Los sectores textil y siderúrgico -máximos exponentes de la primera revolución industrial- representaban todavía, en las últimas décadas del siglo XIX, las principales actividades industriales de Europa. Al mismo tiempo, se estaban sentando las bases -produciéndose los descubrimientos científicos e inventando sus aplicaciones prácticas- de la que se denomina segunda revolución industrial, cuyos principales símbolos son la energía eléctrica y el automóvil. Deslumbrados por la magnitud de todas estas actividades, los historiadores despreciaron hasta hace poco tiempo otras industrias secundarias del siglo XIX -construcción, agroalimentaria, vidrio, madera, etc.- de cuya importancia real se ha cobrado cada vez mayor conciencia. En España, así como la moderna industria textil había experimentado un temprano desarrollo en Cataluña, la industria siderúrgica no había conseguido despegar, después de algunos infructuosos intentos en Málaga y Asturias. No es éste el momento de mencionar el debate sobre la ocasión perdida que para la creación de una siderurgia española supuso la construcción de la red básica de ferrocarriles, en los años 50 y 60 del siglo pasado. El hecho es que no fue hasta la época de la Restauración cuando surgió esa moderna siderurgia en la ría de Bilbao. Por lo que respecta a las industrias secundarias, es necesario señalar su importancia, aunque su número y dispersión geográfica haga difícil concretarla. Baste mencionar que en Cataluña -cuya actividad industrial, llevados por el prejuicio de la importancia de los grandes sectores, podría identificarse exclusivamente con el textil-, en el bienio 1893-95, todas las actividades de este sector aportaban el 53,8 por 100 de la contribución industrial y de comercio, mientras que otras industrias -agroalimentaria, metalúrgica, química, artes gráficas, papel, cuero, corcho, etc.- aportaban el 46,2 restante, según Albert Balcells, que reproduce estos datos de Miquel Izard. En la evolución de la actividad económica catalana de este período se han distinguido cuatro etapas -semejantes, aunque no coincidentes exactamente en la cronología con las del resto de España-: 1) entre 1875 y 1882, una época de prosperidad -conocida popularmente como la febre d'or, que Narcís Oller describió en la novela del mismo título- caracterizada por el crecimiento industrial, una fuerte expansión de las instituciones de crédito y el auge de la exportación de vino a Francia; todo ello favoreció un alza de la Bolsa que, en gran medida, era especulativo. La crisis de la Bolsa de París, en 1882, repercutió inmediatamente en la de Barcelona, que al cabo de dos meses había bajado un 50,5 por 100 en las cotizaciones; 2) la crisis bursátil de 1882, unida a la crisis agraria que comenzaba a apuntar en todo el país, inició un período de estancamiento de la producción industrial -que tiene su reflejo en las cifras de importación de algodón en rama- y que se prolongaría hasta el final de la década; la entrega a Alfonso XII, en 1885, de una Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña, el llamado Memorial de Greuges, la primera manifestación tímida de nacionalismo catalán, tiene su explicación en este contexto; también en este período se celebró la Exposición Universal de Barcelona de 1888, y se desarrollaron planes de reforma de la ciudad, iniciativas ambas del alcalde liberal Rius i Taulet para tratar de reactivar la economía y el empleo; 3) los primeros años 90, en que se volvió a vivir un proceso de expansión industrial, basado tanto en la recuperación del mercado español -al abrigo del Arancel de 1891-, como en las exportaciones textiles a Cuba y Puerto Rico, favorecidas por el desarrollo de la ley de relaciones comerciales con las Antillas de 1882 y por los nuevos Aranceles de las islas, aplicados a partir de 1892; y 4) la coyuntura creada por la guerra de Cuba y la pérdida de las últimas colonias. Las primeras factorías siderúrgicas de Vizcaya se establecieron a mediados del siglo XIX, pero su crecimiento fue muy pequeño. El desarrollo de la moderna siderurgia vasca, en torno a la ría de Bilbao, tuvo lugar una vez finalizada la guerra carlista, a partir de 1876, en estrecha relación con la explotación masiva de las minas de hierro situadas en la misma zona, cuyo producto fue destinado mayoritariamente a la exportación. Más adelante nos referiremos a este último fenómeno. Lo que aquí interesa consignar es que la contribución de la minería a la industria siderúrgica fue