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Los reyes de México Cuenta su historia que llegaron a esta tierra los chichimecas el año, según nuestra cuenta, 721 después que Cristo nació. El primer señor y hombre principal que nombran y señalan en el orden y sucesión de su reino y linaje es Totepeuch, y es de pensar que o se estuvieron sin rey, como ya en otra parte dije, o que no declaran el capitán que traían, o que Totepeuch vivió muchísimo tiempo; que pudo ser, pues murió más de cien años después que entraron en esta tierra. Muerto que fue Totepeuch, se juntó toda la nación en Tullan, e hicieron señor a Topil, hijo de Totepeuch y de edad de veintidós años. Fue rey cincuenta años, o casi. Estuvieron sin señor, después que Topil murió, más de ciento diez años; pero no cuentan la causa, o quizá se olvidan el nombre del rey o reyes que fueron en aquel espacio de tiempo. Al cabo del cual, estando allí en Tullan, sobre ciertas diferencias y pasiones que los advenedizos tuvieron con los naturales, se hicieron dos señores. Piensan algunos que entre los mismos chichimecas hubo bandos sobre quién mandaría; pues como de Topil no quedaban hijos, había muchos deseosos de mandar. Empero, de cualquier manera que fuese, se tiene por cierto que eligieron dos señores, y que cada uno de ellos echó por su camino con los de su parcialidad o linaje. Uemac fue uno de los señores y salió de Tullan por una parte. Nauhiocín, que fue el otro señor, y natural chichimeca, salió también del pueblo y se fue hacia la laguna con los de su valía; fue rey más de setenta años, y acaece vivir los hombres mucho tiempo. Por muerte de Nauhiocín reinó Cuauhtexpetlatl. Tras Cuauhtexpetlatl fue rey Uecín. Nonouatlcatl sucedió a Uecín. Reinó después de él Achitometl. Tras Achitometl heredó Cuauhtonal, y a los diez años de su reinado llegaron los mexicanos a Chapultepec. Esto es según la cuenta de algunos; por tanto parece que no tienen mucha antigüedad. Sucedió a éste en el señorío Achitometl Mazazín. A Mazazín heredó Queza. Tras Queza fue rey Chalchiuhtona. Por muerte de Chalchiuhtona vino a reinar Cuauhtlix. A Cuauhtlix sucedió Johuallatonac. Reinó tras Johuallatonac Ciuhtetl. Al tercer año de reinar se metieron los mexicanos a donde está ahora México. Muerto Ciuhtetl fue rey Xiuiltemoc. Cuxcux sucedió a Xiuiltemoc. Murió Cuxcux y le heredó Acamapichtli. Al sexto año de su reinado se levantó Achitometl, hombre muy principal, y con deseo y ambición de reinar le mató, y tiranizó aquel señorío de Aculuacan cerca de doce años; y no solamente mató el rey, sino también a seis hijos y herederos. Illancueitl, que era la reina, o según algunos, ama, huyó de Acamapichcín, hijo o sobrino, pero heredero forzoso de Couatlichan. Doce años después que Achitometl señoreaba, se fue a los montes desesperado, y por miedo no le matasen los suyos, que andaban revueltos. Con su marcha, o con las crueldades, muertes, agravios y otros malos tratamientos que había hecho a los vecinos, se despobló aquella ciudad de Culuacan, y por falta del rey comenzaron a gobernar la tierra los señores de Azcapuzalco, Cuauhnauac, Chalco, Couatlichan y Huexocinco. Después que Acamapich se crió algunos años en Couatlichan, le llevaron a México, donde le tuvieron en mucho, por ser de tan alto linaje y legítimo heredero y señor de la casa y estado de Culúa; y como había de ser tan gran príncipe, así que fue de edad para casarse, procuraron muchos caballeros de México darle sus hijas por mujeres. Acamapich tomó hasta veinte mujeres de las más nobles y principales, y de los hijos que tuvo en ellas vienen los más y mayores