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Los primeros textos historiográficos escritos en catalán son de mediados del siglo XIII. En 1268 se tradujo el De rebus Hispaniae de Rodrigo Ximénez de Rada, y aproximadamente por las mismas fechas se vertieron al catalán los Gesta comitum barcinonensium. No son, sin embargo, estos textos los que caracterizan la historiografía medieval catalana, sino las llamadas cuatro grandes crónicas. Las de Jaime I, Bernat Desclot, Ramón Muntaner y Pedro el Ceremonioso. Es muy probable que el rey Jaime explicase los hechos más relevantes de su vida a un conjunto amplio de familiares, mientras un grupo de reporteros iba tomando nota de la memoria del rey. De hecho, la oralidad es la característica más evidente de su crónica. El rey habla en primera persona y de una manera nada distante respecto de los hechos que explica, sino más bien intentando reflejar, en el momento de decir, el ánimo que le acompañó en el momento de hacer. Así, el rey exulta al referir un instante de ingenio, una acción militar valerosa y brillante, y rezuma tristeza ante la muerte de un compañero de armas, ante la soledad en que a menudo se halla, y no esconde la dificultad y la amargura que le reportan las luchas con la nobleza o las disensiones con otros reyes hispánicos. En esta larga memoria el rey tiende a ocultar aquellos pasajes en los que no destaca como estadista, como la conclusión del tratado de Corbeil, mientras que subraya aquellos otros en que la consciencia de su propio personaje le mueve a actuar en un sentido casi siempre providencial, guiado por un sentimiento religioso muy vivo. Tan vivo como el firme sentido histórico del propio linaje y la identificación de sus proyectos con el pueblo que le sustenta. El llamado Libre dels feyts contiene notables dosis de ironía y de emoción ante el paisaje o ante las sorpresas que proporciona la naturaleza. Desclot, al contrario, trabajó entre 1283 y 1288 no con la memoria sino con material de archivo de la Cancillería, y por lo tanto escribe con un tono más distante e imparcial, propio de un profesional de la Historia. Es pues la ecuanimidad, no exenta de pasión cuando se trata de explicar las luchas de Pedro el Grande con los franceses, lo que define la manera de hacer de Bernat Desclot. Frente a la omnipresencia del rey, Desclot se ampara en el documento, sólo aparece en un par de ocasiones para dar fe de actos de valor del rey Pedro, expresándose en un estilo pulcro que alcanza su mejor capacidad retórica en el momento de construir diálogos: un estilo al servicio de la veracidad. De carácter completamente distinto es la crónica de Ramón Muntaner (Peralada, 1265-Ibiza, 1336). Su libro, en efecto, contiene esencialmente una experiencia aventurera, vinculada al momento culminante de la expansión catalano-aragonesa en el Mediterráneo oriental, en la que tuvo un papel de primer orden, dentro de una biografía dedicada por entero al servicio de la casa de Barcelona. El punto álgido de esta vida llena de grandes maravillas lo constituyen los años pasados con la Compañía Catalana, bajo las órdenes de Roger de Flor -en cuya vida reconoce Muntaner un esquema literario-caballeresco-. Muntaner, un militar que disfruta narrando hazañas bélicas, toma como modelo impulsor de su crónica el libro del rey Jaime, aunque procura, sin duda porque el carácter inevitablemente autobiográfico le resultaba excesivo, no tanto esconder su personalidad, como no separar su vida de los designios de la casa de Barcelona, "puesto que nadie debe hablar de sí mismo, si no se trata de hechos que afectan a sus señores". Si en lo político la crónica destaca por un nacionalismo de matriz providencialista -una de las finalidades del libro es la de proclamar la predilección divina por los reyes de Aragón, comprensible entre otros motivos por la agresiva política del papado-, en lo estilístico cabría destacar una lograda mezcla de emotividad, humor y plasticidad que hace decir, por ejemplo, que los almogávares ante los franceses "rompieron lanzas y destriparon caballos, moviéndose entre ellos como si anduviesen por un bello jardín". También es el libro de su tatarabuelo, que leía a menudo hasta altas horas, el mayor estímulo de la crónica de Pedro el Ceremonioso (Balaguer, 1319-Barcelona, 1387). El rey se basa también en el documento, y de hecho es ayudado en la redacción por funcionarios reales. Elaborada metódicamente, la crónica más que la exaltación de su figura pretende justificar las acciones políticas más controvertidas de su largo reinado. Lejos de la mentalidad feudalizante de un Muntaner, por ejemplo, bulle siempre en su fría y pulcra prosa una entelequia nueva que redime de los comportamientos más turbios y parece demandar una nueva moral: la razón de Estado.
