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Todo musulmán debe aprender y cumplir con cinco obligaciones rituales, llamadas Pilares del Islam o de la Religión (arkanu l-ilsma o arkanu l-Din). Estos cinco ritos aparecen mencionados en El Corán, si bien no se habla de ninguno de ellos con detalle, por lo que su regulación ha sido elaborada por los eruditos y maestros islámicos gracias a los hadices. La literatura islámica, en su forma culta tanto como en las populares, se ha ocupado de manera extensa de estas cinco obligaciones rituales, una muestra del interés por lo físico inherente a la vida religiosa islámica. Estos actos obligatorios, si bien pueden ser realizados de manera individual, tienen como fin primordial sostener la ummah o comunidad de fieles. Es preciso decir, por último, que al realizarlos siempre se debe tener la intención expresa de hacerlo (niyyah). Los cinco Pilares son el Credo, la Oración, el Ayuno, el Azaque y el Peregrinaje a La Meca.
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La aclimatación y el dominio del territorio griego por parte de los aqueos, a lo largo del Heládico Medio, les conducirá a un enriquecimiento considerable, tal como se puede apreciar por la construcción y los ajuares presentes en sus tumbas, únicos restos arquitectónicos que se conservan del período Micénico Antiguo, entre 1600-1500. Los lugares de hábitat están ocultos bajo las reconstrucciones de las etapas posteriores, cuando no han sido destruidos por estas obras, y aún no están fortificadas. Las tumbas de fosa o de pozo están concentradas, formando grupos en el exterior de la ciudad. Estas tumbas familiares son conocidas a través de los conjuntos de Lerna, Corinto o Afidna, en el Atica, pero los ejemplos más monumentales son los llamados círculos de tumbas de Micenas. El más antiguo y alejado de la acrópolis es el Círculo 8, fechado entre 1600 y 1550. Se trata de un conjunto de 24 enterramientos: 14 tumbas de pozo (shaft graves), 9 cistas y una tumba de cámara. Esta última es más tardía (del siglo XV), excavada en la roca y cubierta con piedras talladas en aproximación de hiladas, dando lugar a un techo a doble vertiente. A la tumba se accedía a través de un corredor o dromos y constituye uno de los precedentes de las posteriores tumbas de cámara o thóloi. El Círculo A de tumbas estaba también en el exterior de la ciudad, hasta que con la ampliación de sus murallas, después del año 1300, quedó incorporada a la misma, tal como se puede ver hoy día. Contaba con seis profundas fosas con sus muros de mampostería, además de varias tumbas del Heládico Medio, que se extendían colina abajo y muchas de ellas destruidas con la construcción de las fosas principescas del Micénico Antiguo. Las fosas estaban señaladas mediante estelas hincadas en el suelo y rodeadas de un muro circular; éste fue modificado y reconstruido tras la ampliación de la ciudad, a cuya fecha corresponde el actual doble muro de placas de caliza que, en un principio, a Schliemann le pareció la estructura del ágora de Micenas. Con sus excavaciones, puso al descubierto los riquísimos ajuares correspondientes a las 19 personas allí enterradas, de dos a cinco por tumba: nueve hombres, ocho mujeres y dos niños. Con las excavaciones del Círculo B, realizadas en 1951-52 y de un modo más minucioso que las de Schliemann, se ha podido conocer mucho mejor la técnica constructiva de estas fosas. Primeramente se excavaba en la roca un pozo rectangular de hasta 5 metros de profundidad; luego se recubrían las paredes con unos muros de piedras pequeñas o ladrillos hasta una altura de 1 a 1,5 metros. Sobre el suelo cubierto de guijarros se depositaba el cadáver, cubierto materialmente por su ajuar: ofrendas de alimentos, joyas, armas, cerámicas, etc. La tumba se cerraba por medio de vigas de troncos apoyadas en los muretes y una cubierta de ramaje y barro. Por último, se rellenaba la fosa con tierra hasta formar un pequeño montículo sobre ella, en el que se clavaba una estela de piedra. El proceso se repetía en cada tumba o en las reutilizaciones, en cuyo caso se apartaban las ofrendas y los restos del enterramiento (cuando no eran saqueadas, como en alguna fosa del Círculo B o en los posteriores thóloi) con el fin de dejar espacio para el nuevo difunto. Con la enorme acumulación de tierra y piedras sobre las tumbas de fosa y el cambio de ritual funerario y la construcción de las tumbas de cámara, hacia 1500, los pozos y sus ajuares fueron olvidados y, gracias a ello, escaparon al pillaje. Hoy día sorprende enormemente la riqueza que llegaron a acumular los príncipes de Micenas en sus ajuares funerarios. Una de las más ricas, la tumba IV del Círculo A, contenía más de 400 objetos, a repartir entre los cinco enterramientos (tres hombres y dos mujeres): 3 máscaras, 2 coronas, 8 diademas, 1 collar, 3 brazaletes y 2 anillos, todo en oro; 27 espadas y otros 