Otro tipo de prescripción alimentaria es la prohibición extendida de consumir alcohol. A juicio de la estudiosa Dolors Bramón, son muchas las referencias en el Corán que aluden al vino (hamr), exponiendo un abanico de posturas que van desde la aprobación hasta la reprobación, aunque se prohíbe explícitamente. Posiblemente la prohibición del consumo de vino se deba al califa Umar, considerando vino a toda bebida procedente de la uva, los dátiles, la miel de abeja, el trigo y la cebada. Se trataba, en general, de prohibir la ingestión de toda bebida que nublara los sentidos y desviara al fiel del camino marcado por el Corán. Para algunas escuelas jurídicas, como la hanafí, la prohibición es más afinada, por cuanto distinguen entre el vino de la uva, bebidas diversas (sarab) y licores (nabid), aunque no prohíben las dos últimas categorías. La razón aludida para la prohibición -el alcohol disipa el espíritu de los fieles- hace que ésta se extienda hacia otros productos, como drogas, estupefacientes. En nuestra época, la prohibición de beber alcohol y comer carne de cerdo, probablemente las dos restricciones alimentarias más conocidas, son seguidas con especial atención en los países musulmanes, pues contravenir este principio se considera una falta muy grave. No obstante, es posible hacerlo en los restaurantes y hoteles internacionales. En el mismo sentido, la prescripción no ha sido siempre respetada ni seguida con el mismo grado, existiendo algunos musulmanes que opinan, siguiendo al Corán, que "Los que creen y hacen el bien no cometen falta en su comida cuando temen a Dios, creen y obran bien...".
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Hacia 1300 Inglaterra era un Estado unificado, lo que permitió a sus reyes equipararse a sus rivales franceses pese a la gran diferencia de recursos humanos y económicos existente entre ambas monarquías. Entre 1307 y 1330 la alta nobleza se enfrentó a la política de fortalecimiento regio ejecutada por diferentes favoritos reales, pero su división en bandos la incapacitaría para limitar o compartir el poder del rey. El importante proyecto político de Eduardo I (1272-1307) quedó truncado a su muerte por la incompetencia política de su hijo Eduardo II (1307-1327) y por una nueva ofensiva nobiliaria, común por otro lado a la que sufrían entonces otros reyes europeos (la Francia de Felipe IV y la Castilla de Alfonso X). Eduardo II, "uno de los monarcas de menor capacidad de la historia inglesa" (E. Mitre), se rodeó de personajes ineptos que le granjearon una creciente impopularidad entre los miembros del Parlamento y la nobleza del reino. En 1311, ésta tomó la iniciativa encabezada por su primo-hermano Thomas, conde de Lancaster, e impuso al rey 21 lores ordenadores del Parlamento para supervisar los nombramientos y política reales. En pleno auge nobiliario fue asesinado el gascón Pierre de Gavestón, favorito del rey (1312). A la inestable situación interior se sumó en 1314 una grave derrota exterior. El noble escocés Robert Bruce -Roberto I (1274-1329)- derrotó al ejército de Eduardo II en Bannockburn, victoria que supuso la independencia efectiva de Escocia de la tradicional dominación inglesa. Eduardo II quedó a merced de Thomas de Lancaster iniciándose una larga guerra civil. El rey se refugió en el norte hasta que, con el apoyo de Hugo Despenser (el Despensero) y su hijo, derrotó al conde de Lancaster en Boroughbridge (1322). Lancaster fue ejecutado y la Corona recuperó el poder, pero la incapacidad de Eduardo II lo dejó en manos de Despenser y su hijo, que lo ejercieron de forma autoritaria. Esto provocó una nueva conjura nobiliaria dirigida por la reina Isabel, hermana de Carlos IV de Francia. Al fracasar, Isabel huyó a Francia con el heredero Eduardo y su amante el barón Roger de Mortimer. Finalmente, en 1327 se formó una amplia coalición de barones que obligó al rey a abdicar en su hijo Eduardo con el objetivo de ceder el gobierno a la reina Isabel y a Roger de Mortimer. La inoperancia de ambos quedó en evidencia en 1328, cuando no supieron defender adecuadamente los sólidos derechos del joven Eduardo III al trono de Francia. Un año después tuvo lugar la pactada deposición y desaparición de Eduardo II, pero hasta 1330 Eduardo III no pudo liberarse de la nefasta regencia de su madre y asumir en solitario el control del reino. La reina Isabel fue desterrada y Mortimer ejecutado. El trono de Inglaterra quedó en manos de un monarca de condiciones y carácter muy diferentes a los de su padre.
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Anglosajones y normandos de ascendencia danesa siguieron disputándose la hegemonía política sobre Inglaterra en la transición al siglo XI. Con Canuto el Grande la unificación del Mar del Norte se convirtió en una realidad pero desde su muerte en 1035 este Imperio entró en crisis. En 1043, los anglosajones eligieron a uno de los suyos, Eduardo el Confesor, bajo cuyo reinado (muere en 1066) la realeza inglesa vio declinar su prestigio. Frente a los peligros en las fronteras galesa o escocesa fueron los "earls" de la aristocracia anglosajona quienes hubieron de organizar la defensa. A su muerte sin herederos directos varios candidatos se disputaron la herencia del Confesor: Haroldo Haardraade de Noruega; otro Haroldo, "earl" de Wessex que fue aclamado como rey por los suyos; y Guillermo el Bastardo, duque de Normandía que, a la postre, acabaría por ganar la partida. Con Guillermo el Conquistador se producirá la normandización de Inglaterra. Guillermo era hijo natural del duque de Normandía Roberto el Liberal (o el Diablo) y de Arleta, de una familia burguesa de Falaise. Su genio político empezó a despertarse cuando, después de una agitada minoridad, supo acabar con la turbulencia de los barones normandos derrotándolos en Vales-Dunes (1046) y devolviendo la paz al ducado. A partir de esa fecha, como ha escrito M. de Bouard, ningún príncipe contribuyó tanto como Guillermo a lo largo del siglo XI a la restauración del Estado. Bajo su férrea mano, en efecto, Normandía acabó siendo un Estado feudal modelo. Afortunadas campañas (contra los señores de Anjou, de Maine o la propia realeza Capeto) hicieron de este dominio un territorio respetado por sus vecinos. A lo largo de una veintena de años, Guillermo forjó en Normandía la estructura feudal que luego aplicaría en Inglaterra. Su ejército, bien pertrechado y disciplinado, sería conocido en todo el Occidente por su capacidad de combate y su cohesión. Paralelamente a la sociedad civil, la Iglesia de Normandía se erigió en una estructura perfecta: entre 1035 y 1066 una veintena de abadías (alguna tan prestigiosa como Bec) entraron en la vía de la reforma. Normandía fue, así, el banco en el que se pusieron a prueba los instrumentos de gobierno aplicados a Inglaterra después de 1066. El 25 de septiembre de este año, Haroldo de Wessex derrotaba en Stamfordbridge a un contingente noruego desembarcado en Northumbria. No pudo hacer lo mismo con el abigarrado ejército que Guillermo de Normandía había trasladado a las costas meridionales de Inglaterra. En Hastings, el afortunado duque normando obtuvo una resonante victoria que costó la vida a Haroldo. Guillermo, protegido por el asentimiento papal, se hizo proclamar solemnemente rey en Westminster. A lo largo de veinte años, hasta el momento mismo de su muerte, Guillermo (ya el Conquistador) vivió a caballo entre su reino y su ducado. En repetidas ocasiones hubo de someter rebeliones sajonas que le permitieron acelerar el proceso de normandización de Inglaterra e incluso (1072) recoger el juramento de fidelidad del rey Malcolm de Escocia. Inglaterra conoció una remodelación institucional en la que se fundieron elementos tanto del pasado político anglosajón como del presente normando. La vieja casta dirigente sajona fue, en buena medida, suplantada por el elemento normando vencedor. La propia Iglesia inglesa conoció, desde el sínodo de Winchester de 1070, la celosa política reformadora de Lanfranco, amigo y consejero de Guillermo y antiguo abad del monasterio de san Esteban de Caen. Se calcula que hacia 1085 entre los señores de alto rango laicos no habría más de dos de ascendencia anglosajona; todos los obispados, salvo dos, habían sido ocupados por normandos y de las veinte abadías inglesas de mayor renombre sólo tres estaban regidas por abades anglosajones. En relación con la feudalidad laica, Guillermo el Conquistador había repartido, a partir de 1066, un enorme botín territorial del que se hicieron beneficiarios sus compañeros de victoria. Los feudos, por lo general, eran de discreta extensión; en ningún caso podían compararse al enorme patrimonio (una séptima parte de la riqueza territorial) que el monarca se había reservado a título de dominio real. Frente a la feudalidad vertical del continente, Guillermo impuso en Inglaterra una feudalidad "horizontal", reproducción de la de su ducado normando. Un ultimo gesto caracteriza el meticuloso espíritu organizador de Guillermo: una gigantesca encuesta realizada por un ejército de pesquisidores a fin de verificar cuál era la riqueza real del país. Condado por condado y aldea por aldea se fue registrando cuál era la naturaleza de cada uno de los dominios, quiénes sus poseedores, cuántos eran sus habitantes y cuál su categoría jurídica y, en definitiva, cuánto rentaba en total. El resultado de estas investigaciones se depositó en la Tesorería real de Winchester y a nivel popular pronto se le conoció como el "Domesday Book" o Libro del Juicio Final. A la muerte de Guillermo I resulto difícil mantener la unión personal del reino de Inglaterra, que pasó al primogénito Guillermo II el Rojo, y de Normandía que fue retenida por el segundogénito Roberto Courteheuse. El nuevo monarca inglés no fue popular entre los suyos y, además, se granjeó la enemistad de la Iglesia cuya cabeza, el brillante teólogo Anselmo de Canterbury, se exilió en Italia. La misteriosa muerte del soberano en 1100 hizo volver las aguas a su cauce. Enrique Beauclerc, tercer hijo de Guillermo el Conquistador, fue reconocido como rey. Mucho más prudente que su predecesor, Enrique volvió a llamar a Anselmo y firmó un acuerdo con Roma (el llamado Concordato de Westminster) respetuoso con las libertades eclesiásticas. El proceso de centralización iniciado por Guillermo I fue proseguido. La política exterior de Enrique I obtuvo también ciertos éxitos: la influencia inglesa sobre Escocia se reforzó y Normandía, tras la derrota de Roberto Courteheuse en Tinchebrai (1106), se reintegró a la órbita de Londres. A la muerte de Enrique (1135) los barones ingleses prefirieron proclamar a Esteban de Blois -un nieto del Conquistador- antes que a la hija del fallecido, la princesa Matilde. Los historiadores ingleses hablan de la "anarquía bajo el rey Esteban" para definir sus casi veinte años de reinado. La carta de libertades que otorgó a los barones les dejó libres de la férula feudal a la que les había sometido el Conquistador. Matilde desembarcó en Inglaterra para hacer valer sus derechos pero no pudo defender su posición por faltarle el apoyo militar de su esposo, Godofredo de Anjou, preocupado a la sazón en incorporar Normandía a sus dominios. El desgobierno ingles había tenido ese curioso efecto: ampliar los estados de la casa de Anjou cuyo beneficiario había de ser Enrique, hijo de Godofredo y Matilde. En 1153, Esteban le reconoció como heredero. Al año siguiente Enrique II ascendía al trono ingles.
