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Nos referimos a las hordas mogolas, encabezadas por Genghis Khan como jefe supremo, cuyo territorio de origen era Mogolia. Su forma de vida nómada conllevaba una economía frágil, siéndoles absolutamente necesario el comercio con las civilizaciones agrícolas, especialmente con la china. Organizados en torno a clanes, se fueron asociando en tribus, cuyos caudillos eran elegidos por su fuerza militar. Gengis Khan (1162-1227) unificó a las diversas tribus, creando un poder militar capaz de lanzarse a la conquista de las civilizaciones sedentarias de las cuales dependían económicamente. Así, sometió primero a la dinastía Xi Xia del noroeste de China, para relanzarse sobre el norte de China, controlado por la dinastía Jin, y asegurarse el control de las rutas comerciales. En 1215 conquistó la ciudad de Yen-Chin (actual Beijing), obligando a la corte Jin a exiliarse en el sur del país. Tras estas conquistas en el norte de China, prosiguió sus luchas por Asia Central, estableciendo dinastías afines. Después de su muerte, sus conquistas territoriales fueron divididas entre sus hijos: Chaghadai recibiría el Asia Central (Bujara, Samarcanda), Tolui heredaría el norte de China y Mogolia, mientras que Ogodei, su tercer hijo, asumió el título de Khan o jefe supremo de todas las tribus mogolas. El tamaño y la densidad del imperio mogol forzaron la creación de una capital estable desde donde se centralizara el gobierno. Fue Ogodei quien estableció en Karakorum, en el corazón de Mogolia, la capital creada de nueva planta y alejada de las rutas comerciales y los centros de abastecimiento. Tras la muerte de Ogodei, en 1241, se reavivó la polémica entre sus sucesores para ocupar el puesto de Khan, favorecida por las disputas entre los diferentes clanes. La viuda de su hermano Tolui supo beneficiarse de ello para situar estratégicamente a sus cuatro hijos. Uno de ellos, Kubilai, sería con el paso del tiempo el emperador de China y Khan de los mogoles. Kubilai (1215-1294) nació el mismo año en que su abuelo Genghis Khan conquistaba Yen-Chin (Beijing). Fue educado bajo los principios de adiestramiento militar mogol, si bien dentro ya de una órbita de influencia cultural china. Los primeros territorios bajo su gobierno se encontraban en el norte de China, e inició una política de cohabitación con los Han que más tarde se extendería por todos sus dominios. Sus conquistas militares fueron lentas, frenadas por las luchas de poder entre sus hermanos y miembros de las tribus mogolas, y por su afán de crear asentamientos económicos en las zonas conquistadas que facilitasen posteriores expansiones de su ejército. Para ir creando esta retaguardia estable necesitaba dotar a sus territorios de una organización administrativa, social y económica. Por ello se rodeó de asesores procedentes tanto de las tierras mogolas como chinas, musulmanas, etcétera, que tuvieran conocimientos para llevarla a cabo. Esta política ecléctica no sólo estuvo motivada por su ausencia de prejuicios, sino que tuvo un marcado carácter político. Era evidente que, numéricamente, la población china sobrepasaba a la mogola y que para mantener el equilibrio de poder necesitaba nombrar en los puestos de mayor relevancia a asesores mogoles y musulmanes. Por otra parte, hay que señalar que Kubilai no dominaba la lengua china, por lo que necesitaba siempre de intérpretes que le completaran lo que sus asesores chinos decían o escribían. Una de las nuevas medidas que Kubilai promovió, apoyado en su consejo de asesores, fue la de establecer una capital permanente desde donde dirigir sus territorios. El lugar que eligió se encontraba al norte del río Luan, en Mongolia denominándola primero Kaiping y más tarde Shan-du (capital superior) en contraposición a Zhong-du (capital del centro, la actual Beijing). Ideó esta nueva ciudad (Shan-du) siguiendo los principios geométricos chinos, los elementos arquitectónicos de las ciudades tradicionales chinas, y añadió una reserva natural, utilizada como parque de caza, como contribución mogola a la concepción de la ciudad. Dividió la ciudad en tres secciones: la ciudad interior, cuadrada y amurallada, que contenía el palacio imperial; la ciudad exterior, también cuadrada y amurallada, destinada a la población, y la reserva de caza o tercera sección. En realidad, Shan-du tuvo más el carácter de residencia temporal, relacionada con los períodos de ocio y calor, que de capital estable. Por ello, conociendo la necesidad de crear un centro de poder representativo tanto para los chinos como para los mogoles, Kubilai eligió la antigua Yen-ching como lugar ideal para su capital imperial. Situada estratégicamente para el control del territorio chino, no mantenía ninguna connotación con las antiguas capitales chinas (Xian, Luoyang, Kaifeng). A partir de 1266 se llamaría la Gran Capital (Dadu), también conocida por el nombre de Khambalic (ciudad del Khan), y que corresponde a la actual capital de China, Beijing. El proyecto de la nueva capital resume el carácter del reinado de Kubilai, así como su organización social y administrativa. El diseño urbanístico de la ciudad fue encargado a un arquitecto musulmán, conocido en los anales chinos con el nombre de Yeh-hei-tieh-erh, siendo muchos los artesanos extranjeros que allí trabajaron. A pesar de ello, la concepción y el estilo de la ciudad fue chino. En un intento más de Kubilai por satisfacer espiritualmente a todos los componentes de su imperio levantó templos budistas, taoístas y confucianos. La ciudad, de perímetro rectangular, encerraba en sus muros varios recintos que configuraban, a su vez, diversas ciudades dentro de ella. La interior, albergaba el palacio imperial y el lugar de residencia de sus más próximos colaboradores. En un segundo círculo vivían los funcionarios y en el tercero y exterior los ciudadanos chinos y centroasiáticos. La distribución de la ciudad se sometía a dos ejes simétricos: norte-sur y este-oeste, estando protegida por una muralla con once puertas de acceso. En su interior se levantaron templos pertenecientes a todas las creencias