16 pomos, en bronce, marfil, oro, alabastro y madera; 5 dagas y 6 pomos más; 16 cuchillos y 5 navajas de afeitar; 7 vasijas de oro, 11 de plata, 22 de bronce, 3 de alabastro, 2 de loza y 8 vasos cerámicos, 2 ritones de oro (rhyta), 3 de plata y 2 más de huevo de avestruz; un peine de oro y marfil; una figura de plata de un escudo en forma de ocho; dos sellos de plata; 683 láminas de oro recortadas en varias formas y repujadas; botones y cintas de tahalíes en oro; 38 puntas de flecha, 92 colmillos de jabalí (restos de cascos de guerra); 1 hacha; 1 tridente; 2 piedras de afilar; nudos sagrados minoicos de loza; 9 cuentas de amatista del Peloponeso y 1.290 cuentas de collar de ámbar báltico; un tablero de juego de loza y cristal; e innumerables restos de tejidos, vasijas metálicas deshechas, remaches, clavos, alfileres, fragmentos de marfil y de espadas de bronce, además de fragmentos de objetos en madera. La procedencia de los objetos citados, así como los diversos estilos artísticos muestran un amplio contacto comercial del mundo micénico con territorios muy alejados entre sí, desde Centroeuropa hasta Egipto, y desde Anatolia y Mesopotamia hasta Creta. La última de estas tumbas de fosa del Círculo A está datada poco antes del 1500. Con posterioridad a esta fecha se construye la tumba de cámara del Círculo B arriba citada.
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En este estudio nos vamos a referir únicamente a los códices salidos del scriptorium regio que conservan su prólogo original y las miniaturas correspondientes a éste. Hablaremos por tanto de los códices siguientes: el Lapidario (Escorial, Ms.h.I.15), el "Libro de las Formas e Imágenes que están en los cielos" (Escorial, Ms.h.I.16), las Cantigas de Santa María (códice rico: Escorial T.I.1. y Florencia, Biblioteca Nacional, Ms.B.R.20; "códice princeps o de los músicos", (Escorial, b.1.2.), la "Primera Partida" (Londres, British Library, add. Ms.20.787), el "Libro de los Juegos de Ajedrez, Dados y Tablas" (Escorial, Ms.T16.), la primera parte de la "Estoria de España" (Escorial, Ms.Y.1.2) y la cuarta parte de la "General Estoria" (Roma, Bibl. Vaticana, Ms.????). Hay otros códices indudablemente alfonsíes que han sufrido la mutilación de sus páginas iniciales, como los "Libros del Saber de Astrología" (Biblioteca de la Univ. Complutense, Ms.156), del que conocemos dicho texto perdido por las copias posteriores aunque no sabemos nada de sus posibles miniaturas de presentación o retratos de autor, y el llamado por Solalinde "Manuscrito Astrológico Vaticano" (Roma, Ms.Reg.lat.1283), que es un compositum de textos astrológicos fragmentarios que contiene entre otros una parte del famoso manual de magia llamado en Occidente "Picatrix". No incluimos en este estudio, salvo de manera tangencial, otros códices indudablemente alfonsíes pero que carecen de miniaturas, ni tampoco atribuciones recientes que no parecen por el momento haber sido aceptadas por unanimidad. En ninguno de estos retratos Alfonso X, en las llamadas escenas de presentación y retratos de autor, exhibe los típicos atributos regios de los reyes occidentales contemporáneos, el cetro y la poma en las manos. Por lo general no lleva en ellas ningún objeto. La única excepción es la miniatura inicial de la "Primera Partida" (Londres, British Library, Ms. Add.20.787, f. l) en donde el monarca lleva una espada en la mano, la espada de la justicia que le corresponde como legislador y que no parece guardar relación visible con la Reconquista. En todos los retratos de Alfonso X, de autor y de presentación, se exalta la sabiduría del monarca, cuyos únicos atributos regios son la corona y un sitial o escaño, a modo de trono, a los que se añaden, en ocasiones, cortinajes y servidores y cortesanos que recuerdan también su importante papel. En un pasaje del "Libro de las Cruces", mandado traducir por don Alfonso, se le compara con Salomón, por su búsqueda de la ciencia, y se exalta su figura como la del monarca elegido por Dios de entre todos los príncipes de su tiempo por su mayor sabiduría y entendimiento, llegando a decirse que por inspiración divina se esforzó en iluminar los saberes que se habían perdido en la tierra, y que por voluntad de Dios conoció que la ciencia y el saber... eran muy necesarios a los hombres. En el prólogo del "Libro conplido en los iudizios de las estrellas" se da loor y gracias al Dios Padre porque en nuestro tiempo nos ha dado señor conocedor de justicia y del bien, amador de la verdad, escudriñador del saber, que ama y reúne a su alrededor a los sabios, y a los que se dedican a los saberes, y les concede bienes. El gesto de la mano del Rey, con el dedo índice enhiesto, señalando el libro que le entregan o del que dicta, es el gesto del filósofo, pues como dice el libro "Bocados de Oro", obra de la misma época, también Sócrates "cuando fablava movía el dedo que es dicho index".
