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La información escrita de que disponemos indica que si no todos, la inmensa mayoría de los escultores áulicos procedía de Grecia. Los programas de embellecimiento de Roma y de otras ciudades de Italia y de provincias requirieron los servicios de tal cantidad de artistas griegos, que Grecia acusó los efectos de aquella demanda. Plinio cita a varios de los más distinguidos, unos que trabajaban aisladamente, como Afrodisio de Tralles, otros en equipo, entre éstos a los que habían llenado los palacios de los Césares en el Palatino de sus excelentes estatuas (Palatinas domos Caesarum replevere probatissimis signis), a saber: Crátero, Pitodoro, Hermolao, Artemón, Diógenes de Atenas, autor de las cariátides, y de las esculturas del frontón del Pantheon de Agripa. Entre ellos tienen que estar los autores del Ara Pacis y de los clípeos y cariátides del Foro de Augusto. Sus nombres no dejan lugar a dudas de que eran griegos, aunque en su mayoría fuesen griegos de Italia. El más célebre de éstos había sido Pasiteles, "nacido en las costas griegas de Italia y receptor de la ciudadanía cuando se le dio a todas ellas" (en el 89 a. C.), decía Varrón (12). Gracias a Plinio, gran admirador suyo, se conocen muchos pormenores de su vida y de su obra, v. gr. que era coetáneo de Pompeyo; había escrito cinco volúmenes sobre las obras de arte del mundo entero (quinque volumina scripsit nobilium operum in toto orbe); consideraba a la coroplástica la base de la escultura y de la estatuaria siempre hacía un boceto en barro (nihil unquam fecit antequam finxit). Se contaba de él la anécdota de que una vez, modelando un león del natural, estuvo a punto de morir víctima del ataque de una pantera; ocurría esto en un muelle en que habían desembarcado un cargamento de fieras de Africa. Por esa prueba de amor a la naturaleza, siempre se ha relacionado su nombre con los relieves Grimani. Pasiteles hizo escuela. De un discípulo suyo, Stéphanos, tenemos un original firmado, el Atleta de Villa Albani, en el que el autor se proclama "Pasitéleos mathetés", discípulo de Pasiteles; por tanto, de los años 50 a. C. La estatua representa a un efebo desnudo, con la cabeza inclinada hacia algo que llevaba en la mano izquierda. Su estilo se deriva de la escultura atlética del período severo, cuatro siglos anterior -v. gr. el Apolo del Omphalós-, pero también de cierta escultura helenística (cabezas pequeñas, piernas muy largas). Stéphanos era, pues, un ecléctico, discípulo además de un artista que amén de escultor era historiador del arte. El Atleta de Villa Albani tuvo un éxito poco común. Entre completas o incompletas, fieles o infieles, han llegado a nosotros 18 copias, una de ellas en compañía de otra figura: el Mercurio y Vulcano (u Orestes y Pílades) del Louvre. La fecha de las copias se escalona a lo largo del siglo que va de César a Nerón. A la época de éste, y al estilo de sus paños y peinados, pertenece el grupo de Orestes y Electra de la Colección Ludovisi (hoy Termas), a quienes los románticos como Herder consideraban bienaventurados con los que el hombre mortal era indigno de convivir (¡tanto han cambiado los criterios!). El otro tiempo famoso grupo está firmado por otro griego, Menelaos, discípulo de Stéphanos. Como las fechas no casan, es seguro que Menelaos se arroga el discipulado de un maestro muy admirado por él, como hacía Lisipo con Policleto. De Pasiteles no tenemos obra alguna firmada, pero cabe relacionar con su estilo y con su gusto el estupendo Grupo de San Ildefonso (Museo del Prado). Vemos reunidos en él, en torno a un altar portátil, a un joven atleta, inspirado en el Doríforo de Policleto; a otro, en el Sauróctono de Praxiteles, y a una estatuilla arcaizante de una diosa o heroína. Una lección así de historia del arte es lo que esperaríamos de Pasiteles, de cuya escuela salieron virtuosos como Stéphanos y de éste otros como Menelaos, todo el gremio de los pasitélicos. Ellos llevaron la batuta de un siglo de escultura culterana y áulica en la Roma de Augusto. Si el hermoso retrato de Pompeyo no era obra del fundador (¿por qué, si no, se le ocurre a Plinio decir que Pasiteles vivió en los días de Pompeyo el Grande?), es posible que no entrase en los géneros que el romano podía considerar como más suyos: el retrato individual y la historia. Lo que sí es evidente es