del imperio, así como un observatorio astronómico diseñado por un astrónomo árabe. En la división de la ciudad se observa cómo se mantuvo estrictamente la clasificación social ordenada por el emperador: mogoles, extranjeros diversos, chinos del norte y chinos del sur, estando estos dos últimos grupos excluidos de todos los puestos de responsabilidad. Para ello suprimió los exámenes de funcionarios de la administración civil, simplificándola sustancialmente. Esta medida tuvo una gran repercusión, no sólo en el campo político sino en el desarrollo de las artes, tal y como estudiaremos al tratar estos aspectos del reinado de Kubilai. El establecimiento de Dadu como capital del imperio avalaba el proceso de sinización de los mogoles, apoyado por el respeto a los ritos, la creación de un nuevo calendario (tarea encomendada a los astrónomos musulmanes) y la adopción de un nombre dinástico chino. Tras realizar consultas con sus asesores chinos, Kubilai eligió el nombre de Yuan en el año 1271, cuyo significado, origen, orígenes del Universo, procedía del "Libro de los Cambios" (I Ching), esto es, de la primigenia tradición china. Su nombre personal de reinado fue el de emperador Shizu. El norte necesitaba de los recursos del sur para el abastecimiento de la corte y sus habitantes y, a pesar de que el sur proveía todo tipo de mercancías el transporte de las mismas representaba un grave problema. Su consejo de asesores le propuso dos soluciones: utilizar la red que los piratas que operaban en la costa china tenían ya establecida, con un gran coste económico, o bien reconstruir el Gran Canal que históricamente había unido el norte y el sur, y que suponía una elevada inversión. En un primer momento se decidió por la primera solución, pero tras una serie de fracasos se optó por la reconstrucción del Gran Canal, la mayor obra pública del reinado de Kubilai y que, junto a su política militar, supuso en el exterior el inicio de una grave crisis económica. Aún entonces Kubilai no había finalizado su etapa de conquistas. El sur de China, donde se refugiaba la corte Song, mantenía relaciones comerciales con el norte, pagaba tributos y se defendía de los constantes ataques del ejército de Kubilai. Para intentar un acercamiento a la población del sur, el emperador prometió no someterles al mismo sistema social y fiscal que los habitantes del norte, respetando sus industrias y canales de distribución exterior, tan importantes para el mantenimiento de la corte. Con todo, el sur fue finalmente invadido y, en 1279, pasó a formar parte de los territorios bajo dominio de la dinastía Yuan, aprovechándose sus infraestructuras, especialmente las relacionadas con el desarrollo de la navegación: astilleros, puertos, redes comerciales... Unos años antes de su total anexión, Kubilai se lanzó a la conquista de Corea, a la que sometió sin gran oposición. Esta expansión sirvió no sólo para asentar su poder en China, sino sobre todo para justificar su calidad de Gran Khan ante los mogoles. Continuando con esta política de conquistas, solicitó ayuda a la flota coreana, así como a los astilleros del sur de China, para llevar a cabo la conquista de Japón. Dos veces intentaría esta aventura militar y dos veces fracasaría. Su fuerza militar se vio rechazada por grandes vientos (kamikazes) que hundieron en ambas ocasiones su flota. Pero el reinado de Kubilai no sólo se limitó a fortalecer su poder por medio de sus conquistas. El emperador supo comprender la necesidad de hacer partícipe en la organización de su imperio a los pueblos conquistados. Ya hemos visto que se rodeó de consejeros chinos, mogoles, musulmanes e incluso cristianos, como fue el caso del viajero veneciano Marco Polo, buscando así la neutralización de cualquier grupo de poder. A los consejeros chinos los buscó para dirimir las controversias entre confucianos, taoístas y budistas, así como para configurar la impronta china de su reinado. A los asesores musulmanes los utilizó para todas aquellas cuestiones relacionadas tanto con el comercio como con el cobro de impuestos, siendo ellos mismos eximidos de muchas de las obligaciones de los chinos. Los cristianos, como Marco Polo y su familia, le sirvieron para fortalecer sus relaciones con Occidente, así como para aprovechar los conocimientos de los mercaderes venecianos. Llegó incluso a prometerles su conversión al cristianismo si el Papa enviaba cien monjes para la evangelización del país. Todo este mosaico de la corte del Khan promovió un intenso intercambio cultural y comercial, que se vio reflejado en la introducción de nuevas técnicas, motivos decorativos... especialmente en la producción de cerámica y porcelana. Otros campos se vieron desigualmente favorecidos. La decisión que asumió Kubilai de suprimir los exámenes literarios (1284-1313) y el consiguiente abandono del estudio llevó a candidatos y letrados a dirigir su actividad hacia otros menesteres. A ello se sumó el hecho de intentar crear un nuevo sistema de escritura oficial de origen mogol, suprimiendo el chino clásico. A pesar de que no tuvo ninguna aceptación, el lenguaje chino se vulgarizó en términos y conceptos. El teatro y los juglares callejeros reflejaron esta situación. Aun careciendo de grandes obras literarias la dinastía Yuan, estas formas influyeron decisivamente en el desarrollo de la novela de las dinastías posteriores. La dinastía Yuan, a pesar de su talante de conquista, no tuvo en la historia china un carácter totalmente negativo, tal como lo muestra la historiografía. Hay que considerarla más como un momento de cambio de estructuras que como una ruptura, donde se aprovecharon las conquistas culturales, se avivaron los contactos comerciales y se introdujeron nuevos conocimientos técnicos. Kubilai murió en el año 1294, siendo enterrado en Mogolia, su tierra natal. Aunque su dinastía le sobrevivió hasta 1368, ninguno de sus sucesores tuvo personalidad política digna de ser reseñada. La dinastía Yuan fue derrocada por un campesino chino apoyado en una estructura militar capaz de mantener unificado el imperio y crear una nueva dinastía de origen chino: la dinastía Ming.
