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Una vez establecidos los postulados formales que definen la producción huguetiana, hemos de aproximarnos al análisis de los ciclos de imágenes representados en ella. En especial nos interesará abordar las cuestiones referentes al desarrollo iconográfico que se observa en los diferentes retablos ejecutados por el pintor desde mediados del siglo XV, a buen seguro, el grupo principal y más característico de toda su actividad profesional. Dada la uniformidad de la estructura-soporte a la que se adaptan, los amplios programas de todas estas obras ofrecen una gran homogeneidad conceptual, determinada por el carácter que asume cada una de las escenas según el lugar que ocupan en el marco del conjunto monumental. En definitiva, se trata de reseguir cómo Huguet aplica en sus obras un esquema iconográfico tradicional que, desde el siglo XIV, es utilizado para incorporar los diferentes ciclos cristológicos, marianos o hagiográficos a la tipología del retablo. En primer lugar constatamos la presencia habitual, en la tabla central del conjunto, de la imagen mayestática del santo titular. A excepción de los retablos pictórico-escultóricos, donde se sustituye por una talla de madera (piezas dedicadas a san Agustín y a san Vicente), este tipo de representación se observa en el resto de las obras realizadas para las cofradías y parroquias barcelonesas (retablos de san Antonio; san Abdón y san Senén; san Bernardino y el Ángel Custodio, y san Miguel). Sin duda conscientemente se ha pretendido que, al estar inmersas en un clima de intemporalidad e inmutabilidad eternas, estas solemnes figuras de personajes sagrados -identificables por sus atributos propios- adquieran un fuerte sentido icónico. De esta manera, el espectador pasa a contemplar a unos seres superiores, sobrenaturales, partícipes de la esencia misma de una divinidad que se revela a través de la brillante atmósfera creada por los fondos dorados. Como también es norma en los retablos góticos, la tabla superior de la calle central -el ático- es reservada escrupulosamente a la Crucifixión, una conmovedora imagen de carácter redentor y eucarístico. En la mayoría de sus versiones sobre el tema, Huguet repite, con escasas variaciones, un esquema basado, en gran medida, en la tradición autóctona. Esto se constata, por ejemplo, en la presencia del obispo que simboliza al sacerdote de la Antigua Ley (retablos de san Antonio y de san Miguel), un detalle que ya encontramos en obras de Borrassá y Martorell (Yarza). En un sentido más amplio, la misma organización y disposición de los diferentes grupos de personajes que asisten a la agonía de Cristo, también resulta deudora de composiciones anteriores, especialmente debidas a Martorell, caracterizadas por una espectacular y animada recreación de la escena. Por su parte, en los retablos huguetianos la zona más próxima al fiel, el bancal, no presenta una homogeneidad iconográfica similar a las observadas en la tabla central y el ático. Así, mientras en los conjuntos encargados por los tratantes de ganado y el condestable Pedro, la predela está formada por varias tablas con imágenes a cuerpo entero de diferentes santos, en los retablos de los freneros y de los esparteros y vidrieros se ha optado por otorgar una gran relevancia al tema de la Piedad -muy extendido en la tardía Edad Media, en parte, por su lectura sentimental y emotiva del dolor de la Madre ante la muerte del Hijo-. En otros ejemplos, como en la obra destinada a los parroquianos de San Pedro de Terrassa, incluso se adopta un esquema paralelo al del cuerpo superior, mediante la representación de un pequeño ciclo hagiográfico dedicado a los santos Cosme y Damián. Imagen mayestática del santo titular, Crucifixión y representaciones del bancal, constituyen los tres componentes estáticos del retablo. Su complemento dialéctico, que permite obtener un equilibrio en las funciones del conjunto, se encuentra precisamente en la historia del propio santo, desarrollada en clave narrativa a lo largo de los compartimentos laterales. Un apartado, compuesto por la sucesión continua de varios episodios escogidos de la leyenda hagiográfica, que Huguet refleja pictóricamente de manera clara y elemental para así facilitar la lectura de todo tipo de espectadores, tanto cultos como iletrados. De aquí que nunca utilice las, en ocasiones, complejas metáforas del naturalismo simbólico flamenco. Durante la Edad Media, la atracción general hacia lo maravilloso y lo sobrenatural hizo que ambos aspectos se convirtieran en recursos utilizados con extrema frecuencia por la Iglesia, dada su eficacia, para conseguir una mayor adhesión de los fieles a los principios morales y doctrinales. Con esta finalidad proselitista y pedagógica, en las obras de Huguet se aplican dichos recursos a las figuras de los santos, transformados así en héroes ejemplares capaces de llevar a cabo los más extraordinarios prodigios y milagros (retablos de san Antonio; san Miguel, y san Bernardino y el Ángel Custodio). Su fuerza sobrenatural se revela también en aquellas escenas de la leyenda donde la posesión de una fe inquebrantable permite a san Antonio superar múltiples tentaciones del Maligno, o a los santos Vicente, Abdón y Senén triunfar ante el acoso de los gobernadores paganos y sus secuaces por medio de un glorioso martirio. Este último, caracterizado por horrorosas torturas, pone de manifiesto otro aspecto: el gusto, incluso la complacencia, del público y los clientes por las escenificaciones truculentas y morbosas de estos pasajes hagiográficos. De hecho, del mismo modo que los predicadores tardomedievales se adaptaban a la psicología popular, introduciendo en los sermones formas burlescas y elementos truculentos para así mantener la atención de un auditorio inconstante y distraído, la cristalización plástica de las cruentas imágenes martiriales debe considerarse como un inteligente recurso del pintor en su deseo de obtener la complacencia de los clientes. La creencia en los poderes taumatúrgicos de las reliquias santas se corresponde igualmente con una mentalidad medieval que, si bien no experimenta ninguna atracción respecto a los fenómenos cotidianos repetidos de forma regular, en cambio se emociona hasta la exasperación frente a lo extraordinario y anormal (Le Goff). Las imágenes de la peregrinación a la tumba del santo (retablos de san Antonio y san Vicente), expresan con elocuencia la búsqueda, emprendida por todos los miembros de la sociedad medieval, desde los más desfavorecidos a la misma aristocracia, de una acción sobrenatural y milagrosa que asegure la curación física o espiritual del individuo. No es extraño encontrar la representación en ambas obras de tales escenas de culto a las reliquias, si tenemos en cuenta que al mismo tiempo la documentación nos ofrece datos sobre el gran interés de las cofradías barcelonesas por la colección de la más variada gama de estas piezas -conservamos, por ejemplo, el fantástico inventario de los tenderos y revendedores-.
