El 1 de noviembre de 1478 el pontífice Sixto IV concedía a los Reyes Católicos la facultad de nombrar dos o tres inquisidores en Castilla. El 27 de noviembre de 1480 los Reyes Católicos aplican esta prerrogativa y nombran inquisidores de Castilla a Miguel Morillo y Juan de San Martín, los cuales se instalan en Sevilla en enero de 1481. En diciembre de 1481 el rey Católico nombra dos inquisidores para Valencia y dos para la Inquisición de Aragón. El Papa, en abril de 1482, se veía forzado a asumir la institucionalización inquisitorial en la Corona de Aragón. Tras diversos conatos de volverse atrás de esta decisión, la situación se consolidó con el nombramiento de fray Tomás de Torquemada como inquisidor general tanto para la Corona de Castilla como para la de Aragón. Había nacido la Inquisición moderna. El número de procesados por la Inquisición ha sido muy discutido. Llorente estimó un total de 348.021. Hoy el conocimiento de fuentes como los registros de causas de fe, que lamentablemente sólo existen desde 1550 a 1700, nos permite concluir que la cifra que da Llorente es exagerada. Apoyada en diversas especulaciones, la cifra global de procesados por la Inquisición española hasta su desaparición en 1833 debió ascender a unos 150.000, menos de la mitad de los cálculos aportados por Llorente. El ritmo represivo no sería idéntico a lo largo del tiempo. J. P. Dedieu atribuyó cuatro tiempos diversos a la actividad represiva del Tribunal de Toledo, generalizándolos a todos los tribunales. Estos tiempos serían: 1480-1525 (gran intensidad represiva dirigida sobre todo a los judaizantes); 1525-1630 (actividad represiva sostenida, polarizada especialmente hacia los cristianos viejos, fundamentalmente por delitos ideológicos y brujería, y cristianos nuevos moriscos, sobre todo en los tribunales de Zaragoza y Valencia); 1630-1720 (reducción de la actividad del Tribunal hasta la reactivación del antijudaísmo en la primera década, en función de los judaizantes portugueses); y 1720-1833 (ralentización absoluta del Santo Oficio). Ciertamente, el número de procesados sería mucho mayor en el siglo XVI que en el XVII. La tipología global de los delitos registra un predominio de los atribuidos cristianos nuevos, judíos o moriscos (cubrirían la mitad del total de procesados por la Inquisición), seguido de los delitos ideológicos (la tentación de pensar) en sus distintas expresiones de luteranismo, proposiciones heréticas, blasfemias... con un 35 por ciento, y tan sólo un 15 por ciento de delitos de naturaleza relacionada con el sexo (solicitaciones, bigamia, sodomía...). El significado de la incidencia de la Inquisición sobre la cultura española de los siglos XVI y XVII ha sido muy polémico. La discusión, como es sabido, arranca del siglo pasado, planteándose especialmente en los debates de las Cortes de Cádiz y en torno a la valoración del presunto retraso científico español. Hoy los términos de la polémica se configuran sobre todo respecto al nivel de eficacia real que tendría la voluntad supuesta del Santo Oficio. Los trabajos de Márquez y Alcalá han venido últimamente a ratificar la imagen de la eficacia de la acción represiva de la Inquisición sobre la cultura contra lo que historiadores como Defourneaux habían sostenido. La beligerancia inquisitorial se ejerció legalmente siempre sobre el libro ya publicado. Naturalmente, para ejercer la praxis prohibitiva hacía falta la previa elaboración del código de lo legible a través de los famosos Indices de libros prohibidos: dos para el siglo XVI, el de Valdés de 1559 y el de Quiroga de 1583; cuatro en el siglo XVII, los de Sandoval y Rojas, de 1612-14, Zapata de 1628-32 y Sotomayor de 1640 y 1667. Virgilio Pinto ha analizado en detalle lo que él llama proceso al libro en todos sus estadios: la delación, la calificación y la provisión final, que ponen de relieve cómo la decisión final sobre la obra denunciada o sometida a examen estaba realmente centralizada en el Consejo de la Suprema, única instancia que podía ordenar su ejecución, y también la importancia destacada de los calificadores, auténticos censores. El mecanismo de la visita a las librerías quedó institucionalizado y reglamentado de forma precisa. A partir de 1605 se obligó a los libreros a llevar un inventario de los libros que tenían en su tienda, para responder de ellos en cualquier momento ante los ministros inquisitoriales. Pero además, desde 1614, deberían entregarlo anualmente a los inspectores inquisitoriales. Ello tendría consecuencias perniciosas por la actitud prudente de los libreros, que no deseaban ver comprometido su negocio con obras que les pusieran en peligro ante el Santo Oficio. El tribunal que recibía la denuncia calificaba y elevaba un informe a la Suprema, a la que correspondía adoptar la decisión al respecto. Buena parte de los calificadores de estos tribunales locales pertenecían al clero regular, con personajes del mundo académico (teólogos de las Universidades) y académicos reconocidos (Arias Montano, Juan de Mariana, Juan de Pineda). Los calificadores no eran propiamente funcionarios inquisitoriales, pues no tenían asignado salario alguno. Sin embargo, el cargo les confería una consideración social estimable. Quizás por este motivo, tendió a crecer su número a finales del XVI. El Inquisidor General podía otorgar licencias especiales para leer libros prohibidos (facultad claramente establecida en el breve de Pablo IV, que se imprimió junto al catálogo de 1559), lo que, en opinión de Pardo Tomás, resultaba otra medida de control, puesto que mediante este instrumento el Santo Oficio establecía el privilegio de una reducida minoría de lectores que, mediante el acceso a las obras que estaban vedadas al resto, se convertían en un aliado de la propia institución inquisitorial. ¿Qué obras fueron condenadas? La diversificación temática e ideológica es enorme. La cronología de la represión inquisitorial contra el libro en el siglo XVI puede dividirse en dos etapas: A) Antes de 1583: la configuración del cuerpo de lo legible. De 1520 a 1545, destaca la ofensiva contra Lutero y el protestantismo, en que se inserta la primera prohibición de los Coloquios de Erasmo en 1536. Las primeras listas de libros heréticos se formalizan desde 1545 (Catálogo de Lovaina de 1546, el primer Indice de 1551, la censura general de biblias de 1554 y el Indice de Valdés de 1559). El Indice de Valdés realizado con rapidez tiene como principales objetivos: las biblias, los grandes autores heréticos de la época, incluyendo los autores espirituales más leídos en Europa (Tauleruo, Herpe, Savonarola y, sobre todo, Erasmo) y en España (Fray Luis de Granada, Avila, Borja), la vieja patrística (Durando, Cayetano, Orígenes, Tertuliano) y los escritores de la Antigüedad pagana (Luciano, Aristóteles, Demóstenes, Hipócrates, Séneca, Platón). Además, los libros de horas con supersticiones, los libros arábigos o hebraicos, los de nigromancia, los libros sin autor y los manuscritos que trataran de la Sagrada Escritura, de los sacramentos o de la religión cristiana. Todavía en 1559 la vigencia del manuscrito generaba la necesidad de su control. Pero el gran Indice prohibitivo del siglo XVI es el de Quiroga. Las 562 prohibiciones de 1559 se amplían a 2.166 prohibiciones en 1583. Las innovaciones respecto al Indice anterior son abundantes.. Se