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En la segunda mitad del siglo XV los reinos peninsulares experimentaron graves crisis políticas derivadas de la lucha entre monarquía y nobleza en Castilla, Portugal, Navarra y Granada y de la concepción del gobierno en la Corona de Aragón. Estos conflictos acabaron en guerras civiles, especialmente graves en Cataluña (1462-1472), Castilla (1465-1479), Granada (1478-1492) y Navarra (1447-1512). Finalmente, el autoritarismo real se impuso de una forma u otra en todos los reinos, aunque sin modificar sus diferentes estructuras políticas. La unión personal de los Reyes Católicos permitirá la consolidación de un aparato estatal monárquico capaz de absorber a los reinos más pequeños -Granada, Navarra- y de preparar el camino a la futura monarquía hispánica. El gran poder de Castilla y el declive de la Corona de Aragón explican el carácter marcadamente castellanizante de la España Moderna. El turbulento reinado de Enrique IV (1454-1474) culmina el proceso de asalto a las instituciones monárquicas por parte de la nobleza surgida de la revolución trastamarista. A ello contribuyó la debilidad de carácter del monarca, deslegitimado para imponer su autoridad a la nobleza que le había apoyado contra Juan II y Álvaro de Luna, y sin el apoyo de las ciudades, aristocratizadas e impotentes ante el poder nobiliario y la consolidación del sistema monárquico de corregidores. Con todo, la crisis de este reinado fue sobre todo política: Castilla prosiguió un fortalecimiento económico y monárquico que explica la expansión castellana a partir del reinado de los Reyes Católicos.

Al principio (1454-1465) el gobierno quedó en manos de Juan Pacheco, marqués de Villena, cabeza de una nobleza cuyo único objetivo político era el incremento indiscriminado de poderes y rentas a costa de la debilidad monárquica. Con todo, los primeros años del reinado fueron esperanzadores debido a la recuperación económica, la paz exterior inspirada en Álvaro de Luna (alianzas con Francia y Portugal; neutralización de Navarra; paz con Aragón) y la actitud pacífica de la nobleza. Siguiendo a Fernando de Antequera y a Álvaro de Luna, Enrique IV tradujo seguridad exterior y estabilidad interior en una nueva ofensiva contra Granada. La guerra (1455-1457) fue muy favorable, ya que apuntó al desgaste económico y político del emirato, modelo seguido después por los Reyes Católicos. Sin embargo, el coste de las campañas, su carácter anticaballeresco y una mala coyuntura económica provocaron el descontento de la nobleza (Mendoza, Alba, Manrique) que se organizó en una liga al mando del arzobispo de Toledo Alonso Carrillo. La nobleza abortó la guerra (1457) e inició una serie de maniobras contra el valimiento de Juan Pacheco. El matrimonio de Enrique IV con Juana de Portugal hizo que la nobleza postergada buscara el apoyo de Juan I de Navarra (rey de Aragón desde 1458), cuyos problemas internos -lucha con Carlos de Viana y crisis de Cataluña- se sumaron a los conflictos castellanos. Contra la nobleza levantisca Enrique IV encumbró a Beltrán de la Cueva y contra Juan II (1458-1479) apoyó a Carlos de Viana, los beamonteses navarros y la Diputación catalana, que le ofreció el Principado al comenzar la guerra civil de Cataluña (1462).

La peligrosa alianza Enrique IV-Diputación fue neutralizada por el doble juego del marqués de Villena -dispuesto a cambiar de bando para mantener su privanza-, la debilidad del rey y la pérdida de sus bazas exteriores. Tras la muerte de Carlos de Viana (1461), Enrique IV se dejó engañar por sus nobles en la cuestión catalana al aceptar el arbitraje de Luis XI (aliado de Juan II y Villena). El rey acató la decisión del francés y abandonó a la Diputación (1463). Juan Pacheco y el arzobispo Carrillo mantuvieron su poder en Castilla. Beltrán de la Cueva se alzó con la privanza del rey frente a ambos apoyado por sus parientes los Mendoza, principal apoyo nobiliario de la monarquía. El favorito y el obispo Pedro González de Mendoza pidieron al débil Enrique IV la guerra contra los rebeldes, pero el monarca aceptó sus humillantes condiciones: entre otras, el reconocimiento como heredero de su hermanastro Alfonso y el matrimonio de éste con su hija Juana. Al rechazar poco después lo pactado, el rey provocó la guerra en forma de rebelión nobiliaria. La nobleza alcanzó entonces su apogeo, mientras la anarquía se extendía por el reino y las ciudades resucitaban las Hermandades. En 1465 la nobleza levantisca depuso simbólicamente a Enrique IV y entronizó al manejable infante Alfonso, de sólo once anos, al tiempo que difundía el rumor de que la infanta Juana era hija de Beltrán de la Cueva. La humillación de la "Farsa de Ávila" aglutinó a los realistas y a las ciudades en una nueva Hermandad General.

