Los sacerdotes A los sacerdotes de México y de toda esta tierra los llamaron nuestros españoles papas, y fue que, preguntados por qué llevaban así los cabellos, respondían papa, que es cabello; y así les llamaban papas; pues entre ellos tlamacazque se dicen los sacerdotes, o tlenamacaque, y el mayor de todos, que es su prelado, achcauhtli, y es grandísima dignidad. Aprenden y enseñan los misterios de su religión de palabra y por figuras; mas no los comunican ni descubren a lo lejos, bajo gravísima pena. Hay entre ellos muchos que no se casan, por la dignidad, y que son muy notados y castigados si se acercan a mujer. Dejan crecer todos estos sacerdotes el cabello sin jamás cortarlo, peinarlo ni lavarlo, por cuya causa tenían la cabeza sucia y llena de piojos y liendres; pero los que hacían esto eran santones; pues los otros se lavaban la cabeza cuando se bañaban, y se bañaban muy a menudo; y así, aunque llevaban los cabellos muy largos, los llevaban muy limpios; aunque criar cabellos, de suyo es sucio. El hábito de los sacerdotes es una ropa de algodón blanca, estrecha y larga, y encima una manta por capa, anudada al hombro derecho, con madejas de algodón hilado por orlas y flecos. Se tiznaban los días festivos, y cuando su regla lo mandaba, de negro las piernas, brazos, manos y cara, que parecían diablos. Había en el templo de Vitcilopuchtli de México cinco mil personas al servicio de los ídolos y casa, según en otra parte dije; pero no todos llegaban a los altares. Las herramientas, vasos y cosas que tenían para hacer los sacrificios, eran los siguientes: muchos braseros grandes y pequeños, unos de oro, otros de plata, y la mayoría de tierra; unos para incensar las estatuas, y otros en donde tener lumbre; la cual nunca se había de matar, pues era mal señal morirse y castigaban duramente a los que tenían encargo de hacer y atizar el fuego. Se gastaban ordinariamente quinientas cargas de leña, que son mil arrobas de nuestro peso, y muchos días había de entre año de quemar mil quinientas arrobas. También incensaban con los braseritos a los señores; que así hicieron a Cortés y a los españoles cuando entró en el templo y derrocó los ídolos; incensaban asimismo a los novios, a los consagrados, a las ofrendas y otras mil cosas. Perfuman los ídolos con hierbas, flores, polvos y resinas; pero el mejor humo y el corriente es el que llaman copalli, el cual parece incienso, y es de dos maneras: uno era arrugado, que llaman xolochcopalli; en México está muy blando, en tierra fría estaría duro; requiere nacer en tierras calientes, y gastarse en frías. El otro es una goma de Copalquahuitlan, buena, que muchos españoles la tienen por mirra. Punzan el árbol, y en punzarlo, sale y destila gota a gota un licor blanco que después se cuaja, y de ello hacen unos panecillos como de jabón que se traslucen; éste era su perfecto olor en sacrificio, y precisada ofrenda de dioses. De esta goma, mezclada con aceite de olivas, se hace muy buena trementina, y los indios hacen de ella sus pelotas. Tienen lancetas de azabache negro, y unas navajas de a jeme, hechas como puñal, más gruesas en medio que a los filos, con las que sajan y sangran de la lengua, brazos, piernas, y de lo que tienen en devoción o voto. Es esta piedra dura en grandísisma manera, y hay otras de la misma clase de piedra, pero de muchos colores. Cortan las navajas por ambos lados, y cortan bien y dulcemente; y si esta piedra no fuese tan vidriosa, es como hierro, pero después salta y se mella. De estas navajas hay infinidad en el templo, y cada uno las tiene en su casa para sus sacrificios y para cortar cosas. Tienen asimismo los sacerdotes púas de metal, con las que se pican; y para coger la sangre que se sacan tienen papel, hojas de caña y metal; tienen pajuelas, cañas y sogas para tocar y pasar por las heridas y agujeros que se hacen en las orejas, lengua, manos y otros miembros que no son para decir. Hay en cada espacio de los templos que está de las gradas al altar, una piedra como tajón, hincada en el suelo y alta una vara de medir, sobre la cual recuestan a los que han de ser sacrificados. Tienen un cuchillo de pedernal, que llaman ellos tecpactl; con estos cuchillos abren a los hombres que sacrifican, por las ternillas del pecho. Para coger la sangre tienen escudillas de calabazas, y para rociar con ella los ídolos, unos hisopillos de pluma colorada; para barrer las capillas y placeta donde está el tajón tienen escobas de plumas, y el que barre nunca vuelve las nalgas a los dioses, sino que va siempre barriendo cara atrás. Con tan pocos ornamentos y aparejo hacían la carnicería que después oiréis.