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Según el historiador romano Veleio Patérculo, Gades fue fundada por los fenicios ochenta años después de la caída de Troya, es decir, hacia el 1104 a.C. El hecho que, como otras acciones históricas significativas, marca el inicio de una nueva etapa, el primer milenio a.C., servirá de excusa aquí para valorar una doble cuestión conceptual de capital interés. La fundación de un asentamiento colonial, aunque sea con carácter más o menos permanente, siempre implica la presencia de una nueva población que entra en contacto con la base étnica residente en el área. En la visión arqueológica que ha caracterizado la investigación en gran parte del siglo XX, primar este efecto, como punto de partida para cualquier innovación tecnológica o cultural, ha recibido el nombre de difusionismo. El concepto nació en oposición a la tradición evolucionista, caracterizadora del trabajo arqueológico en el siglo anterior, que destacaba el desarrollo de cada grupo en un modelo secuencial prefijado que avanzaba desde el salvajismo a la civilización. En realidad, salvo este principio señalado, el modelo difusionista no ha sido sustancialmente distinto a las lecturas evolucionistas decimonónicas: ambas respetaban un modelo unilineal hacia el progreso y la civilización y mantenían la perspectiva historicista al plantear que el sujeto de la Historia había sido siempre las etnias o las nacionalidades, olvidando la existencia de los conflictos internos dentro de cada comunidad. En todo caso, la diferencia que distingue a evolucionistas y difusionistas hay que situarla en la contextualización histórica en que se produjo el debate entre ambas corrientes. Si rastreamos el origen del difusionismo, a fines del siglo XIX, cuando el neoimperialismo repartía los mercados afroasiáticos de materias primas entre las grandes potencias, se comprenderá el interés por la temática colonizadora y se justificará que, ideológicamente, se produjera la imagen del colonizador paternalista y bienhechor y, consecuentemente, la del indígena salvaje e infantil. La crisis de la Arqueología tradicional a fines de la década de los años sesenta y su reconstrucción bajo planteamientos funcionalistas, que ya no tenían tanto interés en el proceso histórico, y por ende en el tiempo, terminó por producir una dura crítica a los planteamientos difusionistas dominantes y a sus excesos. La Nueva Arqueología ha estado más preocupada por describir los sistemas de comportamiento en una sociedad que por conocer cuál era el origen de cada situación. Este planteamiento ha generado una cierta revitalización de las lecturas evolucionistas, si bien éstas se han hecho para construir las leyes de rango medio, como gustan decir los neopositivistas, que han caracterizado de forma atemporal el desarrollo de una sociedad y en general al ser humano, todo ello desde perspectivas no unilineales y mucho menos utópicas. De todos modos, el hecho colonizador es empíricamente contrastable y la crítica al difusionismo no pone en cuestión la existencia del contacto, sino su tratamiento. Por esta razón se hace conveniente valorar al menos dos consideraciones: El contacto entre colonizador e indígena colonizado no se expresa siempre desde una lectura unívoca, en la que el primero es factor de civilización, y el segundo el elemento cambiante y receptor del proceso; por el contrario, el contacto se enmarca en una serie muy compleja de conceptos (aculturación, interacción, intervencionismo, etc.) que van desde el encuentro esporádico y pacífico al permanente y violento de la conquista. Paralelamente, el hecho se localiza en una amplia gama de escalas que se localizan desde el punto de encuentro de un intercambio al marco macroeconómico y político que lo posibilita. El contacto entre colonizador e indígena no expresa cultural y económicamente un factor desintegrador de conflictos, existentes tanto en el seno de la sociedad indígena como en el de la colonizadora; en todo caso, este hecho activa otros factores o modifica determinadas situaciones internas, hasta hacer evidente que la nueva situación tiene diversas maneras de ser vivida culturalmente y diferentes efectos económicos. En otro marco conceptual y metodológico, la cita de la fundación de Gades permite plantear otro problema de gran interés, cual es la articulación entre Arqueología e Historia (valorada desde el documento escrito). Nunca, en toda la historia de la investigación arqueológica de Cádiz, se han registrado materiales u otros documentos que puedan adscribirse a una cronología fenicia tan alta como la que expresan las fuentes históricas escritas. La arqueología gaditana, como la practicada en otros asentamientos fenicios también valorados por las fuentes escritas como de alta cronología, tal es el caso de Utica, Cartago u otros puntos mediterráneos, ofrece como datación más alta para sus materiales más antiguos estratificados el siglo VIII a.C. Este hecho demuestra hasta qué punto en ocasiones la investigación histórica puede presentarse de modo contradictorio entre diversas disciplinas. Sin duda alguna la información arqueológica cuenta con un componente empírico de mayor posibilidad de contraste que el documento histórico escrito; sin embargo, este hecho no debe ser definitivo en la elección