En realidad, el primer ejército que se enfrentó a Alejandro en Gránico no constituía, ni mucho menos, el máximo esfuerzo que podían realizar los persas. De hecho, el Imperio acababa de pasar su propia crisis dinástica (Artajerjes había sido asesinado en el 338 a.C.), y Darío III, su sucesor, ni siquiera estaba presente en el campo de batalla. El Imperio persa estaba formado por un núcleo originario de la dinastía aqueménida (Persia y Elam), un centro económico y demográfico (Mesopotamia y, en especial, Babilonia) y una serie de provincias o satrapías de enorme extensión (Egipto-Libia era sólo una de un total de veinte), gobernadas por nobles de sangre persa y, a menudo, miembros de la familia real, que actuaban con independencia en los asuntos cotidianos. A lo largo de miles de kilómetros, y pese a la red de carreteras que se construyó, era imposible reunir fuerzas de todo el Imperio, de modo que se suponía que cada satrapía habría de resolver con sus fuerzas los problemas locales. Si la amenaza se revelaba grave, entonces actuaría el Gran Rey con su propio ejército persa y las levas locales y mercenarios que fuera necesario reclutar para complementarlo. En el año 334 a.C., el núcleo del ejército aqueménida estaba formado por los miles de hombres de la infantería profesional de la Guardia Real, caballería persa acorazada y buenas unidades de caballería ligera procedentes de las estepas del este de Persia; algunas de estas fuerzas servían de guardia a los sátrapas en provincias. A este núcleo podían añadirse contingentes de tropas mercenarias griegas o de regiones periféricas del Imperio; además, los llamados kardakes (quizá una imitación persa de los hoplitas); incluso unidades especiales de carros armados con guadañas; y finalmente, grandes masas de milicias de infantería local de escaso o nulo valor militar. Sin embargo, en el Gránico, el ejército contra el que chocó Alejandro era bien diferente. Y aquí nos enfrentamos con un problema clásico en Historia Antigua: tenemos fuentes complementarias que a la vez son contradictorias: por un lado, Arriano y, en menor medida, Plutarco y Justino; por otro, Diodoro Sículo. Este último autor es el que ofrece (17,19) una más cuidada descripción de las fuerzas persas, que incluye un detallado orden de batalla de las siete unidades de caballería (aparentemente de entre mil y dos mil hombres cada una, lo que coincide con la base decimal de la organización militar persa), que sumaban unos diez mil jinetes. Proporciona, además, el nombre de muchos de los comandantes persas de caballería, así como las nacionalidades de las tropas: paflagonios, bactrianos, hyrcanios y medos, entre otros. Aunque la descripción de las unidades de caballería es coherente y plausible, sus cifras son increíbles en lo que se refiere a los infantes: cien mil; entre ellos, mercenarios griegos. En cambio, según Arriano (1,14,4), que es, en general, más fiable como fuente aunque no proporcione tantos detalles sobre este particular, los persas contaban con 20.000 jinetes y 20.000 hoplitas mercenarios griegos, encuadrados en una falange griega normal. Esto último no era ninguna novedad: desde hacía muchas décadas e incluso siglos, mercenarios griegos combatían en Oriente al servicio de faraones egipcios y reyes orientales; al fin y al cabo, los famosos Diez Mil de la Anábasis, y el propio Jenofonte, no fueron sino mercenarios griegos al servicio de una facción en lucha por el trono de Persia. Dados los problemas sociales y económicos de las ciudades griegas, ésta era una profesión reconocida y en modo alguno degradante a ojos de los griegos que permanecían en la Hélade: ya veremos por qué