señores de toda esta tierra; y para que no se perdiese el recuerdo de Culuacan, la pobló, y puso en ella por señor a su hijo Nauhiocín, que fue el segundo de tal nombre, y él asentó y residió en México; fue un excelente príncipe y un gran varón, y cuantas cosas quiso se le hicieron a su sabor, pues, como ellos dicen, tenía la fortuna en la mano. Volvió a ser señor de Coluacan, como su padre lo fue; asimismo rey de México, y en él se comenzó a extender el imperio y nombre mexicano; y en cuarenta y seis años que reinó se ennobleció muchísimo aquella ciudad de México Tenuchtlitlan. Dejó Acamapich tres hijos, y los tres reinaron tras él, uno en pos de otro. Muerto Acamapich, sucedió en el señorío de México su hijo mayor Viciliuitl, el cual casó con la heredera del señorío de Cuauhnauac, y con ella señoreó aquel estado. A Viciliuitl sucedió su hermano Chimapopoca. A Chimapopoca sucedió su otro hermano, llamado Izcoua. Este Izcoua señoreó Azcapuzalco, Cuauhnauac, Chalco, Couatlichan y Huexocinco. Mas tuvo por compañeros en el gobierno a Nezaualcoyocín, señor de Tezcuco, y al señor de Tlacopan, y de aquí adelante mandaron y gobernaron estos tres señores cuantos reinos y pueblos obedecían y tributaban a los de Culúa; aunque el principal y el mayor era el rey de México, el segundo el de Tezcuco y el menor el de Tlacopan. Por muerte de Izcoua reinó Moctezuma, hijo de Viciliuitl, que tal costumbre tenían en las herencias de no suceder en el señorío los hijos a los padres que tenían hermanos, hasta haber muerto los tíos; mas en muriendo, heredaban los hijos del hermano mayor, como hizo este Moctezuma. Tras este Moctezuma vino a suceder en el reino una hija suya, pues no había otro heredero más cercano; la cual casó con un pariente suyo, y tuvo de él muchos hijos, de los cuales fueron reyes de México tres, uno tras otro, como habían sido los hijos de Acamapich. Axayaca fue rey después de su madre, y dejó un hijo, que llamó Moctezuma en honor de su abuelo. Por muerte de Axayaca reinó su hermano Tizocica. A Tizocica sucedió Auhizo, que. también era hermano suyo. Cuando fue muerto Auhizo, entró a reinar Moctezuma, y comenzó el año 1503. Éste fue a quien prendió Cortés. Quedaron muchos hijos de este Moctezuma, según dicen algunos. Cortés dice que dejó tres hijos varones con muchas hijas. El mayor de ellos murió entre muchos españoles al huir de México. De los otros dos, el uno era loco y el otro perlático. Don Pedro de Moctezuma, que aún vive, es su hijo, y señor de un barrio de México; al cual, porque se da mucho al vino, no le han hecho mayor señor. De las hijas, una fue casada con Alonso de Grado, y otra con Pedro Gallego, y después con Juan Cano, de Cáceres; y antes que con ellos, casó con Cuetlauac. Fue bautizada, y se llamó doña Isabel. Parió de Pedro Gallego un hijo, que llamaron Juan Gallego Moctezuma, y de Juan Cano parió muchos. Otros dicen que no tuvo Moctezuma más que dos hijos legítimos: a Axayaca, varón, y a esta doña Isabel; aunque bien hay que averiguar qué hijos y qué mujeres de Moctezuma eran legítimos. Muerto que fue Moctezuma, y echados de México los españoles, fue rey Cuetlauac, señor de Iztacpalapan, su sobrino, o como algunos quieren, su hermano. No vivió más de sesenta días, aunque otros dicen muchos menos. Murió de las viruelas que pegó el negro de Narváez. Por muerte de Cuetlauac reinó Cuahutimoccín, sobrino de Moctezuma y sacerdote mayor; el cual, por reinar descansado, mató a Axacaya, a quien pertenecía el reino, y tomó por mujer a la doña Isabel que arriba dije. Este Cuahutimoccín perdió a México, aunque lo defendió esforzadamente.
