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El mundo de la Antigüedad tardía es el reflejo de múltiples y variados cambios en todos los ámbitos -político, social, cultural, religioso-, y por ello debe ser analizado a través de una variada documentación. La reconstrucción y conocimiento de ese período histórico, al igual que muchos otros, está en función de un análisis conjunto y pormenorizado de las fuentes históricas escritas y la documentación arqueológica. En cuanto a las manifestaciones arqueológicas producto de la instalación del pueblo visigodo sobre el suelo hispánico, éstas son diversas y están marcadas por una cierta heterogeneidad. Las investigaciones que se están llevando a cabo actualmente intentan definir con mayor exactitud este fenómeno que es la presencia visigoda en Hispania. Los primeros trabajos realizados a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX centraron su atención en definir un arte monumental -arquitectónico y escultórico- con unos criterios estilísticos y tipológicos. Las primeras claves para su estudio fueron las emitidas por M. Gómez Moreno y seguidas esencialmente por E. Camps Cazorla. Así, en la literatura arqueológica, empiezan a aparecer una serie de edificios que antes eran dudosos y en aquel momento son aceptados como visigodos. De esta forma, y por citar sólo los más emblemáticos, San Juan de Baños (Palencia), Quintanilla de las Viñas (Burgos) y San Pedro de la Nave (Zamora), son los que plantearán serias dificultades cuando se intentan ampliar las series tipológicas incluyendo los llamados edificios de tradición paleocristiana y que poco tienen que ver con los que acabamos de citar. A mediados pasado siglo, dos investigadores como son P. de Palol y H. Schlunk, abrieron nuevos campos de investigación y sistematizaron el gran número de hallazgos hasta entonces realizado. Tanto uno como otro consideraron que el estudio de la arquitectura de época visigoda no podía llegar a buenos resultados sin tener en cuenta el contexto histórico y arqueológico en el que se hallan estos edificios. Todas estas construcciones, además de tener sus aspectos artísticos y estilísticos, responden a explicaciones litúrgicas, sociales y culturales, puesto que son el reflejo de una mentalidad y una época precisas. Las nuevas generaciones, desde T. Hauschild, T. Ulbert y L. Caballero, han enfocado los problemas de distinta forma, partiendo de la excavación minuciosa para poder llevar a cabo un análisis detallado. Los más jóvenes investigadores se han formado para resolver problemas más concretos y trabajar en equipos interdisciplinarios, con el fin de poder documentar mejor las problemáticas socio-económicas e histórico-culturales que emanan de todo estudio arquitectónico, ya sea de carácter religioso, civil o militar. Por otra parte, estas nuevas líneas de investigación son lógicas cuando tenemos en cuenta que todas las construcciones arquitectónicas, o al menos muchas de ellas, se sitúan en ámbitos rurales y no urbanos, lo cual dificulta también el conocimiento de las grandes ciudades y su evolución urbanística. Quizá el único ejemplo que aboga en contra de esta consideración es el caso de la ciudad de Emerita Augusta (Mérida), de la que, gracias a la documentación de época imperial y a las recientes excavaciones, tenemos actualmente un panorama relativamente cercano a cómo fue la ciudad durante la Antigüedad tardía. Sobre este gran núcleo urbano volveremos cuando estudiemos las diferentes problemáticas generadas por los tejidos urbanos. Es cierto que hoy, gracias a la arqueología, conocemos mejor el paisaje y el territorio que envuelve a las ciudades, pero no el tejido urbano en sí mismo, lo cual evidentemente impide imaginar y evolucionar en el tema de los edificios, palacios, iglesias, etcétera, y toda su organización y decoración, integrados dentro de lo que se ha dado en denominar la imagen de la ciudad. Sin embargo, cuando se llegue a una perfecta definición de lo que son las producciones visigodas, podremos empezar a considerar con mayor seguridad los términos en los que se llevó a cabo el poblamiento visigodo en los diferentes territorios de la geografía peninsular. Con respecto a la problemática que plantean los primeros asentamientos visigodos en la Península y el poblamiento que de ellos se genera, la arqueología funeraria sigue siendo uno de los instrumentos más eficaces para resolverla. Los primeros estudios llevados a cabo en este campo estuvieron presididos, mayoritariamente, por investigadores de origen alemán preocupados en subrayar el carácter germánico de los adornos personales que se hallan en el interior de las sepulturas, deduciendo de ello la presencia de individuos nórdicos. Estas conclusiones influyeron de forma radical en la investigación española. En su mayoría estos investigadores se interesaron sólo indirectamente por el lugar de hallazgo de los materiales y cómo se asociaban entre sí. Por ello, no extraña que las cronologías sean relativamente arbitrarias y estilísticamente un poco simplistas. A principios del pasado siglo, arqueólogos como J. Martínez Santa-Olalla, C. de Mergelina y el ya mencionado E. Camps Cazorla, todavía con un espíritu muy romanticista, tuvieron la suerte de poder excavar espléndidos conjuntos cementeriales, como Herrera de Pisuerga (Palencia), El Carpio de Tajo (Toledo), Duratón y Castiltierra (Segovia), entre otros. Evidentemente las técnicas de excavación, estudio y publicación difieren mucho de las actuales y no permiten extraer toda la información que sería deseable. Así, por ejemplo, poco sabemos de la constitución física de los individuos enterrados, de los tipos de alimentación y enfermedades, de la organización de los cementerios, etcétera. A todos estos problemas debidos a las excavaciones antiguas se suman otros que dificultan enormemente el estudio del mundo funerario. Por un lado, los yacimientos excavados, en gran parte, han desaparecido, y por otro, las referencias cronológicas que puede proporcionar la arqueología son muy escasas. A mediados del pasado siglo y de la mano del ya mencionado P. de Palol, se han ido matizando los conceptos de germanismo y romanismo, al que hay que sumar también el de bizantinismo. Es precisamente en la correlación de estos tres conceptos que se entiende el asentamiento y evolución del pueblo visigodo en Hispania. Las fuentes escritas, por su parte, constituyen la otra base fundamental de documentación y de aproximación a la historia de la Antigüedad tardía. Como veremos en el siguiente capítulo, dichas fuentes no son excesivamente numerosas y, además, de valor muy diverso. Hay que tener en cuenta también que toda la información que proporcionan debe ser examinada cuidadosamente, ya que en ellas se combinan el tipo de fuente, sea literaria o epigráfica, con los objetivos para los que fue creada. No podemos, por ejemplo, sustraernos al enjuiciamiento crítico de obras históricas en sentido estricto -crónicas, biografías, historias-, considerando tanto al autor, su implicación social y política, su formación cultural, corno el género literario en el que escribe. Tampoco podemos tomar como base de testimonio histórico obras de carácter hagiográfico, o literatura de tipo exegético o doctrinal, sin partir de la prevención del tipo de literatura a que corresponden y del valor propagandístico que puedan tener. Las fuentes epigráficas y numismáticas que, en muchas ocasiones, ofrecen datos fríamente analizables y, teóricamente, más próximos a ciertas realidades, sin embargo en multitud de casos son parciales, fragmentarias, sin contextos arqueológicos claros; otras, en cambio, constituyen auténticas piezas literarias -nos referimos a los tituli metrici-, donde la carga de tópicos literarios, los usos métricos y, una vez más, la intención propagandística, el carácter elogioso, pueden desvirtuar la realidad. Otra cuestión, igualmente fundamental, es la transmisión de textos. La destrucción de manuscritos y la pérdida de los mismos con el curso de los siglos provoca serias dificultades para el conocimiento de la elaboración de un texto, su difusión, distribución, etc. Algunos textos tan cruciales, como veremos, como los legislativos, han llegado parcialmente o, sencillamente, no han llegado. En otros la reconstrucción del original ofrece serios problemas. Problemas que ya se daban en la época misma de su elaboración. Piénsese, por ejemplo, en la doble redacción de algunas obras, como el De viris illustribus de Isidoro; la reelaboración de las Vitas sanctorum patrum Emeretensium; la complejidad de la cronología y procedencia de las Leges Visigothorum. Esta complejidad, de la que sólo hemos presentado una mínima muestra, se ha vertido y tratado en los estudiosos contemporáneos. El mundo de la Hispania de la Antigüedad tardía ha sido y es objeto de una profunda revisión, tanto por historiadores y juristas, como por filólogos o epigrafistas, al igual que sucede en el terreno de la arqueología. Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que esta época ha sido tratada secularmente, en muchas ocasiones, desde la mitificación. Pasando por épocas en las que se consideraba que aquel tiempo fue un tiempo oscuro, donde se hundió el mundo romano, o se pensaba que era un simple epígono del mismo; o se veía, en cambio, el nacimiento de la Edad Media, del símbolo de la unidad territorial y política, o se idealizaba la implantación del pueblo visigodo, a veces con tonos épicos. Por ello, durante este siglo, asistimos a una revisión en profundidad, bien es cierto que también desde posturas a veces polarizadas, como tendremos ocasión de ver en algunos puntos concretos. Pero, para lo que aquí interesa, es indudable que los nuevos estudiosos parten de un análisis crítico y esmerado que trata de aunar todos los elementos de juicio disponibles y cuyos resultados son meritorios. Desde grandes precursores en el estudio de la Antigüedad tardía como P. Brown y H.-I. Marrou, a las revisiones históricas hechas por autores como, por citar algunos nombres, Reinhart, Görres, Sánchez Albornoz, Thompson, Claude, Diesner, Stroheker, Orlandis, Arce, García Moreno -con evidentes diferencias entre unos y otros, a veces claras oposiciones-, al estudio de las fuentes del derecho, la organización administrativa, social y económica, etc., donde pueden mencionarse, además de varios de los ya citados: Zeumer, García Gallo, D'Ors, Gibert, Ureña, Merêa, Schlessinger, Canellas, Vismara, Pérez Prendes, Hillgarth, García de Valdeavellano, y un largo etcétera, también en ocasiones con muy diferentes puntos de vista. Una de las cuestiones que más claramente se dibuja en la problemática actual es, como acabamos de apuntar; la toma de posiciones con respecto al alcance de la romanización y pervivencia del mundo latino en la Hispania de la Antigüedad tardía, y a la mayor o menor asimilación de los nuevos pueblos que penetran en el siglo V. El estudio de los aspectos culturales y de la educación, de la literatura y la lengua, el análisis y edición de textos y fuentes documentales ha aportado grandes avances al conocimiento de esta época. No podemos dejar de mencionar los trabajos señeros de Fontaine y Díaz y Díaz o Riché, impulsores de unas nuevas formas de enfocar y considerar estos temas. Pero, dentro de este campo, quizá lo más significativo sea la iniciativa de múltiples autores de dotar a la investigación de todos los sectores de fuentes fiables de trabajo. Así pues, la edición crítica de textos es, y seguirá siendo en un futuro, una incuestionable y meritoria contribución: ediciones de autores de la época como las elaboradas por Lindsay, Díaz y Díaz, Fontaine, Codoñer, Hillgarth, Rodríguez Alonso, Riesco, Tranoy, Burgess, Chaparro y otros muchos; la elaboración de corpora epigráficos, como el de Vives (citaremos como ICERV), por mencionar sólo el más significativo. Todas estas ediciones ponen de manifiesto la ineludible necesidad de partir de esta ardua tarea filológica para estos estudios.
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La envidia de los pequeños blancos ante los mulatos enriquecidos dio lugar a un conjunto de leyes discriminatorias, que buscaba frenar el ascenso social de los mulatos y trataba de convertirlos en ciudadanos de segunda categoría, pese a que teóricamente eran totalmente libres. En 1758 se les prohibió portar armas y en 1771 se les impidió ocupar cargos en los tribunales o en las milicias y ejercer la medicina. En 1768 se prohibió a las mulatas casarse con blancos. En 1779 se los obligó a vestirse de manera especial para denotar su condición y en 1781 se les prohibió utilizar los títulos de Monsieur y Madame (señor y señora). Al igual que los plantadores, algunos mulatos ricos solían pasar largas temporadas en París, y allí constituyeron la Sociedad de los Amigos de los Negros, que tuvo una excelente acogida entre los grupos franceses más radicales. Una vez estallada la revolución, los mulatos ofrecieron una importante cantidad de dinero para hacer frente al pago de la deuda pública. En realidad, su principal objetivo era obtener de la Asamblea Nacional la plenitud de sus derechos ciudadanos, un importante arma con la que enfrentarse a las leyes discriminatorias de los pequeños y los grandes blancos de Saint-Domingue. Sin embargo, este reconocimiento no fue nada sencillo, por cuanto muchos sectores de la burguesía francesa, especialmente los más vinculados a la trata y a la industria azucarera, se oponían a la medida, ya que argumentaban que la misma era el prolegómeno al reconocimiento del pleno derecho de los negros, y con ello el fin de la esclavitud y de la prosperidad en la que se basaba el sistema de plantación. Como contrapartida, los plantadores asentados en Saint-Domingue endurecieron su política con los mulatos y en 1790 lograron que se constituyera una Asamblea Colonial totalmente favorable a sus intereses, a tal punto que consideró inadmisible cualquier reivindicación de los derechos políticos de los mulatos. La Asamblea fue encargada del gobierno de la isla, y también debía nombrar los delegados a la Asamblea Nacional. De hecho estamos frente a una declaración de independencia impulsada por los plantadores. La postura de duro enfrentamiento de los blancos condujo a una mayor radicalización social. Ante la cerrazón de los blancos, los mulatos decidieron recurrir a la violencia a fin de poder imponer sus reivindicaciones. La Sociedad de los Amigos de los Negros envió a Vicente Ogé a Saint-Domingue, en octubre de 1790, con el objeto de encabezar un levantamiento. Otros líderes de la rebelión eran uno de sus hermanos y Jean Baptiste Chavannes. Los cabecillas rebeldes fueron apresados y ejecutados, lo que marcó el fin del levantamiento. La principal causa del fracaso estuvo en el aislamiento social de los mulatos, que evitaron hacer causa común con los esclavos negros, por considerarse superiores a los mismos. Muy influidos por el discurso de la Revolución Francesa y de la independencia de los Estados Unidos, los mulatos comenzaron a hablar de igualdad y de independencia con mayor intensidad que en el pasado. A partir de entonces empezaron a organizarse para oponerse por la fuerza tanto a los plantadores locales como a las autoridades francesas, a quienes hacían responsables de la discriminación que estaban sufriendo. La situación se fue haciendo cada vez más tensa y violenta y el número de víctimas por ambos bandos no dejaba de incrementarse, aumentando la sensación de inestabilidad que se vivía. Sin embargo, mientras los blancos y los mulatos estaban enzarzados unos contra otros, nadie se ocupaba de la situación de los esclavos negros, que veían cómo su situación se deterioraba a la vez que escuchaban a sus amos discutir de derechos humanos, de libertad, de igualdad y de autonomía y muy pronto se convencieron de que dichos conceptos debían ser aplicables a sí mismos. De forma inesperada, en agosto de 1791, estalló una revuelta de esclavos negros en las plantaciones del norte de Saint-Domingue, que inició un período de violencia y gran incertidumbre que se prolongaría durante diez años.
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Desde la perspectiva del siglo XX, a la vista de las guerras de 1914-18 y 1939-45 y de las experiencias nazi, fascista y comunista parecería que, en efecto, Thomas Mann llevaba razón y que haber vivido en los últimos años del siglo XIX, en aquella atmósfera que Mann llamó burguesa y liberal, fue una gran suerte. Pero no todos los escritores o artistas eran de aquella opinión. Al contrario, lo que parte del mundo de la cultura del fin del siglo XIX revelaba era, ante todo, un profundo malestar. Tal vez nadie acertó a plasmarlo con más patetismo y fuerza expresiva que el pintor noruego Edvard Munch (1863-1944). Su obra maestra El grito en el que una figura escalofriante, casi una calavera, con las manos ceñidas angustiosamente a la cara, grita desesperadamente desde un puente sobre un fondo de líneas violentamente retorcidas, en colores igualmente agresivos y atormentados, era, ciertamente, la expresión del angustiado mundo psíquico del pintor; pero quería ser una reflexión general sobre la condición humana y, pintado en 1893, era de alguna forma la contraimagen -llena de tenebrosas premoniciones- de la "belle époque". Por lo menos, un hecho fue cierto: desde finales del siglo XIX, se alterarían radicalmente la conciencia del hombre moderno y la visión que tenía de su propia realidad y existencia.