insistimos en este detalle. No parece que antes de la batalla del Gránico los persas hicieran levas locales, lo que indica, por un lado, que no se consideró necesaria una movilización general y por otro, que el ejército persa era poderoso y bastante homogéneo, contando con buena caballería pesada y ligera y una infantería griega que era incluso más sólida, y estaba mejor entrenada y armada, que cualquier infantería persa incluyendo los Inmortales. Tampoco era de temer que combatieran con poco ardor contra otros helenos, sobre todo si eran macedonios semibárbaros. La mayoría de los autores modernos acepta, pues, un ejército de unos 40.000 persas. Sin embargo hay buenas razones para creer, siguiendo a A. M. Devine y a J. Fuller, que el contingente de mercenarios no era superior a los 4.000-5.000 hombres de Memnon que aparecen citados previamente por Diodoro (17,7,3-10) y Polieno (Estratagemas 5,44,4). En conjunto, pues, y coinciden con Fuller y Devine, parece lo más probable que el ejército persa contara con entre 10.000 y 20.000 jinetes (y mejor la primera cifra que la segunda, contra Hammond), y con unos 5.000 hoplitas. Un ejército provincial reducido pero potente, cuya número y composición ayuda a entender mejor que cualesquiera otras cifras la peculiar formación de batalla de los persas y el desarrollo del combate. Es un buen ejemplo, además, de las dificultades que plantean las fuentes (todo esto sin contar con Justino, que se descuelga con la cifra de 600.000 persas (11,6,11). Uno de los problemas que afectaban al ejército persa era, sin duda, el viejo síndrome de "mucho jefe para tan poco indio". Las fuentes citan entre los altos oficiales persas al mismísimo yerno de Darío, Mitrídates; a los sátrapas de Cilicia (Arsames), Frigia del Helesponto (Arsites), Jonia (Espitridates), Capadocia (Mithrobuzanes), Frigia (Atyzes), además de otros grandes personajes de la familia real, el rodio Memnon y Omares, jefe de los mercenarios. El desarrollo de la batalla, y la elevada tasa de muertes entre estos jefes, demuestran que aunque los sátrapas podían luchar valerosamente y morir al frente de sus hombres -dando un ejemplo que luego Darío III no iba a seguir- no tuvieron control alguno de la batalla, que se desarrolló al ritmo que marcó Alejandro. El ejército macedonio, modelado según las reformas realizadas por Filipo, no estaba en el Gránico al completo de sus efectivos. Pese a lo que algunos autores modernos han inventado (porque no hay la menor referencia en las fuentes), ante el Gránico el rey Alejandro no llevaba casi ninguno de sus contingentes griegos aliados, que guarnecían todavía las costas del Egeo, sino sólo sus doce mil falangistas e hipaspistas macedonios (divididos en seis regimientos o taxeis de falangistas a 1.500 hombres, es decir, unos 9.000, además de 3.000 hipaspistas), unos mil infantes ligeros y un fuerte contingente de unos 5.000 jinetes; no hay nada que nos autorice realmente a elevar las fuerzas macedonias a 32.000 infantes y 4.500 jinetes (Diodoro,17,17), que eran el total de lo que Alejandro llevó a Asia. Así pues, los macedonios contaban con unos 18.000 hombres frente a, probablemente, unos 15.000 o, como máximo, 25.000 persas. Los dos ejércitos estaban bastante equilibrados: el mejor entrenamiento y coordinación de los macedonios quedaba en parte compensado por la posición defensiva escogida por los persas. En todo caso, y en la batalla del Gránico al menos, el mito de las incontables masas de asiáticos dispuestos a aplastar por el número al diminuto y profesional ejército macedonio debe quedar como lo que en buena parte es: un mito construido desde época imperial romana.