de una posición u otra. En el caso de la Arqueología ha de reconocerse en muchas ocasiones la dificultad que supone la fijación de una cronología absoluta, y la debilidad metodológica que existe para establecer las cadenas que permitan ordenar las cronologías relativas; asimismo, nunca ha de olvidarse la incapacidad de determinadas metodologías y técnicas de excavación para obtener todo el registro arqueológico; desde el punto de vista del documento escrito, la ausencia de la crítica del texto es demasiado frecuente en la investigación y no ha de olvidarse que existe un condicionante cultural y económico que siempre está presente en el momento de su elaboración. Por efecto de la contradicción interdisciplinar expresada, la investigación de la arqueología fenicia ha planteado una doble alternativa para la explicación del caso. Una corriente, representada en investigadores como Aubet, ha asumido la información arqueológica como la determinante en la valoración científica de la colonización. Para ellos la documentación histórica de Veleio Patérculo, que seguirán reproduciendo otros muchos historiadores romanos, no es fiable, por proceder seguramente de Timeo de Tauromenia, dada la falta de rigurosidad de este último autor; además, analizada contextualmente la información, se observa, en términos generales, la confusión de las fuentes helenísticas sobre la colonización fenicia, así como la asunción de los poemas homéricos como fuente histórica segura. En el caso de Cádiz se reconoce, además, una corriente muy al gusto de la época en que se elaboraron los textos y que tiende a ennoblecer el origen de las grandes ciudades vinculándolas a legendarios personajes; éste pudo ser el caso de la leyenda de la fundación, propiciada en el siglo IV a.C., que unía a través de un viaje los destinos de los Heracleidas y de la ciudad fenicia, obligando con ello a llevar el origen de la ciudad a un momento próximo, cronológicamente, a la guerra de Troya, dado que el citado viaje se produjo al terminar aquélla. Todos estos factores, localizados en la difícil frontera que separa en tiempos antiguos lo mítico de la realidad, terminaron por definir el hecho histórico de la fundación de la ciudad en una fecha muy anterior al momento real de su origen. Como alternativa al rechazo de las fuentes históricas escritas, se ha creado el concepto de Precolonización, a partir de los trabajos de autores como Bisi o Moscati. Se trata de definir con ello la existencia de un proceso que se piensa característico de la etapa anterior a la colonización y que destaca por la existencia y el desarrollo de actividades de intercambio en puntos sin asentamientos estables; ello, además, sin la voluntad precisa de ofrecer presencia étnica, es decir, de constituir colonias con fines comerciales o demográficos. En general, los defensores de esta hipótesis alternativa, tras valorar los materiales que podrían justificar la existencia de esta fase precolonizadora, defienden localizar este periodo precolonial asociado a un ambiente indígena protorientalizante en los siglos X y IX a.C. Existen, incluso, investigadores partidarios de ampliar esta secuencia hasta hacerla coincidir con la propuesta documentada en las fuentes históricas escritas. Los materiales arqueológicos a que se ha hecho referencia en un momento anterior del texto y que justifican esta hipótesis alternativa, según Aubet, se pueden dividir en tres niveles: Materiales que se adscriben tipológica y estilísticamente a fines del segundo milenio a.C., como el grupo de marfiles decorados con técnica de incisión localizados en Carmona (Sevilla) y la estatuilla de bronce de Selinunte (Sicilia). Materiales que se adscriben de forma directa, por tipología y estilo, a los primeros siglos del primer milenio, caso de la estela de Nora en Cerdeña. Materiales de fabricación indígena pero de influencia oriental, estratificados en algunos casos durante los primeros siglos del primer milenio a.C. Se trata de ciertos tipos de escarabeos, fíbulas y jarros de cerámica procedentes de yacimientos de Sicilia, cerámica de producción a mano y decorada con pintura de tipo Carambolo, fíbulas de codo, estelas decoradas, escudos con escotadura en forma de «V», o elementos singulares como el cuenco de bronce de Berzocana (Cáceres) y el yelmo metálico de la ría de Huelva; todos los casos reseñados se localizan en el sudoeste de la Península. En general, todos los elementos citados salvo la estela de Nora plantean complejos problemas, ya que en ningún caso se tienen datos firmes de su procedencia y nunca se valora la continuidad del estilo en épocas posteriores e incluso, en algún caso, su amortización tal y como muestra la necrópolis de Almuñécar. El caso de Nora, por su parte, ofrece una cronología tardía, muy próxima a las primeras fundaciones con registro arqueológico contrastable. En el tercer grupo de materiales, definidos como indígenas pero de carácter cultural protorientalizante, es difícil por el momento fijar su cronología exacta, pero aun cuando pudieran fecharse en etapas tan antiguas, no se tienen en cuenta los procesos internos de desarrollo o la escala de contactos en toda su magnitud y que no excluye la inclusión de alguna zona, como es el caso del sudoeste, en el ámbito de las rutas económico-culturales atlánticas.
