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El calor y el humo hacían la atmósfera asfixiante. Era preciso salir ya pero, de repente, bramó un crujido pavoroso que les llenó de terror. Y, al unísono, el suelo se abrió bajo sus pies. Dando un alarido, uno de los guerreros se hundió en el vacío empuñando su maza y su espada. El otro, alargando los brazos para amortiguar el choque, se precipitó contra el suelo clavándose su propio puñal. Un tercero, estrechando contra su pecho una copa de oro envuelta en un lienzo, se estrelló de cabeza en las losas del piso inferior. Su mano izquierda, guarnecida con un guantelete de cuero y bronce, todavía se contrajo de dolor. Toneladas de vigas y escombros humeantes cayeron sobre sus cuerpos. Y la muerte". Aunque pudiera creerse lo contrario, no estamos ante una historia inventada. Hacia el año 800 a. C., en el saqueo y destrucción del palacio de Hasanlu, tres de los guerreros asaltantes murieron de este modo. Al menos esto es lo que concluyeron R. H. Dyson y los miembros de su equipo, pues cuando excavaban el edificio I del complejo pudieron comprobar minuciosamente todos y cada uno de los detalles citados. A fines del siglo IX a. C., allá en las montañas del noroeste, un gran poder se abatió sobre el pequeño Mannai, un reino iranio situado en el corazón de los Zagros. Los estudiosos atribuyeron al gran Minua de Urartu el dramático fin de una de las ciudades manneas, Hasanlu. Y tres de los guerreros urartios, que durmieron entre las ruinas su último sueño, nos traen hoy el patético testimonio de su muerte y de su época. Cuando el monarca de Urartu avanzó sobre Mannai, al sureste del lago Urmia, en el Irán empezaban ya a madurar los pueblos indo-iranios que, en los valles de los Zagros y en el extremo del Irán oriental del nordeste, parecen haber hallado campo abierto a sus costumbres y a su inquieta vida. De hecho, en textos asirios del siglo IX a.C. se habla por vez primera de tribus iranias medas que vivían entre los Zagros, los desiertos centrales y la región de Demavend. Pero, ¿qué es lo que había pasado entre aquel lejano 1700 a.C. -la época de la crisis urbana en el Turán y el desplazamiento del eje cultural iranio hacia el oeste- y el nacimiento histórico de los medopersas? ¿De dónde surgen reinos montañosos como el de Mannai, Ellipi o el de las gentes del Luristán? Mil años necesitan una explicación, aunque, a decir verdad, probablemente nunca quedaremos satisfechos. El centro de la cuestión gira en torno al secular problema de los indoeuropeos, los indo-arios y los indo-iranios. Según M. Gimbutas todos eran parientes del gran tronco que, crecido en las estepas del sur de Rusia en la época Kurgan, comenzó a desgajarse y en el curso del IV-III milenio antes de Cristo, cruzaron el Cáucaso hacia Anatolia y el valle del Arax unos, hacia Europa balcánica y central otros y, en fin, hacia el este del Caspio los demás. R. Ghirshman, contestado por una errónea interpretación del proceso de la cultura en el Gurgan iranio, propuso con mayor aceptación respecto a Oriente Próximo y el Irán dos momentos: el primero a fines del III y comienzos del II milenio para los indo-arios; el segundo a fines del II y comienzos del I para los iranios. Y al último movimiento habrían pertenecido las migraciones de cimerios, medos, escitas y persas entre otros; lo que ocurre es que según ciertos estudios recientes debidos fundamentalmente a los lingüistas soviéticos Th. V. Gamkrelidze y V. V. Ivanov -aprovechados con cierta y singular premura por C. Renfrew-, los indo-arios e indoeuropeos no vinieron de fuera, por la sencilla razón de que siempre estuvieron dentro, en el Oriente, pues proponen como patria de los mismos la amplia región montañosa al sur del Cáucaso y al oeste de Anatolia, considerando además que la difusión de sus lenguas se hizo a la vez que el Neolítico. Por encima de controversias, uno y otro modelo podrían encajar con lo sucedido en el Turán a comienzos del II milenio. Porque la crisis urbana puesta de relieve en los trabajos de Igor y Ludmila Hiopin, V. M. Masson-V. I. Sarianidi o R. Biscione-M. Tosi, coincidente con una vuelta al asentamiento limitado, facilitaría la integración regional y pacífica de pueblos cuya esencia cultural era el pastoreo. Pues es evidente que la cultura urbana del Turán no fue destruida por los invasores, sino que simplemente tuvo que readaptarse como dice Ph. L. Kohl, porque el medio no podía ya sostener un crecimiento desmesurado. Y en ese momento llegaron, posiblemente, las primeras tribus indo-arias. El problema siguiente será el de integrar dicho proceso en una historia del arte. Y eso es más difícil todavía. La tantas veces mentada cerámica gris/negra pulimentada, hallada en el noroeste iranio y las vertientes del Elburz, se suele asociar con los indo-iranios. Pero es una asociación viciosa porque, además de incidir en un viejo error de la investigación historiográfica temprana, olvida que la técnica en sí ya era conocida en otras regiones, desde Gurgan hasta Anatolia y al-Yazira, nada menos que desde los inicios del III milenio. Pero sea como fuere, mientras que a partir del 1330 a.C. el reino suso-elamita vivía sus años de madurez, en toda la cadena de los Zagros y el Elburz los pueblos sedentarios y seminómadas irían asimilando poco a poco a los primeros indo-iranios. Y en su cultura material por fuerza hemos de encontrar el hilo del antiguo Irán, las ideas nuevas y los mensajes de sirio-mesopotámicos, suso-elamitas y urartios. A comienzos de los años sesenta, E. O. Negahban descubría en Marlik Tépé un importante yacimiento situado en la provincia de Gilan, entre el Caspio y el Elburz. Se trata en lo fundamental de una importante y rica necrópolis con 53 tumbas construidas en piedra, y que el arqueólogo iraní sitúa entre el 1400 y el 1000 a.C. Junto a la cerámica gris pulimentada aparecen vasos de oro, plata y bronce con un peculiar perfil cóncavo y temas decorativos que parecen proceder de muy diversas áreas. Los ajuares incluían armas y no pocos sellos cilíndricos, entre los que destacan algunos de cuarzo sinterizado cuyos elementos iconográficos se orientan a la Yazira de la segunda mitad del II milenio. Puede que la cultura de Marlik correspondiera a la ya conocida de Amlas, cuyos recipientes teriomorfos se han hecho famosos. Tal vez uno de los mejores ejemplos del espíritu de las migraciones, como quería R. Ghirshman, lo encontremos en la necrópolis B de Sialk. Las prácticas funerarias -fosa en tierra, disposición del cadáver con ajuar, capa de tierra y losas de piedra formando una cubierta a dos aguas- resultan nuevas en el panorama iranio de entonces, los dos o tres primeros siglos del I milenio. Aunque muchas habían sido saqueadas, las intactas depararon ajuares muy interesantes de cerámica, bronces y hierro. Los ceramistas del antiguo Sialk fueron autores de unos vasos muy característicos, dotados de un largo pico inconfundible. Cierto que no se conocen antecedentes, pero sí relaciones con vasos de bronce y cerámicas semejantes en otras áreas del Irán, como el Luristán, Giyan, Teherán y Sistán. Su habitual decoración pintada en rojo o negro sobre fondo claro -aunque también existan recipientes monocromáticos en negro o rojo- indica que, como dice E. Porada, en el arte iranio existían relaciones muy estrechas pese a la distancia cronológica o geográfica. No deja de llamar la atención la contradicción entre el buen hacer del ceramista y la inseguridad del decorador. Ajedrezados, zig-zagues, animales diversos, figuras humanas o aves, pueblan unas cerámicas fantásticas cuyo probable uso ritual fuera sugerido desde el principio por R. Ghirshman. Las gentes que cuidaban la necrópolis vivían en un pueblo fortificado al pie de una ciudadela. Puede que todo ello signifique relaciones entre los recién llegados y la población indígena. Pero el caso es que, como piensa J. L. Huot, los ejércitos asirios destruyeron el lugar en el curso del siglo VIII a.C.