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El rey Alfonso III (1248-1279), elegido por los obispos portugueses, mantuvo respecto a la Iglesia una política de amistad durante los primeros años de su reinado, en los que devolvió los bienes confiscados por Sancho II y pagó con nuevas donaciones los servicios prestados por los eclesiásticos, cuya influencia es visible en las normas, equiparables a las constituciones de paz y tregua, dictadas en 1251 para poner fin a la anarquía: impuso severas penas a los salteadores, protegió a los viajeros y de modo especial a los mercaderes. Las dificultades económicas del rey y del reino se hallan en la base de las primeras Cortes portuguesas conocidas, las de Lisboa-Leiria-Coimbra de 1253-1254. Alfonso intenta poner freno a la subida de los precios tras deliberar "con los ricoshombres sabios de mi curia y consejo, con los prelados, caballeros y mercaderes y con ciudadanos y buenos hombres de los concejos de mi reino". El monarca atribuye la subida al temor y rumor de que en fecha próxima se alteraría el valor de la moneda, temor y rumor que no eran infundados, según confiesa el monarca en escritos dirigidos a dignatarios eclesiásticos y al pontífice romano. Si la alteración de la moneda era responsable de la subida de precios, la salida lógica suponía la estabilidad monetaria, a la que accedió el rey por un plazo de siete años, tras obtener un servicio o ayuda extraordinaria. Como medida complementaria se hizo un ordenamiento de precios y salarios que, tal vez como ocurrió en Castilla por los mismos años, tuvo efectos contraproducentes y sólo sirvió para ocultar y encarecer los artículos tasados. La negativa de una parte del clero a pagar el servicio extraordinario a cambio de la estabilidad de la moneda disminuyó considerablemente los ingresos del monarca, que se vio obligado a reducir gastos y a intentar la recuperación de los derechos usurpados: en 1258, Alfonso ordenó realizar "inquiriçoes" en la zona situada entre el Duero y el Miño para conocer la situación de los bienes y de los derechos pertenecientes a la Corona y como resultado de estas investigaciones, en 1265 se prohibió a los nobles y oficiales del rey exigir posada y yantar a los hombres de realengo, se ordenó que fueran devueltos a la Corona numerosos bienes pasados a poder de eclesiásticos y nobles, se castigó a la pérdida de sus bienes a los vasallos que habían abandonado los lugares de realengo y se dispuso que las caballerías estuvieran sometidas al pago de impuestos, ya que la exención era la contrapartida de los servicios militares contra los musulmanes y al cesar éstos no había razón para mantener el privilegio. Los obispos fueron los más afectados por estas medidas, cuyo cumplimiento intentaron evitar mediante la amenaza de penas canónicas y el recurso a Roma: si el papa había nombrado rey a Alfonso también podía deponerlo, pero la situación no era la misma en 1266 que en 1245: la autoridad pontificia era menor, la nobleza no secundó a los obispos; éstos no permanecieron unidos y en 1265 el rey podía apoyarse en los concejos, que habían pagado los subsidios votados en las Cortes de Coimbra de 1254 y votarían nuevas ayudas en 1261 para mantener estable la moneda, al tiempo que concejos como los de Lisboa hacían préstamos al monarca. Ante el papa, los obispos acusaron al monarca de agraviar a los súbditos en general y al clero de un modo específico; los agravios causados a los súbditos iban desde la ocupación ilegal y en provecho propio de terrenos particulares o municipales, hasta la obtención por la fuerza de préstamos, la imposición del matrimonio a vírgenes y viudas... Más importantes y numerosas eran las quejas de los clérigos: el monarca no respetaba el fuero eclesiástico ni el derecho de asilo, no obligaba a cumplir las sentencias dictadas por los tribunales eclesiásticos, prohibía las reuniones de los clérigos, nombraba y deponía abades, párrocos y canónigos, intervenía en el nombramiento de obispos, tenía funcionarios judíos, obligaba a los eclesiásticos a dar albergue al monarca y a su séquito, no pagaba los diezmos de las propiedades reales, creaba poblaciones junto a los señoríos eclesiásticos para atraer a los vasallos de la Iglesia, mudaba de lugar los puertos controlados por los clérigos y al hacerlo impedía que éstos pudiesen cobrar los derechos de paso; exigía el pago de derechos de aduana a los clérigos..., y ante la orden pontificia de corregir los abusos el monarca se reunió en Santarem (1273) con los de su consejo, con los ricoshombres y con los concejos, es decir en ausencia de la mayor parte del brazo eclesiástico, y se acordó nombrar una comisión que analizara los agravios y tomara las medidas que se consideraran oportunas.