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En Roma la religión estaba muy vinculada al Derecho, al ser necesario distinguir entre lo ilícito de lo lícito. Esta función religioso-judicial la realizaban los pontífices, quienes formaban un colegio sacerdotal que estaba dirigido por el pontífice máximo. Ese cargo de pontífice máximo podía ser ocupado por cualquier miembro de la clase política romana, siendo habitual que estuviera en manos del emperador. Los sacerdotes, encargados de celebrar las fiestas, debían conocer el complicado ritual, por lo que hubieron de especializarse y organizarse en colegios independientes. Los sacerdotes no eran una clase aparte de la población, pues eran elegidos entre los ciudadanos, generalmente entre la clase política o militar. Una vez electos, y puesto que no precisaban de una preparación previa, debían aprender el complicado ritual romano y su extenso panteón. En el colegio pontificial también se integraban los flamines -sacerdotes dedicados al culto particular de un dios-, las vestales -sacerdotisas de Vesta- y el rex sacrorum -quien desempeñaba las funciones sacras anteriormente reservadas a los reyes-.
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En la XII Dinastía encontramos las primeras alusiones al clero de Amón. Este estamento era dirigido por un gran sacerdote, llamado el "primer profeta de Amón", que paulatinamente alcanzará mayor peso político en la vida de Egipto, llegando un momento en el que se nombren miembros de la familia real para ejercer un control mayor sobre el cargo. El gran sacerdote contaba con un alto clero y un bajo clero como asistentes. El alto clero lo integraban los "sacerdotes divinos" y tenían exclusividad en la participación de los sacrificios. El bajo clero estaba formado por los purificadores -llevaban la barca del dios, purificaban el templo y adornaban las estatuas- y los sacerdotes lectores, que se encargaban del ritual. Entre los sacerdotes existían jerarquías. Un amplio personal femenino acompañaba a los sacerdotes: las cantoras y las esposas del dios. La reina tenía el título de "divina adoratriz", ya que creían que Amón se unía a ella para mantener el divino linaje de los faraones. Los sacerdotes de Amón estaban entre los más ricos de Egipto, pues contaban con tierras, depósitos, tributos llegados de las provincias y ganados, disponiendo de un amplio número de trabajadores a su cargo. Esta riqueza favorecerá el incremento de poder del clero de Amón.
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Los sacerdotes de Tatahuitlapan De Iztapan fue Cortés a Tatahuitlapan, donde no halló gente ninguna, salvo veinte hombres, que debían de ser sacerdotes, en un templo del otro lado del río muy grande y bien adornado; los cuales dijeron haberse quedado allí para morir con sus dioses, que les decían que los mataban aquellos barbudos, y era que Cortés rompía siempre los ídolos o ponía cruces; y como vieron a los indios de México con unos aderezos de los ídolos, dijeron llorando que ya no querían vivir, pues sus dioses eran muertos. Cortés, entonces, y los dos frailes franciscanos, les hablaron con los lenguas que llevaban, otro tanto que al señor de Iztapan, y que dejasen aquella su loca y mala creencia. Ellos respondieron que querían morir en la ley de sus padres y abuelos. Uno de aquellos veinte, que era el principal, mostró dónde estaba Huatipan, que figuraba en el paño, diciendo que no sabia andar por tierra. Simpleza harto grande; pero con ella vivían contentos y descansados. Poco después de salir el ejército de allí, pasó un cenagal de media legua, y luego un estero hondo, donde fue necesario hacer puente, y más adelante otra ciénaga de una legua; pero como era algo tiesta debajo, pasaron los caballos con menos fatiga, aunque les daba en las cinchas, y donde menos, encima de la rodilla. Entraron en una montaña tan espesa, que