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En la segunda mitad del siglo XV los reinos peninsulares experimentaron graves crisis políticas derivadas de la lucha entre monarquía y nobleza en Castilla, Portugal, Navarra y Granada y de la concepción del gobierno en la Corona de Aragón. Estos conflictos acabaron en guerras civiles, especialmente graves en Cataluña (1462-1472), Castilla (1465-1479), Granada (1478-1492) y Navarra (1447-1512). Finalmente, el autoritarismo real se impuso de una forma u otra en todos los reinos, aunque sin modificar sus diferentes estructuras políticas. La unión personal de los Reyes Católicos permitirá la consolidación de un aparato estatal monárquico capaz de absorber a los reinos más pequeños -Granada, Navarra- y de preparar el camino a la futura monarquía hispánica. El gran poder de Castilla y el declive de la Corona de Aragón explican el carácter marcadamente castellanizante de la España Moderna. El turbulento reinado de Enrique IV (1454-1474) culmina el proceso de asalto a las instituciones monárquicas por parte de la nobleza surgida de la revolución trastamarista. A ello contribuyó la debilidad de carácter del monarca, deslegitimado para imponer su autoridad a la nobleza que le había apoyado contra Juan II y Álvaro de Luna, y sin el apoyo de las ciudades, aristocratizadas e impotentes ante el poder nobiliario y la consolidación del sistema monárquico de corregidores. Con todo, la crisis de este reinado fue sobre todo política: Castilla prosiguió un fortalecimiento económico y monárquico que explica la expansión castellana a partir del reinado de los Reyes Católicos. Al principio (1454-1465) el gobierno quedó en manos de Juan Pacheco, marqués de Villena, cabeza de una nobleza cuyo único objetivo político era el incremento indiscriminado de poderes y rentas a costa de la debilidad monárquica. Con todo, los primeros años del reinado fueron esperanzadores debido a la recuperación económica, la paz exterior inspirada en Álvaro de Luna (alianzas con Francia y Portugal; neutralización de Navarra; paz con Aragón) y la actitud pacífica de la nobleza. Siguiendo a Fernando de Antequera y a Álvaro de Luna, Enrique IV tradujo seguridad exterior y estabilidad interior en una nueva ofensiva contra Granada. La guerra (1455-1457) fue muy favorable, ya que apuntó al desgaste económico y político del emirato, modelo seguido después por los Reyes Católicos. Sin embargo, el coste de las campañas, su carácter anticaballeresco y una mala coyuntura económica provocaron el descontento de la nobleza (Mendoza, Alba, Manrique) que se organizó en una liga al mando del arzobispo de Toledo Alonso Carrillo. La nobleza abortó la guerra (1457) e inició una serie de maniobras contra el valimiento de Juan Pacheco. El matrimonio de Enrique IV con Juana de Portugal hizo que la nobleza postergada buscara el apoyo de Juan I de Navarra (rey de Aragón desde 1458), cuyos problemas internos -lucha con Carlos de Viana y crisis de Cataluña- se sumaron a los conflictos castellanos. Contra la nobleza levantisca Enrique IV encumbró a Beltrán de la Cueva y contra Juan II (1458-1479) apoyó a Carlos de Viana, los beamonteses navarros y la Diputación catalana, que le ofreció el Principado al comenzar la guerra civil de Cataluña (1462). La peligrosa alianza Enrique IV-Diputación fue neutralizada por el doble juego del marqués de Villena -dispuesto a cambiar de bando para mantener su privanza-, la debilidad del rey y la pérdida de sus bazas exteriores. Tras la muerte de Carlos de Viana (1461), Enrique IV se dejó engañar por sus nobles en la cuestión catalana al aceptar el arbitraje de Luis XI (aliado de Juan II y Villena). El rey acató la decisión del francés y abandonó a la Diputación (1463). Juan Pacheco y el arzobispo Carrillo mantuvieron su poder en Castilla. Beltrán de la Cueva se alzó con la privanza del rey frente a ambos apoyado por sus parientes los Mendoza, principal apoyo nobiliario de la monarquía. El favorito y el obispo Pedro González de Mendoza pidieron al débil Enrique IV la guerra contra los rebeldes, pero el monarca aceptó sus humillantes condiciones: entre otras, el reconocimiento como heredero de su hermanastro Alfonso y el matrimonio de éste con su hija Juana. Al rechazar poco después lo pactado, el rey provocó la guerra en forma de rebelión nobiliaria. La nobleza alcanzó entonces su apogeo, mientras la anarquía se extendía por el reino y las ciudades resucitaban las Hermandades. En 1465 la nobleza levantisca depuso simbólicamente a Enrique IV y entronizó al manejable infante Alfonso, de sólo once anos, al tiempo que difundía el rumor de que la infanta Juana era hija de Beltrán de la Cueva. La humillación de la "Farsa de Ávila" aglutinó a los realistas y a las ciudades en una nueva Hermandad General. Estas fuerzas derrotaron a la nobleza en la segunda batalla de Olmedo (1467), pero Enrique IV no quiso explotar su victoria y se enajenó el apoyo de los Mendoza. En un clima de desorden -revuelta de los "irmandiños" en Galicia (1467)-, la muerte del infante Alfonso en 1468 transformó el panorama. Los rebeldes quedaron deslegitimados, por lo que ofrecieron el trono a la infanta Isabel, nueva candidata de la nobleza aunque no dispuesta a dejarse manejar por los nobles. La cuestión sucesoria fue solucionada finalmente en el tratado de los Toros de Guisando (septiembre-1468): la infanta Isabel era considerada la única heredera a costa de los derechos de la infanta Juana, a la que no se reconocía como bastarda. Juan Pacheco había conseguido la herencia para su representante, pero ahora hacía falta un marido conveniente para sus intereses. Los candidatos eran el pronobiliario y anciano Alfonso V de Portugal, el duque de Guyena, hermano de Luis XI, y el infante Fernando, hijo de Juan II de Aragón. Este último necesitaba a Castilla para liquidar la guerra civil catalana y supo convencer a Isabel gracias a los rescoldos del antiguo partido aragonés (Manrique, Enríquez). En octubre de 1469 se celebró el matrimonio semiclandestino de Isabel y Fernando, lo que modificó totalmente el juego de alianzas. Enrique IV y la liga nobiliaria que le dominaba se desligaron de lo acordado en Guisando y proclamó la legitimidad de Juana, mientras que los Mendoza pasaron al bando de Isabel, que explotó la propaganda que deslegitimaba a Juana la Beltraneja. El enfrentamiento sucesorio se hizo inevitable. Isabel sintetizó los intereses del antiguo partido de los Infantes de Aragón y las directrices autoritarias de Álvaro de Luna, proponiendo a la alta nobleza la sujeción a una autoridad monárquica superior a cambio del mantenimiento de su preeminencia social y económica y de sus aspiraciones de poder dentro de ese marco. También las ciudades apoyaron a los infantes confiando en el apoyo de la monarquía a sus reivindicaciones. Los infantes fueron respaldados por el papa valenciano Alejandro VI -el papa Borja- y por Aragón. En este contexto de acumulación de fuerzas murieron Juan Pacheco y Enrique IV (1474), iniciándose la Guerra de Sucesión entre 1474-1479. A la muerte de su hermano, Isabel I (1474-1504) se proclamó reina, desatándose una nueva guerra civil de dimensiones internacionales. Los derechos de Juana fueron apoyados por la liga nobiliaria acaudillada por Juan Pacheco y el arzobispo Carrillo con respaldo de Luis XI (enemigo de Juan II), los Lancaster y Alfonso V de Portugal, casado con Juana (1475) y temeroso del potente bloque castellano-aragonés. Isabel y Fernando, delimitado su poder en la "Sentencia de Segovia" (1475), fueron apoyados por parte de la nobleza (Mendoza, Alba...), Aragón, Borgoña y los York. A los tres años de lucha la guerra quedó decantada a favor de Isabel I tras la retirada de Luis XI (1478), la derrota de Alfonso V en la batalla de Toro (marzo-1476) y las graves pérdidas portuguesas en el Atlántico sur. El contencioso con Portugal fue resuelto en el tratado de Alcaçovas (1479), por el que Isabel I fue reconocida como reina de Castilla y Juana quedó marginada de sus derechos -ingresó en un convento en 1480-. La primogénita castellana Isabel casó con el heredero portugués Alfonso. Además, Castilla retuvo las Canarias y Portugal se garantizó con éxito el estratégico monopolio comercial al sur del Cabo Bogador. La muerte de Juan II de Aragón (1479) convirtió al esposo de Isabel I en Fernando II de Aragón (1479-1516), lo que reforzó la unidad personal de los reinos y el autoritarismo regio ejercido hasta entonces. Respecto al Reino de Aragón Juan II, monarca capaz, experto y autoritario, tuvo que enfrentarse al envenenado legado catalán de su hermano Alfonso V, complicado por la disputa con su hijo Carlos de Viana y por los conflictos en Castilla. Entre 1458-1462 se desarrollan los preludios del enfrentamiento. Juan II comenzó perdonando a su hijo, pero en 1460 le apresó de nuevo en Lérida acusado falsamente de negociar con Castilla. En una Cataluña muy agitada, esta imprudente decisión permitió a la Diputación aglutinar a los catalanes en torno al heredero y justificar la rebelión contra el rey "no para destronarlo sino para imponerle sus puntos de vista, es decir, las ideas de los privilegiados sobre la organización socio-económica de Cataluña". La Diputación formó un "Consell representant lo Principat de Catalunya" que exigió al rey la libertad del heredero y su reconocimiento. El autoritario Juan II se negó y el Consell le declaró la guerra en conjunción con Castilla y los beamonteses navarros. Ante esta alianza el rey tuvo que aceptar las condiciones exigidas en la "Capitulación de Vilafranca del Penedés" (1461), es decir, su alejamiento de Cataluña y la instauración del gobierno oligárquico del Consell presidido por Carlos de Viana como "llochtinent". Al morir éste en 1461 fue reemplazado por su hermano Fernando bajo la tutela de su madre Juana Enríquez. En Barcelona la "Biga" fortaleció sus posiciones entre 1461-1462, lo que se tradujo en la expulsión y persecución de "remensas" y "buscaires", que buscaron amparo en la reina. Mientras los payeses se levantaban en armas, la aproximación del rey a "remensas" y "buscaires" provocó la guerra civil de Cataluña entre 1462-1472. Los orígenes de la guerra se sitúan en el agravamiento de los antiguos problemas de los payeses de remensa y en la lucha entre Biga y Busca, manifestaciones de la pugna entre autoritarismo monárquico y pactismo como formas de gobierno de Cataluña. El conflicto civil polarizó el Principado: de un lado, el patriciado urbano -Biga- y la baja nobleza, aspirantes a gobernar con una presencia real mínima mediante las Cortes y la Generalitat (pactismo); de otro, la alta nobleza, el clero, buena parte de los payeses de remensa y los menestrales y artesanos urbanos -Busca-, quienes veían solución a sus reivindicaciones en el poder regio. La guerra se internacionalizó rápidamente. Contra los rebeldes catalanes Juan II buscó la ayuda de Luis XI y frente a los beamonteses navarros desheredó a su hija Blanca y dio el reino a Gastón IV de Foix, marido de su hija menor Leonor, apoyado por agramonteses y franceses. La Diputación reprimió a remensas y buscaires y buscó ayudas exteriores contra la presión francesa y la neutralidad o el apoyo al rey de Valencia, Aragón y Mallorca. Los rebeldes catalanes ofrecieron el Principado a Enrique IV de Castilla, en condiciones de derrotar a Juan II, a cambio de respetar los "Usatges" y las Capitulaciones. El rey aceptó el trono y envió tropas castellanas a Cataluña, pero Juan II neutralizó esta ayuda en connivencia con el marqués de Villena y Luis XI, que falló en su contra en la Sentencia de Bayona (1463). La Diputación perdió su aliado y los beamonteses debieron someterse. A cambio de su colaboración, Juan II cedió a Luis XI los condados de Rosellón y Cerdaña (1462-1463). Los rebeldes ofrecieron entonces el Principado al condestable Pedro de Portugal, quien, aun sin posibilidades de éxito, murió combatiendo en la guerra (1466). Pese a los victorias realistas y las deserciones en el Consell, los radicales de la Generalitat eligieron a Renato de Anjou, respaldado por Luis XI, lo que modificó totalmente las alianzas. Contra su antiguo aliado francés, Juan II se alió con Borgoña e Inglaterra, prefigurando la política de contrapeso a Francia que continuarían los Reyes Católicos. En esta coyuntura, el peso de Castilla era decisivo para el final del conflicto, por lo que Juan II se garantizó su colaboración ofreciendo el matrimonio de su hijo Fernando tanto a la hija de Juan Pacheco, verdadero dueño de Castilla, como a la infanta Isabel, heredera del reino tras los tratados de Guisando (1468). En 1469 las maniobras del catalano-aragonés fructificaron en el matrimonio de Isabel y Fernando. Asegurada la alianza castellana, Juan II se afianzó en Navarra. Allí Gastón de Foix y Leonor, lugartenientes y herederos, estaban enfrentados al monarca con apoyo francés y beamontés. Al morir el heredero de ambos (1470), Juan II aceptó la regencia de Leonor, que se prolongó en un contexto de guerra civil hasta la muerte del rey (1479). Sin apoyo exterior, casi el único que mantenía la lucha (1470), la revuelta catalana fue sofocada (1472). Por la Capitulación de Pedralbes (1472) Juan II pacificó Cataluña con una amnistía general y el retorno a la situación de 1462. La guerra civil arruinó el Principado, agravando la crisis económica que arrastraba desde el siglo XIV: "La guerra de 1462-1472 apartó a Cataluña del papel activo que pudo haber desempeñado en la España de los Reyes Católicos y de los Austrias -para pérdida de Cataluña como de España en general, hasta los tiempos modernos- (J. N. Hillgarth). Desde 1472 Juan II sostuvo a Fernando e Isabel I en la guerra sucesoria de Castilla. El monarca dejó abiertos el problema remensa y la ocupación francesa de Rosellón y Cerdaña, asuntos resueltos por Fernando el Católico en la Sentencia arbitral de Guadalupe (1486) -tras la segunda guerra remensa (1484-1485)- y en el Tratado de Barcelona (1493). En cuanto a Navarra, la regente Leonor murió al tiempo que su padre Juan II y el reino pasó a su nieto Francisco Febo (1479-1483), apoyado por los agramonteses. Los beamonteses se situaron entonces tras Fernando el Católico, artífice de un protectorado militar castellano sobre Navarra para evitar una posible intervención francesa. Francisco fue sucedido por su hermana Catalina (1483-1512), casada con el francés Juan de Albret en 1494. Su minoría y la guerra civil permanente acentuaron la influencia castellana. En el contexto de las Guerras de Italia, los reyes navarros parecieron inclinarse hacia Francia. Fernando el Católico aprovechó entonces la acusación de cismáticos que pesaba sobre los franco-agramonteses para ocupar Navarra con apoyo de los beamonteses (1512). En 1515 Navarra fue anexionada a Castilla "guardando los fueros e costumbres del dicho regno", que seguirían vigentes hasta el siglo XIX. En Portugal, tras derrotar al regente Pedro de Coimbra, Alfonso V (1438-1481) gobernó en solitario siguiendo las directrices nobiliarias marcadas por los infantes Enrique el Navegante y Alfonso, conde de Barcelos y duque de Braganza. La política atlántica proburguesa del condestable fue reorientada hacia el Magreb por la alta nobleza terrateniente que dirigía Alfonso de Braganza -conquistas de Alcácer Seguer (1458), Arcila y Tánger (1471)-. Entre 1449 y 1460 el Navegante lideró la expansión conquistadora frente a la mercantil, aunque nobles, burgueses y Corona prosiguieron la vía marítima al calor de la favorable coyuntura económica europea, dando a la monarquía portuguesa una peculiar condición empresarial. Estas operaciones quedaron detenidas cuando Alfonso V intervino en la crisis de Castilla. El monarca fue candidato a la mano de la infanta Isabel, pero desde 1469 apoyó a la nobleza castellana partidaria de Juana la Beltraneja, con la que casó en 1475. Derrotado en la guerra, acordó con los Reyes Católicos el tratado de Alcaçovas (1479), donde se fijaron las futuras líneas de expansión portuguesa ante la creciente presión de la marina andaluza: las islas Canarias quedaron para Castilla y las Azores, Madeira y la costa surafricana bajo la órbita portuguesa. La inclinación pronobiliaria de Alfonso V no fue seguida por su hijo Juan II (1481-1495), monarca enérgico cuyo gobierno ha sido comparado al de los Reyes Católicos. Con los beneficios de la expansión africana, Juan II impuso su autoridad sobre la nobleza. La última rebelión nobiliaria, dirigida por los duques de Braganza y Viseo, fue reprimida duramente en 1484. La monarquía gobernó desde entonces con el apoyo de la baja nobleza y de las burguesías atlánticas. El reforzamiento de la autoridad real, el sometimiento de la nobleza y la paz con Castilla impulsaron de nuevo la expansión atlántica portuguesa, que culminó durante este reinado: exploración de Angola y el río Zaire (1482-83); Bartolomé Dias dobla el cabo de Buena Esperanza (1488); se acelera la carrera hacia la India tras los viajes de Colón (1492); reparto del Atlántico en el tratado de Tordesillas (1494) con los Reyes Católicos; llegada de Vasco de Gama a la India (1498); arribada de Pedro Alvares Cabral a Brasil (1500). Juan II convirtió el comercio atlántico portugués en monopolio de la Corona, que lo dirigió y estimuló desde la "Casa da Mina" (1482) y la "Casa da India" (1492), precedentes de la Casa de Contratación de Sevilla (1503). La expansión marítima portuguesa permitió el acceso a nuevos mercados y recursos exóticos y ricos con la consiguiente reactivación del comercio europeo, pero también la aparición de una nueva perspectiva del mundo imprescindible en el camino hacia los posteriores descubrimientos españoles iniciados en 1492. El reino de Granada experimentó en esta etapa una efímera recuperación para caer enseguida en nuevas luchas sucesorias bajo la creciente presión de Castilla. Tras numerosas luchas internas, Muhammad IX el Zurdo recuperó el trono en 1453. Durante su última etapa de gobierno alternó el poder con Sa'd (1454-1462) y tuvo afrontar la guerra de desgaste de Enrique IV (1455-1457) y las conquistas castellanas de Archidona y Gibraltar (1462). Este año Muhammad IX fue destronado por el breve Yusuf V (1462), sucedido por su hijo Abul-Hasán Alí o Muley Hacen (1464-85) con ayuda de los Abencerrajes. Muley Hacen se impuso a sus aliados y a su hermano Muhammad ibn Sa'd (el Zagal) e inició un paréntesis de paz y prosperidad al calor del apoyo de sus súbditos y de la guerra civil de Castilla. Sin embargo, el final de la crisis castellana coincidió con la decadencia de Muley Hacen, preludio del fin. En las Cortes de Toledo (1480) los Reyes Católicos decidieron reiniciar la guerra contra Granada siguiendo la vieja pauta de Fernando de Antequera, Álvaro de Luna y Enrique IV. La empresa, de características tanto medievales como modernas, tuvo causas religiosas (fue una Cruzada teñida de mesianismo), políticas (ocupar a la nobleza, aunar a Castilla y Aragón en una empresa común) y económicas (golpear el comercio genovés, fácilitar la navegación en el Estrecho...). La conquista de Granada (1480-1492), planteada como una guerra de desgaste, fue desde el primer momento la empresa prioritaria de los reyes, que estrangularon económicamente al emirato y se beneficiaron de la constante guerra civil por el trono entre Muley Hacen (hasta 1485), su hermano El Zagal (hasta 1489) y su hijo Muhammad XII llamado Boabdil (1482-1492). Las campañas contra Granada comenzaron con la toma de Alhama en respuesta a la conquista nazarí de Zahara (1482). Hasta 1485 los Reyes Católicos explotaron la rebelión de Boabdil y los Abencerrajes y ocuparon Álora y Setenil (1484). A la muerte de Muley Hacen (1485), los cristianos conquistaron la región occidental del reino (Ronda, Loja, Illora). Se produjo entonces la usurpación de El Zagal, que fue derrotado por Boabdil con ayuda castellana. En 1487 las tropas cristianas conquistaron Málaga tras un duro asedio. En los dos años siguientes los castellano-aragoneses ocuparon la zona oriental del emirato (Vera, Mojácar, Níjar, Vélez Blanco y Vélez Rubio, Tabernas, Purchena; Guadix, Almería), destacando la conquista de Baza, la campaña más aura de toda la