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El que hoy llamamos artista, fue considerado artesano y él mismo se tuvo como tal en su época. Desde la Antigüedad, y salvo alguna excepción, había sido siempre así. Sólo el arquitecto merece un trato especial y esto es también algo secular. En ciertas zonas y probablemente por la general revalorización de los oficios mecánicos en base a su utilidad pública, la consideración social del artista varía y son de destacar, en este sentido, las sutiles implicaciones intelectuales que Petrarca descubre en la obra de Giotto. Sin embargo, aunque puede afirmarse que el del pintor constituye un caso aislado, es significativo, porque anuncia el cambio que va a llegar con el Renacimiento.Los pintores, escultores, orfebres..., reunidos gremialmente como los integrantes de los restantes oficios menestrales, fueron asentándose durante el siglo XIII en las ciudades, si bien en algún caso, por la naturaleza de su trabajo no les fue fácil abandonar la itinerancia, por lo cual los artistas se vieron obligados a modificar constantemente su estatus ciudadano. Piénsese por ejemplo en el periplo de Giotto: Florencia, Asís, Padua, Roma, Rímini, Ravena, Nápoles..., o en el de Simone Martini: Siena, Asís, Nápoles, Aviñón, etc.Determinadas ocupaciones artísticas permiten un mayor asentamiento que otras, y, en el caso de los miniaturistas (recordemos la escuela parisina desde mediados del XIII) o de los orfebres, parece haber sido así; también en el de los pintores más especializados en la obra de retablos, o en el de los escultores de imágenes de devoción. Esta situación, en cambio, no es extensible a los pintores contratados para realizar decoraciones murales, o a los arquitectos, cuya actividad les obliga a trasladarse a pie de obra.En Francia, por ejemplo, el siglo XIII es la época de las grandes canterías, a cuyo abrigo trabajan desde picapedreros a lapicidas y vidrieros. Esto favoreció la existencia de equipos interdisciplinarios que se desplazaron conjuntamente desde unos centros a otros. Así aparece, por ejemplo, en el documento que refiere el traslado del arquitecto francés Etienne de Bonneuil (1287) hacia la ciudad sueca de Upsala, para construir su catedral, pues se habla de: "llevar y conducir (..) a la dicha iglesia tantos compañeros y tantos peones como (..) sea menester, para las necesidades de la dicha iglesia, para trabajar en la talla de piedra...".Ya por entonces París es un centro artístico en el que habitan regularmente pintores, miniaturistas, orfebres, escultores, etc. En el siglo XIV este asentamiento se afianza aún más. Las grandes catedrales han sido terminadas o se dejan sin concluir, y no se inician obras de pareja envergadura. Los escultores, desde el reinado de Felipe el Hermoso hasta Carlos V, se transforman en artistas supeditados al gusto cortesano con todo lo que ello implica. Los monumentos funerarios, los retablos, la escultura de devoción y la monumental que, no obstante, es mucho menos abundante que antes, pasan a ser sus realizaciones principales. Si consideramos este hecho y también que la mayor parte de los encargos importantes surgen del rey, instalado con su corte en París, o de sus parientes más próximos (Mahud de Artois, prima de Felipe el Hermoso, por ejemplo), entenderemos por qué es posible hablar de diferencias acusadas respecto al siglo XIII.Las obras maestras son siempre resultado de la sintonía entre el artista y el cliente. Si el genio de un maestro como Jean Pucelle es indiscutible, también resulta indudable que el ambiente refinado y cortesano que le rodeó, le fue muy propicio. Se trata en este caso de la corte de Carlos IV y su segunda esposa, Jeanne d'Evreux, quizá no demasiado sobresaliente desde el punto de vista ideológico, pero favorable, sin duda, a la sensibilidad de Pucelle. Algo similar parece haber sucedido en Nápoles, cuando Tino de Camaino se traslada a esa ciudad reclamado por la dinastía de los