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Los trabajos que ejercieron las mujeres en la España Moderna podrían clasificarse según el estamento al que pertenecían, el lugar de sus actividades e, incluso, la zona geográfica en que se realizaban. En el estamento noble, las mujeres tuvieron que trabajar en el mantenimiento del rango social familiar. En este terreno cumplían un papel fundamental. Se les exigía un tipo de ocupaciones consistentes en rodear al marido de los signos externos correspondientes a su categoría, que le permitieran mantenerla y aspirar a ascender. Aquí habría que incluir las reuniones y fiestas de sociedad, el propio arreglo personal a la última moda, cuyo refinamiento existía una dedicación que suponía una auténtica esclavitud. El servicio actuaba bajo la dirección de la señora de la casa. El mantenimiento de relaciones sociales y de las etiquetas también lo decidía el ama de casa. Tal importancia tenía para los hombres de la nobleza la ocupación de sus mujeres que incluso el trabajo maternal era abandonado en otras manos: ayas, criadas y monjas en el caso de las niñas. Las relaciones de las madres con sus hijos e hijas eran a veces muy distanciadas, preocupándose fundamentalmente de supervisar y dirigir. No existía la costumbre de que las madres de la aristocracia amamantasen a sus propios hijos. A las mujeres de la incipiente burguesía, para cuyos maridos el porvenir no dependía del éxito obtenido en los salones y en la corte, sino del desarrollo y prosperidad de sus empresas, también se les exigía atención a su cuidado personal, a los cambios de la moda y a las relaciones sociales, pero esto quedaba relegado a un plano secundario y su dedicación maternal era total, amamantando y cuidando a sus hijos e hijas, enseñándoles y educándoles personalmente desde el nacimiento. Todas estas damas y señoras se ocupaban, sobre todo, de las labores domésticas, recayendo sobre ellas la responsabilidad y llevando la dirección de su casa. El trabajo directo de las labores domésticas era realizado por criadas y criados a quienes la señora supervisaba. A pesar de su envidiable situación, si la mujer estaba casada, necesitaba la autorización de su marido para celebrar cualquier contrato, presentarse a juicio, etc. No podía realizar ningún trabajo fuera de la casa que no le fuera autorizado expresamente por él. Y aunque los bienes del matrimonio se consideraban como gananciales, las mujeres no ejercían ningún control sobre ningún tipo de bienes, pues no podían establecer ningún tipo de relación jurídica sin autorización del marido. Gráfico En cuanto al lugar de las actividades, las sociedades del Antiguo Régimen fueron muy rurales. En el campo, muchas mujeres ejercieron como campesinas y labradoras participando de forma activa en el mercado de trabajo temporal que anualmente había. La recolección del fruto del olivar fue trabajada fundamentalmente por mano de obra femenina. Se las denominaba cogedoras y era prácticamente de todas las edades y era frecuente encontrar niñas, aunque la legislación exigía que fuera "de 15 años arriba y 60 abajo". La modalidad de contratación variaba según los casos. En un 70 % los contratos eran suscritos conjuntamente por el marido y la mujer, y de ser soltera, era suscrito por el padre. Solamente en caso de viudedad eran las mujeres las que suscribían el contrato personalmente y, en casos excepcionales, las casadas que podían demostrar la ausencia del marido. La fecha de contratación no se limitaba a unos meses concretos, de hecho se encuentran contratos datados en cualquier momento del año, aunque eran más abundantes los suscritos en el período de la recolección, los meses de septiembre, octubre y noviembre. Los jornaleros percibían como salario un 25 % más que las jornaleras. En el siglo XVIII, el Catastro de Ensenada recogía casos de viudas que iban al campo a labrar, que trabajaban como pastoras asalariadas o como zagalas, sobre todo, de ganado mayor y porcino, y que aparecen como propietarias. Al dar la cifra de labradores se advierte que no se incluyen en este oficio a las mujeres que lo ejercen, lo que indica que había mujeres labradoras que no constituían un hecho aislado En el marco de la ciudad existían muchas modalidades de trabajos que ejercían las mujeres: Muy numerosas eran las compradoras y vendedoras, dado que la compra era efectuada mayormente por mujeres. Para proveerse de lo necesario, debían recorrer casi a diario buena parte de la ciudad, ya que cada producto se vendía en sitios muy distantes: el pescado, las hortalizas, el aceite, etc. Las ordenanzas municipales aparecen llenas de citas de mujeres vendedoras y revendedoras de los más diversos productos. También en las ciudades un gran número de mujeres ejercía como sirvientas y niñeras. La mayoría estaban sujetas por un contrato destinado a evitar que dejaran al amo antes del tiempo por el que habían sido contratadas. Los contratos de menores podían durar hasta diez años y eran suscritos por el padre. Las esposas e hijas de los artesanos colaboraban en el trabajo del gremio o corporación a la que se dedicaba el padre de familia. Las más numerosas eran las de los panaderos y tahoneros. Todas ellas colaboraban en el horno y en la tahona en las tareas más diversas: pesar la harina, amasar, hornear, vender el pan... Solamente podían trabajar las mujeres de la familia, nunca asalariadas. Además, existieron muchas mujeres incorporadas en las distintas tareas de la industria textil. Las viudas tejedoras de lana podían dedicarse a esta actividad cuando tenía un hijo mayor de doce años que quisiera ser tejedor. También hubo mujeres que ejercían una profesión propia. Las principales eran aquellas que participaban en los procesos de manufactura de telas de lana, lino y seda. La mujer era casi siempre la que hilaba, tanto la lana como las fibras vegetales; las hilanderas trabajaban