amplía el concepto de hereje con la inclusión de las obras que contengan dogmas condenados o errores aunque sean sus autores no condenados y católicos. Se establece una jerarquización de herejes: primero, los protestantes heresiarcas, desde los medievales (Wiclef y Huss) a los clásicos Lutero, Zwinglio y Calvino, y los reformadores españoles Servet, Valdés, Casiodoro de Reina, Antonio del Corro, Cipriano de Valera...; segundo, el humanismo que no había contemplado el Indice de 1559, con Petrarca, Dante, Boccaccio, Maquiavelo, Valla, Aretino, Rabelais, Vives, Moro...; y, finalmente, el pensamiento científico con los Paracelso, Huarte, Fuchs, Gesner... Se introduce el miedo a la polémica o la confrontación ideológica: la polémica podía servir para dar a conocer el pensamiento del enemigo, lo que había que evitar ante todo. Se presta atención, asimismo, a los nuevos métodos de infiltración ideológica: imágenes, retratos, figuras, pasquines, canciones, coplas, monedas, medallas, lo que implica una ampliación considerable de los medios de difusión que ya no contempla sólo el libro. Se incluye un expurgatorio, sin duda importante por la presión de los libreros. El primer expurgatorio fue el de Amberes de 1571. B) La segunda etapa: 1583-1616. El fenómeno censorio se complica, proyectándose el control más que sobre los autores, sobre los géneros o las corrientes de pensamiento. Destacan, al respecto, la obsesión inquisitorial por la literatura devota que deja traslucir el miedo al alumbradismo; la inmersión de la Inquisición en la problemática del pensamiento político en plena confrontación del regalismo y del poder eclesiástico. Aquí la Inquisición española sólo jugó a favor de los intereses de Roma en obras de autores extranjeros, pero colaboró con los intereses de la monarquía española en plena politización del Santo Oficio. Desde 1616 se abriría una nueva etapa marcada por la prohibición de que los autores españoles puedan imprimir fuera del país y, sobre todo, por la obsesión por la moral, al hilo del asentamiento de la Contrarreforma tridentina. Como balance de la cultura más afectada por la Inquisición, podemos decir que las prohibiciones de la Biblia fueron mucho más lejos que las del propio Concilio de Trento y los sistemas católicos de vigilancia de otros países europeos. Nunca se imprimió la famosa Biblia de Alba, versión del Antiguo Testamento por un rabino de Guadalajara hacia 1430, ni el Nuevo Testamento en la versión castellana de Martín de Lucena. Se quemaron todos los ejemplares impresos de la traducción de la Biblia al catalán que había hecho Bonifacio Ferrer. El Nuevo Testamento sólo fue conocido en la adaptación de fray Ambrosio de Montesinos. El Antiguo Testamento fue divulgado a través de los sermones. Sólo desde 1580 se traducen los Salmos. Nunca circularon por España las cuatro Biblias castellanas impresas fuera, en el siglo XVI, por heterodoxos españoles que aspiraban a acercar al pueblo lector la palabra de Dios. En el ámbito de las ciencias, es patente que nombres como los de Mercator y Munster, Libavius y Mizauld, Gesner, Muslerius, Kepler, Tycho Brahe, aparecen con significativos expurgos de algunas obras. No así Galileo, procesado por la Inquisición romana en 1633 y que no fue incluido en ningún Indice español. Tampoco Copérnico, cuya ausencia la ha explicado Pardo Tomás como un error en la confección del Indice de 1640. Las obras de nigromancia y astrología judiciaria fueron severamente prohibidas. En cuanto a la medicina, la Inquisición fue dura con sus aplicaciones extracientíficas, a veces rayanas en pura heterodoxia. Tampoco toleró doctrina alguna que pusiera en duda la inmortalidad del alma o sobrepasara los límites de las doctrinas escolásticas. El paracelsismo fue duramente perseguido. Desde esta perspectiva, mucho más significativos que la prohibición tajante de muchas obras del gran médico y botánico suizo Leonhard Fuchs (1501-1566), quizá sólo por ser protestante, y de prácticamente todas las obras del polifacético mallorquín medieval Arnaldo de Vilanova (1240-1311), resultan los sintomáticos expurgos decretados para obras de los cuatro médicos humanistas de mentalidad más abierta del siglo XVI español: el vanguardista Examen de ingenios para las ciencias, de Huarte de San Juan (expurgado en 1584), la Sacra philosophia, de Francisco Vallés (expurgada en 1612), la versión romance con notas del famoso Dioscórides, por Andrés Laguna (expurgado en 1632), y la Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, de Miguel Sabuco (expurgado en 1632). También deben mencionarse las obras de Alonso de Freilas, Jerónimo Pardo, Sebastián de Soto y Juan Manzaneda. La literatura es el ámbito mejor conocido. Según Márquez, el total de escritores procesados por la Inquisición española fue de 24 (12 en el siglo XVI, 5 en el XVII, 5 en el siglo XVIII y 2 en el XIX). De estos autores sólo figuran con alguna obra prohibida o expurgada en los Indices de libros prohibidos Talavera, Valdés, Avila, Arias Montano, Pérez, Golínez y Molinos. Hubo procesados como fray Luis de León o Sigüenza que nunca tuvieron obras prohibidas o expurgadas en los Indices. Las ramas literarias más afectadas por la censura fueron los ensayos religiosos, seguidos del teatro, novelas y poesía por este orden (de poesía se censuraron 15 autores y de novela 18). La peligrosidad de los ensayos religiosos y del teatro a los ojos de los censores radicaría en su proyección popular. El ensayo, como señaló el inquisidor Valdés, "lleva a la mística a las mujeres de los carpinteros", y el teatro tuvo una constatada capacidad de penetración en las masas que no sabían leer. Entre las obras religiosas destacan las de Talavera, Valdés, Guevara, Granada, Avila, Cazalla, Gracián... En el teatro sobresalen Encina, Torres Naharro, Gil Vicente, Carvajal, Feliciano de Silva, Palau, Natas y Huete que se mantuvieron en los Indices de principio a fin. La preocupación por el mercado consumidor es muy clara y se denota en diversos dictámenes sobre la prohibición de obras literarias, el más famoso de los cuales fue el de Zurita. Significativamente, éste propugna que se salven los escritos en lenguas clásicas, pero no accesibles al vulgo, y los que sobresalgan por su valor literario. De la literatura clásica estuvieron siempre prohibidos el Ars amandi de Ovidio y la desvergonzada Priapeia; efectos secundarios alcanzaron a otras varias obras. Entre las extranjeras hay que subrayar que la literatura italiana fue tratada en los Indices con llamativa dureza. De Dante prohíben su De la monarquía, algunos versos del Infierno y otros del Paradiso. De Boccacio, el Decamerón fue prohibido en 1559, y más tarde lo serían, la Fiametta y el Corbaccio. Petrarca ve tachados algunos sonetos y frases de Remedios y de Triunfos; Poggio Braciolini, prohibidas sus Facetiae, colección de atrevidos cuentos; Massuccio Salernitano, todas sus Novelle. Entre otros autores italianos del Renacimiento, prohibidos o expurgados, hay que contar también a Maquiavelo, a Sannazaro, a Guicciardini, a Manetti, a Ludovico Pulci, al Ariosto. De la literatura española, el género que salió más malparado resultó ser el teatro del XVI. Gil Vicente es prohibido con casi todas sus obras; Encina, con Plácida y Victoriano; Torres Naharro, con dos comedias. Algunas de las mencionadas en el Indice de