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En el año 711, las tropas árabes y beréberes del noroeste de Africa cruzaron el estrecho de Gibraltar, derrotaron al ejército visigodo en la batalla de Guadalete y, en poco tiempo, se hicieron con el control de casi toda la península ibérica. El rápido avance de las tropas musulmanas fue posible por la debilidad del Reino visigodo y la escasa resistencia de su ejército, aunque también contó con la ayuda de las poblaciones, descontentas con dos siglos de autoridad visigoda. Como en el resto de los territorios conquistados, los musulmanes respetaron a la población autóctona hispanorromana, con la que convivieron pacíficamente. Esta situación facilitó que parte de ella se convirtiera al Islam, los llamados muladíes, mientras que otros, los mozárabes, mantuvieron la fe cristiana. La expansión musulmana se basó en el establecimiento de guarniciones diseminadas por el territorio, fundamentalmente junto a poblaciones cercanas a las zonas de frontera o a posibles focos de resistencia. Los conjuntos urbanos, muy variados en tamaño y población, se ubican generalmente en zonas altas y escarpadas, para facilitar su defensa. El urbanismo es abigarrado, con calles estrechas y laberínticas, aunque los barrios aparecen ordenados según su función o actividad. Generalmente una muralla rodea a la población, si bien el crecimiento de ésta hace que muchas casas acaben por situarse extramuros. La fortaleza militar, llamada alcalá, alcázar o alcazaba, se encuentra en la zona más alta. Cuenta con altos muros y torreones desde los que es fácil vigilar el territorio y organizar la defensa. En el patio interior, la guarnición se prepara para sofocar cualquier ataque o rebelión, muy frecuentes a lo largo de todo el periodo de dominación musulmana. Los soldados también controlan las escasas puertas de acceso a la ciudad, auténticos puntos vitales para evitar un ataque exterior.
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La invasión musulmana del reino visigodo en Hispania se desarrolla mediante varias expediciones a lo largo de cuatro años. El primer paso se produce en el año 710, cuando un oficial bereber, Tarif, desembarcó en la actual Tarifa y volvió al Magreb con un rico botín. Al año siguiente, en el 711, las tropas de Tariq desembarcaron en Gibraltar con 7000 bereberes, derrotando al ejército de don Rodrigo en el río Barbate y lanzándose a la conquista de Écija, Málaga e Ilbira, la actual Granada. Más tarde dirige sus pasos hacia Córdoba, tras lo que continuará camino de Toledo. Esta ciudad le servirá de punto de partida para lanzar una expedición de conquista hacia el norte peninsular, así como otra en dirección a Medinaceli, Zaragoza y Tarragona. Las campañas de Musa le llevan desde Ceuta a Medina Sidonia, tras lo que se dirige a Valdelamusa, Mérida y Toledo. Desde aquí lleva sus tropas a Medinaceli, Zaragoza, León, Astorga y Lugo, emprendiendo camino hacia Talavera. Abdelaziz dirige sus pasos en dos direcciones. Por un lado, parte de Sevilla para conquistar Evora, Santarem y Coimbra. Por otro, desde Ecija, encamina sus tropas para tomar Ilbira, Lorca y Murcia. La campaña de Al-Samh le lleva a realizar una incursión desde Barcelona hasta Carcasona y Tolosa. Por último, desde Zaragoza, Al-Ghafiqi lleva sus tropas hasta Pamplona y, tras atravesar los Pirineos por Roncesvalles se dirige hacia el reino de los francos.