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Entró la URSS en guerra con una aviación obsoleta en comparación con la alemana. Formaba la espina dorsal de su aviación el superado Polikarpov I-16, que comenzó a producirse en serie en 1937 e intervino en la Guerra Civil Española. Su mejor bombardero en 1941 era otro aparato obsoleto, el Tupolev SB-2. Del primero produjo la URSS 16.000 ejemplares y 6.600 del segundo. Evidentemente fueron aparatos segados por la caza alemana de los cielos de la URSS. La siguiente generación de aviones fue de mejor calidad. Entre los cazas hay que mencionar a los MIG 1 y 3, aviones que, aun inferiores a los alemanes, comenzaron a presentar resistencia entre 1941-1943. En cuanto a bombarderos fue toda una novedad la aparición del Ilyushin Il-4, aparato que tardó mucho en entrar plenamente en fabricación por dificultades en el suministro de materias primas para su producción. Fue el mejor bombardero de largo radio de acción -4.300 Km- que tuvo la URSS. Se construyeron durante la guerra 5.000 aparatos de este modelo, que pesaba al despegar 10 toneladas, transportando 2.500 kilos de bombas. Alcanzaba la velocidad de 410 kilómetros hora y un techo de servicio de 10.000 metros. Iba armado por 3 ametralladoras. En 1942 se presentó en los cielos de la URSS un feroz depredador para los tanques alemanes: el Ilyushin Il-2M3. Era esta fiera un bombardero de asalto blindado, inmune al fuego de ametralladora. Pesaba al despegar 5.500 kilos, con una carga de 600 kilos de bombas. Su velocidad máxima era de 404 km/h y su techo de servicio los 6.000 metros. Su radio de acción era de 600 kilómetros. Armaba dos cañones de 23 mm., mortales para los blindados, y 3 ametralladoras. Nada era más temido que este carro armado volante por las unidades blindadas alemanas, que tuvieron que sufrirle ininterrumpidamente a partir de 1943. El ingeniero aeronáutico Lavochkin lanzó su primer modelo, el LGG-3 en 1939. Este modelo constituyó un pequeño fracaso, pero fue la base para una familia de aparatos que dieron a la URSS la supremacía en el aire a partir de 1943. El modelo La-5FN, versión mejorada del La-5, entró en servicio a comienzos de 1943. Era un caza monomotor, monoplaza, de ala baja, que pesaba al despegar 3.360 kilos. Alcanzaba 647 km/h como velocidad punta y tenia una autonomía de 700 kilómetros. Armaba dos cañones de 20 mm. y podía lanzar 150 kilos de bombas. Mejoró esta serie el La-7 que entró en servicio al año siguiente. Este modelo era ligeramente más rápido, 680 km/h y mejor armado: 3 cañones de 20 mm. De las fábricas Lavochkin salieron más de 15.000 cazas, cuyas versiones finales imponían respeto a los pilotos alemanes. Pero la espina dorsal de la aviación de caza de Stalin fue el Yak. De los aparatos diseñados por Alexander S. Yakolev se produjeron más de 30 ejemplares. El Yak 1, que entró en servicio en 1942, era un ligero y ágil monoplano de ala baja que pesaba al despegar 2.820 kilos. Conseguía los 595 kilómetros/h y tenia una autonomía de 700 kilómetros. Estaba armado por dos ametralladoras y un cañón de 20 mm. Este aparato podía competir con el Bf-109 F-2 alemán, que comenzó a salir de las fábricas de Messerschmitt un año antes. La serie Yak más difundida durante la II Guerra Mundial fue el tipo 9, que tuvo varias series. Era ligeramente más rápido que sus antecesores, pero les superaba en mucho en cuanto autonomía: 1.300 kilómetros, por lo que se convirtió en el aparato de escolta más apreciado por los bombarderos soviéticos que atacaban las industrias alemanas y, sobre todo, los campos petrolíferos de Rumania. Firmaba 1 cañón de 20 mm. y 1 ametralladora.
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Algunas de las grandes empresas artísticas del período colonial estuvieron indisolublemente ligadas a hombres cuyo papel como promotores de las artes debe ser siempre recordado. Obispos, virreyes y mineros desdibujan a veces con sus nombres los de los artistas que para ellos trabajaron, pues fueron ellos los verdaderos artífices que con su sabiduría o sus riquezas crearon hitos del devenir artístico.Cuando el oidor Vasco de Quiroga tomó posesión del obispado de Michoacán en 1538 decidió construir la catedral en Pátzcuaro. Si la obra de Moro estuvo presente en la mente del obispo a la hora de trazar su catedral, quizá pensó también en algún momento en recrear aspectos del templo de Jerusalén siguiendo textos medievales. La confluencia entre cultura clásica y cristianismo se manifestó en un interior decorado con tapices de tema mitológico (Hércules) y del Antiguo Testamento (Tobías), además de retablos de tema sagrado. Hasta tal punto fue una obra ligada a su persona, que esta catedral tan sólo creció mientras él vivió.A otro obispo, Juan de Palafox y Mendoza, le acompañó a Puebla el pintor, arquitecto y escultor aragonés Diego García Ferrer, que trabajó siempre a su servicio y que incluso regresó con él a España. En los años que Palafox fue obispo de esta ciudad -1640/1650- acabó la catedral "reduciéndola a singular suntuosidad y grandeza" como escribía, orgulloso, en una carta al rey y promovió también la construcción de un seminario como buen obispo contrarreformista que era, donándole su biblioteca. A la entrada de ésta colocó sus armas y las de su familia (Ariza), lo mismo que lo hizo en la fachada de la iglesia de San Miguel del Milagro, fundada por él cerca de Puebla. Su compromiso con lo que había sido su labor en ese obispado le llevó a proyectar su sepulcro en el trascoro de la catedral, aunque acabara sepultado en España, después de haber tenido que dejar Puebla tras un largo enfrentamiento con los jesuitas en el que intervino incluso el virrey.Fue frecuente el que virreyes y obispos se hicieran acompañar, al tomar posesión de su cargo, por artistas. Se ha señalado que la llegada de Luis Lagarto a Nueva España en 1585 coincidió con la del virrey marqués de Villamanrique. Es probable que con el virrey marqués de Montes Claros llegara a Nueva España en 1603 el pintor sevillano Alonso Vázquez que, entre otras obras, parece que decoró la capilla del palacio. A veces no llevaban con ellos artistas, sino cuadros y tapices que dejaron su impronta en la evolución del gusto y en los pintores locales. Ese fue el caso del obispo Mollinedo, que llevó consigo a Cuzco cuadros de pintura española que explican la influencia del Barroco madrileño en Basilio de Santa Cruz. Otras veces fueron las obras emprendidas allí las que les hicieron famosos, como al virrey Bucarelli, recordado por las transformaciones llevadas a cabo en la Ciudad de México durante su gobierno. El reto que suponía para un gobernante, conocedor siempre del poder de la imagen, dejar memoria de su gobierno se materializó en obras de arte y arquitectura en multitud de ocasiones y no sólo en el ámbito hispano. Mauricio de Nassau, que gobernó el nordeste brasileño (1630-1654) bajo dominio holandés, reformó Recife, promovió la construcción de edificios públicos y los pintores flamencos, holandeses y alemanes que se aproximaron a aquellas tierras con un afán documental desconocido hasta entonces son conocidos como los pintores de Nassau, con nombres tan relevantes entre ellos como los de Post o Eckhout.La labor de los ricos mineros invirtiendo fortunas en obras de arte y de arquitectura tuvo dos ejemplos magníficos en la Nueva España. De la fortuna del minero José de la Borda -Dios a darle