Fueron los Dientzenhofer una familia de arquitectos, oriundos de Aibling en la Alta Baviera, que se afincaron en Praga, en donde fijaron las bases del original barroco bohemio. Cristoph y su hijo Kilian Ignaz permanecieron allí toda su vida, pero otros miembros de la familia, Georg, Leonhard y Johann pasaron a Alemania difundiendo su estilo por Franconia. Poco después, el testigo fue tomado por el arquitecto Balthasar Neumann que con sus soberbios edificios colocó a esta región en un destacado lugar dentro del arte germano del siglo XVIII.Dominaba Franconia en esta época la familia principesca de los Schönborn, personajes cultivados, amantes de lo francés, pero, al contrario de lo que le ocurría a su vecino elector de Baviera, satisfechos de su fidelidad política y cultural con el Imperio Austriaco y orgullosos de ser propagadores del gusto germano como gustaba decir uno de ellos. Los importantes puestos que ocuparon les permitió influir en el camino que debería tomar la arquitectura a partir de entonces.Entre sus miembros merece destacarse en primer lugar Lothar Franz, conde de Schönborn, obispo de Bamberg desde 1693 y elector de Maguncia desde 1695. Pero sus sobrinos no le fueron a la zaga en su interés por el arte; fueron Johann Philip Franz, príncipe obispo de Wurzburgo en 1719, Friederich Karl, vicecanciller del Imperio y luego, en 1729, príncipe obispo de Wurzburgo; Damián Hugo, elector de Spira en 1719 y Franz Georg, elector de Tréveris en 1729.La influencia francesa queda manifiesta a principios de siglo cuando el obispo de Bamberg encarga a su arquitecto, ingeniero de fortificaciones, la construcción de una residencia que bautiza con el nombre de La Favorita. Los pabellones colocados como alas en cada lado eran un fiel recuerdo del palacio de Marly. Con el nombramiento como arquitecto a su servicio de Leonhard Dientzenhofer y sobre todo con su hermano menor Johann, que le sucede en el cargo, se produce un cambio de rumbo en los gustos del obispo, que se verá cada vez más atraído por las nuevas ideas aportadas por los bohemios, aunque sin que ello significara un total olvido del arte francés.Johann Dientzenhofer (1673-1726) nació en Aibling aunque se formó en Praga y luego en Italia en donde se familiarizó con el barroco romano. Esta influencia se descubre en la primera obra que realiza a su vuelta a Alemania: la catedral de Fulda (1704-12), construida sobre el emplazamiento de una antigua iglesia. Adopta el modelo de Borromini para San Juan de Letrán e incluso dispone un baldaquino, recuerdo del de Bernini en San Pedro. Poco después, en un edificio religioso, la iglesia abacial de Banz, y en otro civil, el palacio de Pommersfelden, quedan fijadas definitivamente las características de su estilo.La antigua abadía benedictina de Banz, fundada a finales del siglo XI alcanzó un nuevo periodo de florecimiento en los últimos años del siglo XVII y gran parte del siguiente. La mayor parte de los edificios conventuales se encargaron a Leonhard Dientzenhofer, pero la iglesia construida entre 1710 y 1719 es obra de su hermano menor Johann. En ella culminan los experimentos espaciales que habían sido iniciados por esta familia de arquitectos en Praga con la iglesia de San Nicolás de Mala Strana. La planta de la nave está formada por dos óvalos transversales, enlazados por otro central más pequeño, más dos secciones de óvalo en los extremos de dicha nave. Se crea así una sucesión rítmica de intervalos anchos e intervalos estrechos, que se completa con las capillas laterales también ovales.La complicación aumenta cuando dirigimos nuestra mirada a lo alto: las tribunas onduladas y las pilastras colocadas al través cuestionan el valor del muro como elemento de cierre y las bóvedas, cubiertas por grandes frescos, dibujan espacios que no se corresponden exactamente con los óvalos de la planta. El resultado es la contracción y expansión simultánea de unidades espaciales, desarrollo de los experimentos sobre la compenetración de los espacios del italiano Guarino Guarini y que serán llevados a sus últimas consecuencias por Neumann en la vecina iglesia de Vierzehnheiligen. La conexión de esta nave con un largo y estrecho presbiterio que conduce al altar mayor se señala por dos retablos colaterales adosados