, sin embargo, a la dotación de nuevos mercados para las manufacturas europeas. Las remesas de metales preciosos que como contravalor de éstas y en forma de beneficios fiscales para la Corona castellana llegaron del Nuevo Mundo potenciaron la circulación monetaria y el dinamismo del mercado, creando nuevas condiciones para el desarrollo de la industria. Ya desde antes de la llegada de los españoles a América, el desarrollo de la economía monetaria había potenciado también la minería de la plata en diversos lugares de Europa. La intensificación y diversificación de los circuitos de circulación monetaria generaron también una tendencia inflacionista que operó como estímulo para las inversiones en actividades productivas en aquellos países donde dicha tendencia se mantuvo en límites moderados. Por lo demás, es necesario también tener presente el papel jugado por el Estado. Éste, en primer lugar, actuó como consumidor. La demanda estatal estimuló ciertos sectores industriales, especialmente aquellos relacionados con la industria de guerra, como la fabricación de armas o la construcción naval. Por otra parte, el proteccionismo estatal que formaba parte de los dictados de la política económica actuó a veces como sostén directo o indirecto de la industria. Finalmente, el marco de relativa estabilidad y uniformidad territorial introducido por el Estado frente a la antigua anarquía feudal representó una condición política para el desarrollo económico en general, en el que se incluye el desarrollo industrial. No hay que olvidar tampoco, el papel de la Monarquía y de otras instituciones y grupos sociales privilegiados, como la Iglesia y la nobleza como promotores de la erección de grandes edificios, que determinó el impulso de un sector importante como el de la construcción y sus derivados.
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La industria española, en líneas generales, no conoció una auténtica depresión en estos años, sino un estancamiento que afectó de diferente manera a sus distintos sectores. Dado el relativo poco peso de los productos manufacturados en la balanza exportadora y la importancia de un mercado interior notablemente autárquico y cuya capacidad adquisitiva, sobre todo de bienes de consumo, apenas disminuyó durante el período, la situación fue menos desfavorable que la de otros países occidentales. Los índices generales de producción muestran que en la industria el inicio de la recesión se retrasó hasta avanzado 1931, y en algunos sectores, como el textil catalán, hasta 1933, en parte como efecto del tirón de la demanda provocado por el aumento de los salarios y por la bajada de los precios internacionales del algodón. El punto cenital de la recesión se produjo también aquí en la segunda mitad de 1933, y luego hubo una cierta recuperación, aunque sin alcanzar los niveles de comienzos de la década. Las causas de la contracción industrial obedecieron, en mayor medida que en el sector primario, a la evolución de la política económica. En algunos casos, el origen estuvo en el brusco cese de las líneas expansivas marcadas por la Dictadura, lo que acarreó a partir de 1930 una disminución de la inversión pública que afectó sobre todo a las industrias de base, muy dependientes de la acción del Estado. En otros, el declive obedeció más a las dificultades del mercado interior, a la estabilización monetaria y a la caída de las exportaciones. En general, las industrias básicas -energía, minería, siderometalurgia, cementos, etc.- fueron las más perjudicadas, si bien es posible apreciar un comportamiento distinto en las industrias tradicionales, como la minería, que revelaron sus carencias estructurales y una falta de competitividad que ya no podía cubrir el proteccionismo estatal, y aquellas otras más modernas -abonos, químicas, electricidad sobre todo- que reforzaron su crecimiento durante el período. Con un índice 100 para 1929, la producción industrial total descendió al 92,6 en 1933, para ascender al 94,7 al año siguiente. En cambio, el índice de industrias básicas, que había bajado hasta el 69,1 en 1933, siguió descendiendo durante el año 1934, llegando a alcanzar el 68,4 por ciento del índice de 1929. Aunque en menor grado, también las industrias de bienes de equipo y las de bienes de inversión, sobre todo las de material de ferrocarril, padecieron la escasa afluencia de capitales y el parón sufrido por la mecanización agraria y el cambio de la política ferroviaria. Por su parte, las industrias de consumo experimentaron un cierto estancamiento, pero su papel en el conjunto de la industria española siguió creciendo hasta 1932, beneficiado por la recesión en otros sectores: en ese año, suponían el 45 por ciento del índice industrial global, frente al 41,7 por ciento de 1929. Pese a su relativa benignidad, la crisis repercutió en el nivel de empleo de sectores claves de la industria, donde se alcanzaron tasas de paro inusuales, aunque mucho más bajas que en la agricultura. Así, en la construcción, el frenazo a la política de obras públicas por las dificultades presupuestarias de finales de la Dictadura, fue seguido por una restricción del crédito oficial, que afectó especialmente a la promoción de viviendas en las grandes ciudades. Ello se tradujo en un rápido incremento del desempleo, que a finales de 1933 alcanzaba a 76.000 trabajadores del sector. Sólo el establecimiento de una política de incentivos oficiales (Ley Salmón), permitió en 1935 una cierta recuperación de la construcción cuya crisis, además, afectaba a la industria cementera. Otro sector cuya crisis tuvo implicaciones sociales importantes fue el de la siderometalurgia, mayoritariamente concentrado en el País Vasco, y sometido a una estrecha protección estatal. Al descenso de las exportaciones de metal y a la caída de los fletes, consecuencia directa de la crisis mundial, se unió el parón oficial a la política de desarrollo ferroviario. Entre 1928 y 1933, la producción de material para el ferrocarril disminuyó en un 97 por ciento. Ello, unido a la baja demanda de maquinaria agrícola y a la escasa renovación del utillaje industrial, provocó una fuerte disminución de la producción de hierro, que en 1935 era la mitad de la de 1928, y de acero, que disminuyó en más del cuarenta por ciento. Las dificultades de grandes compañías como Altos Hornos condujeron a una reducción de plantillas que afectó sobre todo a los obreros vizcaínos. En 1933, había treinta mil metalúrgicos en paro.