a Borda y Borda a darle a Dios- quedó para admiración de la historia la iglesia de Santa Prisca y San Sebastián que él financió en Taxco (1751-1758). En el caso de la iglesia de San Cayetano en Guanajuato (1765-1788), espléndido ejemplo del Barroco, conocida como La Valenciana por el nombre de la mina de la que fue capilla, permanece para siempre unida al nombre de su promotor, el minero Antonio de Obregón y Alcocer, que financió también la construcción del hospital betlemita de esa ciudad. A un nivel más modesto, pero por ello más significativo de que se trató de un fenómeno generalizado, una lámina del Corazón de Jesús, con marco de plata recuerda en Potosí que el donante había sido en 1790 "don Casimiro Calderón y Olarte, vecino y azoguero, dueño de minas e ingenios", y en Zacatecas los agustinos pudieron tener buenas casas a comienzos del siglo XVII gracias a la generosidad del minero Agustín de Zavala. En el siglo XVIII la catedral de Puno, a orillas del lago Titicaca, fue financiada por el minero M. J. de San Román. En el caso de Minas Gerais (Brasil) fueron las cofradías las grandes promotoras del arte. El santuario del Bom Jesus de Matosinhos en Congonhas do Campo, en el que trabajaron los mejores artistas de la época y obra maestra del arte escultórico del Aleijadinho, fue financiado por el minero portugués Feliciano Mendes en agradecimiento por haber recuperado la salud. Era tal el orgullo de aquellos que habían invertido su dinero en el bien público fundando iglesias, hospitales o colegios que alguno lo dejó escrito en su sepultura -es el caso dé Andrés Almonaster y Roxas, muerto en 1798, que en su sepultura de Nueva Orleans especificó una por una sus fundaciones- para recuerdo de los siglos futuros.Quizá, como escribió Cervantes, el Nuevo Mundo se pudo ver como "puerto de refugio para los pobres diablos de España", pero lo cierto es que en cuanto se asentaban allí y obtenían riquezas además de intentar conseguir un título mimetizaban los comportamientos de la nobleza española, siendo uno de los más representativos de haber alcanzado un determinado status social el de la fundación de conventos e iglesias. Un ejemplo puede ser el de don Antonio Cortés Chimalpopoca, hijo de un descendiente de Moctezuma, que edificó en 1573 un templo en Tacuba, en cuyo campanario hizo esculpir las armas que le había concedido Felipe II y en cuya puerta puso una inscripción que recordara para siempre su nombre ligado al de su obra. A veces los conventos guardan los retratos de sus fundadores -como los del matrimonio Oquendo en Santa Teresa de Potosí que, por cierto, recuerdan en cuanto a composición retratos velazqueños-, otras veces fueron estatuas orantes, como las de los fundadores del oratorio de San Felipe Neri en San Miguel Allende (México), a ambos lados de la capilla.Desde luego ya no hablamos de grandes nombres, como Quiroga o Palafox, pero comprobamos cómo a otros niveles también se dio el mismo fenómeno. Por ejemplo, no se pueden explicar sin contar con la figura del cliente pinturas como las de la Casa del Escribano en Tuzja, en la que su propietario, Juan de Vargas, plasmó su cultura y su gusto por la mitología. Tampoco se podrían explicar las figuras de la escuela cuzqueña de pintura sin tener en cuenta los ideales de elegancia de su rica clientela. Aunque no se trate propiamente de promotores, la numerosa clientela que en Potosí tuvo el pintor Melchor Pérez de Holguín se explica tanto por la riqueza que producían sus minas de plata como por el papel del arte en la sociedad, convertido en signo de un ascenso social que lleva no sólo a poseer obras sino a saber apreciarlas.
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Bajo el manto de la sociedad secreta de la masonería y con el apoyo económico de la burguesía, los militares encabezaron a lo largo de este periodo una serie de levantamientos destinados en último término a sustituir la Monarquía absoluta restaurada por Fernando VII en 1814, por una monarquía liberal basada en los principios de las reformas gaditanas. Son los primeros pronunciamientos que se producen en España y que tendrían -cada uno con sus propias variantes- una triste continuación a lo largo de toda nuestra historia contemporánea. Todos estos pronunciamientos, que fueron estudiados en su día por José Luis Comellas, presentan una tipología muy parecida. Fueron levantamientos encabezados por militares de una graduación generalmente intermedia y con una finalidad política. No tuvieron repercusión popular a pesar de que el propósito de sus organizadores era el de arrastrar a la población una vez iniciado el levantamiento. Todas las intentonas pecaron, por ello, de ingenuidad, pero también de improvisación y de falta de organización. Además, en todas ellas se detecta ese aliento del Romanticismo que da a sus protagonistas un cierto carácter idealista. A pesar de su decidida fe en el triunfo, una de las características más acusadas de estos pronunciamientos es su sistemático fracaso. El primero de los pronunciamientos contra el absolutismo fernandino lo protagonizó Espoz y Mina en Navarra en septiembre de 1814. El héroe guerrillero quiso tomar Pamplona para desde allí extender la bandera de la libertad a todas las provincias del reino. Al parecer, su descontento venía determinado por el hecho de no haber sido nombrado para un alto cargo militar, ya que aspiraba nada menos que a llegar a Virrey de Navarra. La noticia de la disolución de la guerrilla acrecentó su indignación, y de ahí que preparase el golpe de fuerza. Pero los hombres en quienes había confiado le fallaron en las mismas puertas de la ciudad. Mina pudo huir y refugiarse en Francia. La segunda intentona fue encabezada por otro héroe de la Guerra de la Independencia, Juan Díaz Porlier, y tuvo lugar exactamente un año más tarde: en septiembre de 1815. Su propósito era el de levantar a La Coruña, ciudad en la que se presentó con un batallón de infantería para arrestar al capitán general y al gobernador. Sin embargo, la falta de apoyo en Madrid y en otras provincias hizo que cundiera el desánimo y el desconcierto entre los pronunciados. Fueron sus propios hombres quienes arrestaron a Porlier, junto con otros cabecillas del comercio, lo que indica claramente la participación de algunos burgueses en la trama de la conspiración. Porlier fue sentenciado a muerte y ejecutado, entre lágrimas y juramentos. En 1816 se descubrió otra intentona, esta vez en la capital, para lograr que el rey jurara la Constitución. Su instigador era un antiguo militar de la guerrilla, Vicente Richart, que preparó una complicada trama para secuestrar a Fernando VII. Para evitar el descubrimiento de todos los implicados en el caso de que se produjese una delación, organizó una red en forma de triángulo, de tal manera que cada iniciado sólo podía conocer a otros dos conspiradores y no al resto. La conspiración del Triángulo, como se le conoce, se frustró también antes de alcanzar su objetivo, precisamente porque alguien denunció la conspiración. Aunque los objetivos precisos de estos liberales no pudieron desentrañarse del todo a pesar del largo proceso a que fueron sometidos los acusados, parece ser que no pretendían cometer un regicidio sino solamente utilizar al monarca como rehén para conseguir sus fines. Richart fue condenado a muerte en el juicio y ejecutado. Al año siguiente, es decir en 1817, le tocó el turno a