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Cuando en la víspera de las Navidades de 1979 las fuerzas soviéticas penetraron en Afganistán, los observadores internacionales se plantearon si ello se debía a un deseo consciente de violar las normas no escritas de la distensión o bien obedecía a razones circunstanciales y no destinadas a convertirse en perennes. Pero nada de lo sucedido se entiende sin tener en cuenta los antecedentes históricos. Afganistán fue, desde el siglo XIX, un Estado dibujado en el plano como si fuera una realidad pero sin límites naturales claros y una especie de asociación de etnias de vida a menudo muy conflictiva sin que ninguna de ellas tuviera una mayoría o una fuerza suficiente para imponerse a las demás ni tampoco residiera tan sólo dentro de esos límites. Con quince millones de habitantes en 1979 y una altitud y clima que hacían muy difícil la agricultura, en realidad el pasado de Afganistán se explica por haber sido una especie de Estado-tapón -una Polonia de Oriente- durante todo el siglo XIX entre las dos influencias cruciales de la zona, la rusa y la inglesa. En 1919, tras la Revolución de octubre, la Unión Soviética fue el primer país en reconocer la independencia de Afganistán a quien incluso concedió una modesta ayuda económica. El puro realismo les hizo a los soviéticos considerar, sin embargo, que su influencia no debía pasar más adelante: Afganistán siguió siendo una Monarquía con alguna apariencia constitucional a medida que fue pasando el tiempo. Después de la Segunda Guerra Mundial la URSS y los Estados Unidos siguieron manteniendo a Afganistán como Estado-tapón pero la dependencia económica de la URSS se fue haciendo mayor cuando Pakistán cerró su frontera por la existencia de diferencias territoriales. De este modo, en los años setenta el 43% de las importaciones, casi todas las armas y el 60% de la ayuda exterior venía de la URSS. En este contexto no puede extrañar que surgiera un Partido Democrático Popular -PDP- que vino a ser el equivalente, aunque oculto, de un Partido Comunista. Estuvo, sin embargo, muy dividido en tendencias que, muy probablemente, no correspondían a ningún motivo ideológico sino a personalismos. Después de una fuerte sequía a comienzos de los setenta que pudo haber provocado varios millares de muertos, en 1973 un golpe de Estado llevado a cabo por el primer ministro Daoud supuso la proclamación de la república. Autoritario y nacionalista, Dauod llegó al poder con apoyo soviético y de un sector del PDP pero pronto demostró una voluntad de independencia que le hizo inaceptable. En 1978 una revolución le desplazó y estableció un Gobierno revolucionario dirigido por Taraki, que inmediatamente puso en marcha una revolución. Ésta, sin embargo, muy pronto chocó con una sociedad tradicional en la que, por ejemplo, se consideraba inaceptable la alfabetización de las jóvenes. En 1979 el número de desertores de un Ejército de 100.000 hombres se elevaba ya a más de 40.000 y era necesario emplear la fuerza contra los montañeses del Norte con la ayuda de unidades aéreas soviéticas. Al mismo tiempo, los conflictos entre los dirigentes del partido fueron siempre muy duros y no menos sangrientes. En unos pocos meses Taraki había eliminado a cuatro ministros; en septiembre de 1979 fue ejecutado él mismo como consecuencia del golpe de Amin, su segundo. Todo esto sucedía en una situación en que se consideraba como un dato adquirido la vinculación de Afganistán con la URSS: ni siquiera el asesinato de un embajador norteamericano produjo una modificación de esta situación por intervención de este país. Esto es lo que explica la intervención soviética como también la inestabilidad política reinante: en un viaje reciente a Moscú los soviéticos recomendaron a Taraki librarse de Amin. Lo sucedido en Afganistán fue exactamente lo contrario. El temor a una situación parecida a la de Irán y el persistente deseo de lograr una absoluta seguridad en su glacis defensivo pudieron contribuir a que la intervención finalmente se llevara a cabo. Fue, por tanto, la incompetencia de sus propios colaboradores quien indujo a la URSS -principalmente al Ejército y la KGB- a la intervención. Las propias tropas soviéticas atacaron el palacio presidencial de Amin y le ejecutaron; en sólo seis días 55.000 soldados habían hecho acto de presencia en el país islámico. La verdad es que todas las tendencias actuantes en la política afgana habían pretendido, en un momento u otro, que los soviéticos aparecieran en su país. Pero lo grotesco fue que en este caso se justificó la intervención soviética gracias a la petición de que se produjera el nombramiento de un Babrak Karmal, dirigente del PDP, que era un particular residente en el extranjero y que inmediatamente fue convertido en supremo dirigente del Estado afgano. Se entiende el nerviosismo de los soviéticos involucrados en un conflicto sin salida aparente. Pero, por más que Afganistán estuviera desde hacía tiempo bajo la influencia soviética, parece evidente que lo sucedido en esta ocasión suponía, desde la perspectiva norteamericana, la primera "satelización" de un Estado cercano mediante el empleo de la fuerza militar durante un período no bélico. Fue, además, la primera ocasión desde la Guerra Mundial en que la URSS actuó a través de su Ejército en una parte del mundo distinta de Europa del Este. Parece evidente que los soviéticos en ningún caso meditaron lo suficiente el impacto que su intervención en Afganistán habría de tener en el panorama universal. La Asamblea de la ONU condenó a la URSS por 104 votos contra 18 y 18 abstenciones; sólo los países adscritos al área soviética la apoyaron y, al mismo tiempo, sólo 9 no alineados estuvieron