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Cuando en el reinado de Alfonso II de Asturias se descubrió la tumba del apóstol Santiago, la red de caminos en el Norte de la Península se reducía a algunos itinerarios que seguían en gran parte las calzadas romanas. Algunos testimonios literarios, como el "Poema del Cid", nos las muestran como caminos en mal estado, sólo aptos para andar a caballo o andando. El tráfico rodado era prácticamente inexistente, aunque, afortunadamente, la introducción de la herradura en el mundo occidental durante el siglo IX favoreció el transporte a lomos de caballería de personas o mercancías. La peregrinación a Santiago convirtió a esta ciudad en el centro de una malla radial de itinerarios camineros, que conducía a los peregrinos desde Asturias, León, Portugal, Castilla y los puertos de mar. Aunque el itinerario más conocido era el actual Camino Francés que, en los primeros años de la peregrinación, discurría por la cornisa Cantábrica, buscando la protección de un terreno más abrupto, a partir de las conquistas del rey Sancho el Mayor, desciende a la Meseta discurriendo por el trazado más conocido, que se ajustaba sensiblemente al de una calzada romana. A fines del siglo XI el Camino de Santiago era una gran arteria por la que circulaba multitud de peregrinos de todas las partes del mundo de la época. Su importancia impulsó numerosas iniciativas para su equipamiento, como la construcción de puentes de nueva planta o bien reconstruidos sobre antiguas fábricas de piedra romanas. El puente más emblemático del Camino es, sin duda, el que da nombre a Puente La Reina, una hermosa obra sobre el río Arga mandada construir por Doña Mayor, mujer de Sancho III de Navarra, en la confluencia de los dos ramales del Camino que entraban en España, por el puerto de Roncesvalles y por Canfranc. Es un gran puente de 109 m de longitud total, de seis esbeltas bóvedas de cañón de sillería con arquillos de aligeramiento, perfil alomado, y luces máximas de 20 metros. La técnica de construcción de los puentes medievales se fundaba en una tradición de prácticas transmitida oralmente y que tenía su origen en la ingeniería romana. Del análisis de las obras que han llegado hasta nosotros (entre las cuales los puentes del Camino de Santiago constituyen uno de los catálogos más ricos de la España medieval) se pueden extraer algunas conclusiones sobre su identidad morfológica. El puente medieval se construye de vanos impares (y por tanto con número par de pilas), en una disposición intuitiva para que la mayor capacidad de desagüe se encontrase en el centro del río. Por esa misma razón, la bóveda central suele tener mayor abertura que las demás. Otro rasgo característico de muchos de estos puentes es el perfil en "lomo de asno", que se acentúa cuando la bóveda central se construye apuntada o en ojiva. Uno de los puentes más largos del Camino es el de Órbigo, en León, sobre el río del mismo nombre. Tiene 20 luces en arco de diferentes tipologías, con arquillos de aligeramiento en uno de los tramos centrales. También en León, el Camino salva el río Cea por el puente de Sahagún, una estructura medieval característica con su perfil alomado y los tajamares que se prolongan hasta la coronación, formando apartaderos para proteger del tráfico a los caminantes. En el Camino hay, además, bellos puentes de bóveda apuntada, como el de San Miguel, en Jaca, o el de Ponferrada. El puente de San Miguel es una bóveda de más de 20 m de luz situado en el tramo del Camino que penetra desde Francia por Canfranc. El puente medieval, como recordó Arturo Soria, crea lugares en sentido heideggeriano. El puente permite a las cosas del entorno relacionarse con su propio sitio y entre sí. El puente construye el lugar o, en la terminología del filósofo alemán, permite "aparecer" el lugar. Puentes del Camino, como el de La Magdalena de Pamplona o el de Itero, sobre el río Pisuerga en el linde entre Burgos y Palencia, nos transmiten la dimensión poética de esas construcciones que, al aunar las propiedades del lugar, las sentimos como si hubieran estado allí desde la eternidad. Podríamos decir, utilizando una terminología actual, que en el Camino de Santiago el puente es un "equipamiento", como los hospitales, ermitas, iglesias y hospederías que se iban localizando a lo largo de su traza. Pero, además, el puente creaba en torno a él otras actividades como presas o molinos, que favorecían la formación de núcleos rurales. El Camino de Santiago impulsó la formación de nuevas poblaciones a lo largo de su trazado o determinó un desarrollo peculiar de muchos de los que atravesaba, en los que la ruta modificó su estructura, generando un desarrollo lineal a lo largo de una calle en la que se asentaban hospitales, iglesias, hospederías, etcétera. Esta disposición todavía se puede apreciar en Santo Domingo de la Calzada, en Burguete, en Castrojeriz o en Molinaseca, en León, donde la calle principal se orienta siguiendo la dirección del Camino desde el puente sobre el río Meruelo (Puente de los Peregrinos) que está en uno de sus extremos. El intenso tráfico de peregrinos a pie o a caballo impulsó la construcción de puentes y mejoras en las calzadas. La tradición nos cuenta cómo dos constructores de puentes, santo Domingo de la Calzada y san Juan de Ortega dedicaron su vida al mantenimiento del Camino en buenas condiciones. Hoy, santo Domingo de la Calzada es el patrón de los Ingenieros de Caminos. En el tramo del Camino entre Portomarín y Mellid, donde enlazaba con una calzada romana que unía Lugo con Santiago, se encuentran dos puentes, Leboreiro y Furelos, que fueron construidos para el paso de los peregrinos, aunque también de los comerciantes, porque la peregrinación a Santiago coincidió con una época de renacimiento económico. En la actualidad el puente ya no se identifica con el camino. En las carreteras modernas sus trazados en planta y alzado están sometidos a la tiranía de la velocidad y el puente es un accesorio para facilitar la continuidad de la rasante. A medida que aumentaba la velocidad, el camino se ha ido separando del territorio y del paisaje. En este contexto técnico, el puente ha perdido el protagonismo que tenía en las carreteras y caminos construidos hasta el siglo XX. Pero en siglos anteriores, la carretera y el camino se construían en un diálogo con el territorio. El ingeniero medieval o el decimonónico tenían que estudiar y recorrer detenidamente la traza del que iban a construir, buscando la mayor facilidad y seguridad de tráfico de caminantes o vehículos. El camino antiguo se ciñe al paisaje y, a su vez, inventa paisajes. Este territorio, no contaminado todavía por la dictadura de la velocidad, lo podemos interpretar como una construcción en la que los caminos constituyen piezas esenciales que contribuyen a configurar su forma y en los que los puentes se erigen en protagonistas. En el camino medieval, el puente es una permanencia que lo orienta y lo marca, erigiéndose en una metáfora pétrea de la esperanza del caminante tras su destino. Los puentes del Camino de Santiago, con sus formas puras, ascéticas y sin ningún alarde decorativo, nos reconcilian con la múltiple dimensión metafórica del puente, que se ha perdido en los de nuestro tiempo, que por perder han perdido hasta el río. Los antiguos puentes nos permiten recuperar sobre ellos la contemplación que, como escribía Juan Benet a propósito de los puentes de fábrica de piedra, quizás sea la actividad del espiritu más serena y pasiva, y que, cuanto más intensa, menos pensamientos exige y mejor acepta el objeto contemplado como el factor del espíritu.
