La terrible epidemia de peste que asoló la ciudad durante el año 1649 constituyó un duro golpe para la sociedad sevillana, al provocar un alto índice de mortandad que en muchos casos supuso casi el total despoblamiento de algunos barrios de la ciudad. Sin embargo, y por paradójico que pueda parecer, la producción artística casi no se va a resentir, surgiendo a lo largo de la segunda mitad del siglo una serie de maestros que insuflarán nuevos aires a la escuela y plasmarán en sus obras la estética del pleno barroco. Paulatinamente, los esquemas de sabor clasicista que habían estado vigentes durante la primera parte del siglo serán sustituidos por otros en los que el movimiento pasa a ser el distintivo principal, acompañado por una intensificación de la expresividad de los rostros, lográndose así un mayor contacto con la sensibilidad del espectador. La mayoría de los artistas activos en la ciudad son jóvenes ansiosos de obtener éxito y serán ellos los encargados de dar vida a la producción artística de la segunda mitad del Seiscientos. Sobresalen en el campo del retablo Francisco Dionisio de Ribas, Bernardo Simón de Pineda y Cristóbal de Guadix, mientras que en el de la escultura destacan José de Arce, Pedro Roldán, Luisa Roldán y Francisco Antonio Gijón. Francisco Dionisio de Ribas (1616-1679) hermano de Felipe de Ribas y como él nacido en Córdoba, es el encargado de proseguir la labor del taller familiar y, consecuentemente, será él quien se ocupe de terminar obras como el retablo de la parroquia sevillana de San Pedro, que su hermano dejó inconcluso al morir; en tales casos, el sometimiento al lenguaje formal de Felipe es absoluto. Pero cuando se enfrenta a encargos personales, se nos presenta como un maestro más innovador, encajado en su tiempo, capaz de establecer una serie de pautas en la composición de los retablos, que serán las que se mantengan vigentes en la escuela sevillana hasta fines de la centuria. A él se debe la generalización del uso del soporte salomónico, en máquinas que se conciben con un orden colosal rematado por ático y con registros laterales para esculturas; sirvan de ejemplo el retablo de la Capilla de los Jácomes en la catedral (1658), el de la desaparecida Capilla de los Vizcaínos, que hoy vemos recompuesto en la iglesia del Sagrario y el mayor de la iglesia de los Terceros (1675), todos en Sevilla; sus obras se extenderán también por otros lugares del arzobispado, conservándose los retablos que hiciera para la Merced de Jerez de la Frontera, y las parroquias de Castiblanco de los Arroyos y Villamartín, este último con imaginería realizada en el taller del maestro Pedro Roldán. Cuando se enfrenta a la ejecución de una figura, Francisco D. de Ribas mantiene el tipo creado por su hermano, si bien imprimiendo a las formas mayor dinamismo, como puede apreciarse en dos bellas esculturas salidas de su mano: el Niño Jesús de San Juan de la Palma y el Arcángel San Miguel de la iglesia de San Antonio Abad, ambas en Sevilla. La primera de estas imágenes nos ofrece la versión barroca del tema, presentando la imagen con movida actitud y, a diferencia de modelos anteriores, ataviada con túnica de talla cubierta por rico estofado con aplicaciones de piedras semipreciosas realizado por otro de los hermanos, el pintor Gaspar de Ribas. Respecto a la imagen del Arcángel, fue en su día titular del retablo mayor de la desaparecida iglesia de San Miguel, contratado con el propio maestro en 1675; luce ropas militares, capa sujeta por fíbula y cabellera al viento, llevando postizos el escudo, la espada y el casco empenachado. Bernardo Simón de Pineda representa lo teatral y efectista; su biografía presenta, lagunas, aunque se sabe de su nacimiento en Antequera y que al empezar la década de los sesenta ya está en Sevilla. Los aportes barrocos, que los maestros anteriores a él han ido incorporando a la producción artística de esos años, se reúnen y condensan en su obra dando lugar a un estilo de pleno barroco, materializado en retablos de gran complejidad espacial, concebidos a veces como escenarios en los que actúan y se mueven las figuras; le atrae romper los planos, destacar y quebrar las cornisas, acompañándolo todo por una profusa ornamentación que parece remitir a los gustos de la escuela antequerana. El retablo del Hospital de la Misericordia, que tallara hacia 1668, es todavía una máquina ponderada, en la que las columnas salomónicas de orden colosal destacan por encima de los demás componentes y dotan a toda la estructura de un marcado acento vertical; sin embargo, en el pequeño retablo hornacina dedicado a Santa Ana, que talla por esos mismos años para la iglesia de Santa Cruz de Sevilla, muestra ya un modo de hacer más decidido, al recurrir a las lineas quebradas y a la alternancia de planos, con la consiguiente ruptura de la cornisa, todo ello adobado por el