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Fue el peor librado de los sectores económicos, pues a sus males seculares (falta de capitales, de mano de obra especializada y de buenas vías de comunicación, y grandes bolsones de población autosuficiente) se unió el énfasis de la Corona en evitar la aparición de industrias que compitieran con las metropolitanas. Aparte de los semitransformados de carácter agrícola (azúcar, añil, tabaco, etc.), las bebidas alcohólicas y algunos aspectos artesanales (platería, muebles, arneses, etc.), sólo pueden citarse las industrias de tejidos y de construcción naval. La producción de tejidos burdos entró en decadencia como consecuencia de la introducción del contrabando anglofrancés. Los obrajes no pudieron soportar la competencia de los elaborados en las fábricas industriales europeas. Simultáneamente se produjo un cambio de moda, sustituyéndose las telas de lana por las de algodón, más apropiadas para la mayor parte de los climas hispanoamericanos. Sólo subsistieron los obrajes que pudieron suministrar tejidos para los centros mineros. En México fueron desapareciendo los de San Miguel el Grande, Puebla, Oaxaca, Valladolid y Guanajuato, permaneciendo los de Querétaro. En esta última localidad y en Puebla empezaron a construirse telares industriales para la elaboración de tejidos ligeros de algodón, lo que salvó su industria textil. A fines de siglo, Querétaro tenía 200 telares y habían surgido otros centenares de ellos en Puebla, Celaya, Santa Cruz, León y Salamanca. En Perú ocurrió algo similar, decayendo los obrajes tradicionales de Cuzco, Oruro, La Paz y Chuquisaca (pese a lo cual había unos cien de ellos a fines de siglo) y creándose industrias de tejidos de algodón en algunas regiones como Arequipa y Huamanga. En la primera de estas localidades funcionaba, en 1790, una fábrica de 68 telares que producía 125.000 varas de tocuyos o telas de baja calidad. Los textiles quiteños tuvieron una decadencia menos estrepitosa por encontrarse entre los centros mineros del Perú y el Nuevo Reino de Granada. Desde 1788 entró en crisis el mercado peruano y los quiteños vendieron sus paños a los trabajadores de los placeres auríferos neogranadinos. El problema era que estaban ubicados en tierras calientes, donde eran más apetecidos los tejidos livianos. Tyrer ha señalado que hacia 1780 había aún en Quito unos 125 obrajes, lo que representaba el 74% de los 169 existentes en 1700. Esos 125 obrajes tenían unos 6.000 trabajadores. En 1804-5 subsistían todavía 25 obrajes en Latacunga, 12 en Quito y 11 en Riobamba. En cuanto a la industria naval, estuvo protegida por la Corona a través de sus ministros Patiño, Campillo y Ensenada. Se fabricaron buques en casi todas las colonias, pero principalmente en Cuba y Guayaquil. La Habana construyó 115 navíos en el período 1724-1800 destinados a la Armada de Barlovento y las flotas de Nueva España y Tierra Firme. Guayaquil construyó cuatro navíos para la Armada de la Mar del Sur, así como numerosas embarcaciones menores, y fue el centro de carenado de los navíos del Pacífico Sur.
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Considerando el limitado desarrollo industrial de la metrópoli, no cabía esperar que en las colonias fuera éste un sector en auge. Y en efecto no lo fue, en parte debido a la propia política española, que no mostró ningún interés en fomentar la expansión industrial indiana, más bien al contrario, de acuerdo con los principios mercantilistas se procuró obstaculizarla en la medida en que podía suponer competencia para la metrópoli. Pero tampoco los propios españoles americanos se interesaron por acometer actividades de este tipo, se ha dicho que por considerarlas poco acordes con la mentalidad caballeresca imperante, y quizá también por la atracción ejercida sobre el emigrante por el sector minero, con su posibilidad de riqueza inmediata. De todas formas, las industrias surgen espontáneamente allí donde había un mercado para un artículo que no era suministrado por la metrópoli o por el contrabando, de manera que el desarrollo industrial americano es la respuesta al fracaso de España en abastecer a sus colonias de productos manufacturados. En las ciudades alcanzará gran importancia la industria artesanal, cuidadosamente regulada por ordenanzas gremiales, y encaminada a la producción de artículos de demanda cotidiana, destacando las actividades relacionadas con el vestido (sastres, zapateros, bordadores, etcétera) y la alimentación (elaboración de pan, salazones, quesos, azúcar, miel), así como la artesanía artística, en especial la orfebrería y platería. También se desarrollaron las industrias de las fundiciones, cecas, o las relacionadas con la ganadería (curtido de cueros, velas de sebo, jabón), o la construcción (ladrillos) o transporte (fabricación de carros). Pero al margen de estas actividades artesanales, las industrias americanas que merecen tal nombre son la elaboración de textiles y la construcción naval. La construcción naval se desarrolla favorecida por la abundancia de materias primas, sobre todo excelentes maderas pero también algodón y pita para las velas y cordaje, brea para calafatear, y demás materiales necesarios, excepto el hierro que había que importar de España. Destacan sobre todo los astilleros de La Habana y Guayaquil, pero también los hubo en Guatulco (Nueva España), Panamá, Cartagena de Indias, Realejo (Nicaragua), Coatzacoalcos (istmo de Tehuantepec). En general, casi todos los puertos cumplen funciones de careneros, con instalaciones para reparar y calafatear buques, e incluso construir pequeñas embarcaciones. En el siglo XVIII habrá una política oficial de fomento de la construcción naval, que en América se refleja en diversos intentos de creación de astilleros reales (por ejemplo en Coatzacoalcos) finalmente concretados en el impulso dado al de La Habana, donde se construirá buena parte de la armada española de los Borbones. La producción de seda fue también importante a mediados del siglo XVI en Nueva España, y en este caso fomentada oficialmente, por el virrey Antonio de Mendoza. El obispo de México, Juan de Zumárraga, propuso que se enviaran familias moriscas de Granada para que enseñaran a los indios la cría de gusanos de seda. Puebla y Antequera de Oaxaca fueron los centros sederos más importantes. Pero a fines del siglo, y para proteger las sederías metropolitanas, se inician las prohibiciones, comenzando en 1596 por la prohibición de plantar más moreras, y acabando en 1679 con la orden de destruir las sederías existentes. En adelante esta actividad se reducirá a escala artesanal. La principal actividad industrial en la América colonial, tanto por producción como por mano de obra empleada, es la elaboración