no veían sino el cielo y lo que pisaban, y los árboles tan altos, que no se podían subir en ellos para atalayar la tierra. Anduvieron dos días por ella desatinados; descansaron a orillas de una balsa, que tenía hierba, para que paciesen los caballos; durmieron y comieron aquella noche poco, y algunos pensaban que antes de acertar a poblado habían de dormir. Cortés tomó una aguja y carta de marear que llevaba para semejantes necesidades, y acordándose del paraje que le habían señalado en Tahuitlapan, miró, y halló que corriendo al nordeste iban a salir a Guatecpac o muy cerca. Abrieron, pues, el camino a brazos, siguiendo aquel rumbo, y quiso Dios que fueran derechos a dar en el mismo lugar, después de muy trabajados. Mas se refrescaron entonces en él con frutas y otra mucha comida, y ni más ni menos los caballos con maíz verde y con hierba de la ribera, que es muy hermosa. Estaba el lugar despoblado, y no podía Cortés tener rastro de las tres barcas y españoles que había enviado río arriba, y andando por el pueblo, vio una saeta de ballesta hincada en el suelo, por la cual conoció que habían pasado adelante, si ya no los habían matado los de allí. Pasaron el río algunos españoles en unas barquillas; anduvieron buscando gente por las huertas y labranzas, y al cabo vieron una gran laguna, donde todos los de aquel pueblo estaban metidos en barcas e isletas; muchos de los cuales salieron entonces a ellos con mucha risa y alegría, y vinieron al lugar hasta cuarenta, que dijeron a Cortés cómo por el señor de Ciuatlan habían dejado el pueblo, y cómo habían pasado algunos barbudos el río adelante con hombres de Iztapan, que les dijeron certeza del buen tratamiento que los extranjeros hacían a los naturales, y cómo se había ido con ellos un hermano de su señor en cuatro canoas de gente armada, para que no les hiciesen mal en el otro pueblo más arriba. Cortés envió por los españoles, y vinieron en seguida al otro día con muchas canoas cargadas de miel, maíz, cacao y un poco de oro, que alegró la vista a todos. También vinieron de otros cuatro o cinco lugares a traer a los españoles bastimento, y a verlos, por lo mucho que de ellos se decía, y en señal de amistad les dieron un poquito de oro, y todos quisieran que fuera más. Cortés les hizo mucha cortesía, y rogó que fuesen amigos de los cristianos. Todos ellos se lo prometieron. Volviéronse a sus casas, quemaron muchos de sus ídolos por lo que les fue predicado, y el señor dio del oro que tenía.
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Siendo la salvación el anhelo último de los fieles de cualquier época, los sacramentos ocupan un lugar de primacía en el logro de tal objetivo. Ante todo porque frente a otras vías complementarias como el rigor moral o la piedad personal, la simple práctica de los sacramentos parece identificarse en la mentalidad del laicado con el logro mismo de la salvación. Mas también porque el cumplimiento sacramental supone la aceptación de un cómodo programa de vida en el que, por encima de toda creencia, los aspectos simbólicos y litúrgicos resultan decisivos. Esta primacía de lo ritual, expresada en ceremonias, gestos estereotipados y obligaciones positivas, tiene poco que ver con la evolución de la teología sacramental en sí, que queda estructurada definitivamente a lo largo de la Edad media cristiana, más concretamente del siglo XII. Expresión de la voluntad soberana del Creador y fuente de la gracia, el numero de sacramentos quedó entonces fijado en siete, superándose así las dudas expresadas durante el Alto Medievo. Los sacramentos católicos son siete: bautismo, eucaristía (santa comunión), confirmación, penitencia, matrimonio), ordenación sacerdotal y extremaunción. La Iglesia protestante sólo reconoce dos sacramentos, el bautismo y la confirmación, si bien algunas iglesias protestantes los consideran más simbólicos que sacramentales.