Barcelona, donde se produjo un pronunciamiento encabezado por el general Luis Lacy, y en el que al parecer había muchos paisanos implicados. La improvisación y la precipitación fueron las causas del fracaso de esta nueva intentona, y antes de que pudiese materializarse el levantamiento, Lacy fue apresado, juzgado y pasado por las armas. Hubo algún otro intento aquel año de 1817, como el que fue descubierto en Murcia y en Granada y que fue protagonizado por Juan van Halen. Este curioso personaje, que tendría una vida aventurera, fue apresado y llevado a la cárcel de la Inquisición a Madrid, de donde finalmente pudo escapar. Sin embargo, más envergadura tuvo la trama conspiratoria que se organizó en 1819 en Valencia. Estuvo encabezada por el coronel Joaquín Vidal, quien consiguió iniciar a varios oficiales de la guarnición de la capital levantina. La intentona consistía en pronunciarse el día en que el general Elío iba a concurrir a una representación teatral, pero la muerte de la reina Isabel hizo que se suspendiera la función y los conjurados se vieron obligados a cambiar los planes. Advertido el propio Elío de lo que se tramaba, tomó la iniciativa y arrestó personalmente al coronel Vidal, quien cayó malherido al tratar de oponer resistencia. Fueron detenidos también otros implicados como Félix Bertrán de Lis y Diego María Calatrava y, como Vidal, fueron condenados a muerte y ejecutados el 22 de enero. La suerte de estos primeros pronunciamientos fue, por consiguiente, muy escasa, por no decir absolutamente negada. Todos ellos fueron descubiertos y abortados antes de que pudiesen siquiera alcanzar esa fase en la que se pretendía hacer una llamada popular a la insurrección. Sus organizadores fueron apresados y la mayor parte ejecutados. Y en realidad, se puede decir que su fracaso fue más bien producto de la propia precariedad de la organización y de la debilidad de la trama interna que de la eficacia del aparato policial y represivo de la Monarquía absoluta. Sin embargo, son por otra parte la evidencia de que algo estaba bullendo y que a poco que se presentase una buena oportunidad o que las circunstancias ayudasen, los elementos de la oposición liberal estaban dispuestos a dar el golpe definitivo para restablecer la vigencia de la Constitución de 1812. Y la oportunidad se iba a presentar a comienzos de 1820.
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Para entender la mentalidad y formas de vida que los propietarios llevaban en sus villas, sería importante conocer sus personalidades: quiénes eran, la clase social a que pertenecían, sus carreras en el ejército, en la administración del Estado o de las ciudades; pero desafortunadamente son pocos los indicios seguros que procedentes de las villas conservamos de estos señores. Conocemos algunos de sus nombres en propiedades pertenecientes al Alto Imperio: por ejemplo, Publio Auonius Silo, de la Tribu Quirina, parece haber sido uno de los primeros dueños de la gran villa de Torre de Palma, en Portugal, pues su nombre aparece sobre una placa de carácter funerario hallada en el sitio; Caius Valerius Avitus, que parece haber desempeñado cargos oficiales durante el reinado de Antonino Pio, ha podido ser identificado como propietario de la villa de Altafulla, Tarragona, gracias al hallazgo de un sello de bronce para marcar cerámica en una de las estancias; Cardilius y Avita han sido reconocidos como los propietarios de la villa portuguesa de Torres Novas, gracias a una inscripción hallada en uno de los mosaicos de la propiedad: VIVENTS CARDILIUM ET AVITAM FELIX TURRE, que se ha traducido como "la torre será feliz mientras vivan Cardilio y Avita"; Dulcitius fue, verosímilmente, el dueño de la propiedad de El Ramalete (Navarra), ya que se hizo retratar en uno de sus mosaicos montado a caballo, abatiendo victoriosamente a una cierva con un venablo, y alzando su mano en ademán de victoria. En otras ocasiones se ha querido identificar a los propietarios de estas grandes fincas apoyándose en indicios insuficientes: una inscripción bastante enigmática: EME BASILI VIVAS/IN CONTVBERNIVM ha hecho suponer, a mi entender erróneamente, que el dueño de Torre de Palma en época tardía se llamaba Basilius; algo diferente es el caso de la villa de Pedrosa de la Vega, donde existe una amplia galería de retratos en la sala principal de la edificación que verosímilmente hay que atribuir a los propietarios, pero donde no se destaca el dominus de la mansión entre ellos; un arnés de caballo con la fórmula de salutación Asturi Vivas encontrado en la villa ha servido para insinuar que Asturias podría ser el nombre del dueño, aunque también es posible que fuese el del caballo que lo portase. Más difícil de comprender es el caso de la villa de Arróniz (Navarra), donde en uno de sus mosaicos se representa una serie de varones togados junto a imágenes de cada una de las Musas y representaciones arquitectónicas, que han querido interpretarse como los propietarios de diferentes villas, o bien como filósofos. En otra propiedad bajoimperial aparece el nombre FORTUNATUS dividido por un crismón, lo que ha inducido a pensar erróneamente que el propietario de los últimos momentos de la villa era un cristiano. Finalmente, una villa excavada recientemente en Carranque (Toledo) ha ofrecido el nombre del propietario, Materno, en una inscripción situada en la puerta de su dormitorio. Este nombre, unido al momento de construcción de la villa, el tercer cuarto del siglo IV d. C., y a la monumentalidad de los hallazgos, ha hecho suponer que su propietario podría estar relacionado con un importante personaje de la corte de Teodosio, Materno Cynegio, un probable pariente del emperador que llegó a desempeñar cargos importantes bajo su reinado en la parte oriental del Imperio.
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Para dotar a la Acrópolis de un acceso monumental y magnífico, Pericles quiso embellecer y engrandecer los viejos Propíleos de época pisistrátida destruidos por los persas en 480. Acabadas las obras del Partenón, comienzan estas otras que duran de 437 a 432; fueron dirigidas por el arquitecto Mnesiklés y quedaron interrumpidas en 431 por la Guerra del Peloponeso. Cuando se contemplan de cerca los Propíleos y se atraviesan, se comprende el valor que tuvo Mnesiklés al encargarse de una obra condicionada por una topografía enrevesadísima y por la existencia de restos muy preciados de monumentos precedentes, entre los cuales el muro sagrado de la Acrópolis, el Pelárgikon. La eficacia con que Mnesiklés se enfrentó al reto es su mejor aval como arquitecto. Planteó la obra en dos niveles o terrazas porticadas, orientadas en dirección este-oeste, cuyo eje constituye el corredor de paso, y dispuso cuatro estancias rectangulares, iguales dos a dos, en dirección norte-sur. Una de las del lado norte era, precisamente, la Pinacoteca. El nuevo sentido del espacio y las características formales del Partenón influyen en la clara organización de los Propíleos; sus fachadas al este y oeste son dóricas, la columnata del corredor de tránsito, jónica. Tal vez Mnesiklés fuera discípulo de Iktinos, pues como el maestro, gusta de soluciones nuevas y originales, plasmadas en las alas adosadas al cuerpo central del edificio. Esta fórmula era desconocida en el dórico clásico, por cuanto rompe con el concepto de volumen único -como una escultura-, aunque conservando el de simetría.