a aquellos muros al través antes comentados. Cumplen una doble misión: por un lado, al quedar asociados a los otros retablos de las capillas laterales ayudan a dar la impresión de un espacio centralizado; por otro, su colocación produce un foco óptico unitario con el altar mayor, convirtiéndose en el punto capital de atención desde que se entra en la iglesia.En 1711 se inicia, por encargo del elector y obispo Lothar Franz de Schönbom, la construcción del palacio de Pommersfelden, en el que se da un paso decisivo para crear, sin renunciar a la influencia francesa o italiana, el tipo característico del palacio alemán del XVIII. Se dispone el conjunto en forma de U, con su patio de honor a la francesa, pabellones resaltados en los ángulos y un gran pabellón central. Comprendía éste un salón imperial, una sala baja y una monumental escalera, idea, al parecer, del propio obispo, aficionado a la arquitectura como otros tantos nobles contemporáneos. Presentó un proyecto al arquitecto francés Boffrand, que se limitó en realidad a alabarlo aduladoramente, y al austriaco Hildebrandt, por medio de su sobrino Friederich Karl, en aquel entonces vicecanciller del Imperio.Hildebrandt, que estaba urdiendo su proyecto del palacio del Belvedere vienés, corrigió el defecto del excesivo espacio que se concedía a la escalera en el dibujo del obispo, sugiriendo la colocación a su alrededor de una galería de tres pisos. De esta forma, sin perder el carácter monumental, el espacio quedaba racionalizado, manteniendo un equilibrio lógico con el resto de la construcción. Johann Dientzenhofer, aun siguiendo en términos generales el modelo de palacio austriaco, le da un carácter mucho más plástico, más expresivo y con soluciones más dinámicas, a semejanza de lo que hacía su familia en los palacios bohemios. En Pommersfelden quedan fijadas las pautas del que será el palacio más importante de los Schönborn, el palacio episcopal de Wurzburgo.
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El panteón babilonio comprende multitud de dioses, algunos de tradición propia, otros incorporados por contacto o herencia de otros pueblos, los de sumerios y acadios. Los teólogos se vieron obligados a manejar un amplísimo conjunto de dioses, que, según un recuento del siglo IX a.C., pudo llegar a los 65.000. La preocupación del hombre en Babilonia por su existencia en el mundo, la presencia constante de lo sagrado en la vida diaria y la comprensión de lo que le rodea le llevó a confeccionar relatos míticos como el Enuma elish o Poema de la Creación. Los dioses se agrupaban en dos conjuntos, según adscripción fuera celestial -entonces eran llamados Igigu- o terrestre -Anunnaku-. Por encima de ellos estaba el dios de la ciudad de Babilonia, que se convirtió en la deidad nacional cuando fue constituido el Imperio y fue elevado a la categoría de dios principal del panteón. Progresivamente fue ganado en contenidos y adscripciones, de tal forma que fue llamado hasta de 50 maneras distintas y se le hizo protagonista del mito sobre el origen del mundo, el Poema de la Creación. Junto a él ascendieron en la jerarquía de dioses Zarpanitum, su esposa, y Nabu, su hijo. Generalmente los dioses se agrupaban en tríadas. La más antigua era de carácter cósmico, y agrupaba a Anu, es decir, el cielo; Bel, la tierra y Ea, el agua. La siguiente triada tenía carácter astral, estando integrada por el dios lunar Sin, protector de Babilonia; el dios solar Shamash, deidad de la Justicia, y la diosa del amor y la guerra Ishtar, es decir, el planeta Venus. Además de éstas otros dioses importantes eran Adad, deidad de la tormenta y la lluvia; Ninurta, de la guerra, la agricultura y la caza; Gibil, del fuego; Nergal, señor del Más Allá, en el que reina junto a Ereshkigal, su esposa, etc. Además de en los dioses, los babilonios creían en la existencia de otros seres sobrenaturales, algunos positivos y otros negativos. Estos eran más numerosos y estaban divididos en siete clases. Se les representaba como a monstruos causantes de desgracias y enfermedades, como Lamasthu, cuya acción maligna provocaba la muerte de los niños, o los nefastos Utukku, los Etemmu y los Gallu. Para contrarrestar su acción se recurría al exorcismo y la magia, además de amuletos protectores.