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Siendo la salvación el anhelo último de los fieles de cualquier época, los sacramentos ocupaban un lugar de primacía en el logro de tal objetivo. Ante todo porque frente a otras vías complementarias como el rigor moral o la piedad personal, la simple práctica de los sacramentos parecía identificarse en la mentalidad del laicado con el logro mismo de la salvación. Mas también porque el cumplimiento sacramental suponía la aceptación de un cómodo programa de vida en el que, por encima de toda creencia, los aspectos simbólicos y litúrgicos resultaban decisivos. Esta primacía de lo ritual, expresada en ceremonias, gestos estereotipados y obligaciones positivas, tenía poco que ver con la evolución de la teología sacramental en sí, que quedo estructurada definitivamente a lo largo del siglo XII. Expresión de la voluntad soberana del Creador y fuente de la gracia, el numero de sacramentos quedo entonces fijado en siete, superándose así las dudas expresadas durante el Alto Medievo. Agrupados en dos categorías, según confiriesen la gracia a los privados de ella (sacramentos de muertos: bautismo y confesión), o simplemente la acrecentasen (sacramentos de vivos, el resto: confirmación, eucaristía, penitencia y matrimonio), constituían el seguro itinerario que permitía a un laico lograr la salvación.
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Según la religión romana, lo que más satisfacía a los dioses eran los sacrificios, por lo que estos eran la parte más importante del culto. Había muchos tipos de sacrificios, desde la inmolación de animales hasta la ofrenda de alimentos. En los rituales domésticos raramente se sacrificaban animales, ofreciendo a la deidad frutas, cereales o vino. Sin embargo, en los ritos públicos lo normal era sacrificar animales, pese a que algunos dioses preferían la fruta. Otros dioses se mostraban más caprichosos: a ellos se les ofrendaba no sólo un animal determinado, sino de unas características concretas en cuanto a sexo, color, estado, etc. Elegido el animal, era llevado al altar adornado con cintas y guirnaldas. Entonces se uncía con la mola salsa hecha por las vestales y se le degollaba. Las vísceras eran quemadas tras ser examinadas por los arúspices, quienes debían dar el visto bueno si no encontraban nada anormal en ellas. El resto del animal era consumido en un banquete ritual o bien vendido en las carnicerías. En los casos en los que se debía inaugurar o restaurar un templo el sacrificio era llamado souvetarilia. Con esta ocasión se sacrificaban un cerdo, una oveja y un toro. Este mismo sacrificio podían realizarlo algunas familias adineradas, dado el alto coste de los animales, para pedir a Marte que proteja el ganado y las cosechas. En casos de gran desgracia, los romanos pensaban que sus sacrificios y ofrendas a los dioses no habían sido suficientes. Entonces ofrecían un gran sacrificio de origen griego, consistente en cien bueyes (hecatombe). También en casos extraordinarios se acudía a la consulta de los Libros Sibilinos, libros sagrados de las predicciones. En ellos se decía que el remedio era la primavera votiva: si Júpiter accedía a las demandas de los sacerdotes, se le ofrecería el sacrificio de todo ser vivo que naciese durante la primavera, incluidos los seres humanos. Para evitar sacrificar a los niños, sin embargo, se recurría a esperar a la edad adulta, siendo entonces desterrados. Con respecto a los sacrificios humanos, por último, se sabe que fueron prohibidos por el Senado en el siglo I a.C., aunque algunos emperadores continuaron realizándolos.