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Durante el reinado de Enrique VI los desastres militares en Francia y los ataques de demencia del rey provocaron un estado de anarquía en el que se desataron las contenidas rivalidades dinásticas entre distintas ramas de descendientes de los hijos de Eduardo III. A la muerte de Enrique V (1422) los territorios ingleses en Francia fueron regidos por el duque de Bedford, pero la minoría de Enrique VI (1422-1442) propició el enfrentamiento por el poder entre dos ramas de los Lancaster: los Beaufort, hijos legitimados de Juan de Gante, encabezados por el obispo de Winchester Enrique de Beaufort y Humphrey, duque de Gloucester y hermano de Enrique V. Al alcanzar la mayoría de edad, Enrique VI rompió el equilibrio entre bandos nobiliarios al inclinarse por Beaufort y el conde Guillermo de Suffolk. Esta situación se agravó con el impopular matrimonio del monarca con Margarita de Anjou, consecuencia de las treguas con Francia de 1444. La sospechosa muerte del duque de Gloucester (1447), la simultanea de Beaufort y el envío del duque Ricardo de York a Irlanda dejaron el poder en manos de Suffolk, que no pudo evitar la sucesión de derrotas en Francia. En 1450 la pérdida de Normandía provocó el levantamiento del campesinado de Kent dirigido por Jack Cade, lo que coincidió con el regreso de Ricardo de York, miembro de una rama menor de los descendientes de Edmundo de York (hijo menor de Eduardo III). De vuelta en Inglaterra, el duque de York encabezó a los descontentos. En un clima de tensión creciente, en el año 1453 se conjugaron la derrota final en Francia, el regreso de las tropas derrotadas, la primera crisis de locura de Enrique VI y el nacimiento del heredero Eduardo, que rompió la esperanza en un próximo cambio dinástico. En esta tesitura Ricardo de York tomó el poder ante la locura del rey y el temor al gobierno de la reina Margarita. Sin embargo, en 1455 Enrique VI recuperó el juicio y Ricardo de York fue derrotado por los realistas en Saint Albans. Al dividirse las instituciones del reino entre los bandos enfrentados, esta batalla se convirtió en el primer acto del conflicto civil conocido como Guerra de las Dos Rosas, que enfrentó durante 30 años a las casas de Lancaster (rosa roja) y de York (rosa blanca). Ricardo recuperó brevemente el poder, pero sufrió una segunda expulsión en 1459 a manos de los Lancaster agrupados por la reina Margarita, quien aprobó la proscripción de los York en el Parlamento de Coventry. Un ano después los yorkistas derrotaron a sus enemigos en Northampton y Ricardo reclamó el trono, obligando a Enrique VI a nombrarle heredero. Sin embargo, el 30 de diciembre de 1460 el duque de York fue derrotado y muerto en la batalla de Wakefield. Sus partidarios entronizaron entonces a su hijo Eduardo de la Marche, quien derrotó totalmente a los Lancaster en Towton (1461). Poco después entró en Londres y alegando la locura de Enrique VI se proclamó rey como Eduardo IV con el decisivo apoyo de Ricardo Neville, duque de Warwick. Eduardo IV (1461-1483) protagonizó un agitado reinado marcado por las maniobras del duque de Warwick (llamado con razón "Kingmaker") y por la fragilidad de la victoria de los York. Enrique VI, Margarita de Anjou y el heredero Eduardo se refugiaron en Francia, de modo que la Guerra de las Dos Rosas degeneró rápidamente en una prolongación de la Guerra de los Cien Años. Eduardo IV consolidó su poder en 1465, encerrando a Enrique VI en la Torre de Londres. Sin embargo, su estabilidad dependió siempre del apoyo de los clanes fronterizos de los Percy en el norte, los Pembroke y Jasper Tudor en Gales y los poderosos Neville, al mando del duque de Warwick. El matrimonio de Eduardo IV con Elisabeth Woodville supuso el auge de su familia y el desplazamiento de Warwick, lo que precipitó la alianza de éste con Margarita de Anjou (1469). Un año después el duque de Warwick liberó y restauró en el trono a Enrique VI. Eduardo IV huyó entonces junto a su pariente Carlos el Temerario, pero regresó en 1471 y con apoyo borgoñón y de la Hansa derrotó al duque de Warwick en Barnet y a las tropas de Enrique VI y el príncipe Eduardo en Tewkesbury. Las muertes de sus tres enemigos y la derrota total de los Lancaster dejó el trono en manos de Eduardo IV. Este tomó grandes represalias en las que murió Enrique VI (mayo-1471). Hasta 1483 Eduardo IV dirigió firmemente el reino, aunque nunca consiguió consolidar su dinastía en el trono. En su política exterior destacó la paz con Luis XI firmada en Picquiguy (1475), considerada el último acto oficial de la Guerra de los Cien Años. El rey inglés renunció a su alianza con Borgoña y al trono de Francia a cambio de 75.000 escudos más una renta de 50.000 anuales. Eduardo IV murió en 1483, dejando el trono a sus hijos menores Eduardo V y Ricardo de York tutelados por su hermano Ricardo, duque de Gloucester. Este siniestro personaje acusó a sus sobrinos de bastardía, los encerró en la Torre y ordenó asesinarles. A continuación, usurpó el trono y se coronó con el nombre de Ricardo III (1483-1485), iniciándose la crisis final del conflicto dinástico de las Dos Rosas. En un ambiente de hastío por la guerra y los abusos del feudalismo bastardo surgido en la época, se formó una coalición entre los familiares de los asesinados, antiguos yorkistas y legitimistas de ambos bandos en un amplio partido apoyado por Francia. Como cabeza se situó Enrique Tudor, heredero colateral de los Lancaster y futuro marido de Isabel de York, hija de Eduardo IV. Esta coalición derrotó a Ricardo III en la batalla de Bosworth (1485), en la que murió el usurpador. Enrique Tudor se proclamó entonces rey con el nombre de Enrique VII (1485-1509) y puso fin a la Guerra de las Dos Rosas. Con él comenzaba el gobierno de los Tudor y la reorganización de la monarquía autoritaria moderna en Inglaterra.