en sus propias casas compartiendo este menester con las tareas domésticas; en muchas casas aparecen ruecas y devanaderas (Armazón de cañas que servía para que las madejas del hilado, pudieran devanarse con facilidad) En los demás procesos de fabricación de las telas había mujeres cardando lana, peinadoras de diversas fibras y urdidoras, también devanaderas. En cambio en los últimos procesos, es decir, en el tejido y acabado, apenas se constatan mujeres. También residían en las ciudades lavanderas, actrices y traperas. En el siglo XVIII, la artesanía adquirió un gran protagonismo. Por mandato del rey Carlos III, en 1779 y 1784 se autorizó a las mujeres para que realizasen cualquier trabajo que conviniese a la fuerza física y a la modestia de su sexo, a despecho de todas las reglas contrarias de los gremios. Las Sociedades de Amigos del País cumplieron en esto un papel importante. En 1776, la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid creó cuatro escuelas gratuitas que funcionaron en las cuatro principales parroquias de Madrid: San Ginés, San Sebastián, San Martín y San Andrés. Recibieron el nombre de Escuelas Patrióticas, pero en realidad eran escuelas profesionales de hilados. Otras Sociedades Económicas siguieron el ejemplo de la de Madrid, y se crearon diversas Juntas de Damas, que entre otras cosas llevaban la dirección de la enseñanza de las niñas en escuelas de este tipo. En la manufactura las condiciones de trabajo de las mujeres eran nefastas. Sus salarios eran muy inferiores a los de los hombres, los cuales ya eran bastante bajos. Además, su trabajo era considerado como un complemento del de ellos. En la Rioja, había lugares en que los hombres consideraban con mucha aversión los oficios relacionados con el tejido de paños y telas, hasta el punto de que sólo los ejercían las mujeres. (Vid. ANES, Gonzalo: El Antiguo Régimen. Los Borbones) Muchos oficios relacionados con las manufacturas textiles estaban socialmente descalificados en muchas provincias de España, y era precisamente en estas industrias donde trabajaban un número de mujeres mayor. En realidad, como dice María Victoria López-Cordón, las mujeres contaban en estas tareas con una tradición muy antigua. La rueca y el huso eran instrumentos considerados femeninos, y la industria textil ocupaba a un gran número de mujeres, que trabajaban en sus casas como9 hilanderas, con tornos de madera, realizando una labor "a domicilio" que hacían compatible con las labores domésticas, proporcionándoles así unos ingresos que permitían subsistir a las familias campesinas Los ilustrados como Campomanes o Jovellanos, vieron en las mujeres la clave para desarrollar la "industria popular", y no regatearon medios propagandísticos para dirigir a las esposas e hijas de los agricultores hacia estas actividades. Al mismo tiempo, las fábricas reales establecieron una extensa red de escuelas de linaza, que empleaban preferentemente mano de obra infantil o femenina. Contaron un una buena proporción de maestras y empelaron a mujeres en tareas que requerían poco esfuerzo físico. Era muy frecuente que familias enteras trabajaran en la misma actividad: el padre como maestro tejedor o tendidor, la madre y los hijos e hijas pequeñas como hilanderas, despinzadoras o canilleras. Los horarios eran de diez a doce horas según la estación pero siempre trabajando a destajo. Los salarios de las mujeres eran muy inferiores a los de los hombres. Según los censos, la actividad que ocupaba a mayor número de mujeres fuera de su propio hogar era el servicio doméstico. Existía una jerarquía de funciones muy marcada que dependía de la especialización, los años y el trato directo con los amos y amas. En la prensa del siglo XVIII, viudas y mujeres de mediana edad se anunciaban ofreciendo alguna preparación para determinadas tareas, como peluquería, costura, etc. Las cocineras eran muy apreciadas, espacialmente las vascas, las criadas no eran siempre pagadas con un salario, sino que los primeros años recibían sólo el alojamiento y la manutención. La situación de las criadas de la nobleza era privilegiada en comparación con las de algunos sectores de las clases medias. También en el siglo XVIII, existió otra ocupación a la que se dedicaron las mujeres: la enseñanza como maestras. El censo de 1797 arroja un número de 2.575. Para ser maestra hacía falta que la candidata se examinase de doctrina, y se hacía un informe sobre su vida y costumbres. No se le exigía ningún otro tipo de conocimientos y sólo podía dar clase a niñas. En 1783, una Real Cédula establecía escuelas gratuitas en Madrid para niñas, y exigía a las maestras que enseñasen a leer a las muchachas que quisieran aprender y, por lo tanto, las maestras debían ser examinadas en este terreno. La otra especialidad, además de las maestras era la de comadronas y parteras, un oficio tradicional de la mujer, que acudía a atender los partos. Hasta comienzos del siglo XVIII el Arte de Partear fue una actividad exclusivamente femenina. Desde la realeza al pueblo llano, todas "las mujeres preñadas y paridas, en sus necesidades y para las criaturas, a las comadres antes que a los médicos piden consejo". Esta costumbre, justificada por la necesidad de defender la honestidad de las mujeres, contaba con el beneplácito y quién sabe si el desinterés de los médicos, para quienes "el oficio de comadres es ciencia o arte para obrar de sus propias manos". Pero en el XVIII los cirujanos convirtieron la partería en un saber quirúrgico y avanzaron considerablemente en el monopolio de la práctica, a pesar de la competencia, todavía importante, de las matronas. En 1750 se estableció la obligatoriedad de pasar un examen ante el Tribunal de Protomedicato para ejercer este oficio, y se reguló el procedimiento para dar a los cirujanos el título de parteros. Pero las parteras continuaron confiando, sobre todo, en los conocimientos