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Yo topé con un viajero de un país antiguo que me dijo: Dos enormes piernas de piedra, sin el tronco, están de pie en el desierto... Cerca, en la arena, medio hundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño y crispados labios, y gesto de frío mando, dicen que el escultor bien leía aquellas pasiones que perduran, a pesar de todo, estampadas en estas cosas inertes. La mano que les hizo burla y el corazón que las alentó. Y en el pedestal aparecen estas palabras: Mi nombre es Ozymandias ¡Mira mis obras, tú, el Poderoso, y desespera! Nada más subsiste. En derredor, despojos de aquel colosal naufragio; sin confines y desnudas, las solas y monótonas arenas se extienden a lo lejos" (Shelley, "Ozymandias", 1817). Los colosos son una de las grandes novedades que introduce la Dinastía XVIII. La otra lo son las avenidas de esfinges, o de columnas, que completan o reemplazan a las hileras de árboles. Aunque estas manifestaciones nos parezcan indisolublemente unidas a la arquitectura, y en casos como los de Abu Simbel lo estén, incluso físicamente, poseen entidad y autonomía propias. Hasta tienen nombres como las personas, y el que se dirige a ellas, por ejemplo en una de las muchas estelas existentes, debe cuidarse de llamarlas como es debido, por ejemplo: Usirmare-Setepenre-Amado de Amón, Ramsés-Miamún-Sol-de-Reyes, Usirmare-Setepenre-Montu-de-los-Dos-Países y otros nombres por el estilo. Quiere esto decir que son objetos de oración, imágenes del rey como poderoso mediador entre el hombre y la divinidad, más poderoso que el sacerdote, y por supuesto más barato, puesto que no cobra por sus servicios. La idea de poder se pone de manifiesto en su tamaño y la de mediación en que no está oculto, invisible e intocable, como lo están las imágenes de los dioses, sino donde el creyente puede verlo y tocarlo. Algunos colosos comparten sus nombres con barcos de transporte de tropas, otros con unidades militares, lo que significa que donde el poder del rey se manifiesta mejor es en su calidad de jefe invencible del ejército. De ahí que Ramsés II no pueda reconocer ante sus súbditos, como en cambio lo reconoce en sus conversaciones con los hititas, que la batalla de Kadesh había quedado en tablas. De la autonomía del coloso da prueba un relieve en que Ramsés II está orando ante un coloso que lo representa a él. Esto no significa que para rezar a un coloso haya que estar en su presencia. Un oficial que estaba destinado en Pi-Ramsés, en el Delta, le rezaba a uno de los de Tebas. A veces el creyente, como hacen algunos cristianos con santos de su devoción, amenaza al coloso con vengarse si no atiende a sus peticiones, o incluso llega a maldecirlo por escrito. También había reproducciones en miniatura, que se podían llevar de un lado para otro, o tenerlas en casa. Los obreros de Deir el-Medina veneraban como santos y patronos a Amenofis I y a su madre, la reina Ahmes-Nefertari, y tenían en su poder muchas reproducciones del coloso del rey existente en Karnak. Las inscripciones de las estelas revelan que la plegaria normal se parecía mucho a las que se dirigían a Osiris y a Anubis, lo que es lógico, considerando que desde la dinastía XVIII hasta el final de los Ramesidas, junto al coloso sentado y el situado de pie, hay un tercero, con la típica figura muniforme de Osiris, enfundado en un sudario talar, con los brazos cruzados sobre el pecho, sosteniendo cetros: los pies juntos, y la cabeza con la corona del dios. Sólo en los ejemplos muy tardíos, como los de Medinet Habu, la efigie lleva la falda corta del traje de ceremonia, acompañada de dos figuritas de la reina al lado de sus pantorrillas. Muchas de las estatuas osíricas están labradas en los sillares de los pilares que las respaldan. El nacimiento de los colosos no fue patrocinado ni por los teólogos ni por la aristocracia egipcia. Fueron