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El mismo año en el que se publica "À rebours" aparece también "Le Vice Suprême". Su autor, Josephin Péladan (1858-1818) escritor y crítico de arte aficionado a la magia y el ocultismo. Era un personaje extravagante y provocador. Parecía un antiguo asirio transportado a París. Católico excéntrico pero ortodoxo y conformista, se autoproclama Sâr, nombre de origen caldeo que significa Maestro, mago, príncipe. Sus contemporáneos los califican de "mago del chanchullo" y horrible charlatán cuyo propagandismo resultaba repugnante. En el Salón de 1883 había escrito: "Creo en el Ideal, en la Tradición, en la Jerarquía". En realidad, su mayor afición eran las ciencias herméticas, por ello decidió revivir las doctrinas de un visionario del siglo XV, Christian Rosenkreuz, y decide restaurar la orden de los Rosa + Cruz al servicio de una nueva estética. Entre sus reglas figura el propósito de acabar con el realismo y crear una escuela de arte idealista. Para ingresar en la Orden, que favorecía ante todo el ideal católico y el misticismo, el único programa impuesto era la belleza, la nobleza y el lirismo. Por ello, los temas preferidos debían estar basados en la leyenda, el mito, la alegoría, el ensueño, la paráfrasis de la gran poesía. Se rechazan todas las representaciones de la vida contemporánea, así como la pintura de historia, los paisajes, las escenas rústicas, los temas humorísticos, las naturalezas muertas. Aunque su lugar esté en la historia del esoterismo no me ocuparía de él si no fuera porque al haber creado sus Salones Rosa + Cruz (1892-1897), para exponer la doctrina de su orden, aglutinará a una parte muy importante de los artistas más significativos del simbolismo. En 1892 organiza un nuevo Salón, opuesto al oficial, en las galerías Durand-Ruel. El éxito fue grande; la asistencia provoca incluso caos circulatorio entre Opera y Montmartre. En las exposiciones participan entre otros Vallotton, Alexandre Séon, Armand Point, Filiger y Bernard y artistas belgas del grupo de los XX, Xavier Mellery, Georges Minne y Carlos Schwabe. También Hodler y Toorop, el escultor Bourdelle, y el joven Rouault. Entre los artistas belgas, uno especialmente, que curiosamente nunca expondrá en los Salones Rosa + Cruz, llamaba la atención del Sâr: Félicien Rops (1833-1898). Apasionado por sus aguafuertes satánicos y perversos, le convence para que ilustre sus católicos libros. Pero en realidad el discípulo belga de Péladan será Jean Delville (1867-1953), teórico y propagador de sus ideas. Defensor del arte idealista e interesado por el ocultismo, fundará en Bruselas el círculo "Pour l'Art" y el "Salon d'art idéaliste" para luchar "contra las formas degeneradas del arte" que él reconocía en el realismo y el impresionismo. En sus obras La carne y el espíritu o El ídolo de la perversidad (1891) se mueve en un tono visionario muy del estilo de Moreau, entre el esoterismo, la ambigüedad de los personajes (en todas las novelas de Péladan está presente la idea del andrógino, llega incluso a publicar un "Himno al Andrógino" en 1891) y cierto satanismo que no llega a la provocación de un Rops. En realidad, Delville es el fiel traductor de las exigencias del Sâr Péladan como se puede apreciar en El retrato de Mme. Stuart Merril (1892), quizá inspirada en la "Eva futura" de Villiers de l'Isle-Adam. Denominada también la Misteriosa, esta imagen, entre espectro y médium, nos introduce en el mundo de la magia y el ocultismo. La iconografía de la cabeza (sin cuerpo) aparece varias veces en la obra de Delville. En Orfeo muerto (1893) o Parsifal (1890) la cabeza humana flota en una luminosidad sideral y es para él atractiva y radiante. Considera que la luz astral, presente en la mayoría de sus composiciones, es fuente de conocimiento y belleza. Fernand Khnopff (1858-1921) además de participar con los rosacruces de Péladan había sido un activo colaborador del grupo de los XX de Bruselas. Su maestro, Xavier Mellery, le transmite su concepto de la pintura siempre a la busca del significado profundo de las cosas. Su obra transcurre entre las influencias de Whistler, los prerrafaelitas (Burne-Jones sobre todo) y el ambiente