que Roma dejó en manos de estos griegos la plasmación de los dioses y los héroes. De ellos aprendió a estimar la belleza ideal de la Afrodita Urania, admirablemente descrita por Platón, a base de copiar, alterar y combinar (hasta al Sauróctono del Grupo de San Ildefonso, le pusieron en época de Adriano una cabeza de Antinoo) hacer obras de arte como el Idolino, o bellos objetos de arte mobiliar como el Efebo de Antequera, adorno en su día de un triclinio. La anécdota de Pasiteles, el león y la pantera, es inseparable de los relieves Grimani, una leona y una oveja con sus crías respectivas en un paisaje idílico, adornos propios de fuentes, con sus caños manando agua por la boca del cachorro de la leona y de la vasija caída junto al cordero. Hoy se sabe que estos cuadritos ligeramente cóncavos adornaban un ninfeo de Praeneste, donde ha aparecido un tercero con una jabalina acompañada de sus rayones. Cuando Schreiber y Wickhoff debatían la ascendencia de éstos y los demás relieves pictóricos, atribuyéndolos el primero a la Alejandría de los Ptolomeos (siglo III a. C.) y el segundo a la Roma de César y Augusto, salieron a relucir con ellos por primera vez los relieves mitológicos del Ara Pacis y los de la coraza del Augusto de Prima Porta. Schreiber llamaba relieves de salón (Prachtreliefs) a los grandes, y relieves de gabinete (Kabinettreliefs) a los pequeños, que estimaba hechos para los cubicula. En los primeros predominaban los temas mitológicos -Perseo y Andrómeda, Dédalo e Icaro, etc., en grupos como los pasitélicos- y en los segundos los idílico-bucólicos, y aquí entraban naturalmente los de animales domésticos o salvajes que a punto habían estado de acabar con la vida del artista griego. En medio de la discusión, a los dos principales antagonistas se les pasó por alto el friso de Telefo, del Altar de Pérgamo, que permitía señalar una de las probables cunas de este género de relieves, la fecha de su iniciación a mediados del siglo II a. C. y sus relaciones con los muros de sillería del primer estilo pompeyano-romano, que forman el fondo de muchos relieves, y con los períbolos, pérgolas, monumentos votivos y ricas arquitecturas de los estilos segundo y cuarto. Rizzo y Rostowzew se encargarían de llenar el vacío.
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La reacción clasicista que se produce en Francia a mediados del siglo XVIII paradójicamente nace en el seno de la Corte entre las mismas personas cuyos gustos coincidían con los de los artistas del Rococó. Como no podía ser menos, en la escultura la situación es idéntica y dos artistas tan diferentes en tantas cosas como son Pigalle y Falconet, forman parte del círculo de los elegidos por Madame de Pompadour, la favorita del Rey.Jean-Baptiste Pigalle (1714-1785) inicia su formación con Robert Le Lorrain y luego con Jean-Baptiste Lemoyne; fracasa en sus intentos de conseguir el primer premio en el concurso de la Academia y determina marcharse de todas formas, a su costa, a Roma, desde 1736 a 1739. A su vuelta, decide seguir el camino habitual de todo buen artista y presenta para su aceptación en la Academia en 1741 una terracota de Mercurio atándose las sandalias (Museo Metropolitano de Nueva York). Significativamente, con la intención de acomodarse al gusto del momento y favorecer su buena acogida por parte de los académicos, en vez de la figura aislada, sin tema, organiza un grupo, esculpiendo una Venus sentada sobre una roca que ordena a Mercurio buscar a Psique. Ni más ni menos se trataba de un tema galante, como ilustración de un cuento de La Fontaine. La figura del dios traspasada al mármol se convirtió en su pieza de recepción a la Academia en el año 1744.El tema infantil fue un género muy apreciado por los coleccionistas del siglo XVIII que además se adaptaba a la escultura de salón, de pequeño tamaño, adecuada a los nuevos espacios. Pigalle pronto se acomodó a esta moda e hizo numerosas figuras de niños jugando con objetos diversos. Uno de los primeros y de los más conocidos es su Niño de la jaula (Museo del Louvre).Fue también un gran escultor de temas religiosos pero desgraciadamente se conocen pocas obras a causa de su destrucción durante la Revolución. Entre las conservadas, por ejemplo la Virgen con el Niño de la capilla de la Virgen en la iglesia parisina de San Sulpicio, no tiene reparo en utilizar nubes, rayos y