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La mayor prueba de este conservadurismo estético se halla en que el grupo más nutrido de escultores que conocemos entre fines del siglo IV y mediados del III a. C. es el formado por la escuela de Lisipo, y, según nos recuerdan las fuentes antiguas intentando alabarlos, algunos de ellos eran tan buenos... que sus obras no se distinguían de las del maestro. Con tal presentación, sin duda quedará menguada nuestra curiosidad por tales escultores; pero lo cierto es que algunos realizaron obras tan asombrosas y admiradas que merece la pena detenernos en ellos. Además, hay que tener en cuenta que son la casi totalidad de los conocidos por su nombre en esta época, ya que tuvieron la fortuna de contar entre sus filas a Jenócrates de Sición, considerado el creador, e incluso el mejor cultivador de la historia del arte en la antigüedad -Plinio lo cita muy a menudo-, y éste impidió que sus compañeros se hundiesen en el anonimato. Cabe comenzar el catálogo por los familiares del propio Lisipo: el hermano, Lisístrato, que fue el primero en usar la mascarilla para hacer retratos, y sobre todo los dos hijos: Eutícrates, autor de obras tan insertas en el gusto de su padre como un Alejandro cazador o un Combate de jinetes, y Bedas. Este último, aunque considerado inferior a su hermano, nos es mejor conocido por haber llegado hasta nosotros una copia de su obra principal, el Adorante: se trata del llamado Orante de Berlín, un bello bronce de sinuosos perfiles, indudablemente próximo al Apoxiómeno por su actitud y facciones.

Pero más importantes fueron, al parecer, otros dos discípulos de Lisipo: Eutíquides y Cares de Lindos. El primero fue conocido sobre todo por su Tìche o Fortuna protectora de la recién fundada Antioquía (300 a. C.). En una época en que las nuevas ciudades, sin deidad mítica tradicional que velase por ellas, acudían a este tipo de personificaciones, la presente obra había de convertirse en un prototipo famoso y repetido. Y en realidad no era para menos: Eutíquides supo, con gran sabiduría, llevar hasta el final los estudios de su maestro sobre la tercera dimensión. La diosa, estructurada en amplios triángulos, gira y se mueve por el espacio, a la vez que se apoya sobre el suelo rocoso, y siente, a sus pies, el fluir del pequeño río Orontes personificado. Sería imposible evocar mejor con tan escasos elementos un paisaje, y lograr a la vez el efecto paradójico, mezcla de dinamismo y sosiego, que caracteriza el deseado futuro de la ciudad. Por su parte, Cares de Lindos es el gran broncista que, en torno al 290 a. C., se encargó de fundir y poner en pie el famosísimo Coloso de Rodas. Poco sabemos de esta representación inmensa de Helio, el Sol, pues sólo los textos nos lo recuerdan; por ello preferimos dejar momentáneamente la palabra a Plinio: "La escultura tenía setenta codos de alto (unos 32 m), y cayó a tierra 66 años después a causa de un terremoto; pero aun en tierra sigue siendo una maravilla. Pocos consiguen abarcar con los brazos su dedo pulgar; sus dedos son más gruesos que muchas estatuas; allí donde los miembros se han roto se abren inmensas cavernas, y dentro se ven enormes piedras, con cuyo peso el artista había dado estabilidad a la masa durante la construcción.

Se dice que para construirlo fueron necesarios doce años y trescientos talentos, reunidos al vender el material bélico que abandonó ante Rodas el rey Demetrio (en 304 a. C.), cansado de ver prolongarse su asedio" (NH, XXXIV, 41). Con estos artistas no se agota la nómina de los discípulos de Lisipo; sin embargo, nos limitaremos a citar a Fanis y a Aristodemo para pasar directamente a la generación posterior, la de los discípulos de discípulos. Entre ellos, en efecto, no puede dejar de mencionarse a Tisícrates, discípulo de Eutícrates. En efecto, es posible que conservemos, en un broncecillo procedente de Herculano, la copia de un famoso retrato suyo: el que hizo a Demetrio Poliorcetes, rey de Macedonia después de su fracasado asedio a Rodas. El monarca, cubierto sólo con una clámide, se inclina en una actitud que recuerda el Hermes atándose la sandalia, obra atribuible a Lisipo o a su escuela más inmediata. Decididamente, el ideal heroico imaginado por el viejo maestro permitía infinitas variantes, halagadoras siempre para los soberanos. Finalmente, parece de justicia concluir la escuela de Lisipo citando de nuevo a Jenócrates, el historiador y teórico del arte: si no fue tan brillante como escultor, la ciencia le debe las primeras formulaciones críticas sobre la evolución de la estatuaria clásica, y la idea de que ésta sigue una línea de perfección ascendente.

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