Anjou. Para el siglo XIII contamos con otros dos ejemplos paradigmáticos de entendimiento entre cliente y artista. Es el caso de Federico II Hohenstaufen en el sur de Italia, y de Alfonso X el Sabio en Castilla. El emperador, cuyo proyecto político fracasó estrepitosamente, logró crear, en cambio, un sorprendente ambiente cultural a su alrededor de fuerte raigambre antiquizante y gran solidez, que debía ser portavoz de su ideología política. La restauración imperial que perseguía, pasaba por una recreación de las formas de la Roma Antigua, y los artistas que respondieron a su llamada y trabajaron en sus empresas se vieron inmersos en este "revival" que marcó en ocasiones su obra posterior. Este podría ser el caso de Nicola Pisano.El monarca castellano Alfonso X el Sabio tiene mucho en común con Federico II. No sólo comparten idéntico entusiasmo por el arte como vía de exaltación personal y propaganda, sino que ambos parecen haber sido, ante la historia, mejores promotores artísticos que políticos. Aunque en el caso de Alfonso X, el arte debido a su directa iniciativa carece de la unidad que Federico II proporcionó al suyo, por existir tras él un trasfondo ideológico, está más directamente comprometido en sus empresas que el emperador: Puede afirmarse, como consecuencia, que el suyo es un arte más personal.
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Para la población hinduista de la India el agua de los ríos es una fuente de purificación y de fertilidad, tanto física como espiritual. Por eso, la mayoría de los ríos indios, especialmente los que bañan ciudades de tradición hindú, son tenidos por deidades, como el Ganges, Jumma, Indo, Kistna, etc. Bañarse en el Ganges, Yamuna, Kaveri o Narmada asegura la destrucción de los propios pecados, siendo sus riberas un lugar ideal para practicar incineraciones y cultos funerarios, pues el dios del río llevará las cenizas del difunto hasta Siva, favoreciendo éste la reencarnación. Especialmente importante es la confluencia de dos ríos o de un río con el mar. Prayag, en Allahabad, donde se junta en Ganges y el Yamuna y un mítico río subterráneo, el Saravasti, es considerado un lugar sagrado, Triveni Sangama (confluencia de tres ríos), al que acuden muchos peregrinos. El agua del Ganges es objeto de gran veneración. Son muchas las familias que guardan en su casas jarras selladas con agua, empleada para purificar a muertos y moribundos en los rituales domésticos . También sucede a veces que el agua de un río sagrado es llevada hasta otro lugar sagrado y viceversa, produciendo así un intercambio. Esto ocurre, por ejemplo, con el agua del Ganges y la arena de Rameswaram, que son intercambiados, realizando así un peregrinaje circular que pone en relación ambos lugares. La consagración de un templo hindú fuera de la India se hace vertiendo en su interior agua de un río sagrado hindú mezclada con el agua de un río del país.
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Balla cuando estuvo decorando la casa de Löwenstein, conoció a Arthur Löwenstein, que era un violinista aficionado. En una carta a su familia en Noviembre de 1912 comenta "que tenía casi terminado un estudio de la mano del marido y con diferentes posiciones del arco siguiendo estos movimientos". Dos páginas en su libro de notas acerca del ritmo del arco y se encuentra cubierto con pequeños estudios del motivo central: la mano en movimiento. Para conseguir una sensación de movimiento y sonido emplea unas líneas de colores que se sitúan unas paralelas a otras. Los colores que utiliza Balla son los amarillos, ocres y marrones, con pequeños trazos de turquesa, azul, naranja, violeta y rosa. El ritmo del violinista representa la concepción más madura de la idea de Boccioni sobre la relación del objeto y el ambiente, y esto lo consigue fundiendo este objeto con el fondo. La forma trapezoidal del lienzo permite al espectador tener la sensación de que se va a salir el violín del cuadro.