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Desarrollo económico e imperial, incluso hegemonía mundial, habían tenido en Gran Bretaña consecuencias políticas radicalmente diferentes. Coincidieron, al menos, con la transformación del liberalismo en algo mucho más profundo que un sistema político: liberalismo y Parlamento -encarnado en su nuevo y solemne edificio neogótico, construido entre 1840 y 1852- vinieron a ser al cabo del siglo XIX, merced a aquella "evolución ordenada" que Gran Bretaña había experimentado a lo largo de la era victoriana (1837-1901), el fundamento de la cultura política moderna del pueblo inglés (si es que no lo eran ya de antes, tal como sostenía la interpretación whig, esto es, liberal de la historia británica). Fueron precisamente la solidez y prestigio de las instituciones y en primer lugar de la Monarquía y del Parlamento, y esa impregnación liberal de la conciencia colectiva, los factores que hicieron que la política británica se adaptara sin violencia, casi naturalmente, a la irrupción de las masas en la vida pública, y que la transición hacia la democracia moderna fuera allí tan ordenada como había sido la evolución liberal a lo largo del siglo XIX, y resistiera, sin que se alterase la estabilidad última del sistema, las primeras crisis del Imperio, la guerra mundial y la independencia de Irlanda (ya en 1921). En efecto, las leyes de Prácticas Ilegales y Corruptas (agosto de 1883), de Representación del Pueblo (noviembre de 1884) y de Redistribución de Escaños (marzo de 1885) -aprobadas por iniciativa del gobierno Gladstone, en lo que fue la última y decisiva contribución del líder histórico del partido liberal a la política británica- elevaron el electorado hasta el 30 por 100 de la población adulta masculina y reordenaron los distritos de manera que el voto urbano recibía la representación adecuada al peso que las grandes ciudades tenían ya en la vida nacional (Londres, por ejemplo, pasó de 22 a 62 escaños). Paradójicamente, el cambio fue capitalizado políticamente por los conservadores que gobernaron, con el apoyo de los liberal-unionistas de Chamberlain, de forma prácticamente ininterrumpida entre 1886 y 1906. Ello se debió, en primer lugar, al impacto que el problema irlandés tuvo sobre la política británica; pues se recordará que la ampliación del electorado hizo del nacionalismo irlandés el árbitro de la misma (las elecciones de noviembre de 1885, por ejemplo, dieron a los liberales 335 escaños, 249 a los conservadores y 86 a los irlandeses), y que ello provocó la "conversión" de Gladstone a la idea de autonomía para Irlanda y que esto, a su vez, rompió el partido liberal tras la escisión liberal-unionista acaudillada por Joseph Chamberlain en marzo de 1886. Pero la hegemonía conservadora-unionista se debió también al apoyo popular que las tesis del partido conservador (unión con Irlanda, prosperidad, estabilidad, reformas sociales moderadas, prestigio internacional, Imperio, anglicanismo) tenían: el entusiasmo que suscitaron el "jubileo" de la reina Victoria (junio de 1887) y sus "Bodas de diamante" (1897) mostraron que la opinión inglesa se reconocía plenamente en sus instituciones y en sus tradiciones, y que identificaba Monarquía y unidad imperial con la riqueza y prosperidad, verdaderamente formidables, alcanzadas a lo largo de la etapa victoriana. Tras su éxito en las elecciones de junio de 1886, Salisbury (1830-1903), líder del partido conservador desde 1881, gobernó primero hasta agosto de 1892 y luego, desde junio de 1895 a julio de 1902, en que cedió la jefatura del gobierno y del partido a su sobrino Arthur J. Balfour (1848-1939), que siguió al frente del gobierno hasta diciembre de 1905. El gobierno de 1886-92 extendió las reformas democráticas al ámbito municipal, hizo gratuita la educación elemental (leyes de 1890 y 1891) y aprobó, en 1890, una nueva legislación para estimular la construcción de viviendas obreras (luego que el gobierno se hubiese visto sorprendido por la gran huelga del puerto de Londres de agosto de 1889). Respecto a Irlanda, el ministro para la región, Balfour, inició una amplia reforma agraria (leyes de 1888 y 1891), completada en 1903 por la ley Wyndham, que realmente permitió en pocos años el acceso a la propiedad a numerosos campesinos irlandeses y puso fin a la gran propiedad latifundista de la aristocracia inglesa en la isla (aunque ello, como quedó dicho, no terminó, contra lo que había esperado el gobierno, con el problema irlandés: ya quedó dicho también que Gladstone llevó al Parlamento un nuevo proyecto de ley de autonomía para Irlanda cuando volvió al gobierno en 1892 y que el proyecto fue rechazado por los Lores). El gobierno Salisbury de 1895-1902, formado tras la victoria conservadora en las elecciones de 1895 (conservadores, 340 escaños; liberales, 177; nacionalistas irlandeses, 82; unionistas de Chamberlain, 71), ratificada en nuevas elecciones en 1900, aprobó una ley de accidentes de trabajo (agosto de 1897) y la importantísima ley de Educación de 1902, debida igualmente a Balfour, ahora también encargado de ese ministerio, que reordenó y democratizó la enseñanza secundaria, sin unificarla ni estatalizarla. Pero el gobierno, en el que Chamberlain, el líder unionista, ocupaba el Ministerio para las Colonias, se vio absorbido sobre todo por la política exterior y por los problemas del Imperio. Éste ya había provocado sobresaltos en fechas recientes, como la insurrección nacionalista en Egipto (1882) y la sublevación de El Mahdi en Sudán (octubre de 1883), con la ocupación de Jartúm y muerte del general Gordon (enero de 1885), hecho que conmocionó a la opinión pública británica. Pero los tiempos violentos -como los llamó Churchill en su historia de la I Guerra Mundial- comenzaron realmente con la fallida incursión de Jameson contra el Transvaal en diciembre de 1895, preludio de la guerra de los Boers que estalló en octubre de 1899. En efecto, en unos pocos años, Gran Bretaña se vio envuelta en un amplio número de conflictos: guerra por la reconquista de Sudán desde marzo de 1896; tensiones con Rusia (marzo de 1898) por la concesión de ferrocarriles y bases en China; confrontación con Francia en Fashoda, Alto Nilo, de septiembre a noviembre de 1898; guerra de los boers, en Sudáfrica, desde octubre de 1899; intervención en China, de junio a agosto de 1900, junto con otros países, para poner fin al levantamiento de los boxers; disputas fronterizas con Venezuela en torno a la Guayana británica (1895-97). De ellos, los dos más graves fueron la crisis de Fashoda y la guerra de los boers. La crisis de Fashoda -incidentes entre tropas francesas e inglesas en esa remota localidad del Sudán, región de dominio británico- era en sí misma insignificante. Pero derivó de inmediato en una prueba de fuerza entre Gran Bretaña y Francia sobre sus respectivas políticas coloniales, por incompatibilidad entre la aspiración británica a crear una "África inglesa" desde El Cairo hasta El Cabo -por Egipto, Sudán, Kenia, Uganda y Rhodesia-, y el proyecto francés de abrir un cinturón desde Dakar a Adén (que requería, según Francia, un derecho de presencia en el Alto Nilo). Francia tuvo que ceder y no logró su objetivo. Gran Bretaña pareció afirmar sus posiciones y a principios de 1899 creó el Sudán anglo-egipcio, un condominio gobernado por el general Kitchener, el hombre que había reconquistado el territorio y "vengado" a Gordon. Pero el incidente había puesto de relieve la fragilidad de sus posiciones militares en África, algo que ya había anticipado la muerte de Gordon, y pronto, como enseguida se verá, Inglaterra habría de actuar en consecuencia. Más aún, tras lo sucedido en la guerra de los boers, la guerra que los granjeros de origen holandés de la República del Transvaal desencadenaron en octubre de 1899, tras la negativa británica a acceder a un ultimátum del Presidente de aquélla, Kruger, exigiendo la dispersión de las unidades militares inglesas establecidas en Sudáfrica. Fue una guerra preventiva por ambas partes. Los boers, los futuros afrikaners, temían la anexión de su territorio -muy revalorizado tras el descubrimiento de importantes yacimientos de oro cerca de Johanesburgo en 1886- por Gran Bretaña y con razón; Gran Bretaña ya había intentado anexionarse el Transvaal en 1877, aunque entonces tuvo que ceder y reconocer su independencia tras el primer levantamiento de los boers en 1880-81. Los ingleses veían en la República del Transvaal y en el Estado Libre de Orange -el otro gran enclave boer- una amenaza a sus posiciones en África del Sur (Colonia de El Cabo, Rhodesia, Natal, Swazilandia, Bechuanalandia). La guerra fue muy dura. Los boers, que disponían de unos 40.000 hombres dirigidos por los generales Smuts, Botha y Herzog, lograron inicialmente grandes éxitos: invadieron El Cabo y Natal y derrotaron a los ingleses (unos 13.000 soldados) en Magersfontein, Stormberg y Colenso. La contraofensiva británica, iniciada en febrero de 1900 bajo el mando de los generales Roberts y Kitchener, logró tras la liberación de las guarniciones de Mafeking, Ladysmith y Kimberley -sitiadas desde el comienzo de la guerra- contener y rechazar a los boers, entrar en el Transvaal y tomar su capital Pretoria el 5 de junio de 1900. Los boers recurrieron a partir de entonces a la guerra de guerrillas y prolongaron, así, la contienda otros dieciocho meses. La guerra reforzó en los responsables de la política exterior inglesa aquella conciencia de vulnerabilidad militar del Imperio nacida a raíz de Fashoda. Era lógico vistos los reveses británicos en los primeros meses de la guerra y los graves defectos que exhibieron sus fuerzas armadas: para someter a unos simples "granjeros", Gran Bretaña había tenido que concentrar en África del Sur un ejército de 250.000 hombres y había sufrido cuantiosas bajas (5.774 muertos, 22.829 heridos, por 4.000 muertos de sus enemigos). La guerra boer probó, además, que Gran Bretaña estaba internacionalmente aislada. Rusia llegó a proponer el envío de una fuerza internacional de pacificación a Sudáfrica. Cuando Kitchener combatió a la guerrilla boer recurriendo al internamiento de civiles en campos de concentración, al incendio sistemático de granjas y campos, y al emplazamiento masivo por todo el territorio de alambradas y fortificaciones de sacos terreros -las "blockhouses", que en España se llamarían blocaos-, la indignación antibritánica fue general en toda Europa. Gran Bretaña terminó imponiéndose. Los boers firmaron la paz de Vereeniging (31 de marzo de 1902) renunciando a su independencia. Pero la guerra obligó a Gran Bretaña a repensar su política exterior e imperial. En 1902, estableció una alianza defensiva con Japón, orientada a defender sus intereses en Asia; en 1904, fracasados, como vimos, los intentos por lograr el entendimiento con Alemania que favorecía Chamberlain, Gran Bretaña suscribió la Entente Cordiale con Francia; en 1901, llegó a un compromiso con Estados Unidos sobre Panamá, que suponía, de hecho, la renuncia británica a una política americana y el comienzo de su "especial relación" con Estados Unidos (anticipada por la mediación norteamericana, en 1897, en el conflicto venezolano-británico sobre