empleo de una profusa decoración que pone de manifiesto su dominio de las gubias. Cualquiera de estas piezas puede ser considerada como una buena muestra de su estética. Pero donde el maestro alcanza categoría de genio es en el fastuoso retablo mayor del Hospital de la Caridad (1670), destinado a albergar el grupo escultórico del Entierro de Cristo, obra de Pedro Roldán. La sustitución de la calle central por un baldaquino exento sobre columnas de riquísimo fuste, altera el espacio normal del retablo hasta convertirlo en un auténtico escenario teatral en el que se desarrolla la impresionante ceremonia fúnebre que cierra el programa iconográfico desarrollado en el interior del templo. La fuerza persuasiva de la imagen, tan querida a la cultura barroca, alcanza aquí su máxima expresión. Los esquemas ideados por Francisco D. de Ribas y por Bernardo Simón de Pineda van a servir de modelo a otros muchos artífices, pues no surgirá ninguna otra figura con la suficiente fuerza creadora como para introducir cambios sustanciales en este campo. Sólo los motivos ornamentales permitirán apreciar rasgos más o menos individuales en las piezas que cierran la centuria. De entre los artistas que laboran en esta etapa hay que destacar la presencia del cordobés Cristóbal de Guadix. Cristóbal de Guadix, nacido en Montilla en 1650, es el artista que cierra el siglo, siendo lo más personalizado de su estilo la decoración, ya que mantiene en sus obras los esquemas comentados, trazando retablos de cuerpo único coronado por ático y empleando columnas salomónicas para dividir los espacios; sirvan de ejemplo los retablos mayores de la iglesia sevillana de San Vicente y del convento de Santa María de Jesús, ambos de 1690. En estas obras pueden apreciarse dos de sus rasgos más característicos, a saber, el empleo de rosas como elemento ornamental, y sobre todo el uso de un tipo de capitel muy característico, ya que presenta la peculiaridad de tener los caulículos hacia arriba.
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La primera obra ejecutada por El Greco en Toledo será el retablo para el altar mayor del convento de Santo Domingo el Antiguo. La iglesia fue diseñada por Juan de Herrera y presenta planta de cruz latina, con una sola nave, una capilla en el lado de la epístola, cúpula sobre pechinas en el crucero y bóveda de cañón. El retablo está presidido por la Asunción de la Virgen. En la calle de la derecha observamos la amplia figura San Juan Evangelista y sobre él, San Benito de medio cuerpo. La calle de la izquierda repite el esquema anterior, con San Juan Bautista en la zona baja y la media figura de San Bernardo en la superior. En el remate se muestra la Santa Faz que vincula el altar al sacrificio de la misa. Como remate del conjunto, El Greco pintó la Trinidad. La Asunción de la Virgen está hoy en Washington. En la parte baja del lienzo contemplamos el abigarrado grupo de los apóstoles, en diferentes posturas y presentados por la amplia figura de espaldas de uno de ellos. Sobre sus cabezas se sitúa la Virgen María, acompañada de una corte de ángeles y querubines, formando el Rompimiento de Gloria. Las dos escenas -terrenal y celestial- se superponen, separadas por un pequeño espacio ocupado por nubes. El San Juan Evangelista es una figura amplia y elegante, en la que los pesados paños impiden apreciar su anatomía. El Greco se interesa por la personalidad del apóstol, centrando parte de su atención en su bello rostro. San Benito había sido el fundador de la Orden benedictina, a la que pertenecían las monjas que ocupaban el convento. El santo se muestra en tres cuartos, con el hábito negro de los benedictinos y portando el báculo de plata, oro y pedrería en la mano izquierda. Destaca el fuerte efecto realista de la figura, que ofrece la sensación de estar ante un retrato. La figura del que representa a san Juan Bautista es muy alargada y huesuda, cubierta con una piel y portando una vara con la cruz en la mano izquierda. Se trata de una representación naturalista en la que apreciamos el interés del pintor por la anatomía. El san Bernardo original está en paradero desconocido y hoy se conserva una copia en el retablo. El lienzo de la Trinidad hoy está en el Museo del Prado. El Greco representa el momento en que Dios Padre acoge a su Hijo muerto, escena está cargada de tensión. Este momento indica al católico que la muerte de Cristo ha cumplido su objetivo: redimir a la Humanidad. El eje de simetría en el que siempre se colocan los tres miembros de la Trinidad está roto al salirse de él la cabeza de Dios Padre, de modo que la composición se organiza a través de líneas zigzagueantes que se continúan en las piernas de Jesús. El éxito obtenido por El Greco con este encargo supondrá aumentar su cartera de clientes y convertirse en el pintor más importante de Toledo y su ámbito de influencia.