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El periodo anual de utilización de las galeras, debido a su poca capacidad marinera, era algo inferior al de los buques mercantes y abarcaba desde principios de la primavera hasta finales del otoño: el tiempo menos peligroso era el comprendido, entre finales de mayo y mediados de septiembre. Dicen los Hechos de los Apóstoles que, yendo san Pablo camino de Roma: "Transcurrido bastante tiempo y siendo peligrosa la navegación por ser pasado el ayuno, les advirtió Pablo, diciendo: Veo, amigos, que la navegación va a ser con peligro y mucho daño..." El ayuno tenía lugar en la fiesta de la expiación, hacia el equinoccio de otoño. Durante la invernada, los buques se guardaban, fuera del agua, en silos protegidos. No era habitual que las galeras permanecieran más de un día sin tocar tierra, siendo la norma el pernoctar en la costa, ya en una escala intermedia o volviendo a la base. Las características de la nave determinaban su poca autonomía; por un lado, la escasez de espacio limitaba la capacidad de transporte de agua y comida y el descanso de lo remeros; por otro, la ausencia de ayudas a la navegación y el hecho de no ser barcos muy marineros hacía arriesgada la navegación nocturna. La comida quizás no fuese un problema demasiado importante, ya que el volumen consumido por un adulto no es elevado. Se sabe a partir de los textos que los marinos se abastecían en los mercados locales cuando se encontraban en zona amiga y rapiñaban en zona enemiga. Parte de la dieta de la tripulación estaba formada por pan de cebada, higos, vino y aceite. No ocurre lo mismo con el agua, donde el consumo estaría entre los 4 y 6 litros por persona y día. Esto supone alrededor de una tonelada diaria para un trirreme, aunque posiblemente transportaran tres o cuatro más por si no era posible encontrar un lugar seguro donde abastecerse. Una potencia naval necesitaba contar con fondeaderos seguros, regularmente espaciados, dentro de su órbita de influencia. Existían dos categorías de puertos: las bases de las flotas y los fondeaderos secundarios, donde habría destinados algunos barcos. El puerto se intentaba adaptar a la geografía del lugar y podían ser poco profundos, debido al escaso calado de los barcos. Solían disponer de una bocana estrecha, natural o artificial, defendida por un par de torres artilladas, donde "por medios de máquinas se facilitará el que se crucen unas cadenas" (Vitrubio, Los Diez Libros de Arquitectura Libro V, capítulo 12). Los principales puertos poseían sectores separados para las actividades militares y civiles, caracterizándose los primeros por las rampas para la puesta en seco de las galeras. La zona militar se encontraba dotada de elevadas medidas de seguridad y a cubierto de miradas de extraños. Destacaron dos puertos militares por su capacidad: el de El Pireo y el de Cartago. Ambos se componían de un cierto número de rampas, cubiertas con tinglados de tamaño ligeramente mayor que el barco para el que estaban destinados. En ellos se introducía el navío de popa sin remos ni aparejos. Estos últimos se solían guardar en almacenes instalados por encima del barco bajo el mismo techado. Esta disposición permitía, en caso de necesidad, el lanzamiento de los barcos al agua en poco tiempo. El puerto de El Pireo -un complejo formado por tres puertos: Kantaras, con instalaciones civiles y militares; Municia y Zea eran de uso exclusivo de la armada- poseía 372 de estos refugios, y el de Cartago de forma circular, tenía capacidad para 220 buques. Estos varaderos eran tan estrechos que era imposible construir los barcos, pero sí realizar reparaciones menores. Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa, durante su escalada armamentística, no olvidó las mejoras de las instalaciones portuarias de la ciudad (Diodoro, Historias, Libro 14, XLII). Modernizó los 150 refugios existentes en el Gran Puerto de la ciudad siciliana y construyó 160 nuevos, algunos con capacidad para dos buques. Es decir, la armada fue necesidad primordial para los pueblos mediterráneos, a menos que alguno consiguiese el dominio absoluto del mar, como ocurrió con Roma. La importancia de la marina se refleja en su continua presencia en la numismática, la decoración, los monumentos y la literatura. La vida -en particular, la de los griegos- estuvo condicionada por el mar, tanto en su faceta comercial como militar (no estando clara en ocasiones la diferencia entre una y otra). Pocos fueron los que en algún momento no tuvieron que prestar servicio en las galeras o colaborar en temas relacionados con ellas: obras civiles para el apoyo de la flota propia o defensas contra el enemigo. Incluso naciones típicamente terrestres como Esparta y Roma, tuvieron que disponer de una flota, mercenaria o propia, para consolidar su poder.
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La extinción de la Dinastía XVIII se vio acompañada de grandes pérdidas territoriales en Asia, a beneficio de los hititas de Shubiluliuma, y de una confusa situación en el interior, provocada, en primer lugar, por la herejía de Amarna, y después, por la reacción contra la misma. Las convulsiones de esta crisis habían diezmado hasta tal punto al personal capacitado para la administración de las finanzas y de la justicia, víctima de las depuraciones efectuadas primero por los seguidores de Amenofis IV y más tarde por sus detractores, que Horemheb, generalísimo del Ejército y después faraón (1332-1306), pasó grandes apuros para volver a poner en marcha aquellos órganos de la vida del país. La arquitectura y las artes plásticas no se vieron afectadas en igual medida, por la actitud neutral que la mayoría de los artistas asumió; pero otras esferas de la cultura, donde los sacerdotes y sus escuelas tenían gran peso, experimentaron un bajón del que Egipto no se recuperó nunca más. La facultad de pensar con independencia, de confiar en la razón como instrumento primordial para el dominio del hombre sobre el cosmos, se vio suplantada por la fe ciega en las fórmulas rituales, en la magia, en los poderes ocultos, en todo lo que mantiene a los pueblos atados a la superstición y a la ignorancia. Ello explica el ritmo lento con que en adelante van a evolucionar las cosas. Cierto que Egipto había sido siempre un país de espíritu marcadamente conservador, pero el inmovilismo y el tradicionalismo que los Ramesidas fomentan, sin duda con el apoyo y el aplauso de una gran parte de sus súbditos, da a la cultura egipcia de la época -una época de cerca de tres siglos de duración- una fisonomía casi única en la historia. Dada su extracción, no es de extrañar que Horemheb colocase a sus compañeros del Ejército en los puestos de confianza. Los nombres de estas personas, y sobre todo los de sus padres, indican que muy a menudo eran de origen extranjero, y en su mayoría de raza semítica -historias como la de José y la de Moisés debieron de ser frecuentes-. En este círculo de amistades, y probablemente entre estas familias de extranjeros establecidas de tiempo atrás en las ciudades del Delta -Tanis en el presente caso-, eligió también Horemheb a su sucesor, Ramsés I, con el que no le unía parentesco alguno. El elegido debía de ser hombre de edad avanzada, pues no reinó más que dos años, suficientes, sin embargo, para fundar una nueva dinastía, en la que destacaron eminentes figuras: primero su hijo, Seti I (1305-1290 a. C.); después, su nieto, Ramsés II (1290-1224), cuyo reinado llena la mayor parte del siglo XIII a. C. A estos sucederían otros, y aún otros después, que sin llevar su sangre asumirían respetuosos el prestigioso nombre de Ramsés. La capital del país vuelve a radicar en Menfis, donde se hallaba de guarnición el grueso del Ejército, y donde los faraones, como generalísimos del mismo antes que otra cosa, se sentían más seguros. Pero Tebas no dejará por ello de ser objeto de numerosas, grandes y continuas atenciones, y eso sin contar con el supremo privilegio de que los faraones sigan enterrándose en ella y construyendo allí sus templos funerarios, de cuya importancia económica sería ocioso hablar. No; los tebanos no tendrán motivo de descontento, y menos aún si consideran la conveniencia de que el faraón se encuentre próximo al teatro de los más graves acontecimientos cada vez que éstos se produzcan. Pero aun así, los sacerdotes de Amón, no contentos con haber recobrado todas sus prerrogativas, pretendieron incrementarlas, lo que dio ánimos a Seti I para construir en Abydos, como obra suya, un templo con poder económico suficiente para contrarrestar el peso de Karnak y el de todos los templos funerarios de otros faraones, dependientes de aquél. Así iniciaba el rey un doble movimiento: el de conversión de los templos en centros de poder económico, y el de servirse de ellos en los conflictos de política interior. Con el faraón como árbitro, la lucha por el poder se polariza entre dos estamentos sociales, el de los sacerdotes y el de los militares, bien situados ambos en sus respectivas posiciones. En el terreno espiritual la intransigencia y el rigor de los primeros se enfrentará a las concepciones liberales -sobre todo en lo religioso- de estos últimos. Para éstos, que cuentan con el apoyo y la simpatía del rey, los monumentos pertenecen a la esfera de lo profano, y sus restauraciones tienen un carácter más secular que religioso, como si el ocuparse de ellos fuese más una competencia de arqueólogo que de sacerdote. Las tumbas privadas seguirán representando escenas y memorias autobiográficas, según los criterios y el estilo de la etapa precedente; pero ya desde la época final de Ramsés II se advierten signos de una nueva orientación y de las restricciones impuestas a la libertad de expresión. Es evidente que los sacerdotes no sólo se han adueñado del poder político, sino que, mediante un código de rígidos dogmas, han adquirido también un dominio absoluto sobre las almas. Como consecuencia de ello, el repertorio de los decoradores de las tumbas se ve reducido a transportar a ellas los pasajes pertinentes del Libro de los Muertos y las escenas rituales de sacrificios, transfiguraciones y desfiles de dioses. Como dato muy elocuente de hasta dónde llegó la represión, baste decir que las bailarinas desnudas que alegraban algunas tumbas del pasado fueron púdicamente dotadas de vestidos pintados encima. El poder de los sacerdotes llegaría al extremo de hacer hereditarios sus puestos, por lo que en Tebas el sumo sacerdocio llegó a ser equiparado al rey durante toda la XXI Dinastía. Por muy estable que fuese la visión del arte, ya se comprende que una época de cinco siglos -de mediados del XVI a mediados del X a. C.- es demasiado prolongada para que a lo largo de ella no se hiciesen sentir movimientos y modas diferentes. De ahí que aun procurando ofrecer una visión de conjunto, hayamos de hacer algunos incisos.