la Guayana, y por la neutralidad pro-norteamericana observada por Gran Bretaña durante la guerra de 1898 entre Estados Unidos y España). En cualquier caso, Gran Bretaña abandonaba su política de "espléndido aislamiento" -frase acuñada con intención irónica por un periodista canadiense durante la crisis del telegrama Kruger- y recurría a una estrategia de alianzas de cara a garantizar la seguridad de su Imperio y la defensa de sus múltiples intereses. Y es que, de hecho, Gran Bretaña carecía de una verdadera política imperial, de un proyecto claro y bien definido que diera vertebración y consistencia al Imperio (a pesar de que, desde 1887, se celebraron regularmente Conferencias coloniales o imperiales). La condición de Dominio -que implicaba la concesión de autogobierno a través de un sistema parlamentario- comenzó a aplicarse en 1867, tras la constitución del Dominio de Canadá, como una federación autónoma de cuatro provincias. Luego, se extendió a otras colonias de población blanca: en 1901, a Australia; en 1907, a Nueva Zelanda; en 1910, a la Unión Sudafricana, creada por integración de los territorios boer y británicos de la región. La India, en cambio, fue organizada como Virreinato desde 1876, el Raj británico -que alcanzó su apogeo bajo el virreinato de lord Curzon, de 1899 a 1905-, que comprendía, sin embargo, trece provincias (60 por 100 del territorio) pero que excluía a unos 700 principados (40 por 100 de la India), regidos por sus mandatarios tradicionales vinculados por algún tipo de pacto al Virrey y a la Corona británica. Otras posesiones fueron anexionadas como "colonias de la Corona" bajo el mando de un comisionado británico -casos de Bermudas, Bahamas, Jamaica, Trinidad, Guayana, Sierra Leona, Costa de Oro, Rhodesia-; y otros, finalmente, como protectorados, esto es, como territorios formalmente no anexionados y gobernados por jefes locales sobre los que Gran Bretaña tenía jurisdicción pero no soberanía, como el caso de Egipto -aunque la autoridad del cónsul general británico era allí inmensa-, de Basuto, Bechuana, Nigeria, Somalia, Borneo, Matabele, Nyasa, Uganda, Sudán, parte de Malaya y otros. Por eso que Chamberlain como Ministro de las Colonias (1895-1903) plantease la doble necesidad de poner fin a aquella indefinición y de lograr una colaboración permanente entre todos los territorios del Imperio, mediante la creación de una "federación imperial", tal como expuso en las Conferencias coloniales de 1897 y 1902 (aunque sea revelador que sólo Chamberlain tuviera un plan global para el Imperio; los demás políticos británicos se conformaban sencillamente con la administración eficaz y benevolente de colonias y protectorados). Chamberlain unió la idea de federación imperial a otro gran proyecto: la creación de un mercado imperial autosuficiente a través de una "reforma arancelaria" fuertemente proteccionista para todo el Imperio británico. Ésta fue la segunda gran conmoción provocada por Chamberlain en la política británica (la primera fue, como se recordará, la escisión del partido liberal en 1886 por la cuestión irlandesa). Apartado del gobierno en septiembre de 1903, promovió a partir de ese momento una de las más intensas campañas de agitación y propaganda (en defensa de sus proyectos) que el país había conocido. El resultado fue totalmente contraproducente para sus aspiraciones: no convenció a la opinión, dividió al partido conservador dirigido ahora por Balfour -el joven Churchill, por ejemplo, se pasó al partido liberal- y propició el triunfo del partido liberal en las elecciones de 1906, triunfo abrumador pues obtuvo 400 escaños (de 670) y el 49 por 100 de los votos emitidos, por 133 escaños de los conservadores, que perdieron 245, 24 de los unionistas de Chamberlain, 83 nacionalistas irlandeses y 30 laboristas. Más aún, el retorno del partido liberal al poder (gobiernos Campbell-Bannerman, 1906-08, y Asquith, 1908-16) produjo cambios esenciales. No en política exterior, pues el nuevo ministro, Edward Grey, que permaneció en el cargo hasta mayo de 1916, aún hombre que literalmente odiaba la guerra -como dijo en varias ocasiones- y que creía en el arbitraje internacional, continuó la política de entente con Francia y la extendió a Rusia en 1907. Y si bien no renunció a la posibilidad de un acercamiento a Alemania -que funcionó en las guerras balcánicas- advirtió, al tenerse conocimiento del plan Schlieffen, que su país no toleraría la violación de la neutralidad belga y apoyó las conversaciones militares con Francia y Bélgica sobre planes de acción conjunta para el caso de una guerra en Europa. Fue la legislación social, asociada a David Lloyd George (1863-1945), ministro de Comercio con Campbell-Bannerman y de Hacienda con Asquith, lo que hizo de la nueva etapa liberal una de las más profundamente reformistas en la historia de Gran Bretaña. El hecho no fue casual. Desde principios de siglo, intelectuales y políticos liberales (L. T. Hobhouse, J. A. Hobson, el propio Asquith, Herbert Samuel, Lloyd George, Churchill cuando se unió al partido) venían hablando de "nuevo liberalismo", identificando política liberal con intervención del Estado, lucha contra la pobreza, igualdad de oportunidades, democracia social y reformas sociales de tipo asistencial. Ya desde su puesto en Comercio, Lloyd George, un abogado galés de origen modesto, carismático y dinámico, dotado de un enorme instinto político y que ganó gran notoriedad por su oposición a la guerra de los boers, había mediado con éxito en huelgas importantes y había conseguido que se aprobase una Ley de Marina Mercante que mejoró sensiblemente las condiciones de trabajo (salarios, alimentación) de los marineros y la seguridad en los barcos, y creado la junta del Puerto de Londres, para regir y regular la muy complicada actividad mercantil y laboral del mismo. Como ministro de Hacienda, Lloyd George, apoyado en todo momento por el primer ministro Asquith y por su compañero de gabinete Churchill -sucesivamente ministro de Comercio (1908-10), Interior (1910-11) y Marina (1911-15)- preparó dos proyectos decisivos: la Ley de Pensiones para la Vejez, aprobada por el Parlamento en julio de 1908 que estableció una pensión de 5 chelines por semana para todos los mayores de 70 años cuyos ingresos no llegaran a las 32 libras semanales; y el llamado Presupuesto del Pueblo, que presentó en abril de 1909, y que preveía elevaciones de los impuestos sobre la renta y la herencia, un impuesto especial sobre las grandes fortunas y nuevos impuestos sobre los grandes latifundios para financiar la seguridad social de los mineros y la construcción de nuevas carreteras, y para promover políticas de reforestación, de ayudas a las piscifactorías y de acceso a la propiedad de la tierra. No sólo eso. "El presupuesto del pueblo", que provocó intensos debates parlamentarios -aunque Lloyd George llegó a pensar en una coalición con los conservadores para consensuar la reforma social del país, idea que, aunque no prosperó, no desagradó al líder conservador, Balfour-, llevó a un problema aún mayor. Vetado por la Cámara de los Lores (noviembre de 1909), lo que obligó a Asquith a convocar elecciones (enero de 1910), que el gobierno ganó muy apretadamente -275 diputados por 241 de los conservadores y 32 de los unionistas-, los liberales vincularon la aprobación del Presupuesto (que lograron en abril de 1910) a la reforma de los Lores, es decir, a la derogación del derecho de veto que tenía la Cámara Alta, cámara hereditaria y dominada por la gran aristocracia inglesa. Y en efecto, los liberales convocaron nuevas elecciones - diciembre de 1910- y, aunque volvieron a ganar por escasísimo margen, en agosto de 1911 lograron que se aprobara la Ley del Parlamento que vaciaba de todo poder a la Cámara de los Lores. Más aún, Lloyd George introdujo en mayo de 1911 otra pieza legislativa memorable, la Ley de Seguros Nacionales, que estableció un sistema de seguros de enfermedad y desempleo -éste, único en Europa-, financiado por el Estado, empresarios y trabajadores, que cubría a los trabajadores de 16 a 70 años de edad. Gran Bretaña, por tanto, el país más industrializado y urbanizado de Europa, pero el país todavía regido por la aristocracia más exclusivista del Continente -por lo menos la mitad de los miembros de los gabinetes de Campbell-Bannerman y Asquith pertenecían a la alta aristocracia terrateniente- evolucionaba democráticamente hacia lo que luego se definiría como un Estado del bienestar moderno. Ello no significó el fin de los conflictos. Al contrario, el gobierno Asquith tuvo que afrontar una situación plagada de problemas y dificultades. Pese a las reformas de Lloyd George, "la conflictividad laboral" fue más enconada que nunca, como pusieron de relieve las grandes huelgas de mineros de Gales en 1910 (duró diez meses), de estibadores, marineros y ferroviarios en agosto de 1911, de mineros de todo el país entre febrero y abril de 1912 (por el salario mínimo), y del puerto de Londres en mayo de ese mismo año. "El problema irlandés" rebrotó con especial virulencia. Asquith, dependiente desde las elecciones de enero de 1910 del apoyo parlamentario de los nacionalistas irlandeses, volvió a llevar al Parlamento una Ley de Autonomía para Irlanda (abril de 1912) con el resultado que vimos en el capítulo anterior: división irreversible en la propia Irlanda, aparición de grupos paramilitares protestantes en el Ulster y católicos en el Sur, radicalización del independentismo irlandés -que culminó en el levantamiento de Pascua de 1916-, estado de virtual guerra civil en la isla. Finalmente, "el movimiento sufragista", que demandaba el voto para las mujeres, se radicalizó a partir de 1906: medio millón de mujeres asistieron al mitin que en junio de 1908 organizó en Londres la Unión Política y Social de Mujeres, la organización creada en 1903 por Emmeline y Christabel Pankhurst. Luego, las sufragistas endurecieron la lucha. En 1910, organizaron manifestaciones violentas y recurrieron a actos de sabotaje (incendios provocados, atentados contra obras de arte, etcétera); las encarceladas por esos actos, entre ellas, las Pankhursts, recurrieron a la huelga de hambre como forma dramática de confrontación con las autoridades; en 1913, Emily Davidson resultó muerta al arrojarse al paso del caballo del Rey en la carrera del Derby de Epsom. Además, los liberales no capitalizarían las grandes reformas que introdujeron entre 1906 y 1914. Si Lloyd George fue primer ministro desde diciembre de 1916 a octubre de 1922, lo fue con "gobiernos de coalición", formados por la especial situación creada por la guerra mundial. Tras ésta, los liberales fueron desbancados por los laboristas como segundo partido del país y, desde 1922, no volvió a haber en todo el siglo XX gobiernos liberales. Por eso se habló, ya en los años treinta, de la muerte de la Inglaterra liberal. Pero no hubo tal. Lo que hubo fue lo que ya ha quedado dicho: que el liberalismo, convertido en una suerte de principio básico de la cultura política inglesa, impregnó a todos los partidos del país. La naturaleza del laborismo -partido moderado, parlamentario, reformista, pragmático- vendría a ser, precisamente, la mejor evidencia de ello.