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En 1939 cayó en poder japonés la isla de Hainan. En China central expulsaron a las tropas de Chiang del norte de Kiangsi y prosiguieron su avance en Hupeh. En el sur, ocuparon un pasillo a través de Kuangsi y alcanzaron cerca de Nanning la frontera de la Indochina francesa. Entre 1940 y 1944, la actividad política superó en importancia a la puramente militar en el frente chino. La incapacidad del Kuomintang para invertir el curso de la guerra y pasar a la ofensiva, la cautela del Alto Mando japonés ante las grandes ofensivas lejos de las vías férreas, el estallido de la guerra en Europa y su inevitable repercusión en el Pacífico, marcaron un prolongado compás de espera que trasladó a otros escenarios la decisión del conflicto. Los japoneses controlaban el 42 por 100 de la población china, los puertos y las zonas industriales. Para instaurar el nuevo orden y camuflar la ocupación militar, buscaron el concurso de Gobiernos "quisling" que, al igual, que Manchukuo, exhibieran una fachada de soberanía en el marco asiático oriental sometido a los intereses de Tokio. Los japoneses encontraron los imprescindibles colaboracionistas en la burguesía urbana y en algunos políticos atraídos por la política anticomunista y panasiática de los ocupantes y convencidos del triunfo final de Japón. Ya en 1937, los japoneses formaron un Gobierno provisional chino, presidido por el anciano Wang Ke-min, en Pekín, e impulsaron la aparición de un partido colaboracionista, el Partido de la Renovación del Pueblo, que apenas encontró eco. En Mongolia interior favorecieron las corrientes independentistas al apoyar la creación de un Gobierno mogol en Kalgan. Sólo cuando se sintieron razonablemente seguros del próximo fin de la guerra buscaron los nipones una figura colaboracionista con suficiente talla para hacer sombra al Gobierno de Chungking. La encontraron en Wang Ching-wei, antiguo líder del ala izquierda del Kuomintang y uno de los más firmes rivales de Chiang Kai-chek. Wang estaba convencido de la inutilidad de toda resistencia y creía que China escaparía a la destrucción colaborando en los ambiciosos planes de sus conquistadores. En diciembre de 1939, tras fracasar en sus intentos mediadores, abandonó Chungking y se puso a disposición del enemigo. En marzo de 1940 formó en Nankín un Gobierno que afirmaba representar al Kuomintang y a los intereses nacionales de China, pero que en realidad estaba totalmente supeditado a la política de Tokio. Tampoco el Gobierno de Chiang Kai-chek podía exhibir muchos títulos de gloria. La popularidad obtenida por el generalísimo tras el acuerdo de Sian había sufrido un duro golpe con las continuas derrotas. Todo el ficticio y corrupto entramado administrativo de los nacionalistas había quedado en evidencia con la guerra. A la incapacidad de sus generales, más preocupados en mantener sus feudos particulares que en coordinar una defensa nacional, se unía la traición de algunos, como el gobernador de Shangtung, Han Fu-chu, que había entregado la provincia al enemigo. Las deserciones en el Ejército, mal armado y peor alimentado, eran masivas, sobre todo en los primeros años de la guerra. La catastrófica voladura de los diques del Hoang-ho, que sumió en la miseria a buena parte del campesinado chino, acrecentó la impopularidad del Kuomintang en el medio rural y estimuló el apoyo a la guerrilla comunista. A pesar de todo, no se les puede negar a Chiang y a muchos auxiliares suyos el mérito de sostener durante casi nueve años un esfuerzo bélico que obligó a Japón a desviar amplios recursos materiales y humanos de otros frentes. En Chungking alentó un auténtico patriotismo y un decidido propósito de no claudicar ante el invasor. Fuera del alcance de la aviación enemiga, en Yunnan, en Szechuan, en Sikang, se reconstruyeron las fábricas desmanteladas durante la retirada, se reabrieron las universidades, se puso en pie un ejército numeroso y cada vez mejor preparado, se trazaron carreteras y pistas de aviación. A partir de la entrada en guerra de Estados Unidos, en diciembre de 1941, Chiang fue reconocido por los aliados como uno de los grandes y la China que representaba como la potencia asiática llamada a ocupar el lugar que dejaría Japón en el orden internacional. Mucho más modesto, pero a la larga más eficaz, fue el papel desempeñado por los comunistas en la contienda. Las unidades del VIII Ejército habían conquistado merecida fama en los primeros meses de la guerra. Desde sus bases en Shensi y en Mongolia estaban en condiciones de operar sobre los centros vitales de China del norte. Aprovechando la formación de los primeros núcleos guerrilleros en la retaguardia enemiga, en diciembre de 1937 se estableció un Gobierno de la zona liberada que, en teoría, abarcaba las provincias de Shansi, Chahar y Hopeh. En años sucesivos, los comunistas fueron tejiendo un amplio sistema de bases guerrilleras que se extendieron como gigantescas manchas de aceite por toda la zona controlada por los japoneses. En la región de Anhwei-Hupeh se formó incluso una gran unidad regular, el IV Ejército. Desde estas bases, nutridas por el campesinado local, los soldados rojos traían en jaque al enemigo, hostilizando sus movimientos ofensivos y obligándole a fijar grandes contingentes de tropas lejos de los frentes principales. A la vez, las zonas liberadas actuaban como instrumentos de propaganda de masas. En ellas se establecía una organización revolucionaria tan sencilla como eficaz: atraía las simpatías del campesinado hacia la causa comunista y minaba el poder de los terratenientes, que constituían una de las principales bases de apoyo al Kuomintang. Los éxitos de Yenan acabaron alarmando en Chungking. Aunque los nacionalistas mantenían también guerrillas en la retaguardia enemiga, estaban lejos de conseguir la popularidad que disfrutaban los comunistas. Hacia 1940, el VIII Ejército contaba con unos 400.000 hombres y el IV se aproximaba a los 140.000. Este último controlaba una buena parte del curso inferior del Yangtsé y su comandante, Yeh Ting, actuaba con independencia del Consejo Supremo de Defensa Nacional, presidido por Chiang y establecido en Chungking. Los roces eran inevitables. En noviembre de 1940, con el pretexto de que había desobedecido una orden, Chiang Kai-chek envió un fuerte ejército contra las tropas de Yeh Ting. Tras un sangriento combate, el general rojo cayó prisionero y 8.000 soldados suyos fueron eliminados por los nacionalistas. Los comunistas protestaron y exigieron una reparación, a lo que se negó el Kuomintang. A partir de ese momento, las relaciones entre ambos partidos no hicieron sino empeorar y hacia 1943 podían considerarse definitivamente rotos los acuerdos de Sian. Con respecto a la ayuda exterior frente a Japón, desde sus inicios el conflicto chino-japonés tuvo una dimensión internacional determinada por los intereses de las grandes potencias en el Extremo Oriente. La URSS, temerosa del poderío militar japonés, se convirtió durante algún tiempo en un firme sostén de la resistencia china, sobre todo a partir del acuerdo de Sian, que puso fin a la guerra civil. Entre 1937 y 1939, los soviéticos enviaron ayuda militar y económica a los chinos a través de la frontera mogola. Pero la firma del pacto germano-soviético, el tratado ruso-japonés de no agresión de abril de 1941 y la