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En la última década del siglo XIV se consolida una nueva línea dinástica, cuyo primer representante, Ramsés I, no es de sangre real. Procede de una familia de militares oriunda del Delta oriental cercana al círculo de Horemheb. Cuando accede al trono es ya un anciano, por lo que se auxilia de su hijo cincuentón, quizá corregente durante los dos años de reinado de su padre. Durante el reinado de Sethi I, Egipto recupera su posición prevalente en Asia. El relato de las campañas, representadas en la sala hipóstila de Karnak, permite intuir el progreso hacia la Siria septentrional de los ejércitos egipcios, en perjuicio de los amoritas y de los hititas, con cuyo rey Muwatali firmará un tratado de paz. También los libios hubieron de soportar el expansionismo del nuevo monarca, cuyo referente y modelo parece haber sido Tutmosis III. Por lo que respecta a la política interior, su máxima preocupación es continuar la obra restauradora de Horemheb; destaca, en este sentido, su amplia actividad constructora de soberbia como se refleja en la sala hipóstila ya mencionada de Karnak, en el Gran templo de Osiris de Abidos o en su propia tumba, tal vez la más hermosa de cuantas se han descubierto en el Valle de los Reyes. Pero la conexión con el pasado preamárnico se expresa sutilmente en el deseo de vincularse a las dinastías precedentes, y en tal dirección ha de entenderse la extraordinaria lista real conservada en el templo de Abidos, en la que el propio monarca con su hijo, el futuro Ramsés II, rinde homenaje a los setenta y seis reyes precedentes, comenzando por Menes -hermoso ejemplo de la consciencia histórica del grupo dominante- pero en la que están ausentes Hatshepsut, Amenofis IV y Tutankhamon. Resulta evidente la conexión deseada por Sethi I, que se convierte en el verdadero artífice del estado ramésida. Su obra interna fue posible gracias a la afluencia de riquezas procedente de las campañas asiáticas, ya que el control del corredor sirio-palestino hará del Delta oriental el verdadero centro de flexión de la actividad económica egipcia que, hacia el sur, se prolonga por el eje tradicional nilótico. No sabemos cuál es el año exacto del ascenso de Ramsés II al trono, pues los especialistas discuten fechas entre finales del siglo XIV y comienzos del XIII (1304 o 1279 según qué interpretación se confiera al dato sotíaco del Papiro Ebers). En cualquier caso, sabemos que había sido corregente durante varios años y que su propio gobierno se extenderá a lo largo de trece lustros. Una de las primeras medidas, que responde al peso específico de la región del Delta, fue la fundación de una nueva capital, Pi-Ramsés, junto a la vieja Avaris, cuya localización exacta parece corresponder a Qantir y Tell el-Daba. No existe ninguna razón que permita relacionar esta conducta con la de la fundación de Akhenatón. En este caso, se dejaba en Tebas al frente de los asuntos del Egipto septentrional al gran sacerdote de Amón, Nebunebef. Por otra parte, la intención no era romper con el pasado del estado, sino otorgarle una capital administrativa estratégicamente situada para actuar con la mayor celeridad posible sobre los asuntos que más preocupaban al faraón en el momento. En efecto, la política asiática va a ocupar la atención del monarca, ya que desde los primeros años de su reinado el tratado de su padre con Muwatalli deja de ser respetado y, en el año cinco, Ramsés organiza una ambiciosa expedición con la intención de someter a su dominio todo el país de Amurru y situar en el Orontes medio, a la altura de Qadesh, el límite de sus territorios. El avance se realizó sin obstáculos, pero el ejército egipcio, dividido en cuatro cuerpos, Amón, Re, Ptah y Seth, fue víctima de una emboscada en las proximidades de Qadesh, gracias al engaño del que fue objeto el faraón por unos mensajeros hititas atrapados. El propio Ramsés corrió peligro, pero el combate debió de quedar en tablas según intuimos por los resultados. No obstante, la corte faraónica celebró como un gran triunfo la estéril campaña asiática, que fue objeto de una composición, el "Poema de Pentaur", reproducido hasta la saciedad en los fastuosos monumentos erigidos por el megalomaníaco faraón, como por ejemplo el Rameseum o Abu Simbel, además de ser copiado en otros edificios, como los templos de Abidos, Luxor, Karnak, etc. Allí los relieves ilustran con tal suerte de detalles la campaña descrita que no ahorra ocasión de alabar el valor del rey, cuyo arrojo al frente de la columna de Amón salvó del desastre a la totalidad del ejército egipcio. Las campañas posteriores no tuvieron tanto alcance ni resonancia, ya que no tenían como misión más que consolidar la hegemonía egipcia en la zona palestina y en el sur de Siria. Al mismo tiempo, las tropas egipcias tenían que hacer frente a las continuas escaramuzas que los libios realizaban en la frontera occidental del país. Ello distraería parcialmente la atención de Ramsés, que hubo de volver también sus ojos al sur. Allí el control sobre Nubia, incorporado en gran medida el reino de Kush al estado egipcio, era una realidad casi incontestada y para eliminar cualquier sombra de duda el faraón mandó construir uno de los santuarios más altivos de su reinado: los dos templos de Abu Simbel. El programa iconográfico del templo grande demuestra, mediante las relajadas figuras sedentes, la seguridad con la que se controla el territorio que tantas campañas había costado a los reyes anteriores; por obra parte, en la distribución de las imágenes hay un dramatismo creciente, pues se exhibe primero el poder del faraón con prisioneros de todos los pueblos vencidos, por otra parte se narra el gran triunfo militar del reinado: la dudosa batalla de Qadesh. Posteriormente la sala de las ofrendas, en la que Ramsés hace entrega de sus botines y tributos a los dioses y, por último, en el espacio más sagrado del templo, el faraón aparece como un igual entre los dioses, puesto que Ramsés se presenta ofrendas a sí mismo como dios, sublimación del carácter divino del monarca, discutido por algunos especialistas. La atención a aquellos otros asuntos dio un cierto respiro a Muwatalli -o quizá a la inversa fuera más correcta la secuencia- que iba teniendo cada vez más problemas con su vecino sudoriental, Asiria, ya que el monarca Adadninari I había sometido el territorio independiente de Hanigalbat, espacio residual en el corazón del antiguo imperio de Mitanni, y con su política expansionista comenzaba a poner en peligro la integridad territorial hitita. No obstante, esta difícil situación para Hatti fue aprovechada por Ramsés que extendió su dominio por la costa siria hasta el norte de Biblos. La muerte del monarca hitita no facilitó las cosas, pero tras el conflicto sucesorio sube al trono Hattusil III que intenta poner en orden los asuntos internacionales de Hatti. Es precisamente en esas circunstancias cuando las dos grandes potencias deciden firmar un tratado de paz, que se lleva a cabo en el año veintiuno del reinado de Ramsés. Conservamos el texto en dos versiones, circunstancia insólita: dos copias egipcias (en la cara externa de uno de los muros de la sala hipóstila de Karnak y en una copia muy deteriorada del Rameseum) y una versión hitita hallada casualmente en las excavaciones de Bogazkoy inscrita con caracteres cuneiformes en una tablilla de arcilla. Las dos partes aceptan una paz basada en el respeto territorial por el que se garantiza a Egipto el control de Palestina, mientras que Hatti conserva el control de Siria septentrional. Ambos firmantes se comprometen a defender la legítima línea dinástica del otro reino y se establecen pautas de cooperación en las que destaca la regulación de las extradiciones. Una década más tarde Ramsés contrae matrimonio con una princesa hitita: el intercambio de dones entre las dos cortes se efectúa con gran boato en Damasco. Más tarde otra princesa de la corte de Hattusa será asimismo esposa de Ramsés y, al parecer tanto Hattusil como su heredero Tudhaliya visitarán Egipto, prueba todo ello de las inmejorables relaciones de los dos grandes imperios del momento. Las campañas militares, la explotación del Sinaí y de Nubia y la producción agrícola en Egipto proporcionaron abundantes recursos que fueron parcialmente invertidos en la construcción de abundantes monumentos como testimonio del reinado, coronado con una descendencia que se cifra en mas de cien hijos. No obstante, a partir de Ramsés II se aprecia la compartimentación administrativa entre el Alto Egipto, con capital en Tebas, y el Bajo Egipto, al que hay que añadir las posesiones asiáticas. El resurgimiento de fuerzas centrífugas hará de esta articulación un punto de arranque para la debilidad del poder faraónico. El casi centenario Ramsés había enterrado a sus doce primeros hijos cuando le llegó a él el turno de pesar su corazón ante Osiris. El heredero fue Merneptah, un príncipe de avanzada edad, pero que aún tendría un reinado de más de diez años. Con él comienza la decadencia de la dinastía XIX, según suele afirmarse, por los problemas a los que tiene que hacer frente. Sin embargo, la situación interna no aparece especialmente en declive; de hecho, se envía suministro de trigo a Hatti, donde las malas cosechas obligan a solicitar ayuda del exterior, lo que demuestra la buena situación de Egipto. Pero lo más destacable del reinado es el rechazo, en el año quinto, del ataque procedente de Libia en el que intervienen diferentes pueblos y entre ellos varios que volverán a ser mencionados en el relato de Ramsés III y que se agrupan bajo el rótulo de Pueblos del Mar. Los invasores habían logrado superar las defensas establecidas por Ramsés II y sólo tras una encarnizada contienda son expulsados de Egipto. Merneptah celebra ampliamente su victoria, al igual que los triunfos obtenidos en sus campañas asiáticas, conmemoradas en una estela en la que por vez primera aparece el nombre de