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Tras los cortos reinados de Eduardo VI y de María, casi toda la segunda mitad del Quinientos contempló el largo mandato de Isabel (1558-1603), durante el cual se producirían una buena serie de logros: la Monarquía acrecentó su poder, consolidando su soberanía en el interior del país y pudiendo a la vez desarrollar una política exterior más ambiciosa; se afianzó la reforma anglicana, triunfando finalmente sobre católicos y puritanos; se impulsó un crecimiento económico acelerado que trajo consigo la prosperidad del Reino y el enriquecimiento de los sectores emprendedores de la población. En suma, la etapa isabelina resultaría a la postre una de las más exitosas de la historia moderna de Inglaterra, llegando el país a convertirse en potencia destacada dentro del mundo europeo occidental, evolución que contrastaría con las muchas dificultades y problemas que se producirían en otras naciones del Continente, especialmente en el caso de Francia, hundida en una profunda decadencia por las guerras de religión y la crisis general que le afectaba. La fuerte personalidad de la reina, su permanencia en el poder casi medio siglo, su eficaz actuación como gobernante y su pragmatismo contribuyeron muy mucho al avance espectacular de la realeza inglesa y, con ella, del Reino en su conjunto durante estos años. Sobre la figura de Isabel se han elaborado múltiples interpretaciones, la mayoría de ellas resaltando su soltería (no llegó a casarse), su independencia de carácter o sus intermitentes devaneos amorosos que contrastaban con ciertos rasgos de masculinidad en su comportamiento. Pero, por encima de estas referencias a la sexualidad de la reina o a su moralidad en la vida civil, se destacan en gran manera la talla política de Isabel, su capacidad como estadista y la habilidad que supo tener para sortear con éxito los numerosos obstáculos que tanto en el interior del país como en el exterior se le presentaron, pues su reinado no transcurriría en paz ni sin opositores. Muy al contrario, tuvo que hacer frente una y otra vez a las intrigas cortesanas, a las oposiciones nobiliarias, a los disidentes religiosos de uno y otro credo, a las tensiones y conflictos de las relaciones internacionales que podían socavar la soberanía de la Corona y amenazar el engrandecimiento de Inglaterra. Para desarrollar su política, Isabel siguió utilizando el aparato de poder montado por los primeros Tudor. No hubo innovaciones institucionales ni alteraciones esenciales en la maquinaria del Estado. El Consejo privado continuó siendo el cuerpo asesor fundamental, al que fueron llamados aquellos personajes principales que contaban con la plena confianza de la reina, la cual no dudó jamás en suprimir de forma radical el menor intento de traición o maquinación contra su persona. William Cecil y su hijo Robert, Nicolás Bacon, Robert Dudley, el conde de Essex... fueron algunos de los destacados consejeros reales, al igual que lo fue Francis Walsinghan, que ocupó durante muchos años la Secretaría de Estado creada a finales del reinado de Enrique VIII, puesto relevante desde entonces en la Corte, como también pasó a serlo cada vez más el de tesorero, superando en importancia a los de canciller y guardián del Sello que perdieron algo de su gran influencia anterior. Respecto a los delegados territoriales del poder central, el cargo de lugarteniente mantuvo su prestigio, y en los condados los jueces de paz siguieron su ascenso, incrementando todavía más sus funciones y representación social en detrimento de los "sheriffs", circunstancia ya apuntada con la entronización de los Tudor. Tampoco hubo alteraciones apreciables en la Administración de justicia, regida por los principios del Derecho Común, basado a su vez en la costumbre (derecho consuetudinario), que se ejercía desde las diversas salas de Westminster, aunque al parecer los tribunales más eficaces y rápidos fueron los que dependían de la Cancillería. La Cámara Estrellada, como organismo de seguridad del Estado, tuvo también por entonces una actividad notable, teniendo en cuenta los peligros que de continuo acechaban a la titular de la soberanía. De entre los conflictos de orden interno que se dieron durante el reinado isabelino, habría que destacar el espinoso asunto de María Estuardo, la reina de Escocia, que buscó refugio en la Corte inglesa al tener que salir de su país huyendo de la sublevación general allí originada en 1568 y que finalmente acabaría siendo ajusticiada en 1587, dejando tras de sí un largo y enmarañado proceso contra su persona, ya que fue acusada de conspirar contra la reina, de favorecer la causa católica y de connivencia con la revuelta de la nobleza norteña de 1569-1570, tan ferozmente reprimida. Fuesen o no ciertas algunas pruebas que la presentaron como culpable del delito de alta traición, estaba claro que la estancia de María Estuardo en Inglaterra, a pesar de su confinamiento y de la vigilancia extrema a que fue sometida, supuso un continuo peligro de inestabilidad política y religiosa para el gobierno de Isabel. El problema representado por María Estuardo tardó bastantes años en resolverse, pero al final se solucionó de forma dramática con la eliminación física de la que había sido soberana escocesa, método violento al que se recurrió en múltiples ocasiones por el poder central para deshacerse de sus enemigos y para abortar todo intento de sublevación o de contestación a la Monarquía isabelina. El absolutismo inglés apenas se vio limitado en esta época por el Parlamento, sumiso y plegado a las directrices reales y escasamente proclive a reivindicar mayores cotas de poder. Convocado en una docena de ocasiones, manifestó su aceptación de la política regia aunque hacia el final del reinado se escuchasen algunas voces disconformes. Menos crítica que la de los Lores, la Cámara de los Comunes dejó traslucir su satisfacción por la situación general del país, agradecida en buena parte de sus componentes por el desarrollo económico alcanzado y por el grado de bienestar del que gozaban. Al igual que estaba ocurriendo en otros ramos de la Administración, tampoco las finanzas del Estado experimentaron transformaciones sustanciales, sumándose a los ingresos percibidos por los dominios de la Corona, por las rentas feudales y por los derechos aduaneros los procedentes de las confiscaciones, mayormente de las realizadas en la década de los sesenta, y los emanados en general de la expansión comercial que tantos beneficios estaba generando no sólo a los particulares sino también a las arcas del Tesoro. La contrapartida más apreciable fue el aumento de los gastos bélicos, ya que la mayor intervención de Inglaterra en los conflictos exteriores hizo que el coste de la guerra se dejara sentir con una intensidad creciente en las finanzas públicas, aunque no llegó a convertirse en un lastre tan pesado de llevar como les estaba suponiendo a otras potencias occidentales, caso de España por ejemplo. Las mayores dificultades le vinieron a la Monarquía por el problema religioso, que desde el reinado de Enrique VIII tan presente se encontraba en la vida inglesa. Tras las fuertes oscilaciones que se dieron en este campo con Eduardo VI (protección oficial de los protestantes) y María Tudor (restauración del catolicismo), Isabel se encontró con una situación comprometida, dada la posibilidad de inclinarse hacia uno u otro credo y la división existente en materia religiosa en el interior del Reino. Poco a poco se vio claro que la reina se decidía por apoyar la reforma anglicana, posición algo intermedia entre el catolicismo y el calvinismo que hasta entonces se habían disputado el reconocimiento oficial del poder real. Conservando algunos aspectos de la liturgia católica y tomando principios dogmáticos cercanos al calvinismo, la causa anglicana se confirmó como la religión del Estado inglés, teniendo para ello que vencer una serie de resistencias, provenientes casi siempre de los sectores católicos (eclesiásticos y civiles), y posteriormente también que reprimir los conatos internos de rebeldía representados por el avance del puritanismo, tan crítico con la jerarquización de la Iglesia y radicalmente opuesto al mantenimiento del cuerpo episcopal. Los jalones sobresalientes de la marcha hacia el anglicanismo fueron clavados a lo largo de casi todo el reinado isabelino. En 1559 se aprobaron el Acta de Supremacía, que declaraba la superioridad de la Monarquía sobre la Iglesia, concentrando además los dos poderes (temporal, espiritual) en la figura del soberano, y el Acta de Uniformidad, que asumía en líneas generales el filocalvinista "Prayer Book" de Eduardo VI. Por parte de un nuevo colectivo de obispos afines a las directrices recién aprobadas se elaboró la que podía ser considerada nueva biblia anglicana, los "39 Artículos", que tardaron algún tiempo en ser ratificados por la reina a la espera de que llegase el momento preciso, hecho que se produjo a raíz del apoyo prestado por el Papa a la rebelión de los nobles católicos del norte del país y de la excomunión lanzada contra Isabel en 1570. La respuesta de ésta fue inmediata confirmando los "39 Artículos", efectuando una feroz y persistente represión de los católicos ingleses, concretada en la serie de ajusticiamientos que a partir de entonces se sucedieron, y persiguiendo a los jesuitas y a sus simpatizantes. También les llegó el turno de la represión a los puritanos, mayormente acentuada desde 1585, por la creciente amenaza que empezaban a representar (radicalismo doctrinal, aumento numérico, contestación social) para el orden establecido, que fue defendido férreamente por Isabel en los últimos años de su reinado, ya en los comienzos del nuevo siglo.
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El largo reinado de Victoria de Inglaterra, entre 1837 y 1901, marca la época de apogeo de una determinada concepción política, económica y social en cuyo centro, a modo de foco irradiador, se sitúa la burguesía, grupo social que resultó vencedor de la confrontación con la aristocracia y la Iglesia sucedida en las turbulentas décadas pasadas. Las décadas finales del siglo XIX ven triunfar a un hombre optimista y confiado en sí mismo, dominador del Mundo y la Naturaleza merced a unos conocimientos técnicos y científicos que se suceden con una rapidez nunca antes vista en otro periodo de la Historia de la Humanidad. Por primera vez es capaz de viajar por el aire y bajo el agua, se combate con eficacia a la enfermedad, se viaja a zonas inhóspitas; el hombre es capaz de comunicarse a distancia, de tener un hogar cómodo y tiempo de ocio. Inventos como el cinematógrafo, el fonógrafo, el automóvil, la luz eléctrica o el teléfono, entre muchos otros, hacen pensar al individuo de principios de siglo que se encuentra en la cima del Mundo y de la Historia. La Exposiciones Universales devuelven al hombre europeo, a modo de espejo, una imagen de sí mismo engrandecida y orgullosa. En ellas se exhiben los últimos adelantos tecnológicos, el conocimiento y control sobre pueblos alejados, primitivos y extraños, la victoria sobre el tiempo y el espacio. Europeos, estadounidenses y japoneses, las regiones más industrializadas, se lanzan a la conquista de nuevos pueblos y territorios donde proveerse de materias primas y colocar sus productos, a la par que empiezan a lanzar sus dados sobre estratégicos tableros de juego en los que empieza a dirimirse la supremacía universal. Sin embargo, son también tiempos de incertidumbre e inestabilidad social. Si bien es cierto que la calidad de vida en general alcanza un nivel inusitado, las mejoras no alcanzan a todos ni lo hacen de la misma manera. Los nuevos modelos económicos surgidos de la Segunda Revolución Industrial crearán diferencias, a veces irreconciliables, entre los dos grupos sociales resultantes: la burguesía capitalista y financiera y el proletariado, básicamente industrial. Este último, armado ideológicamente por diversas corrientes de pensamiento y transformación social, iniciará una época de reivindicación y contestación que se prolongará hasta muchas décadas posteriores y que marcará el conjunto de las relaciones sociales, políticas y económica a lo largo del siglo XX.