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Generalmente se tiende a dividir la producción de Juan Martínez Montañés en varias etapas, que van desde la primera formación granadina y el establecimiento en Sevilla, hasta el periodo final, pasando por la etapa de plenitud. En estos periodos queda englobada la abundante producción del artista, tanto de retablos cuanto de figuras exentas y en relieve, realizadas a lo largo de su dilatada existencia. Aunque el maestro supo crear sus propios diseños, en ocasiones hizo también retablos trazados por otros artistas, siendo la más completa de sus colaboraciones en este campo la que tuvo lugar con Juan de Oviedo y de la Bandera. Los retablos trazados por él responden a tipologías diversas que, no obstante, presentan ciertos rasgos comunes, entre los que descuellan el conocimiento cabal de la preceptiva italiana y la armonía entre las partes componentes, esto es, la arquitectura, la escultura y la pintura. Hernández Díaz ha clasificado estas obras de acuerdo a tres tipologías fundamentales: retablos de composición plural, retablos de estética bajorrenacentista y retablos tabernáculos. A la primera categoría corresponden básicamente los retablos mayores; estas grandes máquinas suelen tener esquemas tripartitos, con columnas de fuste estriado y huecos para las imágenes, que unas veces se alojan en hornacinas y otras se disponen como relieves en registros adintelados. Los segundos componen un gran arco que sirve de enmarque al propio retablo, mientras que en el último apartado se engloban todas aquellas piezas compuestas por una caja central en la que se aloja una escultura, con columnas laterales y ático como remate. En todos ellos se emplea un variado repertorio ornamental compuesto por cartelas, guirnaldas, figuras recostadas, etc. De los retablos que el maestro realizara en sus comienzos nada nos ha llegado; el primero conservado es el de la Capilla de San Onofre (1605); pero la verdadera dimensión del artista la encontramos en el retablo mayor del Monasterio de San Isidoro del Campo, cuya ejecución ocupó al maestro desde 1609 a 1613; su arquitectura, que se muestra deudora de los esquemas palladianos y en la que recurre al uso de un doble orden de columnas, diferenciados por los fustes, consta de banco, dos cuerpos y ático, con las entrecalles ocupadas por registros rectangulares en los que se ven relieves alusivos a la vida de Cristo, ocupando el ático un relieve de la Asunción, en tanto que las tallas de San Jerónimo y San Isidoro ocupan la calle central. De estos relieves, los de la Natividad y la Epifanía están considerados con toda justicia como los mejores salidos de sus gubias. Ambos destacan por el equilibrio compositivo, la belleza de las figuras y el profundo sentido sacro que inunda la escena; es asimismo digna de mención la figura de San José, ajustado a los modelos masculinos del maestro y plenamente acorde con la nueva iconografía surgida en los comienzos del siglo, según la cual se presenta al Patriarca como hombre en plenitud. La imagen del titular es un magnífico estudio del natural suficiente por sí sola para dar fama a su creador; Montañés, que ya había tratado el tema en el retablo de Llerena, reelabora el que hiciera en barro Torrigiano en el primer tercio del sigloXVI, ofreciéndonos un impresionante desnudo minuciosamente tratado en el que se acusa con intenso verismo el rigor de las privaciones y la vida penitente, sublimado todo por la fuerza espiritual que deja traslucir la expresión del rostro. El retablo mayor del convento de franciscanas de Santa Clara se llevó a cabo entre 1621 y 1626, con planta ochavada para mejor adecuarse al ábside del templo; presenta un esquema de calles y entrecalles separadas por ejes columnarios de estrías helicoidales que cobijan registros