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En el inicio de la guerra, los atenienses cuentan con unos importantes efectivos en lo que se refiere a recursos marítimos. Han acumulado con el tiempo seis mil talentos procedentes de los tributos de la alianza, poseen trescientas trieres y abundantes thetes y metecos para dotar la flota, a la que se suman las naves de Samos, Quíos, Lesbos y, recientemente, Corcira. Los tres mil hoplitas eran menos que los peloponesios y, en principio, no se contaba como fuerza eficaz con los mil doscientos caballeros, que, en estos momentos, sólo se utilizaban para la defensa de los territorios más próximos a la ciudad y en misiones especiales. Los peloponesios cuentan fundamentalmente con un potente ejército de cuarenta mil hoplitas. Tucídides dice que su condición de campesinos les obligaba a evitar las acciones que los alejara excesivamente de su propio territorio. En el mar se mostraban muy inferiores, por todo lo cual confiaban en poder realizar una campaña rápida y definitiva que dejara a los atenienses incapacitados para seguir ampliando su dominio marítimo. Una guerra prolongada, que los mantuviera largo tiempo alejados de su territorio, podía ser fatal para el mantenimiento de sus propias estructuras internas, que requería atención constante en el plano económico y en el de la represión de los hilotas. Los aliados de Esparta aportaban en total cien trieres, pero tenían graves dificultades para la reposición, pues Atenas controlaba los más importantes accesos a las zonas madereras. Más grave era incluso el problema del reclutamiento de remeros, que en Atenas se hacía entre los thetes, libres sin tierra de los que no había equivalentes en las ciudades donde la ciudadanía seguía determinada por la condición hoplítica. La utilización de esclavos no resultaba igualmente favorable, por eficacia y por seguridad.
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El conjunto de circunstancias adversas por las que atravesó la demografía europea del siglo XVII tuvo como efecto una severa ralentización del ritmo de crecimiento poblacional que había caracterizado a la coyuntura expansiva del XVI. En conjunto, la población del Continente pasó de unos 100-110.000.000 de habitantes en 1600 a unos 110-120.000.000 en 1700. La tendencia general del siglo apunta, pues, hacia el estancamiento o, en el mejor de los casos, a un crecimiento débil y condicionado. Si en el siglo XVI la población europea incrementó sus efectivos en aproximadamente un 25 o un 30 por 100, en el XVII, la proporción se redujo a un 10 por 100. El crecimiento medio anual se mantuvo, por tanto, en límites muy moderados. La evolución fue, sin embargo, dispar. E1 balance general encubre tendencias diversas que respondieron a un conjunto de factores distintos en cada caso. En cada particular ámbito geográfico se encuentran respuestas variables a la crisis. Así, mientras la Península Ibérica cerró el siglo con un saldo desfavorable, la población de Irlanda aumentó significativamente. En otros casos los totales de población permanecieron estancados. R. Mols ofrece las siguientes estimaciones comparativas para la población europea de comienzos y finales del siglo XVII, sobre los cuales se han hallado los correspondientes porcentajes de crecimiento: 1600 1700 Crecimiento(%) Península Ibérica 11,3 10,0 -11,5 Italia 13,3 13,3 - Francia 18,5 20,0 8 Países Bajos 2,9 3,4 17 Islas Británicas 6,8 9,3 37 Países Escandinavos 2,4 2,8 17 Alemania 15,0 15,0 - Suiza 1,0 1,2 20 Países danubianos 7,0 8,8 26 Polonia 5,0 6,0 20 Rusia 15,5 17,5 13 Balcanes 8,0 8,0 - TOTAL 104,7 115,3 10 Datos: En millones de habitantes. Estas cifras no deben ser tomadas sino con mucha prevención. La escasez de fuentes fidedignas obliga a los demógrafos a desenvolverse, con mayor frecuencia de la deseable, en marcos meramente hipotéticos, lo que conduce a desacuerdos radicales entre los resultados de sus estudios. Ello aconseja a tomar siempre cualquier conclusión como provisional. Para reafirmar la necesidad de tal precaución basta comparar las estimaciones de R. Mols con las realizadas por P. Chaunu también sobre la población europea del XVII. En el caso de Alemania, por ejemplo, este último considera que