Estas fuerzas derrotaron a la nobleza en la segunda batalla de Olmedo (1467), pero Enrique IV no quiso explotar su victoria y se enajenó el apoyo de los Mendoza. En un clima de desorden -revuelta de los "irmandiños" en Galicia (1467)-, la muerte del infante Alfonso en 1468 transformó el panorama. Los rebeldes quedaron deslegitimados, por lo que ofrecieron el trono a la infanta Isabel, nueva candidata de la nobleza aunque no dispuesta a dejarse manejar por los nobles. La cuestión sucesoria fue solucionada finalmente en el tratado de los Toros de Guisando (septiembre-1468): la infanta Isabel era considerada la única heredera a costa de los derechos de la infanta Juana, a la que no se reconocía como bastarda. Juan Pacheco había conseguido la herencia para su representante, pero ahora hacía falta un marido conveniente para sus intereses. Los candidatos eran el pronobiliario y anciano Alfonso V de Portugal, el duque de Guyena, hermano de Luis XI, y el infante Fernando, hijo de Juan II de Aragón. Este último necesitaba a Castilla para liquidar la guerra civil catalana y supo convencer a Isabel gracias a los rescoldos del antiguo partido aragonés (Manrique, Enríquez). En octubre de 1469 se celebró el matrimonio semiclandestino de Isabel y Fernando, lo que modificó totalmente el juego de alianzas. Enrique IV y la liga nobiliaria que le dominaba se desligaron de lo acordado en Guisando y proclamó la legitimidad de Juana, mientras que los Mendoza pasaron al bando de Isabel, que explotó la propaganda que deslegitimaba a Juana la Beltraneja.

El enfrentamiento sucesorio se hizo inevitable. Isabel sintetizó los intereses del antiguo partido de los Infantes de Aragón y las directrices autoritarias de Álvaro de Luna, proponiendo a la alta nobleza la sujeción a una autoridad monárquica superior a cambio del mantenimiento de su preeminencia social y económica y de sus aspiraciones de poder dentro de ese marco. También las ciudades apoyaron a los infantes confiando en el apoyo de la monarquía a sus reivindicaciones. Los infantes fueron respaldados por el papa valenciano Alejandro VI -el papa Borja- y por Aragón. En este contexto de acumulación de fuerzas murieron Juan Pacheco y Enrique IV (1474), iniciándose la Guerra de Sucesión entre 1474-1479. A la muerte de su hermano, Isabel I (1474-1504) se proclamó reina, desatándose una nueva guerra civil de dimensiones internacionales. Los derechos de Juana fueron apoyados por la liga nobiliaria acaudillada por Juan Pacheco y el arzobispo Carrillo con respaldo de Luis XI (enemigo de Juan II), los Lancaster y Alfonso V de Portugal, casado con Juana (1475) y temeroso del potente bloque castellano-aragonés. Isabel y Fernando, delimitado su poder en la "Sentencia de Segovia" (1475), fueron apoyados por parte de la nobleza (Mendoza, Alba...), Aragón, Borgoña y los York. A los tres años de lucha la guerra quedó decantada a favor de Isabel I tras la retirada de Luis XI (1478), la derrota de Alfonso V en la batalla de Toro (marzo-1476) y las graves pérdidas portuguesas en el Atlántico sur.