policromía dentro de la más tradicional estética del barroco. Como ocurre en sus monumentos funerarios del Conde de Harcourt (Notre-Dame de París) o del Mariscal Mauricio de Sajonia (iglesia de Santo Tomás de Estrasburgo). Si bien en este último hay una cierta elegancia algo fría que presagia el neoclásico.En general, las obras encargadas por Madame de Pompadour para su château de Bellevue mantienen el encanto y la gracia del rococó. La Amitié, retrato de la favorita como la Amistad, haciendo un gesto de acogida a la vecina estatua del rey, del año 1753, se repite al año siguiente en el grupo L'Amour et l'Amitié, encargado por su hermano Marigny. Estos retratos graciosos y un tanto idealizados se transforman, en el Citoyen heureux o el retrato desnudo de Voltaire (Museo del Louvre), en los verdaderos ideales del escultor tan ajeno a la retórica como al canon antiguo. El ciudadano feliz forma parte del pedestal de la estatua de Luis XV de la Place Royale de Reims, monumento que fue inaugurado solemnemente en 1765. Escandalizados, Grimm y Diderot se burlaban del aire de carretero que tenía el rey o de costalero el ciudadano. Fueron precisamente estos y otros ilustrados los que le encargaron la estatua de Voltaire desnudo cuando tenía 76 años, que despertó también muchas críticas y que incluso hoy día los historiadores no se ponen de acuerdo sobre su clasificación estilística.Los diferentes caminos a los que he hecho referencia al repasar la obra de Pigalle se manifiestan aún más en Etienne-Maurice Falconet (1716-1791). Alumno de Jean-Baptiste II Lemoyne, no fue a Roma y tuvo sus dificultades en ser admitido en la Academia. Sin embargo, la protección de Madame de Pompadour le abrió el camino de los encargos reales. Sus figuras menudas, con un tipo de mujer casi niña, sus composiciones refinadas y sensuales, consiguieron un enorme éxito. Al ser nombrado, desde 1757 a 1766, director del taller de escultura de la manufactura de Sèvres, ejecutó numerosos modelos de biscuit, lo cual produjo una mayor propagación de su estilo.Si no supiéramos otra cosa de este escultor, podríamos concluir afirmando que nos encontramos ante la muestra más acorde de los franceses dieciochescos con el espíritu del Rococó. Esto es cierto, pero hay que añadir otras facetas de Falconet que quiebran la simplicidad de esa primera definición. El hombre que ejecutó aquellas deliciosas figurillas fue un intelectual, filósofo, admirado por Goethe y, lo que es más sorprendente, amigo de Diderot.En 1760, en sus "Reflexions sur la sculpture" leídas en la Academia y cuyo resumen debía ser editado en el artículo escultura de la "Enciclopedia", expresaba ideas como éstas: "El fin más digno de la escultura, desde el punto de vista moral, es perpetuar el recuerdo de los hombres ilustres y ofrecer modelos de virtud", aunque reconocía que también podía tener otro objetivo "menos útil en apariencia, como cuando se trata de temas de entretenimiento o simples decoraciones: aunque entonces no es menos apta para llevar el alma hacia el bien o el mal". Este sentido del valor moral se adapta a las teorías del Neoclasicismo, pero no acepta la vuelta a la Antigüedad como canon rígido. Critica a los partidarios de la exacta imitación de la Antigüedad y afirma que "es la naturaleza viviente, animada, apasionada, la que el escultor debe expresar sobre el mármol, el bronce o la piedra". En su persona se dan las contradicciones del movimiento ilustrado del siglo XVIII entre unas convicciones teóricas y una forma práctica de disfrutar de la vida.Para colmo de paradojas, este escultor favorito de la Pompadour fue elegido por Catalina II de Rusia, gracias en parte a la recomendación de Diderot, para alzar la imponente estatua ecuestre de Pedro el Grande en San Petersburgo. Diderot sueña con el zar sobre fogoso caballo encima de una escarpada roca, expulsando a la Barbarie y a sus pies una fuente rodeada de la Barbarie, el Amor de los pueblos y el símbolo de la Nación. Falconet rechaza estos consejos y considera que sobran todas esas figuras pues "mi héroe se basta a sí mismo, él mismo es su sujeto y su atributo". Quiere representar al zar no como conquistador, sino como legislador, pues el escultor "debe preguntarse ante todo cuáles de todas las acciones de su héroe son las más útiles para la felicidad de los hombres" y pretende vestirlo con un traje intemporal: "en una palabra, en un traje heroico". Unicamente admite dos símbolos, la roca escarpada y una serpiente aplastada por el caballo, es decir, las dificultades que el gobernante debe afrontar y la envidia impotente. Al fin la escultura fue inaugurada en 1782. Pocas veces creo que pueden darse contrastes más opuestos en una misma persona.Igual que Falconet, también fueron alumnos de Jean Baptiste II Lemoyne, Jean-Jacques Caffieri (1725-1792), especialista en el retrato, y Augustin Pajou (1730-1809), que trata todos los géneros en un estilo cada vez más lejano del Rococó.No podría terminar esta panorámica de la escultura francesa sin aludir a un escultor que aunque su vida se alarga ya al siglo XIX sigue siendo fiel en muchos aspectos a la coquetería y galantería dieciochesca, me estoy refiriendo a Claude Michel, llamado Clodion (1738-1814), pariente de los Adam, que no participó en los honores académicos ni en los grandes encargos oficiales. Se especializó en pequeñas figuras de terracota o mármol, ilustrando temas mitológicos ligeros que recuerdan los relieves alejandrinos, o sensuales personajes, a veces licenciosos y cargados de malicia. También colaboró en la decoración monumental con los arquitectos neoclásicos. La encantadora terracota del Museo de Artes Decorativas de París, representando a una muchacha desnuda jugando con un perro, repite un tema que ya vimos utilizado en una pintura de Fragonard.
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La moda desatada por la estatuaria de Flaxman, Canova y Thorvaldsen alcanza a artistas plásticos de todos los países, pues, como la pintura davidiana, manifestó su influjo más amplio a través de las academias. En Italia trabajaron numerosos artistas canovianos y thorvaldsescos, como Pompeo Marchesi (1789-1858) y Pietro Tenerani (1787-1869). Precisamente el escultor italiano más resoluto es el más independiente de la corriente canoviana, Lorenzo Bartolini (1777-1850), iniciador de lo que se ha llamado la escuela toscana ochocentista. Formado en el clasicismo severo francés, Bartolini hizo luego una interpretación más piadosa y verista de los ideales formales del fin de siglo, para recuperar incluso el lenguaje formal de la escultura del primer renacimiento toscano. Su obra más importante, el monumento funerario de la condesa Zamoyski, que levantó entre 1837 y 1844 en la iglesia de Santa Croce (Florencia), es estrictamente neorrenacentista. El historicismo piadoso de Bartolini enlaza con los criterios artísticos que se hacen extensivos en la Restauración, época en la que los diversos derivados del nazarenismo cobraron un prestigio inimaginable.En España no faltó la escultura de gusto severo. Sus artífices fueron, sobre todo, J. Alvarez Cubero (1768-1827), Damián Campeny (1771-1855) y Antonio Solá (1787-1861). Todos ellos calaron de un modo u otro en la poética de la intemporalidad, la sublimidad moral y el lenguaje intelectual de la tersura canoviana. El acallamiento de las cualidades sensibles de la materia, esto es, la abstracción de cualquier proximidad corporal o sensible, les sirvió para presentar aconteceres de nobleza y elevación con un efecto de inadecuación empírica. Una de las realizaciones más felices es la Lucrecia dormida (1804) de Campeny, obra lánguida y huidiza, con un deje de erotismo decente muy francófilo. La penetración del historicismo y las inflexiones veristas se hacen notar con los escultores de la segunda generación, como Francisco Pérez Valle (1804-1884), José Piquer (1806-1896) y José Grajera (1818-1896).En otros países el clasicismo canoviano permaneció aún más tiempo como estilo obligado, como es el caso de la escultura en los Estados Unidos. En cambio, una figura relativamente marginal como William Rush (1756-1833), que era tallista, dejó una obra francamente sugestiva, de carácter realista. Llegó a retratar a Benjamin Franklin y fue el primer director de la Academia de Philadelphia; el grueso de su obra, con todo, fueron mascarones de barcos. En Rush hay una ingenuidad que estimula después de un repaso de la producción europea. Es cualidad del arte norteamericano el haber proporcionado artistas que, aun sin obras de gran calidad, resultan sumamente refrescantes para quien se ocupa de las obras menores, en su mayoría mero producto de la rutina académica, e incluso para cuando abruman otros resultados que no son menores.