Valdés no se han podido identificar, pues se han perdido todos sus ejemplares; de otras queda uno, o dos, casi siempre fuera de España. La generación teatral más afectada fue la antecesora de Lope de Vega. Párrafo especial merecería el trato dado a La Celestina: publicada en 1499 fue afectada por la censura en el siglo XVI, se expurgaron unas cincuenta líneas en el Indice de 1632 y sería prohibida en 1793, pese a que no se había publicado en España desde 1634. La Cárcel de amor, publicada en 1492, no sería prohibida hasta el Indice de Zapata de 1632. ¿Cómo fue el trato inquisitorial a la poesía y la novela españolas? Algunos poemas o colecciones de ellos, como la glosa de B. Díaz, el romance del Conde Arnaldos, las Obras de Burlas del Cancionero General, la Peregrinación a Jerusalem, de P. M. Ximénez de Urrea, otros varios romances, todos han desaparecido en virtud de su prohibición o nunca pudieron ser editados. Otras prohibiciones afectan a cancioneros espirituales de dudosa ortodoxia. Sobresalen los numerosos expurgos decretados en el Indice del Inquisidor general Valladares, de 1707, de la obra poética de Quevedo, y asimismo los impuestos por el jesuita Pineda a Góngora. También algunas novelas prohibidas por la Inquisición han desaparecido. Otras, populares en su tiempo, dejaron de serlo antes del nuestro. La clave del anonimato de El Lazarillo quizá se encuentra en algún no-identificado expediente inquisitorial. El Lazarillo fue prohibido en 1559; cuando apareció en 1573 en edición expurgada, le faltaban varios capítulos. Y no volvió a ser editado completo hasta después del final de la Inquisición. Es posible que ello influyera en que la picaresca tardara cuarenta años en reaparecer con el Guzmán de Alfarache. En cualquier caso, es difícil encontrar una lógica en los criterios represivos del Santo Oficio. Los tan denostados libros de caballerías podían circular con bastante libertad. La misma amplitud de criterio denota la censura de las novelas picarescas (aunque fue expurgada la novela de Espinel sobre Marcos de Obregón). Cotejando las ediciones originales de la Propalladia de Torres Naharro con la edición expurgada de 1573 se observa que las modificaciones no afectaban a la sustancia... En cambio, Jorge de Montemayor encontró dificultades cuando intentó publicar su Cancionero Espiritual: le dijeron que no estaba preparado para escribir libros de espiritualidad y teología. Cervantes, a pesar de su indiscutible espíritu religioso, no se distinguió precisamente por su beatería, y sin embargo apenas hubo de sufrir molestias por parte de la Inquisición, que sólo puso reparos a un pasaje del Quijote en el que se dice que las obras de caridad son inútiles, idea ésta que se asociaba con alumbrados y protestantes. El control social de la literatura amena en el siglo XVI influyó poco en el desarrollo de ésta. La censura, sobre todo en el teatro, se hizo más severa a partir de 1600. Escritores de la altura de Quevedo y de Tirso tuvieron sus roces con la Inquisición. Particularmente vigilante fue ésta con el teatro "a lo divino" por su manipulación, un tanto frívola, de las figuras bíblicas. Así se censuró rigurosamente en 1658 Los tres portentos del cielo de Vélez de Guevara. El Indice de 1633 fue mucho más duro que el de 1612: se le añadieron muchos autores censurados, y ello por la incansable labor controladora del padre Juan de Pineda. Desde 1667 se publicaron los Indices con un rigor formal del que habían carecido: se intercalaban los Decretos específicos de cada tribunal, se adoptaba el orden alfabético, se precisaban las licencias para leer. En este Indice Quevedo aparece particularmente controlado. Se permite la Política de Dios, Govierno de Christo, impresa en Madrid en el año 1626 por la viuda de Alonso Martínez, y no otra impresión. El propio Quevedo pidió a la Inquisición que recogiera obras suyas cuya edición él alegaba no haber controlado. El Indice permite la publicación de algunas obras y precisa taxativamente: "Todos los demás libros, tratados impresos, y manuscritos, que corren a nombre de dicho autor, se prohíben, lo cual ha pedido por su particular petición, no reconociéndolos por propios".
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Un tema tan delicado como las inspecciones médicas periódicas que tenían que pasar las prostitutas para ejercer su profesión es tratado por Toulouse-Lautrec con la mayor naturalidad, reflejándose en la escena cierto poso de tristeza. Las mujeres levantan sus faldas para que, como todas las semanas, el doctor realice su revisión, sin estar exentas de cierta vergüenza. Si el diagnóstico era positivo - de enfermedad - debían ser internadas en las Hermanas de Saint-Lazare. Si ejercían a pesar del diagnóstico y se las descubría asumían una condena que oscilaba entre los tres meses y el año de prisión. La primera figura que contemplamos es Gabrielle la Danseuse, con la que el artista mantuvo relaciones aunque desconocemos de qué grado. De la otra mujer pelirroja desconocemos su identidad; tras ella vemos una poderosa espalda que correspondería a la madame. Toulouse-Lautrec basa su pintura en el dibujo, marcando sabiamente los trazos de las figuras. El color tendría para él un papel secundario, igual que la luz: ésta es la gran diferencia con la mayor parte de impresionistas y el punto de conexión con Degas. Por eso aplica el color con largas y rápidas pinceladas que otorgan un aspecto inacabado a la escena.
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Es una de las obras más misteriosas del autor. Para empezar, no está todavía clara documentalmente su atribución, ni la datación, que oscila entre 1629 y 1633. Con un colorido derivado de Tiziano, representa un tema de preclara estirpe clásica, el de la inspiración del poeta. En el centro de la escena aparece Apolo, dios de la música y la poesía, con su lira. A su lado la musa Calíope, a quien se atribuía el dominio de la poesía lírica. Con ellos, un par de amorcillos con coronas de laurel para coronar al poeta, a la derecha, absorto, esperando la inspiración, dispuesto para escribir. Se ha referido esta figura, tradicionalmente, al poeta Virgilio. Los libros que aparecen en el lienzo son, por el epígrafe que portan, la Ilíada, la Odisea y la Eneida. El significado de la obra es la igualdad de la poesía y la pintura, la igualdad de la invención de las imágenes y las palabras. La tela ha sido ampliada por los costados, desvirtuando la composición original, cuya serenidad debe más a las formas de los relieves griegos y romanos que a los efectos de la luz y el color, de estirpe veneciana. La figura de Apolo es decididamente rafaelesca.
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Al igual que en La inspiración del poeta, Poussin recrea un tema habitual entre los pintores del Renacimiento y el Barroco. Tradicionalmente recibía el título de "La inspiración de Anacreonte", en referencia al poeta lírico griego, fundador del género bucólico o pastoril. Sin embargo, esta atribución al personaje histórico ha sido desechada; en cualquier caso, la presencia de la musa Euterpe, musa de la flauta y, por extensión, de la poesía lírica, puede referirse a cualquier poeta en general. Como es habitual en la representación de este tema, Apolo inspira al poeta, al tiempo que éste es coronado con laurel por amorcillos.