El contencioso con Portugal fue resuelto en el tratado de Alcaçovas (1479), por el que Isabel I fue reconocida como reina de Castilla y Juana quedó marginada de sus derechos -ingresó en un convento en 1480-. La primogénita castellana Isabel casó con el heredero portugués Alfonso. Además, Castilla retuvo las Canarias y Portugal se garantizó con éxito el estratégico monopolio comercial al sur del Cabo Bogador. La muerte de Juan II de Aragón (1479) convirtió al esposo de Isabel I en Fernando II de Aragón (1479-1516), lo que reforzó la unidad personal de los reinos y el autoritarismo regio ejercido hasta entonces. Respecto al Reino de Aragón Juan II, monarca capaz, experto y autoritario, tuvo que enfrentarse al envenenado legado catalán de su hermano Alfonso V, complicado por la disputa con su hijo Carlos de Viana y por los conflictos en Castilla. Entre 1458-1462 se desarrollan los preludios del enfrentamiento. Juan II comenzó perdonando a su hijo, pero en 1460 le apresó de nuevo en Lérida acusado falsamente de negociar con Castilla. En una Cataluña muy agitada, esta imprudente decisión permitió a la Diputación aglutinar a los catalanes en torno al heredero y justificar la rebelión contra el rey "no para destronarlo sino para imponerle sus puntos de vista, es decir, las ideas de los privilegiados sobre la organización socio-económica de Cataluña". La Diputación formó un "Consell representant lo Principat de Catalunya" que exigió al rey la libertad del heredero y su reconocimiento.

El autoritario Juan II se negó y el Consell le declaró la guerra en conjunción con Castilla y los beamonteses navarros. Ante esta alianza el rey tuvo que aceptar las condiciones exigidas en la "Capitulación de Vilafranca del Penedés" (1461), es decir, su alejamiento de Cataluña y la instauración del gobierno oligárquico del Consell presidido por Carlos de Viana como "llochtinent". Al morir éste en 1461 fue reemplazado por su hermano Fernando bajo la tutela de su madre Juana Enríquez. En Barcelona la "Biga" fortaleció sus posiciones entre 1461-1462, lo que se tradujo en la expulsión y persecución de "remensas" y "buscaires", que buscaron amparo en la reina. Mientras los payeses se levantaban en armas, la aproximación del rey a "remensas" y "buscaires" provocó la guerra civil de Cataluña entre 1462-1472. Los orígenes de la guerra se sitúan en el agravamiento de los antiguos problemas de los payeses de remensa y en la lucha entre Biga y Busca, manifestaciones de la pugna entre autoritarismo monárquico y pactismo como formas de gobierno de Cataluña. El conflicto civil polarizó el Principado: de un lado, el patriciado urbano -Biga- y la baja nobleza, aspirantes a gobernar con una presencia real mínima mediante las Cortes y la Generalitat (pactismo); de otro, la alta nobleza, el clero, buena parte de los payeses de remensa y los menestrales y artesanos urbanos -Busca-, quienes veían solución a sus reivindicaciones en el poder regio. La guerra se internacionalizó rápidamente.

Contra los rebeldes catalanes Juan II buscó la ayuda de Luis XI y frente a los beamonteses navarros desheredó a su hija Blanca y dio el reino a Gastón IV de Foix, marido de su hija menor Leonor, apoyado por agramonteses y franceses. La Diputación reprimió a remensas y buscaires y buscó ayudas exteriores contra la presión francesa y la neutralidad o el apoyo al rey de Valencia, Aragón y Mallorca. Los rebeldes catalanes ofrecieron el Principado a Enrique IV de Castilla, en condiciones de derrotar a Juan II, a cambio de respetar los "Usatges" y las Capitulaciones. El rey aceptó el trono y envió tropas castellanas a Cataluña, pero Juan II neutralizó esta ayuda en connivencia con el marqués de Villena y Luis XI, que falló en su contra en la Sentencia de Bayona (1463). La Diputación perdió su aliado y los beamonteses debieron someterse. A cambio de su colaboración, Juan II cedió a Luis XI los condados de Rosellón y Cerdaña (1462-1463). Los rebeldes ofrecieron entonces el Principado al condestable Pedro de Portugal, quien, aun sin posibilidades de éxito, murió combatiendo en la guerra (1466). Pese a los victorias realistas y las deserciones en el Consell, los radicales de la Generalitat eligieron a Renato de Anjou, respaldado por Luis XI, lo que modificó totalmente las alianzas. Contra su antiguo aliado francés, Juan II se alió con Borgoña e Inglaterra, prefigurando la política de contrapeso a Francia que continuarían los Reyes Católicos.