en contra de la no resolución. Más grave para ella fue que los ministros de Asuntos Exteriores de los países islámicos, reunidos en la capital pakistaní, abominaron unánimemente de "la agresión contra el pueblo afgano" en un giro espectacular con respecto a lo sucedido durante la crisis de Suez en 1956. Castro, que apoyó a los soviéticos, no pudo volver a convertirse en el portaestandarte del no alineamiento. Pero, aparte de haber perdido su apoyo en estos países, la URSS había destruido también el crédito de confianza conseguido con las potencias occidentales. No es, por tanto, una casualidad que Carter dijera que en esta ocasión había aprendido mucho más sobre la Unión Soviética que en todos los años anteriores. Fuera por inseguridad o por imperialismo -o por una mezcla de ambos- la Unión Soviética había demostrado que su deseo de controlar su glacis defensivo la condenaba a operaciones que el adversario ideológico sólo podía interpretar como ofensivas. Las consecuencias fueron graves para los propios soviéticos. Un total de 55 países no asistieron a los Juegos Olímpicos de Moscú. La exportación de cereales norteamericanos fue suprimida y la de tecnología occidental se redujo en un 50%. Si la URSS por un momento pensó en que con el paso del tiempo se olvidara su invasión de Afganistán, muy pronto se probó que no iba a suceder así. Las condenas arreciaron con el paso del tiempo e incluso aliados de otro tiempo, como India, se mostraron ahora muy tibios. Pero, además y sobre todo, la invasión no consiguió de ninguna manera estabilizar la política afgana. Babrak Karmal quiso hacer una política moderada pero era ya demasiado tarde y, además, la invasión soviética previa le quitaba la legitimidad. En el plazo de unos meses el Ejército afgano perdió dos tercios de sus efectivos por deserción y casi un tercio de la población total cruzó la frontera convirtiéndose en refugiada. La oposición, formada por grupos variados que iban desde el tradicionalismo al más exacerbado integrismo, pronto contó con ayuda china y norteamericana. Esta última llegó a ser muy sofisticada hasta el punto de contar con misiles Stinger capaces de derribar los helicópteros soviéticos. Da la sensación de que los círculos dirigentes de la URSS se vieron invadidos por una súbita erupción de prudencia a partir del momento de la invasión. Ante una situación de insurrección del conjunto del país hubieran necesitado un millón de hombres para someterlo pero se limitaron a tener unos cien mil y controlar la capital y los puntos estratégicos más importantes, apenas un 15% del total. Quizá la clase dirigente soviética se dio cuenta de que se había llegado al máximo de expansión territorial y militar soportable para una sociedad y un Estado ya declinantes. En efecto, en este momento la URSS se encontraba ya en una situación de exceso de compromisos de cara al Tercer Mundo: Cuba les costaba 10 millones de dólares diarios y Vietnam tres. Además de no lograr solucionar el problema afgano -a pesar de que eran 280 millones de habitantes contra 15- muy pronto se encontró, en el otro extremo de su Imperio, con el problema de Polonia. Desde la conciencia de esta realidad no puede extrañar que la llegada de una nueva generación dirigente de la URSS en 1985 impusiera una rectificación. Pero las consecuencias para la propia Unión Soviética y más aún para Afganistán fueron graves y duraderas. Murieron en la guerra afgana unos 13.300 soldados soviéticos, cifra muy inferior a la de muertos norteamericanos en Vietnam pero equivalente si tenemos en cuenta el número de tropas empleadas en cada uno de los dos casos. Primera derrota soviética desde 1945, la Guerra de Afganistán creó una conciencia autocrítica que influyó mucho tanto en los dirigentes militares como en los propios soldados. Peor fue lo sucedido en el país invadido donde la guerra pudo costar 725.000 vidas, cifra cuya importancia se aprecia comparándola con la población total. El régimen de Babrak Karmal pudo sobrevivir en las ciudades, pero sólo algún tiempo, y luego se impuso un integrismo que perduró hasta la ocupación de Estados Unidos y otros aliados, en 2001, que acabó con el régimen taliban. En mayor grado aún que en Líbano también en Afganistán una intervención exterior liquidó el limitado equilibrio existente en una sociedad tradicional.
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Después de siglos de pintura occidental en trompe l'oeil (engaño a los ojos), René Magritte la plantea como un trompe l'esprit (engaño de la mente): "El arte de la pintura es un arte del pensamiento, cuya existencia pone de manifiesto la importancia que tienen en la vida los ojos del cuerpo humano", escribía en "Le vrai art de la peinture". Magritte se estableció en París en 1927, tras el fracaso de una exposición en Bélgica; allí, por medio de E. L. Massens, un músico discípulo de Satie, entró en contacto con el grupo surrealista, Breton, Eluard, Arp, Dalí y Miró, con los que se reunía en el café Cyrano y con los que mantuvo buenas relaciones hasta 1930. Magritte venía a llenar muchas de las aspiraciones de Breton en lo que para él debía ser una plástica surrealista y, especialmente, en la relación entre imágenes y palabras, en las que el pintor siempre introducía elementos de ambigüedad, inquietud o franca contradicción. Buena parte de los cuadros de Magritte se pueblan de objetos y seres híbridos, a medio camino entre dos estados distintos. En realidad nos hallamos ante fenómenos de transferencia ya que uno de los objetos puede confundirse con el otro, transferencias que pretenden demostrar la fragilidad del convencionalismo del lenguaje. En La invención colectiva la mujer y el pez se convierten en una sola criatura.