la guerra de los Treinta Años representó un auténtico derrumbe demográfico de profundas y duraderas consecuencias. La población alemana, próxima a los 20.000.000 de habitantes en 1600, no sobrepasaría en mucho los 7.000.000 en torno a 1650-1660. La rápida recuperación iniciada desde entonces significó llegar a los 10.000.000 en 1700, pero el nivel de población de comienzos del XVII no se volvería a alcanzar hasta mediados del siglo XVIII. También resulta útil la comparación de las cifras ofrecidas por ambos autores en el caso de Inglaterra. En efecto, lo que ofrece Mols es una estimación global de la población de las islas británicas, que refleja el crecimiento relativo más alto de Europa. Pero la contribución de Irlanda resulta en este sentido esencial, pues en el plazo del siglo logró aumentar sus efectivos humanos de uno a más de dos y medio millones de habitantes, y ello a pesar de la crisis que atravesó en las décadas centrales de la centuria. En cambio Inglaterra permaneció próxima a los límites de la estagnación. Los 5.500.000 habitantes de 1695 a los que se refiere Gregory King no representan sino un tímido crecimiento respecto a la población de un siglo antes. El posible desacuerdo de las cifras alcanza también al caso polaco, tanto por lo que se refiere a las cantidades absolutas como a las relativas. Al contrario que Mols, P. Chaunu estima que la población de Polonia disminuyó sus efectivos en el siglo XVII; en cambio, el punto de partida es muy superior para éste: más de 10.000.000 de habitantes, frente a los 5.000.000 de aquél. ¿Qué evidencia todo ello? Básicamente, la existencia de grandes lagunas y puntos débiles en los conocimientos sobre la población del Seiscientos, producto tanto de la escasez y poca fiabilidad de las fuentes conservadas como de la insuficiencia de los estudios realizados hasta la actualidad. A pesar de las diferencias mencionadas como ejemplo, existe, eso sí, un consenso generalizado acerca del signo de la evolución demográfica de la Europa del XVII. Apenas nadie duda de que el ritmo de crecimiento del XVI se vio detenido en la mayor parte de los países a lo largo de una serie de impactos sucesivos entre las últimas décadas de dicho siglo y las primeras del siguiente. Parece también claro que los años centrales del XVII resultaron los más críticos y depresivos y, por último, que el balance global apunta hacia el estancamiento o, en el mejor de los casos, hacia un crecimiento muy comprometido. Las conclusiones no son sólidas ni definitivas, pero sí bastante orientativas. El análisis poblacional es, en todo caso, inseparable del estudio de las particulares condiciones económicas en las que se desenvolvió el siglo.
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De lo que no cabe duda, desde luego, es del efecto negativo que tuvo el dominio de la República Romana en las finanzas públicas de las póleis griegas: el brutal cobro de los impuestos, las exacciones y robos por parte de los gobernadores, provocan el hundimiento de los tesoros ciudadanos. En consecuencia, los grandes edificios ven paralizadas sus obras, y en todo el Helenismo Tardío no hay prácticamente más arquitectura que la privada, que ya contemplamos al hablar de las casas de Delos, y algún edificio de escasa entidad. Así, aparte de los últimos acondicionamientos de algún santuario, como el de Lindos, o de la construcción de templos pequeños, como los que pueden verse en la propia Delos, sin duda el monumento más digno de mención -y más por su novedad científica que por su verdadera entidad arquitectónica- es la llamada Torre de los Vientos de Atenas: se trata de la instalación de un reloj de agua y de una veleta para el viento, y fue tan curiosa que el propio Vitruvio no dejó de admirarla: "Algunos han sostenido que los vientos no son más que cuatro... Otros, con más exactitud, han dicho que son ocho, y entre ellos especialmente Andrónico Cirrestes que, como demostración, ha levantado en Atenas una torre octogonal de mármol y en cada uno de sus lados ha hecho esculpir la imagen de cada viento de cara hacia donde sopla; sobre esta torre, rematada por una pirámide también de mármol, y en su cima colocó un Tritón de bronce que en su mano derecha extendida tenía