simbolista francés de Mallarmé y G. Moreau. Es corresponsal de la revista "The Studio". Sus preferencias literarias (Mallarmé, Verhaeren, Villiers de L'IsleAdam o Maeterlinck) no le proporcionarán pretextos literarios, sino la inspiración necesaria para poder ofrecer equivalentes visuales. Para ello, una técnica rigurosa, el dominio de la fotografía, del grabado y de la pintura. Su obra toma los medios de expresión no de la naturaleza sino del arte mismo. Su mirada no procede de la vida sino de la pintura de los grandes maestros (Durero, Delacroix, Tintoretto, Giorgione, Ingres) constituyéndose ésta en una segunda naturaleza. Se le ha definido como un "refinado esteta que sólo siente la vida a través del arte antiguo". Parece necesitar también de un ambiente estimulante que refleje su arte y, como el personaje de Huysmans, se construye el refugio del esteta. En su casa, que él mismo proyecta y diseña, no hay compartimentación espacial, toda la vida se desarrolla en torno a un amplio espacio semivacío en el que el color y la luz formarán el ambiente. En un altar doméstico de cristal de Tiffany, la inscripción "On n'a que soi" (Uno no tiene más que a sí mismo) y, en lo alto, una máscara de Hypnos, el dios del sueño, preside el refugio de un romántico de la época de la hipnosis. El gran círculo dorado, en el centro del pavimento blanco de la habitación, es la huella de Narciso: el símbolo del sí mismo, la voluntad de hallar en el creador la perfección humana. Por ello, también la omnipresencia del andrógino que subyace en toda su obra, la búsqueda de la ausencia de conflicto entre los seres. (El arte o las caricias, 1896. Estudio para las caricias, 1896). Incluso la búsqueda del otro yo en Retrato de la hermana del artista (1887). Obsesionado por la belleza de su hermana, su presumida misoginia se resuelve en una imagen de mujer ambigua, intocable y distante, poderosa en su secreto. No hay mujeres en plural, hay un tipo femenino, mujeres ausentes de ellas mismas, de mirada lejana. Nada les hace cómplices con el espectador, nada comunican. Es frecuente la presencia de mujeres-caballero, mujeres amazonas protegidas por una armadura. (Britomart, 1892; Acrasia, 1897). La armadura hace a la mujer más inviolable aún: inaccesible (La Misteriosa, 1892); las distancia y las emparenta a Perseo o al arcángel Gabriel. Otras veces toma prestado el cuerpo del animal, tigre o jaguar; es la imagen de la mujer amenazante y seductora dispuesta a devorar a su presa. Su primer envío para los salones de la Rosa + Cruz fue La Esfinge (1892), "delicada, exquisita, refinada, sutil -dice Verhaeren-, esfinge para las perversidades complicadas; esfinge para los que dudan de todo, que hace dudar de la duda (..) para los totalmente incrédulos, esfinge para la propia esfinge". Lo enigmático de la obra de Khnopff, su misterio, radica en la dualidad y la perversidad, la mujer encerrada en sí misma como en Cierro la puerta tras de mí (1891). Péladan le llamaba el sutil, tan intenso. Sus formas evanescentes, como surgidas de una luz crepuscular, se acoplan a un tratamiento del color que usa explotando la ligereza del pastel y la acuarela. Siempre a la búsqueda del azul, lo hallará en los museos, en las mariposas o en el lapislázuli. Artista de mirada aguda, minuciosa, profunda. Ante su obra el espectador sufre una inquietante extrañeza: el tiempo no existe y los personajes nos invitan desde su mirada distante a precipitarnos en un vacío. "He creado un mundo personal -decía- y me paseo por él". Es hermético, no hay una explicación explícita. Comparado a la poesía de Maeterlinck, se le ha tachado siempre de incomprensible. Es el pintor de la vida interior, de un otro yo mismo. Como Klimt, tiene cosas que decirnos, pero, púdico y taciturno, se niega a hacerlo. No quiere levantar la voz y prefiere permanecer incomprensible. Como Hofmannsthal. La Sezession de 1898 le consagra una sala entera (la influencia que tendrá en Klimt es considerable) y la revista "Ver Sacrum" publica un cuaderno especial dedicado a su obra. A Khnopff podríamos aplicarle los consejos de Novalis de dar "a lo habitual un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido y a lo finito un sentido infinito".