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El pánico que, según Richard Herr, atenazó a Floridablanca, no era un miedo injustificado, sino que se hallaba apoyado en la desconfianza que resultaba del conocimiento de dos importantes realidades españolas: la constatación de que faltaba un dispositivo de seguridad y orden público que pudiera contrarrestar la delincuencia política y, en segundo lugar, el malestar existente en muchas ciudades por la escasez y el alto precio del pan, situación que guardaba cierta similitud con lo ocurrido en París. El mismo Floridablanca había sufrido el 18 de junio de 1790 un intento de asesinato protagonizado por un francés, llamado Juan Pablo Peret, residente en España, al que se le relacionó con los clubes que alentaban la propaganda antiespañola desde el otro lado de la frontera y que prometían fraternidad y "ayuda a todos los pueblos deseosos de ganar su libertad". No pudo probarse la vinculación del asesino con los revolucionarios franceses, y Peret fue ahorcado el 18 de agosto en la plaza madrileña de la Cebada sin que confesara los móviles de su acción. Desde los motines de 1766, el orden público estuvo presente en las inquietudes gubernamentales, y esa preocupación dio lugar a la creación de toda una serie de cuerpos destinados a velar por la seguridad, como la Compañía de Fusileros de Aragón, dependiente del Capitán General de aquella región, y cuya misión era la represión de delincuentes, vagos y desertores; los llamados Miñones, creados en Valencia en 1774; y la Compañía de Escopeteros Voluntarios de Andalucía, que iniciaron su labor en 1776 y que venían a sumarse a cuerpos creados durante el reinado de Felipe V, como los mossos d'esquadra en Cataluña, nacidos durante la Guerra de Sucesión por iniciativa de catalanes borbónicos. Las instituciones de seguridad existentes en España al iniciarse el reinado de Carlos IV, según Enrique Martínez Ruiz, estaban caracterizadas por su multiplicidad y sus escasos efectivos, su desconexión entre sí y sus competencias limitadas a áreas territoriales reducidas, con prioridad en los centros urbanos. En ese mosaico institucional descentralizado no existía ninguna dirección capaz de su coordinación. En 1782 se había establecido una Superintendencia General de Policía dependiente de Floridablanca, pero que estaba circunscrita exclusivamente a Madrid y que sería desmantelada en junio de 1792, poco después de la caída del Secretario de Estado. En 1789 era claro que no existía una visión de conjunto del orden público; y resultaron insuficientes las medidas tomadas por el gobierno para paliarla, como la creación de la Comisión Reservada, la confección de un censo de extranjeros en España o la remisión de órdenes a los corregidores para retirar toda la propaganda que estimaran subversiva. La llamada Comisión Reservada fue creada por Floridablanca en 1791 con el fin de poder afrontar la amenaza política. Tenía como objetivo perseguir a los maledicentes políticos y evitar, así, que pudiera prender en España la semilla subversiva. Sus comisionados debían introducirse en las tertulias de personajes influyentes e informar de los temas de conversación y de quiénes intervenían: para observar, y oír si o no hablan contra los Reyes de España, sus ministros, el Excmo. Sr Gobernador del Consejo, del Gobierno, contra los tribunales, si o no se hace justicia contra otros Reyes de la Europa, sus ministros o gobiernos, si son buenos o malos... La segunda medida, que pretendía lograr un mayor control de los extranjeros, especialmente franceses, existentes en el país, se convirtió en una necesidad inaplazable. Si bien desde 1764 existía la obligatoriedad de confeccionar anualmente listas de extranjeros residentes en los puertos y lugares de comercio, esta disposición había caído en desuso y hubo que sustituirla por otra más precisa y mejor adaptada a las necesidades del momento. Una Real Orden de 12 de julio de 1791 estipulaba la formación de matrículas de extranjeros residentes en estos Reinos con distinción de transeúntes y domiciliados. Según su contenido, se exigía a los alcaldes de barrio de Madrid y a los corregidores del resto de España la confección de matrículas de extranjeros, distinguiendo entre transeúntes y avecindados, anotando su nacionalidad, su estado civil, su oficio y el motivo de su residencia. Sólo se permitiría la estancia en España a aquellos avecindados católicos que jurasen fidelidad a la religión y al rey, por lo que tenían que renunciar a sus derechos de extranjería, y a los transeúntes que contaran con licencia de la Secretaría de Estado, prohibiéndoseles a estos últimos el ejercicio de profesiones liberales u oficios mecánicos. La disposición se complementaba con el refuerzo del control de pasaportes por parte de los Capitanes Generales de los territorios fronterizos, mediante el riguroso examen de la identidad de sus poseedores, si bien esta medida no parece que diera los resultados apetecidos, pues tuvo que ser reiterada por una circular del Consejo el 2 de septiembre de 1802. Por los trabajos efectuados sobre las listas confeccionadas cumpliendo la Real Orden de julio de 1791, especialmente por Salas Ausens, sabemos que su elaboración no fue todo lo precisa que cabía esperar de las minuciosas especificaciones que se indicaban en el texto legal, pero al menos ha permitido conocer algunos aspectos genéricos de la presencia extranjera en España a la altura de 1791. Los portugueses se concentraban en Extremadura, contando con cierta presencia en la Andalucía Occidental y Galicia, donde se dedicaban preferentemente a trabajos en el medio rural. Los italianos se circunscribían, sobre todo, al levante español, Cádiz, donde constituían la colonia extranjera más numerosa, y Madrid, mientras que los inmigrantes procedentes de países de habla alemana estaban mayoritariamente asentados en tierras andaluzas y dedicados a la agricultura. Pero era la colonia francesa la que recibía una atención especial. Los franceses residentes en España se encontraban preferentemente en núcleos urbanos. Todas las ciudades portuarias contaban con una colonia francesa, siendo Cádiz, con 1.716 franceses censados, la que reunía un mayor número de residentes. Madrid también aportaba un censo elevado, en torno a los 1.500 individuos, y existían núcleos de cierta entidad en poblaciones próximas a la frontera que, tradicionalmente, eran focos de transacción mercantil, como Tudela o Pamplona. Lógicamente, en su mayor parte se dedicaban al comercio, tanto al por mayor como al minorista. La crisis de subsistencia, y el malestar consiguiente, incrementaban la preocupación en el estado de ánimo de Floridablanca. Los años de 1775 a 1789 están considerados como un período que conoció alzas violentas en los precios del cereal. Las malas cosechas, especialmente la de 1788, y las prolongadas sequías, dieron como resultado que en 1789 los precios alcanzaran cotas muy elevadas. En febrero de ese año, cinco meses antes de que se viviera en París el inicio de la Revolución, tuvo lugar en Barcelona un motín que elevó el grado de preocupación de la Corte, temerosa de que se extendiera por Cataluña y el resto de España, como sucedió en 1766 tras el motín de Esquilache. El 28 de febrero, ante una nueva subida del pan, cientos de personas saquearon las panaderías de la capital de Cataluña, obligando al Capitán General, conde del Asalto, a ponerse a salvo de las iras de los manifestantes, produciéndose durante tres días violentos choques entre el ejército y el pueblo. Hubo 40 detenidos y se ahorcó a cinco hombres y una mujer. Estos "rebomboris del pá", estudiados por Irene Castells, elevaron notablemente la alarma de Floridablanca, y el Real Acuerdo de Cataluña resolvió que en todas las poblaciones del Principado se detuviera a todo aquel que iniciara alborotos, pues también se habían producido algaradas en Mataró, Valls y Vic. La crisis, no obstante, se mantuvo en una situación extrema por lo elevado del precio del cereal y la inquietud social que provocaba. En mayo, por ejemplo, el precio del trigo alcanzó en Cervera cotas hasta entonces desconocidas, y hubo que crear una Junta de Caridad para socorrer a los vecinos más necesitados que no podían adquirir pan en el mercado. Gonzalo Anes ha observado que en estos motines nacidos de la crisis de subsistencia comenzaban a aparecer elementos ideológicos muy preocupantes para las autoridades, como gritos alusivos a la libertad o pasquines subversivos. En 1791, por ejemplo, los trabajadores del gremio de la seda valenciano remitieron un escrito al marqués de Mirabal, donde le manifestaban la situación de paro y hambre en que se hallaban y amenazaban, si no se les daba trabajo y pan, con amotinarse, quemar la ciudad y hacer lo mismo que en Francia.
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La Inquisición española era un organismo ligado a la Iglesia y a las formas históricas de religiosidad hispana, con cierta autonomía respecto del poder eclesiástico de Roma y sometida al poder de los monarcas. Fue creada a instancias de los Reyes Católicos para investigar y castigar los delitos contra la fe, en especial para hacer frente al problema de los conversos judíos. El primer tribunal creado actuó en Sevilla en 1480 y en 1483 se creó el Consejo de la Suprema y General Inquisición con autoridad sobre todos los tribunales provinciales y como Inquisidor general Fray Tomás de Torquemada.El período de actuación más dura de la Inquisición fue durante el reinado de los Reyes Católicos, a partir de Carlos I los procedimientos fueron menos rigurosos. Fue suprimida en 1808 durante las cortes de Cádiz y definitivamente en 1834. El cuadro Auto de Fe de Berruguete nos da una idea del contexto en que se desarrollaban las penas impuestas por la Inquisición.