adquiridos en la práctica. Por ello, a partir de entonces, los cirujanos-comadrones asistían principalmente a las mujeres cercanas a la Corte y a las que residían en las grandes ciudades, mientras que las matronas se ocupaban sobre todo de las del pueblo llano, distribución estamental que se iría modificando en los siglos posteriores. En el siglo XVIII, ser nodriza fue una ocupación de muchas mujeres que se dedicaban a amantar no sólo a la prole de la nobleza sino a otras criaturas por diversas causas, orfandad, enfermedad de la madre, y algunas eran empleadas en los orfanatos. Eran muchas las viudas y madres solteras que recurrían a esta posibilidad de obtener algunos ingresos. Las mujeres que tenían marido y prole buscaban algún bebé a quien alimentar en su propia casa. Las solteras o las que podían dejar a sus hijos e hijas al cargo de otra persona, se trasladaban al domicilio en el que se habían empleado como nodriza. Las ofertas eran numerosísimas y en la prensa del siglo XVIII aparecen frecuentes anuncios. En el norte de España, las mujeres se ocuparon también de algunos trabajos con características peculiares. Mientras que no se encuentran datos de trabajo de mujeres en las ferrerías, sí en las minas, donde se ocupaban de diversas tareas, entre ellas, cargar el mineral que transportaban sobre la cabeza. También se empleaban como bateleras, es decir, se ocupaban de trasladar por el mar o los ríos a quien necesitase este medio de locomoción, utilizando para ello pequeños botes de remos que ellas mismas manejaban. También en el norte era frecuente la vendedora de pescado, comúnmente denominada sardinera. Las sardineras competían unas con otras, para abastecer a los pueblos vascos. Recorrían las calles anunciando su mercancía, y vendían la libra de merluza a medio real y la docena de sardinas a un cuarto de real, más o menos. Casi todos los días, las pescadoras de San Sebastián llevaban el pescado andando hasta Tolosa (25 Km.) y lo hacían descalzas. De esta forma se abastecían pueblos del interior como Azpeitia, Azcoitia, Vergara y otros, por pescadoras de pueblos de Guipúzcoa y de Vizcaya. Asimismo existieron muchas cargueras que se ocupaban de cargar y descargar los barcos que llegaban al puerto de Bilbao, y trasladaban fardos increíblemente voluminosos sobre su cabeza. La gacetera de De la Cruz, sentada con los ojos entornados, al menos el que se ve, la cabeza levemente de lado y un palo en la mano, es una ciega. (116)
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Los doce dioses principales de la religión griega, los Doce Dioses del Olimpo, eran llamados así porque se creía que vivían al modo de los antiguos jefes griegos, en un palacio situado en la cima del Monte Olimpo, el monte más alto de Grecia. Cada uno de ellos representaba una fuerza de la naturaleza o una idea, teniendo sus propios atributos. Estos dioses fueron después venerados por los romanos con otro nombre, e incluso con otras características. Los doce dioses olímpicos son: Zeus.- "Padre de dioses y hombres", divinidad del rayo y de la tormenta. Hijo de Rea y Cronos, al que destrona en las luchas por la soberanía olímpica. Vence a los Titanes y al monstruo Tifón. Es esposo de Hera y padre de Hefesto, el dios cojo del fuego, y de Ares, el dios de la guerra. Da a luz a Atenea, que nace de su cabeza. Sus amores con diosas y mortales serán habituales, teniendo un buen número de descendientes. Atenea.- Es la diosa de Atenas. Hija de Metis y Zeus, es representada armada con casco, lanza y una piel de cabra bordeada por serpientes. Es la diosa de la inteligencia. Afrodita.- Divinidad de origen oriental del amor y la fecundidad. Nació en las olas del mar por efecto de la castración de Urano. Casó con Efesto y amó en adulterio a Ares. Se unió en el lecho con un mortal, el troyano Anquises. Apolo.- Hijo de Zeus y Leto, que le dio a luz en la isla de Delos, junto a su hermana Artemis. En Delfos poseyó el oráculo más famoso de la antigüedad. Dios de la adivinación y la música, tocaba la cítara acompañado por las Musas. Hera.- Esposa de Zeus, es la diosa protectora del matrimonio y de la dignidad femenina, aunque tendrá que enfrentarse a las numerosas infidelidades de su marido. Poseidón.- Dios del mar y de las aguas, sucesor de Proteo en este importante cargo. Era hermano de Zeus y padre del cíclope Polifemo, siendo el tridente su emblema característico. Artemisa.- Diosa de la caza, los bosques y la castidad. Personificaba a la Luna y era la hermana de Apolo. Hefesto.- Dios del fuego, protector de la industria y creador de las joyas de los dioses y las armaduras de los héroes. A pesar de ser cojo y contrahecho, casó con Afrodita, descubriendo su infidelidad con Ares gracias a Apolo. Ares. Dios de la guerra. Hijo de Zeus y Hera y amante de Afrodita. Se le representa con casco y escudo. Hermes.- Es el mensajero de los dioses y el dios del comercio. Siempre aparece representado con alas en los pies y el caduceo en la mano. Hades.- Dios de la muerte y de los infiernos, hijo de Cronos y de Rea. Para llegar a su reino se debía cruzar la laguna Estigia, siendo el barquero Caronte el encargado de llevar a las lamas de un lado al otro, cobrando un óbolo. Esta es la razón por la que los muertos eran enterrados con una moneda en la boca. Hestia.- Diosa protectora del hogar, su emblema era el fuego sagrado que nunca debía extinguirse, ocupando el último asiento del lado de las diosas. Era la más pacífica de los doce dioses del Olimpo. Sin embargo, Zeus incorporó al Consejo a Dionisos, como premio por haber inventado el vino y Hestia tuvo que ceder su puesto para no ser trece, una situación que dejaba a las diosas en minoría a la hora de votar. Dionisos.- Hijo de Zeus y Semele, también llamado Baco. Era el dios de la vegetación y del vino. En la playa de Naxos descubrió y amó a Ariadna, la hija de Minos, abandonada por Teseo.