esencial porque, además de proporcionarle la materia prima y gran parte del capital con que se financió, la exportación del mineral de hierro sirvió para resolver el que había sido principal problema de los establecimientos siderúrgicos en España, la carencia de buen carbón a bajo precio. Aprovechando el viaje de retorno de los barcos que llevaban el mineral a Gran Bretaña, fue importado carbón británico de calidad superior, y precio inferior en Bilbao, al asturiano. Las principales factorías fueron la Fábrica de San Francisco, en el Desierto (Sestao), promovida por Francisco de la Rivas, en 1879; la Sociedad Altos Hornos y Fábricas de Hierro y Acero de Bilbao de la familia Ybarra, y Metalurgia y Construcciones La Vizcaya, cuyos promotores fueron Víctor Chávarri y los Gandarias, establecidas ambas en 1882. Por último, en 1888 se fundó la Sociedad Anónima La Iberia. Las tres últimas compañías -Altos Hornos y Fábricas, La Vizcaya y La Iberia- se fusionaron en 1902, dando lugar a Altos Hornos de Vizcaya. El desarrollo minero y siderúrgico fue acompañado por importantes obras públicas -construcción de carreteras, ferrocarriles y del puerto de Bilbao, entre 1877 y 1903, bajo la dirección del ingeniero Evaristo de Churruca- por el establecimiento de otras industrias, grandes -como las metálicas y navieras- y pequeñas. El cónsul inglés en Bilbao escribía en 1885: "Hay pocos casos similares en Europa de un crecimiento y prosperidad comerciales tan notables". Se ha señalado el contraste entre la estructura tradicional de la industria catalana -todavía de base y financiación familiar a finales de siglo-, y el carácter moderno de la industria vasca, organizada en forma de sociedades anónimas y en estrecha relación con los Bancos, instituciones que conocieron un importante desarrollo en el Bilbao de la época. Los avances tanto en el sector textil como en el siderúrgico fueron espectaculares, en comparación con la situación anterior de la industria española. Sin embargo, a escala europea, los resultados eran bastante modestos. En 1900, la mayor fábrica textil de Cataluña tenía 25.000 husos, cuando las factorías medias en Francia e Inglaterra contaban con 50.000. La producción española de acero había alcanzado las 150.000 toneladas pero, en las mismas fechas, Alemania producía 6 millones y medio, y el Reino Unido cinco millones. Las causas de este fracaso o atraso de la Revolución Industrial en España, son objeto de una de las polémicas más vivas entre los historiadores económicos. De forma simplificada, la opinión tradicional -expuesta de la forma más sistemática por Jordi Nadal- adjudica la mayor parte de la culpa a la debilidad de la demanda interna, ocasionada en último término por la baja productividad de la agricultura; en los últimos tiempos, esta interpretación ha sido contestada por historiadores como Nicolás Sánchez Albornoz o Leandro Prados, para quienes es necesario repartir la culpa, al menos, entre el atraso de la agricultura -esencialmente la castellana- y la falta de iniciativa y espíritu de competitividad de los industriales -especialmente los catalanes- que se contentaron con abastecer el mercado nacional protegido, en lugar de tratar de crecer conquistando otros mercados. Unas palabras sobre la minería, considerada por Tortella como el sector más dinámico de la economía nacional en el último cuarto de siglo. Este dinamismo se debió a la masiva penetración de capital extranjero, permitido por la legislación liberal de 1868. Con anterioridad, las minas, en manos de propietarios nacionales sin capital necesario, en la mayoría de los casos, para introducir la tecnología adecuada para su explotación, habían permanecido en gran parte improductivas. Los ejemplos más destacados son la explotación de las minas de cobre en Huelva por las compañías internacionales Tharsis y Río Tinto; de las de plomo en Córdoba y Jaén, por empresas de capital francés e inglés; de los criaderos de cinc en Reocín (Cantabria), por la Compañía Asturiana de Minas, de capital belga; y de los yacimientos de mercurio en Almadén, en cuya comercialización intervinieron los Rothschild decisivamente. La minería del hierro requiere una mención especial tanto por el volumen que alcanzó -España era en 1900 el mayor exportador de Europa de este mineral, seguido a gran distancia por Suecia- como por la repercusión que tuvo, como ya hemos dicho, en el desarrollo económico de Vizcaya. El impulso procedió también en este caso de la demanda