guerra. El Zagal se retiró entonces de la guerra (1489) y Boabdil quedó reducido a Granada, la Vega y las Alpujarras. En situación agónica la población de la capital se negó a rendirse, mientras los Reyes Católicos construyeron el campamento de Santa Fe como símbolo de su determinación. Tras llegar a un acuerdo con Boabdil, los cristianos entraron en Granada el 2 de enero de 1492. La población mudéjar conservó vidas, religión y posesiones, pero desde 1500 debió optar entre la conversión o el exilio, convirtiéndose en la minoría morisca presente en la Península hasta el siglo XVII. Con la conquista de Granada los Reyes Católicos pusieron fin a ocho siglos de dominio político musulmán en la Península, concluyendo el proceso secular que se conoce como Reconquista, definidor en gran medida de la evolución política, económica, social y cultural de los reinos ibéricos durante toda la Edad Media. La unión personal de las Coronas de Castilla y Aragón fue obra de las hábiles maniobras de Juan II de Aragón. Aunque tenía un precedente en la unidad dinástica de ambas coronas en manos de los Trastámara desde el Compromiso de Caspe (1412), la unidad castellano-aragonesa de los Reyes Católicos fue consecuencia de la coyuntura política especifica de la Península Ibérica entre 1460 y 1480. Esta unión personal estuvo muy lejos de formar una entidad política centralizada o una "unidad nacional española, y debe considerarse el comienzo de una fase de unificación histórica... dirigida desde y por Castilla, el reino más importante y con mayores recursos humanos y económicos..., cuya suerte dependerá del juego de fuerzas existentes, de la voluntad de quienes en adelante integren el nuevo Estado y de la habilidad de sus dirigentes" (J. L. Martín). En la fortuna de esta marcha hacia la unidad pudieron tener una mayor o menor influencia factores ideológico-historiográfico-políticos como la idea medieval de España -común a todos los hispano-cristianos pero asumida políticamente por Castilla como heredera de la idea imperial leonesa y, más tarde, como potencia hegemónica peninsular- o "la definición del ámbito español como unidad política por la dinastía Trastámara" (M. A. Ladero). Pero fue la comunidad de intereses y enemigos de la monarquía hispánica desde finales del siglo XV lo que permite decir que "tal unión dio paso en la Historia a la España moderna" (J. Vicens). Los Reyes Católicos dieron el impulso definitivo a la construcción de la monarquía moderna en Castilla y Aragón. Tras pacificar sus reinos, impusieron la autoridad regia a partir de las líneas políticas heredadas de sus antepasados y de los aparatos estatales de Castilla (en mayor medida), y sobre una estructura socio-económica apenas modificada. Con ello sentaron las bases del futuro absolutismo real. Como forma de consolidar la hegemonía regia y para desviar el potencial bélico hasta entonces empleado en guerras civiles, los Reyes Católicos abordaron una amplia política exterior. Después de iniciar una nueva etapa de alianza con Portugal (1479), la monarquía se volcó en la empresa conquistadora de Granada (1482-1492), culminación de la Reconquista y laboratorio del que surgirá la poderosa maquina bélica de la monarquía hispánica. El año 1492 no sólo vio la definitiva desaparición del Islam andalusí. También entonces los reyes procedieron a la expulsión de los judíos de Castilla y Aragón (31-marzo-1492), consecuencia de la política de homogeneización religiosa derivada de un ambiente social radicalizado y un autoritarismo monárquico que exigía la uniformización político-religiosa. La precaria situación de la población musulmana de Granada desde 1500 respondió a la misma presión social, religiosa y política. Por último, en 1492 la monarquía hispánica alcanzó una nueva dimensión transoceánica cuando el viaje de Cristóbal Colón incorporó el continente americano a la historia de España y de Europa. Desde el trascendente 1492 la monarquía de los Reyes Católicos, heredera de la política exterior de Juan II de Aragón, se erigió en el rival europeo de la poderosa Francia, con quien disputara en Italia la hegemonía en Europa. Consecuencia imprevista de esta pugna contra Francia será la gran herencia de Carlos V, nieto de Fernando e Isabel. La muerte de la reina Católica abrió un agitado periodo conocido como "Época de las regencia"s (1504-1516). Durante estos años la unidad castellano-aragonesa pasará de la crisis a la consolidación de la mano de Fernando el Católico y el cardenal Cisneros, protagonistas de las campanas españolas en el norte de África (1497-1510). Con la incorporación a Castilla del reino de Navarra (1512), la monarquía hispánica alcanzó los perfiles propios de la España moderna.
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A comienzos del siglo XV, la Península Ibérica se hallaba dividida en varios reinos. El mayor de todos era Castilla, beneficiado por un largo proceso de reconquista en el que había ido añadiendo nuevos territorios. En Castilla, que contaba con una población estimada de 6.500.000 habitantes, existían pujantes ciudades, como Valladolid, Medina del Campo o Sevilla. Le seguía en importancia el reino de Aragón. Con poblaciones como Barcelona o Valencia, contaba con cerca de 1.000.000 de habitantes. Limitada su expansión por el sur, los monarcas aragoneses emprendieron una exitosa política de proyección hacia el Mediterráneo. Entre Castilla y Aragón, el reino de Navarra lucha por mantener su independencia, orientando su política hacia las alianzas con la vecina Francia. Con 120.000 habitantes estimados, su principal ciudad era Pamplona. El último reino cristiano peninsular era el de Portugal, cuya población rondaría 1.250.000 habitantes. La principal ciudad portuguesa era Lisboa, beneficiada por un activo comercio atlántico. Caso aparte era el reino nazarí de Granada. Presionado por Castilla, a la que debía pagar parias o impuestos, contaba con cerca de 750.000 habitantes, establecidos fundamentalmente en su capital, la ciudad de Granada. Acompañaban a ésta importantes ciudades comerciales, como Málaga o Almería.
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Los relatos históricos que conoció Hernández Cuando el protomédico recibió el encargo de estudiar la naturaleza mexicana hacía aproximadamente cincuenta años que aquella tierra había llamado ya la atención de los europeos. Justamente al nacer Hernández empezaron a llegar las primeras noticias de lo que hoy es México. Recordemos que el libro de Juan Díaz, Itinerario de la Armada, fue conocido en 1518. Muy poco después comenzaron a difundirse las Cartas de Relación de Cortés. De 1521 data el Enchiridión del cronista real Pedro Mártir de Anglería29. Estas tres publicaciones causaron revuelo en Europa y es muy posible que en la década de 1520 el niño Francisco oyera hablar de los relatos maravillosos de las indias que por entonces empezaban a desbancar las fantasías de fines de la Edad Media. Unos años después, durante su etapa universitaria en Alcalá, Hernández pudo tener contacto con nuevas publicaciones acerca de lo ya narrado por un humanista italiano que vivía en Salamanca, Lucio Marineo Sículo30. Tal biografía había aparecido en Alcalá en 1530. Este mismo año, y en la misma ciudad, se había editado otro libro de Pedro Mártir, De Orbe Novo, en el que se recogían muchos datos acerca de México. Poco después, en 1535, Gonzalo Fernández de Oviedo sacaba una segunda edición de su Historia general y natural de las Indias en la que abundaban las noticias acerca de las nuevas tierras mexicanas. Es posible que Hernández tuviera en sus manos todas, o al menos algunas de estas publicaciones, y es seguro que conoció la obra que apareció hacia mitad de siglo debida a la pluma de Francisco López de Gómara, cronista de Carlos V. Me refiero a la Historia de la Conquista de México, publicada en 1552. Algunos capítulos de las Antigüedades, como se señala en esta edición, están inspirados directamente en la crónica de Gómara. Al marco histórico que Hernández traía de España hay que sumar los conocimientos adquiridos en sus años de estancia en México. Ya hemos visto que, al llegar a esta tierra, se relacionó con los ambientes cultos de la capital, y es seguro que entró en contacto con el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde en aquellos años era lector fray Bernardino de Sahagún. Para 1571, Sahagún había redactado la mayor parte de su obra antropológica que hoy conocemos. Cómo tuvo acceso Hernández a los papeles del franciscano es algo que no sabemos exactamente. Podemos pensar que durante sus estancias en la capital novohispana, y una vez interesado en temas históricos, el protomédico hiciera visitas a Tlatelolco y al convento grande de San Francisco, los lugares habituales de Sahagún. El hecho es que los escritos de fray Bernardino debieron impresionar al protomédico y fueron fuente principal en que se inspiró. En menor medida también le sirvieron de inspiración los trabajos de otro franciscano, fray Toribio de Benavente, más conocido como Motolinía, vocablo que significa en nahuatl el que es pobre. Aunque fray Toribio había muerto en 1569, un año antes de la llegada de Hernández a México, sus escritos --Memoriales, Historia de los indios-- fueron aprovechados por varios cronistas y es evidente que nuestro protomédico los consultó, particularmente para redactar sus páginas sobre Tlaxcala. Por último, durante sus temporadas vividas en Tetzcoco, tuvo oportunidad de conocer a Juan Bautista Pomar, hijo de español y tetzcocana. Por esos años Pomar estaba redactando su Relación de Tetzcoco, en respuesta al requerimiento de Felipe II. Nadie mejor que él pudo informar a Hernández de la grandeza del pasado tetzcocano y de la realidad de su presente. De manera que Sahagún, Motolinía y Pomar fueron las tres fuentes donde Hernández directamente bebió, tres cronistas de primera categoría en el contexto del XVI. De ellos recogió valiosos datos históricos que completó y aderezó con muchas y perspicaces observaciones sobre el presente y el pasado de los pueblos de la región central de México.