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La fama alcanzada por Carpaux le convierte en el escultor más solicitado del Segundo Imperio. Entre sus más importantes encargos -junto a La Danza para la Opera de París de Garnier- se encuentra el conjunto de Los Cuatro Continentes. El maestro trabajó en el proyecto durante más de cinco años, siendo exhibido un primer modelo en el Salón de París de 1872, presentando la versión definitiva dos años después. Carpaux ha utilizado cuatro figuras femeninas colocadas en círculo, sosteniendo sobre sus hombros una esfera celeste, para simbolizar a los Cuatro Continentes -recordemos que Oceanía cómo tal aun no era considerado el quinto continente-. Asia está personificada por una figura con cabeza masculina de rasgos orientales, pero sobre un cuerpo femenino. África se muestra como una figura femenina, con un grillete metálico en el pie, simbolizando así la esclavitud que sufre este continente. América se presenta con un característico tocado indio mientras Europa, con la melena al viento y la cabeza dirigida hacia la esfera celeste, parece llevar el peso de ésta, en una clara alusión a la ideología imperialista de la época. La elegancia de las figuras y el dinamismo que presentan indican la maestría de Carpaux a la hora de modelar, aludiendo en cada una de las figuras a la Antigüedad y al más cercano Renacimiento.
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Desde su juventud Rubens se integró en un ambiente humanista, sintiéndose atraído por el pensamiento neoestoico. Uno de los máximos exponentes de esta concepción filosófica era Justo Lipsio, cuya compañía Rubens empezó a frecuentar tras su llegada a Amberes en 1609. Este ambiente erudito será plasmado en varias ocasiones por los pinceles del maestro, surgiendo dos retratos colectivos de gran importancia: el Autorretrato con cuatro amigos y esta composición que contemplamos. Los protagonistas principales son los mismos en ambas escenas: el propio Rubens, su hermano Philip y Justo Lipsio, acompañados en esta ocasión por Jan Woverius. Aquí los encontramos alrededor de una mesa, cubierta con un tapete y gruesos volúmenes. Lipsio comenta un pasaje de Séneca, cuyo busto podemos contemplar en la venera del fondo, adornado con un pequeño florero con tulipanes. El cortinaje rojo abre paso a un fondo de paisaje de la colina del Palatino y del Foro romano, en el que podemos observar las luces del atardecer. Los cuatro personajes no se relacionan con sus miradas, ya que los hermanos Rubens se dirigen hacia el espectador y los otros dos la pierden en el vacío. La única referencia posible al diálogo la encontramos en los movimientos de las manos.Se trata de un homenaje póstumo a su hermano Philip y a Justo Lipsio, tal y como hacen referencia los cuatro tulipanes -dos abiertos y dos cerrados-, las ramas de hiedra que entran por la ventana o sus ropajes, más anticuados que los que llevan el pintor y Woverius. En la época en que fue pintado este retrato, el impresor Plantin-Moretus preparaba una edición de lujo del "Séneca" de Lipsio, aumentando así la carga simbólica de la escena.Para realizar esta composición, Rubens se inspiró en trabajos religiosos, especialmente en la Cena de Emaus de Tiziano que se conserva en el Museo del Louvre, lo que ha convertido al retrato de Rubens en una "sacra conversazione" para algunos especialistas.