extranjera. El mineral de hierro de Somorrostro, Saltacaballo, Setares y demás yacimientos de la costa vizcaína y cántabra presentaba, además de la ventaja de su proximidad al mar -lo que hacía más barato su transporte-, la característica bastante excepcional de no contener fósforo, por lo que era apto para la fabricación en masa de acero, según el procedimiento recientemente patentado por Henry Bessemer. La formación de compañías extranjeras, fundamentalmente inglesas y españolas comenzó en el período revolucionario. Se iniciaron las costosas obras necesarias no tanto para la obtención del mineral -ya que ésta se hacía al aire libre-, sino para su transporte. La producción experimentó un parón durante la guerra carlista, pero se reanudó con fuerza una vez concluida ésta: las 600.000 toneladas del quinquenio 1870-74, se duplicaron en el siguiente y se convirtieron en cuatro millones entre 1880 y 1884. La mayor parte del mineral se dedicó a la exportación. Según cálculos recientes, un 65 por 100 del valor de las exportaciones quedó retenido en España. Nuevamente en este tema surge la polémica entre los historiadores: ¿Dilapidó España sus riquezas naturales -explotadas por compañías extranjeras y exportadas en su inmensa mayoría- sin obtener a cambio ningún beneficio considerable? O, por el contrario, ¿la decisión de abrir las puertas al capital extranjero fue una medida acertada que permitió la aplicación a las minas de una tecnología costosa, fuera del alcance del capitalismo español de la época -en este sentido es pertinente recordar que el capital social de la compañía Río Tinto, por ejemplo, era de 6 millones de libras esterlinas, unos 150 millones de pesetas, tres veces más que el capital del Banco de España en la misma época- y que reportó beneficios no despreciables a la economía nacional? La opinión tradicional, claramente negativa, se ha visto, también en este campo, desafiada por otra interpretación favorable a la acción del capital extranjero. Igual que en la polémica sobre la ocasión perdida con motivo de la construcción de los ferrocarriles -con la que tiene un gran parecido-, frente a quienes consideran los beneficios indudables que se hubieran producido si la explotación de los recursos se hubiera hecho con medios nacionales, otros opinan que tal hecho estaba por encima de las posibilidades reales del país, y que, en definitiva, lo que ocurrió fue no tanto un mal menor como un bien limitado, dadas las consecuencias positivas que tuvo en las regiones afectadas, aunque no fueran todo lo grandes que, en teoría, podían haber sido.
Busqueda de contenidos
contexto
En distintas ocasiones se ha recalcado el trauma que la crisis que culmina en la Peste Negra supuso para la pintura italiana. Muerto ya Giotto y Duccio, por estos años desaparece Simone Martini y los Lorenzetti, mientras Maso di Banco, una de las grandes esperanzas entre los herederos de Giotto, también muere. Las distintas condiciones sociales y económicas inciden en un tipo de encargo que no siempre viene de los mismos estamentos que antes. Todo esto ha creado la impresión de una situación de catástrofe que hay que olvidar. De todo ello, resulta cierto que la experimentación sobre el espacio tan importante antes, deja de interesar momentáneamente, aunque otros puntos sufren una transformación. Otro punto importante es que el protagonismo de la experiencia que antes correspondía casi por igual a Florencia y Siena y, si acaso, Roma, cambia. La última ciudad ya había perdido ese papel desde que los papas se habían trasladado a Aviñón, mucho antes. Pero Siena tampoco recuperará ese especial camino de la experimentación. Es un centro extraordinario de pintura del que salen docenas de pintores interesantes, pero de un delicado arcaísmo. Otro aspecto interesante es la importancia progresiva de centros no toscanos.En Florencia, el que pretende ocupar el centro de atención es Andrea Cione, llamado Orcagna. Artista de diversas habilidades (arquitecto, escultor y pintor en los documentos), es, por encima de todo, pintor. Una de sus obras se cita como paradigma del nuevo orden, el Políptico Strozzi, encargado por esta rica familia y colocado en la iglesia dominica de Santa María Novella. Su fecha es de 1357. Es importante el aspecto de icono casi orientalizante que presentan casi todos los personajes, pero especialmente Cristo. El fondo dorado colabora a esta impresión. No hay una sola mención al espacio. La pintura florentina parece que había