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A partir de la Olimpiada de Amberes (1920), los Juegos Olímpicos adquirieron importancia inusitada, por participación deportiva e interés popular. El deporte fue en adelante o vehículo del nacionalismo popular o cuando menos, instrumento para la expresión de apasionadas lealtades colectivas. Los públicos empezaron a vivir los éxitos y fracasos de sus equipos deportivos como éxitos y fracasos nacionales o locales. Eso ocurrió en Francia con las victorias internacionales de los tenistas Borotra, Lacoste, Cochet y Brugnon y del boxeador Carpentier, o en Italia, con los triunfos, ya en los años treinta, de su equipo nacional de fútbol y de sus campeones ciclistas. Acontecimientos como la Copa de fútbol inglesa -que desde 1923 se celebró en el estadio londinense de Wembley-, o como la vuelta ciclista a Francia o el "giro" de Italia o como ciertos combates de boxeo, se convirtieron en hechos sociales de trascendencia nacional. 145.000 personas, por ejemplo, asistieron en 1926 en Estados Unidos al combate entre Jack Dempsey y Gene Tunney. Con la disputa en 1930 del primer Campeonato del mundo -que ganó Uruguay-, el fútbol se convirtió en el primer gran espectáculo deportivo internacional. En Estados Unidos, el vigor y competitividad de determinados deportes propios ("base-ball", fútbol americano, "basket-ball") parecían corresponderse idealmente con el vitalismo y la energía de la comparativamente joven sociedad americana. Los deportistas -hombres como Babe Ruth, Joe Louis, Weismüller y Jesse Owens (y en Europa, como Magne, Leduc, Fred Perry, Schmelling y Carnera)- se convirtieron en verdaderos mitos populares. Algunos escritores (Prévost, Montherlant, Giraudoux, Hemingway) se sintieron atraídos por los ingredientes de belleza, fuerza, dinamismo, emoción y violencia consustanciales al deporte. El pintor norteamericano George Belows pintó en cuadros extraordinarios algunos de los grandes combates de boxeo de la época.
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Junto al culto público, los romanos presentaban un culto privado, más personal e intimista. El pater familias oficiaba como sacerdote, era el responsable de los ritos dirigidos a las divinidades domésticas: los lares y los penates. Además, cada individuo rendía culto a su genio personal. El pater familias debía conocer perfectamente el ritual familiar, pues suya era la responsabilidad de cuidar de su prole. Era él quien realizaba las ofrendas y quien pronunciaba las palabras precisas de manera correcta, pues de su habilidad dependía la seguridad y el bienestar de sus habitantes. En cada casa había una capilla -lararium- o una simple hornacina con un altar, ubicados en el atrio. En este lugar se veneraba a la diosa Vesta y a los espíritus protectores del fuego y el hogar o lares. Estos se representaban en pinturas o mediante estatuillas. El culto a los lares se celebraba especialmente en los días festivos, realizándoseles una ofrenda en todas las comidas, al final de las cuales se dejaba una pequeña cantidad para ellos. Todas las ocasiones festivas para la familia se iniciaban con una ofrenda de perfumes y guirnaldas a los lares. Fuera de la casa, los lares eran adorados también en pequeñas capillas ubicadas en los límites de los campos cultivados, que marcaban la frontera simbólica de la propiedad familiar y el ámbito de lo propio. Además de los lares, los penates eran dioses de veneración doméstica. Estos eran considerados los protectores de la despensa y la casa en general, aunque, con el tiempo, fueron subsumidos dentro del conjunto de los lares. Otros seres del culto doméstico eran los manes, espíritus de los antepasados muertos. A ellos se acudía en solicitud de favores, existiendo la obligación de recordarles una vez al año. En su honor se celebraban fiestas funerarias, en las que los difuntos eran obsequiados con alimentos, flores, bebidas y regalos. Además, la familia debía rezarles a diario y mandar hacer unos retratos que eran colgados de las paredes de la casa. Si todo este ritual no era debidamente seguido, los romanos pensaban que el alma del difunto erraría constantemente hasta convertirse en un espíritu maligno. Cuando alguien moría, otros manes acudían al entierro, representados por como maniquíes voluntarios con máscaras de cera identificativas. El cadáver del finado se transformaba en sombra y pasaba entonces a formar parte del reino de los manes. Este concepto sufrirá una profunda transformación cuando en el Imperio Romano entre con fuerza el cristianismo.
