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Mientras el grueso de las fuerzas alemanas se afanaban en reducir la bolsa de Dunkerque, algunas de sus unidades tomaron posiciones sobre el Somme, disponiendo el campo para la segunda parte de la operación. Weygand y el Gobierno no podían ya engañarse: cuando los alemanes terminaran con Dunkerque, seguirían con el resto de Francia. Efectivamente, los estados mayores alemanes plantearon una ofensiva de lujo con 137 divisiones en línea. Desde el Atlántico hasta la frontera de Suiza, se situaron por este orden los grupos de ejércitos alemanes B -von Bock-, A -von Rundstedt- y C -von Leeb-, que llevaba desde el 10 de mayo tomándole las medidas a la línea Maginot-. Frente a ellos París sólo podía oponer 76 divisiones, muchas de ellas formadas con los retales que dejó la anterior batalla, algunas más sin experiencia alguna en combate en el campo, pues fueron adiestradas para servir en las fortificaciones de la Maginot. La superioridad alemana era aun mayor en lo que a carros de combate se refiere, pues podían poner en marcha cerca de dos millares, mientras que Francia apenas podía oponer tres centenares; lo mismo ocurría con los aviones: Francia no tenía más de 500 y Alemania, más de dos millares de aparatos de combate y de mejor calidad. Se le ha reprochado a Weygand que montara un dispositivo estático, que fuera un general trasnochado y que por sus anticuados métodos Francia perdió aquella segunda y definitiva batalla. En general son opiniones interesadas -como las del general De Gaulle- que para sostener sus tesis tergiversaron las cifras. Por ejemplo, aseguraron que Weygand pudo formar dos grandes agrupaciones de unos 400 carros modernos cada una y utilizarlas como segadoras contra las líneas de penetración alemana.. Para poder hacer eso se precisarían, a) 800 carros, b) cobertura aérea para protegerles. Francia no tenía esos medios. Weygand hizo, probablemente, lo único que podía permitirse en aquellas circunstancias: galvanizar a los restos de su ejército, distribuir sus fuerzas de la forma más práctica posible y constituir a lo largo de todo el frente "posiciones erizo", en las que las tropas tenían la consigna de resistir a toda costa, Con ellas pensaba abrir el camino de los carros, pero frenar a la infantería, de modo que la máquina alemana perdiera su mortal eficacia.
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Mientras la izquierda se unía, la coalición gobernante entraba en crisis. A principios de octubre, Alcalá Zamora hizo llegar al Gobierno la denuncia de un hombre de negocios holandés, Daniel Strauss, que en 1934 había introducido con su socio, Perlo, un juego de ruleta trucado, conocido popularmente como estraperlo por el nombre de sus propietarios. Para lograr su aprobación, dado que los juegos de azar estaban prohibidos en España, Strauss afirmaba haber sobornado a varios políticos del PRR. Instalada la ruleta en el Casino de San Sebastián y luego en el de Formentor, las autoridades habían ordenado su cierre al denunciarse irregularidades. Ello le decidió a denunciar el asunto, a fin de exigir una indemnización por los gastos de instalación y sobornos. El jefe del Gobierno, Lerroux, no hizo caso de la denuncia, pero el presidente de la República, por motivos que pueden ser objeto de muy distintas apreciaciones, se negó a silenciarla, obligando al Gobierno a trasladar el caso al Parlamento, que designó una Comisión para estudiarlo. El dictamen de ésta señalaba la existencia de actuaciones que no se ajustaron a la austeridad y ética que en la gestión de los negocios públicos se suponen, y señalaba la culpabilidad de veteranos radicales, como Emiliano Iglesias, Joan Pich i Pon, Sigfrido Blasco-Ibáñez, Aurelio Lerroux, hijo adoptivo del líder del partido, Eduardo Benzo, ex subsecretario de la Gobernación, que había gestionado el permiso para la ruleta y el ex ministro Salazar Alonso, que lo había firmado. El escándalo, poco importante en si mismo, ponía de relieve la existencia de un cierto grado de corrupción entre los cuadros del PRR. El 28 de octubre, las Cortes votaron la culpabilidad política de todos los acusados, excepto de Salazar. Afectados por el escándalo, Lerroux y Rocha abandonaron el Gabinete ministerial. Pocos días después, estallaba el segundo escándalo. Lo planteó un probo funcionario, Antonio Nombela, inspector general de Colonias que denunció la intervención de algunos dirigentes radicales, especialmente el subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, Moreno Calvo, en la resolución fraudulenta de un expediente de indemnización a una naviera, la Compañía de África Occidental, propiedad del empresario catalán Antonio Tayá, por la pérdida de dos buques en la Guinea española. La negativa de Nombela a abonar la irregular indemnización, aprobada por el Gobierno el 12 de julio, le llevó a exponer el caso a los ministros Gil Robles y Lucia, pero ello ocasionó su cese, decidido por el Gabinete el día 26. Nombela dirigió entonces su denuncia a las Cortes donde, a finales de noviembre, se nombró una Comisión para estudiar el asunto. El llamado "expediente Talla" afectaba esta vez directamente a Lerroux, que había intervenido como presidente del Gobierno. En el debate ante el Pleno, el líder radical fue incapaz de defenderse de las acusaciones de corrupción, aunque la votación de los diputados le exculpó. Aun así, el PRR quedó sumamente desprestigiado por este nuevo escándalo, mucho más importante que el del estraperlo, y entró en un proceso de disgregación. Gil Robles intentó aprovechar el hundimiento de sus socios republicanos, que él mismo había facilitado, para acceder a la jefatura del Gobierno, pero Alcalá Zamora lo impidió encomendando a Portela la formación de un nuevo Gabinete de centro y, luego, la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones.