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Tampoco nos vamos a encontrar en esta zona con edificios de una arquitectura de importantes soluciones técnicas. Son edificios de tipologías sencillas, en los que se ha prestado una especial atención al enriquecimiento plástico de los paramentos, mediante recursos cromáticos, escultóricos y arquitectónicos ornamentales. El sentido decorativo progresa de tal manera que, durante el tardorrománico, el muro, que aún persiste en su integridad, quedará envuelto en un decadente velo ornamental propio de un preciosismo románico manierista. El edificio más importante es la catedral de Pisa. Erigido como verdadero símbolo de la ciudad que ejercía su hegemonía sobre el Mediterráneo occidental. Después de la victoria sobre los sarracenos en Palermo (1063), se destinó el botín de cinco navíos para la construcción de la catedral que se consagraría en 1122. El edificio proyectado por el maestro Buschetos era un edificio cruciforme, de cinco naves con otras tres de crucero, disponiendo tres ábsides, uno en cada extremo de la cruz. El intercolumnio es de arquerías sobre columnas, corriendo por encima de ellos una tribuna. Los brazos del crucero no tienen prevista su articulación sobre estos intercolumnios. La nave se cubría con madera, la actual es un artesonado del XVI. Durante el siglo XII, se prolongaron varios tramos del brazo mayor, creándose así una planta de cruz latina. En esta misma aplicación se rehizo el ábside dotándole de una rica decoración similar a su fachada. Sobre ésta, Christine Smith sostiene la hipótesis que corresponde a una renovación de otra anterior, la obra se llevaría a cabo en el XIII. Es una etérea fachada-pantalla, de cuatro órdenes de arquerías. Se completaba el conjunto catedralicio, siguiendo una fórmula muy usual en Italia, con otros dos edificios independientes, un baptisterio y un campanile. La célebre torre inclinada tiene forma circular, envuelta en una galería continua exterior. Se iniciaron sus obras en 1173, interrumpiéndose por un hundimiento de los cimientos, no se concluiría hasta el XIV con el piso de las campanas. De los recursos ornamentales empleados en la catedral pisana, la aplicación de mármoles de Carrara para conseguir efectos cromáticos y la utilización de galerías de arcos para ocultar la rotundidad de los muros, surgirán las dos tendencias arquitectónicas que definen los edificios de la Italia central. En Florencia, en la fachada de San Miniato al Monte, sus constructores aplicaron una organización geométrica a la disposición de materiales coloreados, consiguiendo así una de las obras maestras del llamado pre-renacimiento. Las fachadas-pantalla con sus elegantes y gráciles arqueríos tendrán en los edificios construidos en Luca en torno a 1200 sus creaciones más famosas. La Roma de los papas del siglo XII es un centro de restauración artística impulsada por los propios pontífices. La influencia de la arquitectura paleocristiana, de época constantiniana, sigue siendo el modelo carismático en cuya restauración y continuidad se basan todas las creaciones arquitectónicas. La forma tradicional de la basílica sigue siendo la habitual no sólo en la ciudad, sino en el Lacio, Umbría y la Campania. Los marmolistas romanos adquirieron una gran notoriedad. Sus obras fabricadas a partir de decoraciones geométricas de origen clásico muestran un estilo refinado, pero algo monótono. Al tratarse de talleres familiares se asegura un correcto aprendizaje de este arte prefabricado, que se exportaba incluso fuera de la propia ciudad.
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La III República, pese a sus numerosas debilidades estructurales y a su falta de prestigio moral, resistió bien, en el futuro, la prueba de la Guerra Mundial. Hasta cierto punto, fue hasta natural que fuese Clemenceau, jefe del Gobierno desde noviembre de 1917, el Padre de la victoria en aquélla, y no Poincaré. Porque Clemenceau era la historia misma de la República. Había saltado a la política como alcalde de uno de los distritos (Montmartre) en el París sitiado por las tropas prusianas en septiembre de 1870, y el recuerdo de aquella capitulación y el patriotismo revanchista habían inspirado, junto con el laicismo, su carrera política. La Italia liberal en cambio no sobrevivió a aquella contienda: el fascismo llegó al poder en octubre de 1922 y puso fin al régimen liberal y parlamentario que había regido el país desde su unificación en 1871. Eso fue así, sin duda, por razones que tuvieron que ver -como habrá ocasión de comprobar- con los problemas, graves y complejos, que convulsionaron la política italiana entre 1918 y 1922. Pero el sistema liberal estaba en crisis desde mucho antes. Ello resultó hasta cierto punto paradójico. Porque, no obstante la frustración de muchas de las expectativas suscitadas por el Risorgimento y la unificación -que, como vimos, D'Annunzio y otros intelectuales convirtieron en acta de acusación permanente contra la Italia oficial-, lo cierto fue que lo realizado por el régimen liberal a partir de 1871 fue muy notable. Cuando visitó Nápoles en 1888, Gladstone, el político inglés, quedó sorprendido por la formidable mejora que la ciudad había experimentado en veinte años. Y en efecto, ese desarrollo, que era aún más evidente en Roma, Milán o Turín, venía a ser la expresión del cambio que Italia había experimentado desde la unificación. El "transformismo" -nombre que se dio al sistema político de 1871 a 1887, que consistió en el gobierno permanente en coalición de liberales y conservadores monárquicos- creó el Estado moderno italiano, esto es, una administración eficiente, un sistema judicial independiente, un sistema nacional de educación primaria y secundaria, universidades, una Hacienda saneada, un Ejército y una Marina nacionales, un sistema estatal de ferrocarriles, una policía de Estado (el bandolerismo fue prácticamente erradicado), etcétera. Lo había hecho, además, sin que los problemas del país - atraso industrial, desequilibrios regionales, subdesarrollo y pobreza rural del Mezzogiorno- hubiesen provocado grandes conmociones políticas. El sistema político -dos Cámaras elegidas por sufragio censitario, con sólo 2 millones de electores en 1882- no era plenamente representativo: los gobiernos "hacían" las elecciones, y mediante la presión administrativa ejercida por los prefectos, el entendimiento con los notables locales y la manipulación electoral, lograban las mayorías parlamentarias que requerían. Pero el sistema resultaba, pese a ello, casi natural, debido fundamentalmente a la desmovilización política de la Italia rural y a la fuerza que las relaciones tradicionales de deferencia y patronazgo tenían en ella, no rotas ni siquiera a pesar de estallidos ocasionales de violencia campesina. Era, además, un sistema regido por una clase política -profesiones liberales, burguesía de negocios, viejas familias aristocráticas, notables locales- por lo general bien formada, hábil y competente. Con todo, el "transformismo" supuso una gran decepción para quienes habían creído que la unificación crearía, como en Alemania, una gran Italia: de ahí, por ejemplo, la exaltación por poetas y escritores de la figura de Garibaldi cuando murió en 1882, como encarnación del ideal heroico y de la grandeza de la que carecía la Italia oficial. Eso es lo que quiso rectificar al llegar al poder en julio de 1887 -a la muerte de Depretis, creador del transformismo- Francesco Crispi (1819-1901), político siciliano, antiguo mazziniano y garibaldino, anticlerical y masón, temperamental y enérgico y gran admirador de la obra de Bismarck. Crispi, que ocupó la presidencia del Gobierno en 1887-91 y 1893-96, quiso poner fin al transformismo, revitalizar la política doméstica y exterior, y galvanizar el país: lo hizo, pero ello provocó las primeras graves crisis del sistema liberal. En efecto, Crispi, gobernando casi por decreto, desplegó una actividad legisladora inusitada. Reformó la administración local, ampliando el electorado para elecciones municipales (1889) y haciendo que el nombramiento de alcaldes fuese por elección y no por designación gubernamental (1896). Transformó la estructura, funciones