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Aunque la más antigua cerámica no es de Mesopotamia sino de Japón (11000 a.C.), podemos saber que cuando ésta aparece en Oriente Medio (8000 a.C.) se trata de una invención independiente, sin influencias externas. La necesidad de transportar alimentos o almacenarlos hace que se construyan recipientes duraderos y más prácticos, en lugar de las canastas o cestas que usaban los cazadores-recolectores. Los cuencos de madera, barro o piedra son pronto sustituidos por las vasijas de cerámica, mucho más ventajosas. La cocción del barro permite lograr piezas más duraderas, resistentes e impermeables, cuya forma puede ser modificada a voluntad. Este proceso no sólo permite fabricar vasijas, sino también construir otros objetos, como sellos para estampar -que pudieron servir como amuleto o para marcar propiedades-, adornos, etc. Al ser un material blando, es también fácil de decorar, bien por impresión, incisión, pintado, etc. Los motivos que gustan a las poblaciones de este periodo son los geométricos. La aparición de la cerámica marca una etapa decisiva de la evolución humana y un punto de inflexión en el proceso de neolitización, de tal forma que, antes de su aparición, el Neolítico es llamado precerámico, mientras que, después, se le denomina Neolítico cerámico. En la fabricación alfarera intervienen varios elementos. La arcilla, el principal, puede ser mezclada con otros materiales como arena, desperdicios, cabellos, etc, lo que determina un resultado muy diferente. La cocción, quizás la parte del proceso más importante, depende de las condiciones en que se realice, en especial la cantidad de oxígeno, que determinará el color final de la pieza, desde el rojo -con oxidación- hasta el gris o negro -reducida-. La forma y el tamaño de la pieza podía determinarse a mano, moldeándola y añadiendo piezas a modo de asas, bolas, anillos, láminas, etc. También la arcilla podía ser prensada en moldes o moldeada en un torno lento (a partir del 4500 a.C.) o rápido (desde el 2000 a.C.). Por último, la arcilla podía ser esmaltada, pintada, pulimentada, llevar incrustaciones o, desde el 1500 a.C., ser vidriada. Los diferentes tipos cerámicos resultantes determinan la existencia de diferentes tradiciones arqueológicas, siendo de gran utilidad para el estudio de las culturas del pasado.
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Al Neolítico le sigue, hacia el V milenio a.C., una etapa caracterizada por el trabajo del cobre, por ello denominada Calcolítico. Los experimentos más antiguos con cobre fundido se realizaron hacia el 6500 a.C. en Oriente Próximo. No obstante, aunque fue un acontecimiento importante, no significó una transformación en la misma medida que la adopción de pautas de subsistencia agrícolas y la domesticación. Inicialmente, la metalurgia se limitó a realizar pequeños objetos de cobre, oro o plomo, metales blandos y maleables que no necesitan altas temperaturas para fundir. Hacia el 6000 a.C. los pobladores de Çatal Hüyük, en Turquía, son capaces de fabricar objetos de cobre y plomo como cuentas y dijes. La metalurgia se orienta tanto hacia la fabricación de objetos de adorno -lo que es indicativo de estratificación social- como de uso cotidiano, como hachas y cuchillos de bronce, material más duro que el cobre. En el IV milenio se comenzó a emplear el oro, la plata y el plomo. El cobre se perfeccionó mediante la aleación con otros metales, al principio con arsénico, más tarde con plomo, estaño y cinc, hacia el 700 a.C. aproximadamente. A pesar de que el trabajo del hierro y el acero -los metales que, con el tiempo, se mostrarán más utilizados- se conocía ya desde el II milenio a.C., no será hasta el I cuando adquieran importancia. Los trabajos en metal, especialmente del bronce decorado, adquirirán una gran importancia en el reino de Urartu, entre los siglos IX y VII a.C.
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Probablemente una de las invenciones antiguas más decisivas en la evolución cultural de la Humanidad, la rueda revolucionó los sistemas de transporte y está en la base de cualquier desarrollo mecánico. Con toda probabilidad los primeros ejemplares de rueda fueron hechos en madera, material que ha impedido que lleguen hasta nuestros días, lo que hace que sean muy pocos los testimonios arqueológicos que permitan determinar su lugar de origen. Algunos dibujos muestran que la rueda ya era utilizada en vehículos de transporte en Mesopotamia y el norte de Siria, a mediados del IV milenio a.C. Otra utilidad de la rueda se ha detectado en esas mismas zonas y fechas: el torno de alfarero. Las primitivas ruedas de carro derivaban del rodillo de arrastre, una solución primitiva para mover objetos de gran tamaño. Inicialmente, las ruedas consistían en un disco macizo y unido al eje como una sola pieza, fijada a la parte inferior del carro mediante correas. Más tarde se desarrollaron los radios, cubos y un aro de hierro circundante. La rueda tuvo también otras aplicaciones. A partir del I milenio sirvió para elevar agua para el riego gracias a la fuerza motora de la corriente o de animales. También fue usada para lograr energía hidráulica, producida por la corriente del agua o saltos de ríos.
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Giambattista Tiepolo realizó este gran lienzo para el techo de la iglesia de los Capuchinos de Castello, hoy destruida. La escena tienen cierta sintonía con los trabajos del pintor en la Scuola dei Carmine de Venecia, presentando en ambos proyectos una espléndida policromía y una refinada perspectiva de abajo a arriba. Tras haber descubierto el judío Judas el emplazamiento de la Sagrada Cruz, santa Elena procedió al derribo del templo dedicado a Venus que ocultaba las reliquias, encontrando tres cruces. Estaba en el lugar indicado pero desconocía cuál había correspondido a Cristo. Se produjo entonces un milagro ya que un joven fue resucitado por el Santo Madero. Este es el tema elegido por Tiepolo para este plafón, poniendo de manifiesto su facilidad como decorador, lo que le convertirá en uno de los mejores de Europa.