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Los ataques de la Ilustración no fueron los únicos a los que tuvo que hacer frente la Iglesia católica en sus territorios; además hubo de soportar el de los déspotas ilustrados y el desafío de la división interna. Nacieron así tres temas característicos de la historia europea durante la centuria: regalismo, jansenismo y disolución de los jesuitas. Las relaciones Iglesia/Estado en el siglo XVIII puede decirse que fueron las de dos poderes temporales, con características universalizadoras, que mutuamente se necesitan para existir, pero que pugnan por un tema de supremacía. Ello dará origen a múltiples tensiones en las que los aspectos doctrinales nunca están presentes, al contrario de lo que hemos visto sucedía en los movimientos del apartado anterior. Tal ausencia es importante subrayarla, pues nos permite comprender por qué, en la mayor parte de los casos, la religiosidad personal de los reyes no es óbice para que decreten o refrenden medidas que pueden llegar hasta la suspensión temporal de la obediencia a Roma. La idea medieval de la sociedad civil al servicio de los fines de la sociedad religiosa no sólo quedaba lejana, sino que la inversión producida en sus términos hace que ahora el tema central, origen de las fricciones, sea el control del Estado sobre la Iglesia dentro de sus territorios. En realidad, la cuestión no era nueva; tampoco los derechos concretos reivindicados por las autoridades laicas. Las novedades hay que buscarlas en la forma en que se plantean, determinadas por la naturaleza de la Monarquía ilustrada, y los apoyos que reciben sus promotores. Cuentan a su favor con la debilidad del Papado durante el período y las reacciones nacionales adversas que provoca el creciente desprestigio de la curia romana. Desprestigio que será elemento decisivo en la cooperación que gran parte del clero ofrece a los reformadores en este terreno. También juegan a su favor: la secularización ideológica que promueve el pensamiento ilustrado y la difusión de escritos defendiendo su postura no sólo con argumentos filosóficos sino también, con otros tradicionales eclesiásticos. En estas obras encontrarán los monarcas el apoyo teórico que precisaban para justificar unas medidas dictadas más por razones de oportunidad política. Tal sucede con De status ecclesiae et legítima potestate romani pontificis, aparecida en 1763 y que para algunos es un trasunto de la política anticlerical desarrollada por el canciller austríaco Kaunitz. Su autor fue el coadjutor del obispo de Tréveris, Nicolás von Hontheim (1701-1790), más conocido por el seudónimo de Febronius. A lo largo de sus páginas no se limita sólo a defender abiertamente el derecho de los príncipes a intervenir en la organización externa de sus Iglesias, sino que llega a justificar todas las medidas adoptadas contra la curia romana, incluyendo la ruptura temporal de la obediencia a Roma cuando se trate de temas humanos. La desobediencia en este caso, dice, no es a la Sede, cosa condenable, sino a su ocupante. Además, sólo reconoce a la primacía del Papa un carácter honorífico y limita la infalibilidad al conjunto de la Iglesia. Por el tenor de las ideas contenidas, el libro fue incluido en el Índice al año siguiente de su publicación, lo que no impidió su difusión e influencia en toda Europa. Los temas concretos del enfrentamiento Igiesia/Estado durante el siglo XVIII fueron los clásicos: nombramiento de obispos, independencia episcopal, cuestiones jurisdiccionales e inmunidades eclesiásticas. Atrapados entre su debilidad, las presiones de la curia y las de las monarquías, los sucesivos papas fueron cediendo a las reclamaciones de éstas en los concordatos que se firmaban. Nápoles obtuvo amplias concesiones de Benedicto XIV; Portugal lo hizo en 1740; Cerdeña, en 1741; España, en 1737 y 1753, etc. Dentro de los Estados, las medidas antieclesiásticas tuvieron un objetivo preferente en las riquezas e inmunidades del clero. Se redujeron sus privilegios fiscales; la administración de las sedes vacantes pasó a la Corona; las manos muertas se prohibieron en bastantes territorios: Baviera (1704, 1764), Francia (1749), Austria y Venecia (1767), Nápoles (1769-1772). Las órdenes monásticas no salieron mejor paradas. Su forma de vida no encajaba bien con el vitalismo y los valores triunfantes; sus ingresos y propiedades suscitaban muchas envidias. El resultado fue, en el mejor de los casos, su control por parte de las autoridades civiles (Calabria, España, Sicilia); en el peor, la supresión parcial o total de sus casas. Así, Luis XV de Francia, a instancias de la Comisión de Reforma creada al efecto, cerró en 1766 