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En esta tabla lateral del Políptico de San Antonio existe la misma preocupación por el volumen de su compañera, situando las figuras en distinto plano para reforzar el aspecto de perspectiva, cerrada debido al empleo de fondos dorados como reminiscencia goticista, casi con seguridad motivada por deseo expreso del cliente. La santa portando las flores en su regazo y san Francisco con sus estigmas intentan adentrarse en el naturalismo aunque las figuras son muy estáticas y carecen de una expresividad que haría más viva la composición.
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Frente a San Francisco de Borja despidiéndose se situó, en la capilla de San Francisco de Borja de la catedral valenciana, una escena también relacionada con el antepasado de la Duquesa de Osuna que encargaba la obra: el milagro del santo al conseguir asistir y expulsar los demonios de su cuerpo a un moribundo impenitente. San Francisco viste sencillo hábito y porta un crucifijo en su mano derecha, implorando a Jesús por el alma del moribundo. De las llagas de Cristo sale un chorro de sangre que purifica al pecador y consigue expulsar a los demonios de su cuerpo. Por cierto que los demonios se presentan como monstruos tras la cama, anticipándose a las imágenes de las Pinturas Negras. Los verdes cortinajes dividen en dos parte la composición; la zona de la derecha presidida por el santo, destacando su gesto de extrañeza ante el milagro. La izquierda con el moribundo postrado en el lecho, agonizando, con la pierna saliendo entre las sábanas para expresar el dramatismo y la tensión del momento. Las tonalidades han sido aplicadas con empastados toques de pincel, de forma rápida y contundente, demostrando el artista su valía. Los pequeños cambios introducidos en el lienzo definitivo le sitúan en una posición inferior respecto a este magistral boceto.
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La Duquesa de Osuna encargó a Goya en 1787 dos grandes lienzos para la decoración de la capilla de San Francisco de Borja en la catedral de Valencia. Por ellos recibió 30.000 reales de vellón. El tema elegido son dos episodios de la vida de San Francisco de Borja, Marques de Lombay y Duque de Gandía -antepasado de la Duquesa-, que representan la despedida de su familia y la asistencia a un moribundo impenitente. Don Francisco de Borja fue uno de los hombres más importantes de su tiempo; nacido en Gandía en 1510, se formó con su tío Juan de Aragón, arzobispo de Zaragoza, pasando a la corte donde estudió filosofía con Gaspar de Lase, casando con Leonor de Castro en 1529. Hombre de confianza de Carlos V, fue nombrado virrey de Cataluña entre 1539 y 1543. El emperador le encargó el traslado de los restos mortales de la emperatriz Isabel de Portugal desde Toledo -donde falleció el 30 de mayo de 1539- hasta Granada, lugar de gran recuerdo para ella al pasar allí su luna de miel. La belleza de doña Isabel había encandilado a toda la nobleza española, llegándose a insinuar el enamoramiento del propio Duque hacia la emperatriz. Cuando llegó a la ciudad andaluza debía abrir el féretro para mostrar el cadáver a los monjes que lo custodiarían, atestiguando que la finada era doña Isabel. Ante el estado de descomposición del cuerpo, en el que apenas se distinguía un rasgo de la tan afamada belleza, don Francisco pronunció la famosa frase "Nunca más serviré a un señor que se me pueda morir", ingresando tras enviudar en 1546 en la Compañía de Jesús, siendo nombrado Comisario para España y Portugal tras la renuncia de sus títulos y su ordenación sacerdotal. Ocuparía el vicariato de la Compañía y la prepositura general desde 1565 hasta su fallecimiento en Roma en 1572.Goya elige para esta escena el momento de despedida de don Francisco de su familia para ingresar en la Compañía. El Duque abraza a su heredero en las escaleras del palacio, observando la escena su hijo segundo, don Juan. Un pequeño pajecillo llora desconsoladamente por la marcha de su señor, al igual que una dueña en la zona izquierda del lienzo. Al tratarse de un boceto preparatorio la factura es rápida, interesándose más bien por los efectos de la luz y la disposición de los personajes que por los detalles de los trajes. Al fondo sitúa la arquitectura de un palacio renacentista, con sus arcos de medio punto y pilastras jónicas adornándolos. El color negro que domina la escena se ve contrastado y animado por las tonalidades blancas de capas, golillas y puños, resultando una escena digna de elogio que apenas sufrió cambios en el lienzo definitivo.
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Lo más conocido de Bellini son sus retratos de grandes personajes venecianos, como Giovanni Emo. Sin embargo, también posee algunas composiciones religiosas de mayor complejidad, como San Jerónimo leyendo o la mantegnesca Virgen con el Niño. Ésta es una de las obras más elaboradas del veneciano. Muestra a San Francisco, el "hermanito pobre" amigo de los animales, en mitad de su retiro en el campo. A lo lejos se ve una ciudad amurallada, con las típicas torres medievales que lucían ciudades como Florencia. El campo está lleno de plantas y animalillos, confundidos con el paisaje y pintados con gran maestría (por ejemplo el burro o las ramas del olivo, o el emparrado de su choza). En la choza Bellini recuerda los nuevos parámetros de la arquitectura: racional, geométrica, proporcionada a la medida del hombre... En su interior vemos el escritorio del santo, con el libro y la calavera, y los zuecos en el suelo, porque San Francisco está descalzo. El paisaje es prodigioso, detallado, con múltiples planos articulados correctamente y una especial atención a un cielo lleno de nubes y matices de color e iluminación.