y organigrama burocrático de varios ministerios y del Consejo de Estado. Reformó muy positivamente la sanidad pública (1888) y los sistemas penal y penitenciario. Suprimió los diezmos eclesiásticos, abolió la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas elementales y renovó las obras pías, transformándolas en un sistema moderno de orfanatos, hospitales y asilos municipales. Respondiendo a presiones de determinados sectores industriales y de algunos grupos agrarios, pero sobre todo por razones de prestigio nacional y por creer que ello favorecería a la economía del país, Crispi asumió una política netamente proteccionista, y en 1887 impuso una drástica elevación arancelaria. Deseoso de relanzar el papel internacional de Italia, reforzó sensiblemente su presencia en la Triple Alianza, a la que Italia pertenecía desde 1882, y obtuvo mayores garantías de sus aliados -Alemania y Austria- de cara a las aspiraciones italianas en el Mediterráneo y África y frente a Francia (convencido, además, de que la aproximación a Alemania y a Austria terminaría por devolver a su país la Italia irredenta del Trentino y Trieste, retenida por Austria). En África, en efecto, en la zona del Mar Rojo y Abisinia donde Italia se había implicado en 1885 como respuesta a la presencia francesa en Túnez, Crispi, que en su momento (1885) se había opuesto a la expedición sobre Assab y Massawa, impulsó ahora, por las mismas razones de prestigio internacional ya citadas, la expansión colonial: estableció un protectorado sobre Abisinia (Tratado de Uccialli, mayo de 1889) y formalizó la colonia de Eritrea (1890). Todo el vigoroso esfuerzo de Crispi terminó, en su segundo mandato al frente del Gobierno, en el mayor desastre que el joven reino de Italia había conocido: en la derrota de Adua el 1 de marzo de 1896 ante las tropas abisinias (la guerra se había reanudado al entender el emperador de Abisinia, Menelik II, que las pretensiones italianas sobre Somalia violaban el tratado de 1889), derrota en la que murieron dos generales italianos, 4.600 oficiales y soldados (más 500 abisinios enrolados en el Ejército italiano) y en la que otros 1.500 fueron hechos prisioneros. Pero antes de Adua -cuyo recuerdo alimentaría las reivindicaciones del nacionalismo italiano y que Mussolini vengaría en 1935-, la política de Crispi ya había generado gravísimas tensiones. Su laicismo provocó un serio enfrentamiento con el Vaticano y con todo el mundo católico italiano, justo cuando éste renacía con vigor sin precedentes merced a las reformas de León XIII y a la Obra de los Congresos, un amplio movimiento surgido en 1895, dirigido por laicos y sacerdotes progresistas (Romulo Murri, David Albertario) con el objeto de cristianizar la vida social y reconquistar la sociedad italiana que tuvo particular éxito en Venecia, Piamonte y Lombardía. El proteccionismo de Crispi desencadenó una durísima y larga guerra aduanera con Francia, principal mercado de las exportaciones italianas, que, si bien pudo favorecer a los sectores siderúrgico y cerealista, resultó muy negativa para Italia: provocó una espectacular caída de las inversiones extranjeras y una fuerte contracción del comercio exterior, lo que, a su vez, dio lugar a una muy grave crisis bancaria (1889-93), al hundimiento de los sectores vinculados a la exportación y al encarecimiento del coste de la vida, en especial, del pan y del azúcar. El resultado fue una grave crisis social reflejada, ante todo, en el aumento de la emigración italiana a América y en el estallido de protestas sociales y desórdenes públicos. Los sucesos más graves fueron las revueltas agrarias, huelgas, ocupaciones de tierras comunales, quema de cosechas y manifestaciones contra la carestía y los impuestos que tuvieron lugar en Sicilia en 1892-93, protagonizadas por los Fasci Siciliani (los Fascios Sicilianos), especie de ligas o sindicatos de campesinos, artesanos, obreros y algunos intelectuales de ideología confusa -un vago socialismo con impregnaciones religiosas y objetivos radicales (reformas fiscales, municipales y agrarias) pero también confusos, al extremo de que algunos fasci estaban dominados por la Mafia. En todo caso, Crispi reprimió el movimiento con brutalidad manifiesta. En su segunda etapa de gobierno, disolvió los Fasci (3 de enero de 1894) y el PSI, declaró la ley marcial, envió unos 50.000 soldados a la isla, arrestó a los principales líderes y deportó a unas 1.000 personas a otras islas cercanas. La caída de Crispi tras el desastre de Adua y la paulatina superación de la crisis agraria tras la firma de la paz comercial con Francia (21 de noviembre de 1898), restablecieron la paz social en el Sur. Pero Crispi había, en efecto, galvanizado la política italiana y roto el viejo y precario consenso sobre el que se basaba el sistema liberal. Éste vivió su peor crisis desde la unificación en los años 1896-1900. En concreto, el malestar social, extendido ahora al Norte como consecuencia de la carestía de los precios, provocó desórdenes en numerosos lugares hasta culminar en los gravísimos "hechos de mayo" de Milán de 1898 en los que murieron unas ochenta personas en choques entre manifestantes y tropas del Ejército. No fue sólo que como respuesta, los líderes socialistas, en parte protagonistas de los sucesos, fueran condenados a duras sentencias de cárcel. Sino que además, el gobierno del general Pelloux, formado el 28 de junio de 1898, que inicialmente había tomado medidas para restablecer el orden liberal (indultos, reforma tributaria, etcétera), presentó una drástica ley de seguridad pública y un conjunto de reformas parlamentarias que, de haber prosperado, habrían supuesto la transformación de Italia en un régimen casi autoritario. Pero la derrota del citado gobierno en las elecciones de junio de 1900 -que vieron el avance de liberales, republicanos, radicales y socialistas- lo impidió: los años 1900-1914, la edad giolittiana, fueron en esencia los años de la restauración liberal (a lo que contribuyó también la crisis creada por el asesinato del rey Humberto I por un anarquista en julio de 1900; su sucesor, Víctor Manuel III, quiso vincular su reinado a la Italia de la libertad y de la Monarquía que, según dijo en su primer discurso a la nación, creía indisolublemente unidas). Aunque ya el gobierno de Giuseppe Zanardelli (febrero 1901-octubre 1903) significó un giro determinante, el hombre de la restauración liberal fue Giovanni Giolitti (1842-1928), un piamontés equilibrado, discreto, eficaz y prudente, formado en la carrera funcionarial y en la vida administrativa, y dotado por ello de un gran sentido del Estado. Giolitti gobernó en octubre 1903-marzo 1905, mayo 1906-diciembre 1909 y marzo 1911-marzo 1914; dio, así, a la política italiana una estabilidad sólo comparable a la británica, que coincidió con, y en parte propició, el "primer milagro económico" italiano -electrificación, metalurgia, química, automóviles, industria de la seda- que se mencionó con anterioridad. Giolitti recompuso el consenso liberal por medio de una política de neutralidad del Estado en los conflictos sociales, y de integración y atracción de los partidos o fuerzas sociales marginales al sistema (a pesar de lo cual Italia conocería, como se recordará, grandes huelgas sobre todo, en 1911-14). En el caso socialista, Giolitti supo sintonizar con el pragmatismo democrático y reformista de Turati, que llevó al PSI hacia la acción electoral y parlamentaria con éxito creciente (28 diputados en 1904, 41 en 1909, 79 en 1913); la contrapartida fue de una parte, una política fiscal más progresiva, con nuevos impuestos, por ejemplo, sobre la herencia y sobre la renta, y de otra, la introducción de leyes sociales como el descanso semanal, el fondo de maternidad y otras, además de que la neutralidad del Estado en huelgas y conflictos favoreció las posibilidades de negociación laboral de los trabajadores. Respecto a la Iglesia y los católicos, Giolitti buscó algún tipo de acomodación que pusiera fin a aquella paradoja que suponía la inexistencia de relaciones entre el Vaticano y la Monarquía de uno de los países más católicos del mundo (cuestión que no se resolvió hasta 1929), pero sin