En el momento mismo de la muerte de Carlos III se culmina la tarea de ofrecer una imagen positiva y mitificada del monarca y de su obra como gobernante. Los elogios al rey patriota leídos ante las sociedades económicas pocas semanas antes de su fallecimiento, editados en 1789 y debidos, entre otras, a las plumas de Cabarrús, Juan Pérez Villamil, Gaetani o Jovellanos, resumían las aspiraciones políticas del absolutismo ilustrado y su dificultad para adaptarse a la crisis del Antiguo Régimen que ahora se iniciaba, dificultad que se plasmaría en el contrapuesto discurrir de las biografías de quienes elogiaban con términos unánimes a Carlos III: Cabarrús, afrancesado; Jovellanos, miembro de la Junta Central; Pérez Villamil, uno de los promotores del Manifiesto de los Persas y breve ministro de Hacienda tras el golpe de Estado absolutista de 1814. Para Jovellanos, "Carlos III sembró en la nación las semillas de luz que han de ilustrarnos y os desembarazó los senderos de la sabiduría. "Tú has hecho respetar las tiernas plantas que germinaron, tú vas a recoger su fruto y este fruto de ilustración y de verdad será la prenda más cierta de la felicidad". Para Onorato Gaetani la humanidad se había visto privada con su muerte de un hombre benéfico, de un héroe feliz y de un rey amado al que se recordaría siempre. El conde de Fernán Núñez, hombre próximo al rey, redactaría su Vida de Carlos lll, que retrata a un monarca virtuoso y preocupado por sus súbditos. Giovanni Stiffoni ha estudiado el sentido de esta frondosa literatura mitificadora en relación con los acontecimientos iniciados en julio de 1789 en París. En su opinión, con la mitificación de Carlos III se pretendía mitificar el pasado más inmediato y con ello difundir el mensaje de que la vía del absolutismo ilustrado no estaba cegada, sino que suponía una alternativa posible a la violencia y a la anarquía revolucionaria. Carlos III venía a representar el modelo de monarca que, guiado por la virtud y el respeto a la religión, había sacado a España de las tinieblas y difundido las luces de la razón. El reformismo prudente, siguiendo su ejemplo, debía imponerse a la vorágine revolucionaria. La imagen de Carlos IV no ha contado, ni de lejos, con la fortuna de su antecesor. De edad de 40 años cuando accedió al trono en diciembre de 1788, el retrato que de él hizo el hispanista francés Desdevises du Dezert a fines del siglo XIX no resultaba nada halagador: "era de elevada estatura y de aspecto atlético; pero su frente hundida, sus ojos apagados y su boca entreabierta, señalaban a su fisonomía con un sello inolvidable de bondad y de debilidad". No era más favorable la opinión del marqués de Lema: "allí donde alcanza la tela de su entendimiento se observa que sus juicios son acertados, de buena intención siempre, pero esa tela es desgraciadamente corta". El supuesto talante bondadoso del monarca fue también destacado por su historiador Andrés Muriel, para quien el rey "era de corazón bondadoso y recto", pero para quien su falta de carácter llevó a dejar los asuntos de gobierno en manos de su esposa: "entre estas imperfecciones de su carácter sobresalía un defecto que fue la causa principal, por no decir el motivo único, así de los males que han afligido España como de los infortunios que vinieron sobre el mismo monarca y su familia. Esposo tierno y complaciente, nunca vio sino por los ojos de la reina, a cuyas voluntades obedeció con constante docilidad. Fue tal su flaqueza en este punto, que no gobernó sino en el nombre, pudiéndose afirmarse que abdicó de hecho el Poder y le depositó en manos de su esposa al poco tiempo de su advenimiento, y que hizo así depender la conservación de su Corona y la paz del Reino de las pasiones y caprichos de esta mujer liviana". Los sermones y discursos predicados o pronunciados -y posteriormente impresos- con motivo de celebraciones o exequias reales, son los que más contribuían a conformar la imagen de los reyes que, en muchos casos, ha sido reiterada hasta convertirla en tópico. En el caso de Carlos IV y María Luisa de Parma, el perfil trazado por Desdevises du Dezert, Muriel o el marqués de Lema, procede de esta literatura forjadora de imágenes estereotipadas. Su supuesta falta de carácter e ingenuidad se señalaba en la oración fúnebre celebrada por el Real Acuerdo de la Audiencia de Valencia, al preguntarse: "¿Qué fue toda su vida Carlos Cuarto de Borbón, dice la censura amarga de sus enemigos o de sus émulos, sino un rey bondadoso, sencillo, fácil y sobradamente crédulo?", y en las palabras del padre Labaig y Lassala con un motivo similar: "Su natural pacífico y su índole benigna, generosa, afable no le inclinaban al arte de ejercer la inhumanidad por reglas y por principios". Frente a esta visión tópica de hombre despegado de sus responsabilidades, y a la opinión muy extendida de que el monarca cazaba y pescaba, pero no dedicaba su tiempo a los asuntos de gobierno, hay multitud de ejemplos de lo contrario, como cuando visitó Barcelona para las bodas reales de 1802, en que mostró un gran interés por visitar las instalaciones militares de la capital del Principado y acudió a Figueras para conocer personalmente los motivos y circunstancias de su rendición durante la guerra con Francia de 1793-1795, y la historiografía más reciente le concede un papel activo en la dirección de la política exterior española. Cierto es que, aficionado a la música de Bocherini y a la pintura de Goya, había heredado de sus antecesores la adoración por las actividades campestres, sobre todo la caza y la equitación, se sentía inclinado por las actividades manuales, como la carpintería y la relojería, y estaba imbuido por un concepto familiar de la monarquía, sintiéndose defensor nato de la dinastía borbónica y, en especial, protector de sus ramas italianas: la de su hermano Fernando IV en Nápoles y la de su cuñado y primo el Gran Duque de Parma Fernando I. Su esposa, María Luisa de Parma, su prima hermana, era gran aficionada al lujo y a las joyas, presentándose con frecuencia con diamantes sobre su cabeza y pecho y con zafiros de gran valor. Fue objeto de una cruel campaña de desprestigio, auspiciada por los enemigos de Godoy y continuada por la historiografía del siglo XIX y primera mitad del XX. Su actividad política no era desdeñable, y los informes diplomáticos que los embajadores de las potencias europeas con representación en Madrid enviaban a sus superiores señalaban con frecuencia a María Luisa como la inspiradora de la acción política española. Los elogios fúnebres pronunciados en su honor destacaron generalmente su participación activa en el gobierno de la monarquía, comparándola en alguna ocasión a reinas que ejercieron plenamente el poder, como Catalina de Rusia, María Teresa de Austria o Isabel de Inglaterra. Así lo hizo el dominico Vicente Hernández Medina en febrero de 1819, cuando en el elogio fúnebre celebrado en la iglesia del convento del Carmen de Valencia otorgó a la reina difunta los atributos del buen gobernante: "Nadie le ha disputado hasta ahora una imaginación feliz, un entendimiento despejado, un talento sublime, una política profunda, una comprensión vasta, un manejo y destreza en los negocios arduos y complicados, y un genio nacido para el trono con no menores disposiciones que las Catalinas, las Teresas y las Isabelas". Ante la imposibilidad de comprender y explicar la meteórica carrera de Godoy, se intuyó que unas hipotéticas relaciones amatorias entre la reina y Godoy, consentidas por Carlos IV, eran las responsables del ascenso del hidalgo extremeño a las más altas responsabilidades políticas y militares del reino. Carlos Seco, en su biografía de Godoy, descarta esa interpretación maliciosa basándose en el rígido protocolo de la Corte española, que dejaba pocos resquicios a la intimidad, y en los numerosos partos de la reina, que tuvo 14 hijos entre 1771 y 1794, de los que el futuro Fernando VII fue el noveno. Seco es del parecer que la confianza de los reyes, fuente de todo poder en el Antiguo Régimen, hacia el joven Godoy y la falta de fe del propio Carlos IV en la política desarrollada por Floridablanca y Aranda frente a la Francia revolucionaria abrieron las puertas del poder al favorito, considerado siempre por la pareja real como su más leal consejero y un amigo insustituible.