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En el caso de los cuchillos de pedernal con mango de marfil no se trata de objetos de uso profano y cotidiano, sino ritual y ceremonial. Sus puños están labrados en colmillos de hipopótamo, lo que significa que están manufacturados en Egipto. Sin embargo, el estilo de sus relieves es tan nuevo (ya hemos dicho que incluso en tiempos de Negade II no puede hablarse de relieve prehistórico en Egipto), y su temática muestra tantas analogías con el arte de tiempos de Uruk en Mesopotamia, que este grupo de cuchillos desempeña una función primordial en la cuestión del pretendido origen mesopotámico de la cultura y del arte faraónicos. Sus adornos son, en unos casos, animales que desfilan ordenadamente, en hileras, como si los inspirasen las improntas de los sellos cilíndricos. Un ejemplar muy desgastado dispone con evidente disciplina a varias hileras de hombres, unos armados y los demás sentados. En otros casos los motivos desempeñan el cometido de símbolos, sean las dos serpientes que entrelazan sus cuerpos en el ejemplar de Saghel el-Baghliye, sean los temas y escenas del de Gebel el-Arak, obra maestra en su género y una de las grandes joyas de la colección egipcia del Louvre. Contra lo que hasta ahora era normal, a saber: que las representaciones figuradas adoptasen un tono de tipismo y generalización, el cuchillo de Gebel el-Arak parece referirse a algo extraordinariamente importante y fuera de lo común. Por uno de sus lados se resumen los incidentes de una batalla en la que intervienen barcos, algunos de ellos con el casco en forma de creciente lunar, como los de la D-ware de la cerámica de Negade II, pero otros, quizá los de la flota enemiga, con el casco recto y la proa y popa muy levantadas, como cuernos, un tipo de embarcación muy conocido y documentado en Mesopotamia, aunque también aparezca entre los grabados rupestres de los desiertos. He aquí, pues, un documento de un problema peliagudo: ¿Experimentó realmente el Egipto prehistórico una invasión de asiáticos? Son muchos los orientalistas que no sólo lo creen así, sino que consideran a esos asiáticos invasores como la aristocracia del nuevo Egipto. Luego volveremos sobre este asunto. Por el otro lado del mango, leones y cánidos se entremezclan en una manada de gacelas. También aquí hay persecución y lucha, pero toda la escena está presidida por el grupo simbólico de un personaje que parece domar y acariciar a dos leones rampantes. Un grupo semejante lo hemos visto ya en los murales de Hierakónpolis, sin darle excesiva importancia, de modo que si ahora hemos de dársela, la razón estriba en que ese domador tiene los mismos rasgos iconográficos que el Dumuzi sumerio, con su faldellín, su gorro de ancho reborde y su poblada barba redondeada. Este personaje tan conocido en Mesopotamia es un extraño en el mundo egipcio, sin que sepamos ni cómo ni por dónde vino. La composición del relieve también es nueva con respecto a lo anterior. Con estos documentos por delante veamos cómo dos especialistas en el tema interpretan, cada uno desde su propio punto de vista, la cuestión de este cambio súbito que se aprecia en Egipto. Primero, un defensor de la tesis asiática, Walter B. Emery: "A finales del IV milenio a. C. encontramos a las gentes conocidas tradicionalmente como seguidores de Horus formando lo que parece una aristocracia civilizada, o raza dominadora, que rige a la totalidad de Egipto. La teoría de la existencia de esta raza dominadora (la de los p'.t, frente a la de los subyugados rhj.t) está apoyada por el descubrimiento de que las tumbas del último período predinástico de la parte norte del Alto Egipto contenían los restos anatómicos de un pueblo cuyos cráneos eran de un tamaño mucho mayor y cuyos cuerpos eran más altos que los de los nativos. La diferencia es tan considerable, que resulta inconcebible que estas gentes desciendan de la población preexistente. La fusión de las dos razas hubo de ser muy intensa, pero no tan rápida como para que en el momento de la Unificación pudiera considerarse realizada. Durante todo el Período Arcaico, en efecto, la diferencia entre la aristocracia civilizada y la gran masa de los nativos es muy apreciable, particularmente en lo que se refiere a las costumbres funerarias de unos y otros. Sólo a finales de la II Dinastía encontramos pruebas de que las clases inferiores adoptan la arquitectura funeraria y el modo de enterramiento de