Israel. Tal vez en su reinado se produjera el éxodo, que otros sitúan bajo Ramsés II. A la muerte de Merneptah se abre una crisis sucesoria, que muchos autores atribuyen al prolongado reinado de Ramsés II (razón para muchos asimismo de la crisis dinástica). Sin duda son razones de otra índole las causantes de la situación venidera, ya que no tiene por qué existir relación directa entre reinado longevo y crisis. Sea como fuere, seguramente tres reyes y la reina Tausret sucedieron a Merneptah en un relativamente breve espacio de tiempo. Poco sabemos del período en cuestión, que los monarcas de la dinastía XX, tanto en el Papiro Harris como en la estela de Elefantina, calificaron intencionadamente de anárquico, para justificar mejor su advenimiento al poder y subrayar así la legitimidad y calidad de su gobierno. El restaurador, Setnakht, solamente estuvo al frente del estado durante dos años y acompañado por su hijo Ramsés III, que será el último de los grandes faraones. Su largo reinado de más de treinta años se convierte en el referente de la XX dinastía, compuesta por faraones llamados todos Ramsés, hasta el que lleva el número XI. Por su parte, Ramsés II parece haber sido el modelo deseado por su primer homónimo de la vigésima dinastía. Su trascendencia histórica reside en el hecho de que fue capaz de rechazar en el octavo año una invasión compuesta por contingentes procedentes del mundo micénico, Anatolia occidental y de la región costera de Siria que, entremezclados, buscaban un nuevo hogar, ya que la mayor parte de los estados de la Edad del Bronce había sucumbido como consecuencia de los improvisados ataques de gentes de diversos orígenes que se habían puesto en movimiento por circunstancias ignoradas, pero sin duda en relación con la inestabilidad generalizada de la que la caída de Troya no es más que un episodio emblemático. Si en última instancia fueron desplazados por otros pueblos que procedieran del ámbito centroeuropeo es algo que no sabemos, pero resultaría sorprendente la coincidencia de que poco después se produzca la llegada de los Campos de Urnas (o sus variantes locales) a la Península Ibérica y a la Itálica, la hipotética invasión doria en Grecia Continental y la constatación de la presencia de los futuros medos y persas en el Irán. En cualquier caso, si se trata de un movimiento de largo o corto alcance es algo que no revelan las fuentes antiguas, en las que la sinonimia mencionada resulta, por lo general, bastante familiar en el entorno del Mediterráneo oriental a lo largo de la segunda mitad del II Milenio. El templo funerario en Medinet Habu recoge con toda suerte de detalles en el texto y en el relieve la campaña de Ramsés III contra los Pueblos del Mar. Por lo que respecta a la política interna, la más detallada información procede del Gran Papiro Harris, redactado presumiblemente el mismo año de la muerte del faraón. En él se afirma la voluntad real de acabar con los desórdenes y la inseguridad, además de contener una rica documentación sobre propiedades de los templos. Sin embargo, las dificultades económicas se ponen de relieve en la insólita huelga de los trabajadores de Deir el-Medina que no recibían su correspondiente ración. Quizá relacionado con la mala coyuntura económica se encuentre el complot, descubierto a tiempo por el monarca, en el que participaban destacadas personalidades de la corte y del ejército. Entre los acusados, según el relato judicial del Papiro de Turín, se encontraba la propia reina. Un tribunal compuesto por doce jueces -entre ellos cuatro extranjeros- dictó sentencia condenatoria contra algunos de los acusados: unos fueron ejecutados, a otros se les amputó la nariz o las orejas. Algunos quedaron absueltos, pero ignoramos qué suerte corrió la reina. La muerte del faraón durante estos acontecimientos o poco después abre un periodo de declive que dura unos setenta años. Prácticamente nada sabemos de los ocho ramésidas siguientes, aunque como rasgos más destacados hay que señalar el deterioro de las condiciones internas de vida, la progresiva pérdida de los dominios asiáticos y la corrupción en la función pública, que se expresa dramáticamente en la profanación de las tumbas reales durante el reinado de los tres últimos Ramsés. Muchos autores han querido ver en el famoso cuento de Uenamón, correspondiente a la época de Ramsés XI, el mal estado de las relaciones internacionales de Egipto, ya que el príncipe de Biblos no quiere entregar la madera para la construcción de la barca de Amón; pero en realidad, lo que se pone de manifiesto es la interrupción de la economía del don y el contradón propia de la Edad del Bronce, ya que Uenamón no lleva el regalo de contraprestación pues se lo han arrebatado los tjekker, uno de los pueblos que habían atacado a Ramsés III y que ahora encontramos asentados en la costa, al norte de los peleset, que darían su nombre a Palestina. En cualquier caso, los escándalos en la administración no fueron peores que las luchas intestinas o que el acceso de los militares a los bienes de Amón, síntomas todos ellos de una inestabilidad social propia de un período de crisis. Quizá los acontecimientos vinculados al gran sacerdote Amenofis, que incluyen su propio secuestro, deban ser interpretados no tanto como un conflicto militar con el virrey de Kush, sino como los efectos de una revuelta social que acabaría con el advenimiento de Herihor en su lugar. El procedimiento no está claro, pero se denomina golpe de estado del año 19. A partir de entonces, Ramsés XI es un faraón nominal que conserva la más alta dignidad bajo la tutela del clero amonita. Se encuentra, pues, circunstancialmente al frente de un régimen teocrático, liderado por elementos ajenos al propio faraón. El sur está bajo control del gran sacerdote de Amón y jefe militar, Herihor, mientras que el norte está gobernado por Smendes, un administrador teóricamente dependiente del clero de Amón pero que goza de total autonomía en su residencia de Pi-Ramsés. La separación de las dos regiones es un hecho y las dificultades políticas repercuten en el deterioro económico, del que -a su vez- eran fruto. Se abre así un nuevo período intermedio en un Egipto abandonado por Maat, es decir, sometido al quebranto de la línea dinástica, parámetro ideológico para asumir el desorden, el caos.
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Las obras hidráulicas serán fundamentales para el desarrollo de la agricultura china. Pueden dividirse en dos partes: la construcción de los sistemas de riego y las obras destinadas a la protección contra las inundaciones. En algunos sistemas se combinaban ambos elementos, sobre todo en las zonas lacustres, los deltas, las zonas bajo el nivel del mar o las áreas rodeadas de diques. El más simple de los sistemas de riego fluvial necesita de la excavación de canales y algún mecanismo que controle el caudal de agua que fluye por cada uno de ellos. Cuando los periodos de estiaje son muy acusados, se necesita crear una reserva de agua en embalses. Además, si el sistema de riego llega hasta el mar, son necesarios unos elementos de contención que impida la penetración de aguas saladas en los canales cuando sube la marea. Estos complejos sistemas de regadío deben ser dragados periódicamente por los que es necesario la construcción de compuertas o diques transversales. La distribución del caudal es el aspecto clave del sistema de regadío, para lo cual se emplean norias y bombas. Tradicionalmente en China se han utilizado las llamadas "bombas de huesos de dragón", un mecanismo constituido por recipientes de perfil rectangular y de movimiento ascendente que, unidos por una cadena, son accionados gracias al pedaleo humano, la tracción animal o la fuerza del viento.
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El siglo XI se inició mal para los andalusíes. Al-Andalus había alcanzado la cima del califato y, bien integrado alrededor de la centenaria dinastía de los Omeyas, parecía haber hallado un orden clásico, ¿por qué no duradero? En 1009 triunfó el primer golpe de Estado, y se agrietó de tal modo aquella dinastía, que veintiún años después los cordobeses decidieron abolir su califato, cuando ya de forma irreparable más de veinte territorios, los reinos de taifas, se habían declarado autónomos, en un largo y agotador proceso de guerra civil, a través del cual diversos personajes andalusíes, generalmente con poder local arraigado, tomaron el mando en algunos lugares para salvar el vacío del poder central y evitar el riesgo de ajenas intromisiones. Así ocurrió en Albarracín, Alpuente, Córdoba, Huelva, Mértola, Niebla, Santa María del Algarve, Sevilla, Silves, Toledo y Zaragoza, además de que otros líderes andalusíes desplazaron bastante pronto a régulos eslavos que habían iniciado las taifas de Valencia, Murcia, Almería y Badajoz, y de que las taifas de Zaragoza y de Sevilla ocuparan otras taifas de beréberes nuevos y de eslavos, como Arcos, Algeciras, Carmona, Denia, Morón, Ronda y Tortosa. Por su parte, los eslavos (esclavos de origen europeo) sólo mantuvieron a lo largo del siglo la taifa de las Baleares, y los beréberes nuevos, sólo la de Granada-Málaga. Fue un ilusorio ensayo político de reproducir, en los veintitantos reinos de taifas, los esquemas del califato omeya, aunque sin atreverse a adoptar el título califal, y así más o menos largas dinastías practicaron a la vez su monarquía, desde sus veintitantas capitales, en muchas de las cuales se tuvo a gala el mecenazgo principesco, favorecedor de artes y ciencias, que hicieron brillar la época, como también sirvieron para propulsar la islamización y la arabización por todo al-Aldalus. Tuvieron gran riqueza y cultura, mas carecieron de organización militar. Los reinos de taifas sucumbieron unos a manos de otros, y definitivamente por ocupación cristiana (Toledo y Valencia) o por ocupación de los almorávides, que trajeron su Imperio desde el norte de África, desde 1090 en adelante.