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La escultura acadia tuvo también en el relieve, al igual que había ocurrido en Sumer durante las etapas anteriores, un campo muy apropiado para expresar los nuevos criterios estéticos, cuya finalidad no era otra que exaltar las gestas de sus soberanos. En ese sentido, el relieve acadio, del que interesa la voluntad realista de las escenas, hay que estudiarlo ante todo en las denominadas Estelas de la Victoria, testigos del nuevo enfoque temático que significaba la ruptura de las ideas religiosas tradicionales (aunque estuviesen presentes algunos símbolos de divinidades) en beneficio de los propios reyes acadios. La victoria real fue prácticamente el tema único y exclusivo de tales piezas relivarias que, labradas en algún taller imperial de Akkadé, fueron luego distribuidas por todo el Imperio para así difundir el mensaje de la ideología del monarca. De la época de Sargón provienen dos fragmentos de diorita (hoy en el Museo del Louvre), que formaron parte tal vez de una estela, cuya temática y tipología son todavía subsidiarias de la anterior etapa sumeria. Uno de ellos (50 cm), conserva la decoración de sus cuatro lados, aunque uno en muy mal estado: en el friso inferior vemos a Sargón, asistido por un sirviente con parasol, al frente de su ejército; en el superior, aparece el desfile de siete prisioneros, desnudos y atados, conducidos por un soldado, y la ejecución de algunos otros. El segundo fragmento (54 cm) presenta la gran red repleta de enemigos, sostenida no por un dios (como era el caso de la Estela de los Buitres), sino por el propio Sargón, del que se ha conservado parte de su espalda, brazo y mano derechos. Asimismo, en este fragmento se figura entronizada a la diosa Ishtar, ante quien el rey ha depositado la red. A Rimush (2278-2270), el hijo y sucesor de Sargón, debe adscribírsele el fragmento de otra Estela de la Victoria, decorada en sus dos caras. Lo más novedoso en ella es la clase de armamento que aparece representado, además del tipo de vestimenta, mucho más ligera. Una tercera estela de diorita (restan 46,2 cm) del Museo del Louvre debe fecharse en época de Manishtushu (2269-2255), a pesar de que algunos la consideren de Sargón. El mayor canon de las figuras de los prisioneros, conducidos por un soldado acadio, y la mayor vivacidad compositiva anuncian una nueva fase estética acadia. Debe adscribirse a Manishtushu -¿o quizás a Rimush?- la Estela de Nasiriya, en alabastro, cuyos fragmentos se hallan repartidos entre los Museos de Iraq y de Boston. Uno de ellos, con los consabidos prisioneros desnudos atados por los brazos y con los cuellos sujetos con largos palos, nos hace pensar en alguna de las campañas de tal rey llevadas por Cilicia. La máxima calidad plástica de las estelas, sin embargo, se manifestó durante el reinado de Naram-Sin. La famosísima Estela de la Victoria de este rey habla ante todo no sólo de nuevas concepciones estéticas, sino también de un nuevo mensaje político, dado que la victoria sobre los enemigos se había debido no a los dioses, sino al propio esfuerzo del soberano, que se llega a representar incluso como divinidad (en sus textos ya se había intitulado dios), al retratarse tocado con la tiara de cornamentas. Dicha Estela (2 por 1,05 m), hallada en Susa y hoy en el Louvre, había estado colocada originariamente en Sippar. Está trabajada en arenisca rosada y presenta en un único campo compositivo, adaptado a la forma puntiaguda de la piedra, su victoriosa lucha contra la insumisa tribu de los lullubitas, habitantes de los montes Zagros. El rey, a gran tamaño, y armado con hacha de combate, arco y flechas, pone su pie sobre los enemigos caídos, mientras que Satuni, el jefe lullubita le suplica piedad. Los soldados elevan sus rostros desde los senderos que conducen a la montaña a fin de contemplar aún mejor la grandeza y el poderío de su soberano, rey de las cuatro regiones del Universo. Tres emblemas astrales (de los siete que originariamente tuvo), representación de los grandes dioses, testimonian la presencia divina, pero es evidente que el rey acadio es quien acapara el interés central. Todavía a Naram-Sin pertenece un fragmento de otra Estela de caliza (55 cm de altura; Museo de Estambul), encontrada en Pir Husein, cerca de Diyarbakir. En dicho fragmento aparece el rey acadio no como un guerrero, sino como un piadoso sacerdote actuando durante la ceremonia de la fundación de un templo, con un peinado un tanto artificioso, semejante al que veíamos en el casco ceremonial de Meskalamdug. De una de las hijas de Sargón, Enkheduanna, nos ha llegado un pequeño objeto discoidal, de Ur (26 cm de diámetro; Universidad de Pennsylvania), de gran calidad plástica, sobre cuya superficie se la representa tocada con turbante, actuando como suprema sacerdotisa en el transcurso de una libación ante el dios del cielo An.
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El nivel artístico de los relieves estuvo a menor altura, salvo excepciones, que el de las esculturas de bulto redondo; sin embargo, debemos indicar que tuvo gradaciones cualitativas según el soporte fuese de arcilla, piedra o metal. En cualquier caso, el relieve (sobre todo el de las terracotas) estuvo muy de moda durante la etapa paleobabilónica, dado su bajo coste, al ser fabricado en serie, gracias a apropiadas matrices de arcilla, algunas de las cuales nos han llegado. Todas las piezas fueron utilizadas, en general, como exvotos, talismanes e incluso como juguetes. La temática del relieve en terracota, cuyas piezas han aparecido tanto en templos como en viviendas privadas, abarcó todos los campos, desde el mundo de los dioses hasta el de la vida cotidiana, sin olvidar el mundo animal, éste más de contenido mitológico que decorativo. Dejando a un lado la gran cantidad de plaquitas con figuras de sacerdotisas desnudas, las imágenes de las divinidades más representadas fueron Lama e Ishtar. Las placas con la diosa Gama la presentan con los brazos en alto y con una mano encima de la otra, en actitud de intercesión. Entre los ejemplares más conocidos hay que citar los dos de Susa y el de Mari, todos de pequeñas dimensiones y que fueron fijados en la pared de alguna capilla. De las numerosas placas de Ishtar, bástenos recoger dos ejemplares del Museo de Iraq, aunque no de muy buena factura: la que la representa de pie, en tanto que diosa de la guerra, armada, encima de un león; y otra, también armada, pero de pie sobre un carro de guerra. Entre las terracotas de verdadera calidad artística, solamente nos vamos a detener, por razones de espacio, en tres de ellas. Trátase la primera, inhabitual por su forma y tratamiento, de un disco con representación de danza y música (15,5 cm de diámetro) del Museo de Iraq: en el campo plástico aparecen dos danzarinas desnudas, de estilizadísima figura, entre las cuales se hallan dos enanos de piernas torcidas; alrededor de este grupo se figuran tres monos (dos de ellos sentados). La escena habla inequívocamente de alguna representación circense. La segunda es una terracota (12,6 cm; Museo de Iraq) del Templo de Ishtar Kititum en Ischali, y que copiaba, sin duda, alguna estela relivaria fabricada en metales preciosos. La pieza consiste en una plaquita ovalada por su parte superior con la representación de la diosa Ishtar, aderezada con unos grandes pendientes, de parecido modelo al que citamos al hablar de la orfebrería neosumeria, y con un magnífico pectoral, formado por diversos collares de grandes perlas. La última pieza que seleccionamos, muchísimo más divulgada, es la famosísima lastra Burney (50 cm; Colección Norman Colville), conocida como Relieve de la diosa Lilith. Esta lastra de barro cocido representa a tal divinidad, enemiga de las parturientas y de los recién nacidos y seductora nocturna de hombres, con tiara de cornamentas, alada y con poderosas garras de lechuza sobre leones, a cuyo lado dos siniestros búhos, símbolo de la nocturnidad, la enmarcan. La diosa, desnuda, porta en sus manos la cuerda y la vara de medir (un juego en cada una), elementos que ya habían aparecido en las estelas neosumerias como instrumentos de medición y que acabarían simbolizando la justicia. No podemos pasar por alto algunos relieves con escenas de la vida cotidiana: púgiles luchando, tañedores de arpa o de laúd, ni tampoco los que recogen escenas de animalística, como la perra amamantando a su camada, símbolo quizá de la diosa Gula, o la extrañísima plaquita con la figura de una rana, símbolo también de la fecundidad. De profundo contenido religioso son las placas del Dios reatando a un cíclope, de Khafadye (Museo de Iraq), la del hombre montando a un toro (Universidad de Chicago), la de la demonio enflaquecida de Tell ed-Der (Museo de Iraq) y las numerosísimas representaciones del monstruo Humbaba, el mítico guardián de los cedros, figurado a veces como una banda continua, a modo de los intestinos de un animal sacrificado (ejemplar en el Museo Británico) y otras como terrible demonio desnudo, de grotesco cuerpo (Museo Británico) o como terrorífica testa (placas del Museo de Iraq). Todas estas terracotas tuvieron siempre una función apotropaica. De los pocos relieves labrados en piedra que nos han llegado, uno de ellos presenta particular interés por constituir la única representación segura de la imagen del rey Hammurabi, sexto rey de la I Dinastía de Babilonia: nos referimos a la famosísima estela de diorita que contiene las leyes que tal soberano promulgó en 1753. La pieza (2,25 m; Museo del Louvre), erigida originariamente en Sippar y hallada en Susa a comienzos de este siglo, recoge en el relieve de su parte superior (65 cm) a Hammurabi, compareciendo de pie y en acto de adoración ante el dios Shamash, sentado sobre un trono en forma de edícula, quien, al tiempo que dicta las leyes al soberano, le hace entrega de los símbolos de la justicia y del poder. Plásticamente, esta estela o Código de Hammurabi, como se la conoce usualmente, presenta grandes novedades, pues hay claros indicios de perspectiva y un nuevo tratamiento anatómico en las figuras, bien delineadas y bellamente esculpidas. El Museo Británico posee una pequeña placa de caliza (36 cm) con la solitaria figura en relieve de un rey ante una inscripción. El parecido del rostro con el del Código es muy evidente, lo que ha motivado que algunos lo consideren un segundo retrato de Hammurabi.