de telas de algodón y lana. Debe su establecimiento a la escasez y carestía de las llamadas telas de Castillo (que solían ser de bastante más al norte, y se llamaban ruanes, holandas, y hasta damascos). Pero en este aspecto, la incapacidad de España para satisfacer la demanda de sus colonias era con frecuencia compensada con el muy intenso contrabando, de ahí que la expansión de los textiles americanos se deba más bien a factores como la disponibilidad de abundante materia prima (algodón en las tierras bajas y lana en las altas, gracias al desarrollo de la ganadería ovina) y mano de obra indígena de bajo costo (y con larga tradición en el trabajo del tejido, desde tiempos prehispánicos) y, sobre todo, la existencia de un amplio mercado interno: los consumidores serán indios y mestizos, sin capacidad adquisitiva para acceder a las costosas telas de importación. Para ellos se fabricarán géneros bastos, las ropas de la tierra, en establecimientos llamados obrajes, que son realmente las primeras fábricas americanas, y se establecen por primera vez en Puebla (Nueva España) en 1539, pasando enseguida a Perú (Jauja, 1545) y Quito, donde se dará la mayor concentración y se elaborarán además ropas de alta calidad para el mercado urbano. Además de toda clase de tejidos de lana y algodón (paños, tocuyos, ponchos), los obrajes fabricaban sombreros, alpargatas, sogas, objetos de loza y vidrio y hasta pólvora, constituyendo así verdaderos centros manufactureros. Se trató, pues, de una industria subdesarrollada, pero que logró mantenerse hasta que quedó expuesta a los efectos del auténtico comercio libre, después de la independencia (Fisher).
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En ese mundo dominado por las unidades de producción de reducido tamaño había actividades -minería, metalurgia en algunos casos, construcción naval...- cuyas peculiares características requerían la concentración de mano de obra y la inversión de capitales cuantiosos, muy pocas veces aportados por un solo empresario y formados más frecuentemente mediante la creación de compañías participadas y cuyo papel en el desarrollo del capitalismo industrial, desde los mismos albores de los tiempos modernos, no puede minimizarse. El nivel de concentración que llegaron a alcanzar fue, a veces, considerable (aunque en todos los países había también pequeñas empresas en estos mismos sectores para satisfacer demandas comarcales). Entresacamos, como ejemplo, la sociedad minera francesa de Anzin. Constituida como una sociedad anónima -en la que, por cierto, dominaban los socios pertenecientes a la alta nobleza-, fue una de las más importantes del país, con un capital invertido de más de 9 millones de libras en 1781 (se había multiplicado casi por 15 desde 1757); por esas mismas fechas trabajaban cerca de 4.000 hombres en ella y producía casi la mitad del carbón extraído en el país. Por otra parte, el siglo XVIII vio desarrollarse, ya que no siempre nacer, otros tipos de empresas concentradas; las manufacturas y fábricas (a las que hemos aludido ya en el epígrafe anterior). Aunque en la época no se establecían diferencias precisas entre ellas y ambos términos se utilizaban indistintamente para designarlas, hoy los historiadores diferencian dos categorías industriales distintas. La característica de las manufacturas era la concentración en un mismo edificio o en un grupo de edificios de la mano de obra, aunque el proceso de elaboración de los artículos seguía siendo predominantemente manual (en un sentido más restringido, se aplica también el nombre de manufacturas a las concentraciones surgidas para el acabado de productos rurales que veíamos en el epígrafe anterior). Surgidas con anterioridad, pero notablemente desarrolladas en esta centuria, constituyeron el modelo preferido por los poderes públicos para establecer las grandes empresas estatales de corte colbertista, aunque también las hubo, por supuesto, de propiedad privada (y, recordemos, gozando frecuentemente de algún tipo de privilegio). Telas estampadas, porcelanas, loza fina, cristal igualmente fino o tabaco fueron algunos de los productos frecuentemente elaborados en ellas. Algunas alcanzaron un gran tamaño, aproximándose al millar de operarios, pero podía ser mucho más elevado el número de los que trabajaban para ellas; el caso más extraordinario era el de la manufactura de lana creada por la emperatriz María Teresa de Austria en Linz, que en 1775 contaba con 25.000 trabajadores. La explicación estriba en que no era raro que la manufactura no estuviera más que parcialmente centralizada, estableciendo sus propias redes de artesanos dispersos por la ciudad donde radicaban o por su entorno rural para realizar algunas de las operaciones no especializadas la hilatura, por ejemplo-. La superposición de distintos modelos organizativos era pues, patente. Su papel en el proceso de industrialización fue mucho menor del que cabría esperar a priori -y del atribuido por Marx-, pero sus aportaciones no fueron desdeñables. La concentración permitió establecer una mayor vigilancia y disciplina en el trabajo y proceder a la división de tareas; se iniciaba en ellas, pues, la reorganización del proceso productivo, mejorando la productividad y elevando, por lo tanto, la producción. Finalmente, la principal aportación del siglo XVIII fue la fábrica (factory system), empresa concentrada en la que las máquinas desempeñan un papel fundamental y en la que terminaría dominando el capital fijo sobre el circulante (éste lo había hecho durante el largo período preindustrial). Aunque es posible encontrar ejemplos en otros países, será Inglaterra el que ofrezca los casos más destacados y, además, tempranamente, como la factoría sedera de Thomas Lombe, levantada en Derby por cierto, según planos robados en Italia, en uno de los primeros casos conocidos de espionaje industrial- entre 1717 y 1721, que empleaba a más de 300 obreros, o las hilanderías de algodón, entre las que podemos citar las establecidas por Richard Arkwright en Cromford, Derby y Manchester o las de la familia Peel en Manchester y Bury durante las últimas décadas del siglo. El factory system fue una de las manifestaciones centrales de la revolución industrial, de la que nos ocuparemos a continuación, y en dicho contexto veremos sus implicaciones. Hay que subrayar, sin embargo, que por llamativos que sean los ejemplos que se puedan aducir, la fábrica mecanizada era una empresa todavía abiertamente minoritaria durante el siglo XVIII, también ella podía implicarse en cooperaciones con artesanos dispersos (la hilatura podía hacerse en fábricas y el tejido, por artesanos dispersos) y sólo llegará a generalizarse en Inglaterra (en el Continente será más tarde) después de 1830.