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El método perspectivo de Brunelleschi eliminaba la multiplicidad de puntos de visión que habían venido siendo utilizados por los pintores de la centuria anterior. La imagen se concebía representada desde un solo punto y congelando el tiempo en un solo instante. Estaticidad que remitía forzosamente el ojo del pintor. Por ello, con el nuevo método perspectivo, Brunelleschi solamente acometió la representación de dos páginas de la arquitectura de la ciudad, El Baptisterio y Piazza del Duomo y Piazza della Signoria. En este sentido la ciudad de Lorenzetti no era real desde un punto de vista figurativo, pues se trataba de una acumulación de representaciones perspectivas para transmitir una idea global e interesada de la ciudad. Mientras Brunelleschi se plantea la representación de la ciudad partiendo de los efectos reales de la percepción, a través de un método orientado a codificar estos efectos, Lorenzetti lo hacía partiendo de una acumulación de vistas de la ciudad para desarrollar una imagen concebida como una veduta total. El descubrimiento de la perspectiva, al plantearse como un método válido para la representación de lo real, planteó muy pronto a los artistas una limitación y una posibilidad. La limitación consistía en el hecho de que el pintor, a la hora de pintar una ciudad, se encontraba con el problema de una ciudad preexistente de estructura y apariencia medieval. Lo cual, para una cultura selectiva desde un punto de vista lingüístico como la del Quattrocento, suscitaba una importante contradicción. La posibilidad consistía, en cambio, en la capacidad de imaginar arquitecturas ideales como escenarios de las composiciones. Los desposorios de la Virgen (Milán. Pinacoteca Brera), pintados por Rafael en 1504 es un ejemplo de trasposición de una arquitectura clásica a un espacio escénico ideal. El templete de planta central del fondo, que sigue una tipología que preocupó profundamente a los arquitectos del clasicismo, constituye una obra que bien podría estar inspirada en la realidad y, de hecho, son evidentes las coincidencias con el Templete de San Pietro in Montorio de Bramante. Sin embargo, el espacio urbano es impreciso y sin conexiones con ejemplos urbanos reales. La pintura flamenca, aunque desde un punto de vista formal también supuso una clara ruptura con la tradición gótica, representó como escenografía de sus composiciones los escenarios de la ciudad real, tratados con una minuciosidad que hacen de estas representaciones verdaderas páginas de una crónica visual del entorno urbano del momento. Sin embargo, la pintura flamenca surgió como una tendencia y una práctica artística que no se fundaba en el valor de un modelo que, como el de la Antigüedad, se había convertido en un mito para los hombres del Quattrocento. Por eso, para los artistas flamencos la representación de la ciudad preexistente no se plantea como un problema que choca con los ideales de un modelo como fue el clásico para los italianos. Es cierto que durante el Quattrocento las transformaciones urbanas se produjeron con lentitud y, salvo contadas excepciones, en ningún momento como una transformación radical de la ciudad. La idea de la ciudad humanista se convirtió en un ideal imposible y, en muchos casos, en una utopía. Pues la ciudad se concibe como una totalidad a la que era imposible llegar habida cuenta del peso de la ciudad preexistente. Un ejemplo muy claro de este problema lo constituye Florencia. La ciudad era un ejemplo de ciudad descentralizada al existir una diversidad de centros: Piazza del Duomo, Bargello y Palazzo della Signoria. Descentralización que no supone que no fuera una ciudad fuertemente jerarquizada. Indudablemente en la nueva cultura arquitectónica se planteó la contradicción de que, al tiempo que se elabora una concepción de la ciudad, real y en sintonía con las exigencias de la época, la ciudad preexistente hace imposible llevarlas a la práctica. Incluso en Roma, donde se hallaba el modelo de la nueva cultura, la ciudad antigua preexistente impedía realizar la nueva ciudad renacentista. Ahora bien, como ha notado Simoncini, "mientras la ciudad medieval estaba caracterizada por el sentido de la multiplicidad figurativa, la ciudad del Cinquecento llegará a estar caracterizada por el sentido de la unidad figurativa, la concepción modular del Quattrocento se situará como el momento de la unidad en la multiplicidad".