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El esmero de Zurbarán a la hora de representar al santo que le da nombre es primoroso. Son abundantes las representaciones que de este personaje realizó el artista a lo largo de su vida, y todas ellas están teñidas de una cercanía casi cariñosa y familiar. San Francisco fue el fundador de la Orden de los "hermanos menores", llamados así por la pobreza y sencillez con que pretendían reformar el mundo. Esta pobreza y el acentuado misticismo de Francisco, entregado con frecuencia a la meditación, trataban de ser puestos de relieve por los pintores que se acercaban a su figura. Zurbarán hace hincapié en estos dos rasgos, aprovechándose de sus extraordinarias dotes para representar con fidelidad los materiales y las expresiones del rostro. Plasma un hábito de tela muy basta, pardusca, lleno de remiendos en los cuales pueden apreciarse perfectamente los rotos y descosidos del codo. El arrebato del santo se ha producido después de un largo período de oración y meditación sobre la calavera. Este prolongado estado de concentración le ha conseguido transportar al éxtasis místico y por su expresión podemos imaginar que se halla ante la presencia de Dios.
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Sevilla recibió un fuerte influjo del Naturalismo tenebrista iniciado por Caravaggio gracias a su introducción comercial: el puerto de Sevilla acogió numerosa obra de este estilo, entre ella la del español Jusepe Ribera. Esta influencia fue crucial en la primera etapa de Velázquez, por ejemplo, y a lo largo de toda la carrera de Zurbarán se mantuvo presente de igual modo. Este cuadro de Zurbarán que contemplamos ahora es una excelente muestra del citado Tenebrismo, muy acentuado en su época de esplendor (1625-1640). La composición es muy forzada, con una tremenda diagonal dividiendo la superficie en dos partes iguales. La línea está formada por el cuerpo del santo, muy acentuada gracias a los harapos amarillentos que remiendan su hábito. Sobre ellos se refleja con violencia un foco de luz amarillenta, obviamente de origen artificial, que crea profundos contrastes de luz y sombra entre la parte iluminada y el resto de la composición. Al fondo, unas llamaradas crepusculares recortan la silueta de un paisaje boscoso. Esta técnica era muy propia de Zurbarán: usaba dos fuentes de luz, una fuerte para destacar el primer plano, y otra más débil para insinuar apenas el fondo. El santo más humilde de la Iglesia aparece de este modo en oración, en actitud de estar dialogando con lo superior, pues hacia allí se dirige su mirada al tiempo que gesticula como queriendo explicar algo. En una mano sujeta una calavera, mientras el otro brazo se apoya en un libro. Son los objetos de su meditación que le llevan a ese diálogo divino.
Personaje Religioso
Nacido en 1506 en el seno de una familia noble, hijo de Juan de Jasu y de María de Azpilicueta, en 1525 viaja a París para estudiar Filosofía. Allí conoce a san Ignacio de Loyola, lo que marcará una profunda influencia para el resto de sus días. Así, toma los hábitos en 1534, se ordena sacerdote tres años más tarde en Venecia y participa en 1539 en la fundación de la Compañía de Jesús, en Roma. Siguiendo la política de expansión de la Compañía, accede a viajar junto con cinco religiosos más a la India en 1541, respondiendo a una petición de Juan III de Portugal. Así, durante su viaje pasa por Madagascar y Mombasa, deteniéndose finalmente en la colonia portuguesa de Goa (1542), donde trabaja en la atención de enfermos y la conversión de los nativos. Consciente de la utilidad del conocimiento de la lengua indígena para su apostolado y de la presencia física como vehículo de propaganda, traduce las obras religiosas básicas, viaja por los poblados y predica entre los nativos, lo que le hará ser visto como un personaje dotado de santidad. Su actividad misionera no se para en Goa, sino que viaja a Ceilán, recorre Indonesia y, tras conocer la existencia del Japón, funda allí los inicios de la colonización misionera. Pese a ambicionar la evangelización del inmenso imperio chino, muere de pulmonía el 3 de diciembre de 1552. En 1622 es canonizado por Gregorio XV, siendo más tarde nombrado patrono y protector de las misiones.
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Acostumbrados al dominio del claroscuro y del dramatismo de la luz en Caravaggio, tal vez lo que más llama la atención de este lienzo sea la prodigiosa naturaleza muerta del primer plano. Un tema tan sencillo como el San Francisco en oración se convierte por la mano de Caravaggio en una escena vibrante, llena de tensión y dramatismo. La figura se encuentra en una postura marcadamente diagonal, es decir, inestable, que encierra movimiento en sí misma. El rostro se encuentra totalmente crispado, lleno de profundas arrugas que la luz no hace sino destacar, una expresión poco adecuada a un momento de recogimiento y meditación. El fondo, pese a la penumbra, está lleno de destellos de luz y sombras profundas que le dan una variación infinita. Pero sobre todo tenemos la maravillosa naturaleza muerta compuesta por los objetos de meditación del santo: la calavera, que indica lo efímero de la vida humana, el crucifijo que recuerda el sacrificio de Cristo, y el libro abierto, las sagradas escrituras en las que se encuentra el modelo de la vida del cristiano. Estos tres objetos adquieren una dimensión casi real a través de los pinceles de Caravaggio con una habilidad sólo igualada por los pintores españoles, en especial por Ribera y Zurbarán.