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Los esclavos -unos cien mil a finales del XVI- dependían de sus amos, que los empleaban como fuerza de trabajo en el servicio de las casas, pero también en labores agrarias o, incluso, artesanales por cuenta propia o de terceros. Parece, en efecto, que la esclavitud no se ciñó sólo a lo suntuario, sino que los propietarios sacaron provecho económico del trabajo de sus esclavos. Por ejemplo, en 1565, Elvira Carrillo y Juana de Cárdenas poseían cuatro esclavos moros que empleaban como galeotes en la capitana de Alvaro de Bazán. Su condición de propiedad quedaba claramente expresada en dichos del tipo de esclavo que huye, se roba a sí mismo. Como hacían con otras propiedades, sus dueños los tasaban y los marcaban -esclavos herrados-. Se distinguía entre esclavos blancos y negros; éstos eran los negros africanos, mientras que los blancos solían ser cautivos de Berbería o moriscos. Valencia y Sevilla fueron los dos grandes mercados esclavistas, mientras rivalizaba con ellas Lisboa, donde el volumen de esclavos negros era altísimo, quedando la corte portuguesa conceptuada por Bartolomé de Villalba y Estañá como la "madre de negros". Muchos de los moriscos del Reino de Granada fueron concedidos a particulares como recompensa durante la revuelta de las Alpujarras. Así, en 1569, en Cartagena se repartieron 333 esclavas, de todas edades, por gracia de Don Juan de Austria, para recompensar los servicios de los vecinos de la ciudad. En relación con la esclavitud como presa militar, resulta esclarecedor el testimonio de Dantiscus en una carta de 1526 en la que, refiriéndose a la revuelta de los mudéjares valencianos que se negaban a aceptar su bautismo forzoso en la Sierra de Espadán, expone que Carlos I para no pagar por reclutar tropas, los entregó a todos como botín, con lo que sucedió que cerca de siete mil españoles sitiaron el monte durante un largo tiempo y lucharon contra ellos en escaramuzas prácticamente a diario. Quizá estemos ante un nuevo medio de sanear la empeñadísima hacienda del Emperador.
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Al modelo de ciudad romana, que se implanta en Hispania con el proceso de urbanización, le es asimismo inherente la existencia de la esclavitud. Aristóteles contrapone el ciudadano al esclavo, identificado con el bárbaro extranjero, y justifica ambas situaciones como propias de la naturaleza. Ausente en el período prerromano donde se constatan diversas formas de servidumbre, la esclavitud-mercancía se difunde en Hispania desde los primeros momentos de la conquista en clara correspondencia con la implantación que posee en determinadas zonas de Italia, donde el esclavo es organizado por sus propietarios en unidades de explotación tanto rústicas como urbanas, donde se practica una determinada estandarización de la producción y, en cierta medida, una taylorización del proceso, que provoca la consecuente separación del productor y del producto. Precisamente, la relación intrínseca de la esclavitud con el modelo social y económico propio de las colonias y de los municipios implica que su difusión en Hispania posea las mismas limitaciones que se observan en el proceso de urbanización. En consecuencia, los territorios septentrionales de la Península Ibérica, que se conquistan en último lugar y donde el proceso de urbanización se ve limitado por las realidades indígenas, se caracterizan por una menor presencia de esclavos que las zonas romanizadas del sur y del levante hispano. Esta consideración general debe de matizarse en el sentido de que las connotaciones que el régimen provincial posee en el plano económico implica la explotación de sus riquezas naturales de forma directa o indirecta por parte del Estado y la proyección consecuente, como ocurre en el sector minero, de la esclavitud. El desarrollo de la conquista convierte a Hispania en fuente de abastecimiento de esclavos a lo largo del período republicano; la finalización de la anexión en el 19 a.C. limita la importancia de los prisioneros de guerra en la difusión del sistema. Por ello, en la Hispania altoimperial debe de considerarse que la esclavitud se alimenta mediante otros procedimientos que oscilan desde la compra, como una mercancía más, a la propia reproducción de los esclavos (vernae), la esclavización por deudas o las condenas como servi poena. La importancia que cada uno de estos procedimientos posee en la realidad de las provincias hispanas resulta difícil de discernir. Al margen de informaciones excepcionales, el indicio más relevante está constituido por la onomástica que nos ofrece la documentación epigráfica; en la misma se aprecia la existencia de nombres celtas, griegos o