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En Iberoamérica la pintura jugó, desde los primeros tiempos de la conquista, un papel fundamental en el arte religioso debido a que la imagen, como medio de evangelización, fue un instrumento constantemente utilizado. De ahí, las importantes series iconográficas desarrolladas tanto en ciclos de pintura mural como en los retablos. Pero esta función primordial de la pintura, servir de instrumento para la evangelización, se vio reforzada por el papel que desempeña en el marco de la ortodoxia como lenguaje contrarreformista para la difusión y defensa de las ideas religiosas y los principios de la fe.La importancia adquirida por la pintura como medio portador de imágenes determinó en muchos casos la ausencia de selecciones rigurosas. Con todo, dentro del panorama artístico hispanoamericano la pintura fue una de las especialidades artísticas que, junto a planteamientos autóctonos muy notables, mantiene un discurso paralelo con respecto a las tendencias europeas. Desde finales del siglo XVI, con la llegada de diferentes artistas conocedores de los últimos planteamientos del Manierismo tardío, se establecieron las bases de una pintura culta en estrecha relación con las tendencias europeas. Lo cual no fue un obstáculo para que muy pronto hiciera su aparición una pintura con acentos vernáculos no sólo en lo formal sino también en determinados aspectos iconográficos que aciertan a crear un verdadero sincretismo temático.
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La imagen pública del emperador ha llegado a nosotros gracias a los retratos que los miniaturistas nos legaron en obras de gran belleza, aunque destinadas a ser contempladas sólo por minorías. Debemos pensar que son un fiel trasunto de las representaciones que con el mismo sentido se reprodujeron por el arte monumental, hoy desaparecido. Por estas imágenes podremos ir viendo cómo el arte del retrato ha perdido los indicios de un cierto naturalismo antiguo superviviente en el período carolingio y se ha convertido en una convencional iconografía al servicio de la propaganda del aparato imperial.Una serie importante de estos retratos responde a fórmulas acuñadas en los talleres carolingios. Resulta aleccionador, para comprobar esta supeditación a los modelos, comparar el retrato de Enrique II -Sacramentario de Ratisbona- con el de Carlos el Calvo -Codex Aureus de San Emerano-. La copia otoniana no ha olvidado un solo detalle fundamental: emperador entronizado bajo un baldaquino, mano divina, portadores de las armas imperiales y la representación de las provincias. Todo el repertorio de símbolos imperiales romanos están en el retrato oficial del emperador otoniano, tomados del modelo carolingio. De las mínimas diferencias entre original y copia, resalta el atuendo del emperador Enrique, muy decorado con las aplicaciones de pedrería, siguiendo formas del vestir inspiradas en la etiqueta bizantina que tanta influencia ejerció en la corte de los otones.Un tema constante en este tipo de retratos es la referencia a las tierras del Imperio; la unidad de la antigua geografía imperial carolingia es discutida continuamente: Roma, Francia, Alemania se rebelan una y otra vez contra la autoridad del soberano. Su cancillería se ve obligada a difundir, entre los títulos imperiales, los que reivindican su dominio sobre territorios concretos: de esta manera no nos extraña que el lema "Renovatio imperii Romanorum" sea sustituido por el de "Renovatio regno Francorum", puesto que en este territorio se le discutía su supremacía.A esta problemática responde la amplia difusión de las imágenes del emperador recibiendo el homenaje de las provincias. La imponente figura del segundo o tercero de los otones, representada en el "Registrum Gregorii", muestra su mayestática distancia al ser representado con un tamaño descomunal con respecto a la personificación de las cuatro provincias que le rinden pleitesía. El mismo tema requiere una doble ilustración en los Evangelios de Otón III, compuestos en el taller de Reichenau. El emperador entronizado con el cetro y el disco terráqueo en las manos aparece rodeado de prohombres del Estado. Estos se agrupan en representación de la Iglesia y del Estado, dos obispos con los evangelios en la mano, dos nobles con las armas imperiales. Frente a esta ilustración un cortejo de cuatro mujeres coronadas y oferentes representan a las cuatro provincias imperiales (Sclavinia, Germanía, Gallia y Roma). Tal preocupación se tenía por este tema, que el miniaturista, que ejecutó el retrato de Enrique II de manera tan fiel, introdujo dos representaciones de provincia más, que no existían en la obra de Carlos el Calvo; la nueva problemática sobre la jurisdicción territorial del imperio quedaba así reflejada.La exaltación imperial sobre todas las naciones de la tierra es el tema de una ilustración del "Evangeliario de Enrique II" elaborado en Reichenau entre 1007 y 1012. Se representa, en lo alto, a Cristo coronando a Enrique y a su esposa Cunegunda presentados por san Pedro y san Pablo, mientras que, abajo, todas las naciones de la tierra aclaman la solemne ceremonia. La composición ayuda a transmitir la idea jerarquizada del orden imperial que veíamos en la concepción del programa decorativo de Aquisgrán: Dios, la institución imperial y la humanidad.Enrique II fue un hombre culto que participó activamente en los asuntos de la Iglesia. En general, destacaba por su piedad, por el interés por las reliquias. Tras su muerte, dejó una profunda estela de santidad. Estas circunstancias no debieron ser ajenas al reforzamiento de la actuación divina en relación con la persona del emperador. Acabamos de ver la misma imagen de Cristo participando en la coronación imperial. Aún más sorprendente es, como si se tratase de una ceremonia feudal de armar caballero, el acto de la entrega de los poderes a Enrique II por Cristo: el monarca, cuyos brazos sostienen los patronos de Ratisbona, Emerano y Ulrich, recibe la lanza y la espada de los ángeles, a la vez que el mismo Cristo le corona. El autor de esta ilustración del "Sacramentario de Enrique II" se inspiró en una obra similar del emperador bizantino Basilio II. El mismo origen en los ceremoniales palatinos de Bizancio, introducidos en la etiqueta imperial primero y, después, en los homenajes vasalláticos, tiene la conocida fórmula de postrarse ante el señor y besar sus pies. Por primera vez un emperador se mostraba en una actitud tan indigna en un mosaico de Santa Sofía de Constantinopla: así se presentaba León VI recibiendo su investidura de Dios. En Occidente, serán los monarcas otonianos los que difundirán esa imagen: Conrado II y su esposa Gisela, postrados en tierra, besan las plantas de Dios (Codex Aureus de Espira). Se convertirá en una fórmula característica del homenaje vasallático, que tendrá una amplia resonancia en toda la iconografía medieval, especialmente en el tema de la epifanía a los magos.De las imágenes imperiales, la más enigmática, a la vez que original, es la apoteosis de Otón III representada en "los Evangelios de Liuthar". El monarca aparece en el interior de una mandorla soportada por la figura mitológica de la Tierra, recibiendo la corona de Dios. Sobre el emperador, se desenvuelve un rollo que sostienen los símbolos de los evangelistas. Seguramente, se trata de una simple ilustración de los versos de la dedicatoria del libro, en la que se dice que los evangelios debían habitar en el corazón de Otón.