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Los dioses mexicanos Ya dije la forma y grandeza de los templos, cuando conté la magnificencia de México; aquí diré solamente que los tenían siempre muy limpios, blancos y bruñidos, y los altares muy adornados y ricos, Colgaban de las paredes cueros de hombres sacrificados, embutidos de algodón, en memoria de la ofrenda y cautiverio que de ellos había hecho el rey; cuanto más limpios estaban los templos, tanto más sucios estaban los ídolos, de la mucha sangre que continuamente les echaban y de la goma que les pegaban. No había número de los ídolos de México, por haber muchos templos, y muchas capillas en las casas de cada vecino, aunque los nombres de los dioses no eran tantos; mas, sin embargo, afirman pasar de dos mil dioses, y cada uno tenía su propio nombre, oficio y señal; como decir Ometochtli, dios del vino, que preside los convites, o causa en que haya vino; tiene sobre la cabeza una especie de mortero, donde le echan vino cuando celebran su fiesta devota, y la celebran muy a menudo y como el santo lo manda. A la diosa del agua, que llaman Matlalcuie, la visten camisa azul, que es el color del agua. A Tezcatlipuca le ponían anteojos, porque, siendo la providencia, debía de mirarlo todo. En Acapulco había ídolos con gorras como las nuestras; adoran el Sol, el fuego, el agua y la tierra, por el bien que les hacen; adoran los truenos, los relámpagos y rayos, por miedo; adoran a unos animales por mansos y a otros por bravos, aunque no sé para qué tenían ídolos de mariposas; adoraban la langosta para que no les comiese los panes; las pulgas y mosquitos para que no les picasen de noche, y las ranas para que les diesen peces. Y aconteció a unos españoles que iban a México, en un pueblo de la laguna, que pidiendo de comer otra cosa que pan, les dijeron que no tenían peces desde que su capitán Cortés les llevó su dios del pescado; y era porque entre los ídolos que les derribó, como hacía en cada lugar, estaba el de la rana, a la cual tenían por diosa del pescado, que cantando los convidaba a ello. Si la respuesta fue de creerlo, así, simples eran; más si fue maliciosa, gentilmente se excusaron de darles de comer. Quizás adoraban la rana porque, siendo todos los demás peces mudos, ella sola parece que habla.
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Las divinidades primordiales y preolímpicas son: Gea- La Tierra, como diosa primordial, esposa de Urano, al que a su vez engendró, y madre de los Gigantes, de los Titanes y de Cronos. Urano.- Divinidad primordial del Cielo y esposo de Gea. Dejaba a sus hijos encerrados en las entrañas de la Tierra hasta que uno de ellos, Cronos, lo castró. De la sangre de esta emasculación, caída sobre el mar, nació Afrodita. Cronos.- Hijo de Gea y Urano, al que castra con una hoz en complicidad con la madre. Esposo de Rea, devoró a todos sus hijos para evitar que reinaran, hasta que, al nacer Zeus, Rea le engañó, haciéndole tragar una piedra envuelta en un pañal. Zeus le destronó. Atlas y Prometeo.- Titanes, hermanos, condenados por Zeus. Atlas sostiene la bóveda del cielo mientras que Prometeo robó el fuego celeste que entregó a los hombres. Proteo, Nereo y las Nereidas.- Dioses originarios del mar, cuyos secretos conocen y guardan. Nereo es el padre de las Nereidas, las cincuenta ninfas del mar entre las que se encuentra Tetis. Poseidón asumirá en parte sus funciones.
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En realidad, las Cortes inauguraron sus sesiones, no en Cádiz, sino en la isla de León, en un teatro que fue especialmente adaptado para aquella ocasión, y que desde entonces denominó Teatro de las Cortes. ¿Quienes fueron los diputados que asistieron a aquellas sesiones? No resulta fácil determinar, ni el número, ni el perfil social, ni siquiera la ideología de los representantes que en algún momento, a lo largo de los tres años en que las Cortes estuvieron reunidas, ocuparon un asiento en sus sesiones. En un principio puede llamarnos la atención el hecho de que los hombres que emprendieron la tarea de transformar de modo radical -aunque por el momento fuese sólo en teoría- la estructura social, económica, política e institucional del país, fueran tan poco numerosos. La sesión inicial sólo pudo contar con la presencia de 95 diputados, de los que más de la mitad eran suplentes. Este número fue aumentando, de tal manera que la Constitución, aprobada el 19 de febrero de 1812, llevaba ya 184 firmas; y el acta de disolución, de fecha 14 de septiembre de 1813, estaba firmada por 223 diputados. No obstante, la cifra teórica de 240 diputados (uno por cada 50.000 habitantes) nunca llegó a completarse. De estos diputados, no todos fueron titulares, aunque Ramón Solís quita importancia a los suplentes, pues afirma que su número fue muy reducido -sin duda mucho más en las últimas sesiones que en las