una varita y estaba dispuesto de modo que, al girar este Tritón a impulso del viento que soplara, la varita viniese a caer sobre la imagen del viento que reinaba" (Vitruvio, I, 6; trad. de A. Blánquez). Muy distinta, en cambio, fue la situación de la escultura y la pintura, para las que no era necesario desembolsar grandes fortunas, y que podían, muy a menudo, ser objeto de compra por privados. Exvotos de santuarios, estatuas honoríficas para ágoras y foros, adornos de peristilos, podían ser comercializados en cualquier parte, y hasta imágenes de culto se enviaban a los templos de Roma para satisfacer los nuevos gustos de sus fieles. Los romanos ricos, presa de su grave complejo de inferioridad cultural, intentaron, mediante saqueos, adquisiciones y estudio, asimilar las creaciones clásicas. Tesoros fastuosos de estatuas, cuadros y vajillas acompañaban los triunfos sobre ciudades griegas desde pleno siglo III a. C.; en el siglo II, cuando las grandes obras de la Grecia propia substituyeron a las del sur de Italia o de Siracusa en tales acontecimientos, ya parte de la aristocracia de Roma estaba preparada para recibirlas con todos los honores, o se lo proponía al menos. Inmediatamente después de su victoria sobre Perseo, L. Emilio Paulo les pidió a los atenienses un filósofo que educase a sus hijos y un pintor que conmemorase su triunfo con los pinceles; y Atenas pudo darse el gusto de enviarle a un solo hombre, Metrodoro, capaz de hacer ambas cosas a la vez (Plinio, NH, XXXV, 135). Por esta razón, es fácil comprender que Roma, como nuevo y receptivo mercado, se convirtiese en un factor muy positivo para la producción artística griega. Y la propia forma en que se dieron los contactos influyó decisivamente también en su desarrollo. En efecto, no cabe olvidar que, llegados al Egeo, los romanos se extendieron al principio por Macedonia y la Grecia propia, dejando las riberas orientales para más tarde. Ello sin duda dirigió su interés preferentemente hacia el arte ático o peloponésico, a expensas de las escuelas asiáticas. Y las gentes empobrecidas de Atenas y sus entornos, las destinadas a convertirse en mentores de la sociedad romana, tenían unas aficiones irrenunciables desde principios del Helenismo: para ellas, el viejo clasicismo de los siglos V y IV seguía siendo un ideal perdido, modelo para las artes y para la lengua y la literatura; la arruinada Grecia continental contribuía con todas sus fuerzas a mitificar la Grecia clásica.
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Cuando Holbein inserta a sus retratados en un espacio perspectivo, como en su famoso retrato de Los embajadores Jean de Dinteville y George de Selves, prototipo e hito en el género de retrato doble, la propia perspectiva es burlada insertando una calavera curiosamente deformada mediante la "anamorfosis" -también empleada por Leonardo- que, en su mensaje de vanitas dirigido sólo a quienes sepan ver, convierte las múltiples actividades de los protagonistas del cuadro, atestiguadas en los numerosos accesorios incluidos, en pura vanidad. La presencia de la calavera cuestiona toda la espacialidad del cuadro, plena de elementos de naturaleza muerta -preciosos instrumentos musicales y científicos dispuestos sobre la mesa cubierta con un elegante tapiz- que adquieren un valor simbólico, centrado en el laúd con una cuerda rota -la armonía se ha quebrado- que, a su vez, centra la composición. La obra fue realizada por Holbein para recordar la visita, acaecida en Londres en 1513, del eclesiástico Georges de Selve -que en el lienzo se presenta a la derecha- a su amigo Jean de Dinteville, embajador francés en la capital inglesa. Los dos personajes son emprendedores jóvenes de la época ya que con 25 y 29 años respectivamente habían alcanzando importantes éxitos en la carrera diplomática. De Selve había sido elevado desde niño a la dignidad obispal, acreditándose después ante la Santa Sede para convertirse más tarde en embajador en Venecia, intentando en numerosas ocasiones conciliar a católicos y protestantes. De Dinteville será uno de los principales miembros de la diplomacia francesa, siendo utilizado en numerosas ocasiones por el rey Francisco I como colaborador para los asuntos internacionales.