posterior invasión nazi de la URSS cortaron la colaboración entre Moscú y Chungking por un largo período. La ayuda fundamental para Chiang Kai-chek era la norteamericana. En virtud del Acta de Neutralidad de 1935, el Gobierno de Washington vetaba cualquier venta de armas a países beligerantes, fueran agresores o agredidos. Dado que los chinos necesitaban angustiosamente esas armas, Chiang evitó cuidadosamente declarar la guerra la Japón, con lo que se aseguró la continuidad de los suministros norteamericanos. En Estados Unidos, como en Gran Bretaña, la causa nacional china gozaba de simpatías generales, que se acrecentaron cuando los japoneses hundieron en el Yangtsé el cañonero norteamericano Panay y cañonearon el buque británico Ladybird. La presión de la opinión pública forzó a Roosevelt a un paulatino cambio de actitud en el conflicto asiático. De recomendar el aislamiento internacional de los contendientes -la célebre cuarentena- pasó a solicitar el embargo de armas a Japón. Cuando, en 1940, los nipones ocuparon parte de la Indochina francesa, los políticos norteamericanos comenzaron a ver amenazados sus intereses en el Pacífico. No por ello aumentaron su ayuda al Gobierno chino que, perdido el control de las costas y cerrada la frontera sur, atravesaba una grave penuria de suministros. El ataque japonés a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, cambió la situación. Ya desde el mes de octubre el coronel Claire Chennault dirigía a un grupo de pilotos norteamericanos -los Tigres Voladores- cuya eficacísima actuación contribuyó a anular la actividad de los bombarderos japoneses y desorganizó sus líneas de comunicación. El general Joseph W. Stilwell, un antiguo agregado militar en China, se convirtió en el jefe del Estado Mayor de Chiang Kai-chek. Bajo su dirección, el Ejército regular chino se reforzó notablemente y fue capaz de coordinar su actuación con los británicos de Birmania y la India. A partir de la Conferencia de El Cairo (noviembre de 1943), el Alto Mando norteamericano se volcó en su apoyo a Chiang. A lo largo de los dos últimos años de guerra, los chinos recibieron de sus aliados consejeros militares y pertrechos suficientes para armar a 39 Divisiones. En el plano político, sin embargo, las relaciones chino-americanas fueron difíciles. Tanto Stilwell como Chennault despreciaban la capacidad militar de los chinos y consideraban a la Administración del Kuomintang demasiado corrupta para ser eficaz. Por otra parte, el Gobierno norteamericano deseaba revitalizar la cooperación entre comunistas y nacionalistas, que Stilwell, ferviente admirador de la actividad guerrillera comunista, consideraba imprescindible desde el punto de vista bélico. En junio de 1944, el vicepresidente de Estados Unidos, Wallace, recomendó a Chiang el restablecimiento del acuerdo con el PCCh. Pese a las reticencias del generalísimo, una misión militar norteamericana se acreditó en Yenan. El nuevo embajador en Chungking, Patrik J. Hurley, entró a su vez en relaciones con Chu En-lai, representante comunista en la capital del Kuomintang. El 7 de noviembre, Hurley se entrevistó con Mao Tsé-tung en Yenan y llegó a suscribir con el líder rojo un acuerdo de cinco puntos para la creación de un Gobierno chino de coalición. Pero la negativa de Chiang a tratar en pie de igualdad con sus eternos rivales frustró éste y otros intentos norteamericanos de evitar la reanudación de la guerra civil.
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En paralelo con la más nítida expresión del clasicismo de Rafael cuando aún no había abandonado Florencia, ya Miguel Angel manifestaba en el Tondo Doni (1504), en la primera década del XVI, cómo la intranquilidad, el retorcimiento y la falta de espacio con que concibió las figuras de la Virgen sentada, San José y el Niño, le importaban mucho más que el equilibrio cerrado pero diáfano de las Madonnas rafaelescas. Ya en esa temprana pintura privaba la disposición helicoidal que daba a las figuras ese rizo dinámico que se conoce como forma serpentina, y rompía el estatismo anterior para retorcerlas en contrapposto. Tanto las estatuas de mármol de las tumbas mediceas como antes los ignudi y Sibilas de la Sixtina demostraron la inclinación buonarrotesca hacia lo inestable y anticlásico. Si bien el término, como aplicado a muchos otros estilos, nació con un sentido despreciativo al predicarse de los imitadores de Leonardo y Rafael y del propio Miguel Angel en el empleo de su maniera o de sus fórmulas, cuyo uso podría decaer en mera y vacía repetición, se ha convenido en llamar Manierismo a ese movimiento en el que su razón de existir como estilo, y no manera, estribaba en la insatisfacción y antítesis con que pronto se consideró esa cima del Clasicismo, perfecta cristalización de la utopía platónica, pero en contradicción con la vorágine de la vida que es interrogación y problema. En el campo de la pintura será Florencia de nuevo la adelantada de esa renovación idiomática, antes que muchos de los discípulos de Rafael se decanten hacia la rotura de la simetría y el canon. Quien lo inició, tal vez sin proponérselo y estimulado por sus mismos alumnos, fue Andrea del Sarto el catalizador del protomanierismo pictórico florentino. Nacido en 1486, tres años menor que Sanzio, y muerto diez años después que él en 1530, fue quien ocupó en principio el hueco dejado en la ciudad por Rafael al trasladarse a Roma en 1508. En su manera inicial contaba mucho el color rafaelesco, el esfumado de Leonardo y la composición de Fra Bartolommeo. No se advierten síntomas de fractura anticlásica en sus frescos de la Annunziata (1509-1511) ni en su Natividad de la Virgen (1514) donde aun recoge la perspectiva óptica heredada de Ghirlandaio, pero en los murales en grisalla del claustro de los Scalzi (1514-1526), con motivos leídos en los grabados de Durero, al tiempo que la monocromía da un inesperado sesgo al color, el espacio se aglomera. También sus cuadros religiosos mantienen la simetría y el escalonamiento de Fra Bartolommeo, como en la celebrada Madonna de las arpías, de 1517 (Uffizi), de decidido contraste de masas densas de colorido, y también en su hermoso Asunto místico del Prado, una sacra conversación de la Virgen con un santo y un ángel donde, sin embargo, la triangulación isósceles se dilata en altura para dar mayor énfasis al zigzag de las actitudes, y especialmente el cromatismo se enriquece con nuevos tonos refinados y selectos. Aparecen formas serpentinas en sus versiones del Sacrificio de Isaac, como la del mismo Museo del Prado. Después de una breve escapada a Francia, volvió al claustro de los muertos de la Annunziata florentina para pintar al fresco la Madonna del Saco (1525), a la que da familiaridad cotidiana influido por su discípulo Pontormo, autor de las Estaciones pintadas en la medicea villa de Poggio. No es ajeno a la monumentalidad y colorido de los retratos de Rafael cuando efigia a la Dama joven de la Pitti o al Escultor de la Galería Nacional de Londres, pero en su Autorretrato mueve y disloca la postura, bien manierizante. Los retratos de su mujer Lucrecia del Baccio del Fede, como el existente en el Prado, son análisis psicológicos de indudable maestría. Con Andrea del Sarto se formaron dos de los más decididos innovadores del primer Manierismo en Florencia, Pontormo y Rosso, por lo que incrementó su valía como