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El 1 de noviembre de 1478 el papa Sixto IV, a petición de los Reyes Católicos que habían enviado a Roma al obispo de Osma, concedía a los reyes la bula Exigit sincerae devotionis por la que se creaba la Inquisición. La concesión del Papa a la potestad regia de la facultad de elegir inquisidores sólo afectó inicialmente a la Corona de Castilla, pero a partir de febrero de 1482, en que se erigió el tribunal de Zaragoza, y de octubre de 1483 en que el Inquisidor Tomás de Torquemada unió a su jurisdicción castellana la de la Corona de Aragón, puede considerarse el establecimiento definitivo de la nueva Inquisición en los reinos de la Corona de Aragón. Al menos, en el tiempo de gobierno de los Reyes Católicos, se pueden distinguir dos etapas en la puesta en funcionamiento de los tribunales; una, que va de 1478 a 1495, registra la creación en ambas coronas de un gran número de tribunales, y es el período en el que se desarrolló una dura represión contra los judaizantes. La otra, que abarca los años 1495-1510, por disminución de la actividad represiva antijudía y haberse prácticamente terminado el proceso de expulsión, obligó a una concentración de tribunales y distritos debido al alto costo económico de su funcionamiento. Con mucha frecuencia se ha descrito la Inquisición como una institución cuyo carácter represivo se proyectó sobre los judíos, los moros y los herejes, y también sobre quienes difundían ideas que podían ser consideradas heterodoxas. La instalación de los primeros tribunales es coincidente con otros esfuerzos que tienden a procurar la conversión de judíos y de moriscos, y en este sentido han de destacarse los trabajos catequéticos llevados a cabo por el arzobispo de Sevilla, Pedro González de Mendoza, con los judeoconversos y por el arzobispo de Granada, Hernando de Talavera, con los moriscos. Éste, al poco de terminar la guerra de Granada, escribió una instrucción para la comunidad morisca del Albaicín que es un compendio de exigencias mínimas cuya observancia equipararía el cumplimiento morisco al de los cristianos, y que al tiempo revela cuáles eran los vehículos culturales que se sospechaba servían para perpetuar su religión. Fray Hernando de Talavera hace una llamada al abandono de la lengua arábiga, "olvidando quanto pudiéredes la lengua araviga y faziendola olvidar y que nunca se hable en vuestras casas"; al olvido de las ceremonias que entre los moriscos acompañaban los momentos más señalados de la vida, nacimiento, bodas y funerales, y a la adopción de las costumbres cristianas en materias como el vestir, calzar y comer. Estos consejos, que van unidos a lógicas recomendaciones sobre las oraciones que habían de rezar, la doctrina que tenían que aprender y sobre otros aspectos relacionados con la recepción de los sacramentos, respeto a las fiestas, asistencia a la iglesia, etc., se completan con dos llamamientos significativos, "que embieys a vuestros hijos a las yglesias a aprender leer y cantar o a lo menos las oraciones susodichas, y que los que sabeys leer terminadas todos libros en aravigo de las oraciones y salmos que vos serán dados y de aqueste memorial y rezeys por ellos en la yglesia". El programa de Hernando de Talavera expresa una tolerancia inicial que informa también otros procesos anteriores y posteriores a la fecha próxima a 1492 que es cuando se escribe; por un lado, la vigilancia sobre los vehículos de perpetuación de la religión islámica y la desconfianza que inspiran -lengua, ritos, costumbres, hábitos de comportamiento-, no impide que se utilice la lengua prohibida como medio capaz de acelerar el aprendizaje de la religión y, por tanto, de la conversión deseada. Es uno de los métodos utilizados por los misioneros españoles en Indias: la traducción de catecismos y doctrinas a las lenguas indígenas tuvo una gran transcendencia. Aunque los ejemplos que pueden referirse son muy abundantes, baste citar a Francisco de Pareja, un franciscano que escribió una Doctrina cristiana, catecismo y confesionario y otros tratados de devoción en lengua timuquana, en la que es consumado, y que incluso publicó en 1614 el Arte y pronunciación en lengua timuquana y castellana. Pero si la lengua sirvió para el fin de la conversión, algunos rasgos culturales atrajeron el rechazo social de la mayoría cristiana, y se convirtieron en elementos de diferenciación que contribuyeron a identificar mejor lo morisco o lo judío. Así, el cronista eclesiástico Andrés Bernáldez identificaba a los judíos porque "(...) nunca perdieron el comer a costumbre judaica de manjarejos e olletas de adefina, manjarejos de cebollas e ajos, refritos con aceite, y la carne guisaban con aceite, ca lo echaban en lugar de tocino e grosura por escusar el tocino (...)". Y todavía en 1612, otro eclesiástico, el padre Aznar Cardona, destacaba en un tratado que pretendía justificar la expulsión de los moriscos el elevado consumo de fruta, y anotaba que "ni bebían vino ni compravan carne ni cosa de caças muertas por perros, o en lazos, o con escopetas o redes, ni las comían, sino que ellos las matassen según el rito de su Mahoma". La tolerancia y la coexistencia pacífica habían sido las notas características de las relaciones entre los practicantes de las tres religiones. Sin embargo, grados y coyunturas diferenciadas permiten apuntar una diversidad de trato que se hace muy compleja en tiempos especialmente conflictivos. Pese a los intentos más o menos forzosos de asimilación, la sociedad hispánica del tiempo de los Reyes Católicos se presentaba ya como el resultado de un complicado conjunto estratificado con anterioridad, cuya nomenclatura encierra precisas connotaciones de tipo religioso, económico, social y cultural. Junto a las señas de identidad de los moros y judíos puros, los mudéjares eran los súbditos de la Corona que, viviendo en sociedades mayoritariamente cristianas, continuaban practicando la religión musulmana. Diferentes del morisco, que era el musulmán que había sido bautizado por una decisión voluntaria o forzada, y que seguía conservando casi todos los hábitos de su antigua religión, y del moro, que era el musulmán dependiente del poder político reducido en la Península al reino de Granada, los mudéjares se distribuían por toda la Corona de Castilla, siendo particularmente importante la presencia de sus comunidades en Hornachos, Avila, Valladolid, Arévalo, Agreda, Guadalajara, Burgos, Plasencia, Trujillo, Mérida, Benquerencia y Uclés, con unos efectivos humanos próximos a los veinte mil individuos. Aunque desde la época visigótica la actividad legislativa no paró de producir disposiciones antijudías repletas de denominaciones ofensivas y despectivas, la comunidad de cristianos viejos denominó marranos a los judíos que aparentaban una vida de cristianos. Desde la descripción de los fingimientos que se veían forzados a realizar para que los cristianos viejos no conociesen su verdadera afición, y que son sintetizados en la crónica de Andrés Bernáldez, hasta la opinión de los viajeros extranjeros que visitaron la España de la época, el marrano se representaba como un falso cristiano que en secreto continuaba practicando su antigua religión. Un viajero alemán, Jerónimo Munzer, en su visita a Valencia se refiere en 1495 a la iglesia de San Cristóbal, donde "tenían sus sepulcros los marranos (es decir, los falsos cristianos, judíos en su interior). Cuando moría alguno de ellos fingían conformidad con los ritos de la religión cristiana e iban en procesión con el ataud cubierto con un paño dorado, llevando delante la imagen de San Cristóbal. Sin embargo, lavaban en secreto los cuerpos de los muertos y los enterraban de acuerdo con sus ritos". La sociedad cristiana vieja los conocía también como conversos, confesos, y en general, mezclando el origen no cristiano de buena parte de la sociedad hispana, los cristianos nuevos vinieron a designar a judíos y musulmanes convertidos, de los que existían sospechas fundadas de seguir secretamente los ritos y costumbres de sus antiguas religiones. También debieron producirse casos al contrario, de los que disponemos de un primer catálogo sistematizado para los siglos XVI y XVII: los renegados fueron los cristianos de origen que, voluntariamente o forzados a ello, se convirtieron a la religión musulmana; con la base de la documentación inquisitorial, hoy sabemos que entre 1550 y 1700, los cristianos de Alá que por una u otra causa tuvieron problemas con el Santo Oficio fueron cerca de 500 individuos. La convivencia entre judíos, musulmanes y cristianos, regalada con más o menos violencia por la Iglesia y por la monarquía, tendió a señalar diferencias espaciales y personales entre los distintos grupos; en todos los casos, el establecimiento de estas medidas ha dejado huellas que han permanecido hasta nuestros días: la segregación en barrios apartados, el uso obligatorio de señales externas colocadas en los vestidos, la prohibición de los matrimonios mixtos, la limitación efectiva del ejercicio de algunas profesiones, el sometimiento a un régimen tributario especial, la prohibición de utilizar nombres cristianos y determinados trajes y aderezos, tanto en personas como en caballerías, y la presión de la predicación y del afán mayoritario de convertirlos al cristianismo, son las principales manifestaciones de una convivencia basada en claves de una intolerancia que se agravó con el establecimiento de la nueva Inquisición. En efecto, la historiografía especializada en el análisis del funcionamiento de los primeros tribunales inquisitoriales y de las causas y procesos que siguieron, coinciden en señalar que entre 1478 y 1495 se produjo una temible represión. Tanto la erección de tribunales como sus procedimientos provocaron una diferenciada reacción; se ha convertido en tradicional asignar a la sociedad de la Corona de Aragón una capacidad de insumisión y de rechazo bien estudiados en comparación actual con los resultados obtenidos por los historiadores en la Corona de Castilla. Como narra el cronista Andrés Bernáldez, si la llegada de los inquisidores a Sevilla en 1480 provocó el miedo y la huida de los conversos, que en número cercano a los ocho mil se refugiaron bajo la protección señorial, produciendo su ausencia carencias en el comercio y una disminución sensible en las contribuciones fiscales al ayuntamiento sevillano, la dura represión efectuada a lo largo de la década siguiente no logró organizar una protesta sistemática contra el abuso inquisitorial. Sí, en cambio, se organizó en Valencia, donde la oposición social al