alterar por ello la política de "Iglesia libre en el Estado libre" que regía desde la unificación en 1870. Giolitti hizo concesiones en cuestiones como el divorcio, la educación religiosa en las escuelas públicas, nombramiento de obispos, indemnizaciones debidas a la Santa Sede y protección de establecimientos católicos en el extranjero; y respetó escrupulosamente las decisiones -como se recordará, condenatorias- de la jerarquía eclesiástica respecto a la naciente democracia cristiana y al modernismo teológico. Giolitti logró así el apoyo de los elementos más conservadores del catolicismo italiano, apoyo explícito y decisivo en las elecciones de 1904 y 1913. Pero todo aquel amplio movimiento católico social de cooperativas, círculos obreros y universitarios, prensa y bancos rurales surgido en la década de 1890 por la Obra de los Congresos -que en 1919 confluiría en el Partido Popular de Luigi Sturzo- permaneció al margen, en detrimento de la base social de la Monarquía liberal. Por supuesto, Giolitti no resolvió los problemas de Italia. La relativa prosperidad y aquel primer despegue industrial del país siguieron apoyándose en un proteccionismo industrial excesivo. Hasta cierto punto, además, acentuaron los desequilibrios regionales del país: la emigración continuaba siendo la única salida al subdesarrollo y atraso del Mezzogiorno, como denunciaron reiteradamente meridionalistas como Fortunato, Saverio Nitti, Salvemini, Arturo Labriola y otros. El reconocimiento del derecho de huelga no supuso el fin de las actuaciones violentas de las fuerzas de orden público en conflictos y disturbios sociales. Giolitti siguió recurriendo al clientelismo y a la corrupción electoral para asegurarse las mayorías parlamentarias que necesitaba para gobernar. Bajo su mandato, las elecciones fueron particularmente fraudulentas en el Sur: en 1909, Salvemini, el historiador y militante socialista, le calificó como el "ministro de la delincuencia", calificativo de gran efecto que dañaría sensiblemente su imagen pública. La modernización de Italia había avanzado sensiblemente desde 1900. Pero el mismo desarrollo del país socavó los cimientos del "giolittismo". Los problemas pendientes -Trento, Trieste- y la debilidad internacional de Italia, puesta de relieve en la derrota de 1896, habían provocado, como vimos, la aparición de un nuevo nacionalismo populista y antiliberal; el catolicismo social permanecía sin integrarse en el sistema; el sindicalismo revolucionario y la izquierda del PSI suponían una permanente amenaza al equilibrio "giolittiano". Giolitti quiso hacer frente a todo ello relanzando, de una parte, la acción exterior de Italia y ensanchando, de otra, las bases sociales del sistema político. Así, el 29 de septiembre de 1911, a fin de afirmar sus posiciones en el norte de África y en el Mediterráneo ante la tensión franco-alemana suscitada por la segunda crisis marroquí -que estalló tras el envío el 1 de julio de aquel año del cañonero alemán Panther a Agadir-, Italia declaró la guerra a Turquía, invadió Libia, donde envió un ejército de 70.000 hombres y, en mayo de 1912, ocupó un total de trece islas turcas en el Egeo: el 8 de octubre, Turquía le cedió Libia. La guerra tuvo un primer efecto político: el gobierno Giolitti introdujo en ese mismo año el sufragio universal masculino para mayores de 21 años (o de 30, en el caso de los analfabetos). Precisamente entonces, y contra lo que el mismo Giolitti había esperado, la situación se volvió contra el propio orden "giolittiano". La guerra fue un gran triunfo del nacionalismo (no de la Monarquía), que supo capitalizar en las calles y en la prensa el entusiasmo popular suscitado por los éxitos militares italianos. Las elecciones de 1913, las primeras celebradas con sufragio universal, pusieron de relieve el papel decisivo del voto católico, y que el liberalismo italiano no era un movimiento de masas. Fueron elegidos 29 candidatos con esa denominación de "católicos", y unos 229 diputados liberales (de un total de 318 elegidos) debieron su escaño a acuerdos con las organizaciones y los dirigentes católicos. En julio de 1912, además, la "corriente revolucionaria" dirigida por Lazzari y Mussolini se hizo, como se indicó, con la dirección del PSI: los años 1912-14 vieron un grave deterioro del orden social, hasta culminar en la "semana roja" de junio de 1914. Giolitti, que en el mes de marzo había cedido la jefatura del gobierno al conservador Antonio Salandra, seguía teniendo mayoría en el Parlamento. Italia tenía problemas graves, o muy graves, pero no insolubles: la misma semana roja, que las autoridades controlaron con relativa facilidad, fue en realidad un jarro de agua fría para las expectativas revolucionarias de los extremistas: no creo -diría el líder maximalista del PSI, Serrati- "que la situación en Italia permitiese pensar seriamente en la revolución". Incluso estaban cristalizando las condiciones sociales y económicas que podían teóricamente dar estabilidad a un régimen liberal moderno. El problema fue el que señaló Benedetto Croce, el filósofo más importante del país: que el liberalismo hacia 1914 era un sistema, un régimen, y había dejado de ser un ideal, una emoción.
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Los dominios de los Borbones en Italia comprenden el Reino de las Dos Sicilias y los territorios de Parma, Piacenza y Guastalla. El primero de ellos conocerá el reinado de Carlos VII, quien emprendió una política reformista hasta que debió dejar el trono para ocupar el español, ya como Carlos III. Parma, Piacenza y Guastalla, situados al norte de la península, eran propiedad de la familia Farnesio y cuando el duque Antonio murió sin descendencia, en 1731, la reina de España, Isabel, adujo sus derechos familiares y consiguió hacer recaer esta herencia en su primogénito Carlos. Pero en 1738, al firmarse la Paz de Viena, este infante obtuvo el reino de las Dos Sicilias, teniendo que ceder estos territorios a Austria. Diez años más tarde la suerte volvió a cambiar y el Tratado de Aquisgrán (1748) estipuló que el ducado y las plazas fueron para el segundogénito de Isabel, don Felipe de Borbón.
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Lombardía, una de las regiones más ricas y desarrolladas de Italia, fue transferida a los Habsburgo con el Ducado de Mantua en virtud de los Tratados de Utrecht, recibiendo una enorme influencia de la corte vienesa en todo este período a través de las profundas reformas que se acometen desde el principio, como la revisión sistemática del Catastro (1718-1759), la supresión de las aduanas internas (1723), el intervencionismo del Estado para estimular el crecimiento económico y la reforma del sistema impositivo. Asimismo, la ebullición intelectual que haría de la Universidad de Pavía uno de los grandes centros culturales de Italia, fue estimulada por los dirigentes austriacos, lo que convirtió al Milanesado en foco de irradiación de la Ilustración y el progreso. Destacan los gobiernos de Carlos VI, María Teresa y el reformador de José II. La llegada de los Habsburgo a Nápoles, junto a los deseos de Carlos VI de implantarse sólidamente en el reino, provocó un profundo cambio en la sociedad napolitana: la nobleza, aliada tradicional de la Corona española, es desplazada del poder, y la clase media, hasta ahora marginada de la política, es colocada al servicio del Estado en la Justicia y en la Administración. La Toscana había sido el gran feudo de la familia Médici, pero a la muerte de Juan Gastón (1737) fue incorporado al patrimonio del duque de Lorena, esposo de María Teresa de Austria. Éste gobernaría la república a través de un Consejo de Regencia, llevando a cabo multitud de reformas a pesar de la oposición de la aristocracia local y de la amenaza española, siempre presente. A su muerte, lo heredaría su segundo hijo, Leopoldo I, que seguirá la política reformista característica del despotismo ilustrado, convirtiéndola en un Estado moderno y desarrollado donde se combinaba el respeto a una cierta libertad individual con los métodos absolutistas, y que lo gobernaría hasta 1790 cuando muere su hermano el emperador José II y en él recae la Corona austriaca.