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El conocimiento del arte de la esmaltería sobre metal se remonta a la más lejana antigüedad. Todos los indicios llevan a situar en el Extremo Oriente su cuna. Sin embargo, Occidente entraría en fechas tempranas en contacto con está modalidad artística. En un primer momento con seguridad mediante el intercambio de presentes, hábito frecuente entre emperadores. Pero, inmediatamente, conseguirá un gran desarrollo, que le dará entidad propia. La variedad de vocablos (electrum, olovitreus, lapis, gemma, etc.) con que supuestamente se le ha identificado en documentos antiguos, llevó a cierta confusión a la hora de definir su naturaleza. Hasta el siglo IX no se utiliza la palabra smaltum que aparece por primera vez en el "Liber Pontificalis", en la enumeración de los objetos preciosos ejecutados por orden del Papa León IV (847-855) y donados a la Basílica de San Pedro. A partir de este momento, el término comienza a generalizarse. Antes de centrarnos en el período que nos ocupa bueno será que, brevemente, definamos qué es el esmalte, cuál es su composición, la técnica de aplicación y el lugar que ocupó en el contexto general de las artes medievales. El esmalte es un vidrio reducido a polvo y coloreado por óxidos metálicos. El color dependerá del componente básico. Así, el hierro dará el rojo; el cobalto, el azul; el cromo, el verde; el antimonio, el plomo o la plata, el amarillo, etc. Generalmente estos óxidos lo dejan transparente, pero si contienen cinc o arsénico lo vuelven opaco. Se puede aplicar sobre diversas superficies, especialmente lámina de metal revestida de fundente (materia vítrea incolora), que facilita su adherencia. Funde entre 700° y 850°. Los metales más utilizados son el oro, la plata y el cobre (habitualmente sobredorado), en función de la época y la técnica en que se trabaje. Durante el período románico lo más frecuente será el empleo de cobre, que se sobredora para emular el brillo del oro, metal por excelencia. Ya en las "Etimologías de San Isidoro" el oro se considera como portador de la luz y espejo de la Luz Divina. En una sociedad donde los poderes temporal y religioso estaban íntimamente unidos, había que asegurar al culto divino por lo menos el mismo lujo que caracterizaba el servicio de corte. Por ello, las piedras preciosas o semipreciosas jugarán también un importante papel por su resplandor y la carga simbólica que se les confiere. Junto a ellas y al marfil, el esmalte, en un principio, prestará su colorido a la orfebrería. Sin embargo, a lo largo del siglo XII se observa una cierta decadencia de ésta, que será compensada con el auge que adquiere la esmaltería. El empleo del cobre y el bronce, señalado anteriormente, permite un considerable abaratamiento de las piezas. Técnicamente se usa el excavado (campeado o champlevé) que consiste en rebajar pequeñas superficies en la lámina de metal, cuyos huecos se llenan con polvos de esmalte. El conjunto se somete a una alta temperatura que los funde. La operación se repite nuevamente y después se procede al pulimento. El origen de esta técnica es muy antiguo, pudiendo remontarse a la Segunda Edad del Hierro. Filóstrato de Lemnos, a comienzos del siglo III nos dice cómo los "Bárbaros habitantes del Océano extienden colores sobre el cobre ardiente, que una vez enfriados se convierten en un esmalte duro como la piedra". A veces se combina en una técnica mixta con el procedimiento del alveolado, al que viene a sustituir. El alveolado (tabicado o cloisonné) consiste en soldar perpendicularmente sobre la plancha de base unas laminillas de metal muy finas que siguen el contorno del dibujo, formando unas celdillas que se llenan con polvo de esmalte. El conjunto se somete a temperatura de fusión y tras rellenar los alvéolos y calentar nuevamente, se procede al pulimento. Generalmente se aplica sobre oro. El proceso está descrito con exquisita minuciosidad en el Tratado del monje Teófilo "Schedula Diversarum Artium", redactado en el primer tercio del siglo XII. La utilización de esta técnica imponía una cierta rigidez y sequedad a las composiciones, debido a esos tabiques de separación. Su sustitución por el excavado, permite una mayor libertad compositiva, máxime si tenemos en cuenta que además las cabezas, en primera instancia, y la figura completa después, se van a fundir aparte y a incorporarse posteriormente, a la lámina metálica. Una mayor expresividad está así garantizada. Después de la división formulada por la Academia entre Artes Mayores y Menores, las englobadas en este último grupo han sido consideradas generalmente en un segundo plano con respecto a las primeras. Sin embargo, estas mal denominadas Artes Menores que, de serlo serían únicamente debido a su menor tamaño, gozaron de gran estima en el mundo medieval, ocupando un lugar incluso superior, al considerar únicamente las piezas de orfebrería como verdaderas obras de arte. Formaban parte fundamental de los tesoros eclesiásticos y desempeñaban un papel insustituible en el culto a las reliquias. Además, no hay que olvidar las obras de carácter profano, desgraciadamente peor conocidas, dado el escaso número que ha llegado hasta nosotros. A su carácter simbólico se unía también su valor crematístico sirviendo habitualmente de reserva monetaria. Dentro de este contexto, la esmaltería conoce durante el período medieval sus momentos de mayor auge. En la época románica, con el empleo del cobre y la aplicación técnica del excavado, y, durante los siglos del gótico, mediante el uso de la plata y el esmalte traslúcido.