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En trabajos realizados en la Cancillería Apostólica de Roma durante los años 1937-39 aparecieron dos magníficos relieves flavios. Parte de ellos correspondieron al Estado Vaticano, por haberse hallado en territorio suyo; parte, al colindante Estado Italiano, por la misma razón. Sin embargo, esta última fue regalada en 1956 a S.S. Pío XII con motivo de su octogésimo cumpleaños, de modo que hoy se encuentran todos reunidos en el Museo Vaticano. Se trata de un juego de dos frisos de una misma altura (2,06 m.) y de unos 7 metros de longitud cada uno. El monumento domiciáneo que decoraban sufrió las consecuencias de la damnatio memoriae del emperador. Los relieves fueron desmontados y dispuestos para ser reutilizados en honor de Nerva. La cabeza de Domiciano fue hábilmente convertida en un retrato de su anciano sucesor, pero sólo en uno de los relieves; el otro conserva la efigie del Domiciano adolescente. La brevedad del reinado de Nerva frustró el proyecto, y el escultor encargado de llevarlo a cabo, perplejo ante la nueva situación, se contentó con almacenar los relieves en la bodega de su taller, donde al cabo de los siglos han reaparecido en compañía del de los Vicomagistri. Su estado es excelente, pese a la pérdida de algunos trozos. El primero representa el regreso (adventus) de Vespasiano en el año 70, tras la victoria judaica. A su encuentro sale Domiciano, un joven entonces de dieciséis años, pero ya praetor urbanus de Roma, la ciudad que ha logrado dominar después de la (según él) épica batalla del Capitolio, y conservar fiel a su padre y a su hermano, cónsules empeñados en la guerra con los judios. Vespasiano saluda a su hijo menor, vestido de toga como él, del modo protocolario, alzando la diestra a media altura. La cabeza del emperador es uno de los mejores retratos que se conocen de él, el viejo tacaño, en la línea del retrato realista de la República. Una Victoria, perdida en su mayor parte, a sus espaldas, se disponía a depositar sobre su cabeza la corona de encina (corona civica), algo visible aún, distinta de la corona de laurel, la triumphalis. En torno a ellos los lictores del séquito, con sus fasces, y dos personajes alegóricos, los Gene del Senado y del Pueblo Romano, el primero un anciano vestido de toga, el segundo un joven apolíneo, medio desnudo. Los lictores de la vanguardia se adelantan presurosos hacia la efigie entronizada de Dea Roma, a quien acompañan las vestales, despojadas del velo acostumbrado (el suffibulum), pero ceñido su pelo corto de la diadema tubular, (infulae) y de sus vittae colgantes. Cierra la composición, por la izquierda, un togado con dos varas de lictor en la mano; es el apparitor asignado a las vestales. El segundo friso, de mejor calidad artística que el primero (salvo la figura de Dea Roma, afectada por la división entre dos placas), se refiere a algo ocurrido muchos años después, quizá el doble triunfo sobre catos y dacios (89 d. C.) y la ofrenda a Júpiter de la corona de laurel por la victoria sarmática a que se refiere Suetonio, Dom. VI: "De Chattis Dacisque post varia proelia duplicem triumphum egit, de Sarmatis laureara Capitolino lovi rettulit". En todo caso se trata de un segundo adventus, el de un Domiciano que por las circunstancias ya expresadas, hubo de sufrir la transformación de su rostro en el de su enemigo Nerva. El desfile se dirige aquí hacia una placa perdida, en la que pudiera haber estado, en su trono, como Roma en el relieve anterior, Júpiter Capitolino, hacia el cual se dirigía la Victoria portadora de la laúrea, que en la última de las placas del extremo izquierdo, aparece a medias, volando en aquella dirección. Si el coronado en el friso anterior era Vespasiano, aquí lo sería Júpiter en un acto de modestia del emperador. Marte y Minerva lo preceden y parecen darle ánimos para que siga su marcha sin reparo; Minerva hace incluso el expresivo gesto de echar hacia atrás el casco corintio para descubrir su rostro y que el emperador vea la mirada reconfortante de su protectora. Dea Roma, a su lado, va más lejos aún, empujándolo cortésmente hacia su glorioso destino. El Genius Senatus, que la sigue, es aquí portador de un cetro, rematado en un busto, seguramente el mismo que el emperador obligaba a poner en sus coronas a los sacerdotes de la Triada Capitolina, junto a los tres de Júpiter, Juno y Minerva: el suyo. Cierran la visión del desfile el Genius Populi Romani y los pretorianos de la escolta imperial. Una vez más, se prescinde de los magistrados, sacerdotes, familiares y amigos. El adventus se convierte en un anticipo de la apoteosis que espera al emperador. Aunque formalmente dependa del friso del Ara Pacis, mucho más que los relieves del Arco de Tito, ideológicamente se encuentra a cien años luz, los que separan un acto protocolario de una parodia del introito de Hércules al Olimpo. Merece la pena cotejar el relieve con una obra contemporánea de otra naturaleza: el epigrama CI del libro IX de Marcial. Domiciano acaba de dedicar a Hércules, en la Vía Apia, un templo en el que la estatua de culto tiene el semblante del emperador (simili venerandus in Hercule Caesar). Este Hércules es el Alcida minor, cuyos trabajos enumera el poeta como mero aperitivo del plato fuerte de los del Hércules de Roma, residente en unos palacios que él ha depurado de los malos espíritus de anteriores reinados (adseruit possessa malis Palatia regnis). Este es el verdadero Alcida maior, que tres veces arrancó los pérfidos cuernos al toro del Danubio sarmático y otras tantas refrescó a su caballo sudoroso en la nieve de los getas (cornua Sarmatici ter perfida contudit Histri, / sudantem Getica ter nive lavit equum... ). Domiciano reinó dieciséis años (181-197) ¿Cómo es posible que en un lapso de tiempo tan breve y en dos encargos oficiales se produjesen los relieves monumentales del Arco de Tito y los de la Cancillería? En los dos alternan los dioses con los personajes históricos y alegóricos -la gran novedad iconográfica del momento- pero los estilos son totalmente distintos. Las figuras de la Cancillería están adheridas al fondo y lo ocupan con rigurosa uniformidad. Sus cabezas están situadas al mismo nivel (isocefalia), no una más arriba y otras más abajo; sus tipos son de una esbeltez exagerada, que no se volverá a repetir en el arte romano imperial. El ilusionismo y el aire atmosférico que llenan los relieves de Tito se han disipado aquí, y lo mismo el espacio que se abría sobre las cabezas. En el Arco se revela un artista genial, innovador; en la Cancillería un portavoz de la ideología oficial de Domiciano y un estudioso del relieve aúlico de los Julio-Claudios. El futuro estaba más con él que con el autor de los relieves de Tito.
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Entre las diferentes estelas que nos han llegado, talladas en basalto, diorita, caliza, alabastro y arenisca, y todas iconográficamente hieráticas, majestuosas y repetitivas, debemos citar las más importantes, exponiéndolas de acuerdo a un orden diacrónico. En primer lugar la de la Victoria, de Tukulti-Ninurta II (890-884), hallada en Terqa (90 cm; Museo de Aleppo), de estilo más bien sirio-hitita, y que conmemoraba las luchas contra los arameos de Laqe. Le siguen las dos Estelas de Assur-nasirpal II: la del Museo Británico (2,92 m), presenta al rey de perfil con la mano derecha en actitud de oración hacia los emblemas de cinco divinidades; la del Museo de Mossul (1,28 m), de mayor calidad relivaria (y de parecida tipología), interesa por su largo texto, en el que, además de informar de sus hechos militares, se recuerda el gran banquete que organizó tal rey con ocasión de inaugurar el nuevo palacio de Kalkhu, al que acudieron 69.594 invitados. De Salmanasar III se posee una Estela de caliza (hallada en Kurkh y hoy en el Museo Británico), de 2,20 m y de similar estructura a las anteriores, aunque de tosco relieve. Más interesante es la Estela de Shamshi-Adad V (824-811), localizada en Kalkhu (2,18 m; Museo Británico): al ser más estrecha, la figura del rey, en ademán de oración, presenta un esbelto canon. De mayor calidad todavía es otra estela de este mismo rey, hallada en Saba'a, en el desierto, al sur de Sinjar (1,42 m; Museo de Estambul), de estilo decididamente provincial: la parte superior presenta al monarca en la tradicional postura de oración, mientras que el resto recoge la campaña contra Palestina. Muy superior a las hasta aquí citadas es la Estela de Adad-nirari III (810-783), localizada en Karana (1,30 m; Museo de Iraq), de finísima talla, con inscripción central, parte de la cual fue borrada a propósito. Del rey Assarhaddon (680-669) tenemos tres, provenientes respectivamente de Zincirli (Turquía), de Til Barsip (Siria) y del delta egipcio (hoy en el Museo de El Cairo). La primera (3,18 m; Museo de Berlín) recoge al rey libando, mientras sostiene en su mano la cuerda con la que ata a dos de sus enemigos, figurados a sus pies y a insignificante tamaño: Abdimilkutti, rey de Sidón, y Ushanahuru, hijo de Taharqa, rey de Egipto y Nubia (otros autores opinan que se trataría de Ba'lu, rey de Tiro, y del propio faraón Taharqa). La de Til Barsip (3,80 m; Museo de Aleppo), más tosca, troceada en cuatro fragmentos, presenta el mismo tema argumental, coincidente también con el de la Estela de El Cairo, en perfecto estado de conservación. Asimismo, Assurbanipal, renovando la antiquísima tradición iconográfica sumeria se hizo representar en una Estela de arenisca (36`80 cm; Museo Británico) para conmemorar la reconstrucción del Esagila, el templo de Marduk en Babilonia, ciudad bajo su poder; en la misma, de carácter votivo, se figura como constructor, portando devotamente sobre su cabeza el cesto y los ladrillos. No podemos dejar de citar, por su singularidad (aunque para la Historia del Arte no signifique nada), las numerosas estelas que sin decoración, y sólo con la inscripción de uno o dos nombres (nunca de dioses), aparecieron al sur de la zona más antigua de Assur. Todas son altas -algunas llegan casi a los 5 m- y pertenecieron a personas regias y a funcionarios. La cronología de tan enigmáticas estelas abarca desde el siglo XIV hasta la mitad del siglo IX.