latinos; la posibilidad de proyectar a partir del carácter del nombre el correspondiente origen geográfico y el posible procedimiento de adquisición se ve mediatizado por modas onomásticas, que proyecta en el nombre de los esclavos la valoración social que adquieren por sus conocimientos los que proceden de determinadas zonas y especialmente los del mundo griego oriental. La proyección sectorial de los esclavos en Hispania abarca en líneas generales los mismos ámbitos que en el resto del Imperio. En consecuencia, se les constata en las actividades agrarias, formando parte de la llamada familia rústica, en el ámbito doméstico como familia urbana, en las diversas actividades artesanales, en las explotaciones mineras y en la propia administración. Semejante dispersión provoca asimismo una heterogeneidad de condiciones de vida que se pone de manifiesto con carácter global en el Imperio en el contraste que se observa entre el esclavo rústico, cuya alimentación se regula en la obra de M. Porcio Catón de la misma forma que la de los bueyes, y el esclavo urbano, que presta servicio doméstico a la elite social, contribuyendo, como subraya el jurista Gayo y la Metamorfosis de Apuleyo en el siglo II d.C., al boato y prestigio de su dueño. La proyección en las actividades agrarias se canaliza mediante la difusión del sistema de la villa, de la que los agrónomos latinos nos ofrecen determinados modelos con empleo de conjuntos diferentes de esclavos en función de la actividad a desarrollar. En Hispania su implantación se documenta en la información que Marcial nos proporciona sobre el funcionamiento de la villa que posee en Bilbilis; pero también la información epigráfica nos refleja puntualmente su organización, como ocurre concretamente en epígrafes de Corduba y de Abdera (Adra) correspondientes a los administradores-esclavos de estas explotaciones (villicus). Mayor documentación poseemos sobre la utilización de esclavos en las diversas actividades urbanas; su empleo como albañiles se documenta en Tarraco y en Emerita, como sopladores de vidrio en Tarraco, como carpinteros en Segisama (Sasamón); las marcas de alfarero constatan su importante presencia en las figlinae; en ocasiones se les aprecia en profesiones que exigen otros tipos de conocimientos como ocurre concretamente con el esclavo-médico existente en Hispalis o con el archivero de Astigi. La intensidad de las explotaciones y las condiciones de trabajo en los yacimientos mineros propician una intensa utilización de la esclavitud a la que se hace referencia en la tradición literaria desde los primeros momentos de la conquista. Durante el Alto Imperio se proyecta la continuidad de los esclavos en la extracción del mineral y en las actividades relacionadas con la misma, como se pone de manifiesto en las Leyes de Vipasca, que evidencian su presencia, junto a individuos de otras condiciones sociales, en las diversas tareas de la explotación (extracción, criba, lavado, canalizaciones) y en los servicios contratados por determinados concesionarios que emplean en ellos a sus esclavos. Aunque las peculiaridades que posee el sistema productivo en las provincias condicionan la difusión del esclavo, su presencia irradia a las más diversas actividades entre las que se incluye los grandes espectáculos circenses; precisamente, en relación con éstos se conserva una disposición de Marco Aurelio y Cómodo a la que conocemos como Ley gladiatoria de Italica, que regula el precio de los esclavos que se utilizan. La propia administración imperial, tanto en los dominios del emperador como en la gestión de sus circunscripciones provinciales, y la administración local hacen frecuente uso de la esclavitud; en este sentido, las leyes de las colonias y municipios hispanos regulan su uso por parte de sus magistrados; con carácter general, la Lex Irnitana establece que los duunviros, tras su elección, deben de proceder a consultar a los decuriones sobre el número de esclavos públicos que deben existir en el municipio y sobre las funciones que se les deben de encomendar. La epigrafía constata su proyección a través de la consideración de servus coloniae o municipii presentes en sus fórmulas; pero nuestra información más explícita procede de la Lex Ursonensis, que junto al personal subalterno (apparitores), le asigna a los magistrados determinados esclavos; a los ediles se les adscriben concretamente cuatro, que se diferencian por su atuendo específico constituido por una faldilla atada a la cintura que les llegaba hasta la rodilla, y que implica su definición como servi cum cincto limo, cumpliendo funciones tales como la de escribientes (librarii) o mensajeros (viatores), que pueden asimismo ser desempeñadas por hombres libres.