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La península italiana presenta una ocupación humana muy antigua y diversa. Fueron muchos los pueblos que en ella habitaron antes de que fuera conquistada por Roma durante el siglo III a.C. Lligures, etruscos, galos, vénetos, sabinos, volscos, samnitas, marsos, umbros, etc., pueblos de procedencias diversas estableceiron culturas diferentes que, no obstante, pueden agruparse, a grandes rasgos, en tres grandes tres núcleos geográficos: el Lacio Antiguo, la Magna Grecia y Etruria. Sobre este mapa complejo será Roma quien acabe, mediante un largo proceso, por imponer una unificación política, administrativa y lingüística. El Lacio Antiguo era la región en la que habitaron los antiguos latinos. Así lo definen también los autores antiguos, Latium vetus, para distinguirlo tanto del Lacio añadido, Latium adjectum, como de las colonias de derecho latino que se fueron implantando en diversos lugares de Italia durante los primeros siglos de la historia de Roma. El elemento étnico latino nos hace remontarnos hasta finales del II milenio y comienzos del I a.C., época en la que llegaron a Italia grandes migraciones de pueblos indoeuropeos. En la I Edad del Hierro se da en gran parte de la Italia del Norte la llamada civilización villanoviana, que se extendió por Umbría y Etruria hasta el Tíber. La civilización villanoviana es el aspecto que en la Italia del Norte y del Centro tomó la civilización llamada de Hallstatt o de la primera Edad del Hierro y que desarrolló una poderosa industria metalúrgica cuyos productos fueron exportados hasta Europa Central. Característica también de esta civilización era la incineración. Las urnas cinerarias eran depositadas junto con los objetos personales del muerto: vasijas, armas, objetos de adorno... Pero en el Lacio las prácticas de incineración y de inhumación coexistieron ya desde los comienzos de la Edad del Hierro. Así, por ejemplo, mientras que en las necrópolis de los montes Albanos más antiguas se han encontrado urnas en forma de cabaña de arcilla, que contenían las cenizas de los difuntos, en la necrópolis que se extendía al pie del Esquilino en dirección al Capitolio, hay tumbas de inhumación y de incineración. Devoto demostró que se formó una unidad cultural en torno al Lacio que se manifiesta en el uso de técnicas análogas en la producción de tipos cerámicos y en otros rasgos tales como el de la formulación onomástica, básicamente común a los itálicos del Lacio y a la Etruria Central. Actualmente, ha quedado demostrado que entre el Bronce Final y la Edad del Hierro se producen una movilidad social importante y determinados cambios en el poblamiento de Italia. Así se constata el abandono de determinados núcleos urbanos y la consolidación y ampliación de otros. En el Lacio Antiguo estas modificaciones fueron bastante intensas durante el Hierro I y siguieron una tendencia similar a la del sur de Etruria, aunque más moderada. Las ciudades, en el sentido real del término, surgirán en el Lacio mucho más lentamente. Hasta los siglos VIII-VII a.C. no puede hablarse sino de aldeas, algunas de las cuales pasaron a constituirse posteriormente en ciudades y otras no llegaron a ser ciudades nunca. La causa sin duda reside en el hecho de que gran parte de su población fue absorbida por Roma, como sucedió con otras varias aldeas del Lacio. Al margen de Roma, los poblados más importantes del Lacio fueron Preneste, Tibur, Gabii, tal vez Lavinium (Pratica di Mare) -como se va confirmando con las últimas excavaciones- y Alba Longa. Desde el estudio de Grandazi, hoy día es generalmente admitido que Alba Longa era una federación de aldeas situadas en las colinas en torno al lago Albano, que contaban con un culto federal en honor a Júpiter. En torno a este santuario se celebraban las ferias latinas, días durante los cuales se establecían los pactos y se dirimían los conflictos. Su destrucción por Roma fue sin duda necesaria para el desarrollo de la propia Roma, que trasvasó gran parte de su población y le permitió apropiarse de su territorio. Preneste y Tibur aparecen, sin embargo, ya desde el siglo VIII a.C. como auténticas ciudades. Hoy se consideran una invención de la historiografía griega los relatos sobre los supuestos fundadores de las ciudades latinas: Tibur -según estos relatos- habría sido fundada por tres hijos del rey de Argos, uno de los cuales se llamaba Tiburno. Praeneste había sido fundada por Telégono, hijo de Ulises. Leyendas parecidas explican la fundación de Lavinium y de Roma e incluso el propio Lacio tomaría su nombre de su primer rey, Latino. Pero detrás de estas leyendas inconsistentes, se percibe claramente que el Lacio, ya desde los primeros siglos del I milenio, fue un territorio abierto a contactos comerciales y en el que se asentaron grupos de población no sólo del interior de la península itálica, sino de otros puntos del Mediterráneo. Con respecto a la Magna Grecia, el primer contacto del mundo griego con la península itálica se remonta a los últimos siglos del segundo milenio a.C. Esta precolonización micénica, como generalmente es definida, aparece atestiguada por la arqueología con el hallazgo de vasos y objetos micénicos en numerosos puntos del sur de Italia y Sicilia. Pero no hay la menor prueba de ningún poblado micénico en el Lacio, por más que los autores antiguos hablen de la fundación de Roma y de otras ciudades latinas por héroes del ciclo de la Guerra de Troya o bien por héroes aqueos. Entre estos primeros contactos de Italia con el mundo micénico y la expansión griega que se produjo a partir del siglo VIII a.C. hubo un largo período vacío de contactos regulares. La más antigua colonia griega, no sólo en Italia, sino en Occidente, fue Pithecusa, en la costa norte de la isla de Ischia, fundada por los jonios de Calcis hacia el 770. Unos años después, se fundó Cumas en la Campania, al norte del lago Avernio. La más antigua inscripción griega de Occidente pertenece a esta época y aparece en un vaso encontrado en Ischia. Los dorios de Rodas fundaron poco después Paleópolis y Neápolis, ambas en la bahía de Nápoles. Más al Sur, Paestum o Poseidonia, fundada por Síbaris hacia el 600 a.C. cuyos templos, aún impresionantes, atestiguan el culto que se tributaba principalmente a Hera y Atenea. También en el siglo VIII a.C. parece que fundaron Zancle, en el estrecho de Mesina, y Naxos. Pocos años después tuvo lugar la fundación de Rheion. Las más antiguas colonias de Sicilia fueron Siracusa y Mégara, pertenecientes a la segunda mitad del siglo VIII a.C., seguidas después por Selinunte, Gela y Agrigento, entre otras. Este proceso colonizador se cierra en torno al 535 a.C. con la fundación de Velia (Hyele) en el sur de Italia. Entre las aportaciones concretas que la colonización griega trajo para Italia podemos señalar la introducción del alfabeto y el cultivo del olivo, inicialmente en la Italia central, además del modelo de vida urbana. Pero su influencia fue mucho mayor, determinante incluso para la historia de Roma y de Italia. En palabras de Musti, el estudio de los pueblos de la Italia antigua hace necesario, en primer lugar, un viaje al interior de la consciencia griega. Los puertos de Pyrgi y de Gravisca en Etruria y el propio puerto fluvial del Tíber se convirtieron en vías de difusión de influencias griegas, así como los templos de divinidades griegas de Lavinio, en el Lacio, difundieron sus creencias religiosas. Esta influencia sin duda aceleró el paso, en el Lacio, de formas pre y protourbanas a la creación de auténticas ciudades. El tercer gran núcleo geográfico es el ocupado por los etruscos. Se han propuesto varias hipótesis sobre el origen de este pueblo que, asentado al Norte del Tíber e inicialmente desplegado por la actual Toscana y parte de Umbría, alcanzó tal nivel de desarrollo y una civilización tan refinada que algunos historiadores no han dudado en calificar como el milagro etrusco. Ya a los mismos autores antiguos les preocupó esta cuestión y, mientras Dionisio de Halicarnaso consideraba que era un pueblo autóctono, Herodoto mantenía su procedencia oriental, en concreto de Lidia. En torno a estas dos teorías, más una tercera que los hace descender de la Retia, la meseta suiza al norte del Po, a través del cual habrían descendido, se han elaborado todo tipo de argumentaciones por parte de los historiadores modernos. Al misterio sobre sus orígenes se añade el de su escritura. Las inscripciones etruscas -en torno a diez mil- están escritas en caracteres griegos, lo que permite que puedan ser leídas y transcritas, pero no plenamente descifradas. El mundo etrusco alcanzó en el siglo VII a.C. un nivel de esplendor sorprendente en el contexto del Mediterráneo, si bien no fue idéntico para todas las ciudades etruscas. El pueblo etrusco nunca constituyó un estado único, sino que sus ciudades gozaban de autonomía y eran gobernadas por reyes (lucumones), al menos hasta el siglo V a.C. en el que se abrió un proceso en la mayoría de las ciudades etruscas en virtud del cual los reyes fueron sustituidos por magistrados. Los reyes se sucedían dinásticamente y unían al poder militar y de coerción (simbolizado por un hacha en el centro de un haz o fascio que un lictor llevaba delante del rey) los secretos de la religión, que transmitían a sus herederos. La sociedad era de tipo oligárquico, contraponiéndose a esta clase señorial una multitud de servidores, tanto en el campo, como en la ciudad, en los talleres o en las minas. Se ha hablado de la existencia de un matriarcado que hoy día no parece aceptado, si bien es cierto que la mujer desempeñaba un importante papel en la sociedad etrusca y gozaba de una amplia libertad en comparación con otras sociedades contemporáneas a ellos. Además la filiación era matrilineal, esto es, el nombre se transmitía por vía materna. Su religión era revelada y la fuerza de ésta nos descubre a los etruscos como gente profundamente religiosa, obsesionados por la