renunciado al mismo. En realidad, como paradigma representa una tendencia que no fue seguida por todos, ni aun por el propio Orcagna en otros momentos.En Santa María Novella todavía se dará otra importante experiencia, los frescos de la capilla de los Españoles o, en realidad, la sala capitular del monasterio entonces. Es un espacio grande, severo y monumental para el que encuentra el artista apropiado, Andrea Bonaiutti o de Firenze. Sabe dar la solemne monumentalidad que se requiere en la gigantesca Crucifixión del frente en alto. Pero renuncia a ella, sin perder solemnidad en las alegorías dominicas de los laterales, obligado por una complejidad de temas que se le imponen. Agnolo Gaddi es el artista del paso al período siguiente, trabajando entre otros lugares en la franciscana Santa Croce. Todavía alguna de las obras más características de Tadeo Gaddi se hacen antes en este período.En Siena son varios los artistas activos. Recordaría como intermedio con lo siguiente a Spinello Aretino, aunque son anteriores y tan interesantes Luca di Tomé y Niccoló di ser Sozzo. Este último es un excelente miniaturista, además. En Bolonia se siguen haciendo manuscritos jurídicos ilustrados y de otro tipo para una clientela de profesores, destacando un nombre que gozó de una fama que en parte no le correspondía: Niccoló de Bologna.Tal vez sea Altichiero de Verona el más destacado pintor de este período en Italia. Recoge mejor que la mayoría la herencia de Giotto, con un estilo monumental y grandioso en la composición y en la resolución de las figuras. En 1379 termina los frescos de la capilla de Santiago (hoy San Félix) en la iglesia de San Antonio en Padua, centrada en una Crucifixión enorme, que no deja de estar en el mismo clima de la que hizo Andrea Bonaiutti para Santa María Novella, pero con una paleta distinta, tal vez más rica. A partir de 1384 trabaja en el vecino oratorio de San Jorge, con un programa dedicado al santo, donde con frecuencia los enmarcamientos arquitectónicos le llevan a construcciones importantes compositivamente, pero también espacialmente.En Emilia trabaja Tomaso da Modena, interesante entre otras cosas porque su obra se conocerá en Bohemia, donde surge una poderosa escuela de pintura y miniatura.En Cataluña, las primeras generaciones de artistas italianizantes parecen desaparecer con la Peste o en su época. Después de unos años oscuros emerge una familia de hermanos, los Serra, que continúan en la línea marcada por sus antecesores. Pere es el más joven de los conocidos y el que tiene un catálogo más nutrido. No son grandes artistas, sino buenos representantes de una escuela poco exigente que produce obras amables para una clientela en la que el rey es menos importante y prima cada vez más el gremio y la parroquia. El gran retablo del Espíritu Santo de Manresa (1394) es su obra más importante.En Francia no es únicamente la Peste sino la guerra de los Cien Años la que determina una importante crisis. No obstante, perviven algunos de los grandes miniaturistas, como Jean le Noir, que ya habían colaborado con Pucelle o aparecen otros. Una obra excepcional destaca en la miniatura por muchos motivos: un ejemplar de Escritos del poeta Guilaume de Machaut de hacia 1350-1355 (París, Biblioteca Nacional), reunidos en vida del artista. El ilustrador es un artista delicado, quebradizo, que no huye ante la necesidad de traducir en imagen un bosque maravilloso.La subida al trono de Carlos V y la paz que sigue a una época de guerras le permite dedicarse a una de sus grandes aficiones: los libros. Para él trabajarán traductores, escritores y miniaturistas. La primera parte corresponde al período previo al internacional. El taller del excesivamente individualizado Maestro aux boqueteaux (bosquecillos) está a su servicio.Un caso aparte lo constituye Aviñón. Tal vez no sea tan interesante su mundo como en los años cuarenta y parte de los cincuenta, cuando coincidían Simone Martini y el Maestro del Códice de San Jorge o cuando Matteo Giovannetti debía cubrir con frescos capillas y cámaras. No obstante, sigue manteniendo su interés. Todavía no conocemos bien la producción de manuscritos, aunque consta que muchos fueron adquiridos por diversos hispanos, que tenían algunos intereses de diversa índole allí. La existencia de estas obras repartidas por bibliotecas de toda España señalan la existencia de una pintura desentendida de problemas espaciales y de una expresividad muy marcada que llega a la distorsión.