primeras- aunque entre ellos estaban algunos de los liberales más destacados. Como afirma F. Suárez, hasta que no se estudien a fondo las actas de las sesiones y las sustituciones, incorporaciones y anomalías que se registraron entre los diputados a estas Cortes extraordinarias y generales, no podremos conocer con certeza quiénes eran todos y cada uno de aquellos representantes. Por esa razón, resulta muy complicado establecer una clasificación de los diputados por categorías socio-profesionales. Melchor Fernández Almagro intentó realizar un estudio en este sentido y Ramón Solís le dedicó también a esta cuestión unas páginas en su libro. Sin embargo, los resultados que ofrecen uno y otro no son del todo coincidentes. A pesar de ello, se pueden extraer algunas notables conclusiones del esfuerzo de los dos historiadores. En primer lugar, es de destacar el elevado número de eclesiásticos existentes entre los diputados, pues representaban aproximadamente un tercio del total. Es decir, es una representación similar a la que tenían derecho a ejercer en las Cortes del Antiguo Régimen. Les siguen en número los abogados, quienes según Solís, representaban un 18 por 100 de la totalidad. El resto estaba formado por militares, funcionarios, algunos nobles y unos pocos comerciantes. Brillan por su ausencia los artesanos, los trabajadores de la industria y, sobre todo, los campesinos. En definitiva, parece que fueron las clases medias urbanas las principales protagonistas de las Cortes de Cádiz. Atendiendo a la actitud que estos diputados mantuvieron a lo largo de las sesiones, es posible también realizar una clasificación ideológica. Federico Suárez propuso una división tripartita, en la que los innovadores serían los partidarios de las reformas radicales; los renovadores representarían la defensa de unas ciertas reformas moderadas y basadas siempre en la tradición; y por último, los conservadores, un grupo de inmovilistas que no deseaban en absoluto ningún tipo de reformas. Sin embargo, la división más simple y de mayor aceptación para clasificar ideológicamente a los diputados es la que los divide en absolutistas -enemigos de las reformas- y liberales, partidarios de los cambios radicales. Claro es que pensar que cada uno de estos grupos estaba nítidamente definido y que tenía un programa perfectamente elaborado y que, además, actuaba pensando en intereses de partido, es algo absurdo por anacrónico. Lo que sí se puede es, a través de sus discursos y de sus intervenciones en los debates, detectar en los liberales una serie de ideas de clara influencia de los pensadores políticos franceses, como Rousseau y Montesquieu, entre otros, y de los filósofos ingleses, como John Locke. Con todo, en los líderes que pronto destacaron en las discusiones, contaba más su personalidad que la doctrina que alimentaba sus discursos. La elocuencia y la retórica jugaron un papel esencial en sus intervenciones. El divino Argüelles, el poeta Quintana, Calatrava, o Muñoz Torrero, tenían tanto en consideración la belleza de sus discursos como la trascendencia de sus propósitos. En este sentido, cabe achacarle a los diputados liberales la propuesta de unas soluciones tan abstractas, que pecan de vaciedad. El sacerdote sevillano Blanco White, emigrado a Londres y de una actitud crítica hacia los legisladores gaditanos, denunció su obra "...porque han querido hacerlo todo por un sistema abstracto". No obstante, la tarea que llevaron a cabo estos diputados durante la reunión de las Cortes en Cádiz fue inmensa. En total, se celebraron 1.810 sesiones, de las cuales, 332 tuvieron lugar en la isla de León y 1.478 en el Oratorio de San Felipe Neri, en Cádiz, a donde tuvieron que trasladarse las Cortes a causa del avance de los franceses y una vez que había pasado el peligro de la epidemia de fiebre amarilla que había impedido su celebración allí desde la primera hora. Sin embargo, no toda la labor de las Cortes consistió en la aprobación de reformas. De los 409 decretos expedidos, sólo un centenar contienen disposiciones de reforma política, social, económica o administrativa; el resto son decisiones de trámite, o de administración normal para un país que continuaba en guerra. En un estudio realizado por José Luis Comellas sobre el proceso reformador de las Cortes, se advertía la existencia de tres etapas a lo largo de los tres años que duraron las reuniones. Es como si se hubiese establecido un cierto orden a la hora de afrontar las cuestiones que había que tratar y reformar en el curso de las sesiones. En la primera de esas etapas, que abarca desde septiembre de 1810 hasta junio de 1812, predominan las reformas de carácter político; en la segunda, desde julio de 1812 hasta mayo de 1813, hay un predominio de las reformas de carácter social; y por último, las reformas económicas tienen lugar en su mayor parte entre abril y septiembre de 1813.