vida de ultratumba, que los llevó a la creación de impresionantes necrópolis, con cámaras suntuosas, en las que el difunto era rodeado por sus muebles y objetos personales. Para escapar a estos terrores existía un meticuloso culto que incluía sacrificios periódicos y que, probablemente, incluyera sacrificios humanos. Poseían numerosos dioses de los que el más importante era Voltumnus o Voltumna, cuyas vestiduras cambiaban conforme transcurrían las cuatro estaciones. Era además el gran dios de la confederación. La tríada formada por Tinia, Uni y Menrva ha sido considerada un antecedente de la tríada capitolina romana: Júpiter, Juno y Minerva. Los libros sagrados enseñaban la aruspicina o arte de la adivinación a través del estudio del hígado de determinados animales sacrificados. También se precisaba la forma en que habían de trazarse los limites de las ciudades. Los sacerdotes etruscos descifraban la voluntad divina que se expresaba a través del hígado de las víctimas inmoladas, de los truenos, de los relámpagos... Su prestigio en el arte de la adivinación no sólo se mantuvo bajo el dominio romano sino que, además, gozaban de una extraordinaria credibilidad. Resulta anecdótico y sorprendente que todavía en el siglo V d.C., ante la amenaza de la entrada en Roma de Atila y sus tropas, el Senado de la ciudad hiciera llamar a los arúspices etruscos para cerciorarse de la situación o conjurar el peligro. Las ciudades etruscas, como decimos, eran autónomas y ese individualismo sólo ocasionalmente fue superado por medio de alianzas entre las ciudades, cuyo centro federal religioso se encontraba en el santuario de Voltumna, en las inmediaciones del lago Bolsena. El Lacio y Roma se relacionaron principalmente con las ciudades del sur de Etruria: Tarquinia, Caere (Cerveteri), Veyes y Vetulonia. Además de éstas, fueron también importantes: Orvieto, Clusium (Chiusi), Volterra y Arezzo. En el siglo VI a.C., los etruscos dominaron la Campania; a ellos se atribuye la fundación de Capua y de Nola. Hacia el Norte, cruzaron los Apeninos conquistando Bolonia y colonizaron la llanura del Po hasta el Adriático. Estas ciudades se vincularon entre si mediante una confederación similar a la que ya vinculaba a las originarias ciudades etruscas. La cerámica, muy influida por la griega, se encuentra prácticamente en toda la cuenca occidental del Mediterráneo además de en la región renana, lo que demuestra su actividad comercial. Esta actividad fue causa de no pocas tensiones con los focenses, establecidos primero en Marsella y, luego, en Córcega. Aliados con los cartagineses, lograron en la batalla naval de Alalia (535 a.C.), acabar con la talasocracia focense. Sin embargo, a partir de este momento entra Etruria en una fase de recesión irreversible. Siracusa alcanzó sobre los etruscos y sus aliados cartagineses la victoria naval de Cumas. Desde finales del siglo VI a.C. samnitas y sabinos ocupan la Campania y, a finales del siglo V a.C., los celtas desmembran la confederación etrusca del Valle del Po, si bien Bolonia resiste hasta el año 350 a.C. aproximadamente. Durante bastante tiempo, la mayoría de los historiadores han considerado a Roma una ciudad etrusca, fundada por los propios etruscos o dominada políticamente durante la última fase monárquica, la coincidente con los tres reyes etruscos. Hoy en día, la posibilidad de que Roma fuera fundada por los etruscos cuenta con muy pocos seguidores. Entre otras razones porque Roma fue el resultado de un proceso de unificación de los habitantes de las colinas y no de una fundación predeterminada y llevada a cabo en un plazo concreto. Además, la latinidad lingüística de los romanos parece decisiva a la hora de probar la existencia de una ciudad independiente étnica y políticamente. Es cierto que los etruscos ejercieron una enorme influencia en la Roma arcaica: ofrecieron modelos organizativos -al igual que los griegos- más avanzados, proporcionaron grupos de artesanos y comerciantes que se asentaron en Roma formando un barrio etrusco y algunas ricas familias etruscas -como la de los Tarquinios- emigraron y se instalaron en Roma. Tales influjos fueron importantes para la Roma arcaica pero, ciertamente, Etruria no fue un agente decisivo en la creación de la ciudad de Roma.
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Si hasta la Primera Guerra Mundial el liberalismo y el conservadurismo fueron las principales formas de expresión política de las sociedades latinoamericanas (el socialismo y el anarquismo tenían un respaldo social francamente minoritario), en los años veinte el comunismo y el fascismo se convirtieron en alternativas atractivas para ciertos grupos. El liberalismo en retirada, no sólo en América sino también en Europa, había dejado de tener todas las respuestas para explicar los cambios profundos que estaban afectando al mundo. Para poder responder a estos interrogantes surgieron nuevas ofertas ideológicas y nuevas interpretaciones de la realidad y otras fueron reformuladas o adaptadas al contexto latinoamericano. Esto pasó con el nacionalismo y el antiimperialismo o con la incorporación de la lucha de clases propia del análisis marxista al discurso político de estos países. Después del triunfo de la Revolución Rusa y como consecuencia de las escisiones producidas en algunos partidos socialistas, se crearon partidos comunistas en varios países del continente. Esto ocurrió en Argentina, Brasil y Bolivia en 1921 y en Chile y México al año siguiente. En muchos lugares, la ausencia de un proletariado industrial dificultó la difusión del proceso, otorgándole a algunos partidos comunistas un perfil netamente intelectual. En Cuba el partido se creó en 1925 y en Ecuador y Perú en 1928. En este último caso, la influencia de José Carlos Mariátegui fue notable. Pese a ello, los avances del comunismo en América Latina durante la década de 1920 fueron bastante tímidos. Sólo en Chile, y gracias a la influencia de José Emilio Recabarren, el Partido Comunista Chileno se convirtió en el más exitoso y el de mayor influencia de la época, pese a la represión a que lo sometió el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo. Sus programas planteaban la necesidad de impulsar la reforma agraria y de nacionalizar buena parte del aparato productivo y financiero. Por lo general estas reivindicaciones se acompañaban de un fuerte antiimperialismo y seguían a pies juntillas las consignas elaboradas por el Komintern (Internacional Comunista o Tercera Internacional). En los años treinta, y debido a la prédica de la Tercera Internacional, el movimiento comunista intentó consolidarse en toda América Latina, pero sin demasiado éxito. Los partidos más fuertes fueron los de Brasil, Chile y Cuba, aunque la influencia de los de Argentina, Uruguay, Colombia y Venezuela no fue nada desdeñable. Sin embargo, la influencia real de estos partidos, tanto en la vida política y sindical como en la sociedad latinoamericana, fue bastante marginal. En ningún caso se constituyeron en alternativas serias de poder, por más que en algunos sitios hayan tenido una capacidad de movilización relativamente amplia. Este fue el caso de El Salvador, donde los líderes comunistas se pusieron al frente de la revuelta campesina de 1932 que fue duramente reprimida y que acabó con los intentos organizativos de consolidar el comunismo en ese país. Coincidiendo con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas latinoamericanos decidieron impulsar Frentes Populares. Esta propuesta obtuvo éxito en Chile, y gracias a ella Pedro Aguirre Cerdá pudo ganar las elecciones de 1938. Por lo general, los partidos de izquierda se interesaban básicamente en el proletariado industrial y otros sectores urbanos, permaneciendo fuera del campo de sus intereses los campesinos, los indígenas y otros grupos marginales. Este vacío fue pronto cubierto por algunos grupos de corte nacionalista que reivindicaban la realización de profundas transformaciones en la estructura agraria y la integración de las masas campesinas a las estructuras políticas. En esta labor, algunos de estos partidos se ganaron la enemistad tanto de los partidos oligárquicos que veían con preocupación el ascenso de grupos marginales, como de los partidos de izquierda, que planteaban que de ese modo se perdía de vista quien era el verdadero objeto histórico del cambio social. Uno de estos grupos era el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), fundada por Víctor Raúl Haya de la Torre. Su teoría, que intentaba rescatar del olvido a los indígenas andinos, se presentaba como una combinación del marxismo con las ideas de Einstein y con un fuerte influjo de Sun Yat-Sen y de los revolucionarios mexicanos. El APRA había logrado aglutinar a buena parte de la juventud anticivilista que participaba en las movilizaciones estudiantiles a favor de la reforma universitaria. Desde su fundación en 1924, el APRA se había opuesto a la dictadura de Augusto Leguía. De acuerdo con las pautas establecidas por su fundador, el APRA era un partido de inspiración marxista, que por discrepancias con los planteamientos de la Komintern para América Latina rompió con el comunismo. Las líneas principales sobre las que se basaba la ideología del partido era la peruanidad de sus planteamientos y su consecuente denuncia del imperialismo norteamericano. Si bien sus principales centros de actuación estaban ubicados en la costa (por entonces de claro predominio blanco y mestizo), se proclamaba portavoz de los intereses indígenas. Como su nombre indica, la vocación de Haya de la Torre era convertir al APRA en un partido supranacional, que defendiera los intereses populares en toda "Indoamérica". En su obra El antiimperialismo y el APRA, de 1936, Haya de la Torre desarrolló los cinco puntos más importantes de su programa político: lucha antiimperialista, nacionalización de la tierra, solidaridad entre las clases oprimidas, unidad continental e internacionalización del canal de Panamá.