sus señores. El origen racial de estos invasores se desconoce, y la ruta que siguieron para su penetración en Egipto es igualmente oscura. Analogías de sus artes decorativas, el empleo del sello cilíndrico, y sobre todo los paneles escalonados de su arquitectura monumental, señalan una conexión inconfundible con las culturas contemporáneas de Mesopotamia. Pero junto a estas semejanzas hay también grandes diferencias, y en el presente estado de nuestros conocimientos sería prematuro pronunciarse sobre esta importante cuestión. En el supuesto de que la llegada del pueblo dinástico se hubiese verificado como una invasión de hordas procedentes del este, la documentación existente apunta al Wadi Hammamat, la gran ruta mercantil que une el mar Rojo desde el-Quseir con el valle del Nilo en Quft, como su vía de acceso. Pero se ha observado con razón que la ruta del Hammamat presentaría grandes dificultades a un ejército numeroso por la escasez de agua que se hace sentir en un trecho de más de 200 kilómetros. Una alternativa como puerta de entrada podría ofrecerla el Wadi el-Tumilat en el flanco oriental del Delta, camino que permitiría a un ejército invasor arrollar el Delta y, siguiendo el borde del desierto, alcanzar el curso principal del Nilo y por último subyugar el Alto Egipto. Una conquista de este tipo, por cualquier camino que viniese, requeriría mucho tiempo, muchas campañas, varios jefes y varias tribus, así que en ciertos aspectos se parecería a la conquista sajona de Inglaterra, y de modo análogo a ésta, daría por resultado la fundación de varios estados que se disputarían la supremacía". Un representante de la tesis contraria, W. Helck, los supone oriundos del desierto occidental, de lo que hoy sería Libia, y los identifica con los introductores de la cultura de Negade II. Sin contradecir los estímulos orientales, asiáticos, a que se debe la formación de la cultura egipcia histórica, esta tesis los explica por asiduos contactos entre una y otra zona, pero no por una invasión de gentes de aquélla en los dominios de ésta. A nuestro modo de ver, esta segunda teoría resulta más natural, menos forzada y convencional que la otra.
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Los fang, pueblo guerrero desde hace muchas generaciones, sienten verdadera pasión por sus antepasados, a los que cantan en interminables poemas épicos. Quizá estos relatos, como la contención de muchas de sus figuras y de todas sus máscaras, sea un resto de su lejano origen septentrional. Esta pasión por los muertos se constituye en el centro de su culto y de su arte, e incluso sus lamentos versificados son dignos de mención: "Padre, ay, ay, ¿por qué, oh padre, abandonas tu hogar?/ Un hombre te ha matado, oh padre./ Vosotros buscaréis la venganza de su muerte./ Tu sombra va a pasar a la orilla opuesta./ Oh padre, ¿por qué abandonas tu hogar, oh padre?/ El cielo se aclaró, los ojos se oscurecieron;/ el agua cayó del árbol gota a gota, la rana salió de su agujero./ Mirad, es la casa del padre./ Recoged las yerbas funerarias./ Salpicad del lado derecho, salpicad del lado izquierdo:/ un hombre ve ahora las cosas invisibles" (trad. de R. Martínez Fure). Cuando mueren un hombre o una mujer, sus hijos o sobrinos lo entierran, y meses después recogen su cráneo. Así comienza un rito semejante al de los kota, y que expondremos con las palabras de G. Tessmann, sabio estudioso de los fang (o angwe, como entonces se los llamaba a principios de nuestro siglo: "Cuando la muerte de otros parientes próximos permite completar la colección de cráneos, se prepara... un recipiente de corteza,... que se coloca en un rincón de la casa. Los cráneos y fragmentos se sitúan en el fondo, entre trozos de corteza de Copaifera y fragmentos de Prevostea africana, recortados y teñidos con paduk; esta planta trae buena suerte. Se añaden también otros talismanes. El resto del bote se llena después con hojas de banano secas, y se cierra. Sobre la tapa aparecen sentadas una o varias figuritas de madera; sus grandes ojos de hojalata contemplan con mirada ausente la vida cotidiana de la casa, como si viniesen de otro mundo y como si no pudiesen entender en absoluto los asuntos de los hombres". Poco podemos añadir a estas palabras, salvo que también, en ocasiones, simples cabezas sustituyen a las figuras enteras, y que hoy, gracias a los estudios de L. Perrois y M. Sierra, pueden dividirse estas piezas en diversos estilos regionales.