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En la segunda mitad del siglo XV los reinos peninsulares experimentaron graves crisis políticas derivadas de la lucha entre monarquía y nobleza en Castilla, Portugal, Navarra y Granada y de la concepción del gobierno en la Corona de Aragón. Estos conflictos acabaron en guerras civiles, especialmente graves en Cataluña (1462-1472), Castilla (1465-1479), Granada (1478-1492) y Navarra (1447-1512). Finalmente, el autoritarismo real se impuso de una forma u otra en todos los reinos, aunque sin modificar sus diferentes estructuras políticas. La unión personal de los Reyes Católicos permitirá la consolidación de un aparato estatal monárquico capaz de absorber a los reinos más pequeños -Granada, Navarra- y de preparar el camino a la futura monarquía hispánica. El gran poder de Castilla y el declive de la Corona de Aragón explican el carácter marcadamente castellanizante de la España Moderna. El turbulento reinado de Enrique IV (1454-1474) culmina el proceso de asalto a las instituciones monárquicas por parte de la nobleza surgida de la revolución trastamarista. A ello contribuyó la debilidad de carácter del monarca, deslegitimado para imponer su autoridad a la nobleza que le había apoyado contra Juan II y Álvaro de Luna, y sin el apoyo de las ciudades, aristocratizadas e impotentes ante el poder nobiliario y la consolidación del sistema monárquico de corregidores. Con todo, la crisis de este reinado fue sobre todo política: Castilla prosiguió un fortalecimiento económico y monárquico que explica la expansión castellana a partir del reinado de los Reyes Católicos. Al principio (1454-1465) el gobierno quedó en manos de Juan Pacheco, marqués de Villena, cabeza de una nobleza cuyo único objetivo político era el incremento indiscriminado de poderes y rentas a costa de la debilidad monárquica. Con todo, los primeros años del reinado fueron esperanzadores debido a la recuperación económica, la paz exterior inspirada en Álvaro de Luna (alianzas con Francia y Portugal; neutralización de Navarra; paz con Aragón) y la actitud pacífica de la nobleza. Siguiendo a Fernando de Antequera y a Álvaro de Luna, Enrique IV tradujo seguridad exterior y estabilidad interior en una nueva ofensiva contra Granada. La guerra (1455-1457) fue muy favorable, ya que apuntó al desgaste económico y político del emirato, modelo seguido después por los Reyes Católicos. Sin embargo, el coste de las campañas, su carácter anticaballeresco y una mala coyuntura económica provocaron el descontento de la nobleza (Mendoza, Alba, Manrique) que se organizó en una liga al mando del arzobispo de Toledo Alonso Carrillo. La nobleza abortó la guerra (1457) e inició una serie de maniobras contra el valimiento de Juan Pacheco. El matrimonio de Enrique IV con Juana de Portugal hizo que la nobleza postergada buscara el apoyo de Juan I de Navarra (rey de Aragón desde 1458), cuyos problemas internos -lucha con Carlos de Viana y crisis de Cataluña- se sumaron a los conflictos castellanos. Contra la nobleza levantisca Enrique IV encumbró a Beltrán de la Cueva y contra Juan II (1458-1479) apoyó a Carlos de Viana, los beamonteses navarros y la Diputación catalana, que le ofreció el Principado al comenzar la guerra civil de Cataluña (1462). La peligrosa alianza Enrique IV-Diputación fue neutralizada por el doble juego del marqués de Villena -dispuesto a cambiar de bando para mantener su privanza-, la debilidad del rey y la pérdida de sus bazas exteriores. Tras la muerte de Carlos de Viana (1461), Enrique IV se dejó engañar por sus nobles en la cuestión catalana al aceptar el arbitraje de Luis XI (aliado de Juan II y Villena). El rey acató la decisión del francés y abandonó a la Diputación (1463). Juan Pacheco y el arzobispo Carrillo mantuvieron su poder en Castilla. Beltrán de la Cueva se alzó con la privanza del rey frente a ambos apoyado por sus parientes los Mendoza, principal apoyo nobiliario de la monarquía. El favorito y el obispo Pedro González de Mendoza pidieron al débil Enrique IV la guerra contra los rebeldes, pero el monarca aceptó sus humillantes condiciones: entre otras, el reconocimiento como heredero de su hermanastro Alfonso y el matrimonio de éste con su hija Juana. Al rechazar poco después lo pactado, el rey provocó la guerra en forma de rebelión nobiliaria. La nobleza alcanzó entonces su apogeo, mientras la anarquía se extendía por el reino y las ciudades resucitaban las Hermandades. En 1465 la nobleza levantisca depuso simbólicamente a Enrique IV y entronizó al manejable infante Alfonso, de sólo once anos, al tiempo que difundía el rumor de que la infanta Juana era hija de Beltrán de la Cueva. La humillación de la "Farsa de Ávila" aglutinó a los realistas y a las ciudades en una nueva Hermandad General. Estas fuerzas derrotaron a la nobleza en la segunda batalla de Olmedo (1467), pero Enrique IV no quiso explotar su victoria y se enajenó el apoyo de los Mendoza. En un clima de desorden -revuelta de los "irmandiños" en Galicia (1467)-, la muerte del infante Alfonso en 1468 transformó el panorama. Los rebeldes quedaron deslegitimados, por lo que ofrecieron el trono a la infanta Isabel, nueva candidata de la nobleza aunque no dispuesta a dejarse manejar por los nobles. La cuestión sucesoria fue solucionada finalmente en el tratado de los Toros de Guisando (septiembre-1468): la infanta Isabel era considerada la única heredera a costa de los derechos de la infanta Juana, a la que no se reconocía como bastarda. Juan Pacheco había conseguido la herencia para su representante, pero ahora hacía falta un marido conveniente para sus intereses. Los candidatos eran el pronobiliario y anciano Alfonso V de Portugal, el duque de Guyena, hermano de Luis XI, y el infante Fernando, hijo de Juan II de Aragón. Este último necesitaba a Castilla para liquidar la guerra civil catalana y supo convencer a Isabel gracias a los rescoldos del antiguo partido aragonés (Manrique, Enríquez). En octubre de 1469 se celebró el matrimonio semiclandestino de Isabel y Fernando, lo que modificó totalmente el juego de alianzas. Enrique IV y la liga nobiliaria que le dominaba se desligaron de lo acordado en Guisando y proclamó la legitimidad de Juana, mientras que los Mendoza pasaron al bando de Isabel, que explotó la propaganda que deslegitimaba a Juana la Beltraneja. El enfrentamiento sucesorio se hizo inevitable. Isabel sintetizó los intereses del antiguo partido de los Infantes de Aragón y las directrices autoritarias de Álvaro de Luna, proponiendo a la alta nobleza la sujeción a una autoridad monárquica superior a cambio del mantenimiento de su preeminencia social y económica y de sus aspiraciones de poder dentro de ese marco. También las ciudades apoyaron a los infantes confiando en el apoyo de la monarquía a sus reivindicaciones. Los infantes fueron respaldados por el papa valenciano Alejandro VI -el papa Borja- y por Aragón. En este contexto de acumulación de fuerzas murieron Juan Pacheco y Enrique IV (1474), iniciándose la Guerra de Sucesión entre 1474-1479. A la muerte de su hermano, Isabel I (1474-1504) se proclamó reina, desatándose una nueva guerra civil de dimensiones internacionales. Los derechos de Juana fueron apoyados por la liga nobiliaria acaudillada por Juan Pacheco y el arzobispo Carrillo con respaldo de Luis XI (enemigo de Juan II), los Lancaster y Alfonso V de Portugal, casado con Juana (1475) y temeroso del potente bloque castellano-aragonés. Isabel y Fernando, delimitado su poder en la "Sentencia de Segovia" (1475), fueron apoyados por parte de la nobleza (Mendoza, Alba...), Aragón, Borgoña y los York. A los tres años de lucha la guerra quedó decantada a favor de Isabel I tras la retirada de Luis XI (1478), la derrota de Alfonso V en la batalla de Toro (marzo-1476) y las graves pérdidas portuguesas en el Atlántico sur. El contencioso con Portugal fue resuelto en el tratado de Alcaçovas (1479), por el que Isabel I fue reconocida como reina de Castilla y Juana quedó marginada de sus derechos -ingresó en un convento en 1480-. La primogénita castellana Isabel casó con el heredero portugués Alfonso. Además, Castilla retuvo las Canarias y Portugal se garantizó con éxito el estratégico monopolio comercial al sur del Cabo Bogador. La muerte de Juan II de Aragón (1479) convirtió al esposo de Isabel I en Fernando II de Aragón (1479-1516), lo que reforzó la unidad personal de los reinos y el autoritarismo regio ejercido hasta entonces. Respecto al Reino de Aragón Juan II, monarca capaz, experto y autoritario, tuvo que enfrentarse al envenenado legado catalán de su hermano Alfonso V, complicado por la disputa con su hijo Carlos de Viana y por los conflictos en Castilla. Entre 1458-1462 se desarrollan los preludios del enfrentamiento. Juan II comenzó perdonando a su hijo, pero en 1460 le apresó de nuevo en Lérida acusado falsamente de negociar con Castilla. En una Cataluña muy agitada, esta imprudente decisión permitió a la Diputación aglutinar a los catalanes en torno al heredero y justificar la rebelión contra el rey "no para destronarlo sino para imponerle sus puntos de vista, es decir, las ideas de los privilegiados sobre la organización socio-económica de Cataluña". La Diputación formó un "Consell representant lo Principat de Catalunya" que exigió al rey la libertad del heredero y su reconocimiento. El autoritario Juan II se negó y el Consell le declaró la guerra en conjunción con Castilla y los beamonteses navarros. Ante esta alianza el rey tuvo que aceptar las condiciones exigidas en la "Capitulación de Vilafranca del Penedés" (1461), es decir, su alejamiento de Cataluña y la instauración del gobierno oligárquico del Consell presidido por Carlos de Viana como "llochtinent". Al morir éste en 1461 fue reemplazado por su hermano Fernando bajo la tutela de su madre Juana Enríquez. En Barcelona la "Biga" fortaleció sus posiciones entre 1461-1462, lo que se tradujo en la expulsión y persecución de "remensas" y "buscaires", que buscaron amparo en la reina. Mientras los payeses se levantaban en armas, la aproximación del rey a "remensas" y "buscaires" provocó la guerra civil de Cataluña entre 1462-1472. Los orígenes de la guerra se sitúan en el agravamiento de los antiguos problemas de los payeses de remensa y en la lucha entre Biga y Busca, manifestaciones de la pugna entre autoritarismo monárquico y pactismo como formas de gobierno de Cataluña. El conflicto civil polarizó el Principado: de un lado, el patriciado urbano -Biga- y la baja nobleza, aspirantes a gobernar con una presencia real mínima mediante las Cortes y la Generalitat (pactismo); de otro, la alta nobleza, el clero, buena parte de los payeses de remensa y los menestrales y artesanos urbanos -Busca-, quienes veían solución a sus reivindicaciones en el poder regio. La guerra se internacionalizó rápidamente. Contra los rebeldes catalanes Juan II buscó la ayuda de Luis XI y frente a los beamonteses navarros desheredó a su hija Blanca y dio el reino a Gastón IV de Foix, marido de su hija menor Leonor, apoyado por agramonteses y franceses. La Diputación reprimió a remensas y buscaires y buscó ayudas exteriores contra la presión francesa y la neutralidad o el apoyo al rey de Valencia, Aragón y Mallorca. Los rebeldes catalanes ofrecieron el Principado a Enrique IV de Castilla, en condiciones de derrotar a Juan II, a cambio de respetar los "Usatges" y las Capitulaciones. El rey aceptó el trono y envió tropas castellanas a Cataluña, pero Juan II neutralizó esta ayuda en connivencia con el marqués de Villena y Luis XI, que falló en su contra en la Sentencia de Bayona (1463). La Diputación perdió su aliado y los beamonteses debieron someterse. A cambio de su colaboración, Juan II cedió a Luis XI los condados de Rosellón y Cerdaña (1462-1463). Los rebeldes ofrecieron entonces el Principado al condestable Pedro de Portugal, quien, aun sin posibilidades de éxito, murió combatiendo en la guerra (1466). Pese a los victorias realistas y las deserciones en el Consell, los radicales de la Generalitat eligieron a Renato de Anjou, respaldado por Luis XI, lo que modificó totalmente las alianzas. Contra su antiguo aliado francés, Juan II se alió con Borgoña e Inglaterra, prefigurando la política de contrapeso a Francia que continuarían los Reyes Católicos. En esta coyuntura, el peso de Castilla era decisivo para el final del conflicto, por lo que Juan II se garantizó su colaboración ofreciendo el matrimonio de su hijo Fernando tanto a la hija de Juan Pacheco, verdadero dueño de Castilla, como a la infanta Isabel, heredera del reino tras los tratados de Guisando (1468). En 1469 las maniobras del catalano-aragonés fructificaron en el matrimonio de Isabel y Fernando. Asegurada la alianza castellana, Juan II se afianzó en Navarra. Allí Gastón de Foix y Leonor, lugartenientes y herederos, estaban enfrentados al monarca con apoyo francés y beamontés. Al morir el heredero de ambos (1470), Juan II aceptó la regencia de Leonor, que se prolongó en un contexto de guerra civil hasta la muerte del rey (1479). Sin apoyo exterior, casi el único que mantenía la lucha (1470), la revuelta catalana fue sofocada (1472). Por la Capitulación de Pedralbes (1472) Juan II pacificó Cataluña con una amnistía general y el retorno a la situación de 1462. La guerra civil arruinó el Principado, agravando la crisis económica que arrastraba desde el siglo XIV: "La guerra de 1462-1472 apartó a Cataluña del papel activo que pudo haber desempeñado en la España de los Reyes Católicos y de los Austrias -para pérdida de Cataluña como de España en general, hasta los tiempos modernos- (J. N. Hillgarth). Desde 1472 Juan II sostuvo a Fernando e Isabel I en la guerra sucesoria de Castilla. El monarca dejó abiertos el problema remensa y la ocupación francesa de Rosellón y Cerdaña, asuntos resueltos por Fernando el Católico en la Sentencia arbitral de Guadalupe (1486) -tras la segunda guerra remensa (1484-1485)- y en el Tratado de Barcelona (1493). En cuanto a Navarra, la regente Leonor murió al tiempo que su padre Juan II y el reino pasó a su nieto Francisco Febo (1479-1483), apoyado por los agramonteses. Los beamonteses se situaron entonces tras Fernando el Católico, artífice de un protectorado militar castellano sobre Navarra para evitar una posible intervención francesa. Francisco fue sucedido por su hermana Catalina (1483-1512), casada con el francés Juan de Albret en 1494. Su minoría y la guerra civil permanente acentuaron la influencia castellana. En el contexto de las Guerras de Italia, los reyes navarros parecieron inclinarse hacia Francia. Fernando el Católico aprovechó entonces la acusación de cismáticos que pesaba sobre los franco-agramonteses para ocupar Navarra con apoyo de los beamonteses (1512). En 1515 Navarra fue anexionada a Castilla "guardando los fueros e costumbres del dicho regno", que seguirían vigentes hasta el siglo XIX. En Portugal, tras derrotar al regente Pedro de Coimbra, Alfonso V (1438-1481) gobernó en solitario siguiendo las directrices nobiliarias marcadas por los infantes Enrique el Navegante y Alfonso, conde de Barcelos y duque de Braganza. La política atlántica proburguesa del condestable fue reorientada hacia el Magreb por la alta nobleza terrateniente que dirigía Alfonso de Braganza -conquistas de Alcácer Seguer (1458), Arcila y Tánger (1471)-. Entre 1449 y 1460 el Navegante lideró la expansión conquistadora frente a la mercantil, aunque nobles, burgueses y Corona prosiguieron la vía marítima al calor de la favorable coyuntura económica europea, dando a la monarquía portuguesa una peculiar condición empresarial. Estas operaciones quedaron detenidas cuando Alfonso V intervino en la crisis de Castilla. El monarca fue candidato a la mano de la infanta Isabel, pero desde 1469 apoyó a la nobleza castellana partidaria de Juana la Beltraneja, con la que casó en 1475. Derrotado en la guerra, acordó con los Reyes Católicos el tratado de Alcaçovas (1479), donde se fijaron las futuras líneas de expansión portuguesa ante la creciente presión de la marina andaluza: las islas Canarias quedaron para Castilla y las Azores, Madeira y la costa surafricana bajo la órbita portuguesa. La inclinación pronobiliaria de Alfonso V no fue seguida por su hijo Juan II (1481-1495), monarca enérgico cuyo gobierno ha sido comparado al de los Reyes Católicos. Con los beneficios de la expansión africana, Juan II impuso su autoridad sobre la nobleza. La última rebelión nobiliaria, dirigida por los duques de Braganza y Viseo, fue reprimida duramente en 1484. La monarquía gobernó desde entonces con el apoyo de la baja