contexto
Si en 1871 se habían sucedido las crisis gubernamentales, en 1872 la insistencia de esas mismas crisis redundó en un progresivo deterioro de la vida política y parlamentaria. Un desequilibrio político de efectos nefastos para la monarquía de Amadeo I. El año comenzó con la preparación, por parte de Sagasta, de la celebración de elecciones generales. A finales de enero había conseguido ya la disolución de las Cortes, y la convocatoria tuvo lugar entre el 3 y el 6 de abril. Los adversarios, en esta ocasión, serían, por un lado, los conservadores de Sagasta y, por otro, el denominado pacto de coalición nacional. Este pacto estaba suscrito por la principales fuerzas de la oposición, en una nueva versión de la coalición concertada para las elecciones de 1871, que ahora incluía a los radicales. Se pusieron de manifiesto las tensiones internas del republicanismo, entre benevolentes e intransigentes. El comportamiento del sector insurreccional, con su política de retraimiento, influiría sobre el resultado final de las elecciones. Los carlistas, por su parte, acudían por última vez a unas elecciones, haciéndolo ya sin mucho convencimiento, aunque postergaron la sublevación hasta conocer los resultados obtenidos por Nocedal. Poco cambiarían las cosas para estas fuerzas políticas tras las elecciones. Como era de esperar, dada la vehemencia que los sagastinos habían derrochado, los conservadores se hicieron con la mayoría parlamentaria. Un resultado electoral que confirmó las tendencias en el voto que habían imperado en todos los comicios desde 1869 y que se mantuvieron durante todo el Sexenio: las zonas rurales primaban la opción gubernamental, mientras los centros urbanos consolidaban el voto de la oposición. Pero por primera vez se produjo un crecimiento desmedido de la abstención, debido no sólo a las dificultades y problemas técnicos habituales como los errores en el censo, sino también a la campaña abstencionista promovida por la izquierda, y al desinterés general. Los acontecimientos ocurridos en el mes de mayo inducen a reflexionar sobre la validez y el sentido de la última consulta electoral: un escándalo financiero en el seno del Gobierno provocó la crisis y la dimisión de Sagasta. Siguiendo la pauta de comportamiento de los últimos años para los casos de emergencia, sobre el general Serrano volvió a recaer la responsabilidad de formar Gobierno. A fin de cuentas era el candidato más adecuado, en vista de los negativos efectos que los personalismos tenían sobre el consenso parlamentario. Pero Amadeo I se vio comprometido una vez más: negó a Serrano la petición de suspender las garantías constitucionales, dimitiendo éste el 10 de junio. Tras negociaciones infructuosas con algunas personalidades, Ruiz Zorrilla fue nombrado presidente del Consejo el 13 de junio. En un intento de relanzar los principios democráticos, y de reanudar el proceso de modernización y democratización, iniciado por el Gobierno provisional en 1868 y estancado desde finales de 1869, Ruiz Zorrilla pasó a la acción. Formó un gabinete con carácter transitorio, mientras preparaba el camino para un nuevo llamamiento a las urnas en agosto. Los radicales presentaron un programa acorde con su estrategia reformista, planteando cuestiones pendientes desde 1869: el jurado, las quintas, las colonias, la modernización económica, la separación Iglesia-Estado, etcétera... De las elecciones de agosto de 1872 se desprende, como dato más significativo, el índice de abstención, superior al 50 por ciento. Se daba así continuidad a la tendencia de los comicios anteriores, más acusada ahora, ya que incorporaba una novedad importante: el partido de Sagasta se vio sumado, en esta ocasión, a la práctica del retraimiento electoral. Una peligrosa actitud que ponía en cuestión no ya las mismas elecciones, sino el sistema en su conjunto. A pesar de todo Ruiz Zorrilla formaría Gobierno, respaldado por el 70 por ciento de los votos emitidos, sobre los que había pesado, una vez más, la influencia moral del Gobierno. Era el momento de acometer las reformas anunciadas, y pronto el ministerio aportó propuestas al respecto: abolición de las quintas, reorganización del ejército, solución de la cuestión colonial -incluida la propuesta de abolición de la esclavitud-... La realidad, sin embargo, se impuso sobre toda voluntad y esfuerzo del Gobierno; sólo la Ley de Enjuiciamiento Criminal consiguió prosperar, en un clima de continuas convulsiones. Personalidades procedentes de la septembrina se apartaban del sistema. El bipartidismo se hacía imposible. El rey se encontraba cada vez más aislado, y muy impresionado por el atentado que sufrió el 18 de julio. La monarquía democrática hacía aguas por todas partes. El panorama político de finales de 1872 resultaba poco alentador. Además de la guerra carlista y las insurrecciones republicanas, el tema de la abolición de la esclavitud en Ultramar crispó más la situación. Los republicanos y los radicales de Ruiz Zorrilla reforzaron su postura con el apoyo de la Sociedad Abolicionista Española, grupo que reunía a buena parte de la intelectualidad de la época, procedente de la revolución de 1868. No serían voces suficientes, sin embargo, para imponerse a la mayoría esclavista que se había proyectado por toda la geografía española, y con ella la presión antiabolicionista. El Centro Hispano Ultramarino de Madrid concentró los intereses antiabolicionistas, en relación con los hombres de negocios de la isla de Cuba. En diciembre de 1872 el Centro presentó una enérgica protesta ante Ruiz Zorrilla, quien, a pesar de su convicción personal, cedió a la presión: en Cuba se mantendría el régimen esclavista, a la par que la guerra continuaría en la isla hasta 1878. El caso de Puerto Rico no estaba tan condicionado por los intereses económicos, de modo que allí sí se hizo efectiva la abolición de la esclavitud. Un hecho significativo alude al denominador común de los esclavistas: todos ellos se inclinaron hacia el proyecto ya liderado por Cánovas del Castillo, cobrando el alfonsismo mayor peso político y social. El año 1873 vería la luz en una situación de profunda crisis política. Amadeo I buscaba desde hacía tiempo un pretexto para abdicar, y no tardaría mucho en encontrarlo: el conflicto desatado entre los artilleros a raíz del controvertido nombramiento del general Hidalgo como capitán general de las Vascongadas, al que acusaban de haber colaborado en la abortada sublevación de los sargentos de San Gil en junio de 1866. Mandos artilleros solicitaron la separación colectiva del servicio. El Gobierno Ruiz Zorrilla, decidido a reafirmar el poder civil sobre el ejército, mantuvo el nombramiento y firmó el decreto de separación del cuerpo de los jefes y oficiales protagonistas del plante, con el visto bueno de las Cortes. Se extendió un ambiente de conspiración e intentos de golpes de fuerza, propuestos al monarca por sectores del ejército. Situado entre la espada y la pared, Amadeo no esperó más para abdicar. El 10 de febrero lo hacía en su nombre y en el de sus descendientes.