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Los espacios educativos que convivieron en la Europa moderna fueron la familia y las instituciones de enseñanza, de carácter público o privado. Aunque paulatinamente se fue universalizando la enseñanza, en el periodo del Renacimiento a la Ilustración, la educación femenina estuvo restringida a la mujer de clase social alta, puesto que tendría que tratar por su situación con varones cultos y, además, de esa educación dependía el prestigio de la familia. Gráfico Al mismo tiempo que proliferaron las instituciones escolares a lo largo de la edad moderna, se amplió también el rango de los saberes considerados básicos, reducidos hasta entonces a leer, escribir y contar. Claramente, la educación femenina, en comparación con la de los varones, era bastante limitada y vigilada, para evitar que las damas supiesen demasiado y evitar así su emancipación, puesto que se pensaba que cuanto menos supiesen, más fácil era controlarlas. Pese a todo, el proceso de alfabetización femenina que dio comienzo en las dos centurias precedentes a la Revolución Francesa se convierte en algo imparable.
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A partir de 1230 toda una serie de disposiciones pontificias intentaron acabar con las veleidades heterodoxas del franciscanismo, destacando la nulidad del Testamento y afirmando la suprema autoridad de Roma. La bula "Quo Elongati" (1230) de Gregorio IX negó la apelación a aquel documento como fuente complementaria e incluso supletoria de la regla, afirmando al tiempo la licitud del cobro de limosnas y su atesoramiento para fines piadosos por los franciscanos. Al año siguiente la bula "Nimis iniqua" fomentaba la participación de los frailes en el medio universitario y, entre 1239-1242, el elemento laico, todavía importante en la orden, perdió todos sus poderes institucionales. Los años 1245 y 1247 vieron la aparición de las bulas "Ordinem Vestrum" y "Quanto Studiosus", respectivamente, por las que Inocencio IV adscribía las propiedades de la orden a la Santa Sede por encima de toda jurisdicción episcopal y se designaban "procuratores" pontificios encargados de fiscalizar los asuntos económicos a nivel de custodias. Finalmente, en 1258, Alejandro IV confirmaba todas estas disposiciones reafirmando la autoridad papal en la bula "Mare mágnum". Al calor de estas disposiciones pontificias la rama más conservadora de la orden, integrada por los llamados "conventuales", terminó por adquirir su definitiva fisonomía, en gran parte copiada de los dominicos. Sin embargo, lejos de acallar a los descontentos, estas medidas provocaron a partir de 1245 (rechazo de la "Ordinem vestrum") la ruptura de la orden y el escoramiento de los más radicales hacia posturas abiertamente heterodoxas. Los "zelanti", posteriormente llamados espirituales, coincidían en rechazar las intervenciones pontificias como contrarias al espíritu franciscano, tal y como había quedado definido especialmente en el "Testamento". El punto básico de su programa consistía en la afirmación absoluta del ideal pauperístico, hasta el punto de aceptar tan sólo los alimentos diarios y el hábito como únicas propiedades de los frailes. El rechazo asimismo al estudio de la filosofía de Aristóteles, que se hacía extensivo a la participación en los medios universitarios, se unió a menudo a la defensa de las concepciones escatológicas de Joaquín de Fiore (muerto en 1207) cuya obra había sido ya condenada por el IV Concilio de Letrán y que parecía haber presagiado la aparición de los espirituales al