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Con un sector agropecuario poco innovador, que no fomentaba la liberalización de mano de obra, que no generaba grandes capitales en manos de una mesocracia rural, que mantenía unos altos precios en el trigo y que sometía a una situación de autoconsumo a los campesinos que formaban el grueso de la población, era difícil que se produjera el despegue revolucionario de la industria hispana. A pesar de esta realidad, es igualmente cierto que el aumento paulatino de la demografía y los recursos alimenticios posibilitó una mayor demanda de bienes manufacturados, especialmente en la segunda mitad del siglo. Gracias a ese aumento de la demanda se pudo manifestar una cierta renovación de la industria sin que la misma condujera a ninguna revolución. Como en otros aspectos de la vida económica del país, se produjo un crecimiento sin desarrollo: la tradición y la innovación estuvieron por igual presentes en la actividad industrial, aunque la primera parece que tuvo más peso que la segunda. La preocupación por el fomento de la industria nacional fue una constante entre los gobernantes del siglo. Al igual que a los problemas agrarios se intentó contestar con el Informe de Jovellanos, ante los temas industriales les llegó el turno a hombres como Bernardo Ward con su Proyecto económico y, sobre todo, a Campomanes con sus dos obras capitales: Discurso sobre el fomento de la industria popular (1774) y Discursos sobre la educación popular de los artesanos (1775). Desde una óptica esencialmente mercantilista se pensaba que para mantener una balanza comercial favorable, manifestación emblemática de la riqueza de una monarquía, era preciso crear una industria nacional potente, capaz de competir con los productos extranjeros y de asegurar el abastecimiento a todos los dominios españoles, peninsulares y coloniales. Para conseguir estos ambiciosos objetivos era necesario realizar tres tipos de acciones que acabaran con el decaimiento de las fábricas: estímulo y regeneración en los diversos grupos sociales, reforma del contexto socioeconómico y organizativo donde se desenvolvía la industria y, finalmente, revisión de las políticas gubernamentales realizadas anteriormente. Es decir, suprimir la división entre oficios honrados y viles, eliminar la desidia y el conformismo de los artesanos, preparar técnicamente la mano de obra, renovar las corporaciones gremiales y amparar desde el gobierno a la industria nacional con incentivos fiscales y comerciales capaces de crear un empresariado industrial. Tomando el conjunto del siglo, la política reformista fue evolucionando de un mayor intervencionismo estatal inspirado por el mercantilismo a una mayor creencia en las virtudes de la libertad y la iniciativa privada defendidas por los planteamientos fisiocráticos y en mayor medida por liberales. El diagnóstico no fue en absoluto equívoco; las soluciones en cambio fueron más difíciles de encontrar dado que la tradición tuvo un gran espesor y que el conjunto de la estructura económica española era poco propicio para el desarrollo de una industria nacional. La industria artesanal fue la que caracterizó al sector secundario durante toda la centuria. De ubicación esencialmente urbana, se trataba de una organización tradicional en la que un maestro en su casa-taller, colaborando con uno o varios oficiales y aprendices, producía bien un artículo completo o bien la parte de una mercancía que precisaba luego la colaboración de otros talleres. La regulación de la cantidad y la calidad de los productos la realizaban las corporaciones gremiales al establecer con minuciosidad toda una serie de ordenanzas. En la mayor parte de las grandes y medianas ciudades, el taller era el protagonista de la vida industrial. A veces ocupaban barrios enteros cuyas calles adoptaban el nombre de determinados oficios. Aunque algunas urbes modestas centraron su artesanía en un determinado producto, sobre todo el textil, habitualmente existían decenas de talleres dedicados a satisfacer la demanda local inmediata. En una ciudad como Lleida, que a finales del siglo tenía unos 10.000 habitantes, se han llegado a contabilizar 60 oficios diferentes. Las insuficiencias artesanales, especialmente en el mundo textil, habían favorecido desde los primeros siglos de la modernidad el desarrollo de la industria rural en bastantes lugares de la geografía española. No es fácil determinar el alcance de esta protoindustria, pero todo indica que la baratura de sus instalaciones y el carácter complementario que tenía respecto a la agricultura, facilitó bastante su relativo crecimiento. A finales del Setecientos, más de 7.000 telares y varios miles de productores se dispersaban por el amplio territorio castellano dedicados a la pañería, la lencería o la sedería. Paralelamente, la segunda mitad de la centuria vio crecer las escuelas de hilar, donde miles de mujeres en su domicilio trabajaban para fábricas vecinas en los primeros pasos del proceso industrial (cardado e hilado). Aun a pesar de su relativo auge, este tipo de industria doméstica no alcanzaría los niveles de desarrollo que estaba disfrutando en Inglaterra o Alemania. Aunque en el textil gallego, valenciano o catalán y en las ferrerías vascas tuvieron un cierto crecimiento, lo cierto es que sólo sirvieron para acumular capital en las manos de algunas decenas de comerciantes y, sobre todo, para complementar los ingresos agrícolas de los campesinos. Esta última parecía ser una de las principales virtudes que Campomanes veía en el fomento de esta industria por él llamada popular: "... el verdadero interés del Estado consiste en mantener la industria en caseríos y lugares chicos". La situación gallega debía hacerse paradigmática frente a la barcelonesa que, como veremos, acumulaba y proletarizaba en algunas fábricas a importantes cantidades de trabajadores asalariados, con el consiguiente peligro potencial de alterar a largo plazo la estructura social existente. El escaso éxito de la industria rural a causa de la parca asistencia de capitales, de la relativa vetustez de los medios técnicos y de la falta de competitividad, favoreció la creación, en un contexto de fervor mercantilista, de manufacturas concentradas apoyadas por el Estado, al estilo de lo realizado por Colbert en la Francia del siglo anterior. De esta forma fueron tomando vida las sucesivas manufacturas reales. Muchas de estas fábricas nacieron al calor de las necesidades estatales. Algunas lo fueron por imperativos militares. Tal es el caso de la construcción naval en los tres grandes arsenales (El Ferrol, Cádiz y Cartagena) o de las fábricas siderúrgicas de Liérganes y La Cavada dedicadas a proveer de material