anticipador de futuro. Entre ellos también debe recordarse al español Alonso Berruguete, que en Italia residía desde 1504, participó en el concurso para copiar el Laocoonte y obtuvo del propio Miguel Angel autorización para estudiar el cartón de la Batalla de Cascina. Se sabe que terminó la Coronación de la Virgen (Louvre) inacabada por Filippino Lippi, y tanto en la Madonna (Galería Borghese) como la Salomé de los Uffizi, atribuida por Longhi, con su esfumado leonardesco, le dan un puesto merecido en la génesis de la primera maniera toscana. Con la formación adquirida en el taller de Sarto se proyecta la carrera pictórica de Jacopo Carrucci, conocido como Pontormo por su localidad natal, próxima a Empoli (1494-1537), pero pronto discrepará del maestro y de los recursos del mismo Miguel Angel, movido por su psicología torturada y melancólica, que se manifestaba en cambiante humor. A la simetría sartesca de la Madonna de las Arpías responde con el zigzag de su Virgen en el trono con Santos (San Miguel Visdomini, en Florencia) pintada un año después que aquélla. Muy diferente en luminosidad y desenfado se muestra en los frescos de la villa de Poggio a Caiano: un luneto dedicado a Vertumno y Pomona, en argumento leído en Paulo Clovio, le da ocasión para reunir en tono desenvuelto y ocurrente a niños desnudos, un viejo con su perro y tres muchachas en distendida postura de inesperada cotidianidad. Sorprende este campestre espectáculo con el patetismo que adopta, con apoyatura en grabados de Durero que también utilizaba su maestro Sarto, en sus dramáticos frescos de la Pasión en la Cartuja de Val d'Ema, pintados unas fechas antes del Saco de Roma, en los que alarga la figura de Cristo como si volviera al verticalismo gótico. Su lienzo más admirado es el Descendimiento de la Cruz en Santa Felicitá de Florencia (1526-1528), no sólo por el muy compuesto acompañamiento de mujeres al dolor patético de María en el que los cuellos se alargan ostensiblemente, y por la torsión serpentina y miguelangelesca a que somete el cadáver de Cristo en los brazos de dos bellísimos mancebos, sino también por el refinamiento exquisito del color, en tonos lívidos y rebuscados, que dan al conjunto cierta artificiosa y pagana teatralidad. Expresionista del color en algunos retratos como el retrospectivo de Cosme el Viejo (Uffizi), y elegante en los ademanes del Joven del Museo de Lucca o del Alabardero de Cambridge, nos sorprende con el glacial desvío de María Salviati (Uffizi) en su esfumada aparición desde la negrura del fondo. Otro discípulo de Andrea del Sarto, Giovanni Battista di Jacopo, pero conocido con el apodo de Rosso Fiorentino por el color de su cabello rojo (1495-1540), contribuyó asimismo con Pontormo a la decoración al fresco del claustro de la Annunziata (1517), con lo que este recinto se convierte en auténtico museo del protomanierismo toscano. Utilizó también estampas de Durero. Se inclina por un dinamismo exagerado en las actitudes y un colorido aplicado como geométricas taraceas de concepción casi cubista, lo mismo en su Descendimiento de la pinacoteca de Volterra (1521) que en Moisés y las hijas de Jetró (1523-27) en los Uffizi, pintado éste en Roma con musculosos desnudos de inspiración miguelangelesca y evidente horror vacui en su renuncia a la profundidad. Completa el inicial plantel de los protomanieristas toscanos el sienés Domenico Beccafumi (Siena h. 1486-1551), cuya obra está ligada especialmente a su ciudad natal. Algo mayor que Pontormo y Rosso y menos formalista que ellos, tendió a cierto goticismo explicable por su entomo local, pero le diferencia su interés hacia los efectos de profundidad prebarroca. Con historias extraídas del pasado romano que fomentó la municipalidad sienesa orgullosa de su escudo con la loba del Capitolio, decoró la Sala del Consistorio y también el techo del palacio Bindi-Legardi, muy encomiados por Vasari. Entre sus cuadros sacros sobresalen la Bajada de Cristo al Limbo (Pinacoteca de Siena), destacada mención de Vasari, y la tabla de San Miguel (El Carmen, Siena) con un infierno inflamado en llamas que sostiene el cotejo con El Bosco y es de las mejores pinturas de fuego y de noche del Cinquecento. Sus atmósferas adquieren vaporosidad y perspectiva en los Estigmas de Santa Catalina y en el sugerente interior del Nacimiento de la Virgen (ambos en la pinacoteca de Siena), con una estancia iluminada al fondo como hará Velázquez en Las Meninas. Sus dos historias de Moisés pintadas para el coro de la catedral de Pisa (1538-1539) denuncian el dinamismo miguelangelesco asimilado en la Sixtina y el alargado diseño de los personajes de Pontormo. Es de recordar que Beccafumi fue también escultor en bronce de los Angeles de la catedral de Siena y diseñador de algunos de los temas bíblicos que prestigian el pavimento de la catedral sienesa, tan encomiado por sus asombrosos mosaicos; también fue excelente grabador. Al trío apasionado que integran Pontormo, Rosso y Beccafumi sucederá la maniera más contenida y distante de Bronzino, el apelativo con que fue llamado Agnolo di Cosimo, otro florentino algo más joven (1503-1570) que tuvo por maestro a Pontormo, con el que colaboró en principio (Pigmalión y Galatea, un tiempo en la romana Galería Barberini), intelectualizando el dinamismo aprendido en Miguel Angel con la planitud de un frío azul miniado. Tal vez su composición se adensa con notorio horror vacui que le resta claridad y profundidad, en su Cristo en el Limbo, lejos del ambiente espacioso de Beccafumi. Lo que mayor prestigio da a la pintura de Bronzino es su numerosa galería de retratos, gran parte de ellos dedicados a los miembros de la familia de los grandes duques de Toscana en su puesto de pintor de cámara de Cosme I. Sobresale la geometrización abstracta de los rostros que les distancia y enfatiza, proporcionándoles majestad y empaque como demandaba la nueva andadura de las monarquías europeas y desde luego esta del gran ducado de Toscana, recién restaurada por Carlos V en la familia Médicis. A la fidelidad en las facciones añade Bronzino una minuciosa detención en los ropajes suntuosos y las rutilantes joyerías que lucen las damas, lo que granjeará admiración al artista dentro y fuera de Italia. Los ademanes y posturas, con giros de cabeza despaciosos, adquieren elegancia refinada y distante en efigies masculinas como Guidobaldo de Montefeltro con su perro (Uffizi, 1530-32) o en Ugolino Martelli (Berlín), de gesto glacial y displicente en un interior erudito de coleccionista de antigüedades. Impenetrable en su faz, que distraen los adornos menudos del atuendo, es el retrato de Bartolomeo Panciatichi y especialmente el de su esposa Lucrecia (ambos en los Uffizi), dama de enjoyada garganta y manos de aristocrática finura. Retrató numerosas ocasiones a Eleonora de Toledo, la esposa de Cosme I, sola o acompañada de sus muchos retoños, que a la redondez esferoidal de sus rostros agregan una increíble minuciosidad en brocados y joyas. Por último, el manierismo intelectual y simbólico de Bronzino raya a gran altura, a pesar de lo apretado de los cuerpos y la carnación fría y marmórea, en el cuadro de la Galería Nacional de Londres, Venus abrazada por Cupido o Descubrimiento de la lujuria (que pintó hacia 1546 para Cosme I), artificiosa construcción de erótica sensualidad que apenas vela el secretismo de su simbología.