contexto
El mundo entró a partir de 1955 en un período en que las dos superpotencias enfrentadas y sus ideologías respectivas parecieron dispuestas a aceptar la común presencia en el mundo. La coexistencia, sin embargo, nunca dejó de ser competitiva durante los años que van desde mediados de los cincuenta a los primeros sesenta. Eso significa que hubo varias ocasiones -Berlín, Cuba...- en que existió el peligro objetivo de que se desencadenara un holocausto nuclear como consecuencia de la confrontación. Sólo tras estas experiencias se inició al camino para evitar que esas circunstancias se reprodujeran y pudieran dar lugar a tan fatal desenlace. Pero lo que antecede supone también que cada uno de los contendientes estaba convencido de la bondad del sistema político, económico y social que defendía, e incluso del hecho de que acabaría prevaleciendo sobre el contrario. En Estados Unidos, el crecimiento económico y el nacimiento de una civilización de consumo por el momento no conflictiva transmiten esa sensación. En el mundo soviético, la reforma de Kruschov no se llevó a cabo ni remotamente con un propósito de desmantelamiento. Por el momento, ni los líderes de la URSS ni los occidentales vieron en la fragmentación del mundo comunista un cambio decisivo para el futuro. En cambio, pareció mucho más decisiva la descolonización que completó un proceso iniciado con anterioridad, cambió la composición de la ONU, permitió un comienzo de protagonismo a nuevos países y creó un nuevo campo de competición para las superpotencias. Por eso fue éste, quizá, el cambio más fundamental de todo el período.
contexto
Javier Tusell nos ofrece una experta explicación de las causas que condujeron a la derrota de Alemania: "La segunda guerra mundial guarda todavía (y seguirá guardando durante mucho tiempo) un número muy considerable de secretos, pero uno de ellos no es ya la razón de la derrota alemana. A los historiadores se nos presenta en el momento actual la derrota alemana como algo por completo inevitable e incluso previsible desde el comienzo mismo de las hostilidades, si éstas duraban lo suficiente como para que se acabara por imponer el peso objetivo de las fuerzas en presencia. Y ello a pesar de que durante meses pudo dar la sensación de que la resistencia británica constituía un acto de locura. En efecto, ya desde 1939 era patente para todos los beligerantes, incluida la propia Alemania, que el adversario aliado era superior. Lo era, por supuesto, en lo que respecta a la potencia económica: Alemania, a lo largo de todo el conflicto, no sólo dependió del petróleo rumano, sino también del mineral de hierro sueco para alimentar su industria bélica. Inclusa lo era desde el punto de vista militar: los aliados eran claramente superiores en el mar, pero en tierra, en el momento inicial podían disponer de más de noventa divisiones, mientras que Alemania no llegaba a 70. Los aliados, en fin, eran también superiores en bombarderos estratégicos y no estaban por debajo de los alemanes en lo que respecta al número de carros de combate. Alemania había hecho un gran esfuerzo militar (en 1938 su presupuesto militar era cinco veces el inglés), pero Hitler era perfectamente consciente de que su país no estaría listo para la guerra sino en 1942-43, por eso no quería el comienzo de las hostilidades en el momento en que se produjo. De ahí también su estrategia de "guerra relámpago": no era sólo una muestra de la brillantez de las concepciones estratégicas de los planificadores alemanes, sino que, además, constituía una obligación. Ahora bien, en 1940 y 1941 dio la sensación de que, gracias a la "guerra relámpago", la inicial superioridad de los aliados había sido hecha añicos por los alemanes. Sin contar con Estados Unidos, que no habían entrado en la guerra, como tampoco la Rusia soviética, antes de la agresión hitleriana, la superioridad en todos los terrenos se decantaba en contra de Gran Bretaña. Esto hizo que en ella se reaccionara de una forma totalmente contrapuesta a la de Alemania, que pecó, en esta circunstancia, de un exceso de confianza, que se pagaría después, pero que por el momento parecía fundamentado. Gran Bretaña llevó a cabo entonces una movilización para la guerra total que impuso enormes sacrificios, se concretó en una austeridad draconiana y demostró una voluntad resistente y tenaz. Lo que Alemania