Albrecht Altdorfer muestra en obras tempranas la plena superación del lenguaje gótico, adoptando un extraño marco paisajístico cercano a soluciones quattrocentistas en una composición que, presidida por una fuente de puro estilo italiano, está cargada de referencias simbólicas en una mezcla constante de cultura sacra y saber profano, muy en consonancia con presupuestos, de trasfondo neoplatónico, de su amigo el humanista Aventinus. Serán, sin embargo, las ideas de irracionalidad y misticismo propias de un esoterismo del saber, dominantes en sectores importantes de la Filosofía (Schwencfeld), la Medicina (Paracelso) y la Ciencia (Boheme) en Alemania, las que incidan y expliquen su concepción de la Naturaleza, tal coma queda plasmada en sus pinturas: una naturaleza en movimiento perpetuo, viva y húmeda, donde se desarrollan los episodios de la Redención como un verdadero drama. En una obra como su San Jorge y el Dragón, esa naturaleza invade totalmente el cuadro haciendo desaparecer casi por completo a las figuras.
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La pintura de San Jorge y la princesa forma parte de un antiguo retablo o tríptico también integrado por dos pinturas que se conservaron en el Kaiser Friedrich Museum de Berlín hasta 1945 y cuyo paradero actual es desconocido tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. La relación del conjunto con el linaje de los Cabrera es segura ya que en el dorso de la tabla dado que en el dorso de esta tabla se representa el escudo heráldico de la familia Cabrera. Una de las peculiaridades de la iconografía del retablo es que el único árbol representado sea el ciprés. El hecho de que desde la Antigüedad se haya considerado el ciprés como el árbol de los muertos y evocador de la esperanza en la supervivencia después de la muerte puede otorgar al conjunto un cierto carácter funerario, plausible si se tiene en cuenta la presencia de los donantes.
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El conjunto de esculturas de San Fermín de los Navarros de Madrid -ejecutado entre 1746 y 1747- reunía algunas de las mejores obras de Salvador Carmona, como el san Miguel, dinámico arcángel representado en otras ocasiones por Salvador Carmona, como en Rascafría o Idiazábal; el san Francisco Javier concebido con gran barroquismo en los quebrados pliegues del roquete; o el san José, con el que logra una interpretación suave y sonriente dentro del espíritu del Rococó que repite en otros ejemplares, como el de Carmelitas de Segovia.
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El primer documento relacionado con la decoración pictórica y la ejecución de la arquitectura de los retablos de la Capilla de San José se remonta al 9 de noviembre de 1597. El contrato fue firmado entre El Greco y Martín Ramírez, patrono de dicha capilla, y consistía en la realización de un retablo para el altar mayor y dos para los laterales. La Capilla en cuestión tiene el honor de ser la primera levantada en la Cristiandad dedicada al Santo Patriarca y fue erigida en 1594 con el dinero aportado por el tío del cliente, también llamado Martín Ramírez, tras su fallecimiento. Al altar mayor iría destinado el lienzo de San José con el Niño Jesús y a los laterales San Martín y el pobre y la Virgen con el Niño y Santa Martina y Santa Inés. La obra fue valorada en 1599 por los tasadores en 31.328 reales, el triple que lo que había costado el Entierro del señor de Orgaz. No debemos olvidar que en este encargo de San José se incluía también la arquitectura de los retablos. Estamos ante uno de los primeros ejemplos de la pintura occidental en el que San José es el protagonista principal del cuadro. Vemos su enorme figura en primer plano, representado como un caminante, protegiendo y guiando al Niño. El pequeño se abraza a la cintura del padre mientras éste le protege con su amplia mano izquierda. En la derecha el Santo Patriarca porta un cayado. Representado como un hombre joven, según la ideología católica del siglo XVI producto del Concilio de Trento, muestra su amor paternal hacia Jesús y es coronado por los ángeles de la parte superior. Tras las figuras se observa el paisaje de la ciudad de Toledo, que ha tenido que ser dividida en dos partes para no omitir ninguno de sus importantes monumentos. Bien es cierto que Doménikos renuncia en la mayor parte de sus obras al paisaje pero cuando recurre a él, sitúa las figuras en primer plano y en un reducido espacio de terreno, con la ciudad en la lejanía; casi siempre emplea tonalidades verdes, azules y grises que le otorgan un cierto aspecto fantasmal y dramático, reforzada esta idea por los oscuros nubarrones. Resulta interesante el contraste entre la zona superior del lienzo y las figuras protagonistas; los ángeles están totalmente escorzados, colocados boca abajo para crear una perfecta sensación de movimiento. Portan varas de lirios que simbolizan la pureza y guirnaldas de laurel y de rosas, símbolos de triunfo y de amor respectivamente. San José y el Niño están estáticos, dando la impresión de haberse detenido en el camino. El canon estético empleado por El Greco abandona la proporción tradicional de uno a siete - la cabeza es la séptima parte del cuerpo - para tomar medidas mucho mayores, de una cabeza por nueve partes de cuerpo. Esto hace que sus figuras tengan una enorme estilización a pesar de la amplitud corporal heredada de Miguel Ángel. Las tonalidades oscuras dominan la composición, destacando entre ellas el brillante color rojo de la túnica de Jesús o el manto amarillo del santo. Gracias a la iluminación se resalta al pequeño Salvador de la Humanidad que mira a los espectadores para hacerlos cómplices de su futuro.