un total de 426 monasterios e incrementó la edad de los votos para ingresar en ellos. José II, por su parte, canceló 163 en los Países Bajos austríacos y en 1780 disolvió todas las congregaciones contemplativas de sus territorios, empleando los fondos que ello le reportó en la caridad, la educación, la creación de nuevas parroquias, etcétera. Sin embargo, aun dando un buen empleo a las riquezas monacales, los monarcas no pudieron evitar el impacto negativo de su política en las comunidades locales donde radicaban los conventos ni la enorme pérdida cultural que supuso la dispersión de sus ricas bibliotecas. Asimismo, se privó a la Iglesia del control ejercido sobre la censura, que pasó a manos seculares; sobre la educación, donde su posición se vio muy debilitada tras la expulsión de los jesuitas, y sobre el matrimonio, terreno éste en el que algunas zonas de Europa llegaron a admitir el divorcio de los católicos y a dar idéntica validez a las uniones civiles.
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Se identifican como dorios los grupos de griegos del noroeste que, en la época inestable de las migraciones, tendían a asentarse en el Peloponeso, en las islas Cícladas y en la costa sur de Asia Menor, creando relaciones complejas con los que habitaban previamente esa zona, pero con la tendencia a imponer sus modos de organización. El problema se plantea ahora, no en términos disyuntivos, sobre si hay o no migración doria, sino en términos cualitativos, sobre qué quiere decir en esta época el concepto de etnia, de etnia doria, de movimientos de pueblos, y sobre qué tipo de movimientos colectivos pueden definirse como propios de la época, así como sobre los significados que en ellos tiene la lengua, la organización tribal y la configuración de las tradiciones legendarias. Al margen de los datos de la lingüística comparada entre los dialectos griegos, lo que se considera más característico de las ciudades encuadradas por la tradición entre los dorios es la organización tribal tripartita. Musti ha puesto el acento sobre la generalidad de la existencia de tal organización entre los dorios, acerca de la que es unánime la tradición en lo que respecta al carácter de su procedencia de la Grecia central, al norte del Peloponeso, dentro de la región donde se desarrollaron los dialectos del noroeste, grupo de procedencia de la lengua doria. Pánfilos, Dimanes e Hileos, nombres de las tribus dorias, son descendientes de los hijos de Eginio, personaje representativo de la tradición exterior al Peloponeso. El hecho de que Hilo sea hijo de Heracles, adoptado por Eginio, y de Deyanira, personaje vinculado, igualmente, a la Grecia central, convierte, en la leyenda, la invasión de los dorios en regreso de los Heráclidas, tradición que introduce un elemento de complejidad que seguramente se aproxima bastante a la realidad, susceptible de ser objeto de manipulación según los intereses concretos, tendentes a potenciar o reducir los componentes dóricos o predóricos en la configuración de la propia imagen de las colectividades correspondientes.
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Dos submarinos británicos de pequeñas dimensiones, dotados con instrumentos de medición meteorológica, fueron enviados frente a las costas de Normandía con la misión de transmitir información sobre el tiempo y las mareas, información sumamente importante para el mando aliado. Sin embargo, cuando se dio la orden de regresar a los convoyes que ya habían zarpado y se decidió que la invasión se retrasaría veinticuatro horas, nadie se acordó de los dos sumergibles meteorológicos. Ninguno se acordó de hacerles salir a la superficie y volver. Carentes de señalizadores, los pequeños submarinos permanecieron en el fondo del mar, en absoluto silencio, con su tripulación conteniendo el aliento para no hacerse reconocible, en espera de que pasaran las horas previstas antes del desembarco. Las horas pasaron, pero no sucedía nada. Los comandantes no sabían qué decisión tomar. Temían comprometer, con iniciativas individuales, el éxito de la operación. Se quedaron en inmersión esperando; mientras, las provisiones de oxígeno se iban agotando y crecía la amenaza de una muerte atroz o de una emersión que, en la eventualidad de un cambio completo de la situación, les habría colocado en manos de los alemanes. Su drama duró exactamente veinticuatro horas, es decir, lo que se retrasó la invasión. Finalmente, a las seis de la mañana del día 6, y no a las seis de la mañana del día 5, los primeros disparos les avisaron de dos cosas: la primera, que el Día-D había llegado finalmente; la segunda, la constatación de que se habían olvidado de ellos.