hablar del "ordo justorum". En 1254 el franciscano heterodoxo Gerardo di Borgo San Donnino compuso su "Introducción al Evangelio eterno", en donde identificaba definitivamente las profecías del abad calabrés con el movimiento de los espirituales, tesis que fue acogida favorablemente por el propio general de la orden, Juan de Parma (1247-1257), lo que forzó a Roma a exigir su dimisión. El gobierno del moderado san Buenaventura (1257-1274) significó un compás de espera providencial que permitiría a la ortodoxia ganar a la mayor parte del franciscanismo. La aceptación matizada de las disposiciones pontificias, el desarrollo del ideal del "usus pauper", fiel al espíritu del fundador sin caer en el rigorismo de los espirituales y la licencia dada a los elementos mejor preparados de la orden para integrarse en el mundo universitario (constituciones de Narbona en 1260), fueron los principales frutos de este periodo de paz. El mismo san Buenaventura demostró su apego a esta vía media redactando tanto la nueva biografía de san Francisco, claramente contemporizadora, como unos comentarios a la "regula bullata" que permitían acoger favorablemente las disposiciones pontificias. Sin embargo, a partir de 1274, el movimiento de los espirituales, aunque ya minoritario se reavivó, adoptando un sesgo cada vez más radical. Juan Pedro Olivi (1248-1298) y, sobre todo, Ángel Clareno (1247-1337) y Ubertino de Casale (1259-1328), fundadores de los "fratricelli", apostaron por el rechazo a la denominada "Ecclesia carnalis", desatando la reacción pontificia que osciló entre la represión y el dialogo. Momento culminante significó en ese sentido la promulgación en 1323 de la bula "Cum Inter Nonnullos" por Juan XXII, que condenaba expresamente la aspiración a la pobreza absoluta, incluso en Cristo, lo que molestó al franciscanismo moderado. En cualquier caso la querella de los espirituales, mezclada ya con la crisis avinoñense no se solucionaría hasta el siglo XV, restando así eficacia a una orden que hubiese podido alcanzar, caso de no verse alterada por estas manifestaciones heterodoxas, enormes dimensiones. A pesar de todo, los franciscanos contaban ya a fines de siglo XIII con más de 1.500 casas, repartidas en 34 provincias, y sus misioneros habían alcanzado Mongolia (Juan de Plano Carpino, 1245-1247) y China (Juan de Montecorvino, 1291) donde fundaron diversos obispados. Verdaderos creadores de la "conciencia misionera de la Europa cristiana" (Knowles), los franciscanos, como los dominicos, fueron los primeros en despertar el interés de Roma por la evangelización de las culturas no europeas, superando así la vieja idea de confrontación ejemplificada en la cruzada.
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Frente a los manes o espíritus benignos de la muerte, otras almas se convertían en malvadas. Eran los lemures. Para combatirles, el pater familias debía seguir un rito especial los días 9, 11 y 13 de mayo. Así, a la medianoche, se lavaba las manos y arrojaba habas negras tras de sí para aplacar su hambre y calmarlos. Otros espíritus malignos eran las larvas, las almas de los criminales y los fallecidos de manera trágica. Estos se dedicaban a atacar a las personas, pudiendo enloquecerlas o poseerlas. Para combatirles la familia debía realizar un exorcismo, para el que debía estar preparada o bien recurrir a los servicios de una bruja o hechicero. Estos especialistas en magia debían realizar conjuros y fabricar pócimas para contrarrestar el poder de la larva, luchando con ella hasta hacerla desaparecer del entorno familiar.