para relieves y hornacinas para imágenes. Todos los elementos habituales en el lenguaje formal del maestro alcalaíno se hallan presentes en esta obra: guirnaldas, mazos frutales, figuras infantiles, alternan con segmentos de frontón, gallones, dados de entablamento y cartelas, componiendo una de las obras más personales de Martínez Montañés, en la que se aúnan de manera admirable los resabios manieristas con las audacias barrocas. La calle central sufrió una profunda reforma en el siglo XVIII, tal como lo evidencia la presencia de estípites para enmarcar los huecos. Por lo que se refiere a las figuras, son de excepcional calidad los relieves alusivos a la titular, que destacan por lo armónico de su composición. El Retablo Mayor de San Miguel de Jerez de la Frontera tuvo una azarosa historia: estaba acabado en su arquitectura para 1627, pero los relieves y esculturas que lo adornan todavía no se habían terminado en 1643; se consideran del maestro los que representan la Caída de los Angeles, la Transfiguración y la Ascensión, interviniendo en la realización de los restantes otros maestros. A la claridad compositiva que preside la estructura arquitectónica de la obra, se une la suprema belleza de los desnudos del relieve central, en el que Martínez Montañés nos ha dejado una de las más bellas representaciones del ángel caído. Del retablo bajorrenacentista se ofrece un bello ejemplo en la pieza que el maestro realizara en dos etapas, la primera en 1610 y la segunda hacia 1620, para el convento sevillano de Santa María del Socorro, que desde 1972 se encuentra ubicado en la iglesia de la Anunciación; dedicado a San Juan Bautista, ocupa la hornacina de la calle central un espléndido relieve con la escena del Bautismo, que se rodea a su vez de cuatro relieves de menor tamaño alusivos a la vida del Precursor; el ático muestra tres cajas rectangulares con el Nacimiento del santo en el espacio central. El marco externo, dispuesto a manera de arco de triunfo, lo configuran lienzos pintados por Juan de Uceda, coronándose todo el conjunto con un edículo que cobija el relieve de la Visitación. Dentro de este grupo constituyen caso aparte las máquinas que entre 1621-1622 y 1632-33 realiza el maestro de Alcalá para el convento sevillano de San Leandro, dedicados a los Santos Juanes, cuyo diseño oscila entre el tipo portada y el de los grandes retablos mayores. Ambos deben su traza a Juan de Oviedo y en ellos se aúnan de manera exquisita el lenguaje tardomanierista que define el quehacer de Oviedo con los motivos ornamentales de gran belleza plástica característicos de Montañés. Uno y otro se hallan embutidos en un arcosolio y responden a una traza similar pero no idéntica, en la que la arquitectura se convierte en el marco perfecto para las imágenes escultóricas que lo adornan, cuidándose con especial énfasis la calle central, donde se ha situado a los titulares en el primer cuerpo, y en la zona superior el Bautismo de Cristo y la Virgen con el Niño, respectivamente; digno de destacarse es el hermoso relieve con la cabeza del Santo que adorna el frontón del primer cuerpo del retablo del Bautista, paradigma de la belleza serena y elegante que muestran las cabezas masculinas del maestro. El tercer conjunto dentro de la retablística montañesina lo constituyen los retablos tabernáculos; aunque muchos de los concertados por el maestro se han perdido, todavía es posible analizar sus esquemas en los ejemplos que han llegado a nuestros días. El más temprano es el del convento de Santa Isabel, con espacio central cuadrado, pues en origen albergó una composición pictórica y hoy acoge al Cristo de la Misericordia de Juan de Mesa. El convento de Santa Clara de Sevilla guarda cuatro espléndidas muestras de esta tipología que se consideran asimismo obra montañesina, a