obra
1938 es el año crucial del surrealismo, con la celebración de la Exposición Internacional del Surrealismo en la Galerie des Beaux-Arts de París, la expansión del movimiento surrealista como grupo organizado por todo el mundo y la puesta en marcha de un diccionario surrealista. Es el mismo momento en que Dalí viaja a Londres y conoce a Sigmund Freud, el padre de muchas de sus inspiraciones. Artísticamente, sus investigaciones se orientan hacia la búsqueda y el descubrimiento de los secretos de los objetos, sobre todo si son invisibles como es el caso de esta composición. Dalí escribirá años más tarde, en 1971, para la revista francesa "Oui 2" el resultado de esas experimentaciones sobre lo visible y lo invisible: "Durante diez años, me he dedicado a un estudio sistemático de los problemas de la visión, he llegado a la conclusión de que apenas tenemos la menor sospecha de la significación psicológica de semejante fenómeno. Vemos lo que tenemos algunas razones para ver, sobre todo lo que creemos que vamos a ver. Si la razón o la creencia se ven turbadas, vemos algo distinto. En este aspecto, las reacciones visuales pueden ser controladas. Utilizando los términos de la radiofonía, pueden ser emitidas en haces, o incluso interferidas, por efectos puramente psicológicos. Mi larga investigación me lleva a creer, por ello, que el camuflaje psicológico no es un sueño inútil. Es una cuestión de investigación y de experiencia de laboratorio. No voy a extenderme ahora sobre este tema, por motivos fáciles de comprender, teniendo en cuenta mi convicción de que se trata de materias de importancia utilitaria en el ámbito de la guerra".
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En la dirección apuntada puede entenderse la organización de las procesiones imperiales, a la manera de la antigua Roma. Estas procesiones servían, por un lado para glorificar al emperador, pero también para infundir confianza en el pueblo sobre la fortaleza del Imperio Bizantino. Los textos nos hablan de la entrada de Manuel I en Antioquía en 1159, ciudad que había sido tomada por los cruzados en 1098. Adornado con las insignias imperiales, Manuel iba a caballo mientras el rey de Jerusalén le seguía a una considerable distancia. El príncipe de Antioquía, por último, iba sosteniendo el estribo del caballo del emperador. Hemos de referimos aquí a los rituales que acompañaban las actividades del emperador. De su complejidad nos habla el hecho de la existencia de manuales para guía de cortesanos y jefes de protocolo. El más importante de todos, el Libro de Ceremonias de Constantino VII Porfirogéneta, explica en la introducción cómo la organización de este ceremonial tenía una función precisa: se trataba de acciones simbólicas que proyectaban las ideas de orden, respeto y dignidad; ideas que ayudaban a reforzar el papel del gobernante, al reproducir la armonía y el movimiento dados al Universo por el Creador. El imperio era considerado en su eternidad, como un reflejo del orden divino: una imagen del Paraíso. En el mismo texto se señala cómo el orden transformaba el poder imperial en algo magnífico a los ojos de los súbditos y extranjeros. Resulta ejemplar la descripción hecha en la Antapodosis por el diplomático y obispo Luitprando, que fue recibido por Constantino VII el año 949, testimonio capital sobre las recepciones en la corte: "Hay en Constantinopla, próximo al palacio, un edificio de extraordinario tamaño y belleza, que los griegos llaman Magnaura, esto es, "fuerte brisa". En atención a algunos enviados españoles que habían llegado recientemente, así como de mí y de Liutefredo, Constantino dio órdenes de que este edificio debía ser adornado de la manera siguiente: enfrente del trono del emperador se colocó un árbol de bronce dorado, sus ramas llenas con pájaros igualmente hechos de bronce dorado, y éstos emitían cantos apropiados a sus diferentes especies. Ahora, el trono del emperador estaba hecho de tan diestra manera que en un momento estaba abajo en el suelo, mientras que en otro se alzaba más alto y se veía que estaba arriba en el aire. Este trono era de inmenso tamaño y estaba como guardado por leones hechos bien de bronce o de madera recubierta de oro, los cuales golpeaban el suelo con sus colas y rugían con las fauces abiertas y las lenguas temblorosas. Apoyado sobre los hombros de dos eunucos, fue introducido a presencia del emperador; cuando subía los leones empezaron a rugir, los pájaros a cantar, cada uno de acuerdo con su naturaleza, pero no fue impresionado ni por el temor, ni por el asombro... Después de que hube prestado obediencia al emperador, postrándome por tres veces, alcé la cabeza y contemplé al hombre a quien acababa de ver sentado a moderada altura del suelo, que había ahora cambiado sus vestiduras y estaba sentado a la altura del techo del vestíbulo. No puedo imaginar cómo hicieron esto". Esta curiosa descripción, es un extraordinario testimonio del refinado entorno cosmológico reservado al culto de los emperadores bizantinos y destinado a hacer de él la analogía de un dios sobre la tierra, dotado de poderes superiores y misteriosos, dirigiendo las fuerzas del Universo e identificándose con el propio Salomón (Stierlin) cuyo trono es descrito en el Libro primero de los Reyes. Este trono mecánico convertía al emperador en un Cosmocrator. Un mecanismo impresionante debía accionar este planetario cosmológico donde aparecía representada la imagen del cielo en movimiento, con el sol y la luna así como los planetas girando sobre sus órbitas y las estrellas, según una disposición clásica del mundo celeste de la Antigüedad: la de las esferas homocéntricas. La perennidad de los rituales imperiales queda demostrada por un texto del siglo XIV, el "Pseudo-Codinus", que describe la recepción de Miguel VIII Paleólogo a los enviados venecianos y genoveses. Allí se aprecia de nuevo la inmovilidad y mutismo del soberano, que revela su presencia, después de ser retirados los velos que le ocultaban, en un trono baldaquino. La pompa y el protocolo respondían a