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La base del entramado político en la administración Tokugawa eran los daimyos convertidos ahora en unidades de administración local. El daimyo, desde su ciudad-castillo, tenía jurisdicción sobre la tierra y los hombres. Para el gobierno recurría a un grupo de leales, pertenecientes al estamento militar, organizados por rangos según sus funciones y obligados por juramentos privados. Los colaboradores de más alta categoría eran los ancianos, componentes del Consejo de Asesores, con obligaciones cortesanas. Les seguían los de alto rango o jefes de los departamentos del dominio; los de rango medio, con cargos administrativos más específicos, y los de rango inferior, dedicados a tareas serviles y de menor importancia. El verdadero eje de la administración estaba formado por los cargos intermedios, como por ejemplo los intendentes del departamento rural, que difundían y hacían cumplir las órdenes del señor para el buen gobierno de la población, centrado en el desarrollo de los recursos económicos y en el mantenimiento del orden. En teoría los daimyos eran vasallos del shogun y la investidura confirmaba sus posesiones hereditarias de autonomía interna. Pero lazos tan débiles no eran suficientes para garantizar su fidelidad y el peligro existente aconsejaba la adopción de medidas adicionales. En consecuencia, el shogunato exigió tres responsabilidades implícitas en el juramento: el servicio militar o administrativo, las prestaciones especiales y el buen gobierno del territorio. Cada daimyo se comprometía, con una promesa privada ante el shogun, a obedecer las disposiciones y a no participar en coaliciones. Es decir, renunciaba a plantear cualquier oposición. Según la costumbre, cada daimyo podía repartir entre los altos cargos militares feudos denominados tierras otorgadas, o arroz entre los de menor categoría. Los primeros recibían parcelas diseminadas donde tenían autoridad para recaudar impuestos e imponer corveas a los campesinos. Los repartos no dejaban de suponer un problema por la duplicidad de jurisdicciones que esta práctica generaba. La tendencia fue, así, reducir las tierras otorgadas y aumentar el número de pensionados, ya que cada donación significaba la disminución del poder del daimyo. Desde mediados del siglo XVII se habían establecido reformas del sistema, ya que, si bien el concesionario poseía el control directo de los campesinos de sus tierras, la tasa de impuestos era fijada por el daimyo y la justicia recaía en un magistrado señorial. Así evitaban la formación de una clase de pequeños propietarios con una comunidad de intereses con el campesinado, fortalecían la autoridad del daimyo y disminuía el peligro de levantamientos. Por su parte, la aplicación del sistema de asistencia alterna de los daimyos contribuyó curiosamente a afianzar la unidad del país, a pesar del efecto descentralizador del sistema shogunal, porque con las medidas coercitivas se evitaban las posibles disensiones y la autonomía local. Consistía este sistema en que un daimyo pasaba períodos o años alternos entre la corte shogunal y sus territorios, según la lejanía de Edo, núcleo administrativo del Imperio, estando obligado a construir residencias en la capital donde vivían permanentemente la consorte y el heredero, junto con un séquito adecuado a su rango. En el siglo XVIII habían adquirido por este motivo un carácter cortesano que los distanciaba del contacto con la población de sus dominios.