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Desde finales de septiembre hasta las elecciones a Cortes Constituyentes de enero de 1869 la situación política pasó por dos fases sucesivas, que reflejaban el juego de las diferentes fuerzas políticas que habían participado en el derrocamiento de la dinastía. En un primer momento, el poder de hecho residió en las diversas juntas revolucionarias que colmaron el mapa español. Estas juntas se habían constituido de forma espontánea conduciendo la revolución, siendo la más importante la Junta Superior Revolucionaría, elegida en Madrid el 5 de octubre, por sufragio universal. En las juntas solía dominar cualitativamente el elemento demócrata, imponiendo su discurso político. En sus manifiestos y proclamas, casi todas ellas coincidieron en unos puntos básicos muy próximos al ideario demócrata: sufragio universal, libertad de imprenta, supresión de los derechos de puertas, libertad de cultos, libertad de industria y comercio, contribución única, abolición de las quintas, etcétera... El 9 de octubre la Gaceta de Madrid publicó la Declaración de Derechos elaborada por la Junta Superior Revolucionaria, que insistía en los principios expresados y que ha sido considerada como la pieza teórica que impregnó la filosofía política del Sexenio democrático. El 8 de octubre se constituyó el primer Gobierno provisional, presidido por el general Serrano, y compuesto por miembros de los partidos progresista y unionista, con los demócratas al margen: Sagasta, Gobernación; Prim, Guerra; Romero Ortiz, Estado; Topete, Marina; Figuerola, Hacienda; Ruiz Zorrilla, Fomento, y López de Ayala, Ultramar. Hasta el día 21 coexistieron dos poderes, el de las juntas y el del Gobierno provisional, situación política inaceptable, finalmente resuelta, previas negociaciones, por el decreto gubernamental de disolución de las juntas. La revolución marchaba hacia su estabilidad legal. Aunque los demócratas no estuvieran representados en el Gobierno, éste hizo suya la mayoría de las formulaciones doctrinales de aquéllos. Puede decirse que en el plano político la actividad gubernamental estuvo dirigida a plasmar, en sendos decretos, los principios básicos del liberalismo democrático, desde la libertad de asociación hasta la libertad de imprenta. Todo ello culminó el 9 de noviembre, cuando Sagasta estableció por decreto el ejercicio del sufragio universal, sólo reservado a las personas de sexo masculino mayores de 25 años, y fijó la circunscripción como célula electoral frente al distrito unipersonal, propio del régimen político de los moderados. El clima de libertades se hacía cada vez más extenso e intenso, abarcando todo tipo de materias, sin que ello dejara de producir conflictos. El más significativo, en estos comienzos, lo fue con la jerarquía eclesiástica, una vez que el Gobierno hizo suyo el principio de libertad de cultos. El 12 de octubre se publicó el decreto sobre la disolución de la Compañía de Jesús, acompañada de la expulsión de sus miembros y de la incautación de sus bienes. Otro decreto, de 19 de octubre, estableció la extinción de conventos y casas de religiosas. Todavía exacerbó más los ánimos el decreto de 6 de diciembre, derogando el fuero eclesiástico. Este recorte de los poderes de la Iglesia se convirtió a la larga en un grave condicionante de toda la dinámica política del Sexenio. Sólo una cuestión básica quedó por defínir de forma explícita en la política del Gobierno provisional: la forma que debía tomar el Estado. El debate monarquía o república estaba servido. Un asunto que había originado algunas fricciones en el seno de las juntas revolucionarias, y que acabó por bifurcar organizativamente al partido demócrata, rompiéndose lo que, hasta entonces, había sido difícil coexistencia en el interior del partido entre las dos corrientes. A mediados de octubre nació el partido republicano federal. Por su parte, el Gobierno provisional se expresó claramente a favor de la solución monárquica en el Manifiesto gubernamental del 25 de octubre. En los mismos términos insistía el Manifiesto de la conjunción monárquico-democrática, de 12 de noviembre de 1868, firmado por los notables de los progresistas, la Unión Liberal y los demócratas. Se matiza la defensa de una forma monárquica, subordinada a la soberanía nacional: "Nuestra monarquía, la monarquía que vamos a votar, es la que nace del derecho del pueblo; la que consagra el sufragio universal; la que simboliza la soberanía de la nación; la que consolida y lleva consigo todas las libertades públicas; la que personifica, en fin, los derechos del ciudadano, superiores a todas las instituciones y a todos los poderes. Es la monarquía que destruye radicalmente el derecho divino y la supremacía de la familia sobre la nación; la monarquía rodeada de instituciones democráticas; la monarquía popular". Si en Madrid el primer debate entre monarquía y república no pasó del plano de las formulaciones teóricas y de la divulgación a través de la prensa y de reuniones, en otras regiones españolas se alcanzaron cotas de mayor enfrentamiento, rompiéndose la unidad del bloque revolucionario. Sobre todo en Andalucía, donde el término república era percibido frecuentemente como sinónimo de transformación de las estructuras de propiedad de la tierra. En un ambiente caldeado por la disolución de la juntas y el desarme de los "voluntarios de la libertad", cuerpo armado civil de los orígenes de la revolución, el 6 de diciembre una sublevación prorrepublicana estalló en Cádiz, hasta el día 13, en que, tras violentos combates, las fuerzas al mando del general Caballero de Rodas restablecieron la situación. El 31 le tocó a Málaga, a la par que estallaban pequeños conatos en Sevilla y Jerez. El 8 de enero el mismo general entró en Málaga.
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La fórmula "rex in regno suo est imperator", creada por los juristas franceses de la segunda mitad del siglo XIII, simboliza el ocaso de la institución imperial como foco de poder efectivo sobre el Occidente europeo. Pese a la pervivencia del ideal imperial en la mentalidad de la sociedad política bajomedieval, no cabe duda de que sus contenidos habían quedado un tanto vacíos hacia el año 1300, por mor del imparable ascenso de las monarquías nacionales. En palabras de B. Guenee, "el Imperio universal vivía aún de "iure", (aunque) nadie dudaba, a principios del XIV, de que (ya) no existía de ipso". La autoridad imperial no sólo llegó a ser discutida como potestad universal (Italia), sino que además tuvo que sortear todo tipo de obstáculos en su propio seno, el reino de Alemania. El emperador carecía prácticamente de recursos propios, sobre todo si éstos son comparados con los poseídos por los príncipes germanos. Dichas limitaciones materiales hacían del todo ineficaz su gobierno mas allá de sus propios dominios patrimoniales. A pesar de su fracaso como autoridad real, la institución imperial sirvió como instrumento canalizador de la conciencia nacional germana. Tratadistas como Alejandro de Roes a finales del siglo XIII o, en mayor medida, Lupold de Bebenburgo a lo largo del primer tercio del XIV difundieron la imagen de un Imperio estrictamente alemán, en el que el rey de Germania ejercería las veces de un emperador en su reino, a la manera de los monarcas franceses, ingleses o castellanos. Para ello era imprescindible un programa de reformas. Desde la declaración de intenciones de Carlos IV (1356) hasta la llamada "Reforma del rey Federico" (1442), numerosos teóricos abordaron la cuestión con entusiasmo, como por ejemplo el anónimo autor de la "Reformatio Sigismundi", opúsculo que aboga por un cambio en el plano político y religioso. Todos los esfuerzos reformadores desembocaron en la vana tentativa del emperador Maximiliano I durante la transición de la Edad Media a la Edad Moderna.