demostró entonces fue una total confianza en el triunfo, explicable por las victorias, pero que resultaría mortal con el paso del tiempo. No sólo no se preparó para la guerra total, cuando por las características del régimen podía hacerlo con mayor facilidad que una democracia, sino que en parte se desmovilizó en el terreno militar y vio cómo en 1941 aumentaba su consumo interno. La guerra total no la conocería Alemania hasta una fecha tan tardía como 1944, cuando ya era demasiado tarde; sólo en 1943 el Ejército alemán se acercó a los diez millones de combatientes, lo que casi duplicaba la cifra de 1940. La industria militar alcanzó su máximo de producción en ese período final de la guerra, cuando la acumulación de adversarios ya lo hacía innecesario, porque la victoria era simplemente imposible: de los 113.000 aviones producidos por Alemania durante la guerra, 40.593 lo fueron en el año 1944; en los cuatro meses finales de la guerra, en 1945, con Alemania ya invadida, se fabricaron tantos aviones como en 1943. El esfuerzo tardío fue también baldío. Cuando entró en guerra Estados Unidos, la situación cambió dramáticamente para Alemania. Baste con un sólo ejemplo para probarlo. De 1939 a 1942, la flota submarina alemana se quintuplicó, y en este último año había logrado, mediante un eficaz bloqueo de las costas británicas, reducir a menos de la mitad el monto de las importaciones inglesas. Este año, sin embargo, Estados Unidos, a pesar de ser el momento del ápice de la campaña submarina, fabricaba ya más barcos que los alemanes eran capaces de hundir en el Atlántico. Si Alemania hubiera movilizado la totalidad de sus recursos en el momento oportuno y no hubiera emprendido su agresión a la Rusia soviética, lo más probable es que hubiera llegado a conseguir la victoria militar. No lo hizo, y cuando había acumulado un número de adversarios claramente excesivo para sus fuerzas, se mostró, además, que una potencia militarista y teóricamente volcada a unos propósitos imperiales, como era la Alemania nazi, tenía también sus gravísimos inconvenientes para una conducción correcta de la guerra: ni el Estado parecía lo eficiente que decía ser ni la supuesta genialidad estratégica de Hitler dio ahora resultado, sino que se tradujo en propósitos imposibles y en sueños delirantes que cada vez se alejaban más y más de la realidad hasta el trágico final del Führer. El régimen nazi demostró, en efecto, no ser un Estado rígidamente centralizado para unos propósitos bélicos, sino más bien el producto de una anarquía autoritaria y de una especie de feudalismo burocrático, en el que cada uno de los clanes que formaba la clase dirigente luchaba, carente de coordinación, por conseguir el máximo poder para sí, sin que el propio Hitler llevara a cabo el mínimo de coordinación. Esa es una de las razones por las cuales la movilización de la maquinaria industrial alemana fue tardía. Esa también pudo ser la razón de que ese empleo de nuevas armas, del que, en su fase final, el régimen nazi hizo propaganda, hasta el punto de constituir su última esperanza, no resultó posible, porque no había sido facilitado previamente por un funcionamiento eficiente de la Administración. En materias como los aviones a reacción, los misiles o la propia bomba atómica, Alemania iba más adelantada en su investigación que los aliados, peor ese adelanto no pudo ser utilizado en el momento decisivo. El propio Hitler fue el principal culpable de que no se hiciera en el caso concreto de los aviones a reacción, cuya construcción retrasó, con graves consecuencias para su causa. Sin duda, sin embargo, su error fue más grave aún, hasta convertirse en verdadera locura a la hora de plantear la guerra contra la Unión Soviética en la fase final de 1944 y 1945. Seguía pensando que el Ejército ruso era un "bluff", "el más grande desde Gengis Khan", y por ello alimentó hasta el final la esperanza ilusa de que le sería posible enderezar la situación militar en el Este. Esto es lo que explica que no tuviera inconveniente en distraer parte de sus efectivos en frentes secundarios o que obligara a resistencias imposibles a tropas aisladas. Pero ya todo esto no tenía ningún sentido: en la fase final de la ofensiva rusa, cuando todavía se mantenían en pie los Ejércitos alemanes, eran superados por los soviéticos, que contaban, al menos, con diez veces más carros".