pesar de no estar documentadas, y para los cuales se ha establecido como cronología entre 1622 y 1626; son piezas idénticas dos a dos, destinadas a albergar las imágenes de los Santos Juanes, la Inmaculada y San Francisco de Asís, estas dos consideradas obras seguras del maestro, en tanto que los áticos presentan relieves alusivos realizados por otros colaboradores como Francisco de Ocampo. Dentro de este grupo hay que incluir también el encargo que en los años finales de la década de los veinte aceptará Juan Martínez Montañés para realizar un retablo con destino a la capilla de los Alabastros de la Catedral hispalense, dedicado a la Purísima y financiado por doña Jerónima de Zamudío, viuda del jurado Francisco Gutiérrez. Obra de lenta ejecución, que se quiso exclusiva del artífice, muestra un esquema algo diferente con respecto a los otros retablos tabernáculos, debido a las peculiaridades del emplazamiento, que obligaron a rellenar con figuras y medias figuras los espacios que flanquean la hornacina central, sirviendo de enmarque a la bellísima talla de la Inmaculada, conocida popularmente como la Cieguecita, una de las más perfectas creaciones de esta iconografía en la escultura sevillana del Seiscientos.
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La figura y el semblante del Princeps estaban a la vista en Roma y en todos los lugares del mundo. Hay constancia de que en cierta ocasión el emperador dio orden de fundir ochenta de sus estatuas de plata, para hacer con ésta una gran ofrenda a Apolo. El representado no era el hombre Gayo Octavio, como lo hubiera sido en un retrato republicano de su primera juventud, sino una encarnación del ideal del príncipe en alguna de sus muchas acepciones: como el líder revolucionario de su mocedad, impulsivo y temible; como el general invicto; como el benefactor de los ciudadanos, coronado con la corona cívica; como reencarnación de un héroe griego, Diómedes, por ejemplo, como lo había visto Crésilas cinco siglos antes; como escrupuloso y cumplidor sacerdote. Siendo encarnación de un ideal perfectamente definido, su fisonomía experimentó los cambios mínimos que cabría esperar en sus sesenta años de vida pública: pero aún así, los estudios iconográficos de sus muchos retratos escultóricos y de sus efigies monetales permiten barruntar una evolución con ciertos visos de ajustada a la realidad. El Octaviano de la Sala dei Busti del Vaticano, tan reproducido en copias escultóricas y en libros de historia mal documentados, un muchacho de trece años como sería Augusto (nacido en el 63) hacia el año 50 a. C., es una obra del taller de Canova, con la finura estilística del gran escultor napoleónico, pero sin otro valor que el gusto de la época en que fue esculpido, principios del siglo XIX. Para que el ciudadano leal no vacilase en distinguir al Princeps de sus muchos imitadores dotados del parecido de época, hasta sus peinados tenían como rasgo más característico un flequillo corto, con una horquilla o cola de golondrina sobre el ángulo interno del ojo izquierdo, y dos ganchos de tenaza, garra o pico de buitre, sobre el derecho. Este es el flequillo del tipo Prima Porta que la posteridad, y nosotros con ella, había de considerar canónico. Pero desde que L. Curtius puso en los flequillos de las estatuas un énfasis que algunos consideraron y consideran excesivo, la cuestión ha sido muy debatida. Pese a ello trataremos de resumirla. Los retratos de la época en que el heredero de César se llamaba oficialmente Imperator Caesar Divi filius (hijo del Divino Julio) están animados del patetismo griego propio de ciertos talleres de la Roma republicana y tienen el gesto torvo de quien aspira a un poder que sus adversarios le disputan. Son retratos como el del Octaviano de la Sala degli Imperatori del Museo