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La mayor prueba de este conservadurismo estético se halla en que el grupo más nutrido de escultores que conocemos entre fines del siglo IV y mediados del III a. C. es el formado por la escuela de Lisipo, y, según nos recuerdan las fuentes antiguas intentando alabarlos, algunos de ellos eran tan buenos... que sus obras no se distinguían de las del maestro. Con tal presentación, sin duda quedará menguada nuestra curiosidad por tales escultores; pero lo cierto es que algunos realizaron obras tan asombrosas y admiradas que merece la pena detenernos en ellos. Además, hay que tener en cuenta que son la casi totalidad de los conocidos por su nombre en esta época, ya que tuvieron la fortuna de contar entre sus filas a Jenócrates de Sición, considerado el creador, e incluso el mejor cultivador de la historia del arte en la antigüedad -Plinio lo cita muy a menudo-, y éste impidió que sus compañeros se hundiesen en el anonimato. Cabe comenzar el catálogo por los familiares del propio Lisipo: el hermano, Lisístrato, que fue el primero en usar la mascarilla para hacer retratos, y sobre todo los dos hijos: Eutícrates, autor de obras tan insertas en el gusto de su padre como un Alejandro cazador o un Combate de jinetes, y Bedas. Este último, aunque considerado inferior a su hermano, nos es mejor conocido por haber llegado hasta nosotros una copia de su obra principal, el Adorante: se trata del llamado Orante de Berlín, un bello bronce de sinuosos perfiles, indudablemente próximo al Apoxiómeno por su actitud y facciones. Pero más importantes fueron, al parecer, otros dos discípulos de Lisipo: Eutíquides y Cares de Lindos. El primero fue conocido sobre todo por su Tìche o Fortuna protectora de la recién fundada Antioquía (300 a. C.). En una época en que las nuevas ciudades, sin deidad mítica tradicional que velase por ellas, acudían a este tipo de personificaciones, la presente obra había de convertirse en un prototipo famoso y repetido. Y en realidad no era para menos: Eutíquides supo, con gran sabiduría, llevar hasta el final los estudios de su maestro sobre la tercera dimensión. La diosa, estructurada en amplios triángulos, gira y se mueve por el espacio, a la vez que se apoya sobre el suelo rocoso, y siente, a sus pies, el fluir del pequeño río Orontes personificado. Sería imposible evocar mejor con tan escasos elementos un paisaje, y lograr a la vez el efecto paradójico, mezcla de dinamismo y sosiego, que caracteriza el deseado futuro de la ciudad. Por su parte, Cares de Lindos es el gran broncista que, en torno al 290 a. C., se encargó de fundir y poner en pie el famosísimo Coloso de Rodas. Poco sabemos de esta representación inmensa de Helio, el Sol, pues sólo los textos nos lo recuerdan; por ello preferimos dejar momentáneamente la palabra a Plinio: "La escultura tenía setenta codos de alto (unos 32 m), y cayó a tierra 66 años después a causa de un terremoto; pero aun en tierra sigue siendo una maravilla. Pocos consiguen abarcar con los brazos su dedo pulgar; sus dedos son más gruesos que muchas estatuas; allí donde los miembros se han roto se abren inmensas cavernas, y dentro se ven enormes piedras, con cuyo peso el artista había dado estabilidad a la masa durante la construcción. Se dice que para construirlo fueron necesarios doce años y trescientos talentos, reunidos al vender el material bélico que abandonó ante Rodas el rey Demetrio (en 304 a. C.), cansado de ver prolongarse su asedio" (NH, XXXIV, 41). Con estos artistas no se agota la nómina de los discípulos de Lisipo; sin embargo, nos limitaremos a citar a Fanis y a Aristodemo para pasar directamente a la generación posterior, la de los discípulos de discípulos. Entre ellos, en efecto, no puede dejar de mencionarse a Tisícrates, discípulo de Eutícrates. En efecto, es posible que conservemos, en un broncecillo procedente de Herculano, la copia de un famoso retrato suyo: el que hizo a Demetrio Poliorcetes, rey de Macedonia después de su fracasado asedio a Rodas. El monarca, cubierto sólo con una clámide, se inclina en una actitud que recuerda el Hermes atándose la sandalia, obra atribuible a Lisipo o a su escuela más inmediata. Decididamente, el ideal heroico imaginado por el viejo maestro permitía infinitas variantes, halagadoras siempre para los soberanos. Finalmente, parece de justicia concluir la escuela de Lisipo citando de nuevo a Jenócrates, el historiador y teórico del arte: si no fue tan brillante como escultor, la ciencia le debe las primeras formulaciones críticas sobre la evolución de la estatuaria clásica, y la idea de que ésta sigue una línea de perfección ascendente.