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Los esclavos Quiero contar la manera que tienen los mexicanos en hacer esclavos, porque es muy diferente de la nuestra. Los cautivos en guerra no servían de esclavos, sino de sacrificados, y no hacían más de comer para ser comidos. Los padres podían vender por esclavos a sus hijos, y cada hombre y mujer a sí mismo. Cuando alguno se vendía, había de pasar la venta delante a lo menos de cuatro testigos. El que hurtaba maíz, ropa o gallinas era hecho esclavo no teniendo de qué pagar, y entregado a la persona a quien primero hurtó. Si después de esclavo volvía a hurtar, o lo ahorcaban o lo sacrificaban. El hombre que vendía al libre por esclavo, era dado por esclavo a quien él quería vender; y esta ley se guardaba mucho, para que no vendiesen ni comiesen niños. Tomaban por esclavos a los hijos, parientes y sabidores del traidor. El hombre libre que dormía con esclava o la empreñaba, era esclavo del dueño de tal esclava; aunque algunos contradicen esto, por cuanto muchas veces acontecía casarse los esclavos con sus amas, y las esclavas con sus señores; mas debía de ser lícito en caso de casamiento, y no en deshonra del señor de la esclava. Los hombres necesitados y haraganes se vendían, y los tahúres se jugaban; pero no iban a servir hasta haber pasado un año de cuando hicieron la venta. Las malas mujeres de su cuerpo, que lo daban de balde si no las querían pagar, se vendían por esclavas por traerse bien, o cuando ninguno las quería por viejas o feas o enfermas; que nadie pide por las puertas. Los padres vendían o empeñaban un hijo que sirviese de esclavo; pero podían sacar aquél dando otro hijo, y aun había linajes acensados a sustentar un esclavo; pero era grande el precio que se daba por el tal esclavo. Cuando uno moría con deudas, tomaba el acreedor, si no había hacienda, al hijo a la mujer por esclavo; pero muchos dicen que no era así, y pudo ser que se obligasen con tal condición, pues estaba permitido que se pudiesen vender los hombres libres a sí mismos, y los padres los hijos. Ningún hijo de esclavo ni esclava, que es mucho más, quedaba hecho esclavo, ni aunque fuese hijo de padre y madre esclavos. Nadie podía vender su esclavo sin echarle primero argolla, y no se la echaban sin tener causa, y licencia de la justicia. Era la argolla una collera delgada de palo, como arzón, que ceñía la garganta y salía al colodrillo, con unas puntas tan largas, que sobrepasaban la cabeza, o que no se las pudiese desatar el argollado. A estos esclavos de argolla los podían sacrificar, y a los que compraban de otras naciones, y ellos llegaban a ser libres si podían refugiarse en palacio en ciertas fiestas del año, y aun dicen que no se lo podían estorbar sino los amos o sus hijos; pues si otros los detenían, tenían pena de ser esclavos, y el esclavo era todavía libre. Cada esclavo podía tener mujer y pegujal, del cual muchas veces se redimían; aunque pocos se rescataban, pues ellos no trabajaban mucho y los mantenían los amos.