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El dandi es el hijo de la moral victoriana que se sabe tal y que desde ese puerto seguro se rebela. Ese saberse tal y esa rebelión dan como consecuencia la pasividad. Si alguien se rebela y no actúa, inevitablemente ironiza y hace del sarcasmo, el escepticismo y la insolencia su arma letal. Como odia la vulgaridad y es un intelectual, se supone que todo dandi es intelectual, se refugia en lo que se ha dado en llamar esteticismo: goce apasionado de la belleza, más allá de la moda. Es amante de los placeres y de lo sensualmente refinado porque ni la pasión ni el vicio, ni el refinamiento, ni todo el delirio de la artificiosidad caben en el día a día de la vulgar y real existencia burguesa. Un dandi era James McNeill Whistler (1834-1903). No se puede decir que fuera dado a la metafísica, por ello no podemos hablar de él dentro del arte simbolista. Pero es una referencia obligada. Ya he aludido a la influencia de su japonismo. Además de ser un defensor del arte por el arte, nos es extraordinariamente cercano, moderno, cuando sabemos que demanda por difamación a Ruskin y reivindica sus derechos de artista cuando éste le acusa de "arrojar un bote de pintura a la cara del público". "Mi cuadro -diría- (Nocturno en negro y oro: la caída del cohete) es una composición artística". ¡Era 1878! Edward Burne-Jones (1833-1898) era otro buscador de belleza traumatizado desde su niñez por un entorno vulgar tanto en su casa como en la ciudad industrial donde creció. Por ello siempre se había refugiado en la literatura romántica de cuentos y de leyendas: "El ahora no me llama la atención para vivir en él". Entra en contacto con la obra de Ruskin y su estilo persuasivo dejó huella en él. Ruskin considera que si la imaginación se apoya en un agudo conocimiento de la realidad objetiva (porque en la naturaleza para él todo es correcto y bueno y por tanto nada hay que rechazar) luego podrá el artista dar rienda suelta a su fantasía y mostrarnos lo que tiene en la cabeza. Así comenzó a comportarse Burne-Jones, aunque no solía ir a la naturaleza sino trabajar a partir de dibujos. También a Ruskin le debe el encuentro con el prerrafaelismo. Este cambió su vida y su horizonte hasta entonces tan sólo empapado de literatura romántica y de un amor por la Edad Media muy influido por el anglocatolicismo. A partir de su encuentro con Rossetti -en 1856-, fuerza impulsora de la Hermandad prerrafaelita, éste se convertirá en su guía, en- su héroe máximo: "No quería pensar sino lo que él pensaba, y todo lo que él hacía y decía me entraba hasta la médula". En las pinturas de Rossetti admiraba sus colores vivos (Ruskin había considerado el significado moral del color: los tonos oscuros simbolizan las fuerzas corruptoras de la sociedad, los colores vivos y claros el amor divino y vivificante), su exaltación del detalle, los perfiles definidos, la meticulosidad. Un naturalismo con frecuencia extremo pero puesto al servicio de lo irreal, de lo que se encuentra oculto. Rossetti había dicho que no solamente debía conocer los objetos, sino expresar el sentido de los mismos. Para compensar su falta de formación, Burne-Jones tendrá que trabajar mucho, copiando y copiando la escultura del Museo Británico. Esto le dejará un cierto poso de clasicismo que le acompañará siempre. Por entonces Ruskin, que había perdido su fe cristiana, vuelve los ojos a la mitología y anima al pintor a seguir por esa vía. En 1877, la Grosvenor Gallery abre sus puertas a los artistas rechazados por la Royal Academy. Allí envió El engaño de Merlín (1873-77). Burne-Jones se dirige, de forma consciente, a un público restringido (por ello es considerado cabeza de fila del "Aesthetic Movement" de la década de 1880). Tendrá un éxito rotundo en la Exposición Universal de París de 1889, con El Rey Cophetua y la mendiga que no puede negar su deuda con Rossetti. Su mirada está empapada de Signorelli, Miguel Angel, Botticelli y sobre todo Mantegna, pintores que, en palabras de Ruskin, sólo desean hacer todo delicado, delicioso y perfecto. A partir de 1870 las influencias estaban asimiladas, pero consiguió traducirlas a un lenguaje personal y moderno. Si hubiera vivido en la Florencia del Renacimiento habría sido un pintor muralista. Por ello pintaba a gran escala. En 1886 Henry James, habla de sus obras como "abstracciones imaginadas, cada vez menos observadas, de completa existencia de estudio", con las puertas y las ventanas cerradas y sin buscar impresiones exteriores: sin aire libre, sin luz natural y sin prestarles atención. Por ello su característico espacio angosto, quizá