En esta coyuntura, el peso de Castilla era decisivo para el final del conflicto, por lo que Juan II se garantizó su colaboración ofreciendo el matrimonio de su hijo Fernando tanto a la hija de Juan Pacheco, verdadero dueño de Castilla, como a la infanta Isabel, heredera del reino tras los tratados de Guisando (1468). En 1469 las maniobras del catalano-aragonés fructificaron en el matrimonio de Isabel y Fernando. Asegurada la alianza castellana, Juan II se afianzó en Navarra. Allí Gastón de Foix y Leonor, lugartenientes y herederos, estaban enfrentados al monarca con apoyo francés y beamontés. Al morir el heredero de ambos (1470), Juan II aceptó la regencia de Leonor, que se prolongó en un contexto de guerra civil hasta la muerte del rey (1479). Sin apoyo exterior, casi el único que mantenía la lucha (1470), la revuelta catalana fue sofocada (1472). Por la Capitulación de Pedralbes (1472) Juan II pacificó Cataluña con una amnistía general y el retorno a la situación de 1462. La guerra civil arruinó el Principado, agravando la crisis económica que arrastraba desde el siglo XIV: "La guerra de 1462-1472 apartó a Cataluña del papel activo que pudo haber desempeñado en la España de los Reyes Católicos y de los Austrias -para pérdida de Cataluña como de España en general, hasta los tiempos modernos- (J. N. Hillgarth). Desde 1472 Juan II sostuvo a Fernando e Isabel I en la guerra sucesoria de Castilla. El monarca dejó abiertos el problema remensa y la ocupación francesa de Rosellón y Cerdaña, asuntos resueltos por Fernando el Católico en la Sentencia arbitral de Guadalupe (1486) -tras la segunda guerra remensa (1484-1485)- y en el Tratado de Barcelona (1493).

En cuanto a Navarra, la regente Leonor murió al tiempo que su padre Juan II y el reino pasó a su nieto Francisco Febo (1479-1483), apoyado por los agramonteses. Los beamonteses se situaron entonces tras Fernando el Católico, artífice de un protectorado militar castellano sobre Navarra para evitar una posible intervención francesa. Francisco fue sucedido por su hermana Catalina (1483-1512), casada con el francés Juan de Albret en 1494. Su minoría y la guerra civil permanente acentuaron la influencia castellana. En el contexto de las Guerras de Italia, los reyes navarros parecieron inclinarse hacia Francia. Fernando el Católico aprovechó entonces la acusación de cismáticos que pesaba sobre los franco-agramonteses para ocupar Navarra con apoyo de los beamonteses (1512). En 1515 Navarra fue anexionada a Castilla "guardando los fueros e costumbres del dicho regno", que seguirían vigentes hasta el siglo XIX. En Portugal, tras derrotar al regente Pedro de Coimbra, Alfonso V (1438-1481) gobernó en solitario siguiendo las directrices nobiliarias marcadas por los infantes Enrique el Navegante y Alfonso, conde de Barcelos y duque de Braganza. La política atlántica proburguesa del condestable fue reorientada hacia el Magreb por la alta nobleza terrateniente que dirigía Alfonso de Braganza -conquistas de Alcácer Seguer (1458), Arcila y Tánger (1471)-. Entre 1449 y 1460 el Navegante lideró la expansión conquistadora frente a la mercantil, aunque nobles, burgueses y Corona prosiguieron la vía marítima al calor de la favorable coyuntura económica europea, dando a la monarquía portuguesa una peculiar condición empresarial.

Estas operaciones quedaron detenidas cuando Alfonso V intervino en la crisis de Castilla. El monarca fue candidato a la mano de la infanta Isabel, pero desde 1469 apoyó a la nobleza castellana partidaria de Juana la Beltraneja, con la que casó en 1475. Derrotado en la guerra, acordó con los Reyes Católicos el tratado de Alcaçovas (1479), donde se fijaron las futuras líneas de expansión portuguesa ante la creciente presión de la marina andaluza: las islas Canarias quedaron para Castilla y las Azores, Madeira y la costa surafricana bajo la órbita portuguesa. La inclinación pronobiliaria de Alfonso V no fue seguida por su hijo Juan II (1481-1495), monarca enérgico cuyo gobierno ha sido comparado al de los Reyes Católicos. Con los beneficios de la expansión africana, Juan II impuso su autoridad sobre la nobleza. La última rebelión nobiliaria, dirigida por los duques de Braganza y Viseo, fue reprimida duramente en 1484. La monarquía gobernó desde entonces con el apoyo de la baja nobleza y de las burguesías atlánticas. El reforzamiento de la autoridad real, el sometimiento de la nobleza y la paz con Castilla impulsaron de nuevo la expansión atlántica portuguesa, que culminó durante este reinado: exploración de Angola y el río Zaire (1482-83); Bartolomé Dias dobla el cabo de Buena Esperanza (1488); se acelera la carrera hacia la India tras los viajes de Colón (1492); reparto del Atlántico en el tratado de Tordesillas (1494) con los Reyes Católicos; llegada de Vasco de Gama a la India (1498); arribada de Pedro Alvares Cabral a Brasil (1500).