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Una de las características de la sociedad griega, como de todas las coetáneas, es la presencia de un grupo social privado de derechos y cuya actividad principal es el desempeño de servicios o trabajos repudiados por el resto. Se trata de los esclavos, quienes podían ser propiedad del Estado, de los ciudadanos o de los metecos. Carentes de todo derecho, podían ser vendidos o cambiados como objetos, realizando los trabajos más duros. Algunos esclavos podían ser liberados, bien mediante buena conducta, bien mediante el pago de una cantidad, como sucedió en el caso de Platón, rescatado gracias a ser comprado por un ciudadano de Cirene en el mercado de Egina y después liberado. Los esclavos que eran propiedad del Estado generalmente se dedicaban a dos actividades bien distintas. Por un lado, algunos realizaban un trabajo de tipo manual, como peón de la construcción, barrendero, trabajador de los astilleros, etc. Otros, sin embargo, trabajaban como servidores públicos al servicio de organismos diversos, como heraldos, carceleros, sirvientes de magistrados, etc. En el caso de los atenienses existía una categoría especial de servidores públicos, los escitas, encargados de vigilar las calles y los lugares públicos a modo de policía. Armados con un arco, una fusta y una daga corta, llevaban una túnica de manga larga, un pantalón ahuecado, botas altas y bonetes acabados en punta. Su manutención corría a cargo del Estado, recibiendo como gratificación vino y alimentos en los días de fiesta. Aunque considerados esclavos, podían formar una familia, adquirir un patrimonio y comparecer ante la justicia. Un tipo específico de esclavos eran los ilotas, grupo de habitantes de Esparta sometidos a la privación de derechos. Adscritos a la tierra, eran como ésta una propiedad, de tal forma que si el terreno resultaba heredado los ilotas seguían el mismo destino. El origen de tal grupo social hay que buscarlo en los primeros tiempos de la ciudad, cuando los habitantes de la región -Laconia- fueron derrotados por los invasores dorios y sometidos a esclavitud. La esclavitud, en Grecia como en todas las culturas de su entorno, era una práctica observada por la población como algo natural, necesario. Aristóteles justifica la esclavitud en los siguientes términos (Política): "Todos aquéllos que difieren de los demás tanto como el cuerpo se distingue del alma o el animal se distingue del hombre, son esclavos por naturaleza (...). Pues es naturalmente esclavo el que es capaz de ser de otro. En la utilidad difieren poco: tanto los esclavos como los animales domésticos suministran lo necesario para el cuerpo. La naturaleza quiere sin duda establecer una diferencia entre los cuerpos de los libres y los de los esclavos, haciendo los de éstos fuertes para los trabajos serviles y los de aquéllos erguidos e inútiles para tales menesteres, pero útiles en cambio para la vida política (...). Es, pues, manifiesto que unos son libres y otros esclavos por naturaleza, y que para estos últimos la esclavitud es a la vez justa y conveniente".
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Aunque en Hispanoamérica hubo esclavos indios (los Caribes), esta condición fue propia de los africanos. La ética entonces vigente dudó de la posibilidad de esclavizar a los indios, que fueron declarados libres, pero no a los africanos, situación que era considerada normal. Había esclavos negros en casi todas las ciudades costeras de España y hasta en la misma corte papal. Es más, la solución de importar negros en las Indias para aliviar el trabajo de los naturales fue sugerida por los mismos religiosos (dominicos) que luchaban en favor de los indios (el padre Las Casas incluido). Los negros fueron así emigrantes forzosos a América. Se les cazaba como animales o se les compraba en los mercados esclavistas africanos, transportándoles luego al Nuevo Mundo para ser vendidos como mercancía. El negocio esclavista es una de la mayores lacras de la civilización occidental y en la que están implicados por igual los países que vendieron y compraron dichos esclavos. Los primeros negros llegaron como compañeros de los conquistadores y procedían de la Península, donde había unos cien mil, principalmente en las zonas ribereñas del Mediterráneo. El tráfico empezó a operar a raíz de la transformación de la economía minera de La Española en agrícola, debido al cultivo de la caña. La primera licencia conocida fue otorgada a Lorenzo de Gorrevod, en 1518, para transportar 4.000 a Santo Domingo. Luego hubo otras a los Welzer, a la mujer de Diego Colón, etc. Más tarde se compraron a los esclavistas portugueses e ingleses. Finalmente, los portugueses lograron regularizar este negocio a partir de 1595, obteniendo licencias. Desde 1595 y 1600 se llevaron a Hispanoamérica 25.338 esclavos. Durante los primeros 40 años del siglo XVII se mantuvo el asiento portugués, que