una iniciativa regia que encontró gran aceptación en las clases populares de la sociedad, los soldados, los campesinos, los artesanos. Reflejan el espíritu del Imperio Nuevo y su tendencia, iniciada ya en el Medio, a multiplicar las obras de arte. Casi todos se hicieron por parejas o por cuartetos, a efectos escenográficos, o sea, a efectos de encajarlos en grandes contextos arquitectónicos. El templo funerario de Amenofis III se alzaba en la margen izquierda del Nilo, en plena ciudad de Tebas occidental. Los sucesores de Amenofis desmantelaron el templo, dejando únicamente los dos colosos que se alzaban frente al pílono de entrada. Con sus coronas originales, que hoy les faltan, medirían más de veinte metros de altura, la mayor de todas las estatuas sedentes de la estatuaria egipcia, pero no de todas en general, pues las muy deterioradas cuatro figuras rupestres de Gebel Barkal, en el Sudán, alcanzan los cien metros de altura. Los colosos de Amenofis, llamados por los griegos y romanos "Colosos de Memnón" fueron una de las atracciones que la Tebas antigua poseía. Hay constancia histórica y epigráfica de que en el siglo II d. C. fueron visitados por Adriano y su séquito, en el que figuraban la emperatriz Sabina y sus damas de honor. En ellos aparece Amenofis III sentado en un trono flanqueado por los genios, semihumanos, semianimales, de los Nilos del Alto y Bajo Egipto, enlazando las plantas que simbolizan a los dos países. Junto a las piernas del faraón aparecen unas figuras, grandes también, pero comparativamente pequeñas al lado del coloso, de Teye, su esposa, y de Mutenweye, su madre. El deficiente estado de conservación en que se encuentran, sobre todo las partes altas de las dos estatuas, les ha restado popularidad en el mundo actual, en comparación con los colosos de Abu Simbel, la realización más audaz de Ramsés Il, pese a las muchas que este faraón tiene en su haber. El dios Re-Horakhte, a quien el templo estaba dedicado, tiene que conformarse en su fachada rupestre con una figura tan pequeña, tan alta, y metida en un nicho, que mucha gente ni se percata de su existencia, atraída por la mirada de aquellos colosos que dirigen la vista fijamente hacia abajo como si quisieran dominar a la multitud. Los colosos de Abu Simbel se ven hoy, en su nuevo emplazamiento, mejor que antaño, en que la intrépida viajera del siglo XIX miss Alicia Edwards se lamentaba así: "Por estupendos que sean, nada más difícil que ver a los colosos como es debido. Colocados entre la roca y el río estamos demasiado cerca; situados en la isla de enfrente, demasiado lejos, mientras que en la falda de arena sólo alcanzamos a verlos de lado. Cada mañana me despertaba a tiempo de presenciar aquel milagro de todos los días. Cada mañana veía a aquellos pavorosos hermanos pasar de la muerte a la vida, de la vida a la piedra esculpida. Casi acabé por creer que más tarde o más temprano habrá de llegar una aurora en que el hechizo se resquebraje y los gigantes se levanten y hablen". Otra observación de miss Edwards requiere un recuerdo y un comentario: "Ramsés el Grande, si se parecía tanto a sus retratos como sus retratos se parecen entre sí, ha debido de ser uno de los hombres más hermosos, no sólo de su época, sino de toda la historia". ¿Hasta qué punto los colosos se parecían a sus modelos? Hoy podemos afirmar que bastante para que se les conociera, de otro modo el ka al que se dirigían las plegarias de los devotos: (Adoración a tu ka, Señor de los Dos Países, empiezan diciendo las inscripciones de las estelas antes de dar el nombre del coloso) hubieran caído en el vacío y el pueblo no hubiera depositado su confianza en ellos. Las comparaciones fotogramétricas realizadas modernamente con la cabeza de la estatua de Ramsés II sedente, de Turín, que es un retrato directo de taller cortesano, revelan un asombroso parecido con los gigantes de Abu Simbel.