Juan II convirtió el comercio atlántico portugués en monopolio de la Corona, que lo dirigió y estimuló desde la "Casa da Mina" (1482) y la "Casa da India" (1492), precedentes de la Casa de Contratación de Sevilla (1503). La expansión marítima portuguesa permitió el acceso a nuevos mercados y recursos exóticos y ricos con la consiguiente reactivación del comercio europeo, pero también la aparición de una nueva perspectiva del mundo imprescindible en el camino hacia los posteriores descubrimientos españoles iniciados en 1492. El reino de Granada experimentó en esta etapa una efímera recuperación para caer enseguida en nuevas luchas sucesorias bajo la creciente presión de Castilla. Tras numerosas luchas internas, Muhammad IX el Zurdo recuperó el trono en 1453. Durante su última etapa de gobierno alternó el poder con Sa'd (1454-1462) y tuvo afrontar la guerra de desgaste de Enrique IV (1455-1457) y las conquistas castellanas de Archidona y Gibraltar (1462). Este año Muhammad IX fue destronado por el breve Yusuf V (1462), sucedido por su hijo Abul-Hasán Alí o Muley Hacen (1464-85) con ayuda de los Abencerrajes. Muley Hacen se impuso a sus aliados y a su hermano Muhammad ibn Sa'd (el Zagal) e inició un paréntesis de paz y prosperidad al calor del apoyo de sus súbditos y de la guerra civil de Castilla. Sin embargo, el final de la crisis castellana coincidió con la decadencia de Muley Hacen, preludio del fin. En las Cortes de Toledo (1480) los Reyes Católicos decidieron reiniciar la guerra contra Granada siguiendo la vieja pauta de Fernando de Antequera, Álvaro de Luna y Enrique IV.

La empresa, de características tanto medievales como modernas, tuvo causas religiosas (fue una Cruzada teñida de mesianismo), políticas (ocupar a la nobleza, aunar a Castilla y Aragón en una empresa común) y económicas (golpear el comercio genovés, fácilitar la navegación en el Estrecho...). La conquista de Granada (1480-1492), planteada como una guerra de desgaste, fue desde el primer momento la empresa prioritaria de los reyes, que estrangularon económicamente al emirato y se beneficiaron de la constante guerra civil por el trono entre Muley Hacen (hasta 1485), su hermano El Zagal (hasta 1489) y su hijo Muhammad XII llamado Boabdil (1482-1492). Las campañas contra Granada comenzaron con la toma de Alhama en respuesta a la conquista nazarí de Zahara (1482). Hasta 1485 los Reyes Católicos explotaron la rebelión de Boabdil y los Abencerrajes y ocuparon Álora y Setenil (1484). A la muerte de Muley Hacen (1485), los cristianos conquistaron la región occidental del reino (Ronda, Loja, Illora). Se produjo entonces la usurpación de El Zagal, que fue derrotado por Boabdil con ayuda castellana. En 1487 las tropas cristianas conquistaron Málaga tras un duro asedio. En los dos años siguientes los castellano-aragoneses ocuparon la zona oriental del emirato (Vera, Mojácar, Níjar, Vélez Blanco y Vélez Rubio, Tabernas, Purchena; Guadix, Almería), destacando la conquista de Baza, la campaña más aura de toda la guerra. El Zagal se retiró entonces de la guerra (1489) y Boabdil quedó reducido a Granada, la Vega y las Alpujarras.