una etiqueta estricta y se rodeaban de una ambientación adecuada: música de órgano, el silencio impuesto por los silenciarios, la postración, la quema de incienso... El paso del tiempo y la pérdida de poder político de Bizancio, no evitó que la imagen del emperador apareciese reforzada como la máxima dignidad del Imperio. Cabe preguntarse a continuación qué papel jugaba la propia imagen del emperador en esta tarea. La imagen del emperador aparece pronto, sola, aislada, sobre un fondo neutro en el que destaca el nombre del soberano en caracteres bellamente dispuestos. Estas imágenes son sólo retratos oficiales que al fijar los trazos del basileus, buscan caracterizar el poder supremo al que se le asocia. Si además de lo anterior, el emperador portaba las vestiduras e insignias atribuidas a su rango, entonces su retrato tenía un carácter oficial comparable a un documento de la cancillería imperial redactado según los usos de la diplomática. Se acogía a estos retratos ante las puertas de las ciudades, como si se tratase de los propios soberanos, con antorchas e incienso y en las salas de los tribunales le reemplazaban; y en el circo cumplían la función de presidir los juegos en su ausencia. Figuraba también entre los objetos enviados a los príncipes extranjeros para confirmar un tratado de alianza o protección, por medio de sellos, anillos o coronas. Recuérdese la enviada por Miguel VII Ducas al rey de Hungría, Geiza I en 1074-77. Esta prolija enumeración de objetos que ofrecían las imágenes del emperador, muestra de modo claro la parte considerable que el retrato oficial del soberano jugaba en el marco de la iconografía imperial, adquiriendo, llegado el caso, un sentido simbólico diferenciado y sumamente preciso. Todas las representaciones simbólicas nos muestran al emperador en su relación con los hombres, ejerciendo su poder, recibiendo la adoración y ofrenda de los pueblos, invistiendo a los funcionarios o presidiendo los concilios de la Iglesia. Todos los casos son ejemplos claros de su poderío excepcional y, quizás, uno de los más brillantes sea la visión del basileus triunfante, pero a partir del siglo IX, el arte oficial va a estar preocupado -Grabar- por representar la ortodoxia y la piedad del soberano, o bien, en otros términos, por destacar los orígenes divinos de la monarquía, de mostrar al emperador ante Dios, como ocurre en los mosaicos de Santa Sofía; lo cual, además de afirmar la doctrina conocida desde Eusebio, ya aludida, es una de las pruebas del progreso de la ideología eclesiástica y medieval en la concepción del poder del basileus y, a la vez, de una manera general en la civilización bizantina: búlgaros o rusos, normandos o germanos, acudirán a estas propuestas iconográficas.
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La imagen románica era un extraordinario medio de adoctrinamiento de los fieles. Los programas pictóricos que cubrían en su totalidad los muros de las iglesias, o las imágenes que se disponían en las portadas monumentales, eran utilizados como un instrumento con el que se enseñaban los principios fundamentales de la religión. Cuando era necesario se recurría a las imágenes para realizar la labor catequética y de instrucción de la más viva actualidad. Correcciones morales, instrucciones sobre problemas heréticos, etc. Aunque se ha insistido mucho sobre la intelectualización de estos programas iconográficos, generalmente eran lo suficientemente explícitos para que fuesen comprendidos por el público general al que iban dirigidos. Estos fragmentos de un texto de san Bernardo nos ilustran sobre el concepto y significado del valor de las imágenes para un hombre culto del siglo XII: "A la verdad, hay una razón respecto de los obispos y otra respecto de los monjes. Siendo aquéllos deudores a los sabios y a los ignorantes, tratan de excitar la devoción de los pueblos groseros por los atractivos corporales no pudiendo excitarla lo bastante por los espirituales... Pues la visita de estas vanidades suntuosas y brillantes -se refiere a los ricos relicarios en metales preciosos- anima a los espectadores a ofrecer su plata más que sus oraciones a Dios... Los ojos se recrean de ver las reliquias cubiertas de oro, y se abre al punto la bolsa; se muestra un excelente cuadro de un santo o de una santa, y se le juzga tanto más santo cuanto más brillo tiene. Al mismo tiempo se pasa a besarlo; se exhorta a dar, y más se admira la belleza que se venera la santidad del cuadro o del relicario. Pero no sé de qué puede servir una cantidad de monstruos ridículos, una cierta belleza disforme y una deformidad agradable que se presenta sobre todas las paredes de los claustros a los ojos de los monjes que se aplican allí a la lectura. ¿A qué provecho estas rústicas monas, estos leones furiosos, estos monstruosos centauros, estos semihombres, estos tigres moteados, estas gentes armadas que se combaten, estos cazadores que tocan la trompeta?... En fin, se ve aquí por todas partes una tan grande y tan prodigiosa diversidad de toda suerte de animales, que los mármoles, más bien que los libros, podrían servir de lectura; y se pasarían aquí todo el día con más gusto en admirar cada obra en particular que en meditar la ley del Señor. ¡Ah Dios mío! Ya que no se tenga vergüenza de estas miserias, ¿por qué a lo menos no hay pesar por unos gastos tan necios?" ("Apología a Guillermo, abad de Saint-Thierry", en "Obras completas de san Bernardo", edic. de Gregorio Díez Ramos, vol. II, págs. 849-850, Madrid, 1955.) La imagen de Dios es una perfecta ilustración del himno cristológico en el que se decía "Cristo vence, Cristo reina, Cristo gobierna..." Cristo triunfa, y el hombre medieval se alegraba de ello reproduciendo por doquier las imágenes de su gloria. Así aparecía representado en la hierática majestad de la visión apocalíptica o en la más dinámica de la ascensión. Su figura de héroe victorioso se manifiesta incluso en la iconografía de un aspecto de su biografía tan alejado de una glorificación épica como es su ignominiosa muerte en la cruz.