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Debido a lo nutrido del taller estrictamente familiar no debió Salzillo necesitar mucha ayuda del exterior; aun así se le conocen dos discípulos (a los que deja juegos de herramientas en el testamento del 65) que son: José López Pérez, vecino de Caravaca, que hizo escritura en 1753, y Roque López (1747-1811) que la hizo en el 65. El primero murió joven y desarrolló su obra en su ciudad de origen y alrededores. Pero Roque López continuó con gran altura estética el taller del maestro, aunque dejando relación estricta de todo lo hecho por él en un catálogo que comienza precisamente el año de la muerte de Salzillo, dado a conocer por el conde de Roche en 1898. En el año 83 firmó la Santa Cecilia del convento de Agustinas, de Murcia, de vestimenta y policromía rococó pero opulenta y sonrosada como una bien nutrida huertana; el mismo tipo repite la Samaritana de su paso en la iglesia del Carmen, también de Murcia, y entre otras muchas obras de tono más mediano, destacamos también El Resucitado, de Lorca, de rostro y anatomía salzillesca, aunque más delicado y afectado en su pose. En esta órbita salzillesca hemos de incluir también a Juan Porcel, que marchó a Madrid hacia 1748, donde tuvo una importante labor entre los escultores del Nuevo Palacio Real (Mauregato, Enrico y Alfonso I de Portugal); en Murcia hizo la Santa María de la Cabeza, de San Juan, y seguramente, su pareja, San Isidro. Y por último, también se relacionan con él, o con Roque López, los caravaqueños Francisco Fernández Caro (muerto en 1841) y Marcos Laborda (muerto en 1822); ambos eran bastante más jóvenes y murieron bien entrado el XIX. Las pocas obras que quedan son de calidad: Fernández Caro hizo una Inmaculada para la Concepción de Caravaca que se inspira y funde las dos de Dupar de la misma ciudad, y Laborda un hermoso Cristo del Prendimiento, de la iglesia de El Salvador, de esta localidad. Pero la estética de Salzillo no ha muerto en ningún momento. En el siglo XX, José Sánchez Lozano (1905) ha realizado cientos de pasos e imágenes para completar o rehacer figuras perdidas de Salzillo, actividad que, a la poca posibilidad de creación que se permitía, ha llevado con una gran dignidad artística. Y tras él, en las dos últimas décadas han menudeado otros buenos escultores, unos más fieles al antiguo maestro, otros más libres, que siguen incrementando año tras año la ya numerosa serie de pasos en Murcia (Francisco Liza Alarcón, Antonio Labaña Serrano, José Hernández Navarro), trabajando, incluso, para otras regiones (Liza, en Zaragoza).
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La llamada de los reyes, primero a Procaccini y luego a Juvara, indica que Felipe V e Isabel de Farnesio deseaban adoptar una imagen arquitectónica de la Monarquía basada en la creación italiana. Juvara, que era el profesional más famoso del momento, fue llamado en 1735 a consecuencia del incendio del Alcázar de Madrid, y pese a su temprana muerte al cabo de un año -que le impidió hacer otra cosa que dos proyectos- su influencia marcó la evolución ulterior de toda la arquitectura cortesana española hasta la época de Carlos III. El Palacio Real, cuyo proyecto ha llegado hasta nosotros en varias series de copias y del que se hizo una gran maqueta hoy perdida, había de levantarse en un terreno llano, pues Juvara no quiso de ninguna manera construir en el solar del antiguo porque su estrechez e irregularidad harían que el mejor arquitecto perdiese su crédito. Se desarrollaba ampliamente en horizontal, aunando reminiscencias e influencias francesas e italianas en la disposición general y en los alzados, dominados por un orden gigante sobre la planta baja almohadillada, conforme al consagrado modelo berninesco. Los cuatro grandes patios seguían la forma habitual en Italia; entre los dos principales se situaban la capilla y la biblioteca, y un lado entero del mayor estaba ocupado por las escaleras principales. La armonía de la disposición general, la elegancia de los alzados y su enorme tamaño habrían hecho de este Palacio Real el más importante entre los llevados a cabo en Europa durante el siglo XVIII, y posiblemente el prestigio del arquitecto hubiera acabado convenciendo a Felipe V de que se construyera así, y no en el lugar del antiguo como era la voluntad del rey. Pero Juvara murió a principios de 1736, y cuando su discípulo turinés Giovanni Battista Sachetti llegó a Madrid al