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Muy ligados a los artesanos por el ambiente urbano en que se desenvolvían, los comerciantes eran considerados como el escalón más bajo de la sociedad. Pero con el desarrollo económico del período Tokugawa numerosos mercaderes incrementaron su prestigio y su fortuna hasta el punto de que en el siglo XVIII lucharon por abolir las barreras inmovilistas. No contaban con un código especial de conducta, aunque por estar situados en la base de la pirámide social tenían delimitadas sus funciones por exclusión. Gozaron de un trato especial en las ciudades-castillo de los daimyos, pues monopolizaban el mercado urbano y abastecían de todo lo necesario a sus habitantes. Junto a los artesanos formaron el grupo denominado chonin, con unos rasgos de identidad contrapuestos a la cultura aristocrática de los samurais. Vetados para cualquier actividad política y limitados al comercio interno del Japón, los chonin se transformaron en la clase más dinámica y dinamizadora del Japón. Gracias a su papel de capitalistas, financieros y prestamistas, así como de redistribuidores de la producción agrícola, se convirtieron en los dueños de la economía japonesa. La organización social establecida por los Tokugawa excluía de las categorías oficiales a toda la población flotante de trabajadores manuales, braceros, terraceros o portadores, que componía el estrato más bajo de aldeas y ciudades y estaba condenada a la miseria, por sus bajos ingresos y las calamidades naturales sobrevenidas.
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Buena parte de la actividad comercial era realizada por los mismos productores. Los excedentes agrarios eran llevados a la ciudad por el campesino que adquiría -o cambiaba- en los talleres los productos necesarios. El propio Estado era el encargado de llevar a los campamentos militares todo lo necesario para su manutención. Pero a pesar de estas limitaciones ya existía la figura del intermediario, dedicándose a las actividades comerciales un buen puñado de romanos e itálicos. El comercio se realizaba preferentemente por vía marítima -más rápido y más barato- siendo hombres libres los propietarios de los barcos, habitualmente organizados en sociedades mercantiles. Para evitar desplazamientos continuos, el armador solía delegar cierta responsabilidad en un esclavo de su confianza que representaba jurídicamente al comerciante. Los grandes emporios comerciales del Imperio eran las principales ciudades - Roma, Alejandría, Marsella, Antioquía- y en ellas podíamos encontrar expertos de diferentes orígenes -judíos, hispanos, sirios-. La manera de conseguir una fortuna con mayor facilidad era dedicarse al comercio.
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De los cuatro tipos de asambleas o comicios romanos que existían durante la Monarquía -comicios curiados, centuriados, de tribus y concilia plebis-, el primero y más antiguo, que agrupaba a las 30 curias, pierde prácticamente toda importancia durante la República y su función se limita a investir a los magistrados mayores con la lex curiata de imperio. Los comicios centuriados, que fueron instituidos por Servio Tulio, continuaron durante la República siendo el órgano que expresaba la interdependencia existente entre el poder económico -las clases- y la capacidad correspondiente de asumir hacia la comunidad el honor del servicio militar, ya que el soldado se costeaba su equipo y sus armas. A comienzos de la República había asumido competencias legislativas que posteriormente -a partir del 449 a.C.- fueron transferidas parcialmente a los comicios por tribus y, a partir del 286, a los concilia plebis. Poseían también la capacidad de elección de los magistrados curules. A partir de mediados del siglo III a.C., estos comicios centuriados sufrieron una reforma que modificó el sistema anterior: se trataba de combinar el sistema de las tribus y el de centurias. En primer lugar, se eleva el número de centurias a 373 y pese a que en las fuentes se hace un relato perfectamente proporcional del número de centurias que cada una de las cinco clases comprendía (70 en cada clase, más 18 de equites, más 4 de obreros y músicos y una de capite censi) y la consabida proporción entre seniores y iuniores (35 más 35), la realidad es que el número de centurias variaba de una clase a otra y que el número de ciudadanos de cada centuria era desigual. Al mismo tiempo, se decide que cada clase debe estar representada en cada una de las 35 tribus por una centuria de seniores y otra de iuniores (lo que se adecuó al número de centurias de cada clase: 35 de iuniores y 35 de seniores). A consecuencia de esta reforma, para reunir una mayoría (187 votos), aun teniendo en cuenta que las 18 centurias de equites votaban con la primera clase, era necesario descender hasta la 3? clase inclusive. Lo que puede entenderse, como señala Dionisio de Halicarnaso, como una reforma que "logró que fuese mas democrática de lo