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El complemento final de cualquier tipo de creación del arte carolingio es la imagen. A una sociedad como la nuestra, acostumbrada a contemplar la arquitectura medieval bajo la óptica equivocada de los arquitectos restauradores que dejan los muros limpios de pintura, le cuesta trabajo comprender la verdadera estética arquitectónica medieval, que no consideraba que un edificio estaba totalmente concluido hasta que la decoración pictórica o musiva cubría los muros por el interior y el exterior.¿Cuál es el lenguaje plástico que utilizan los artistas carolingios para trasmitirnos sus imágenes? Una respuesta simple y directa sería necesariamente equívoca. Técnicas, materias, modelos y tradiciones hacen que exista una gran diversidad de formas y medios de expresión. La lectura de las opiniones de los especialistas nos permite apreciar la divergencia, a veces extrema, de sus criterios interpretativos. En líneas muy generales, se podría decir que unos hablan de una plástica de tradición antigua, mientras que otros la consideran ya románica; este dualismo sería expresado por otros como una corriente naturalista y otra convencional con tendencia a la abstracción. Desde el punto de vista de una historia vitalista de estilos, unos hablarían del acta de defunción de lo antiguo, mientras que otros referirían la partida de nacimiento del arte medieval.La simple contemplación de tres figuras como las del "Evangeliario Gonduino", de los "Evangelios de Godescalco" o de los "Evangelios de Ebbon" nos puede ilustrar perfectamente de tres criterios distintos de representación. Una definición lineal, con una configuración anatómica plana y de torpes convencionalismos son las características de la obra de Gonduino, que denuncia la dependencia de la plástica de la Europa bárbara. La corporeidad y el volumen que se aprecian en el Cristo de Godescalco pretenden crear unas formas verosímiles, que se aproximen a la naturaleza, algo, evidentemente, propio de una estética antigua. La misma intención de aproximación a una estética de verosimilitud naturalista se da en la imagen del evangelista de Ebbon, aunque los recursos cromáticos sean diferentes; sin embargo, al artista le ha interesado también el reproducir una cierta interiorización del personaje, parece como si estuviese redactando en pleno éxtasis, la expresividad del rostro y la ciclónica movilidad de líneas contribuye a ello.Los ejemplos que acabamos de referenciar podrían multiplicarse hasta la saciedad y, siempre, se mantendría, con ciertas variantes accidentales, la polémica naturalismo-antinaturalismo. Pero esta antítesis no es una creación carolingia, existía ya en el mundo tardorromano. Por esta circunstancia, los artistas carolingios la pueden utilizar por su tradición inmediata propia o por imitación de un modelo antiguo. Cuando contemplamos algún rostro de un conjunto de pinturas y observamos en él unos trazos que pretenden individualizar algunos rasgos fisionómicos, entendemos perfectamente los textos de época cuando nos hablan de la pervivencia del retrato como género pictórico. En este mismo sentido debemos interpretar algunas descripciones literarias de obras pintadas. Una precisión de este tipo, "Aquí puede verse el furor del primero de estos reyes ensañándose", sólo puede ser descrita cuando existe un mínimo pretexto plástico que lo justifique.En la plástica carolingia perviven juntas las dos tendencias, mejor o peor interpretadas según la habilidad técnica de los artistas, ambas son herencia de la Tardía Antigüedad. Con la crisis del imperio desaparecerá toda intención naturalista y tan sólo pervivirá el lenguaje convencional de recursos abstractos que define las artes figurativas del románico. Es por esto, por lo que existe una total ambigüedad a la hora de definir conceptualmente algunas obras de esta época. Dos creaciones de artistas carolingios pueden ser catalogadas por los especialistas con una adjetivación estilística diametralmente distinta: una podría ser considerada antigua, tardorromana, mientras que la otra se incluiría en el románico.
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Los intereses arquitectónicos visionarios y constructivos eran compartidos por otros miembros de la Bauhaus de formación muy distinta a la de Moholy. Es el caso de Oskar Schlemmer, un artista muy imaginativo de inquietudes místicas que apreciaba la severidad formal y el diseño regulado. Pero su modo de hacer difiere notablemente del constructivismo purista. La máxima de Schlemmer fue: "concepción dionisiaca y diseño apolíneo". Lo apolíneo equivalía a un control muy estricto, ideal, de la forma. El sometimiento de las vivencias psicofísicas a un control racional convertía sus imágenes en una suerte de cristalización misteriosa de un mundo intuido, en reflejo estático de un movimiento interno, lo que coloca su pintura fuera de cualquier sospecha de productivismo o de constructivismo absoluto.En medio de la abstracción severa de los años veinte encontramos un artista cuyos énfasis en lo ideal-geométrico nos remiten a un territorio que probablemente teníamos olvidado. Es aquel mundo orgánico y vivo de cuya visión los pintores del cubismo primigenio extraían una sensación de orden ambiguo. No hay en Schlemmer la exquisitez figurativa de Juan Gris ni la diafanidad risueña de Léger, su alter ego. Con ellos comparte su pintura, en cambio; la inclinación hacia formas sintéticas de esa equívoca realidad. Schlemmer se esmera en la visión intelectual del hombre a través de una especie de iconos de su posibilidad ideal, si se me permite la expresión. La realidad del hombre ha de encontrar en el arte su dimensión metafísica, viene a decirnos la representación del Ballet triádico de Schlemmer, la famosa puesta en escena de su taller de teatro de la Bauhaus. La riqueza sensible se transforma en las imágenes de Schlemmer en una existencia intuida, la experiencia cotidiana se hace orden imaginario.