año siguiente se encontró que su misión no consistía -como antes había hecho en Rívoli, por ejemplo- en ejecutar los diseños de su maestro que le había recomendado a tal efecto, sino en idear un nuevo proyecto para el histórico solar del Alcázar adaptando el de Juvara a tal emplazamiento, cosa imposible en sí misma. Sacchetti tenía listo el proyecto en 1737 y el 9 de abril de 1738 se puso la primera piedra del nuevo edificio concebido y construido con solidez para la eternidad. En nuestra opinión, el arquitecto turinés salió airoso de las dificultades que le imponían el programa a desarrollar y el ingrato emplazamiento, creando además un monumento noble, elegante y correcto dentro de los principios juvarianos directamente influidos por Bernini. A los ojos de sus contemporáneos, sin embargo, el palacio de Sacchetti distaba de ser la mejor solución a un tema tan crucial para el arte cortesano: durante la construcción se le reprochó el grosor de los muros, que quitaban al espacio habitable y lo hacían lóbrego, especialmente en el piso bajo; el tamaño relativamente reducido del patio, la distribución interior y, en ella, la posición y el tamaño de la capilla y de la escalera principal. También, y hasta el final del siglo, se consideró que era pequeño: los Borbones españoles, su Corte y los arquitectos italianos soñaban con vastísimos palacios reales que expresasen la majestad de la vasta monarquía. Esta idea había sido expresada por Juvara en su proyecto, por Vanvitelli al criticar en 1742 el edificio de Sachetti, por la opinión cortesana repetidamente y por Carlos III y Sabatini en los proyectos de ampliación sobre los que luego volveremos. Pero no fue llevada a la práctica finalmente en España, pero sí para el rey de Nápoles, por el mismo Vanvitelli, en Caserta. Las polémicas durante la construcción del palacio estuvieron dominadas por el marqués Scotti, secretario de la reina Isabel de Farnesio y su asesor en materias artísticas y planteaban, de hecho, la posibilidad de una alternativa italiana que no fuese la escuela de Juvara representada por Sachetti. Scotti, encargado de supervisar los espectáculos de ópera que empezaban a florecer en la Corte de Madrid, hizo venir y protegió a una serie de pintoresarquitectos piacentinos, seguidores de los Bibiena y de la estela que habían dejado en Bolonia y zonas limítrofes, y para quienes el fundamento del arte era la perspectiva arquitectónica, la escenográfica, y su plasmación en la pintura decorativa de las bóvedas o en las obras de arquitectura propiamente dicha. Bonavia, sobre quien volveremos luego, es la personalidad más destacable a este respecto. El debate entre estas dos posturas se mantuvo vivo en la Corte durante la década de 1740, a causa de las críticas formuladas contra Sachetti por Scotti acerca de los aspectos generales del Palacio primero y de sus escaleras principales después, dando lugar a sendas consultas en 1742 y 1746 a la Accademia de San Luca de Roma, concretamente a Fuga, Salvi y Vanvitelli. Pero ya la propia naturaleza romana del tribunal da indicios de cuál era el ejemplo que la Corte de Madrid quería seguir, y el triunfo -aunque relativo- de Sachetti en ambas ocasiones, junto al alejamiento de Scotti al morir Felipe V, dio lugar a que la opción representada por Bonavia quedarse relegada a las escenografías del Coliseo del Buen Retiro y al Real Sitio de Aranjuez. Las críticas de Scotti al proyecto de Sacchetti para el Palacio de Madrid encontraron un campo para materializarse en Riofrío, donde Isabel de Farnesio quiso crear un Real Sitio sólo dependiente de ella, y dejó definir el proyecto a su secretario, quien empleó para dar forma definida a sus ideas a un colaborador de Bonavia, Vigilio Rabaglio. De este modo, durante el reinado de Felipe V la arquitectura italiana había desplazado completamente en la Corte española a la influencia francesa, excepto en el diseño de jardines, en algunas realizaciones arquitectónicas de los ingenieros militares y en algunos casos aislados como el de Francisco Antonio Carlier, hijo de René. Tras haber iniciado su aprendizaje en La Granja como delineante hasta los catorce años, cuando su padre y jefe falleció. Francisco recibió una pensión del rey para concluir sus estudios en París y, a su vuelta en 1734, fue nombrado arquitecto real, ocupándose sobre todo de las obras en el Real Sitio de El Pardo, muy frecuentado también por los monarcas de la Casa de Borbón a causa de la caza.