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Los últimos años del siglo XII y los primeros del siglo XIII coinciden con la aparición de los primeros libros devocionales de uso particular. El Salterio no litúrgico nace entonces y se convierte en un objeto apreciado por los miembros de la monarquía o de la nobleza que actúan como clientes artísticos exigentes. El "Salterio Eveshan" (British Library, Londres), llamado así por haber sido ilustrado tal vez en esta abadía (en todo caso fue hecho para un abad del lugar), constituye un hito en el arte inglés de mediados del siglo XIII por su Crucifixión, pero también es ejemplo de lo apuntado en último lugar.El siglo XIII no sólo supone la aparición de una clientela importante en el campo de la miniatura, sino también cambios significativos en los scriptoria. Aunque los talleres continúan vinculados a las grandes abadías y Mathew París, el cronista e iluminador de libros, es ejemplo de ello, surgen ahora los primeros artífices laicos. William de Brayles, más o menos coetáneo al anterior, se enmarca junto a estos últimos.Hacia 1260 se produce un cambio como consecuencia del influjo francés. El "Salterio Oscott" (British Library, Londres), ilustrado hacia 1270, encarna esta línea en la que se halla también la escuela de Westminster, que a pesar de su vinculación a la abadía representa dentro de lo inglés la opción cortesana. De nuevo tenemos testimonios de la doble ocupación de los artífices vinculados a esta última. El retablo, desgraciadamente en muy mal estado de conservación, de Westminster es obra de ellos. Los fragmentos que persisten permiten afirmar que se trata de las realizaciones más delicadas de factura del panorama europeo contemporáneo. En su misma línea estilística, el "Apocalipsis Douce" (Bodleian Library, Oxford) supone la culminación de la tradición vernácula de los Apocalipsis, en este caso en su vertiente cortesana. También pertenece a este mismo ambiente el "Salterio Alfonso" (British Library, Londres), ilustrado hacia 1281-1284, quizás en relación con el proyecto matrimonial de Alfonso, un familiar del rey Eduardo I con la hija del conde de Holanda. Destaca este manuscrito por la riqueza y abundancia de su decoración marginal que se adelanta por unos años a la francesa.Desde 1300 a 1345-50, la producción del libro de lujo se localiza en distintos scriptoria repartidos por la zona del East Anglian, que ha dado nombre a una escuela, de relativa homogeneidad. Pertenece a este estilo el "Salterio de Robert de Lisle" (Bristish Library, Londres), ilustrado en dos momentos diferentes por miniaturistas de pareja calidad. De ellos, el llamado Maestro de la Virgen permite establecer conexiones de nuevo con la pintura mural coetánea, pues es indudable su parentesco con el retablo inglés conservado en el Museo de Cluny (París) y dedicado a la vida de la Virgen.También el "Salterio Peterborough", confeccionado en las proximidades de 1300, corresponde a este ámbito geográfico. El "Salterio de la reina Mary" (British Library, Londres, 1310-1320) se aleja por sus particularidades de los anteriores, aunque como ellos se cataloga dentro del East Anglian. Su ilustración se ha resuelto mediante un dibujo coloreado nervioso y de excelente calidad, que no hallamos habitualmente en estas obras. Además, la organización del folio obedece también a planteamientos muy originales. En la zona alta, la escena principal aparece flanqueada por personajes dispuestos bajo arquitecturas que simulan los montantes de un retablo. En la zona baja se sitúa la decoración marginal independiente desde el punto de vista temático, tanto de lo anterior como del texto.El "Salterio Luttrell" (British Library, Londres), dentro también del contexto del East Anglian, supone la apoteosis de la decoración marginal. Sin ser un manuscrito de gran calidad, la abundancia de aquélla y su carácter documentalista convierten el códice en algo muy especial y sorprendente. El "Salterio Luttrell" se fecha en tomo a 1325-35. Hacia 1340 la evolución de la miniatura inglesa se interrumpe. Se pierde la brillantez que ha caracterizado el ambiente pictórico insular hasta entonces, y este corte no va a remontarse más.
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Jefes activos de la sociedad, los samurais componían la aristocracia guerrera, con obligaciones militares y administrativas. Constituían el 7 por 100 del total de la población, y a ellos pertenecían todos los guerreros, desde el shogun al soldado de infantería. Habitaban en Edo o en las capitales de los daimyos y, con el restablecimiento de la paz, aquellos que no participaban en la administración se dedicaban al ocio. De entre sus privilegios destacaban los de ostentar un apellido, llevar dos espadas, ser tratados con respeto en todo momento por los miembros de los niveles inferiores y disfrutar de prerrogativas suntuarias. No obstante, las dificultades económicas de finales del siglo XVIII determinaron el fenómeno del interclasismo entre los samurais y los comerciantes enriquecidos o chonin. Con carácter excepcional, algunos campesinos y comerciantes ricos alcanzaban ciertos privilegios vitalicios, pero no hereditarios. Lentamente iban formando un nuevo grupo de burgueses capitalistas y, al igual que en Europa, se esforzaban por integrarse en los estratos sociales superiores, comprando tierras nobles y títulos de samurais.