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El 26 de febrero de 1875 se renovó de nuevo la "cuestión universitaria". Las disposiciones de esa fecha establecieron la obligatoriedad de que el Ministerio aprobara los libros de texto y los programas de las asignaturas, tanto en las Universidades como en los Institutos de Bachillerato. Además, se envió una circular a los rectores para que nada en las clases ni en los manuales menoscabara el dogma católico, la sana moral ni la Monarquía. De este modo, se atacaba de nuevo la libertad de cátedra. El 5 de marzo protestaron contra estas medidas dos catedráticos de la Universidad de Santiago, que fueron inmediatamente separados y dados de baja en el escalafón. El 25 y 31 del mismo mes se manifestaron también en contra Giner, Salmerón y Azcárate, que además de padecer las consecuencias académicas ya citadas, fueron confinados por negarse a rectificar. En total se dieron 37 protestas, de catedráticos de Instituto y de Universidad. Este es el acontecimiento que puso en marcha la fundación de la Institución Libre de Enseñanza, ocurrida el año 1876 y llevada a cabo por los tres profesores destituidos ya mencionados y algunos otros intelectuales o políticos liberales. En principio quisieron organizar una Universidad privada, pero careciendo de recursos humanos y materiales para ello, pasaron de la idea inicial a otra más modesta, la fundación de un colegio. De cualquiera manera, dado el control que el Estado ejercía en la Educación Superior, se hacía imposible la creación de una auténtica Universidad. A lo máximo que hubieran podido aspirar los promotores hubiera sido a un centro que preparara a los alumnos para realizar los exámenes oficiales en la Universidad oficial. Y no era esto, ni mucho menos, lo que pretendían. Gráfico El alma de la Institución Libre de Enseñanza fue Francisco Giner de los Ríos. Vivió la Revolución del 68 en plena juventud (tenía 29 años) y concibió esperanzas para el futuro de España en aquella generación. Pero su decepción fue grande al comprobar que repetían los errores de quienes habían sido derrocados. Por eso perdió para siempre la fe en las revoluciones y sacó la consecuencia de que sólo la educación era capaz de reformar España. En ello puso su ímpetu a partir de aquel momento, en la formación de una nueva generación de hombres, convencido de que la suya, la de la Revolución del 68, había fracasado por la pésima formación recibida. Según uno de sus más fieles seguidores, José Castillejo, secretario general de la Junta para Ampliación de Estudios, el programa de la Institución Libre de Enseñanza se centró desde el principio en el adiestramiento del carácter y en la educación moral. Se trataba de formar la personalidad individual para contrarrestar las ideologías de la igualdad y la veneración por la masa que ya empezaban a hacerse sentir en el último tercio del XIX; su ideal era la tolerancia y la equidad; los buenos modales se entendían como una combinación de libertad, dignidad y gracia, y eran percibidos por Giner como una forma esencial de intercambio social y respeto mutuo. La educación así entendida aspiraba a la aristocracia del espíritu. En religión, la idea de Giner era formar mentes elevadas pero con independencia de los dogmas de un credo particular. La figura humana cultivada por la Institución Libre de Enseñanza era la de hombres con vocación docente, investigadores, puritanos, europeístas, pulcros en el vestir, de buenas maneras, enemigos de la violencia, pero muy radicales ideológicamente. Se trataba de un sistema educativo reformador sostenido por la neutralidad religiosa militante. La influencia de la Institución pronto superó el ámbito de su mera condición de escuela privada. Por una parte, en 1882 Giner fue repuesto en su cátedra. Desde allí, a través de los cursos de doctorado, su magisterio logró una amplia difusión y la formación de un nutrido grupo de discípulos que irradiaron las ideas institucionistas por las Universidades de España. Por otra parte, los alumnos, antiguos alumnos y familiares de la Institución formaron enseguida una especie de 'comunidad espiritual' sin la cual no se podría entender cabalmente la incidencia social de los reformadores. El ideal de hombre educado lo vio personificado Giner en el gentleman inglés. Conoció Eton y Oxford y se sintió irremediablemente atraído por esas costumbres y ese estilo: personalidad cultivada, ejercicio físico, buenas maneras y educación social, tolerancia, espíritu y libertad. Poco tenía que ver todo ello con las características de la educación española en sus diversos niveles, especialmente el universitario. A Giner y a los hombres de la Institución les preocupaban muchos aspectos de la enseñanza superior. Castillejo los enumeró al describir la situación de la Universidad española entre finales del XIX y principios del XX: unos centros sin investigación y con falta absoluta de medios indispensables como libros, laboratorios o salas de reunión; con un cuerpo docente cuya enseñanza se resumía en dar conferencias y con unos alumnos que estudiaban más de la mitad de ellos por enseñanza libre, lo cual se traducía en atracones para realizar los exámenes y lograr así terminar la carrera en un tiempo reducido. Ni Residencias, ni Colegios Mayores, ni vida corporativa de ningún tipo. Los que iban a clase deambulaban por las calles entre conferencia y conferencia, haciendo el lugar intransitable. El propio Giner describió al estudiante español con los siguiente rasgos: jóvenes que hacían mucha vida de teatro, de café, de casino; que iban mucho a los toros pero casi desconocían el ejercicio físico, las excursiones o las salidas al campo; que leían poco y casi sólo periódicos; y que sufrían un sucio hospedaje y recibían una mala bazofia soportados en parte por sobriedad y en parte por atraso. Digamos que la situación era tal que nada aportaba frecuentar las aulas como alumno oficial. El título era un paso necesario para ingresar en un ámbito profesional de cierto nivel (cuerpos del estado fundamentalmente, abogacía, ejercicio de la medicina...), pero se podía conseguir estudiando por libre determinados manuales, y en menos tiempo. A pesar de sus reticencias hacia todo lo estatal, la Institución Libre de Enseñanza nunca fue ajena por completo a la influencia en las esferas oficiales. Como siempre, dependía de quien detentara el poder. Los gobiernos liberales, desde 1881, fueron habitualmente permeables a sus sugerencias. Ya en aquellas fechas dos destacados institucionistas, los profesores de la Universidad de Oviedo, Aniceto Sela y Rafael Altamira, propusieron algunas reformas que entonces parecieron no cuajar, pero que al cabo del tiempo se concretaron en la Junta para Ampliación de Estudios y en las becas a jóvenes profesores para formarse en el extranjero. En 1900, con la creación del Ministerio de Instrucción Pública (hasta entonces los asuntos educativos dependían de Fomento) las ideas de la Institución comenzaron a influir de manera más decisiva en la organización de la vida universitaria. Estos años puente entre el siglo XIX y el siglo XX se convirtieron en el momento de empuje decisivo de las ideas de la Institución Libre de Enseñanza. Pese a las reticencias de Giner hacia todo lo estatal, sus seguidores asumieron y lideraron un proceso de renovación dirigido por una minoría y desde el aparato administrativo del Estado. Se situó la Institución en aquellos momentos en el centro decisivo de la política educativa nacional con un programa pedagógico e ideológico claro. Los fundamentos de sus reformas estaban presididos por la libertad de cátedra y la libertad de conciencia. Los medios consistieron en una reorganización administrativa de la educación de corte laicista. Así, a partir de 1907, empezaron a surgir organismos desde el aparato administrativo del Estado pero dejados en buena medida a la dirección de la Institución Libre de Enseñanza: en 1907 la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas; en 1909 la Escuela Superior del Magisterio; en 1910 la Residencia de Estudiantes; en 1911 la Dirección General de Enseñanza Primaria; en 1915 la Residencia de Señoritas; y en 1918 el Instituto-Escuela. El hecho de surgir de las estructuras administrativas del Estado aseguraba su dotación económica (aunque en España los presupuestos para educación nunca han gozado de exceso de recursos). Por otra parte, al ser su dirección ajena en buena parte a este mismo Estado, se aseguraba la eficacia de la orientación pedagógica renovadora, laicista y de neutralidad religiosa.