bélico a las fuerzas armadas. Otras surgieron pensando en obtener recursos para la hacienda pública. De este cariz fueron la fábrica de tabacos de Sevilla o las de naipes de Málaga y Madrid. En ocasiones se intentó hacer frente a la demanda de artículos de lujo generada por las clases adineradas sin tener que depender del extranjero. Así, aparecieron las instalaciones fabriles de tapices en Santa Bárbara, de cristales en San Ildefonso o de porcelanas en el Buen Retiro. Por último, también desde el Estado se pensó en cubrir las necesidades textiles de artículos de consumo popular instalando fábricas de lana (San Fernando de Henares, Brihuega, Guadalajara), de seda (Talavera de la Reina), de lencería (San Ildefonso y León) o de algodón (Ávila). Resulta evidente que algunas manufacturas reales generaron importantes concentraciones de capital y trabajo, cubrieron una demanda y produjeron avances técnicos y laborales dignos de tener en cuenta. Ahora bien, económicamente no resultaron viables. En unos casos porque la demanda de sus artículos era parca, en otros porque los precios debían responder a criterios políticos, en las más de las ocasiones porque no pudieron competir con otros productos extranjeros ni dentro ni fuera de España. Además, como quiera que representaron un gran dispendio para el erario público, los gobernantes tuvieron muchas vacilaciones en cuanto a los apoyos que debían prestarse. Aun con esos inconvenientes, debe situarse en su haber el incentivo que representaban para las comarcas donde se ubicaban sus instalaciones, convirtiéndose de hecho en verdaderos polos de creación de empleo en lugares económicamente aletargados. Una evidencia parece imponerse, la participación directa del Estado en la gestión industrial no fue un éxito pero sirvió al menos para cubrir demandas concretas y dar empleo en comarcas ciertamente deprimidas. Las autoridades borbónicas también mostraron su empeño industrial participando en fábricas mixtas con capital privado, instalaciones que eran privilegiadas con franquicias fiscales o incentivos para la comercialización. A iniciativa del Estado (que participaba con préstamos o con emisión de acciones) o de particulares, se constituyeron diversas empresas dedicadas a la industria lanera y sedera. De este tipo fueron iniciativas exclusivamente fabriles como la Fábrica de Paños Finos de Segovia o con intereses comerciales como la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Extremadura, la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Zaragoza o la Compañía de San Carlos de Burgos. La experiencia no fue muy satisfactoria y dichas empresas industriales sólo parecieron remontar el vuelo cuando pasaron completa y definitivamente a manos privadas, que es lo que ocurrió con la mayoría. Ahora bien, la mayor parte de la producción industrial española estuvo en manos privadas. Algunas de estas empresas llevaron el nombre de fábricas reales, que significaba el disfrute de una serie de franquicias a condición de que sus dueños supieran mantener un mínimo de calidad susceptible de ser imitado por el resto de los fabricantes. En algunos casos estas fábricas estuvieron gestionadas por corporaciones que instalaban sus propias empresas industriales con el objeto de proceder posteriormente a la comercialización de sus productos. El ejemplo más claro fue el de los Cinco Gremios Mayores de Madrid, que llegaron a regentar fábricas de seda (Valencia), cintería y listonería (Valdemoro) y holandillas (Madrid). Asimismo, tuvieron la titularidad de las manufacturas reales de Guadalajara, Talavera y San Carlos. A pesar de estos casos, más numerosas fueron las fábricas de propiedad particular. Algunas estuvieron simbólicamente creadas por nobles, como ocurrió con la fábrica de tapices, hilados y tejidos de algodón del duque del Infantado en Pastrana o con la de tafetanes y medias de seda que instaló el conde de Aguilar en la Rioja. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones se trataba de adinerados maestros gremiales que decidían dar el salto a una empresa libre de las ordenanzas gremiales o bien de un emprendedor empresario que terminaba por crear importantes concentraciones fabriles. Este último es el caso de la fábrica de Valdemoro de José Aguado (que después pasó, como hemos visto, a los Cinco Gremios Mayores) o de las diversas iniciativas del famoso comerciante y asentista naval Juan Fernández de Isla. En este sentido, las empresas de mayor enjundia fueron la Mantelería de la Coruña establecida por los holandeses Adrián Roo y Baltasar Kiel en el último cuarto del siglo anterior, la fundición instalada por Antonio Raimundo Ibáñez en Sargadelos y el establecimiento del Nuevo Baztán creado de la mano de Juan de Goyeneche. No obstante, entre este tipo de manufacturas organizadas con el esfuerzo del capital privado y el apoyo ocasional de la hacienda, las fábricas de algodón de Cataluña resultaron una de las mayores y más importantes novedades del siglo. Creadas en primera instancia por los grandes mayoristas catalanes y posteriormente asumida la iniciativa por fabricantes especializados en las tareas textiles, las fábricas de indianas tuvieron una decidida actitud de encaramiento hacia el mercado peninsular o colonial, efectuaron tímidas pero significadas transformaciones técnicas, desvincularon la producción del mundo gremial y emprendieron nuevas formas de gestión fabril. Además, tuvieron importantes repercusiones sociales. Por un lado, crearon un sector empresarial con progresiva conciencia de clase y ligado en exclusiva al mundo industrial. Por otro, permitieron forjar un incipiente proletariado industrial concentrado en Barcelona. Todos estos factores posibilitaron un cambio en el modo de producción: producir no sólo para el consumo local sino para la demanda exterior sobre la base del trabajo asalariado. Con todo, debe recordarse que la industria española estuvo durante todo el siglo presa de sus elevados costes de producción y, por tanto, de sus escasas posibilidades de conquistar mercados. Dificultades en la obtención de materias primas, exceso de impuestos, pobreza tecnológica y limitaciones gremiales, provocaron una producción escasa (a pesar de su crecimiento absoluto) y de no gran calidad que difícilmente podía competir con la extranjera, ni siquiera en la nación propia. Los fabricantes vendían tarde, poco y mal. Y en estas condiciones, el margen de beneficios era escaso y la reinversión por consiguiente precaria. Todo un círculo vicioso a causa del cual la industria hispana terminaba siendo poco atractiva para unos capitales que veían en la agricultura rentas más constantes y seguras y en el comercio ganancias más considerables con parecido riesgo.