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Junto a los lamassu de las puertas de Dur Sharrukin se situaron otros relieves, también de gran tamaño, en piedra caliza yesosa, con la representación de genios alados con la piña y la sítula, en clara función apotropaica, como puede verse en el magnífico ejemplar del Museo de Iraq (3,90 m de altura). Por supuesto, también el palacio de Senaquerib, en Nínive, contó con los gigantescos toros alados en las entradas de sus portales; lo mismo que el palacio provincial de Hadatu, aunque aquí alternaban los leones de abiertas fauces (un ejemplar de basalto en Aleppo; 3,70 por 2, 70 m) con toros de cinco patas (ejemplar en el Louvre; 2,40 por 1,57). Donde verdaderamente los artistas neoasirios demostraron gran maestría fue en los relieves que adornaron las múltiples estancias de los palacios y, en menor medida, las de las construcciones religiosas. Allí, en las zonas bajas de las paredes de los estrechos y largos salones palatinos, los soberanos se hicieron representar en el contexto de sus empresas guerreras o actividades pacíficas, siempre al servicio del dios Assur, todo ello bajo un personalísimo enfoque artístico que acabaría por definir el arte asirio de todas las épocas. Las escenas iban complementadas, casi siempre, con anales literarios, dispuestos a modo de largo friso sobre las secuencias de relieves o bien separándolos cuando aquéllos ocupaban dos bandas horizontales. El rey Assur-nasirpal II (883-859) supo hacer de su nuevo palacio de Kalkhu (Palacio noroccidental) el adecuado instrumento de su ideología, concibiendo una decoración escenográfica para motivar en el espectador de sus estancias el imponente poderío de su persona e Imperio. Para ello, y de acuerdo con el sistema arameo y neohitita de cubrición de paredes a base de losas de piedra o mármol de gran tamaño (ortostatos), cubrió con placas alabastrinas, trabajadas con bajorrelieves, la parte inferior de las mismas, dejando el resto ornamentado con pinturas, que incluso proseguían por los techos. De los relieves de este palacio (en su mayoría en el Museo Británico), todos ellos de carácter religioso, el más importante era el de la pared este del Salón del trono, en el cual se representaba al rey y a su genio protector vueltos hacia el Arbol de la Vida, escena presidida por el disco solar alado, el emblema de Assur. En la pared meridional del mismo salón se representaron escenas guerreras y cinegéticas, a modo de friso corrido, en composiciones muy vivaces y, sobre todo, variadas, en las cuales el monarca aparece siempre remarcado a pesar de que su figura no se representase a mayor tamaño. Los detalles y pormenores se realzaron de modo magistral en los tocados, armas y arneses de los caballos, mientras que el resto del relieve, en líneas generales, aparecía muy bien modulado. No podemos describir minuciosamente una a una todas las escenas presentes en el gran número de ortostatos que nos han llegado. Bástenos citar las de la caza del león, en una de cuyas secuencias la fiera ataca de improviso al rey, lanzándose contra el propio carro; la escena de la libación en la que el monarca, rodeado de sus oficiales, sostiene una copa junto a un león abatido; o la similar escena junto a un toro también muerto; el asedio de una ciudad a orillas de un río, en donde vemos cómo el dios Assur, situado sobre la cabeza del rey, tensa su arco contra el enemigo; el ataque a una ciudad, con todo tipo de instrumental militar, y, finalmente, el regreso del rey al campamento, de planta circular y figurado en perspectiva aérea. Del Templo de Ninurta, levantado en Kalkhu, proviene un único relieve (2,35 m de altura; Museo Británico), trabajado sobre dos ortostatos, que representa al dios armado con haces de rayos en lucha contra el mal y el caos, simbolizados por un dragón de poderosas garras. Tiglat-pileser III (744-727) había construido al sur del Palacio de Assur-nasirpal II otro nuevo, conocido como Palacio central, que también ornamentó con bajorrelieves sobre ortostatos de alabastro, siguiendo el modelo de los del palacio de su antepasado en el trono. Se volvía así a decorar con placas relivarias las paredes de las estancias y salones palaciegos, después de casi siglo y medio sin que otro monarca hubiese empleado este costoso sistema ornamental. Lamentablemente, años después, Assarhaddon (680-669) decidió arrancar parte de ellos de su emplazamiento primitivo y reaprovecharlos en su nuevo palacio (Palacio del Sudoeste) que nunca, sin embargo, llegaría a ser acabado. Los relieves hallados en las ruinas de estos dos palacios (hoy en el Museo Británico) tienen como temática central escenas de guerra protagonizadas por Tiglat-pileser III (asedios, combates, deportaciones, ejecuciones). Eran una verdadera ilustración visual de sus anales, cuyos textos, separando las composiciones, figuraban en una faja central. Técnica y formalmente difieren muchísimo de los relieves del palacio de Assur-nasirpal II que antes hemos citado. Aunque el modelado de las escenas del Palacio central de Kalkhu es suave, su tratamiento está muy por debajo del de los ortostatos del Palacio noroccidental; respecto a las composiciones, al faltar aquí, en el Palacio central, las líneas del horizonte (algunas figuras y escenas parecen flotar en el espacio), los artistas debieron amoldarse un tanto forzadamente al contexto narrativo general para evitar disonancias. De entre lo conservado podemos reseñar los relieves más significativos de contenido religioso (Tiglat-pileser III en una escena mitológica; representación de una extraña ceremonia de culto en la que los hombres van batiendo las palmas, mientras son seguidos por una figura disfrazada con una máscara de león) y también de carácter belicista (transporte de las imágenes de los dioses de una ciudad vencida a hombros de soldados asirios; deportación de mujeres y niños que parten en carros tirados por bueyes; abandono de la ciudad junto a cuyas murallas se ha dejado un ariete; luchas contra los árabes del desierto, los cuales, una vez derrotados, deben pagar tributos en especie -dromedarios-, según se deduce de una reata conducida por la propia reina de tales gentes). Los frisos del palacio de Sargón II (721-705), parte de los cuales se hallan repartidos entre los Museos del Louvre, Iraq y Chicago, supusieron un paso adelante en el tratamiento relivario asirio. Además de una mayor soltura compositiva, unos claros atisbos de perspectiva -aunque geométricamente errónea-, y una mayor atención puesta en el tratamiento plástico de los detalles más insignificantes -joyas, armas, vestiduras, insignias, vasos, mobiliario-, el campo temático se vio ampliado con la incorporación, por primera vez, de escenas relacionadas con la vida privada del rey. A estas innovaciones se unieron los efectos lumínicos y de profundidad espacial que se consiguieron al labrar las placas de alabastro con relieves en planos más salientes. En la pared nordeste del gran patio palacial, los ortostatos -de casi 3 m de altura- recogían un cortejo de altos dignatarios y servidores que transportaban hacia el rey el trono real, diferentes asientos, mesas y vasos de variadas formas. En otra estancia se figuraba una gran escena de banquete, celebrado para conmemorar una victoria militar, de la cual se reproducían algunos de sus episodios. No faltan en el palacio los relieves de gusto narrativo que se fijaron en las actividades constructoras del rey, testimoniadas -por citar un ejemplo- en la famosa escena marina del transporte de madera desde el Mediterráneo hasta el corazón de Asiria. En la llamada Sala de justicia, los relieves se recreaban en la entrega de los tributos o en los castigos aplicados a los vencidos. Aunque las imágenes muestran actos ceremoniales en los que Sargón II, en su calidad de representante de Assur, se halla en actitud distante, lo cierto es que, a veces, el rey, desprovisto de todo protocolo, toma parte activa en ellos como un participante más, saltando con su propia mano los ojos a los vasallos rebeldes. En contraste con estos actos oficiales, indudablemente crueles, una pequeña habitación del noroeste del palacio -y el tema es novedoso por introducirse en la esfera privada del soberano- reproducía un idílico paisaje montañoso, sin duda el parque real, poblado de árboles y con pájaros volando, en medio del cual el rey se dirigía en su carro ligero hacia un templete, al tiempo que sus servidores, entre los abetos, cazaban animales -pájaros, liebres y gacelas- destinados a la comida festiva, que se representa por encima de las escenas venatorias. Senaquerib (704-681), que se autocalificaba de conocedor de todas las artes, construyó un palacio propio -Palacio que no tiene igual- en Nínive (colina de Kuyunjik) al hacerla su capital imperial. Aunque no se conoce en toda su extensión, dicho palacio ha proporcionado -como no era menos de esperar- hermosos ortostatos de alabastro (hoy en el Museo Británico) con relieves de gran interés artístico e histórico. Tales relieves, que guardan mayor relación temática con los del palacio de Tiglat-pileser III, en Kalkhu, que no con los más recientes de Dur Sharrukin, son en su mayoría verdaderos cronicones de las batallas de Senaquerib. La novedad de los mismos estriba en la muchísima importancia que se da a los detalles secundarios, como pueden ser el arbolado o la fauna, que pasan ahora a un primerísimo plano por ser parte integrante del marco paisajístico, al cual se adaptan composiciones y figuras. Otra de sus novedades es la carencia de las fajas con textos inscritos para subdividir los ortostatos en registros y posibilitar así distintas escenas. Aquí, en este palacio, las escenas se figuran siempre de modo individual, sin líneas divisorias y sin necesidad de quedar determinadas por el marco del propio ortostato. No obstante, en algunos casos, la superficie de la piedra se divide en tres registros, aunque sin romper la unidad argumental, situándose en el superior la campaña militar propiamente dicha, en el central los datos paisajísticos -ríos, viñedos, olivares, palmeras, juncales- que permiten fijar el escenario, y en el inferior, invariablemente, el retorno de los vencedores. Entre las composiciones que nos han llegado podemos recoger la que se representó en uno de los corredores