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El mundo de la Antigüedad tardía es el reflejo de múltiples y variados cambios en todos los ámbitos -político, social, cultural, religioso-, y por ello debe ser analizado a través de una variada documentación. La reconstrucción y conocimiento de ese período histórico, al igual que muchos otros, está en función de un análisis conjunto y pormenorizado de las fuentes históricas escritas y la documentación arqueológica. En cuanto a las manifestaciones arqueológicas producto de la instalación del pueblo visigodo sobre el suelo hispánico, éstas son diversas y están marcadas por una cierta heterogeneidad. Las investigaciones que se están llevando a cabo actualmente intentan definir con mayor exactitud este fenómeno que es la presencia visigoda en Hispania. Los primeros trabajos realizados a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX centraron su atención en definir un arte monumental -arquitectónico y escultórico- con unos criterios estilísticos y tipológicos. Las primeras claves para su estudio fueron las emitidas por M. Gómez Moreno y seguidas esencialmente por E. Camps Cazorla. Así, en la literatura arqueológica, empiezan a aparecer una serie de edificios que antes eran dudosos y en aquel momento son aceptados como visigodos. De esta forma, y por citar sólo los más emblemáticos, San Juan de Baños (Palencia), Quintanilla de las Viñas (Burgos) y San Pedro de la Nave (Zamora), son los que plantearán serias dificultades cuando se intentan ampliar las series tipológicas incluyendo los llamados edificios de tradición paleocristiana y que poco tienen que ver con los que acabamos de citar. A mediados pasado siglo, dos investigadores como son P. de Palol y H. Schlunk, abrieron nuevos campos de investigación y sistematizaron el gran número de hallazgos hasta entonces realizado. Tanto uno como otro consideraron que el estudio de la arquitectura de época visigoda no podía llegar a buenos resultados sin tener en cuenta el contexto histórico y arqueológico en el que se hallan estos edificios. Todas estas construcciones, además de tener sus aspectos artísticos y estilísticos, responden a explicaciones litúrgicas, sociales y culturales, puesto que son el reflejo de una mentalidad y una época precisas. Las nuevas generaciones, desde T. Hauschild, T. Ulbert y L. Caballero, han enfocado los problemas de distinta forma, partiendo de la excavación minuciosa para poder llevar a cabo un análisis detallado. Los más jóvenes investigadores se han formado para resolver problemas más concretos y trabajar en equipos interdisciplinarios, con el fin de poder documentar mejor las problemáticas socio-económicas e histórico-culturales que emanan de todo estudio arquitectónico, ya sea de carácter religioso, civil o militar. Por otra parte, estas nuevas líneas de investigación son lógicas cuando tenemos en cuenta que todas las construcciones arquitectónicas, o al menos muchas de ellas, se sitúan en ámbitos rurales y no urbanos, lo cual dificulta también el conocimiento de las grandes ciudades y su evolución urbanística. Quizá el único ejemplo que aboga en contra de esta consideración es el caso de la ciudad de Emerita Augusta (Mérida), de la que, gracias a la documentación de época imperial y a las recientes excavaciones, tenemos actualmente un panorama relativamente cercano a cómo fue la ciudad durante la Antigüedad tardía. Sobre este gran núcleo urbano volveremos cuando estudiemos las diferentes problemáticas generadas por los tejidos urbanos. Es cierto que hoy, gracias a la arqueología, conocemos mejor el paisaje y el territorio que envuelve a las ciudades, pero no el tejido urbano en sí mismo, lo cual evidentemente impide imaginar y evolucionar en el tema de los edificios, palacios, iglesias, etcétera, y toda su organización y decoración, integrados dentro de lo que se ha dado en denominar la imagen de la ciudad. Sin embargo, cuando se llegue a una perfecta definición de lo que son las producciones visigodas, podremos empezar a considerar con mayor seguridad los términos en los que se llevó a cabo el poblamiento visigodo en los diferentes territorios de la geografía peninsular. Con respecto a la problemática que plantean los primeros asentamientos visigodos en la Península y el poblamiento que de ellos se genera, la arqueología funeraria sigue siendo uno de los instrumentos más eficaces para resolverla. Los primeros estudios llevados a cabo en este campo estuvieron presididos, mayoritariamente, por investigadores de origen alemán preocupados en subrayar el carácter germánico de los adornos personales que se hallan en el interior de las sepulturas, deduciendo de ello la presencia de individuos nórdicos. Estas conclusiones influyeron de forma radical en la investigación española. En su mayoría estos investigadores se interesaron sólo indirectamente por el lugar de hallazgo de los materiales y cómo se asociaban entre sí. Por ello, no extraña que las cronologías sean relativamente arbitrarias y estilísticamente un poco simplistas. A principios del pasado siglo, arqueólogos como J. Martínez Santa-Olalla, C. de Mergelina y el ya mencionado E. Camps Cazorla, todavía con un espíritu muy romanticista, tuvieron la suerte de poder excavar espléndidos conjuntos cementeriales, como Herrera de Pisuerga (Palencia), El Carpio de Tajo (Toledo), Duratón y Castiltierra (Segovia), entre otros. Evidentemente las técnicas de excavación, estudio y publicación difieren mucho de las actuales y no permiten extraer toda la información que sería deseable. Así, por ejemplo, poco sabemos de la constitución física de los individuos enterrados, de los tipos de alimentación y enfermedades, de la organización de los cementerios, etcétera. A todos estos problemas debidos a las excavaciones antiguas se suman otros que dificultan enormemente el estudio del mundo funerario. Por un lado, los yacimientos excavados, en gran parte, han desaparecido, y por otro, las referencias cronológicas que puede