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El rey Carlos III poseía interés por el arte y gusto refinado adquirido durante su larga permanencia en la corte francesa (había permanecido como rehén entre 1378 y 1381) y sus viajes a Castilla. Pertenecía a una familia que destaca en la historia europea por su mecenazgo artístico: sobrino de Juan, duque de Berry; de Felipe el Atrevido, duque de Borgoña, y del propio Carlos V de Francia. Pero carecía de recursos financieros para hacer frente a todos sus proyectos, lo que incluso le echó en cara su mujer. Era consciente de que el pequeño reino pirenaico no daba para muchas alegrías, pues había sufrido en su propia persona las consecuencias de la debilidad económica que significaba, en definitiva, la debilidad militar y política. Los Evreux habían disfrutado de recursos en Francia: las tierras normandas de su abuelo arrebatadas a su padre; por no citar las posesiones de sus antepasados en Champaña, que habían terminado en manos de los monarcas franceses. Carlos III supo negociar, supo apaciguar muchos frentes y maniobró a lo largo de tres prolongados desplazamientos a París hasta ser compensado en cierta medida de lo perdido. Al rey francés interesaba también evitar problemas larvados en los territorios normandos y en el valle del Sena, dado que podían volver los tiempos amargos en que las posesiones de los navarros facilitaban al tradicional enemigo inglés un puente amenazador hacia París. El arreglo llegó en 1404. Carlos III consiguió buenas sumas en metálico y el ducado de Nemours, lo que le facilitó dar rienda suelta a sus inquietudes constructoras. La recuperación socioeconómica del reino, la tranquilidad fronteriza, sin descontar cierta debilidad en los restantes reinos peninsulares conjuntaron el marco adecuado para el despliegue de la magnificencia regia. Desde comienzos del siglo XV se abre un período brillantísimo en el arte navarro que cerrarán las guerras civiles entre los partidarios del Príncipe de Viana y los de Juan II a mediados de siglo. Empecemos por el gran complejo que ha sobrevivido pese a los reveses hasta nuestros días: el palacio de Olite. En él nos detendremos algo más por ser obra paradigmática del comportamiento de Carlos III. Su personalidad es fruto de los intereses del rey, puesto que en él supo conjugar todo lo que conocía bien: la refinada labor de piedra, metal y vidrieras característica del gótico francés, con el lujo basado en la exquisitez del ornamento y la pericia en el trabajo de ciertos materiales -madera, yeso- propios de las tradiciones hispánicas. Olite es un jalón entre las diversas actuaciones tendentes a proporcionar al reino navarro residencias regias dignas del esplendor con que concebía su reinado, la tudelana y las posteriores en Estella, Puente la Reina y Tafalla. Entre todas ellas el palacio olitense es el más sobresaliente, tanto por el número de años dedicados a sus obras (fundamentalmente de 1399 a 1422), como por los capitales invertidos (mucho más de las 70.000 libras documentadas), la abundancia de noticias a él referentes, o especialmente los restos conservados, que, aunque suponen sólo el esqueleto restaurado de lo que fue, nos hablan de un magnífico empeño que alcanzó sus objetivos. Para llevar a cabo su proyecto contó con los mejores maestros de su reino, e hizo venir a diversos especialistas de territorios vecinos para completar el equipo. Al frente de las obras dispuso al mazonero Martín Périz de Estella, a Lope Barbicano, moro de Tudela, y al pintor maestre Enrich de Zaragoza. Junto a ellos colaboraron Johan Lome de Tournai y su cuadrilla de escultores franceses, que alternaban la labra del sepulcro real con la realización de delicados encargos para el palacio. Dos ebanistas franceses, Johan Lescuyer y Estebanin le Riche, surtieron de muebles, suelos de tarima, puertas, ventanas, etcétera. Metalistas de todo tipo, entre ellos Thierry de Bolduc y Martín Francés, proporcionaron cerrajas, cañerías o cubiertas de plomo. Yeseros navarros y franceses fueron llamados para llevar a cabo chimeneas y paneles decorativos. Vidrieros norteños de nombres alusivos a sus procedencias -Jacobo de Utrecht, Copin Van Gant- dejaron muestras de su arte. Y junto a todos ellos, a lo largo de un cuarto de siglo, desfilaron más de cuatrocientos operarios de toda naturaleza. Dentro de este conglomerado, el papel del rey promotor se muestra decisivo en el desarrollo del conjunto. El transmite sus órdenes a los comisionados y a los maestros directores, a quienes hace viajar a Segovia para que conozcan lo que allí estaba edificando el rey de Castilla, y más tarde llama para que le acompañen en sus desplazamientos por las posesiones de los duques de Berry y Borbón.
obra
Ante la ausencia casi total de inspiración en el mes de septiembre de 1889, Van Gogh recurrió a su vieja colección de estampas como modelos de sus cuadros, recuperando el interés hacia las pinturas de Millet, el gran maestro del Realismo. La dura labor de los campesinos será la protagonista de estos trabajos enlazando con las obras que elaboró en Nuenen, incluyendo un color más vivo y un empastamiento mayor, uniendo dos estilos diferentes en una obra maestra.