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Entre los pintores flamencos del siglo XVI destaca la figura de Peter Bruegel el Viejo. En la mayor parte de sus trabajos se pueden apreciar las costumbres de la sociedad de su tiempo, algunas veces con un claro sentido moralizante como en el caso de Los proverbios flamencos, la tabla que conserva el Staatliche Museen de Berlín. Bruegel ha conseguido reunir en esta tabla más de cien proverbios utilizados en su tiempo, de los que los más importantes son los siguientes: "Vivir bajo la escoba" que se relaciona con la pareja que vive en pecado al llevar vida marital sin estar casada; en la ventana de la casa observamos a un pillo que defeca sobre la bola del mundo y hace trampas con las cartas mientras que en el interior de la taberna dos hombres se cogen las narices, un claro símbolo de necedad; otra referencia a la necedad la encontramos en el hombre que asa arenques para coger las huevas y el necio que se cae entre dos taburetes al intentar sentarse sobre los dos; un hombre armado hasta los dientes intenta poner el cascabel al dócil y anciano gato; junto a él observamos a un cerdo quitando la espita de un tonel, simbolizando el exceso y la gula. La indecisión se representa con la mujer que lleva el fuego y el agua mientras que la hipocresía se simboliza con el hombre sujetando un pilar, que representa la Iglesia; a las esposas hipócritas también se alude con la mujer que ata un diablo sobre un cojín mientras que un estúpido se da cabezazos contra la pared. Un necio esquilando a un cerdo, mujeres maledicentes, un hombre llenando un pozo una vez ahogado el animal, otro dando margaritas a los cerdos y una esposa adúltera tapando con una capa al marido son las escenas que se representan en la zona central de la tabla. En la derecha encontramos a un hombre con el mundo en sus manos, como símbolo de la sabiduría, dirigiendo un gesto de compasión al hombre que se ha metido en el globo de cristal, un nuevo símbolo de necedad. Los actos más pecaminosos de la composición los encontramos en el monje que pone una barba rubia a la figura de Cristo, el hombre que pone una vela a un demonio y el que se confiesa ante Satanás. En el río observamos al pez grande que se come al chico, un hombre cogiendo la anguila por la cola -indicando que no se puede festejar las cosas hasta el final-, un señor que cubre el sol con el abanico, un monje que cuelga los hábitos y un hombre que arroja dinero al río, imagen clara de despilfarro. Lanzar flechas a los pasteles es una clara imagen de optimismo, al igual que el hombre que toca el violín en la picota, el lugar de escarnio público de los delincuentes. El grupo de personajes que se halla a los pies de la torre, presidido por el hombre que abre la ventana con las nalgas, es una representación de los bobos. Dos oportunistas serían el que tiende la capa a favor del viento, en lo alto de la torre, y el que se calienta junto a la casa ardiendo. Al fondo, una procesión de ciegos está a punto de caer al precipicio, lo que indica que los estúpidos tiende a seguir a otros, a pesar de su equivocación.
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Entre los pintores flamencos del siglo XVI destaca la figura de Peter Bruegel el Viejo. En la mayor parte de sus trabajos se pueden apreciar las costumbres de la sociedad de su tiempo, algunas veces con un claro sentido moralizante como en el caso de Los proverbios flamencos, la tabla que conserva el Staatliche Museen de Berlín. Al ser los proverbios un importante medio de expresión en la sociedad flamenca, en numerosas ocasiones se representaban visualmente, realizándose incluso grabados que eran vendidos a bajo precio y que circulaban con facilidad entre los amantes de este tipo de trabajos. Bruegel ha conseguido reunir en esta tabla más de cien proverbios utilizados en su tiempo, de los que los más importantes son los siguientes: "Vivir bajo la escoba" que se relaciona con la pareja que vive en pecado al llevar vida marital sin estar casada; en la ventana de la casa observamos a un pillo que defeca sobre la bola del mundo y hace trampas con las cartas mientras que en el interior de la taberna dos hombres se cogen las narices, un claro símbolo de necedad; otra referencia a la necedad la encontramos en el hombre que asa arenques para coger las huevas y el necio que se cae entre dos taburetes al intentar sentarse sobre los dos; un hombre armado hasta los dientes intenta poner el cascabel al dócil y anciano gato; junto a él observamos a un cerdo quitando la espita de un tonel, simbolizando el exceso y la gula. La indecisión se representa con la mujer que lleva el fuego y el agua mientras que la hipocresía se simboliza con el hombre sujetando un pilar, que representa la Iglesia; a las esposas hipócritas también se alude con la mujer que ata un diablo sobre un cojín mientras que un estúpido se da cabezazos contra la pared. Un necio esquilando a un cerdo, mujeres maledicentes, un hombre llenando un pozo una vez ahogado el animal, otro dando margaritas a los cerdos y una esposa adúltera tapando con una capa al marido son las escenas que se representan en la zona central de la tabla. En la derecha encontramos a un hombre con el mundo en sus manos, como símbolo de la sabiduría, dirigiendo un gesto de compasión al hombre que se ha metido en el globo de cristal, un nuevo símbolo de necedad. Los actos más pecaminosos de la composición los encontramos en el monje que pone una barba rubia a la figura de Cristo, el hombre que pone una vela a un demonio y el que se confiesa ante Satanás. En el río observamos al pez grande que se come al chico, un hombre cogiendo la anguila por la cola -indicando que no se puede festejar las cosas hasta el final-, un señor que cubre el sol con el abanico, un monje que cuelga los hábitos y un hombre que arroja dinero al río, imagen clara de despilfarro. Lanzar flechas a los pasteles es una clara imagen de optimismo, al igual que el hombre que toca el violín en la picota, el lugar de escarnio público de los delincuentes. El grupo de personajes que se halla a los pies de la torre, presidido por el hombre que abre la ventana con las nalgas, es una representación de los bobos. Dos oportunistas serían el que tiende la capa a favor del viento, en lo alto de la torre, y el que se calienta junto a la casa ardiendo. Al fondo, una procesión de ciegos está a punto de caer al precipicio lo que indica que los estúpidos tiende a seguir a otros, a pesar de su equivocación.