palaciegos con el tema del regreso de una cacería real, con los palafreneros conduciendo los caballos reales -de soberbia estampa- y los servidores portando viandas y frutos para un banquete. O la que se figuró sobre grandes ortostatos (2,25 m de altura) con la escena del difícil transporte de los lamassu destinados al templo de Nínive: en la misma se ve a los hombres organizados en varias cordadas, arrastrando las colosales estatuas pétreas por tierra o ingeniándoselas para vadearlas por los ríos. Sin embargo, la temática principal de los relieves de Kuyunjik fueron las campañas militares, tratadas de un modo muy realista, con detalles concretos e identificadas por pequeñas indicaciones escritas. De entre ellas, y sobre 13 ortostatos, sobresale por su gran calidad plástica y compositiva la que describe el asedio, asalto y captura de la ciudad palestina de Lakish, con algunos episodios de verdadera genialidad narrativa: masacre de prisioneros, deportación de supervivientes, transporte del botín, recepción de una delegación con los embajadores implorando piedad. Más importante, desde el punto de vista plástico, que la campaña palestina aludida, es la que conmemora la llevada a cabo contra los caldeos del País del Mar. Con gran riqueza de detalles se pudo representar el marco paisajístico de las marismas que rodeaban las desembocaduras del Eufrates y Tigris, adquiriendo gran importancia descriptiva los cañaverales y juncales, así como la fauna, que rodean por doquier a las tropas de Senaquerib. El palacio norte de Nínive, obra de Assurbanipal (669-630), ha proporcionado diferentes grupos de bajorrelieves (en su mayor parte hoy en el Museo Británico y algunos en el Louvre), que por su tratamiento formal obedecen a dos épocas: una, la más antigua, se caracteriza por continuar representando las escenas con figuras y paisajes en una visión panorámica, muy al gusto de los mejores relieves de Senaquerib; la más reciente, estructura los relieves a modo de franjas que habían comenzado a aparecer también con Senaquerib y que acabarían por imponerse. Entre los bajorrelieves de la primera época sobresalen los que representaban la dura campaña contra el elamita Teumman en el río Ulai: en ellos puede verse cómo el ejército asirio avanza y logra acorralar a los elamitas que huyen a la desbandada. En medio de todo el enredo de hombres y animales -verdadero horror vacui plástico- el rey Teumman aparece representado en tres ocasiones: en una es alcanzado por una flecha, en la otra es decapitado, y en la tercera su cabeza es cogida por un soldado para enviarla a Nínive. Sobre esta abigarrada composición aparecen las mujeres y los niños elamitas escoltados por soldados asirios. Pequeños textos, dispuestos sabiamente, narran los episodios más sobresalientes del combate. En los accesos a la gran Sala del trono del palacio se representó la conquista de Babilonia y la consiguiente muerte de su rey Shamash-shum-ukin, hermano de Assurbanipal. En otras estancias se rememoran, en frisos compositivos, las nuevas expediciones hechas contra ciudades elamitas (Madaktu, Hamanu) y, en fin, en algunas más, las luchas de los asirios contra los árabes del desierto, que cabalgan por parejas sobre dromedarios. El relieve de tema animalístico llegó con Assurbanipal a su máxima expresión de calidad, superando con mucho las escenas cinegéticas de Assur-nasirpal II, de comienzos del siglo IX. Ahora, además, la caza de leones, que constituye el argumento esencial de los frisos, se complementa con magistrales escenas secundarias en donde aparecen manadas de gacelas y de asnos salvajes que son acosados por los perros o que huyen ante los cazadores. Vemos, en ocasiones, al rey cazando poderosos leones tanto a pie, como en carro o a caballo, demostrando su pericia en las tres modalidades venatorias. Al artista, sin embargo, en este tipo de composición, no sólo le interesa la figura del rey y de sus ayudantes, sino también las de todo el conjunto, incluso la de los numerosos leones representados hasta en sus detalles más insignificantes, lo que transmite al relieve una naturalidad nunca hasta entonces superada. De todos los grandes felinos, representados siempre en actitudes distintas y nunca repetidas, los más famosos son los conocidos como el león moribundo, animal que agoniza mientras expulsa sangre por sus fauces, y la leona herida, a la cual una flecha clavada en la columna vertebral le impide incorporarse, debiendo arrastrar las patas traseras al tiempo que ruge de impotencia. En una sala-jardín del palacio se situó otra escena con leones, en esta ocasión domesticados, sueltos en un parque real, y que formaban parte de una representación procesional en la que se ven, junto a ellos, sacerdotes que tocan arpas y liras. El momento culminante de las escenas de lucha contra los elamitas lo constituye la representación de un banquete, un symposium, del que nos han llegado muy pocos ortostatos. En ellos se ve al rey recostado sobre un diván en el acto de beber acompañado de su esposa, la reina Assur-sharrat, sentada en alto sillón frente a él. Músicos y servidores, que portan viandas, contribuyen a hacer aun más agradable el banquete que tiene lugar a la sombra del emparrado de una pérgola del palacio real. En las ramas de uno de los abetos, frente al rey, aparece colgada -y es el toque trágico de la escena- la cabeza del elamita Teumman, enviada a Nínive desde el campo de batalla. No sólo los relieves de los palacios testimonian la voluntad que tuvieron algunos soberanos neoasirios de perpetuar sus hazañas en la Historia, también en otras piezas -estelas, paredes rocosas, objetos cultuales, obeliscos- llegaron a repetir su propia imagen y hechos junto a textos de considerable extensión, siempre laudatorios.
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Donde el arte eblaíta muestra su más acusada personalidad es en los relieves, trabajados sobre distintos materiales. En todos ellos, de una gran riqueza temática, junto a lo específicamente local, aparecen también inequívocos elementos de la Mesopotamia del período protodinástico. Los de mayor interés son los que decoran las caras de las pilas cultuales, de estructura rectangular y con dos bocas o recipientes, halladas en los principales templos; tres de sus lados -o los cuatro- aparecen decorados con vigorosas figuras humanas y animales, formando composiciones mitológicas en las que el banquete real en honor de la divinidad es el tema central de interés. La pila basáltica hallada en el Templo B1, fechada entre el 1900-1850 a. C. (hoy en el Museo de Damasco), presenta en su cara central el indicado banquete y en sus lados menores una teoría de guerreros en orden de combate, composiciones todas ellas por encima de protomos de feroces leones. La pila del Gran Templo D, de época un poco posterior (1850-1800 a. C.) y labrada en caliza (Museo de Aleppo) contiene también en su lado principal y en su registro superior el tema del banquete, y en otro inferior una serie de cápridos pasantes. En sus lados menores aparecen figuras de gran valor plástico, representando a cazadores de fieras, héroes con el Agua de la Vida, dragones alados y otros seres mixtos. En este mismo templo también se halló un fragmento relicario en basalto, de talla fina aunque arcaizante, con la figura de un soldado (Museo de Aleppo). De mayor interés que los relieves hasta aquí citados son los de la pila de caliza localizada en el Templo N. Hallados en varios fragmentos (no ha aparecido su cara frontal), su reconstrucción parcial -hoy en el Museo de Aleppo- ha permitido recuperar las figuras de uno de sus lados, que representaban a diosas en posición frontal con los brazos delante del pecho, cubiertas con vestidos de volantes y tocadas con la tiara de cornamentas. El lado posterior presenta tres parejas de dignatarios, barbados todos, con gestos que indican quizá la conclusión de algún tratado político efectuado hacia el 1800 a. C. entre Ebla y una ciudad desconocida, fecha en que los expertos sitúan la realización de la pieza. Este tema nos recuerda el registrado en el bajorrelieve del podio del rey asirio Salmanasar III (858-824 a. C.), de su palacio de Kalkhu. También se puede estudiar el relieve eblaíta en los fragmentos de tres estelas basálticas, de finales del período paleosiriano (Mardikh III A) y que estuvieron levantadas en recintos religiosos. Su tipología y su iconografía hablan de un mismo taller local, que trabajaría para los templos y el palacio. Interesa especialmente una de ellas (hoy en el Museo Arqueológico de Idlib), a pesar de hallarse mutilada en su parte superior. Sus cuatro caras estaban subdivididas en cinco registros, todos ellos con relieves muy planos. En la cara principal se ve a la diosa Ishtar dentro de un curioso edículo alado, puesto sobre la espalda de un toro; todo ello encuadrado entre dos hombres-toro; por debajo hay dos escenas rituales y, finalmente, en el registro inferior, un gran ser híbrido, en realidad un león alado vomitando un chorro del Agua de la Vida. En la cara posterior en la que sólo restan tres recuadros, aparecen dos criaturas míticas (esfinge alada y toro androcéfalo) y otras dos figuras reales que masacran a un prisionero, representado a menor tamaño, desnudo y suplicante. Por los costados de la estela aparecen diferentes figuras de hombres y animales. No podemos finalizar el relieve eblaíta sin aludir a los que decoraron diferentes y lujosos muebles, que el fuego se encargó casi de destruir: entre los pocos conservados del Palacio real G, han sido hallados fragmentos de relieves lignarios (hoy en los museos de Aleppo y Damasco), representando animales, guerreros, figuras femeninas e incluso un rey armado con hacha. También debemos reseñar un enigmático talismán de hueso -prácticamente reconstruido en la actualidad- hallado en la Tumba del Señor de las cabras, y hoy en el Museo de Aleppo, que recoge en una de sus caras un banquete sagrado con un personaje ante una mesa de ofrendas, asistido por sirvientes y por dos figuras totalmente desnudas; en la otra, presenta la escena de la adoración de un toro por cinocéfalos, delante de otras dos figuras desnudas. De acuerdo con los textos ugaríticos el toro sería la figuración del alma del difunto, y los dos personajes desnudos sus primeros dos hijos.