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La Iglesia española había padecido mucho durante la Guerra de la Independencia y como señala el profesor J. M. Cuenca, su disciplina y su organización sufrieron un gran deterioro. Se habían destruido templos y sus riquezas habían sido expoliadas por los franceses o habían servido para recabar fondos por parte del gobierno patriótico. Los conventos habían sido saqueados y los claustros habían quedado despoblados. El regreso de Fernando VII fue acogido por el clero con gran alivio y un entusiasmo que se tradujo en grandes alabanzas a su persona y en la participación masiva en cuantas ceremonias se organizaron para celebrarlo. Según algunas fuentes, el número de miembros del clero secular se elevaba aproximadamente a los 57.000. De éstos, sólo 28.000 ejercían alguna función como curas, vicarios o beneficiados sujetos a residencia. Dentro de esta cifra había que incluir también a los ocho arzobispos y a los 52 obispos que constituían la cúspide de la jerarquía eclesiástica. En general, aunque mostraban una mentalidad conservadora y en algunos casos de exaltado absolutismo, los obispos cumplían adecuadamente con las funciones que les eran propias. Su acendrada piedad, la sencillez de sus costumbres y su generosa atención a los pobres, constituían sus mayores virtudes. El de Córdoba se encargaba de proporcionar alimentos nada menos que a 12.000 indigentes, lo que para algunos, que criticaban esta actitud, constituía sólo una forma de fomentar la pereza de un amplio sector de la población que veía así solucionado su sustento sin necesidad de esforzarse por obtenerlo mediante el ejercicio de una actividad productiva. Los otros obispos andaluces se ocupaban de sus tareas espirituales y también de atender a los pobres y en general eran partidarios de la concordia entre los españoles mediante el perdón y el olvido del pasado. En el Levante se registraba una mayor exaltación política por parte de la jerarquía eclesiástica, aunque también se preocupaba de la atención a los indigentes. El obispo de Valencia, por ejemplo, dedicaba la mitad de sus rentas a los establecimientos de caridad o de instrucción pública. La situación del resto de los eclesiásticos seculares era muy diferente y en general vivían en condiciones muy diversas, e igualmente diversas eran sus actitudes con respecto a la situación política, aunque también coincidían en su mayor parte en el rechazo del liberalismo. En cuanto al clero secular, éste seguía ejerciendo una gran influencia sobre el pueblo, especialmente los elementos de las órdenes mendicantes, en mayor contacto con el mundo rural. El superior de los franciscanos, Fray Cirilo Alameda se destacó durante el reinado de Fernando VII por sus ideas conservadoras. Igualmente exaltada era la postura que adoptaron los cartujos, quienes reprochaban al rey el ser demasiado blando con los revolucionarios. Los jesuitas, por su parte, que habían sido restablecidos en España durante la primera etapa del reinado de Fernando VII, suprimidos durante el Trienio y vueltos a restablecer en 1824, mantuvieron en general una actitud lógica de recelo y desconfianza ante los liberales. En su conjunto, puede afirmarse que el número de los miembros de las órdenes mendicantes había disminuido considerablemente desde comienzos del siglo. Los franciscanos, por ejemplo, que contaban con 18.000 profesos en toda España, no llegaban a 11.000 en 1827. Según Canga Argüelles, en octubre de 1820 había en España 25.264 religiosos. El decreto de 25 de octubre de 1820 que aprobaron los liberales después del triunfo de la Revolución de Riego, suprimía todos los monasterios y reducía los conventos a uno por orden y localidad siempre que contasen con un mínimo de doce profesos. Los monjes exclaustrados recibirían una pensión y los religiosos que quisiesen secularizarse serían apoyados por el Gobierno con subvenciones. El proceso de secularización que se llevó a cabo durante el Trienio Constitucional provocó la salida de muchos frailes de los conventos, que después no se reintegraron a ellos y siguieron viviendo como sacerdotes seculares. A pesar de todas las dificultades y problemas por los que atravesó la Iglesia durante esta etapa, conservó en gran medida su patrimonio ya que, en lo que respecta al del clero regular, no sería expropiado hasta las medidas desamortizadoras aprobadas por Mendizábal durante la regencia de María Cristina. Asimismo, el clero siguió ejerciendo una gran ascendencia sobre la sociedad española ya que como afirmaba Blanco White, la religión estaba íntimamente ligada a todo el sistema de la vida española, tanto pública como privada.