contexto
Para el correcto nacimiento del niño era preciso llevar a cabo una serie de prescripciones rituales, tales como plegarias al dios Sin, el dios Luna, para que fuera favorable. También se tenían cuidados especiales con la parturienta, que variaban en función de las posibilidades económicas de la familia. De esta forma, las mujeres adineradas contaban con la ayuda de médicos, fármacos y comadronas. Los recién nacidos recibían también una atención especial, pues, como la madre, se encontraban en peligro. Era muy usual la utilización de pequeños amuletos protectores, con la imagen del demonio Labartu, considerado el causante de algunos males. En una sociedad patriarcal, los niños eran mejor recibidos por el matrimonio que las niñas. Probablemente el nombre le era impuesto al poco de nacer, pues era uno de los elementos más importantes para la persona. El nombre de un individuo, generalmente de por vida, tenía una significación religiosa, de tal forma que el individuo podía acogerse a la protección del dios al que su nombre invocaba. La lactancia se prolongaba hasta los tres años y era administrada por la madre o una nodriza, si ello era económicamente posible. Hasta esa edad el niño estaba bajo la tutela de su madre mientras que, a partir de entonces y hasta los diez años, estaba bajo la del padre, aunque la madre vigilaba el crecimiento y educación de las niñas. A esa edad se consideraba que un individuo era apto para el compromiso matrimonial. No sabemos que existiera ningún rito que celebrase el paso de la infancia a la edad adulta, lo que no significa que no existiese.
obra
El tema de esta obra, si bien con variaciones personales de Poussin, eruditas y alegóricas, procede, como tantos otros, de Ovidio. Para evitar las iras de la diosa Juno, Júpiter encarga a Mercurio que transforme a Baco temporalmente en un chivo y lo regale a las ninfas del monte Nisa. Allí cuidan del dios en una cueva, lo alimentan con miel y asisten al invento del vino por parte del dios infante. Se conserva otra versión de esta obra en Londres, en la National Gallery. Pertenece al ciclo de Bacanales de influencia tizianesca de este primer periodo. Su admiración por el artista italiano fue grande, en lo temático y en el color. De hecho, su forma de trabajo era similar a la de Tiziano: preparaba el lienzo con una capa de rojo veneciano, para los medios tonos, y sobre él ejecutaba el resto. Con el tiempo, este pigmento rojo va aflorando, y dando un tono cálido a los colores, un tanto más vivos.
obra
Se desconoce en qué circunstancias fue pintada esta obra, pero su estilo se aproxima al de Moisés salvado de las aguas, por lo que se sitúa a mediados de los años treinta. El joven Júpiter, según Ovidio y Hesíodo, fue criado por las ninfas del monte Ida y alimentado con la leche de la cabra Amaltea y la miel que las ninfas recogían, como puede verse en la figura central, que lo hace de un árbol. Poussin ha tomado la representación de un grabado de Giulio Bonasone sobre una obra del discípulo de Rafael, Giulio Romano. El grupo central, con el pastor que sujeta la cabra que amamanta al dios infante y la ninfa que la eleva, está tomado directamente de Giulio Romano. Existe otra tela similar realizada por Poussin, actualmente en Berlín, de 1639.
obra
Este excelente retrato no pudo ser concluido por Velázquez al sorprenderle la muerte el 6 de agosto de 1660, siendo su yerno Juan Bautista Martínez del Mazo quien lo terminó. Sería por lo tanto la última obra del maestro. Se piensa que las manos, la cabeza y el cortinaje serían obra de Mazo mientras que Velázquez pintó el magnífico vestido en colores rosas y platas, el pañuelo de la mano derecha, las rosas y violetas de la izquierda y posiblemente la alfombra.Margarita tendría ocho años de edad ya que nació en 1651. Resulta bastante improbable una hipótesis que plantea que Martínez del Mazo retocó la cabeza por encargo de Felipe IV para enviar el lienzo a Viena y que lo viera el prometido de la infanta, el emperador Leopoldo de Austria. Por respeto de Mazo a su maestro y porque la obra no se envió a su destino, se piensa en la inverosimilitud de esta propuesta.Las zonas que supuestamente realizó Velázquez cuentan con la especial soltura de los años finales de la década de 1650, en la que nos dejó sus mejores producciones: Las Meninas y Las Hilanderas. Actualmente se considera que Velazquez no llegó a intervenir en la realización de este cuadro y la autoría completa fue de Martínez del Mazo.