contexto
La industria principal, motor de casi todas las grandes transformaciones de las ciudades de la Corona en la Baja Edad Media, fue la pañería. Según C. Carrére, la producción de tejidos de lana es precisamente lo que, en el siglo XIV, convirtió a Barcelona en gran centro económico del mundo mediterráneo: atrajo a un número elevadísimo de menestrales, estimuló la concentración de capitales e impulsó el desarrollo mercantil de la ciudad. Pero con ello llegó el crecimiento de la población, los problemas de aprovisionamiento y los nuevos conflictos del mundo del trabajo. Anteriormente, durante el siglo XIII, la pañería catalanoaragonesa era mediocre, y no alcanzaba a cubrir la demanda interior. La producción propia debía completarse entonces con una fuerte corriente de importación de tejidos flamencos y franceses, una gran parte de los cuales eran vendidos por los mercaderes catalanes en mercados mediterráneos. Según J. Reglá, fue precisamente la tensión bélica entre la Corona y Francia, desatada a finales del siglo XIII por la incorporación de Sicilia, lo que impuso un cambio de orientación. Durante años resultó difícil importar tejidos ultrapirenaicos, situación que forzó la transformación y crecimiento de la industria propia. Se produjo entonces, durante el siglo XIV, a la vez que un extraordinario desarrollo de la pañería en Barcelona, y en menor medida en las restantes ciudades de la Corona, una considerable expansión de la producción pañera en el mundo rural catalán, con cifras de producción, en conjunto, tan elevadas como las de Barcelona. Mercaderes barceloneses dieron salida a esta producción urbana y rural de paños de calidad mediana y menor coste que los franceses: los exportaron hacia mercados del Mediterráneo oriental, donde eran bien acogidos y utilizados como moneda de intercambio para la compra de especias. Esta actividad, junto a otras de los mercaderes barceloneses (exportación de azafrán y fruta seca, por ejemplo), y el consumo en el mercado urbano de alimentos (cereales, carne) y primeras materias (lana, madera) procedentes del mundo rural, contribuyó entonces a integrar en una misma economía y hacer partícipes de unas mismas coyunturas al campo y la ciudad. Según A. Santamaría, los sectores productivos más importantes de Valencia en el siglo XV eran los dedicados a la producción de tejidos (tinte y tejido), cueros y muebles. La industria pañera valenciana se desarrolló algo más tardíamente que la catalana. Como en Cataluña, durante el siglo XIII los tejidos de cierta calidad fueron generalmente importados de Francia y Flandes, pero aquí la ruptura franco-catalana de 1293-1313 no actuó de estímulo para el desarrollo de una poderosa industria propia. Restablecidas las relaciones entre la Corona y Francia, se dictaron medidas proteccionistas para salvar la débil producción local de la competencia extranjera (1342), lo que lesionó los intereses de los mercaderes importadores, por lo que hubo que revocarlas (1344). No fue hasta entrado el siglo XV, hacia 1440-1470, cuando la pañería valenciana maduró organizativamente, prosperó económicamente y se convirtió en exportadora. Según J. A. Sesma, la manufactura textil aragonesa, de antigua tradición, no pudo aprovechar las favorables condiciones de comienzos del siglo XIV para transformarse y extender sus mercados. Más bien fueron los tejidos catalanes los que, atravesando dificultades en el Mediterráneo por la guerra con Génova, intentaron reservarse el mercado propio e imponerse en el mercado interior aragonés. Para estimular el desarrollo de la manufactura aragonesa y catalana, enriquecer a los naturales de los reinos y beneficiar a las finanzas públicas, las Cortes de Monzón de 1361-1362 prohibieron la importación de tejidos extranjeros. Pero este proteccionismo, especialmente beneficioso para la débil manufactura aragonesa, se mantuvo poco tiempo en Aragón (hasta 1364), mientras, en cambio, en Cataluña se adoptaban medidas que primaban la exportación y gravaban la importación de tejidos (1365). Durante unos doce años todos los tejidos, foráneos o aragoneses, vendidos en Aragón pagaron una tasa del 10 por ciento de su valor. A partir de 1376, se volvió a un cierto proteccionismo (los paños extranjeros pagarían una tasa del 5 por ciento mientras que los aragoneses quedaban exentos), coincidente con la instalación de mercaderes y artesanos catalanes del sector pañero en Aragón, y de refugiados judíos. En esta primera fase de su desarrollo, la pañería aragonesa adoptó el modelo de los paños catalanes y languedocianos, baratos y de gran consumo, confeccionados precisamente con lana aragonesa. La primera mitad del siglo XV, el incremento de la producción y mejora de la calidad permitió a los paños aragoneses ganar a los extranjeros una parte del mercado interior y salir a mercados exteriores (Castilla y Portugal). A mediados del siglo XV esta industria alcanzó su madurez y, por su menor precio, compitió ventajosamente con la producción extranjera en Aragón. Entonces se distinguían cuatro zonas productoras: 1) La zona norte (Jaca, Huesca, Aínsa, Broto y Sallent de Gállego), con capitales catalanes, que se integraba en el proceso de producción de la industria textil de Cataluña, hacia donde exportaba el grueso de su producción en forma de paños crudos y blancos; 2) la zona del Somontano Ibérico (Tarazona y Calatayud) que fabricaba tejidos de mediana calidad para el mercado rural aragonés, exportaba piezas a Castilla y daba el acabado a piezas de elaboración castellana (de la zona de Calahorra); 3) 3) la zona sureste (Teruel), con una manufactura de mayor calidad, por la materia prima (lana fina) y las nuevas técnicas de producción, que tendrá continuidad durante toda la Edad Moderna, y 4) la zona de Zaragoza, que concentra una buena parte de la producción pañera del reino, y produce piezas de muchos tipos y calidades.