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Con independencia de las vocaciones, que las hubo y firmes, dada la influencia que la religión ejercía en el espíritu de los hombres del siglo XVII, se descubre que ser eclesiástico era una profesión apetecida: a las familias nobles, la Iglesia ofrecía una salida digna para los segundones desprovistos de medios propios, asegurándoles una posición económica y social; para los individuos del estado llano, pertenecer al clero era una forma de ascender socialmente, superando las barreras estamentales derivadas del nacimiento, cuando no de vivir con cierta comodidad; finamente, el claustro era también la única alternativa que proporcionaba a las mujeres solteras y viudas, cualquiera que fuera su pertenencia estamental, una adecuada manera de vivir. Esto explica que en el siglo XVII la población eclesiástica, regular y secular, fuera muy numerosa y objeto, por lo mismo, de las críticas de los arbitristas, quienes argüían que su crecimiento no obedecía a un aumento de las vocaciones y que además repercutía negativamente en el desarrollo demográfico y económico del reino. En 1591 existían en Castilla 33.087 clérigos seculares, 20.967 religiosos y 20.369 religiosas sobre un total de 4.940.410 habitantes, es decir, alrededor de 15 eclesiásticos por cada mil habitantes. En 1637 había en Navarra, excluida la ciudad de Pamplona, 1.012 clérigos, cifra que treinta años más tarde se elevaba ya a 2.000. En Cataluña, según el censo de 1553 los eclesiásticos eran 4.338 y en 1717 ascendían a 5.715 clérigos, 2.816 frailes y 1.210 monjas para una población de 450.000 personas. A pesar de este aumento espectacular lo cierto es que la cura de almas no estaba suficientemente atendida. La causa hay que atribuirla a la distribución geográfica del clero, ya que en general se ubicaba en las ciudades y villas donde las actividades económicas eran más pujantes o en zonas rurales con grandes recursos agropecuarios. Así, mientras el clero regular se localizaba con preferencia en los núcleos urbanos, y dentro de éstos en los situados en las provincias de Ciudad Real, Madrid, Valladolid, Granada, Córdoba y Sevilla -aquí y en las provincias de Toledo y Jaén se registra también una mayor presencia de religiosas-, el clero secular, por el contrario, estaba más arraigado en las zonas rurales, lo que no quiere decir que todas las parroquias estuviesen asistidas por curas párrocos, y en las provincias de Burgos, Palencia, Toledo, Valladolid, León, Madrid, Sevilla y Jaén. En cuanto a su formación, es preciso señalar que no siempre fue la deseada, aun habiendo sido regulada por el Concilio de Trento, ya que si bien es cierto que un presbítero, para poder cantar misa, debía tener conocimientos de latín, sagrada escritura, sacramentos, cánones penitenciales y canto, otros muchos eclesiásticos carecían de la preparación adecuada, especialmente los clérigos ordenados de menores, pues lo común es que éstos no continuaran la carrera eclesiástica dado que sólo estaban interesados en obtener beneficios económicos, según denuncia reiteradamente el Consejo de Castilla y queda reflejado en las fundaciones de capellanías y obras pías servidas por parientes de los fundadores. El análisis de los registros de órdenes del Archivo Diocesano de Barcelona aporta el siguiente dato revelador al respecto: entre 1635 y 1717 los tonsurados eran 2.667 individuos, mientras los presbíteros eran nada más que 622, lo cual viene a confirmar que el ministerio pastoral estaba numéricamente muy por debajo del simple beneficio y, por tanto, que muchos eclesiásticos, pese al celo de sus prelados, tuviesen un bajo nivel moral y espiritual, cometiendo toda clase de desafueros en público y en privado. Como sucedía con la nobleza, el estamento eclesiástico estaba muy jerarquizado. A la cabeza del clero secular se hallaba el clero episcopal, al que podían acceder miembros del clero secular y del regular. En el siglo XVII había en la Corona de Castilla cinco sedes arzobispales (Santiago de Compostela, Sevilla, Toledo, Granada y Burgos) y treinta sedes episcopales, mientras en la Corona de Aragón las sedes arzobispales eran tres (Tarragona, Valencia y Zaragoza) y las episcopales diecisiete, perdiéndose la de Perpignan cuando esta región pasó a poder de Francia tras la rebelión de los catalanes en 1640. La elección, que correspondía al monarca en uso del denominado derecho de patronato, recayó con frecuencia en el siglo XVII en segundones y bastardos de la aristocracia, y aun de la familia real, quienes ocuparon las sedes más ricas -es el caso, por ejemplo, del cardenal-infante don Fernando, hijo de Felipe III-, desempeñando a veces cargos en la administración del Estado, que compaginaban con la labor pastoral, y manteniendo un estilo de vida muy semejante al de un príncipe laico. Detrás de los arzobispos y obispos encontramos al clero capitular (deanes y canónigos) y al clero colegial (canónigos, abades, priores). Su número es difícil de precisar pero más o menos sería parecido al que se calcula para el siglo XVIII, es decir en torno a 950 canónigos en los cabildos catedralicios de Castilla y Aragón, y cerca de 1.287 individuos entre abades y canónigos en las colegiatas, la mayoría procedentes de la pequeña y mediana nobleza, y descendiendo muchos de las oligarquías municipales. Aunque sus rentas eran inferiores a la de los prelados, lo que no les impedía vivir con decoro, su poder era por el contrario considerable, obstaculizando la labor de los obispos si acaso ésta resultaba perjudicial a sus intereses. En la base de la jerarquía del clero secular estaban los curas párrocos, los beneficiados y capellanes. Su procedencia social era muy variada, si bien por lo general eran de extracción humilde. Las rentas asignadas dependían de la mayor o menor riqueza del lugar donde ejercían su ministerio, o de la dotación estipulada por los fundadores, en el caso de las capellanías