establecimiento y actuaciones inquisitoriales se desarrolló desde sus mismos comienzos durante los años 1484 a 1486; en Valencia, se denunció la "inconstitucionalidad" de tribunales formados por extranjeros; su nombramiento era un atentado contra los "furs e privilegis" de la ciudad de Valencia, y también se lesionaban intereses de los brazos militar y eclesiástico. La Inquisición planteaba un problema jurisdiccional y limitaba de hecho el poder económico de la iglesia; además, la aplicación de las condenas de confiscación de los bienes e imposición de multas, conculcaba varios fueros concedidos por Jaime I y por Martín I. Hasta las Cortes de Monzón y Barcelona de 1510-1512 no volvieron a esgrimirse argumentos forales en la lucha antiinquisitorial; la limitación de los abusos cometidos por los inquisidores, el deseo de limitar las competencias jurisdiccionales, que habían sido ampliadas por el inquisidor Diego de Deza a los casos de usura, sodomía y bigamia, la reivindicación de una mayor intervención del obispo en las cuestiones relacionadas con los procesos incoados por herejía, y la propuesta de adopción de medidas que salvaguardasen la inocencia, fama y bienes correspondientes a la familia de los condenados, son las principales muestras de rechazo de unos procedimientos y resultados que se amparaban en la ambigüedad con que actuaba la inquisición, y que en muchas ocasiones permitía la extensión social de la culpabilidad a la inocencia de los allegados al procesado. El conjunto de cuestiones presentadas por castellanos, aragoneses, valencianos y catalanes, primero en Valladolid en 1518, y después en Zaragoza en 1519, permiten sistematizar un conjunto de agravios que ayudan a explicar el descontento general, la resistencia organizada y, al tiempo, la múltiple contestación violenta: el 13 de septiembre de 1485 fue asesinado en la catedral de Zaragoza el inquisidor Pedro Arbués, probablemente por un tal Juan de Esperandeo, zurrador, y por su criado Vidal Durango, que pagaron con su vida la acusación. Ambos fueron ejecutados de la forma más infamante en Zaragoza, antes de cumplirse el aniversario del crimen; el primero fue arrastrado vivo por las calles de Zaragoza, y delante de la catedral le fueron cortadas las manos; luego, en el mercado, fue decapitado y descuartizado. El criado tuvo suerte semejante y los ejecutores, por haber dicho la verdad, después de arrastrarlo, lo ahogaron, y luego procedieron igual que con su amo. Hubo más implicaciones que acabaron en el simple suicidio, como el protagonizado por Francisco de Santa Fe, que se arrojó desde lo alto de una almena, o en intentos desesperados por lograrlo, como el de Juan de Abadía que tragó los vidrios de una lámpara. Pero la represión había comenzado mucho antes; en los últimos días del mes de diciembre de 1485 y primeros meses de 1486, fueron quemadas en Zaragoza varias personas por practicar ceremonias judaicas, ayunar en tiempos distintos, guardar el sábado y trabajar en domingo, por entregar aceite en la sinagoga, o por manifestar su incredulidad en el misterio de la Santísima Trinidad. Si la brutalidad fue un exceso que sensibilizó a la opinión pública, consiguiendo por el miedo alterar la convivencia, sembrando la sospecha permanente de la delación y desarrollando sentimientos antijudíos, la teatralidad de los actos inquisitoriales, los medios de los que se sirvió para obtener información, y la perfecta correspondencia de la autoridad civil con las decisiones tomadas por los inquisidores, contribuyeron a que la desaparición de los Reyes Católicos abriese un camino a la esperanza. Por eso, todos a una, desde Valladolid y desde Zaragoza, más que en las barbaridades cometidas se insistió al nuevo rey Carlos I en los procedimientos que las originaban. En Valladolid se pedía justicia, que los jueces inquisitoriales fueran hombres de generosidad, fama y conciencia probadas. A los castellanos se les prometió una intervención positiva: los jueces serían mayores de cuarenta años, se les pagaría con un salario establecido y no sobre las condenas que fallasen, proponiéndose que en cada iglesia se reservasen dos canongías, podrían ser recusados por los presos, serían objeto de visita por funcionarios reales ajenos al aparato inquisitorial, y los testigos no podrían ser buscados, ni inducidos a declarar, si no se hacía voluntariamente y bajo juramento, y podrían ser reprobados por los acusados por razones de malquerencia e incapacidad. En Zaragoza prácticamente se solicitó lo mismo. Se ponía en entredicho la capacidad, la voluntad y la actuación de los jueces; se pedía la humanización de las relaciones con los acusados, la existencia de cárceles dignas, la posibilidad de que los familiares visitasen a los presos y una equiparación de los métodos seguidos por los tribunales inquisitoriales con los más benéficos de los tribunales eclesiásticos. Lo que se cuestionaba era, por tanto, la existencia de los tribunales y los procedimientos que seguían; la Inquisición resultaba ser un aparato represivo, ostentoso y brutal, capaz de conseguir información a cualquier precio, incluidas las prácticas de la delación y de la tortura, facilitando confesiones inspiradas por el miedo y ejecutando con pleno apoyo del poder sus sentencias. La intolerancia fue un programa y la violencia el instrumento encargado de su reproducción y perpetuación; los resultados fueron siempre los mismos y explican por qué la intolerancia duró tanto tiempo, y por qué los fines de la Inquisición fueron acomodándose a los cambios sociales y a la evolución de las ideas que producían los nuevos tiempos. Las actuaciones inquisitoriales fueron siempre llamativas, y en la variedad de sus procesos pueden espigarse datos cualitativos que revelan una intolerancia premeditada y pensada únicamente para castigar a los seleccionados y escarmentar a todos. Sin entrar en los procesos de herejía, y fijándonos sólo en algunos que se relacionan con la superstición, se da la impresión de que la obsesiva preocupación por los detalles buscaba probar siempre unos mecanismos de detección del error que habían sido previamente estudiados. Cada interrogatorio es un precioso formulario pensado para torturar. Como en tantas otras, en una actuación del tribunal de Cuenca de 1518, se obtienen informaciones del acusado siguiendo una secuencia de preguntas acerca de su identificación personal, naturaleza y vecindad, estado civil y domicilio. A continuación el inquisidor formula una serie de preguntas sorprendentes para el acusado; si sabe el día de la semana, el mes o el año en el que vive. Después le interroga sobre el grado de conocimiento que posee de las principales oraciones y conjuntos doctrinales, pasando más adelante a verificarlos y a formular nuevas preguntas sobre el cumplimiento de las obligaciones pascuales impuestas por la Iglesia. Algunos ejemplos sobre pecados concretos, envidia, lujuria, hurto, pretendían averiguar la correcta opinión de conciencia del acusado sobre tales extremos y, por último, o se insistía sobre los errores advertidos o se pasaba directamente a conocer sobre el delito, pecado o hecho denunciado. Los Reyes Católicos fueron los inventores de esta máquina pensada para la represión de todo tipo de desviaciones nacidas en el interior del cristianismo: las recurrentes de los conversos judaizantes y moriscos, las progresivas de los cristianos heréticos y renegados, y hasta las simples manifestaciones de la ignorancia, la superstición y la inmoralidad. El cristiano fue el gran castigado; su fe individualizada, al ser pública desde el instante en que es asumida por el Estado, convierte su falta en un delito común cuya penitencia se administra por igual desde el confesionario, desde el tribunal eclesiástico y desde el tribunal inquisitorial. La administración del perdón, que fue muy abundante, no logra todavía empequeñecer la brutalidad y la perfección de un sistema creado para homogeneizar a la sociedad. Este sistema, que obtuvo en la institucionalización de un alto organismo del Estado, el Consejo de la Suprema y General Inquisición, la garantía de su perpetuación, no sólo convirtió en funcionarios a los inquisidores, sino que además fue un poderoso mecanismo al servicio del Estado para reprimir otro tipo de desviaciones y, de paso, hacer de las condenas un medio de exacción y de marginación. La pena inquisitorial fue al mismo tiempo una fuente de ingresos para el Estado y una garantía pública de que, además de la raíz del mal, se secaba el tallo, la hoja y la flor: las confiscaciones de bienes, la prohibición de ejercer cargos públicos, eclesiásticos y políticos y de trabajar en determinadas profesiones, afectó a los familiares próximos y remotos del acusado. La inhabilitación que solidariza por decreto a condenados y a sus familiares es de 1488; antes, en 1476, las Cortes castellanas de Madrigal y, más adelante, las Cortes de Toledo de 1480, hacían una profesión de fe antisemita: en aquella ocasión había que señalar al réprobo desde su traje hasta el barrio en el que había de concentrarse. El signo de identificación, la limpieza de sangre, la demostración de la pertenencia a una familia intocable para la Inquisición, trataba de solidarizar unas pruebas de idoneidad sujetas al riesgo de la falsificación. En la actualidad sólo conocemos unos pocos de los casos más relevantes del ascenso social consentido de los conversos; estaban presentes en todos los cuadros que representaban el poder: desde mayordomos, confesores, médicos, oficiales, letrados y eclesiásticos al servicio de la casa real, hasta las propias autoridades eclesiásticas e inquisitoriales al más alto nivel, el predominio de los conversos fue una de las muchas claves que hizo posible la elevación de la catedral de la intolerancia. En la actualidad, por más trabajos arquitectónicos que se empeñen en ello, la comparación historiográfica entre catedrales resulta ser siempre odiosa y estéril; cada intolerancia tuvo su método, sus ejecutores y sus resultados. En la España plural de los Reyes Católicos, el gobierno de la intolerancia apostó por la expulsión intransigente. En 1492 empezaba el tiempo nuevo de una asimilación anunciada; el reducto de los moros, representado en el reino de Granada, dejaba de serlo como poder reconocido; el judío tuvo que exiliarse forzado por un decreto de expulsión firmado por los Reyes Católicos en Granada el 31 de marzo, y en lugares más apartados aparecieron, como problema, nuevas sociedades que había que definir para proyectar sobre ellas la misma intolerancia que había dictado la gran intransigencia anterior.