contexto
Además de la reforma sindical, el Gobierno de 1965 emprendió tres medidas institucionalizadoras fundamentales como la Ley de Prensa, la Ley Orgánica del Estado y la definición de un sucesor a la jefatura del Estado. La reforma de la normativa de prensa habría de tener unas consecuencias decisivas en la transformación de la cultura política de los españoles. Con la nueva Ley se ponía fin a una etapa de prensa orientada, rígida y bajo unas normas excesivas de censura. Aunque Manuel Fraga anuncie desde el comienzo de su gestión la reforma, la realidad fue que tuvo que ser elaborado un rosario de borradores debido a las prevenciones hacia la libertad de prensa de Franco y de buena parte de la clase política del régimen. Como resultado de ello, la Ley de prensa de 1966 contemplaba innumerables cautelas. Se consideraba como delito todo lo que atentase no sólo contra el jefe del Estado sino contra los vagos principio del Movimiento o la moralidad social. El Estado controlaba la difusión de las noticia del extranjero a través de la Agencia EFE, podía secuestrar preventivamente una publicación o recurrir a las sanciones administrativas. La libertad de expresión quedaba encorsetada bajo la invocación de la verdad, la moralidad o el respeto a las personas y las instituciones. Por si fueran pocas estas limitaciones, la posterior modificación del Código Penal y la Ley de secretos oficiales de 1968 habrían de restringir todavía más la posibilidad de una libre expresión de ideas. La realidad fue que la propia normativa de la Ley condujo a una multiplicación de expedientes seguidos de multas entre 1968 y 1969. Durante lo que restaba de dictadura el Ministerio de Información abriría hasta 210 expedientes de los que 61 terminaron en sanción. Además, el Gobierno podía cambiar la titularidad y orientación política de un diario mediante el simple procedimiento de modificar la inscripción en el registro. Los incidentes más sonados fueron el cambio de titularidad de diarios nacionales como El Alcázar y el cierre, seguido de voladura, del diario Madrid. La proliferación de choques entre la prensa y el Gobierno condujo a una espiral sancionadora con la que Fraga pretendía acallar las críticas de sus adversarios en el seno del Régimen. El mero hecho de que la acción de gobierno fuera discutida en la prensa era objeto de reacción adversa entre la mayoría del equipo ministerial. Para el tecnócrata Laureano López Rodó no se podía admitir que el Gobierno se sentara continuamente en el banquillo de los acusados. A pesar de estas limitaciones y de la reacción adversa de la mayoría de la clase política franquista, la reforma de la prensa permitió la multiplicación del número de publicaciones (hasta ocho nuevos diarios). El hecho más positivo consistió en que la prensa fue jugando el rol de tribuna de papel que permitió la difusión de unas elementales normas de convivencia democrática. La otra medida institucionalizadora importante, la Ley Orgánica del Estado, aprobada mediante referéndum nacional en diciembre de 1966, respondía a un proyecto de Carrero de 1958 alternativo a los planes de Arrese. Sin embargo, el proyecto no volvió a ponerse sobre el tapete hasta finales de 1964. Otros ministros y diplomáticos como Fraga, Silva Muñoz o Garrigues elaboraron proyectos constitucionales propios pero finalmente fue el del almirante el que habría de prevalecer. Las habituales largas dilatorias de Franco se encontraron con una unánime presión del Consejo de Ministros en abril de 1965. En realidad, Franco estaba de acuerdo con la confirmación de la condición monárquica del régimen pero no acababa de decidirse por el papel que tenía que jugar en el futuro el partido único. Al final, el Gobierno terminó descartando los proyectos que regulaban de manera precisa la organización del Movimiento o la tentativa del mismo de asegurarse una parcela autónoma de poder. En este sentido, el ministro-secretario general del Movimiento sería designado directamente por el jefe del Estado y del Gobierno y no mediante una terna elegida por el Consejo Nacional del Movimiento. El criterio del segundo en la sombra del Régimen, el almirante Carrero, terminó imponiéndose sobre el del propio vicepresidente del Gobierno, el ministro del Movimiento o el ministro de Marina, almirante Nieto Antúnez. La Ley Orgánica del Estado (LOE) definía una especie de monarquía limitada por las doctrinas e instituciones de un Movimiento Nacional que pasaba a considerarse más comunión de todos los españoles que una organización de partido único. Por otro lado, la LOE mantenía la representación corporativa mediante las familias, el municipio y los sindicatos frente al sufragio universal con pervivencia del Movimiento defendido por Manuel Fraga. No obstante, la introducción de elecciones directas para procuradores familiares conllevaba cierta atención a la opinión pública. Se elegían dos procuradores por provincia, sin tener en cuenta el tamaño de la población y sin que existieran asociaciones políticas que encauzasen el voto. Además, la posibilidad de que existiera un grupo crítico de procuradores familiares en las Cortes fue enseguida cortocircuitada por el Ministerio de Gobernación. A partir de 1967, el desarrollo de los enunciados de la LOE habría de enconar aún más los ánimos en el seno del Consejo de Ministros. Para un sector de la clase política del régimen y de la oposición moderada, las nuevas leyes que desarrollaban la LOE fueron un verdadero jarro de agua fría. En enero de 1967, Carrero presentó borradores de disposiciones sobre representación familiar, Sindicatos y Movimiento. La aprobación en mayo de 1967 de la Ley Orgánica del Movimiento y del Consejo Nacional parecía un retorno a los esquemas de organización del partido único frente a la denominación de comunión política de todos los españoles. Esta Ley fue considerada un retroceso no sólo por el sector tecnócrata, liderado por López Rodó, sino por Silva Muñoz o Fraga. A partir de entonces, las discrepancias en el seno del Consejo de Ministros no hicieron sino acentuarse. De poco sirvió la sustitución de Muñoz Grandes en la Vicepresidencia del Gobierno, pues Solís intentó a través de la reforma sindical y de las asociaciones lo que no había conseguido con la reforma del Movimiento: el mantenimiento de un reducto falangista de poder ajeno al Gobierno y a las expectativas de la Sucesión. A la altura del verano de 1968, el almirante Carrero planteaba a Franco la necesidad de un reajuste del Gobierno que sustituyera a sus principales adversarios.