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Mucha más enjundia, y por lo tanto también consecuencias más graves, tuvo la revuelta campesina que estalló en Francia en 1358 y que conocemos como la Jacquerie. El cronista J. Froissart la denominó en su día la "gran maravillosa tribulación". Su nombre lo toma de "Jacques Bonhomme", apelativo genérico con el que se designaba en aquella época en tierras francesas a los rústicos. Sin duda, el motivo último de la revuelta se inscribía en la estructura social del mundo feudal, con su conocida dicotomía señores-campesinos. Pero los azotes que habían padecido los franceses en los años anteriores, desde la peste negra y los malos años hasta la negativa evolución de la situación militar en la confrontación con los ingleses, contribuyeron sin duda a agravar el panorama. A partir de estos datos se explica la afirmación del historiador H. Neveux de que la Jacquerie fue, en definitiva, "un acta de acusación". La chispa que provocó el incendio fue un enfrentamiento entre los campesinos de una comarca limítrofe del Beauvais y una banda de caballeros saqueadores, conflicto que se saldó con la degollación de cuatro caballeros y cinco escuderos. Así pues, el origen del conflicto fue una reacción defensiva de los labriegos. Pero a los pocos días la revuelta ya tenía varios focos. Desde el Beauvais la insurrección se propagó hacia la Beauce y la Brie, así como hacia Picardía, Normandía, Champagne y las proximidades de Lorena, si bien en estas últimas regiones el movimiento tuvo muchos menos bríos. Los testimonios que se han conservado de dicha sublevación campesina nos pintan un cuadro ciertamente terrible, insistiendo, una y otra vez, en la violencia y la crueldad de que dieron muestras los labriegos. Veamos la opinión de J. de Venette, que, por cierto, no es de los más hostiles a la causa popular: "Esas gentes, reunidas sin jefes, quemaban y robaban todo y mataban gentilhombres y nobles damas y sus hijos, y violaban mujeres y doncellas sin misericordia". No obstante, la descripción más precisa de la Jacquerie nos la proporciona el cronista Froissart, cuyas opiniones, como es bien sabido, reflejaban ante todo los puntos de vista de la alta nobleza francesa. "Algunas gentes de las villas campesinas se reunieron sin jefes en Beauvais. Al principio no eran ni 100 hombres y dijeron que todos los nobles del Reino de Francia, caballeros y escuderos, traicionaban al Reino, y que sería un gran bien destruirlos a todos... Entonces, sin otro consejo y sin otra armadura más que bastones con puntas de hierro y cuchillos, se fueron a la casa de un caballero, realizando actos de brutalidad sin cuento". Pero continuemos con el relato de Froissart: "Así hicieron en muchos castillos y buenas casas, y fueron creciendo tanto que llegaron a 6.000... Estas gentes miserables incendiaron y destruyeron más de sesenta buenas casas y fuertes castillos del país de Beauvais y de los alrededores de Corbie, Amiens y Montdidier. Y si Dios no hubiera puesto remedio con su gracia, la desgracia habría crecido de modo que todas las comunidades habrían destruido a los gentileshombres, después a la santa Iglesia, y a todas las gentes ricas de todo el país". Así pues, Froissart, después de señalar cómo los rústicos carecían de los elementos definitorios de cualquier ejército (no tenían jefes y no poseían armas adecuadas), se ceba en los desastres que causaron y pone el acento en la ruina que se avecinaba, si Dios no ponía remedio inmediato, para todos los sectores poderosos de Francia, tanto laicos como eclesiásticos. De todas formas, es innegable que Froissart generalizaba, pues la violencia campesina únicamente se dirigió contra la nobleza laica, respetando en todo momento, en cambio, los bienes eclesiásticos. A partir de esos textos se elaboraron las primeras interpretaciones historiográficas de la Jacquerie. El movimiento parecía una explosión de cólera, más o menos espontánea, protagonizada por los campesinos de más baja condición. Así fue considerado por la historiografía tradicional. Pero en los últimos años se han matizado notablemente esos puntos de vista. Es innegable, desde luego, que la rabia de los campesinos miserables jugó un papel muy destacado en la insurrección de la Jacquerie. Pero no es menos cierto que en la misma participaron también labriegos de buena posición económica. Es posible incluso que uno de los principales motivos de la revuelta fuera la caída de los precios de los granos. ¿No induce a esa conclusión el hecho de que la Jacquerie se produjera precisamente en una de las principales regiones cerealísticas de Francia? G. Fourquin, para el cual los "jacques" no eran sino una asociación de "pequeñas bandas mal organizadas", ha señalado, no obstante, que la Jacquerie fue, en cierta medida, una revuelta "contra las secuelas de la crisis frumentaria de principios de siglo". Hay que indicar, asimismo, que la Jacquerie contó con el apoyo de algunos sectores urbanos, particularmente de artesanos. Por otra parte, el movimiento no fue tan anárquico como en principio podía parecer. Tuvo una organización y tuvo, sobre todo, jefes, a pesar de las opiniones de los cronistas coetáneos. ¿Cómo olvidarnos, por ejemplo, de Guillaume Carle, caudillo indiscutido de la insurrección? Carle organizó dentro del movimiento una especie de cancillería. A el se debía igualmente la idea de ocupar sólo aquellos castillos que en verdad tuvieran interés desde el punto de vista estratégico, evitando ataques innecesarios a los restantes. En cualquier caso, la Jacquerie fue un movimiento de gran intensidad pero de corta duración. Ni los esfuerzos de Marcel, por una parte, ni los de Carle, por otra, lograron que llegara a conectar el movimiento campesino con el que por las mismas fechas había estallado en París. Así las cosas, el 10 de junio de 1358 Carlos el Malo acababa con la resistencia de los "jacques". Su líder, Guillaume Carle, fue hecho prisionero y, posteriormente, ajusticiado. A continuación se puso en marcha una dura represión contra los participantes en la revuelta. Mas aunque fracasada, no se puede olvidar que la Jacquerie dejó una huella muy profunda en la conciencia colectiva del campesinado del país galo. El periodo comprendido entre los años 1358 y 1378 fue, dentro de lo que cabe, una era de paz social. No puede negarse que si analizamos con un mínimo de detalle los acontecimientos de esos años pueden señalarse movimientos populares en este o en aquel lugar, aunque por lo general todos ellos fueran de escasa incidencia. Tal sería, por ejemplo, el caso de la sublevación que se produjo en la ciudad alemana de Augsburgo en 1368, o de determinados movimientos que tuvieron lugar por esas mismas fechas en el mundo rural inglés. Es posible que ejercieran un peso muy fuerte, en esa situación de relativa paz social, los gravísimos trastornos que habían padecido los europeos en los años medios de la centuria, lo que habría originado un cansancio generalizado en todos los sectores sociales. Pero en 1378 el fuego se reavivó, con inusitada fuerza, inaugurando una etapa, ciertamente breve (apenas duró cinco años, desde 1378 hasta 1383), pero de especial intensidad por lo que a las luchas sociales se refiere siendo la revuelta de los "ciompi" florentinos su máxima expresión.