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Ingres realizó este lienzo en 1801 para optar al Gran Premio de Roma, convocado anualmente en París. Ya había participado anteriormente sin éxito, incluso con el voto en contra de su maestro, el artista David. Sin embargo, en esta ocasión el jurado no tuvo más remedio que reconocer la valía del pintor, que contaba 21 años. Lo más atractivo del premio lo constituía la beca que permitía al ganador continuar sus estudios en la Escuela de Francia en Roma. Esto podía ser la mayor felicidad para los pintores cercanos al círculo de David, que de esta manera podían dibujar directamente los ejemplos que veían reproducidos en grabados o relieves en la Academia. El tema para cada concurso lo elegía la propia Academia, y ese año consistía en un pasaje de la "Ilíada", donde los embajadores del rey Agamenón instan a Aquiles a regresar a la guerra. Ingres plantea en el cuadro ganador una composición en friso, como las de David, dividida en dos partes. Cada parte simboliza la guerra y la paz respectivamente. A la izquierda podemos ver al héroe Aquiles que se ha retirado de la contienda, acompañado por su amigo Patroclo y al fondo Briseida. Aquiles está dedicado a las actividades propias de la paz, como son la música y la poesía, acompañado de su mejor amigo. Las armas están abandonadas a su espalda, y apenas pueden verse. En la otra mitad, Ulises encabeza a la partida diplomática. Vestido con una capa roja, constituye un poderoso centro de atracción. Su figura está literalmente copiada de una estatua griega del siglo V a.C. Sus compañeros traen los cascos y las armas; su gesto es suave pero imperativo. A la mano extendida de Ulises responde casi involuntariamente la pierna avanzada de Aquiles, que parece estar a punto de unirse a ellos.
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Con todo, quedaba en pie el argumento de que Saddam constituía un peligro para la paz del mundo. El filósofo francés Bernard-Henri Levy le declaraba a Nathan Gardels: "No me opongo a la guerra contra Saddam. Me opongo a esta guerra contra Saddam. A nadie le da pena Saddam. Es uno de los peores dirigentes del mundo; ha gaseado a su propia gente. Un verdadero intento de genocidio (...) La paz en el mundo está amenazada por Corea del Norte, Osama Bin Laden, los grupos yihadistas pakistaníes y las organizaciones terroristas financiadas por Arabia Saudí (...) En la actualidad, el Estado verdaderamente terrorista es Pakistán. Si los terroristas adquieren armas de destrucción masiva será en Pakistán, no en Irak, debido a los vínculos -reforzados tras la guerra de Afganistán- entre el ISI (servicios secretos pakistaníes) y Al-Qaeda. Ayer, Al Qaeda estaba en Afganistán, hoy está en Pakistán. Hoy su base está en Karachi. En el interior del servicio secreto, algunos quizás no lleven la barba islámica, pero sí tienen barba en su corazón. Incluso comparten con ellos la cultura del suicidio" (El País, 9-2-2003). Es decir, Saddam es un malvado, pero no el único; es un peligro, pero no el mayor. El cuarto paquete de argumentos se refiere a los derechos humanos. Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de EE.UU., declaraba el 8-3-2003 en Munich: "El Presidente y Powell han hablado de derechos humanos. Yo también. Cuando se ve lo que está pasando, es perfectamente legítimo hablar de ellos. Yo me quedo pasmado de que Europa esté tan desinteresada en la cuestión de los derechos humanos (...) Estoy sorprendido de que el mundo no se haya mostrado más preocupado por el terrible historial de violación de los derechos humanos en Irak" (El Mundo, 9-2-2003). Trece años antes, el 12-2-1990, John Kelly, subsecretario de Estado encargado del Oriente Medio, visitaba Bagdad y era cordialmente