contexto
En los días finales del mes de julio de 1944, el Ejército Rojo había ya alcanzado los arrabales orientales de la capital polaca. Pero la inesperada resistencia opuesta por los alemanes había detenido su avance a partir del día ocho de agosto. A partir de entonces, los soviéticos, aun dejando establecidas varias cabezas de puentes, se verían obligados a efectuar una serie de repliegues en todos las frentes situados en territorio polaco. Para entonces, el ejército clandestino en el interior del país, comandado por el general Komorovski y controlado por el gobierno emigrado de Londres, decidió comenzar la insurrección de la ciudad en contra de sus ocupantes. Este Ejército Nacional -Armja Krajowa o AK- tenia a su vez oponente en el seno de la resistencia en las formaciones de izquierda moderada, de extrema derecha y sobre todo los comunistas apoyados por Moscú. Todos ellos se disputaban el protagonismo en la lucha resistente así como las mayores ventajas posibles en la inmediata postguerra que ya se anunciaba, Así, para adelantarse a cualquier otra acción dirigida en este sentido, fue por la que Komorovsky, tras haber consultado a los jefes de todas los demás grupos y obtenido su respuesta afirmativa, lanzó una proclama el día 31 de julio. En ella afirmaba: "¡Soldados de la capital! Hoy he dictado la orden que todos esperabais, la orden de combatir abiertamente contra el invasor alemán. Después de casi cinco años de obligada lucha clandestina, hoy tomamos las armas al descubierto ...." El AK contaba con unos efectivos humanos superiores en número a los 30.000 hombres, y el Gobierno emigrado había ordenado que se mantuviese a la espera de la entrada de los soviéticos, pero siempre bajo las órdenes emanadas de su sede londinense. Sin embargo, cuando pareció que la entrada de éstos era inminente, todos los sectores de la resistencia pretendieron un protagonismo en los hechos que se anunciaban. Sin embargo, quedarían sorprendidos ante la rapidez con que el general decidía el inicio del movimiento insurreccional. Los polacos de Londres también consideraban ahora que, una vez puestos los alemanes en situación de retirada debido al empuje del Ejército Rojo, a las fuerzas nacionales no les resultaría difícil aplastarlos de forma definitiva. Esta acción combinada, que debería suponer la ocupación de los puestos de policía y gendarmería así como otros centros vitales, tenía dos finalidades complementarias. Por una parte, impulsar el avance soviético con dirección a Berlín; por otra, disponer en el momento de la liberación de unas estructuras de poder en funcionamiento y controladoras de la situación. El Ejército Nacional estaba, por su parte, decidido a impedir la presencia de los comunistas en el gobierno que surgiese de la liberación. Sus mandos eran los restos de la oficialidad que se había visto masacrada tras el reparto del país en 1939. Sus sentimientos eran, por lo tanto, tan antialemanes como antisoviéticos, algo que al mismo tiempo reflejaba la mentalidad de la inmensa mayoría de los polacos. Un hecho de fundamental importancia entonces era el constituido por la existencia de un autodenominado Comité Polaco de Liberación Nacional situado en la ciudad de Lublin, ya libre de la presencia germana. Este Comité era una amalgama de personajes dominada por los comunistas y reconocido de forma oficial por Moscú. Había hecho ya público su futuro programa de gobierno, en el que destacaban de manera especial los proyectos de instauración de una república popular estrechamente ligada a las decisiones del Kremlin. Los polacos de Londres en ningún momento habían admitido la legalidad del grupo de Lublin, al que acusaban de haber usurpado una soberanía nacional en la que se consideraban exclusivos depositarios. Así, las razones políticas acabarían imponiéndose de forma indebida sobre las de índole militar, una vez demostrada la voluntad de resistir a toda costa en Varsovia. La rebelión tampoco contaba con la aprobación de Churchill que, a pesar de sus profundos recelos con respecto a Stalin, se oponía a toda acción realizada de forma autónoma en el frente del Este. Sin embargo, la rapidez con que los sublevados ocuparon grandes áreas de la ciudad en las primeras horas del levantamiento pudo hacer pensar por un momento en una posibilidad de éxito. Haciendo un recuento de las fuerzas en presencia, el ejército clandestino se encontraba en una manifiesta situación de inferioridad al contar con un arsenal armamentístico integrado por los siguientes elementos: 1.000 carabinas, 300 ametralladoras, 60 metralletas, 7 fusiles ametralladores, 35 armas anticarro, 1.700 pistolas y 25.000 bombas de mano. De hecho, solamente unas dos mil sublevados contaba con munición suficiente para dos jornadas de lucha. Carecían, sobre todo, de artillería pesada y antiaérea. Por su parte, las fuerzas alemanas, puestas ya en estado de alerta, estaban constituidas por 16.000 elementos muy preparados -soldados, gendarmes, SS y miembros de la Gestapo-. 1.700 soldados de la Luftwaffe protegían los dos aeródromos existentes; los puentes sobre el Vístula estaban vigilados por 300 zapadores y, finalmente, parte de la división acorazada Hermann Göring se encontraba estacionada en los arrabales de la ciudad. La observación de las dos diferentes y consecutivas fases de que constó la lucha es de por si suficientemente ilustrativa acerca del carácter de ésta. La primera de ellas abarca los días que median entre el uno y el cuatro de agosto, y su carácter es ofensivo y dirigido a la obtención de la mayor cantidad de espacio y puntos clave. La segunda, que llega hasta el fin de la lucha, el dos de octubre, estuvo determinada por la reacción alemana y supuso un progresivo empeoramiento para las posiciones polacas. Los polacos ocuparon inicialmente el centro de la ciudad y muchos de sus barrios. Sin embargo, no consiguieron desplazar a los alemanes de puntos tan fundamentales como aeropuertos, puentes, emisoras de radio, la central telefónica, la comisaría principal de policía, los cuarteles y prisiones, además de las más importantes estaciones ferroviarias. En el barrio de Wola, los blindados de la división Hermann Göring recorrían las calles llevando ante sí a ciudadanos polacos que servían como escudo ante posibles ataques por parte de los insurgentes. De forma paralela, la Luftwaffe comenzaba su acción de vigilancia y bombardeo sistemático de iglesias, hospitales, colegios y otros lugares que servían de refugio a la población civil. El día cuatro de agosto, pues, la situación se invierte de forma irreversible. Cesa por completo la resistencia de los barrios situados en la orilla derecha del Vístula. Mientras, en el centro de la ciudad, los resistentes se encuentran en franca situación de retirada, a pesar de la colocación de barricadas y otros medios de defensa inmediata pero rudimentaria. Ello va a ocasionar la muerte de decenas de millares de inocentes y la destrucción de la ciudad. Al comprobar esta actitud de los varsovianos, los alemanes se entregan a una serie de actos de gran violencia en su contra. Así, tanto los soldados comunes como los SS, y, sobre todo, las bandas de forajidos y prisioneros rusos que la Wehrmacht utilizaba como fuerzas de choque cometen todo tipo de tropelías sobre una población indefensa. El mismo Guderian, que se encontraba presente en aquella ocasión, solicitaría de Hitler la detención de tales actos. Sin embargo, el Führer no accedería a esta petición, y la oleada de violencia prosiguió con absoluta impunidad. El barrio de Wola sería de los más castigados por la represión. En él, entre lo días cinco y siete de agosto, además de los insurgentes muertos en el combate, serían ejecutados más de cuarenta mil personas. Himmler ya ha ordenado a sus tropas SS su modo de actuación con la siguiente frase: "Hay que matar a todos los habitantes. No se debe tomar prisionero alguno. Varsovia debe ser arrasada hasta sus cimientos, creando así un ejemplo para intimidar a toda Europa". En la Ciudad Vieja, corazón tradicional de la capital, los insurrectos se atrincherarían durante las últimas semanas de lucha. La práctica totalidad de los edificios que la integran será entonces destruida por medio de grandes morteros y cañones, así como de carros explosivos. Ante la imposibilidad de resistir, los supervivientes tratarán de huir por las cloacas. Pero la mayor parte de ellos moriría ahogada, asfixiada o quemada viva por su enemigo. Tras la rendición final de este reducto, más de 35.000 habitantes de la ciudad serán hechos prisioneros, de ellos unos 7.800 gravemente heridos. Llegado el día nueve de septiembre, los alemanes proponen condiciones para el cese de la lucha, pero para entonces comienza a llegar a los insurrectos una reducida y esporádica ayuda enviada por los aliados. Nuevamente los combates se reincidirían, convirtiéndose la situación en una desigual matanza sin fin. Mientras, las tropas soviéticas se encuentran estacionadas al otro lado del río sin intervenir en modo alguno. Sin embargo, el 15 de diciembre un batallón del Ejército Rojo atraviesa el cauce y se pone en contacto con los resistentes. Durante poco tiempo luchan juntos con una buena coordinación, pero deberán retirarse ante la reacción alemana, llevándose consigo algunos heridos. El día 30 de septiembre, la radio de Londres notifica el nombramiento del general Komorowski como comandante en jefe de la Fuerzas Armadas Polacas de Occidente. Este anunciará el dos de octubre la capitulación ante los alemanes, ante la desesperada situación en que se encuentran sus fuerzas. Los resultados finales de la lucha presentan cifras pavorosas para el bando polaco: en la ciudad han perecido más de 150.000 personas. 