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Si lo que pretendía Robert Campin era reflejar uno de los oficios de su época, nada mejor que hacerlo bajo el rostro de San José en su taller de carpintería. Sin embargo, tan sólo el título nos indica que se trate del santo, puesto que el resto del cuadro nos ofrece una bella estampa cotidiana de la vida en los Países Bajos. En efecto, San José viste túnica y turbante, tal y como los pintores flamencos caracterizaban a los personajes de la Historia Sagrada, provenientes del cercano Oriente. Pero lleva unos zuecos típicamente neerlandeses. Así mismo, las ventanas abiertas nos muestran una vista de la ciudad que podría compararse con las que doscientos años después realizarían Vermeer de Delft o Pieter de Hooch, con los típicos edificios de techumbres apuntadas y fachadas escalonadas. Del mismo modo, sobre la mesa de carpintería de San José encontramos un completo muestrario de las herramientas del carpintero, la mayoría de ellas en uso hoy día, cinco siglos después de que Campin realizara esta obra. La escena está encuadrada en la misma vertiginosa perspectiva, un tanto forzada, que Campin empleó para otras de sus obras, como por ejemplo la estancia de Santa Bárbara, panel del Museo del Prado.
Personaje
Arquitecto
Como un buen número de frailes en la Epoca Moderna, fray Alonso de San José se dedicó también a la arquitectura, siendo el responsable de las trazas del Convento de Santa Teresa de Avila.
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En el siglo XVII se manifiesta una mayor devoción hacia la figura de San José, tomando un papel importante en los Nacimientos y formando parte junto al Niño Jesús de obras independientes. Fruto de esta nueva devoción surgen imágenes como el San José y el Niño de El Greco, la Sagrada Familia del Pajarito de Murillo o esta imagen de Ribera que contemplamos, en la que el maestro valenciano mantiene aún una cierta dependencia del estilo de Caravaggio, aunque se apuntan algunas innovaciones respecto a las luces y la factura. Las dos figuras se recortan ante un fondo neutro, recibiendo un potente impacto luminoso de la izquierda con el que el maestro acentúa sus volúmenes. La perspectiva está conseguida al introducir las figuras en diferentes planos, estableciéndose entre ellos un juego de diagonales con el que se obtiene el ritmo estructural. El santo porta en su mano derecha la vara floreada mientras que la izquierda la lleva al pecho en señal de devoción. El Niño sostiene en sus manos una cesta con las herramientas de su padre terrenal y dirige su mirada hacia arriba. Ambas figuras están dotadas de un perfecto naturalismo que se extiende a los diferentes objetos, dotando de cotidianeidad el asunto. Hasta el año 1700 no aparece este cuadro inventariado en el Alcázar de Madrid, siendo uno de los lienzos que se salvaron en el incendio de la nochebuena de 1734. En 1772 aparece documentado en la antecámara del Infante don Gabriel, emparejado con el San Sebastián mientras que en 1794 aparece emparejado con el San Pedro.
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Las imágenes de santos conservadas son en general escasas y toscas. Presentan un carácter rígido, lo que hace difícil establecer una cronología. La frecuencia de los temas es indicativa de la difusión en su caso del culto a los santos. San Juan Bautista es relativamente frecuente como observamos en este ejemplar procedente de Gradefes.
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Presumiblemente esta figura de Evangelista, compañera de los otros tres del grupo, estaba integrado en el mismo retablo del que forman parte la Adoración, la Epifanía y la Circuncisión del Museo de Grenoble. San Juan era el más joven de los Evangelistas, y el último en escribir su texto. De su mano es el Apocalipsis, escrito en Patmos, donde lo sitúa Zurbarán, mirando al cielo, de donde recibe su inspiración, puesto que él no llegó a conocer a Cristo, experiencia en la cual se basan los otros Evangelistas, que se recogen sobre sí mismos a la hora de escribir (ver el San Mateo, San Lucas y San Marcos del grupo). Tradicionalmente se le representa como un joven hermoso de cabellos dorados y túnica roja; le acompaña su símbolo, el águila. El modelo que Zurbarán utilizó es una estampa alemana del siglo XVI, un trabajo muy habitual en su obra. La estampa, titulada San Juan Evangelista, es de Aldegrever y muestra exactamente la misma figura, con los mismos plegados en las ropas, imagen a la que Zurbarán ha cambiado dos cosas: las nubes que le rodean son en su cuadro un paisaje y la Virgen que se aparece en el grabado ha desaparecido en la interpretación de Zurbarán.