Capitolino, peinados de modo atípico y probablemente anteriores a la batalla de Accio, que puso fin a las pretensiones de Marco Antonio (31 a. C:). Entre esa fecha y el año 27, en que el senado le otorga el nombre de Augustus, nace el peinado del tipo Prima Porta, presente ya en retratos en que la edad aparente del Princeps no pasa de la treintena. El peinado en cuestión está consagrado en la estatua de Prima Porta (copia de un original algo posterior al año 20, en que tuvo lugar la devolución de los estandartes de Craso en poder de los partos, escena representada en la coraza) y seguía vigente en el año 17. Un denario acuñado ese año en conmemoración de los Juegos Seculares ofrece un retrato excepcional de Augusto visto de frente en el interior de un escudo (imago clipeata) y luciendo el peinado de Prima Porta. El siguiente retrato bien fechado de que disponemos es el del Ara Pacis (entre 13 y 9 a. C.). El emperador ha cumplido cincuenta años y su salud, siempre endeble, se resiente del peso de la carga que gravita sobre él. Esto lo revelan discretamente ciertos retratos, v.gr. la Cabeza Forbes del Museo Boston, la de Lora del Río (Sevilla). En estas cabezas, como en el Ara Pacis, la horquilla que el pelo formaba sobre el ángulo interno del ojo izquierdo se ha desplazado hacia la sien de ese lado. Este nuevo flequillo no suplanta al de Prima Porta, pero convive con él a partir de entonces y se encuentra en muchos retratos póstumos, como el coloso de Itálica, de tiempos de Trajano. Algunos de éstos, como el de la Vía Labicana, cuya toga permite fecharlo en época de Tiberio, dotan a Augusto de una nariz aguileña más propia de los Claudios que de los Julios. A Tiberio le interesa que se parezca a él y a los suyos. "Tenía unos ojos vivos y brillantes y le gustaba hacer creer que había en ellos una especie de fuerza divina; y se alegraba de que si miraba fijamente a otro, éste bajase la vista, corno deslumbrado por el sol". (Suetonio) Sus retratos nos lo muestran como él quería ser visto y recordado: joven y melancólico, abrumado por sus deberes y responsabilidades. La más memorable de sus estatuas es la ya tan citada de Prima Porta, un lugar de las afueras de Roma, junto a la Vía Flaminia, adonde Livia se retiró al quedarse viuda en el año 14 d. C. Entre sus recuerdos debía de haber el de una estatua de su marido que era su predilecta -una estatua de bronce, o incluso de oro-, de la que ella encargó la copia en mármol que hoy atesora el Museo Vaticano. El copista, consciente de que Augusto era ya un dios, lo representó con los pies descalzos como a un héroe. Por lo demás, hizo un fiel trasunto de su modelo: una estatua del emperador inspirada en el Doríforo de Policleto con las oportunas variantes: el brazo derecho alzado mostrando a sus legiones una corona de victoria, y la actitud de la pierna izquierda distinta de la del modelo policlético, para privar a la estatua del paso de éste. La copia estaba policromada, como revelan las numerosas huellas de dorado, púrpura, azul, pardo y amarillo que todavía se aprecian en ella. El emperador viste una túnica corta y sobre ella una coraza musculada y el paludamentun de mariscal. Una constelación de símbolos lo rodea: en la coraza, arriba, el Cielo extiende el manto de su bóveda sobre su cabeza; abajo reposa, recostada en el suelo, la Tierra, protegida por las deidades predilectas de la casa imperial, Apolo y Diana. Por debajo del cielo, el sol atraviesa el espacio en una cuadriga precedida por dos muchachas, el rosicler y el rocío del alba; y en el centro del peto, un representante de Roma (que en la realidad fue Tiberio, pero aquí sus rasgos no son los de éste), acompañado de la loba mítica, recibe las enseñas arrebatadas a Craso por los partos. Fue éste el mayor éxito de la diplomacia de Augusto.