50.000 morirán posteriormente en los campos de exterminio, y una cifra tres veces superior sería deportada al Reich. Los alemanes por su parte, tuvieron unas pérdidas situadas alrededor de los 17.000 muertos y 9.000 heridos. Más de la cuarta parte de los edificios de Varsovia sería destruida, ya que tras la rendición se llevaría a efecto una sistemática operación de derribo y voladura de los mismos. Ello obligaría a que más de 350.000 de sus habitantes la abandonasen de manera forzosa. El episodio insurreccional abrió ya en sus mismos momentos de actividad una áspera polémica acerca de la actitud adoptada por los soviéticos con respecto a una posible intervención en favor de los sublevados. El mismo Churchill acusaría directamente a Stalin de haber permitido de forma deliberada que el ejército polaco democrático fuese aplastado por los alemanes. De esta forma se evitaba efectuar el trabajo de aniquilación que indudablemente tenía previsto. Un ejército polaco que contase con el apoyo occidental constituía un escollo en sus planes dirigidos a un inmediato y absoluto control del país. Sin embargo, su supresión realizada de forma abierta le hubiera indispuesto con sus todavía aliados. Por su parte, la versión oficial soviética queda resumida cuando justifica su actuación calificando de temeraria y precipitada la insurrección. Al mismo tiempo, según esta postura, el Ejército Rojo no tenía previsto entrar en Varsovia de forma inmediata sino rodearla en una maniobra de tenaza. Con respecto a las cifras de combatientes y víctimas de los hechos, existe entre los especialistas una cierta disparidad de opiniones. E. Bauer, en su Historia controvertida de la Segunda Guerra Mundial (Madrid, Rialp, 1967), sitúa en unos 40.000 el número de insurrectos y en 22.000 el total aproximado de víctimas -muertos y heridos-. Por su parte, Arrigo Petacco, en su obra La Segunda Guerra Mundial, Madrid, Sarpe, 1978, cifra en un número próximo a las 30.000 personas el contingente sublevado y coincide con al Enciclopedia Británica en el total aproximado de muertos debido al episodio -incluyendo las víctimas civiles- que se hallaría entre los 150 y los 180.000. Finalmente, el historiador Carlos A. Caranci aporta las cifras de 20.000 combatientes, y 10.000 muertos y 7.000 heridos.
contexto
El número de mujeres trabajadoras desde los años de la Transición ha conocido un aumento de envergadura. En 1977 había 3,9 millones de mujeres que trabajaban, en 1982 algo más de 4 millones y en 1999 eran 6,5 millones. La fuerte incorporación al mercado de trabajo ha contribuido decisivamente a transformar la realidad de España, del mismo modo que lo ha hecho en el resto de los países industrializados. Además ha transformado la realidad de las propias mujeres, la de los hombres y la de las familias. En este proceso se han producido luces y sombras, aunque aquellas prevalecen sobre los aspectos negativos que puedan encontrarse. En el momento actual, en el año 2009 y desde hace ya un par de décadas, las mujeres no conciben su realización personal sin incluir su realización profesional. Las pautas de comportamiento también se han modificado: la mujer no abandona su carrera profesional por el hecho de casarse o de tener hijos. Ello conlleva el descenso de la tasa de fecundidad que, en los últimos 20 años, no llega en España a la necesaria para mantener el tamaño de la población, que se sitúa en el 2,1. Los cambios son profundos y evidentes, pero todavía existen y son palpables las desigualdades entre varones y mujeres: la segregación ocupacional ha aumentado, la brecha salarial es elevada, su carrera profesional a veces está limitada por empleos temporales, las tareas domésticas las sigue realizando fundamentalmente las mujeres que llevan una doble jornada de trabajo, etc. El deseo que la sociedad tenía de cambio hizo que el proceso de incorporación de la mujer a la vida pública, así como todos los que se produjeron a la muerte de Franco, se acelerase y provocara ciertas dificultades de asimilación. Ellas se incorporaron al trabajo remunerado en condiciones más desfavorables que los hombres pues el aumento del paro ha sido una de las características de la vida española desde la democracia. Se ha afirmado que su incorporación masiva tuvo mucho que ver en ello, pues hizo que aumentase el número de la población activa. Se trata, sin embargo, de una afirmación simplista ya que el paro puede crecer bien porque aumenta la población activa más que la demanda de trabajo, bien porque disminuye la demanda de trabajo y la oferta de mano de obra no desciende. La demanda de trabajo depende de las necesidades de mano de obra de la producción, por lo que está ligada a la evolución de la actividad económica. A las fluctuaciones que se producen entre la producción y el empleo se les denomina ciclo económico. En el ciclo económico 1970-1990, en el que entra este estudio, en 1999 había 10 millones de hombre activos, lo que significa un incremento inferior al 10%. El de mujeres era ya casi de 6,5 millones, es decir, que había aumentado en más de un 60%. El paro fue relativo a esas cifras: en términos absolutos fue mayor en la mujer, pero se hace proporcional al aumento rápido de su incorporación como población activa. El problema se encuentra en que su ingreso en el mercado laboral fue más traumático, por encontrarse en un momento de recesión, estando sujeto en muchas ocasiones a contratos laborales parciales. Si, por otro lado, se considera que la demanda de trabajo se mueve por las necesidades de mano de obra en la producción, la creación de empleo es independiente del aumento de su oferta. Los nuevos empleos que se creen se repartirán indistintamente entre varones y mujeres dependiendo de la capacidad competitiva de cada cual. El incremento de la actividad laboral femenina no ha sido homogéneo. Hay diferencias por edades. Desde mediados de los 80, las mujeres entre 25 a 49 años son las que más se han incorporado y sin embargo las más jóvenes alargan la formación educativa ante la falta de perspectivas laborales. Se da una creciente participación de las mujeres casadas y un aumento de la soltería entre las mujeres jóvenes. Éstas tienen un peso creciente en la sociedad y presentan mayor actividad que las mujeres casadas. Sin embargo, el comportamiento de la mujer en relación con su actividad laboral va cambiando, pues cada vez se cristaliza más que no lo abandone al contraer matrimonio o al tener hijos. Lo que resulta interesante e innegable es que las tasas de actividad van aumentado de una generación a otra y que las pautas de comportamiento de las mujeres con respecto a la actividad en su ciclo vital han variado considerablemente. Gráfico Entre hombres y mujeres existen diferencias en la actividad laboral durante toda la época de la Transición. En relación con la edad, en los años 80 la tasa de hombres activos encontraba su máximo entre los 30-34 años de edad. En las mujeres descendía a 30 años. Ello puede explicarse por el hecho de la maternidad pues, en esa misma fecha y según datos de la EPA, el 49,5% de las mujeres trabajadoras eran solteras. Otra apunta al nivel educativo alcanzado por la mujer. Mientras todavía existía una notable en el número de licenciados superiores - el 3,7% de la población masculina de más de 16 años, frente al 1,6% de la femenina- las condiciones de acceso laboral fueron diferentes. Finalmente podemos señalar que, aunque la integración laboral de la mujer española fue importante, con una tasa de actividad del 33% en 1992, aún le quedaba un camino para llegar al 44% de la media de la UE.