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Sobre Diego de Riaño, oriundo de la Trasmiera y documentado en Sevilla desde 1517, se desconocen aún muchos aspectos, siendo el de su formación uno de los más importantes, habida cuenta la madurez y sentido clásico de sus obras. Su posible actuación en el recibimiento imperial, antes apuntado, la dirección de las obras del Ayuntamiento sevillano y de la colegiata de Valladolid, ambas vinculadas al emperador, han hecho sospechar que se tratase de un arquitecto áulico. El edificio del cabildo sevillano se inició en los últimos meses de 1526, prolongándose su construcción hasta el último tercio del quinientos. A lo largo de esos años se introdujeron algunos cambios en el proyecto elaborado por Riaño, debidos a sus sucesores al frente del mismo, habiéndose además transformado sustancialmente la fisonomía del conjunto renacentista durante el siglo XIX. Las Casas Capitulares se proyectaron en lenguaje clásico y cargadas de un alto contenido simbólico. Un amplio repertorio de elementos renacentistas constituye la trama estructural, que fue completada con una rica y delicada ornamentación de grutescos y una selecta iconografía. Las fachadas se articulan en dos pisos mediante pilastras y semicolumnas, contraponiéndose a su sentido vertical la potencia horizontal de los entablamentos. La interrupción de la obra durante cinco años, a partir de 1529, impidió a Riaño concluir su proyecto, ya que falleció en 1534. No obstante, resulta evidente que le corresponden los aspectos fundamentales del edificio, así como buena parte de su ornamentación y programa iconográfico. Entre lo mejor del conjunto se cuenta el basamento en que se apoya el edificio, el rigor de la composición y las cuidadas relaciones proporcionales. El interior ofrece dos ámbitos fundamentales, el Apeadero y la Sala Capitular. El primer recinto posee un innegable aspecto gótico, debido, entre otras cosas, a sus bóvedas nervadas. La paredaña Sala Capitular destaca por su soberbia bóveda artesonada, en la que aparecen figuras de reyes. En ella se trabajaba entre 1533 y 1534. Aspecto importante del edificio es su programa iconográfico. La presencia de medallas, motivos sagrados y profanos, temas heráldicos e inscripciones ponen de manifiesto que el Ayuntamiento fue concebido como Templo de la Justicia y como espejo de la historia ciudadana. Desde comienzos de 1528, Diego de Riaño ocupó el puesto de maestro mayor de la catedral. Sus primeras ocupaciones en el recinto consistieron en finalizar las obras que sus predecesores habían dejado inconclusas. En las capillas de alabastro de los flancos del coro había trabajado Juan Gil de Hontañón, finalizando las del lado sur y levantando el exterior de las septentrionales. El interior de éstas fue replanteado por Riaño, aportando una articulación de muros y una solución de cubiertas de tipo renacentista. Destacan en ellas las trompas aveneradas de los ángulos, tectónicamente innecesarias y que deben considerarse como ensayo de las utilizadas posteriormente en la Sacristía de los Cálices y Sacristía Mayor. En la primera habían intervenido Alonso Rodríguez y Juan Gil, siendo replanteada por Riaño en 1530, englobándola en el conjunto de edificaciones -integrado por la nueva Sacristía Mayor, una sala capitular, dos patios y otras dependencias-, que ocuparía el ángulo suroriental de la catedral. Todas ellas quedarían encerradas tras una fachada unitaria y uniforme, presentando muros comunes, lo que obligó a construirlas al mismo tiempo. Si en la Sacristía de los Cálices tuvo el arquitecto que asumir las preexistencias góticas, aunque incorporando algunos detalles renacentistas, en el paredaño Patio de los Oleos y, sobre todo, en la Sacristía Mayor, libre de ataduras, demostró su dominio de la tectónica clásica. Tradicionalmente se había atribuido este último recinto a Diego de Silóe, cuando en realidad se limitó a informar sobre su ya avanzada construcción tras la muerte de Riaño. Tipológicamente, la sacristía se aparta de los esquemas tradicionales, participando de la problemática de los espacios centralizados. En este recinto todo está perfectamente articulado, advirtiéndose con claridad la función de cada elemento. Se trata de un espacio estático y equilibrado, en el que desempeña un papel destacado la luz cenital, que irrumpe desde la linterna. Entre sus elementos constructivos destacan las columnas, de tres tipos diferentes -acanaladas, con grutescos y entorchadas-, por ser las primeras de carácter monumental del arte sevillano. Igualmente importantes son las bóvedas abanicadas que cubren los brazos de la cruz, de recuerdos bramantescos y con repercusiones en los conjuntos monásticos levantados en México. Otro tanto cabe decir de las ventanas elípticas, auténtica novedad en la arquitectura española, y de la bóveda pseudo-oval de la cabecera, posible precedente para los espacios elípticos abovedados que surgirán años después en Sevilla. Singular es el uso de la cúpula sobre pechinas, cuyo perfil exterior ocultan unos innecesarios arbotantes realizados a la muerte de Riaño. Finalmente debe citarse el muro que sirve de fachada a la sacristía y a las dependencias paredañas. Se trata del primer orden gigante y de la primera fachada renacentista religiosa del arte sevillano. A los valores arquitectónicos del recinto hay que añadir su contenido simbólico. Mediante las imágenes distribuidas por muros, soportes y cubiertas, y las formas geométricas que organizan el recinto, se plasma un programa iconográfico que contrapone el Antiguo y el Nuevo Testamento, el Génesis y el Apocalipsis. Si bien las hasta aquí citadas son las principales creaciones de Riaño, su nombramiento como maestro mayor del arzobispado le hizo trabajar en numerosas iglesias. Se sabe que intervino en las parroquias de Aracena, Arcos, Aroche, Aznalcóllar, Carmona, Chipiona y Encinasola. La desaparición o reforma que muchos templos han sufrido con el paso del tiempo impiden valorar su actuación. No obstante, parece que se trató de proseguir proyectos góticos en los que introdujo ciertas novedades renacentistas. Por otra parte, cabe considerar su intervención en la colegiata de Osuna, cuyas portadas del hastial -la central está fechada en 1533- presentan evidentes relaciones con su producción. Tras la muerte de Diego de Riaño, sus trabajos en el ayuntamiento y la catedral de Sevilla fueron continuados por quienes hasta entonces eran aparejadores de las respectivas obras. Como maestro mayor del primero se designó a Juan Sánchez, mientras Martín de Gaínza fue nombrado arquitecto de la segunda. Ambos artistas parten estilísticamente de Riaño, pero ofreciendo una clara evolución de su lenguaje que, en muchas ocasiones, evidencia pobreza de recursos y falta de imaginación. Ni siquiera los aportes de origen libresco consiguen eliminar tal sensación. Su origen y formación de canteros se trasluce con facilidad. De cualquier forma, con sus obras prosiguieron la implantación del nuevo estilo iniciada por su maestro. De los dos artistas citados, Juan Sánchez es el menos conocido. Su actuación queda de momento limitada a la continuación de la obra