introdujo otros 268.664. La independencia de Portugal hizo disminuir luego el negocio negrero, que cayó en manos de algunos asentistas de menor consideración. Entre 1663 y 1674 se introdujeron otros 18.917 esclavos. Naturalmente estos datos se refieren al tráfico legal, que algunos cifran en la mitad o un tercio del ilegal. En total, se supone que durante el siglo XVII entrarían en Hispanoamérica unos 400.000, que sumados a los 75.000 que Curtin da para el siglo XVI darían un total de casi medio millón para ambas centurias. Los puertos a los que llegaba mayor número eran Cartagena, Veracruz, Buenos Aires, seguidos por los de otras zonas del Caribe: Cuba, Margarita, Santo Domingo, Puerto Rico y Venezuela. Los esclavos procedían de diversos lugares de África (Guinea, Senegal y Congo sobre todo) y se les embarcaba en algunos puertos, reflejados en los gentilicios que se les daban (mandingas, congos, angolas, minas, etc.). Se llevaban en las bodegas de los buques negreros y en condiciones inhumanas, muriendo en la travesía el 23% de ellos. Los supervivientes eran vendidos en subasta y obligados a trabajar para sus amos en minas o plantaciones. Se ha asegurado que en la aclimatación (vida en esclavitud y adaptación a la nueva dieta) moría otro 25%. Lo increíble es que este grupo sobreviviera a su circunstancia y se reprodujera (en algunos lugares fue realmente difícil), llegando a configurar los esclavos criollos, una tipología esencial en la nueva América. Los datos sobre población negra existente en Hispanoamérica son aún más discutibles que los del tráfico. Se calcula que hacia 1570 había unos 40.000, y que serían ya 735.000 a mediados del siglo XVII. Por esta época había ya muchos negros libres. Plantean un verdadero enigma, pues las posibilidades de salir de la condición de esclavo eran mínimas. Algunos lo lograban porque sus amos les entregaban la libertad cuando se veían a punto de morir, otros la compraban poco a poco, cultivando en su tiempo libre una pequeña parcela, que se les entregaba en la plantación, o robándole algo al amo cuando los arrendaba a otros españoles para algunos oficios. Los más, lograban la libertad huyendo al monte y convirtiéndose allí en cimarrones o negros alzados. Se asociaban entre sí y formaban los llamados Palenques o repúblicas independientes, donde vivían con sus propias autoridades y sus leyes peculiares. Desde los palenques asaltaban los caminos o haciendas próximas, constituyendo una verdadera pesadilla para las autoridades españolas de algunas gobernaciones (Cartagena, Panamá, Santa Marta), que enviaban periódicamente tropas contra ellos. Ante la imposibilidad de reducirles, terminaron por ofrecerles la libertad y tierras si accedían a radicarse en algún sitio, lo que hicieron en no pocos casos. La situación de estos libres en las ciudades era muy variable, y Le Riverend cita un caso de un libre habanero que tenía un corral de puercos, poseía un esclavo y tenía un indio asalariado.
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El tráfico negrero siguió transportando africanos a Hispanoamérica. Primero los llevó la Compañía francesa de Guinea (primera década del siglo), luego la Compañía inglesa de la Mar del Sur (tuvo el monopolio desde el Tratado de Utrecht hasta la guerra de la Oreja) y finalmente toda clase de compañías asentistas, alguna incluso española. Hasta hace unos años se creía que el ritmo había decrecido en la segunda mitad del siglo, pero Curtin ha comprobado todo lo contrario. Este historiador sostiene que entre 1701 y 1760 entraron 271.200 esclavos en Hispanoamérica, lo que da una media anual de 4.520. Durante el período comprendido entre 1761 y 1810 entraron 307.400 esclavos, lo que arroja una media de 6.148 anuales, superior, como vemos, a la media anterior. La revolución de los negros haitianos contra los blancos repercutió en toda el área circumcaribe y los plantadores criollos trataron de frenar la importación de esclavos, en contra de sus intereses, y contra la misma política sostenida por las autoridades españolas. Algunas sublevaciones de esclavos ocurridas en Coro, Cartagena y Maracaibo a fines del siglo XVIII les dieron la razón sobre el peligro. En la primera de ellas, el zambo José Chirinos (1795?99) reivindicó la libertad de los esclavos y algunas ideas de carácter jacobino. Los negros seguían divididos en las dos categorías de esclavos y libres. Los principios religiosos y la labor de la Iglesia de casar y bautizar a los esclavos hizo que éstos tuvieran una existencia algo menos inhumana que en otras colonias. Los terratenientes destinaban gran número de esclavos al servicio doméstico en sus casas. En cuanto al número de libres era muy considerable. En Cuba, los libres eran el 41% de la población de color en 1774 (llegaron a ser el 46% en 1817), en la provincia de Lima eran unos 18.000 (1795) y en la provincia de Caracas suponían el 8% de la población total.