proporcionar la arqueología son muy escasas. A mediados del pasado siglo y de la mano del ya mencionado P. de Palol, se han ido matizando los conceptos de germanismo y romanismo, al que hay que sumar también el de bizantinismo. Es precisamente en la correlación de estos tres conceptos que se entiende el asentamiento y evolución del pueblo visigodo en Hispania. Las fuentes escritas, por su parte, constituyen la otra base fundamental de documentación y de aproximación a la historia de la Antigüedad tardía. Como veremos en el siguiente capítulo, dichas fuentes no son excesivamente numerosas y, además, de valor muy diverso. Hay que tener en cuenta también que toda la información que proporcionan debe ser examinada cuidadosamente, ya que en ellas se combinan el tipo de fuente, sea literaria o epigráfica, con los objetivos para los que fue creada. No podemos, por ejemplo, sustraernos al enjuiciamiento crítico de obras históricas en sentido estricto -crónicas, biografías, historias-, considerando tanto al autor, su implicación social y política, su formación cultural, corno el género literario en el que escribe. Tampoco podemos tomar como base de testimonio histórico obras de carácter hagiográfico, o literatura de tipo exegético o doctrinal, sin partir de la prevención del tipo de literatura a que corresponden y del valor propagandístico que puedan tener. Las fuentes epigráficas y numismáticas que, en muchas ocasiones, ofrecen datos fríamente analizables y, teóricamente, más próximos a ciertas realidades, sin embargo en multitud de casos son parciales, fragmentarias, sin contextos arqueológicos claros; otras, en cambio, constituyen auténticas piezas literarias -nos referimos a los tituli metrici-, donde la carga de tópicos literarios, los usos métricos y, una vez más, la intención propagandística, el carácter elogioso, pueden desvirtuar la realidad. Otra cuestión, igualmente fundamental, es la transmisión de textos. La destrucción de manuscritos y la pérdida de los mismos con el curso de los siglos provoca serias dificultades para el conocimiento de la elaboración de un texto, su difusión, distribución, etc. Algunos textos tan cruciales, como veremos, como los legislativos, han llegado parcialmente o, sencillamente, no han llegado. En otros la reconstrucción del original ofrece serios problemas. Problemas que ya se daban en la época misma de su elaboración. Piénsese, por ejemplo, en la doble redacción de algunas obras, como el De viris illustribus de Isidoro; la reelaboración de las Vitas sanctorum patrum Emeretensium; la complejidad de la cronología y procedencia de las Leges Visigothorum. Esta complejidad, de la que sólo hemos presentado una mínima muestra, se ha vertido y tratado en los estudiosos contemporáneos. El mundo de la Hispania de la Antigüedad tardía ha sido y es objeto de una profunda revisión, tanto por historiadores y juristas, como por filólogos o epigrafistas, al igual que sucede en el terreno de la arqueología. Debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que esta época ha sido tratada secularmente, en muchas ocasiones, desde la mitificación. Pasando por épocas en las que se consideraba que aquel tiempo fue un tiempo oscuro, donde se hundió el mundo romano, o se pensaba que era un simple epígono del mismo; o se veía, en cambio, el nacimiento de la Edad Media, del símbolo de la unidad territorial y política, o se idealizaba la implantación del pueblo visigodo, a veces con tonos épicos. Por ello, durante este siglo, asistimos a una revisión en profundidad, bien es cierto que también desde posturas a veces polarizadas, como tendremos ocasión de ver en algunos puntos concretos. Pero, para lo que aquí interesa, es indudable que los nuevos estudiosos parten de un análisis crítico y esmerado que trata de aunar todos los elementos de juicio disponibles y cuyos resultados son meritorios. Desde grandes precursores en el estudio de la Antigüedad tardía como P. Brown y H.-I. Marrou, a las revisiones históricas hechas por autores como, por citar algunos nombres, Reinhart, Görres, Sánchez Albornoz, Thompson, Claude, Diesner, Stroheker, Orlandis, Arce, García Moreno -con evidentes diferencias entre unos y otros, a veces claras oposiciones-, al estudio de las fuentes del derecho, la organización administrativa, social y económica, etc., donde pueden mencionarse, además de varios de los ya citados: Zeumer, García Gallo, D'Ors, Gibert, Ureña, Merêa, Schlessinger, Canellas, Vismara, Pérez Prendes, Hillgarth, García de Valdeavellano, y un largo etcétera, también en ocasiones con muy diferentes puntos de vista. Una de las cuestiones que más claramente se dibuja en la problemática actual es, como acabamos de apuntar; la toma de posiciones con respecto al alcance de la romanización y pervivencia del mundo latino en la Hispania de la Antigüedad tardía, y a la mayor o menor asimilación de los nuevos pueblos que penetran en el siglo V. El estudio de los aspectos culturales y de la educación, de la literatura y la lengua, el análisis y edición de textos y fuentes documentales ha aportado grandes avances al conocimiento de esta época. No podemos dejar de mencionar los trabajos señeros de Fontaine y Díaz y Díaz o Riché, impulsores de unas nuevas formas de enfocar y considerar estos temas. Pero, dentro de este campo, quizá lo más significativo sea la iniciativa de múltiples autores de dotar a la investigación de todos los sectores de fuentes fiables de trabajo. Así pues, la edición crítica de textos es, y seguirá siendo en un futuro, una incuestionable y meritoria contribución: ediciones de autores de la época como las elaboradas por Lindsay, Díaz y Díaz, Fontaine, Codoñer, Hillgarth, Rodríguez Alonso, Riesco, Tranoy, Burgess, Chaparro y otros muchos; la elaboración de corpora epigráficos, como el de Vives (citaremos como ICERV), por mencionar sólo el más significativo. Todas estas ediciones ponen de manifiesto la ineludible necesidad de partir de esta ardua tarea filológica para estos estudios.