asfixiante, una ocupación claustrofóbica del espacio poblado de figuras en el que también interviene el formato del cuadro: Las escaleras de oro, (1876-1880), El amor y el peregrino (1896-97), Dánae: la torre de bronce (1887-1888). O bien exagera el efecto de perspectiva o comprime el espacio. Sus colores son luminosos y fuertes. Sus ropajes son tan plásticos que parecen tener una existencia al margen de los cuerpos; volumen y brillantez que existen en el plano y no parecen necesitar el espacio. Al margen no sólo del tiempo sino del espacio. Su forma emerge de las relaciones entre la línea y el color. Sólo deseaba hacer una cosa bella, pensaba en términos estéticos: "Yo entiendo por un cuadro un sueño hermoso, romántico, de algo que no ha sido ni será, inmerso en la luz más bella que jamás haya brillado, y en un país que nadie pueda describir ni imaginar, sino únicamente desear con nostalgia". Prefigura la languidez finisecular, el gusto por los cuerpos andróginos, la extrañeza, la morbidez y un cierto tono perverso. Un mundo de interiorización en el que domina el ensueño, unos personajes envueltos en un espacio de quietud y de silencio. Un tiempo que no existe. "Pretensiones arcaicas -decía un crítico de la época- más modernas, más propias del siglo XIX que una fábrica o un positivista". Burne-Jones también realiza vidrieras y se compromete activamente con el movimiento Arts and Crafts: diseño de bordados, vestidos, instrumentos musicales, joyas, zapatos y cubiertas de libros. Aubrey Beardsley (1872-1896) conoce a Burne-Jones un domingo por la tarde en 1891, en casa de Oscar Wilde. El beneplácito del escritor le llenará de esperanza. Le recomienda seguir el arte como profesión porque sus dibujos estaban llenos de pensamientos, poesía y fantasía. Tampoco Beardsley es como el resto de los mortales. No construimos nosotros su imagen de decadente finisecular, él mismo se autodefine "en un estado miserable, con la tez lívida y los ojos rojos y hundidos, el largo pelo rojo, arrastrando los pies y encogido". Enfermo casi siempre, precoz en el dibujo, lector infatigable, entre las paredes de su enfermedad acabará por ilustrar esos textos que tanto le apasionaron. Este inglés solitario y extravagante, en sus veintiséis años de vida delineó e ilustró buena parte del fin de siglo. Esta imagen, además, permanece escondida entre las manos de los bibliófilos. Un encargo le obligó a dejar su trabajo burocrático (siempre se abandona un oscuro trabajo de oficina: Gauguin, Beardsley; pensemos en El cuarto rojo de Strindberg...). Sus primeras obras importantes las realiza para la nueva edición de la "Muerte de Arturo" de Malory (1891-1892), (más de trescientas ilustraciones, más iniciales y grecas). Poco a poco "creó una nueva relación entre el campo temático de la ilustración y su recuadro, iniciando una nueva época de las artes gráficas" (Hofstätter). Rechaza, como Whistler, la naturaleza como modelo. Ama tanto la artificialidad que incluso trabaja prescindiendo de la luz natural. Como en el piso de Des Esseintes, todo estaban decorado en negro. Realiza sus dibujos sin boceto previo, va dibujando con lápiz y los corrige sobre la propia hoja, luego grababa el aguafuerte y no en madera (como las obras tradicionales de la Kelmscott Press de Morris), de este modo podía producir cosas frescas y originales. En realidad todo era muy sencillo, él mismo caricaturizó su método: "se trataba simplemente de derramar una gota de tinta china y dejar que ella fuera creando su propio espacio, al azar". Da mucha importancia al equilibrio entre líneas y campo. Contrarresta la sinuosidad excesiva con trazos verticales y horizontales y también usa las líneas punteadas como réplica a las amplias manchas de negro o a los espacios blancos. "Su arte no conoce el espacio ni la fuerza de la gravedad, ignora la naturaleza y la anatomía y nada sabe de plástica ni de la luz que moldea las sombras" (Schmutzler). La expresión la tiene la línea y luego, contrastados, planos de blancos y negros, dibujo en positivo contra el negativo. No es necesaria la perspectiva. El arabesco todo lo crea, separa a las figuras de su entorno, pero de alguna forma nos hace ver que pertenecen a él: es la más fiel expresión de lo que todos conocemos por línea modernista. En 1893 ilustra la versión inglesa de la "Salomé" de Oscar Wilde; fue el único que, a decir de su autor, "sabe lo que es la danza de los siete velos y es capaz de verla". Pero no será simple ilustración del texto, sino que a partir de la inspiración asociativa que éste le evoca, su arte volará. Sus figuras preferidas son el Pierrot -con el que se identifica- y