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En la columna Trajana tenemos retratos probables del Adriano joven que acompañó a su tío abuelo, el emperador, como cuestor en la Primera Guerra Dácica y como pretor y jefe de la legio I Minervia en la Segunda. Desde muy joven y según la "Historia Augusta" (Vita Hadr. 26,1) Adriano usaba barba para ocultar las cicatrices que afeaban su rostro. Sea o no cierto, las consecuencias fueron tremendas, pues el uso se generalizó hasta tal punto que la mayoría de los romanos se la dejaron hasta la época de Constantino, dos siglos más tarde. Es más de creer, sin embargo, que como amante y practicante de la filosofía, la llevara desde los tiempos de su amistad con Epicteto y la mantuviese como emperador pese a que ninguno de sus predecesores la había usado. Siguiendo una costumbre de la época, implantada en días de Trajano, muchos retratos se hacen sobre bustos grandes, que abarcan los hombros y los pectorales, pero muy poco de la espalda. Los bustos llegarán a ser objeto de tanta atención como la propia cabeza y a veces de mucha más, tanto si están desnudos, en el caso de los varones, como revestidos de coraza y paludamento. También en los bustos femeninos -estos siempre vestidos- los paños son esmeradamente tratados. A un busto de Adriano, revestido de coraza, perteneció el más hermoso de sus retratos, la cabeza del Museo de las Termas. El emperador representa los cuarenta y tres años que tenía en el momento de su designación y el retrato debe corresponder al día de su investidura. Su semblante, bien proporcionado, tiene la lozanía de la juventud y la serenidad de quien está convencido de la rectitud de un programa político fundado en la paz y en la renuncia a las conquistas de nuevos territorios. Los pueblos del imperio lo reverenciaron por ello y a esa reverente consideración debieron de ayudar mucho retratos como éste, impregnados de la majestad y del poder de Roma. El emperador se peina como lo hará toda su vida, dejando que el pelo sedoso y cortado por igual caiga hacia adelante y hacia abajo desde el remolino de la coronilla. Una orla de bucles enmarca la estrecha frente. El pelo gana plasticidad e interés. En los ojos se empieza a grabar el contorno del iris y la pupila. En retratos posteriores, iniciados quizá en el año 27 con el modelo oficial de las decennalia del emperador (las efigies monetales indican que los retratos del césar se renovaban cada diez años), acusan más la prominencia de los carrillos y representan la pupila con mayor nitidez, como una coma adherida al párpado. El flequillo despega sus rizos de la frente volviéndolos hacia arriba. El retrato colosal de la Rotonda del Vaticano, procedente del Mausoleo de Adriano, es una versión póstuma de este tipo (llamado de Formia por M. Wegner), del que guarda la distancia natural de quien está ya ausente de este mundo. Los retratos de Sabina, la bella y desgraciada esposa de este hombre enigmático, son en su mayoría posteriores a su muerte en el año 36. Un bello y famosísimo relieve del Palacio de los Conservadores representa la consecratio de la emperatriz, transportada al cielo por una personificación de la Eternidad. El sentimiento de vacío y frustración que produjo su muerte se refleja en los muchos retratos y estatuas que se alzaron en su honor, unas como mujer, otras como diosa -Céres, Venus Genetrix-. En la vida diaria se peinaba ella sencillamente, con raya al medio, y una cola de caballo que enrollaba alrededor de la coronilla, y en las ocasiones solemnes se ceñía una diadema ancha y convexa. Gustaba de vestir a la griega, combinando el elegante peplo jónico con la palla romana. Así la vemos en muchos de sus hermosos bustos. En la frontera existente entre el retrato y la estatuaria ideal se encuentra la más original de las creaciones inspiradas por Adriano, la que más cerca le permitió llegar a la esencia del arte griego, las efigies de Antinoo, sensuales e ideales a la vez. Muerto en Egipto en misteriosas circunstancias, en el año 130, Adriano sintió tanto su pérdida que no vaciló, en el país de Osiris, en resucitarlo y divinizarlo ante el mundo entero. Nacía una nueva estrella, identificada con Diónysos, con Apolo, con Silvano... Las versiones son tantas en estatuas y relieves, tan distintas y tan homogéneas a la vez, que alguien, y no otro que Adriano, hubo de aleccionar a los artistas para que restableciesen la armonía del semblante y del cuerpo desnudo como hacían los griegos, y evitasen el ridículo contraste que se producía entre la cabeza y el cuerpo de todos los emperadores representados como dioses. Una unidad semejante parece haberse logrado en algunas estatuas encargadas por el emperador, como la del Trajano divinizado de Itálica, en el Museo de Sevilla, patria de los dos emperadores. También aquí una cabeza oportunamente idealizada se funde con un cuerpo inspirado en un probable Zeus de Leochares, en la más perfecta de las armonías. Adriánea asimismo es la más bella de las cabezas de Trajano, la del Museo de Ostia Antica, de la que por desgracia no se ha conservado el cuerpo.