de las Casas Capitulares, en donde levantó el ala del arquillo, con la Sala de Fieles Ejecutores, y la bóveda de la escalera, pieza de indudable importancia y relacionada con las obras coetáneas de Gaínza. La mencionada sala y todo el piso bajo del sector estuvieron concluidos en 1539, año en que los esfuerzos se concentraron en la construcción de la escalera. A ésta se debió poner fin mediado el siglo, siendo a partir de entonces cuando se trabajaría en las dependencias altas. Una enfermedad obligó a Sánchez a abandonar su cargo, dejando sin concluir el edificio. Martín de Gaínza, artista de origen vizcaíno, colaboró inicialmente con Riaño en la edificación del ayuntamiento, pasando en 1529 a ocupar el puesto de aparejador de la catedral. Una segunda etapa profesional se inició en 1535, al ser designado maestro mayor del templo hispalense. A partir de entonces y hasta su fallecimiento en 1556, dirigió diversas obras en la catedral, fue arquitecto del hospital de la Sangre y realizó distintas labores en tierras del arzobispado sevillano. Su primera ocupación fue continuar las sacristías de los Cálices y Mayor. En aquella se cerraron las bóvedas en 1537, concluyéndose la cúpula de ésta en 1543. En su diseño se siguieron las trazas de Riaño, aunque ligeramente modificadas al incorporar en el trasdós una serie de flameros y arbotantes, que dan un aire gótico al conjunto. Creación suya es la portada que sirvió de ingreso, desde el Patio de los Naranjos, a la capilla que en la catedral tenía el obispo de Scalas. Trasladada hoy fuera del recinto del templo y parcialmente mutilada, es obra que adolece de problemas compositivos. Se fecha entre 1535 y 1539. La principal aportación del maestro a la catedral sevillana fue su Capilla Real. Iniciada en 1551, se trabajó en ella con ahínco hasta el fallecimiento de Gaínza en 1556, momento en el que ciertos fallos constructivos obligaron a parar la obra. Al reiniciarse el proceso, su sucesor, Hernán Ruiz el Joven, transformó los diseños y levantó la potente bóveda que cierra el espacio central. El edificio ofrece unas fachadas prácticamente desornamentadas, mientras el interior hace gala de una abundante decoración. Dispares son los componentes estilísticos empleados por el arquitecto en este recinto. Muchos derivan de Riaño, otros son de origen libresco y algunos fueron trazados por el pintor Pedro de Campaña. A todos ellos hay que sumar los diseñados por el propio arquitecto, quien no fue capaz de dar uniformidad al conjunto. Para su esquema fue decisiva su función de panteón regio. Algunos de los mitos de la arquitectura del Renacimiento, el Santo Sepulcro, el Templo de Jerusalén y el Panteón de Roma, incidieron en su configuración y representaciones figurativas, en un intento por lograr la perfecta síntesis entre mundo cristiano y mundo pagano. Mientras llevaba a cabo algunos de los trabajos anteriormente citados, Martín de Gaínza dirigía las obras del hospital de la Sangre, del que era maestro mayor desde 1545. El plan de este edificio, el de más envergadura de la España de su tiempo, se basó en el de las fundaciones hospitalarias de los Reyes Católicos, aunque aproximándose más al modelo que en ellos se había copiado, el del hospital Mayor de Milán, obra de Filarete. Las coincidencias entre el hospital sevillano y el milanés son tan estrechas que se ha sospechado el conocimiento, por parte de los patronos de esta obra, del edificio italiano o del libro que sobre el mismo se había publicado en 1508. El hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas fue concebido como un gran rectángulo con torres en las esquinas y cuyas fachadas se articularon en dos pisos mediante órdenes clásicos. Tras esta envoltura de cantería, nunca completada y mutilada en fecha reciente, se distribuyeron una serie de crujías y galerías en torno a diez patios. Estas ofrecen como soportes columnas de mármol o pilares de ladrillo, según el momento de su edificación. Del conjunto hospitalario sevillano, corresponden a Gaínza las fachadas meridional y occidental, algunas de las naves y patios situados tras ellas, la torre del ángulo suroeste y el arranque de la noroeste. En tales elementos se advierten errores al manejar el léxico clásico, ciertos detalles goticistas y problemas métricos. Así, los módulos del muro sur son pares y desiguales y la portada aparece descentrada. Coetánea es la intervención de Martín de Gaínza en varias iglesias del arzobispado hispalense. En ellas trabajó sobre dos tipos arquitectónicos de enorme interés, las sacristías y las torres-fachadas. Para las primeras generalizó el esquema centralizado de la Sacristía Mayor de la catedral sevillana. Al mismo responden las de las parroquias de Santa María de Arcos y San Miguel de Jerez de la Frontera. La primera debe ser coetánea a la remodelación de la cabecera del templo, que está fechada en 1553. Dicha sacristía, con fachadas articuladas por sencillas pilastras, carece interiormente de órdenes arquitectónicos, ofreciendo una abundante ornamentación. Esquema similar, pero recurriendo a semicolumnas para organizar los alzados interiores, empleó en la parroquia jerezana. Su bóveda, de lenguaje más depurado y efectistas juegos de bicromías, la levantó Hernán Ruiz II. La articulación, sin solución de continuidad, entre portada y campanario que caracteriza a las torres-fachadas era una fórmula que se había empleado en algunos templos medievales. Labor de Gaínza fue actualizarla mediante el uso del léxico renacentista. El resultado no fue siempre feliz, pues se advierten dificultades con respecto al estudio de las proporciones, además de falta de coherencia en la superposición de los cuerpos. De cualquier forma, es preciso advertir que las intervenciones posteriores al maestro alteraron la fisonomía de sus creaciones. La perteneciente a la iglesia parroquial de Constantina fue iniciada en 1546, no concluyéndose hasta el último cuarto del siglo con sustanciales modificaciones. Un tratamiento más monumental ofrece la perteneciente a la iglesia de Santa María de la Mesa de Utrera, con potentes balaustres, frontón rectilíneo y espléndido arco abocinado, cuyo campanario es ya barroco. La última obra de Gaínza fue el colegio de los jesuitas de Marchena, edificio en el que estaría trabajando cuando le sobrevino la muerte en 1556. En su iglesia, de concepción espacial gótica, hay que destacar la solución adoptada para apear los arcos del crucero, consistente en interrumpir el fuste de los soportes para disponer unas ménsulas a modo de capiteles-péndolas. En los treinta años que median entre la primera obra de Riaño y la muerte de Gaínza, el estilo renacentista no sólo se generalizó en la arquitectura sevillana, sino que fue paulatinamente evolucionando mediante la reducción y concentración de los ornamentos. Así, el lenguaje arquitectónico fue ganando en corrección y los edificios en claridad y racionalidad. Llegado a este punto, el proceso parecía encaminarse hacia la monótona reiteración de las fórmulas. Por fortuna, la aparición de Hernán Ruiz II dio un brusco giro a la situación, llevando a la arquitectura sevillana a unas cotas difícilmente superables.