que había sido hasta entonces", al menos formalmente. Probablemente esta reforma estuviera conectada con la militarización de toda la extensión del territorio de Roma, es decir, con el conjunto de las 35 tribus que comprendía. Los comicios de tribus, ordenados sobre la base de la distribución de los ciudadanos en las tribus territoriales, fueron asumiendo un papel cada vez más relevante, en detrimento de los centuriados, sin duda consecuencia de las tendencias más democratizantes de esta época. Es la única asamblea que incluye a todos los ciudadanos, incluso a los libertos. En estos comicios, los pobres eran la mayoría, pero puesto que éstos estaban sólo inscritos en las cuatro tribus urbanas y, por el contrario, la mayoría de los terratenientes estaban inscritos en las 31 tribus rústicas (en las que ejercían además una influencia determinante), en la práctica -ya que se votaba por tribus- serían 31 tribus frente a las cuatro urbanas y el Estado seguía estando controlado por los posesores de dominios o ricos terratenientes. Sus funciones eran: legislativas, aprobando las leyes que les proponen los magistrados; electorales, designando a los que han de ocupar las magistraturas de cuestores, ediles curules... y judiciales, como intervenir en los procesos criminales y apelar ciertas sentencias. Los concilia plebis que habían sido una de las bases del poder plebeyo durante la lucha entre los dos ordines, siguieron existiendo aunque terminaron por ser reemplazados por los comicios por tribus. En el año 338 a.C. se agranda el comitium que era el lugar de reunión de los comicios y que estaba situado entre la Curia -el edificio del Senado- y el foro. La tribuna que se levantó para los oradores estaba decorada con proas de naves, los Rostros, que acababan de ser tomadas por el cónsul Cayo Maenio en Anzio, el primer puerto conquistado por Roma en la costa del mar Tirreno.
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Realmente, el Estado de Pérgamo acababa de ser fundado: en esta antigua ciudad, cuyos restos de época arcaica empiezan a investigarse en estos últimos años, Lisímaco de Tracia había colocado su tesoro, fiado de la impresionante fortaleza del lugar y de la lealtad de un oficial suyo, Filetero. Pero Filetero, en el 282 a. C., se pasó a Seleuco de Siria, y dos años después, al morir su nuevo señor, quedó virtualmente autónomo. Pronto, con la llegada de los bárbaros, podría ofrecer la justificación de su poder y de su independencia: había que constituir un Estado fuerte y un ejército poderoso para proteger a las ciudades griegas de tantas desdichas. Pérgamo había de ser ahora lo que fue Atenas a principios del siglo v a. C., cuando defendió a toda Grecia de la invasión de los persas. Este planteamiento, a medida que pasen los años, no hará sino afianzarse en la vida, la cultura y la propaganda de Pérgamo: si, por una parte, se insistirá en la leyenda según la cual Pérgamo fue la capital del reino que otrora gobernase Télefo, el hijo de Heracles, y se enseñará en ella la tumba de Auge, la princesa de Tegea que fue madre del héroe, por otra el paralelismo con Atenas se repetirá constantemente: el patronazgo de Atenea, la copia de la Atenea Párthenos que dominará, desde principios del siglo II a. C., la biblioteca de la ciudad, los monumentos donados por los reyes pergaménicos a Atenas, incluso las peculiares fiestas y la protección al arte, todo parece encaminado a ese mismo fin. Filetero, desde su fortificada acrópolis, en la que sobresalía ya por entonces el templo dórico a Atenea Políada Nicéfora, construido hacia el 300 a. C., hubo de organizar ataques, no siempre afortunados, contra los invasores celtas. Y a su muerte (263 a. C.), su sobrino Eumenes, que le sucede, continúa su labor, a la vez que derrota a las tropas sirias que intentan someter de nuevo su reino. Es capaz de acrecentar su territorio, protege a los filósofos que a él se acogen, y deja a su hijo adoptivo, Atalo, un estado ciertamente poderoso, y apoyado por las ciudades costeras agradecidas. Con esta base, Atalo I (241-197), que tomará finalmente el título de rey para manifestar su total independencia, podrá dedicarse a engrandecer su ciudad y su reino: construirá nuevas murallas, ampliará el templo de Deméter y, sobre todo, ordenará hacer grandes grupos escultóricos para conmemorar sus victorias: no menos le parecían merecer la que obtuvo en el 233 a. C. contra los celtas junto al río Caico, o la aún más importante que logró a los pies mismos de la ciudad, en el 229, contra celtas y sirios coaligados. Dentro de la historia del arte helenístico, estos grandes exvotos tienen una importancia primordial, comparable por varios motivos al Mausoleo de Halicarnaso: como entonces, se trataba de hallar iconografías y lenguajes nuevos para un hecho insólito; como entonces también, había que reunir, para lograrlo en un lapso de tiempo breve -se trataba de una propaganda de actualidad- varios artistas con calidad e iniciativas.