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Los historiadores suelen recordar que en el año 1380 se producen dos hechos que permiten calibrar el alcance y la penetración de las nuevas ideas humanistas: la donación de la biblioteca real por parte de Pedro el Ceremonioso al monasterio de Poblet, panteón real, acompañada de una carta en la que el rey subraya la superior importancia del historiador sobre el protagonista de los hechos narrados, y en la que afirma que toda gesta se engrandece en la medida en que es más dignamente reflejada; y, en segundo lugar, el elogio que el propio monarca hace de la Acrópolis de Atenas. El rey, que era duque de Atenas y de Neopatria, asegura que se trata de la "más rica joya que existe en el mundo, y es tal que entre todos los reyes cristianos apenas podrían hacer otra semejante". Parece lógico que los primeros síntomas de cultura humanista se manifiesten durante el reinado de este monarca, y más concretamente entre los servidores de la Cancillería, después de la reorganización a que fue sometida por el propio rey. La Cancillería no sólo actuó como instancia aglutinadora de la lengua hasta el punto de que el catalán literario, o si se prefiere el King's Catalan, es la lengua románica que ofrece menos dialectalismos, sino que además permitió, gracias a una concepción más moderna del Estado, que sus notarios y escribanos aplicasen a las tres lenguas oficiales -latín, catalán y aragonés- las pautas estilísticas de los autores clásicos. En la Cancillería el interés preponderante se centra en los escritores latinos. En la corte pontificia de Aviñón, Juan Fernández de Heredia traducía Plutarco al aragonés, mientras que la eclosión definitiva de las ideas cara a los humanistas se produciría en Nápoles, durante el reinado de Alfonso el Magnánimo. Las primeras manifestaciones que indican este renovado interés por la Antigüedad clásica y por su lengua, así como la admiración que ésta despierta ante la que se considera insuficiencia del vulgar -como plomo en comparación con el oro fino, dirá Jaume Conesa- al intentar adaptar sus períodos aparecen en forma de traducciones. Un caso significativo por lo que representa de atención hacia lo nuevo y al mismo tiempo de prevención ante ello, es el del dominico Antoni Canals (Valencia, 1352?-1419). Este seguidor de Vicente Ferrer -quien, por cierto, rechazaba de plano la cultura clásica-, compuso un importante tratado dedicado al rey Martín el Humano, Escala de contemplació (1398-1400), si bien la mayor parte de su actividad literaria se centra en las traducciones. Canals es la figura más importante del senequismo en la Corona de Aragón -tradujo el De providentia- y llevó a cabo considerables versiones de obras como las de Valerio Máximo o del Africa de Petrarca, con incorporación de fragmentos extraídos de autores clásicos. Si esta manera de proceder ya es indicativa de una mentalidad que no acaba de abandonar viejos hábitos y que se resiste a aceptar las posturas y métodos que propugnará un Petrarca, también lo es el hecho de que Canals, temeroso de las consecuencias morales y religiosas del conocimiento de las obras de la Antigüedad, intervenga en los textos advirtiendo de sus riesgos, y ofreciendo una lectura cristiana de las obras que traslada al vulgar. El peso de esta mentalidad, que convencionalmente podemos seguir llamando medieval, es pues poderoso. Un orador áulico como el barcelonés Felip de Malla (c. 1370-1431), que se lamenta del pobre estado de los estudios en la Corona de Aragón y del escaso interés por la cultura latina, cuando redacta su manual ascético Memorial del pecador remut, lo único que logra construir de acuerdo con el sentido de su queja se encuentra en una sintaxis clasicizante aunque raramente convincente. Más relevante es el caso del mallorquín Ferran Valentí (?-1467), que se formó en Italia y mantuvo contactos con humanistas de la categoría de Antonio Beccadelli o aquel padre y preceptor mío, Leonardo Bruni. Valentí efectuó una versión muy correcta de los Paradoxa de Cicerón, a los que colocó un interesantísimo prólogo que ha sido considerado como el equivalente del Prohemio del marqués de Santillana. El primer helenista catalán -y según Menéndez y Pelayo el primero de la península- es el barcelonés Jeroni Pau (muerto en 1497). Pau, autor de epigramas latinos de tan cuidados hasta preciosistas, y de otras de carácter histórico y erudito, redactó también un tratado de corrección idiomática que lleva un título contundente: Regles d'esquivar vocables o mots grossers o pagesívols (1490). El erudito más completo que dio el humanismo en la Corona de Aragón es sin duda el cardenal Joan Margarit i Pau (Gerona, 1422-Roma, 1484), educado en Bolonia. Su obra más importante es el Paralipomenon Hispaniae, y significa de hecho la aparición de la historiografía erudita en la Península. Dedicado a los Reyes Católicos, celebra la reciente unión de las Españas Citerior y Ulterior, a las que "con vuestro enlace matrimonial", escribe en el prólogo, "habéis devuelto aquella unidad que desde los tiempos de los romanos y de los visigodos había perdido". Cabe aclarar que el punto de vista del cardenal no es el de la reina, sino el de Fernando de Aragón. La obra de creación literaria más considerable de entre todas las aportaciones de los hombres de letras que por un concepto u otro pueden ser calificados de humanistas es la del barcelonés Bernat Metge (1340-1413). Es el