recibido por el presidente iraquí, al que manifestaba, según Pierre Salinger: "Representáis una fuerza de moderación en la región, por lo que los Estados Unidos desean ampliar sus relaciones con Irak". Recuérdese que para entonces había concluido la Guerra Irak-Irán y ya había tenido lugar la gran represión contra los chiíes y contra los kurdos. Cálculos de organizaciones humanitarias internacionales cifran la represión contra los kurdos, entre 1975 y 1990, en un millón de personas: víctimas de ataques químicos, asesinados por soldados o policías, deportados o refugiados en otros países. Pero ¿cuando ha sido sensible Washington ante un genocidio, salvo que tuviera algún interés concreto? Por cierto, en 1990, en vísperas de la invasión iraquí de Kuwait, 208 firmas extranjeras cooperaban con los programas militares iraquíes, entre ellos con los de su industria química. El país más implicado era Alemania, seguido por Estados Unidos y Gran Bretaña, con 18 empresas cada uno. En resumen, cuando Saddam gaseaba iraníes y kurdos, para Washington ni era un genocida, ni constituía un peligro para la paz, ni vulneraba todo tipo de convenciones internacionales... "Representáis una fuerza de moderación en la región". En 1993, el presidente Ronald Reagan enviaba a Bagdad a Rumsfeld a gestionar la reapertura de relaciones diplomáticas, interrumpidas en 1967. Meses después, se acordaba ese restablecimiento, coincidiendo con el comienzo de las denuncias contra Irak por el empleo de armas químicas. ¿Cual era el objetivo de esa reapertura de relaciones diplomáticas?: vender al régimen iraquí todo tipo de materiales y armas, concederle un crédito de 500 millones de dólares y transmitirle informaciones secretas recopiladas por la CIA. Según Erik Laurent, "Hasta el final, hasta el ataque (contra Kuwait) del 2 de agosto, Saddam Hussein recibió valiosísimas indicaciones de los norteamericanos sobre el equilibrio de fuerzas en el seno del régimen saudí... y kuwaití".
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Durante toda la operación Market Garden, las tropas aerotransportadas de primera línea se mantuvieron operativas con refuerzos de paracaidistas provenientes de aviones de transporte. 4.600 toneladas de material vario fueron arrojadas por los pilotos sobre las zonas de lanzamiento, desafiando condiciones meteorológicas adversas, cazas y artillería antiaérea enemiga. Sin embargo, no todo lo que se arrojaba podía ser recuperado por los hombres de tierra: el viento se llevaba una buena parte a zonas controladas por el enemigo. Esto fue especialmente dramático para los hombres del 1er Cuerpo Aerotransportado británico, el cual pudo recuperar tan sólo el 7% de las provisiones que se les lanzaron; además, los alemanes, el segundo día de la ofensiva, ocuparon las zonas de lanzamiento inglesas alrededor de Arnhem, emulando las señales de reconocimiento británicas. Los pilotos, hábilmente engañados, lanzaron directamente a las manos del enemigo los refuerzos de armas, municiones y vituallas, dándose cuenta del error sólo cuando comenzaron a sentir sobre sus cabezas las bombas de la artillería antiaérea. Esta ultima esperó a que terminasen de lanzar todas las cajas para después abrir el "tiro al pichón", abatiendo 14 aviones y dañando más o menos seriamente al resto del grupo.
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Podríamos encontrar en esta estampa una referencia a la torpe carrera que los políticos realizan para la conquista del poder; envueltos en sus sacos llenos de ignorancia y soberbia, luchan por llegar el primero a obtener la confianza del rey que pronto les cesará para colocar en su lugar a otro "ensacado". Difícilmente estos personajes podrán resolver los acuciantes problemas de España.