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En la sociedad china, el varón era más apreciado que la mujer. Según reza un proverbio, educar a una niña era como "estar labrando el campo de otro hombre". Por esta razón, muchas niñas eran ahogadas por las propias comadronas tras nacer, provocando una verdadera escasez de féminas en edad núbil. En consecuencia, la mayoría de las muchachas contraían matrimonio, verdadero objetivo de la mujer china tradicional. Algunas jóvenes permanecían solteras para cuidar a sus padres o ingresar en un convento budista o taoísta. Sería práctica habitual en algunas zonas de China criar a niñas en casas ajenas para de esta manera asegurarse una buena esposa para el hijo de la familia de acogida y una buena nuera para la mujer de la casa, evitando al mismo tiempo algunos gastos. La edad de alcanzar el matrimonio eran los 17 años para las mujeres, mientras que los hombres variaban en función de su situación económica. En las clases adineradas era habitual la poligamia, estando subordinadas a la mujer principal las llamadas mujeres secundarias y las concubinas. Como es lógico pensar, la educación era totalmente diferente para los niños y las niñas. Los varones permanecían junto a las mujeres de la familia hasta los seis años, ya que "no estaba capacitado para entender las cosas". A partir de esa edad el niño acudía a la escuela y pasaba a la tutela directa del padre, llevando una estricta disciplina. Uno de los objetivos de la educación era aceptar su destino. Las niñas estaban abocadas, como hemos referido anteriormente, al matrimonio. Las bodas eran concertadas por los padres, pues se consideraban alianzas entre familias. Era muy extraño que la novia conociese a su futuro marido hasta el momento de la celebración. Ni el Estado ni las instituciones religiosas participaban en los ritos matrimoniales. Los enfrentamientos entre los hermanos eran habituales, por lo que a la muerte del padre se provocaba la fragmentación del patrimonio familiar.
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El rollo de la Torá (Sefer Torah) es el objeto más sagrado del judaísmo. Cada palabra debe ser cuidadosamente escrita a mano por un escriba (sofer) que para ello debe haberse preparado durante siete años. La Torá debe ser escrita sobre pergamino hecho de la piel de un animal kosher, tardándose cerca de un año en completarla. Una vez escrito y revisado el texto por el sofer y otros especialistas, cada rollo ashkenazí es envuelto con un manto bordado ricamente decorado con motivos diversos, en especial coronas. Sobre los mangos del rollo pueden ser colocados remates de plata o rimmonium (granadas, en hebreo). Para los sefardíes, los rollos deben ser guardados en unos cilindros de madera o metal profusamente decorados y forrados de terciopelo. El rollo de la Torá debe permanecer envuelto hasta ser utilizado para leerlo. Cuando se recita, y para no tocarlo, el lector sigue el texto con un puntero (yad) en forma de mano. El yad suele estar hecho de plata, marfil o madera, midiendo entre quince y veinte cm de largo y llevando en su extremo una minúscula mano con un dedo apuntador. El deterioro del rollo de la Torá conlleva que no pueda volver a ser utilizado hasta que un nuevo escriba lo repare. Los rollos demasiado estropeados para ser restaurados son enterrados en un cementerio judío.