primero que recibe con provecho la lección humanista de Petrarca y de Boccaccio, aunque no tenga una preparación filológica comparable, ni una inclinación por lo filosófico tan marcada ni generosa. Metge vive siempre en el siglo y no conduce su literatura nunca más allá de donde le llevan las vicisitudes de su biografía. Su primera obra, aún con un intenso sabor medieval, es el Libre de Fortuna e Prudéncia (1381), poema narrativo escrito en la lengua híbrida, mezcla de occitano y catalán, propia de la lírica de sus contemporáneos y de la narrativa en verso, respecto de quienes, sin embargo, marca distancias alegando irónicamente incompetencia ante los "trobadors del saber gay". La obra plantea un viaje al otro mundo, elaborado con materiales de La faula, del Anticlaudianus, del Roman de la Rose o de la Elegia de Arrigo de Settimello, partiendo al alba y volviendo al mismo día antes del amanecer, que sirve no sólo para manifestar una personalidad urbana y burguesa, sino sobre todo para plantear uno de los temas capitales de su obra. Un tema que por cierto irritaba a Canals: la providencia divina y la existencia del mal en el mundo. La conclusión, disimuladamente ambigua, deja a Metge del lado de lo casi herético. Esta actitud descreída, que no concede ningún valor a la fe, se complementa con una posición moral también alejada de la ortodoxia, y que se expresa en máximas tan transparentes como la que sigue, expuesta en su paródico Sermó: "Seguesca el temps qui viure vol/ si no poria's trobar sol/ e menys d'argent" (Siga el tiempo quien quiera vivir/ si no podría encontrarse solo/ y sin dinero). La primera obra de carácter humanista es la traducción del Griseldis de Petrarca, y resulta significativo que Metge prefiera la versión latina que recita Petrarca, "poeta laureat", al original italiano. Hacia 1395, inspirándose en el Secretum de Petrarca inicia la redacción de la Apologia, de la que sólo tenemos el fragmento inicial. Esta pieza constituye una gran novedad y una experiencia inédita en Europa, ya que se proponía construir un diálogo de naturaleza filosófica no en latín sino en vulgar. En lo poco conservado se constata algo tan propio de la nueva actitud intelectual como una cierta sensación de aislamiento ante el mundo, la crítica de la vulgaridad ambiental, el gusto por los libros y la compañía de los antiguos o un sentimiento de distinción intelectual.
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Se sabe de la existencia certera de escultores o talleres de escultores, conociéndose los resultados de sus trabajos, pero poco acerca de la organización humana y laboral. En cuanto a las producciones escultóricas se refiere, éstas están siendo actualmente revisadas, puesto que en muy pocos casos contamos con datos fiables que permitan fechar y estudiar los grandes centros de producción escultórico-ornamental. Recordemos que prácticamente toda la escultura, que parece corresponder cronológicamente a los siglos VI y VII, se halla descontextualizada, es decir, no existen referencias arqueológicas o arquitectónicas respecto a su hallazgo o ubicación, hecho que mengua sus posibilidades de estudio. Entre los centros artesanales destaca, en la Baetica, Corduba (Córdoba), cuyos restos procedentes muy posiblemente de la iglesia de San Vicente se hallan en su mayoría reutilizados en la primera fase constructiva de la mezquita, fechada en la segunda mitad del siglo VIII y correspondiente a Abd al-Rahman I. En la Lusitania destacan dos grandes focos de artesanos escultores, uno en el importante puerto comercial de Olisipo (Lisboa) y el otro en Emerita Augusta (Mérida). Es evidente que en núcleos urbanos como los que acabamos de citar, y esencialmente en Mérida, existía ya una vieja tradición de arquitectos, ingenieros y escultores, además de ser un polo receptor de productos venidos de Oriente. También debieron ocupar un lugar importante los talleres de Toletum (Toledo), puesto que la actividad constructiva -tanto privada como pública- en la capital del reino visigodo debió estar en auge e irradiar en las zonas circundantes. Muy poco sabemos acerca de la topografía de Toledo, sin embargo, dada la abundancia de materiales que aparecieron en las zonas del Hospital de la Santa Cruz, en las iglesias de Santa Justa, Santo Tomé y San Salvador, es posible que estas zonas fuesen barrios importantes desde el punto de vista de la edilicia. Aunque los exactos límites cronológicos de las producciones escultóricas estén por definir con exactitud, según hemos dicho, lo que sí se puede afirmar es que existe una continuidad del sustrato romano tardío y una innovación clara, procedentes de las corrientes ornamentales mediterráneas, particularmente de la zona oriental. En los diferentes talleres debieron existir unos determinados modelos basados principalmente en la decoración geométrica y ornamental, siendo escasa la presencia de modelos figurativos a excepción de algunos elementos, como por ejemplo los capiteles del cimborrio de San Pedro de la Nave o la denominada pilastra de San Salvador, ubicada en la iglesia de este nombre de Toledo, aunque no tiene un contexto conocido. Estamos por tanto ante una problemática muy semejante a la descrita cuando nos hemos referido a las construcciones eclesiásticas en los ámbitos rurales, puesto que los criterios estilísticos no pueden ser utilizados como único elemento para otorgar una cronología a los diferentes talleres escultóricos.