la mujer pérfida. De las escenas indecentes pero de factura limpia e inocente, como los grabados de Utamaro, se desprende una profunda ironía y un tono perverso, agudo e incisivo como la fina y penetrante línea. En las paredes de su apartamento se podían ver los grabados eróticos de Utamaro. Sus primeras influencias vinieron de la xilografía medieval y la ornamentación celta. Se interesa por los grabados franceses del siglo XVIII y la elegante artificiosidad rococó. También la pintura griega de vasos áticos y la fuerza de las siluetas de Toulouse-Lautrec, Morris, Burne-Jones, Blake, Whistler. Dibujó el vicio en un tono histérico como si de un "ritual social ceremonioso se tratara". Ilustró la "Lisístrata" de Aristófanes y al final de su vida, convertido a un catolicismo muy del tono de la época, pedirá que se destruyan estas ilustraciones. En el primer número de la revista "The Studio" (1893), realiza el diseño de la cubierta. En 1894 funda una revista artístico-literaria, "The Yellow Book"; quería hacer una revista "valientemente moderna" que llenara un vacío entre tantas convenciones. Sus dibujos no ilustraban textos sino que aparecían de un modo independiente. Motivo de varios escándalos, fue considerada como el Oscar Wilde de las revistas. También fue responsable del diseño artístico de la revista "The Savoy". La ilustración de libros como medio de comunicación masivo tiene una gran importancia en el Art Nouveau. Unos cuantos pioneros configuraron algo que fue tan ampliamente difundido e imitado que el valor estético de la originalidad de los primeros se pierde entre el valor sociológico de las imitaciones que suscitaron. Quiero mencionar aunque sea brevemente a Charles Ricketts (1866-1933), que decoró la mayor parte de los libros de Oscar Wilde. Al contrario de Beardsley, nos transmite un mundo inocente e idílico de jóvenes adolescentes, ninfas, flores, peces y pájaros exóticos, todo un mundo que se resuelve en símbolos, como si la naturaleza hubiera quedado cristalizada en ellos. La sinuosidad domina y funde letras, ornamento y figuras. Los cuerpos son plásticos y busca siempre la espacialidad (portada y viñetas para "A House of Pomegranates", 1891).
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La primera metalurgia del cobre se desarrolló en distintos lugares a la vez y de manera independiente, aunque las fechas más antiguas están documentadas en el Próximo Oriente durante el VI milenio a. C., e incluso antes. En estas regiones del mundo la evolución cultural producida a partir del proceso de neolitización fue muy rápida, llegando a configurarse unas sociedades urbanas de gran complejidad que Childe consideró como el mejor ejemplo de su revolución urbana, el segundo gran momento de prosperidad, después del Neolítico, por los que él creía que había pasado la Humanidad. En los últimos niveles de la mayoría de los yacimientos neolíticos, durante las fechas indicadas, se detecta la presencia de pequeños objetos de adorno fabricados en cobre y, aunque su mera presencia no implica un cambio brusco de todo el conjunto cultural, poco a poco va aumentando su presencia en el contexto de transformación general que antes hemos mencionado. Los ejemplos más antiguos proceden de la península de Anatolia, donde el yacimiento de Cayou Utepesi ha proporcionado finos alambres de cobre nativo, fabricados por martilleo en frío, en los niveles neolíticos del VII milenio a. C., en un ambiente todavía no claramente metalúrgico. Otro de los ejemplos anatólicos más significativos es el yacimiento de Çatal Hüyük, en el que se observa la evolución desde las etapas neolíticas hasta su conversión en un gran asentamiento en el que ya están presentes objetos de adorno de cobre en unión de restos de escorias, prueba ya de auténtica metalurgia, en el sexto milenio a. C. Las costas sirias ofrecen yacimientos clásicos de ocupación continuada desde las fases neolíticas y, así, Ugarit o Biblos muestran una estructura constructiva prácticamente urbana en la que se documenta el uso de piezas de cobre y el comercio de objetos de oro y plata en el VI milenio. En la zona de Palestina, a pesar de que existen variaciones regionales, se observa un proceso parecido, caracterizado por su velocidad de evolución, aunque más de un milenio después; el último nivel neolítico de Jericó puede considerarse de contacto con el Calcolítico, por la presencia de objetos fabricados de cobre. En Mesopotamia también son numerosos los ejemplos de yacimientos tardíos neolíticos que con rapidez van introduciéndose en un mundo urbano donde poco tiempo después aparece ya la escritura y entra en la Historia.