En situación agónica la población de la capital se negó a rendirse, mientras los Reyes Católicos construyeron el campamento de Santa Fe como símbolo de su determinación. Tras llegar a un acuerdo con Boabdil, los cristianos entraron en Granada el 2 de enero de 1492. La población mudéjar conservó vidas, religión y posesiones, pero desde 1500 debió optar entre la conversión o el exilio, convirtiéndose en la minoría morisca presente en la Península hasta el siglo XVII. Con la conquista de Granada los Reyes Católicos pusieron fin a ocho siglos de dominio político musulmán en la Península, concluyendo el proceso secular que se conoce como Reconquista, definidor en gran medida de la evolución política, económica, social y cultural de los reinos ibéricos durante toda la Edad Media. La unión personal de las Coronas de Castilla y Aragón fue obra de las hábiles maniobras de Juan II de Aragón. Aunque tenía un precedente en la unidad dinástica de ambas coronas en manos de los Trastámara desde el Compromiso de Caspe (1412), la unidad castellano-aragonesa de los Reyes Católicos fue consecuencia de la coyuntura política especifica de la Península Ibérica entre 1460 y 1480. Esta unión personal estuvo muy lejos de formar una entidad política centralizada o una "unidad nacional española, y debe considerarse el comienzo de una fase de unificación histórica... dirigida desde y por Castilla, el reino más importante y con mayores recursos humanos y económicos.

.., cuya suerte dependerá del juego de fuerzas existentes, de la voluntad de quienes en adelante integren el nuevo Estado y de la habilidad de sus dirigentes" (J. L. Martín). En la fortuna de esta marcha hacia la unidad pudieron tener una mayor o menor influencia factores ideológico-historiográfico-políticos como la idea medieval de España -común a todos los hispano-cristianos pero asumida políticamente por Castilla como heredera de la idea imperial leonesa y, más tarde, como potencia hegemónica peninsular- o "la definición del ámbito español como unidad política por la dinastía Trastámara" (M. A. Ladero). Pero fue la comunidad de intereses y enemigos de la monarquía hispánica desde finales del siglo XV lo que permite decir que "tal unión dio paso en la Historia a la España moderna" (J. Vicens). Los Reyes Católicos dieron el impulso definitivo a la construcción de la monarquía moderna en Castilla y Aragón. Tras pacificar sus reinos, impusieron la autoridad regia a partir de las líneas políticas heredadas de sus antepasados y de los aparatos estatales de Castilla (en mayor medida), y sobre una estructura socio-económica apenas modificada. Con ello sentaron las bases del futuro absolutismo real. Como forma de consolidar la hegemonía regia y para desviar el potencial bélico hasta entonces empleado en guerras civiles, los Reyes Católicos abordaron una amplia política exterior. Después de iniciar una nueva etapa de alianza con Portugal (1479), la monarquía se volcó en la empresa conquistadora de Granada (1482-1492), culminación de la Reconquista y laboratorio del que surgirá la poderosa maquina bélica de la monarquía hispánica.

El año 1492 no sólo vio la definitiva desaparición del Islam andalusí. También entonces los reyes procedieron a la expulsión de los judíos de Castilla y Aragón (31-marzo-1492), consecuencia de la política de homogeneización religiosa derivada de un ambiente social radicalizado y un autoritarismo monárquico que exigía la uniformización político-religiosa. La precaria situación de la población musulmana de Granada desde 1500 respondió a la misma presión social, religiosa y política. Por último, en 1492 la monarquía hispánica alcanzó una nueva dimensión transoceánica cuando el viaje de Cristóbal Colón incorporó el continente americano a la historia de España y de Europa. Desde el trascendente 1492 la monarquía de los Reyes Católicos, heredera de la política exterior de Juan II de Aragón, se erigió en el rival europeo de la poderosa Francia, con quien disputara en Italia la hegemonía en Europa. Consecuencia imprevista de esta pugna contra Francia será la gran herencia de Carlos V, nieto de Fernando e Isabel. La muerte de la reina Católica abrió un agitado periodo conocido como "Época de las regencia"s (1504-1516). Durante estos años la unidad castellano-aragonesa pasará de la crisis a la consolidación de la mano de Fernando el Católico y el cardenal Cisneros, protagonistas de las campanas españolas en el norte de África (1497-1510). Con la incorporación a Castilla del reino de Navarra (1512), la monarquía hispánica alcanzó los perfiles propios de la España moderna.

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