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Las excavaciones de las villas romanas se han llevado a cabo en nuestro país de una manera por lo general deficiente e incompleta; la inconstancia de las administraciones en mantener el apoyo continuado que precisa la investigación arqueológica ha motivado que nuestro conocimiento de estos edificios deba apoyarse en noticias fragmentarias e insuficientes. No hay muchas villas que hayan sido excavadas en más de un 40 por 100 de su superficie, pocas las que permiten el estudio de una parte significativa de su planta, y menos aún son los casos en que las excavaciones y la publicación de los hallazgos muestran haber seguido una metodología científica. No obstante, algunas villas romanas, por el volumen de sus excavaciones, contienen el suficiente número de datos para aventurar un estudio de conjunto. Puede afirmarse que Hispania fue un país con una densa población rural en época romana, y que el número de villas halladas es abundante y su grado de riqueza grande, sólo comparable a las de la misma Italia. En ciertos aspectos, nuestras villas romanas se diferencian claramente del resto de este tipo de establecimientos en otras zonas del Imperio. La tipología arquitectónica varía sensiblemente, aunque predomina la forma de construcción mediterránea con habitaciones dispuestas en torno a un patio central columnado o peristilo, rodeado por cuatro pasillos, generalmente recubiertos con mosaicos. Este tipo de estructura se adapta bastante bien a los distintos climas hispanos, y presenta la ventaja adicional de ser muy flexible, permitiendo la disposición de salas de distintos tamaños, adaptadas a diferentes finalidades y usos, y el progresivo añadido de cuerpos diferentes de edificaciones, a veces duplicando el patio original mediante la construcción de otro cuerpo de edificio ordenado en torno a un segundo peristilo. Es imposible referirse a los usos de las habitaciones sin conocer previamente el uso del conjunto. Si la construcción se realizó o se remodeló finalmente para servir como residencia de un rico propietario romano, las necesidades domésticas del edificio deben mostrarse en la disposición de la planta: por ejemplo, cabe esperar reconocer el oecus o gran salón o habitación de recepción de la casa; el triclinio o comedor, los cubículos o dormitorios y otros espacios cuya organicidad permita reconocer con un razonable grado de certeza el uso y las funciones del edificio a que pertenecen. Sin embargo, por extraño que pueda parecer, muchos espacios arquitectónicos conocidos como villas no responden en absoluto a una tipología más o menos asimilable a la requerida por el uso de una casa romana. Ello ha invitado a algunos arqueólogos a inventar nombres para espacios no conocidos por los textos: por ejemplo, el de oecus-triclinio referido a una habitación de grandes dimensiones y susceptible de ser utilizada de modo ambivalente. En otras ocasiones, el deseo de comprender la estructura arquitectónica conforme a los moldes conocidos ha obligado a forzar la interpretación de los hallazgos hasta el punto de hacerlos incomprensibles. Algunas de ellas se construyeron o remodelaron indudablemente como residencias de propietarios romanos: por ejemplo, las villas de Rielves (Toledo), Las Tiendas (Mérida) o Carranque (Toledo). Presentan coherencia en la forma y disposición de las estancias, ordenadas orgánicamente en torno a un espacio central descubierto; la iconografía de sus mosaicos guarda relación con el probable uso de las salas que decoraban y los hallazgos de muebles apoyan esta interpretación. En otros casos, los restos arquitectónicos y arqueológicos, así como la iconografía de los elementos decorativos hallados en las excavaciones hacen dudar seriamente de que el destino principal para el que fueron realizadas o ampliamente remodeladas -dado que la mayor parte de ellas pertenecen al siglo IV d. C.-, fuese el de ser viviendas de ricos propietarios. Personalmente tengo serias dudas de que la existencia de una clase de domini latifundiarios, esos señores prefeudales a los que se refiere corrientemente la historiografía del momento, pueda explicar coherentemente el fenómeno arquitectónico de las villas. Mi convencimiento proviene de un análisis múltiple de elementos arqueológicos y documentos iconográficos, y se apoya asimismo en una lectura crítica de textos literarios cuyo análisis pormenorizado no tiene cabida aquí. Pero quizá sea momento de señalar que estas villas se desarrollan fundamentalmente en torno a lugares de culto, que muchas de ellas son precisamente templos, un buen número de las más importantes y mejor conocidas. Esta afirmación, no obstante, no puede entenderse sin algunas puntualizaciones previas sobre la naturaleza de los cultos de origen oriental que durante los siglos II a IV d. C. se habían extendido extraordinariamente por toda la parte occidental del Imperio. Por la naturaleza mística de sus doctrinas, estas religiones requerían unos espacios litúrgicos diferentes de los templos clásicos, y la transformación de estos espacios tiene un largo desarrollo que cobra formas diferentes en los distintos lugares del orbe romano. Tengo el convencimiento de que uno de los desafíos inmediatos que debe plantearse la investigación histórica del Bajo Imperio es la definición arqueológica de estos espacios y la valoración de las villas romanas a partir de esta nueva consideración. El camino a recorrer es difícil: es necesario tener en cuenta la naturaleza ocultista de estas religiones, cuyos ritos estaban velados por la imposición de silencio al iniciado; lo que de ellos conocemos nos ha llegado precisamente a través de sus detractores, los primeros escritores cristianos, Orígenes, Prudencio, Fírmico Materno, Agustín, etcétera, pero especialmente a través de los considerables avances en su investigación que ha proporcionado la arqueología en los últimos años. Estas religiones, por una parte, eran variadísimas en origen y desarrollo: los cultos de Isis y Osiris, de Magna Mater y Attis, de Mitra, de Dioniso, de la diosa Siria y muchos otros vinieron a añadirse, en distintos momentos, a los de Eleusis y Samotracia, que se hallaban bien enraizados en el mundo griego y romano. Durante el siglo IV, al sincretismo absolutamente extendido de estos dioses con los del panteón olímpico, vienen a unirse los efectos de la transformación de muchas de las deidades olímpicas, que ven resucitados algunos de sus olvidados rasgos originales y se presentan reforzadas espiritualmente por unos cultos propios basados en el misterio (Zeus y los titanes, Venus y Adonis, etcétera). A este panorama complejo hay que sumar la naturaleza y el influjo de otras religiones orientales, el cristianismo y el judaísmo, que en este momento tienen un fuerte componente mistérico, y que se hallan desgranadas a su vez en numerosas sectas gnósticas, más o menos heréticas. Los componentes de esta complicada amalgama muestran unos profundos cambios en la mentalidad y en las concepciones religiosas durante el último siglo de la Hispania romana, cambios que conllevaron transformaciones sustanciales de los espacios sagrados: el templo tradicional dejó paso a una variadísima serie de estancias adaptadas a las nuevas necesidades litúrgicas, del mismo modo que las creencias en los dioses del panteón olímpico se iban retirando en favor de divinidades de características más acordes con las aspiraciones y los sentimientos religiosos de las gentes. La religión tradicional siguió debatiéndose en la lucha contra estas nuevas tendencias y muy especialmente contra el cristianismo; pero antes de la derrota final asistirá durante los últimos tiempos a una profunda renovación que tuvo consecuencias arqueológicas. Muchos de los edificios conocidos como villas son templos; la dificultad, ahora, consiste en establecer los diferentes cultos, las deidades diversas a quienes estaban dedicados, el reconocimiento arqueológico de los espacios rituales. No es tarea fácil, pero tampoco creo imposible abordarla; por el momento, limitémonos a indicar algunas de las villas a las que habrá que llamar santuarios. Una habitación cuadrada rematada con una exedra en uno de sus lados parece ser una forma característica de ninfeo o espacio consagrado a las ninfas. En varias villas lusitanas aparece claramente diferenciado de los edificios en torno: Olháo (Faro); villa de Frades, Sáo Cucufate (Béja); Estoi, Milreu (Faro), y en la Dehesa de la Cocosa, aquí ligeramente diferente. Otros santuarios hispanos consagrados a las ninfas y conocidos hasta la fecha como villas presentan esta forma arquitectónica, decorada con mosaicos: son los de Comunión, un amplio aedes dedicado a las ninfas, con distintas dependencias y estancias, la más característica (con la forma mencionada de espacio cuadrangular y exedra) decorada con un mosaico con Diana cazadora; otros santuarios dedicados a Diana y a las ninfas son los de las llamadas villas de Prado (Valladolid) y San Julián de la Valmuza (Salamanca). A falta de una interpretación mejor, también se han dado a conocer como villas algunos espacios rituales dedicados a Magna Mater y Attis, como el de Fraga (Huesca), amplio edificio construido a mediados del siglo IV d. C., y el de Almedinilla, santuario recientemente descubierto, probablemente consagrado a Attis. Otras varias villas son asimismo templos: la llamada casa del Mitra, de Cabra, Córdoba, excavada parcialmente hace unos años, presenta una estructura arquitectónica original concebida para recrear artificialmente el espacio de la cueva o spelunca mitraica, por medio de un patio que reproducía artificialmente la fons perennis, y en cuyo centro se dispusieron sendas estatuas de Mitra tauróctono y Dioniso. Otras villas hispanas, como la de Torre de Palma y Azuara, son verosímilmente espacios organizados en torno a un culto religioso: el primero, con un fuerte componente de carácter dionisíaco; el segundo, probablemente dedicado a los misterios de Samotracia.