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Adolf Hitler, que se había acostado casi a las 5 de la madrugada del día 21, fue despertado a gritos por su ayudante cinco horas después. El búnker vibraba amenazadoramente. Una batería pesada soviética tiraba sobre la Cancillería con tremenda precisión y había destrozado antenas de radio y líneas de teléfono. El búnker quedaba medio incomunicado. Hitler se presentó ojeroso en el comedor. Tras el desayuno siguió la catarata de malas noticias. El contraataque de Schoerner había fracasado; los ataques de la Luftwaffe contra las columnas soviéticas que amenazaban con el cerco de la capital, se habían estrellado contra los enjambres de cazas soviéticos. Hitler estalló furioso: "¡Los aviones a reacción para nada sirven. La Lutwaaffe sobra! ¡El mando de la Lutwaffe en su integridad debería ir a parar a la cárcel!" Henrici comunicaba la mala noticia de que la brecha en su centro, entre sus III y IX Ejércitos, era cada vez mayor y que el III Ejército (Manteuffel) apenas si podía librarse él mismo del copo ante los ataques que había comenzado a desarrollar Rokossovsky, por lo que la unión del frente era imposible. Hitler rugió de rabia contra aquellos generales de la vieja escuela, según él carentes de coraje, llenos de prejuicios y de reglamentos. Un general joven, un general nazi era lo que necesitaba. Se acordó entonces de Félix Steiner, un hombre de las SS. Pidió que tomara el mando de una división blindada y reuniera los jirones de tropas que se retiraban del frente rechazadas por los rusos o que, sin armas ni municiones, caminaban hacia el Oeste entre la riada de fugitivos. Con aquel abigarrado y débil conjunto, pomposamene bautizado Grupo de choque Steiner, Hitler pretendió que se cortase la pinza que Zhukov había tendido por el norte contra Berlín. Pero aquella esperanza se consumió con la velocidad de un relámpago... Rabia, impotencia, desesperación... En el búnker de la Cancillería se había perdido todo contacto con la realidad. Hitler y sus aduladores militares -Jodl, Keitel, Krebs, Burgdorf- seguían moviendo sus divisiones como si estuvieran completas, como si contaran con todos sus medios de combate y con el combustible y la munición necesaria... Otras veces, durante las largas esperas, los lúgubres y fríos pasillos del refugio eran la más viva imagen de la desolación. Nadie apenas transitaba por ellos y, a ciertas horas, la mayoría prefería evitarlos. En aquellos últimos días, Hitler, que apenas podía andar veinte pasos seguidos, solía sentarse en las escaleras de acceso hacia el primer piso; allí se pasaba un buen rato acariciando a su perro y mirando con sus ojos miopes e inyectados de sangre hacia las sombras que se le acercaban y pasaban a su lado, a veces sin que pudiera reconocerlas claramente. En aquellos últimos días precisaba gafas de fuerte aumento para poder leer los escritos que se le entregaban, aunque éstos siempre se le preparaban en una máquina de grandes caracteres. Sobre su salud mental los médicos que le atendieron hasta el final no tienen duda alguna. Hitler conservó la cordura hasta su muerte, aunque la desinformación sobre la realidad, los prejuicios hacia sus enemigos, las adulaciones de sus tiralevitas y el aislamiento del búnker, unidas a su soledad y desesperación, le hicieran tomar decisiones absurdas y dar órdenes descabelladas. Cuando el día 21 de abril manda a Steiner que ataque la tenaza de Zhukov, amenaza: "Todos los oficiales que no acepten esta orden sin reserva alguna deben ser arrestados y fusilados inmediatamente. Responde usted con su vida de la adecuada ejecución de esta orden. La suerte de la capital de Alemania depende del éxito de su misión". Evidentemente Hitler no sabía lo que tenía ni con lo que se enfrentaba. Tras la toma de Berlín, el mariscal Zhukov manifestó en una gran rueda de prensa: "En esta batalla por Alemania disponemos de gran superioridad en efectivos humanos, tanques, cañones, aviones; en fin, de todo. Una superioridad de 3 a 1 y a veces del 500 por ciento. Pero lo importante no sólo era tomar Berlín -lo cual se da por supuesto- sino hacerlo en el menor tiempo posible". Con esta desproporción de fuerzas y este planteamiento soviético está claro porqué Félix Steiner no pudo cumplir las órdenes de Hitler. Cuando Zhukov supo de concentraciones