contexto
Los sectores textil y siderúrgico -máximos exponentes de la primera revolución industrial- representaban todavía, en las últimas décadas del siglo XIX, las principales actividades industriales de Europa. Al mismo tiempo, se estaban sentando las bases -produciéndose los descubrimientos científicos e inventando sus aplicaciones prácticas- de la que se denomina segunda revolución industrial, cuyos principales símbolos son la energía eléctrica y el automóvil. Deslumbrados por la magnitud de todas estas actividades, los historiadores despreciaron hasta hace poco tiempo otras industrias secundarias del siglo XIX -construcción, agroalimentaria, vidrio, madera, etc.- de cuya importancia real se ha cobrado cada vez mayor conciencia. En España, así como la moderna industria textil había experimentado un temprano desarrollo en Cataluña, la industria siderúrgica no había conseguido despegar, después de algunos infructuosos intentos en Málaga y Asturias. No es éste el momento de mencionar el debate sobre la ocasión perdida que para la creación de una siderurgia española supuso la construcción de la red básica de ferrocarriles, en los años 50 y 60 del siglo pasado. El hecho es que no fue hasta la época de la Restauración cuando surgió esa moderna siderurgia en la ría de Bilbao. Por lo que respecta a las industrias secundarias, es necesario señalar su importancia, aunque su número y dispersión geográfica haga difícil concretarla. Baste mencionar que en Cataluña -cuya actividad industrial, llevados por el prejuicio de la importancia de los grandes sectores, podría identificarse exclusivamente con el textil-, en el bienio 1893-95, todas las actividades de este sector aportaban el 53,8 por 100 de la contribución industrial y de comercio, mientras que otras industrias -agroalimentaria, metalúrgica, química, artes gráficas, papel, cuero, corcho, etc.- aportaban el 46,2 restante, según Albert Balcells, que reproduce estos datos de Miquel Izard. En la evolución de la actividad económica catalana de este período se han distinguido cuatro etapas -semejantes, aunque no coincidentes exactamente en la cronología con las del resto de España-: 1) entre 1875 y 1882, una época de prosperidad -conocida popularmente como la febre d'or, que Narcís Oller describió en la novela del mismo título- caracterizada por el crecimiento industrial, una fuerte expansión de las instituciones de crédito y el auge de la exportación de vino a Francia; todo ello favoreció un alza de la Bolsa que, en gran medida, era especulativo. La crisis de la Bolsa de París, en 1882, repercutió inmediatamente en la de Barcelona, que al cabo de dos meses había bajado un 50,5 por 100 en las cotizaciones; 2) la crisis bursátil de 1882, unida a la crisis agraria que comenzaba a apuntar en todo el país, inició un período de estancamiento de la producción industrial -que tiene su reflejo en las cifras de importación de algodón en rama- y que se prolongaría hasta el final de la década; la entrega a Alfonso XII, en 1885, de una Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña, el llamado Memorial de Greuges, la primera manifestación tímida de nacionalismo catalán, tiene su explicación en este contexto; también en este período se celebró la Exposición Universal de Barcelona de 1888, y se desarrollaron planes de reforma de la ciudad, iniciativas ambas del alcalde liberal Rius i Taulet para tratar de reactivar la economía y el empleo; 3) los primeros años 90, en que se volvió a vivir un proceso de expansión industrial, basado tanto en la recuperación del mercado español -al abrigo del Arancel de 1891-, como en las exportaciones textiles a Cuba y Puerto Rico, favorecidas por el desarrollo de la ley de relaciones comerciales con las Antillas de 1882 y por los nuevos Aranceles de las islas, aplicados a partir de 1892; y 4) la coyuntura creada por la guerra de Cuba y la pérdida de las últimas colonias. Las primeras factorías siderúrgicas de Vizcaya se establecieron a mediados del siglo XIX, pero su crecimiento fue muy pequeño. El desarrollo de la moderna siderurgia vasca, en torno a la ría de Bilbao, tuvo lugar una vez finalizada la guerra carlista, a partir de 1876, en estrecha relación con la explotación masiva de las minas de hierro situadas en la misma zona, cuyo producto fue destinado mayoritariamente a la exportación. Más adelante nos referiremos a este último fenómeno. Lo que aquí interesa consignar es que la contribución de la minería a la industria siderúrgica fue esencial porque, además de proporcionarle la materia prima y gran parte del capital con que se financió, la exportación del mineral de hierro sirvió para resolver el que había sido principal problema de los establecimientos siderúrgicos en España, la carencia de buen carbón a bajo precio. Aprovechando el viaje de retorno de los barcos que llevaban el mineral a Gran Bretaña, fue importado carbón británico de calidad superior, y precio inferior en Bilbao, al asturiano. Las principales factorías fueron la Fábrica de San Francisco, en el Desierto (Sestao), promovida por Francisco de la Rivas, en 1879; la Sociedad Altos Hornos y Fábricas de Hierro y Acero de Bilbao de la familia Ybarra, y Metalurgia y Construcciones La Vizcaya, cuyos promotores fueron Víctor Chávarri y los Gandarias, establecidas ambas en 1882. Por último, en 1888 se fundó la Sociedad Anónima La Iberia. Las tres últimas compañías -Altos Hornos y Fábricas, La Vizcaya y La Iberia- se fusionaron en 1902, dando lugar a Altos Hornos de Vizcaya. El desarrollo minero y siderúrgico fue acompañado por importantes obras públicas -construcción de carreteras, ferrocarriles y del puerto de Bilbao, entre 1877 y 1903, bajo la dirección del ingeniero Evaristo de Churruca- por el establecimiento de otras industrias, grandes -como las metálicas y navieras- y pequeñas. El cónsul inglés en Bilbao escribía en 1885: "Hay pocos casos similares en Europa de un crecimiento y prosperidad comerciales tan notables". Se ha señalado el contraste entre la estructura tradicional de la industria catalana -todavía de base y financiación familiar a finales de siglo-, y el carácter moderno de la industria vasca, organizada en forma de sociedades anónimas y en estrecha relación con los Bancos, instituciones que conocieron un importante desarrollo en el Bilbao de la época. Los avances tanto en el sector textil como en el siderúrgico fueron espectaculares, en comparación con la situación anterior de la industria española. Sin embargo, a escala europea, los resultados eran bastante modestos. En 1900, la mayor fábrica textil de Cataluña tenía 25.000 husos, cuando las factorías medias en Francia e Inglaterra contaban con 50.000. La producción española de acero había alcanzado las 150.000 toneladas pero, en las mismas fechas, Alemania producía 6 millones y medio, y el Reino Unido cinco millones. Las causas de este fracaso o atraso de la Revolución Industrial en España, son objeto de una de las polémicas más vivas entre los historiadores económicos. De forma simplificada, la opinión tradicional -expuesta de la forma más sistemática por Jordi Nadal- adjudica la mayor parte de la culpa a la debilidad de la demanda interna, ocasionada en último término por la baja productividad de la agricultura; en los últimos tiempos, esta interpretación ha sido contestada por historiadores como Nicolás Sánchez Albornoz o Leandro Prados, para quienes es necesario repartir la culpa, al menos, entre el atraso de la agricultura -esencialmente la castellana- y la falta de iniciativa y espíritu de competitividad de los industriales -especialmente los catalanes- que se contentaron con abastecer el mercado nacional protegido, en lugar de tratar de crecer conquistando otros mercados. Unas palabras sobre la minería, considerada por Tortella como el sector más dinámico de la economía nacional en el último cuarto de siglo. Este dinamismo se debió a la masiva penetración de capital extranjero, permitido por la legislación liberal de 1868. Con anterioridad, las minas, en manos de propietarios nacionales sin capital necesario, en la mayoría de los casos, para introducir la tecnología adecuada para su explotación, habían permanecido en gran parte improductivas. Los ejemplos más destacados son la explotación de las minas de cobre en Huelva por las compañías internacionales Tharsis y Río Tinto; de las de plomo en Córdoba y Jaén, por empresas de capital francés e inglés; de los criaderos de cinc en Reocín (Cantabria), por la Compañía Asturiana de Minas, de capital belga; y de los yacimientos de mercurio en Almadén, en cuya comercialización intervinieron los Rothschild decisivamente. La minería del hierro requiere una mención especial tanto por el volumen que alcanzó -España era en 1900 el mayor exportador de Europa de este mineral, seguido a gran distancia por Suecia- como por la repercusión que tuvo, como ya hemos dicho, en el desarrollo económico de Vizcaya. El impulso procedió también en este caso de la demanda extranjera. El mineral de hierro de Somorrostro, Saltacaballo, Setares y demás yacimientos de la costa vizcaína y cántabra presentaba, además de la ventaja de su proximidad al mar -lo que hacía más barato su transporte-, la característica bastante excepcional de no contener fósforo, por lo que era apto para la fabricación en masa de acero, según el procedimiento recientemente patentado por Henry Bessemer. La formación de compañías extranjeras, fundamentalmente inglesas y españolas comenzó en el período revolucionario. Se iniciaron las costosas obras necesarias no tanto para la obtención del mineral -ya que ésta se hacía al aire libre-, sino para su transporte. La producción experimentó un parón durante la guerra carlista, pero se reanudó con fuerza una vez concluida ésta: las 600.000 toneladas del quinquenio 1870-74, se duplicaron en el siguiente y se convirtieron en cuatro millones entre 1880 y 1884. La mayor parte del mineral se dedicó a la exportación. Según cálculos recientes, un 65 por 100 del valor de las exportaciones quedó retenido en España. Nuevamente en este tema surge la polémica entre los historiadores: ¿Dilapidó España sus riquezas naturales -explotadas por compañías extranjeras y exportadas en su inmensa mayoría- sin obtener a cambio ningún beneficio considerable? O, por el contrario, ¿la decisión de abrir las puertas al capital extranjero fue una medida acertada que permitió la aplicación a las minas de una tecnología costosa, fuera del alcance del capitalismo español de la época -en este sentido es pertinente recordar que el capital social de la compañía Río Tinto, por ejemplo, era de 6 millones de libras esterlinas, unos 150 millones de pesetas, tres veces más que el capital del Banco de España en la misma época- y que reportó beneficios no despreciables a la economía nacional? La opinión tradicional, claramente negativa, se ha visto, también en este campo, desafiada por otra interpretación favorable a la acción del capital extranjero. Igual que en la polémica sobre la ocasión perdida con motivo de la construcción de los ferrocarriles -con la que tiene un gran parecido-, frente a quienes consideran los beneficios indudables que se hubieran producido si la explotación de los recursos se hubiera hecho con medios nacionales, otros opinan que tal hecho estaba por encima de las posibilidades reales del país, y que, en definitiva, lo que ocurrió fue no tanto un mal menor como un bien limitado, dadas las consecuencias positivas que tuvo en las regiones afectadas, aunque no fueran todo lo grandes que, en teoría, podían haber sido.