nobleza y de las burguesías atlánticas. El reforzamiento de la autoridad real, el sometimiento de la nobleza y la paz con Castilla impulsaron de nuevo la expansión atlántica portuguesa, que culminó durante este reinado: exploración de Angola y el río Zaire (1482-83); Bartolomé Dias dobla el cabo de Buena Esperanza (1488); se acelera la carrera hacia la India tras los viajes de Colón (1492); reparto del Atlántico en el tratado de Tordesillas (1494) con los Reyes Católicos; llegada de Vasco de Gama a la India (1498); arribada de Pedro Alvares Cabral a Brasil (1500). Juan II convirtió el comercio atlántico portugués en monopolio de la Corona, que lo dirigió y estimuló desde la "Casa da Mina" (1482) y la "Casa da India" (1492), precedentes de la Casa de Contratación de Sevilla (1503). La expansión marítima portuguesa permitió el acceso a nuevos mercados y recursos exóticos y ricos con la consiguiente reactivación del comercio europeo, pero también la aparición de una nueva perspectiva del mundo imprescindible en el camino hacia los posteriores descubrimientos españoles iniciados en 1492. El reino de Granada experimentó en esta etapa una efímera recuperación para caer enseguida en nuevas luchas sucesorias bajo la creciente presión de Castilla. Tras numerosas luchas internas, Muhammad IX el Zurdo recuperó el trono en 1453. Durante su última etapa de gobierno alternó el poder con Sa'd (1454-1462) y tuvo afrontar la guerra de desgaste de Enrique IV (1455-1457) y las conquistas castellanas de Archidona y Gibraltar (1462). Este año Muhammad IX fue destronado por el breve Yusuf V (1462), sucedido por su hijo Abul-Hasán Alí o Muley Hacen (1464-85) con ayuda de los Abencerrajes. Muley Hacen se impuso a sus aliados y a su hermano Muhammad ibn Sa'd (el Zagal) e inició un paréntesis de paz y prosperidad al calor del apoyo de sus súbditos y de la guerra civil de Castilla. Sin embargo, el final de la crisis castellana coincidió con la decadencia de Muley Hacen, preludio del fin. En las Cortes de Toledo (1480) los Reyes Católicos decidieron reiniciar la guerra contra Granada siguiendo la vieja pauta de Fernando de Antequera, Álvaro de Luna y Enrique IV. La empresa, de características tanto medievales como modernas, tuvo causas religiosas (fue una Cruzada teñida de mesianismo), políticas (ocupar a la nobleza, aunar a Castilla y Aragón en una empresa común) y económicas (golpear el comercio genovés, fácilitar la navegación en el Estrecho...). La conquista de Granada (1480-1492), planteada como una guerra de desgaste, fue desde el primer momento la empresa prioritaria de los reyes, que estrangularon económicamente al emirato y se beneficiaron de la constante guerra civil por el trono entre Muley Hacen (hasta 1485), su hermano El Zagal (hasta 1489) y su hijo Muhammad XII llamado Boabdil (1482-1492). Las campañas contra Granada comenzaron con la toma de Alhama en respuesta a la conquista nazarí de Zahara (1482). Hasta 1485 los Reyes Católicos explotaron la rebelión de Boabdil y los Abencerrajes y ocuparon Álora y Setenil (1484). A la muerte de Muley Hacen (1485), los cristianos conquistaron la región occidental del reino (Ronda, Loja, Illora). Se produjo entonces la usurpación de El Zagal, que fue derrotado por Boabdil con ayuda castellana. En 1487 las tropas cristianas conquistaron Málaga tras un duro asedio. En los dos años siguientes los castellano-aragoneses ocuparon la zona oriental del emirato (Vera, Mojácar, Níjar, Vélez Blanco y Vélez Rubio, Tabernas, Purchena; Guadix, Almería), destacando la conquista de Baza, la campaña más aura de toda la guerra. El Zagal se retiró entonces de la guerra (1489) y Boabdil quedó reducido a Granada, la Vega y las Alpujarras. En situación agónica la población de la capital se negó a rendirse, mientras los Reyes Católicos construyeron el campamento de Santa Fe como símbolo de su determinación. Tras llegar a un acuerdo con Boabdil, los cristianos entraron en Granada el 2 de enero de 1492. La población mudéjar conservó vidas, religión y posesiones, pero desde 1500 debió optar entre la conversión o el exilio, convirtiéndose en la minoría morisca presente en la Península hasta el siglo XVII. Con la conquista de Granada los Reyes Católicos pusieron fin a ocho siglos de dominio político musulmán en la Península, concluyendo el proceso secular que se conoce como Reconquista, definidor en gran medida de la evolución política, económica, social y cultural de los reinos ibéricos durante toda la Edad Media. La unión personal de las Coronas de Castilla y Aragón fue obra de las hábiles maniobras de Juan II de Aragón. Aunque tenía un precedente en la unidad dinástica de ambas coronas en manos de los Trastámara desde el Compromiso de Caspe (1412), la unidad castellano-aragonesa de los Reyes Católicos fue consecuencia de la coyuntura política especifica de la Península Ibérica entre 1460 y 1480. Esta unión personal estuvo muy lejos de formar una entidad política centralizada o una "unidad nacional española, y debe considerarse el comienzo de una fase de unificación histórica... dirigida desde y por Castilla, el reino más importante y con mayores recursos humanos y económicos..., cuya suerte dependerá del juego de fuerzas existentes, de la voluntad de quienes en adelante integren el nuevo Estado y de la habilidad de sus dirigentes" (J. L. Martín). En la fortuna de esta marcha hacia la unidad pudieron tener una mayor o menor influencia factores ideológico-historiográfico-políticos como la idea medieval de España -común a todos los hispano-cristianos pero asumida políticamente por Castilla como heredera de la idea imperial leonesa y, más tarde, como potencia hegemónica peninsular- o "la definición del ámbito español como unidad política por la dinastía Trastámara" (M. A. Ladero). Pero fue la comunidad de intereses y enemigos de la monarquía hispánica desde finales del siglo XV lo que permite decir que "tal unión dio paso en la Historia a la España moderna" (J. Vicens). Los Reyes Católicos dieron el impulso definitivo a la construcción de la monarquía moderna en Castilla y Aragón. Tras pacificar sus reinos, impusieron la autoridad regia a partir de las líneas políticas heredadas de sus antepasados y de los aparatos estatales de Castilla (en mayor medida), y sobre una estructura socio-económica apenas modificada. Con ello sentaron las bases del futuro absolutismo real. Como forma de consolidar la hegemonía regia y para desviar el potencial bélico hasta entonces empleado en guerras civiles, los Reyes Católicos abordaron una amplia política exterior. Después de iniciar una nueva etapa de alianza con Portugal (1479), la monarquía se volcó en la empresa conquistadora de Granada (1482-1492), culminación de la Reconquista y laboratorio del que surgirá la poderosa maquina bélica de la monarquía hispánica. El año 1492 no sólo vio la definitiva desaparición del Islam andalusí. También entonces los reyes procedieron a la expulsión de los judíos de Castilla y Aragón (31-marzo-1492), consecuencia de la política de homogeneización religiosa derivada de un ambiente social radicalizado y un autoritarismo monárquico que exigía la uniformización político-religiosa. La precaria situación de la población musulmana de Granada desde 1500 respondió a la misma presión social, religiosa y política. Por último, en 1492 la monarquía hispánica alcanzó una nueva dimensión transoceánica cuando el viaje de Cristóbal Colón incorporó el continente americano a la historia de España y de Europa. Desde el trascendente 1492 la monarquía de los Reyes Católicos, heredera de la política exterior de Juan II de Aragón, se erigió en el rival europeo de la poderosa Francia, con quien disputara en Italia la hegemonía en Europa. Consecuencia imprevista de esta pugna contra Francia será la gran herencia de Carlos V, nieto de Fernando e Isabel. La muerte de la reina Católica abrió un agitado periodo conocido como "Época de las regencia"s (1504-1516). Durante estos años la unidad castellano-aragonesa pasará de la crisis a la consolidación de la mano de Fernando el Católico y el cardenal Cisneros, protagonistas de las campanas españolas en el norte de África (1497-1510). Con la incorporación a Castilla del reino de Navarra (1512), la monarquía hispánica alcanzó los perfiles propios de la España moderna.