alemanas sobre la derecha de su tenaza -preparativos muy fáciles de detectar sobre todo el frente- pidió a Rokossovsky que iniciara el ataque sobre el bajo Oder. Esta ofensiva obligó a Manteuffel a poner a la defensiva a todo su III Ejército y a emplear sus reservas para taponar brechas. Henrici, el jefe del Grupo de Ejércitos Vístula, a aquellas alturas ya no podía pensar en más contraataques, sino en cómo retirar al IX Ejército, cercado junto al Oder y en cómo proteger al III, también amenazado de embolsamiento por Rokossovsky y Zhukov. Durante todo el día 21 y 22 Hitler desplegó una actividad febril, tratando personalmente de rebañar hasta el último hombre para fortalecer al grupo Steiner. Fuerzas de la Marina y de la Luftwaffe, quizás hasta 20 o 25.000 hombres, se juntaron a las iniciales divisiones de Steiner (9), pero éste no era un loco para iniciar el ataque suicida que le pedían. Aquellos refuerzos tenían como único armamento fusiles y ametralladoras, y no eran tropas adiestradas para combatir como infantería. Evidentemente hubiera sido suicida lanzarlas a un ataque contra tropas acorazadas, plenas de moral y triples en número. Bastante tuvo Steiner con asegurar el flanco derecho de Manteuffel, que se tenía que emplear a fondo para no ser desbordado. El desplome de las esperanzas de Hitler ocurrió hacia las 3 de la tarde del 22 de abril. En la reunión militar, Keitel y Jodl llevaron, como era habitual, sus informaciones con sumo tacto. Aquí se le comunicaba un descalabro al Führer: "los rusos han irrumpido entre Stettin y Schwedt y han penetrado 20 kilómetros en las líneas del III Ejército". Y a continuación se le doraba la píldora: "El IX Ejército se mantiene junto al Oder y comunica que durante las 24 últimas horas ha destruido 90 blindados enemigos". Hitler quiso olvidarse en aquella reunión de lo que ocurría más al Sur entre el IX y IV Ejércitos, donde la brecha era enorme y por ella había metido Koniev casi medio millón de hombres en una semana. Su obsesión de que el boquete debía ser cerrado por Schoerner desde el sur se le había olvidado. Ante lo imposible, sus mecanismos de autodefensa funcionaban olvidando el asunto. Lo que entonces le preocupaba era Steiner. Sus asesores militares permanecían pálidos ante él. Steiner no ha comenzado el ataque, se limitó a decir Jodl. No le dio tiempo a enumerar las disculpas para aquel retraso. Hitler gritó. Un grupo de personas, que se hallaba en el pasillo, enmudeció ante el grito, un grito agónico, entre enloquecido y doloroso. Habló a voces tan atropelladamente que casi era ininteligible. Los del pasillo sólo percibían su tono herido, dolorido. Las mujeres lloraban, los hombres estaban mortalmente pálidos. Walter Hewel transcribió una parte del berrinche: "¡Muy bien! ¡Cómo voy a dirigir la guerra en estas condiciones! ¡La guerra está perdida! ¡Pero si ustedes imaginan, caballeros, que ahora voy a abandonar Berlín, están muy equivocados! !Antes me meteré una bala en los sesos!" Hitler pidió poco después línea con Göebbels y le dijo que iba a quedarse en Berlín. Como el cañoneo ruso arreciaba sobre la ciudad (ese día se contabilizaron 500 proyectiles de promedio por hora), el Führer invitó a su ministro a refugiarse, con su familia, en el búnker de la Cancillería. Göebbels, por su lado, también había arrojado la toalla. El día 21, en una reunión con sus colaboradores, pronunció un largo y angustioso discurso en el que enumeró los errores cometidos por el Gobierno y el partido nazis para llegar a aquella situación. Según el ministro de propaganda, los principales fallos del sistema habían sido la blandura al no haber cortado de raíz las tibiezas y las traiciones de sus colaboradores. En último término, Göebbels culpaba al pueblo alemán, cuyos hombres no "habían luchado hasta la muerte ni cuando vieron violadas a sus mujeres... El pueblo alemán se merecía la muerte que ahora le aguardaba". Ante aquella injusticia, varios de sus colaboradores se levantaron y protestaron, queriendo argumentarle. Göebbels, descompuesto, no permitió la discusión y abandonó el local con una sentencia terrible: "No se hagan ilusiones. A nadie he forzado a ser colaborador mío. Y tampoco nosotros hemos forzado al pueblo alemán; él mismo nos ha elegido. ¿Por qué han colaborado ustedes conmigo? ¡Ahora les cortarán el cuello!"