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Con la llegada al poder del acadio Sargón por vez primera Mesopotamia conoció la autoridad de un rey único o sharrum. Esta figura concentraba todos los poderes y estaba sostenido por un poderoso ejército, denominado "los hijos del palacio". Tres fueron los parámetros en los que se basaron los reyes acadios para desempeñar su labor. En primer lugar, el militarismo. En segundo, el centralismo administrativo, con el que pretenden poner orden en la inmensa maraña de funcionarios que llevan los asuntos administrativos. En tercero y último, el universalismo, pues al rey se le considera "rey de las cuatro regiones", es decir, del mundo conocido. El proceso de acatamiento a la personalidad real se acentúa con el tiempo, derivando en su divinización.
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Los éxitos de años anteriores serán reeditados por Cano de la Peña con la presentación de este lienzo a la Exposición Nacional de 1866, consiguiendo una primera medalla. El cuadro representa la recepción ofrecida por los Reyes Católicos a los numerosos cautivos cristianos liberados tras la conquista de la ciudad de Málaga a las tropas musulmanas, en septiembre de 1487. Isabel y Fernando aparecen a las puertas de su tienda de campaña, de pie, sobre unas gradas recubiertas por una alfombra, recibiendo las muestras de afecto y gratitud de los desfallecidos y famélicos cautivos recién liberados, auxiliados por los soldados. La figura de la reina acapara el protagonismo de la escena al estar su figura más alta y resbalar sobre ella un foco de luz más potente. Cano emplea una iconografía muy similar a la de la Virgen de la Misericordia, acogiendo bajo su manto a los prisioneros que se acercan a ella para besar sus reales manos, elevando la reina la mirada a Dios en actitud de dar gracias. Un anciano besa la mano de Fernando mientras que los demás prisioneros apenas pueden mantenerse en pie debido a las escasas fuerzas que les restan. Un soldado sostiene a una mujer en primer término y tras ellos se abraza una pareja. Cano demuestra que domina el manejo de la iluminación totalmente artificial, con buen número de contraluces que sitúan a cada una de las figuras en el espacio, destacando a los personajes principales. El dibujo sigue siendo sobresaliente, utilizando un colorido brillante en los que abundan las tonalidades pardas y brillantes, con toques de gran exquisitez y virtuosismo, tanto en los ropajes de los reyes como en los harapos de los furtivos. Respecto a las influencias, Cano muestra su admiración por los maestros del pasado como Murillo, Valdés Leal, Guido Reni o Rafael.
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A la cabeza del Estado en Babilonia estaba el rey, que podía ser llamado Sharu rabu -Gran Rey- o bien Shar kishshati -Rey de la totalidad-. Sus atribuciones son casi infinitas, pues de su voluntad depende el funcionamiento del país. Cargo de carácter teocrático, se pensaba, siguiendo la tradición sumerio-acadia, que eran los dioses quienes entregaban los símbolos regios (corona, cetro, arma y círculo) al elegido. Si por alguna causa la continuidad dinástica quedaba interrumpida por algún acontecimiento grave, tal que una invasión, se pensaba que la realeza ascendía al cielo en espera de poder volver a ocupar su lugar. Como representante temporal de la divinidad -ishhakkum-, era el máximo jefe religioso y encargado del culto. También todo el país era suyo, pues le había sido entregado por la divinidad. El proceso de identificación entre el monarca y lo divino derivó en ocasiones en la sacralización del rey. En su función de gobierno, el rey era ayudado por un segundo o visir, denominado sukkallu, quien le auxiliaba en la administración de justicia, el gobierno de los territorios y la dirección del ejército y del sacerdocio. También se apoyaba en una serie de cargos de confianza, generalmente ocupados por familiares. Los dignatarios (manzaz pani) vivían también en palacio, encargados de controlar las principales tareas de la administración. En un segundo escalón estaban los resh sharri o funcionarios de menor nivel.