y beneficios. No obstante, muchos presbíteros poseían cierta fortuna personal, a menudo heredada de sus padres o familiares próximos, y además estaban exentos de pagar alcabalas y millones por los géneros que consumían, no así por las transacciones mercantiles que realizaban, a veces de forma fraudulenta, de tal modo que, sin gozar de una posición acomodada, no padecían agobios económicos, pudiendo mantener algún criado e incluso varios parientes. La riqueza del clero procedía fundamentalmente de los diezmos, del producto de sus propiedades rurales y urbanas, de las inversiones en préstamos hipotecarios (censos), así como de los estipendios cobrados por misas o por la administración de los sacramentos, de las limosnas y de las donaciones particulares. Los diezmos, la décima parte de toda la producción agropecuaria sin deducción alguna, representaba la partida más voluminosa de los ingresos del clero, aun cuando los recaudadores tropezaron con dificultades para percibirlos de los contribuyentes, de los campesinos. Las rentas derivadas de las propiedades rústicas y urbanas o de los señoríos que poseían -los monasterios percibían derechos señoriales como los nobles- eran asimismo cuantiosas, calculándose que a fines del siglo XVII la Iglesia poseía una sexta parte de las tierras cultivables, las de mejor calidad casi siempre, y entre el 30 y el 50 por ciento de los inmuebles de la mayoría de las ciudades españolas -la tercera parte de las casas de Sevilla y la mitad de las de Zaragoza, por ejemplo-. Los censos, cuya cobranza resultaba cada vez más difícil por la crisis económica, y los juros (títulos de deuda pública), éstos en menor medida, aunque con tendencia al alza pese a su devaluación, ya que una buena porción estaba exenta de las retenciones que empezaron a aplicarse desde el reinado de Felipe IV, completaban este patrimonio, que con el tiempo fue creciendo gracias a las donaciones particulares, a las fundaciones de conventos, capellanías y memorias pías, según se denuncia en las Cortes de Madrid de 1621. No obstante, a mediados del siglo XVII el valor de las rentas eclesiásticas comenzó a decaer a causa de la crisis económica y de la despoblación, así como por las diversas contribuciones que realizaba a la Corona (Cruzada, Subsidio, Excusado, tercias reales y décimas eclesiásticas) para la defensa de la monarquía. En cuanto al reparto de esta riqueza hemos de indicar que era muy desigual, pues había sedes episcopales que disfrutaban de rentas elevadas -la de Toledo tenía unos ingresos anuales de 250.000 ducados y la de Sevilla en torno a los 100.000 ducados- y otras, en cambio, disponían de rentas muy modestas, como las de Almería y Mondoñedo, con 4.000 ducados. Parecidos contrastes se observan entre parroquias de una misma diócesis -más ricas las urbanas y las instaladas en comarcas prósperas-, incluso dentro de una misma ciudad, así como entre los conventos, según la orden a la que perteneciesen o donde estuviesen situados. El clero regular, que no dejó de aumentar en la primera mitad del siglo XVII con la creación de nuevas fundaciones mendicantes, tanto para hombres como para mujeres, estimándose en tres mil los conventos existentes, presenta diferencias substanciales según sea monacal o conventual. Las órdenes monacales (benitos, bernardos, cartujos y jerónimos), en cuyo seno se aprecia un porcentaje más elevado de miembros pertenecientes a la nobleza, poco a poco se van alejando de las normas establecidas por sus fundadores, viviendo con la opulencia de un noble -las celdas se amplían y se proveen de libros y de muebles- y, por tanto, abandonando el trabajo manual, que relegan en criados laicos. En el extremo opuesto, las órdenes mendicantes (franciscanos, carmelitas, agustinos, trinitarios y mercedarios) viven con mayor pobreza, si bien tampoco están a salvo de la crítica a la relajación de las costumbres, pues sabemos que numerosos conventos practicaban el fraude fiscal, vendiendo sus cosechas y ganados sin abonar los correspondientes impuestos a la hacienda.
contexto
El tejido urbano emporitano, que es pródigo en estructuras de tipo doméstico, lo es menos, si exceptuamos, claro está, los santuarios, en cuanto a lo que atañe a los edificios destinados a la vida comunitaria. Sin embargo, las antiguas excavaciones pusieron de manifiesto la existencia de un centro urbano helenístico compuesto por un agora, una sota y un mercado anexo, que constituyen un conjunto único en la arqueología peninsular de época clásica. Los edificios que lo componen se hallan situados en el tercio septentrional de la ciudad, allí donde confluyen las dos vías principales de la misma y obedecen a un programa urbanístico realizado a mediados del siglo II a. C., para lo cual hubo que construir sobre los restos arrasados de un barrio anterior. Este conjunto ocupa menos de la mitad de una hectárea y se define como una plaza porticada de 52 x 40 m en cuyo costado norte se levanta una magnífica stoa de doble nave, probablemente de dos pisos, en cuyo fondo se hallan situadas una serie de estancias que se interpretan como tabernae, dos de las cuales poseen sendas cisternas. En el costado oeste de la plaza se conservan aún dos basamentos simples y uno doble, probables bases de altar, que evocan uno de los caracteres del agora: el religioso. El aspecto comercial queda puesto de manifiesto por la stoa y también por un pequeño mercado anexo a la plaza, situado junto a su ángulo sudoeste, compuesto por una serie de tabernae de cuyos tejados procedía el agua de lluvia que alimentaba una gran cisterna pública situada en el centro del patio que ellas mismas delimitaban. Este fue, sin duda, el centro neurálgico de la ciudad autónoma emporitana, allí donde, hasta la absorción de la misma por la ciudad romana, con la consiguiente promoción política de su foro, las instituciones de la polis tomaban las grandes decisiones que afectaban al cuerpo social de la ciudad.