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La intención moralizadora Es evidente, pues el autor lo declara ya al final del largo título de su obra, que ésta persigue un fin moralizador. El escribe su libro --afirma-- con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia. Esta idea, en efecto, parece explícita en tres ocasiones, por lo menos. Así, en el capítulo XII: Ya tengo dicho que estos casos no los pongo para imitarlos, sino para ejemplo. Y en el capítulo XV, afirma: Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiere, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Por último, en el capítulo XVIII, relacionando el tema moral con el de la hermosura, escribe: No puedo dejar de tener barajas con la hermosura, porque ella y sus cosas me obligan a que las tengamos. Esto lo uno, y lo otro porque ofrecí escribir casos, no para que se aprovechen de la malicia de ellos, sino para que huyan los hombres de ellos y los tomen por doctrina y ejemplo, para no caer en sus semejantes y evitar lo malo. A mi modo de ver, en este punto puede hallarse el único de conexión entre la obra de Rodríguez Freyle y la novela picaresca. El carnero no pertenece, en efecto --ya lo he dicho antes-- a ese género literario, porque ni es novela ni es picaresca. Sin embargo, como ya se señaló hace más de cuarenta años el profesor Francisco Sánchez Castañer, la novela picaresca ofrece un doble plano: el de la idealidad apetecida y el de la realidad lograda. Esta última se muestra con todas sus vilezas y defectos, no para ser imitada, sino para poner de manifiesto aquello en lo que no debe incurrir el ser humano, precisamente para evitar su caída en los males narrados. Que esta táctica constituyera, además, un escudo o salvaguardia contra los posibles ataques de recelo inquisitorial, es también probable, y más aún en los territorios indianos, en los cuales, como es sabido, se cuidaba especialmente el mantenimiento del amerindio en su supuesta pureza, tan lejana --según no pocos misioneros-- de los hábitos, costumbres y comportamientos de los españoles. Valor historiográfico de la obra He aquí un tema que ha generado muy diversos y encontrados criterios a la hora de valorar El carnero desde el punto de vista de su condición de crónica, es decir, de relato veraz y fiable de los acontecimientos que el autor narra en su texto. ¿Puede y debe considerarse este libro una verdadera fuente para la Historia? Las respuestas a esta interrogante son varias y, en no pocos casos, contradictorias y, en muchas ocasiones, nula o escasamente matizadas. Así, Esteve Barba afirma que Freyle ve la historia desde el lado de la anécdota y tiene a la vez el instinto de lo pintoresco y de lo trágico. Resbala con ligereza y alegría, con indulgencia de viejo conocedor del corazón humano, por los pequeños defectos que las anécdotas revelan, pero se le ensombrece el estilo al relatar un crimen, sin perder nada de su ágil rapidez; sirva de ejemplo el terrible episodio del oidor Andrés Cortés de Mesa. En general, Freyle enlaza episodio tras episodio, articulándolos en una deliciosa petite historie del tiempo virreinal. Y añade: Acaso no es posible dar fe a todo lo que cuenta, a veces engendrado en el chisme, que no siempre es buena fuente histórica; acaso añade picantes detalles y literarios contrastes para dar vigor y gracia a la relación. Historia o anécdota novelada, El carnero de Bogotá, casi una novela picaresca, nos da más la idea de una época y de un ambiente que lo haría un severo cronista horro de sintaxis y plagado de datos, incapaz de mantener con interés cinco minutos su libro en nuestras manos39. Y todavía agrega Esteve: Sin gestos ni aspavientos, el crimen y el amor van de la mano en el libro de este implacable descubridor de la intimidad santafereña, en cuyas páginas un escritor de genio podría obtener fácilmente un elevado número de prolongadas novelas40. Más o menos parecida a ésa es la opinión de Oscar Gerardo Ramos, quien también disminuye el valor historiográfico de El carnero. El relato histórico --escribe-- es también muy endeble en Rodríguez Freyle. Representa, sí. la armazón que soporta las historielas, pero el hilo de historia viaja muy oculto, aparece en ocasiones, fue más notorio al principio y trata de recuperarse al final Rodríguez Freyle se frustró como historiador. A veces, con demasiada rapidez pasa por todo un período de enorme importancia. Y para demostrar su aserto, Ramos cita lo que Rodríguez Freyle narra en el capítulo VIII de su obra, asunto al cual --dice-- Lucas Fernández Piedrahita consagra largos capítulos. Por otra parte, Freyle, impulsado por su premura de historiador, corre por sobre los elementos históricos que ofrecen el ajusticiamiento del Mariscal Jorge Robledo, la muerte de Belalcázar en Cartagena, la visita del tristemente célebre Licenciado Juan de Montaño y la insurrección de Álvaro de Oyón. Todos estos hechos, tan importantes, ocupan apenas cinco páginas. Y así acontece con todos los demás puntos de relevancia histórica, excepto con los cinco primeros capítulos sobre las costumbres de los chibcbas y la fundación de Santa Fe, y con los últimos, en que dedica amplios trozos biográficos al Presidente Antonio González y el Arzobispo Fernando Arias de Ugarte. Y concluye Ramos: En él no se realiza un historiador sino ocasionalmente. Por ello, en las postrimerías del libro no se nota afán histórico: arrepentido de no haber hecho historia sic, por Historia y anheloso de rendir homenaje a su ciudad, relata los catálogos historiales sobre presidentes, oidores, villas, obispos y prebendados41. El doctor Felipe Pérez, primer editor de El carnero en 1859 --como ya se dijo--, en el prólogo a su edición, escribe: Hay en él un plan fijo y una concatenación de hechos y de juicios, que si no hacen de él un libro a la altura de la historia moderna, es lo cierto que, por lo raro y bien sostenido de su estilo y la sana imparcialidad de sus conceptos, es superior en la época y al país en que se escribió. En España misma, no se encontrarían mejores sobre asuntos históricos con la fecha del siglo XVI o principios del XVII42. Tal juicio es, sin duda, claramente hiperbólico, ya que años antes de la redacción de El carnero habían publicado sus respectivas obras fray Prudencio de Sandoval y el padre Mariana, entre otros. Mucho más matizados se muestran los juicios del coronel Joaquín Acosta y de Gustavo Otero Muñoz. Aquél --propietario del manuscrito de El carnero que sirvió para la primera edicción-- dijo, en el capítulo bibliográfico de su Historia de la Nueva Granada, lo siguiente: En lo relativo a los acontecimientos peculiares a Santa Fe en la segunda mitad del siglo XVI es muy interesante, porque da a conocer con hechos el estado de la sociedad y de las costumbres de aquella época, en un leguaje sencillo y perfectamente local. Gustavo Otero Muñoz, por su parte, en sus Semblanzas colombianas, tras atribuir a Rodríguez Freyle muchos errores, afirma: Su obra tiene un carácter novelesco-anecdótico, sin que pueda clasificarse entre las rigurosamente históricas, pues no siempre se ciñe a la verdad. El mérito de Rodríguez Freyle está en la manera de narrar los pormenores, en la ingenuidad pintoresca y en el sabroso candor del estilo43. Isidoro Laverde Amaya defiende, a su vez, la autoridad historiográfica de Rodríguez Freyle. Así, afirma: Tal sello de veracidad en Rodríguez Freyle es, sin duda, lo que ha impulsado a varios de los historiadortes que han venido después de él, a que prohijen sus noticias e inserten en sus obras largos trozos de aquélla. Entre los que más acuciosamente le han seguido, figura don José Manuel Groot, investigador paciente, muy dado a compulsar los archivos, a fin de poder rectificar fechas o conceptos dudosos44. El doctor Aguilera, que aporta estos testimonios, participa, como es lógico, de tales opiniones y afirma que por las virtudes de que don Juan dio ejemplo, y que no aparecen menoscabadas en documento alguno, tendrá que atribuirse fidelidad y exactitud a la urdimbre de su crónica. Y añade: No hay que explorar en Rodríguez Freyle su ingenuo humorismo, ni la embozada sátira, ni su doliente sarcasmo, ni la cruel intención moralizadora, ni el propósito de retaliación sic; que de todo se ve allí. Lo único que ha de perseguir el lector, y más puntualmente el historiador, es la verosimilitud de lo que él cuenta. La exageración en que a veces incurre no invalida ni enerva la justeza y la autenticidad de sus palabras, ofrecidas con carácter inconfundible a los ojos de los lectores cultos. Tampoco la crudeza de ciertas revelaciones íntimas ha de tomarse sino como signo del tiempo y del espacio incipiente en que se vivía45. Por su parte, Enrique Otero D'Costa escribe acerca de Rodríguez Freyle y su obra: Entra luego en la historia general que pudiéramos llamar de actos oficiales, tanto civiles como eclesiásticos, siguiendo en estos temas de índole sustantiva hasta el capítulo IX, donde empieza a introducir en su grave relato el cronicón local, los sucesos de la vida privada de personajes y familias conocidas en aquellos tiempos; y éste es y ha sido el aspecto que ha dado tan célebre popularidad al libro; esto es lo que lo ha hecho famoso y lo que le ha dado en todos los tiempos tantos miles de lectores46. Por último, Mario Germán Romero avala también la condición fiable de Rodríguez Freyle y expone, para ver basta dónde está ceñida a la verdad histórica la crónica del Carnero, los episodios del crimen del oidor Cortés de Mesa, del casamiento de doña Jerónima de Orrego, y del visitador dominico llegado durante el gobierno del doctor Francisco de Sande. Su conclusión es, en consecuencia, muy clara: ¿Se podrá dudar de la veracidad del cronista? ¿Será ese relato "un cuento de camino", como lo califica el padre Mesanza? Una vez más, los autos vienen a corroborar los hechos referidos por el autor del Carnero. Y termina con esta afirmación tajante: Del examen de estos hechos, podemos concluir que El carnero es un libro de crónicas históricas: crónica general en los primeros capítulos y crónica local en el resto de la obra. La narración va ceñida a los documentos, como lo hace notar el autor con frecuencia, y está escrita con gracia y agilidad, con un fin noralizante, si hemos de creer al autor47. Pienso que estas últimas palabras de Mario Germán Romero --si hemos de creer al autor-- explican claramente los criterios expuestos por los especialistas editores de El carnero. Ellos siguen, en efecto, lo que Rodríguez Freyle afirma sobre lo que debe ser la verdad histórica y la obligación de los cronistas; a saber: decir la verdad y no incurrir, por tanto, en el hábito de los autores de Libros de caballerías. Así lo afirma taxativamente el autor de El carnero: La razón me dice que no me meta en vidas ajenas; la verdad me dice que diga la verdad. Ambas dicen muy bien, pero valga la verdad; y pues los casos pasaron en audiencias públicas y en cadalsos públicos, la misma razón me da licencia que lo diga, que peor es lo que hayan hecho ellos que lo que escriba yo; y si es verdad que pintores y poetas tienen igual potestad, con ellos se han de entender los cronistas, aunque es diferente, porque aquéllos pueden fingir, pero a éstos córreles obligación de decir la verdad, so pena del daño de la conciencia. Y, tras citar un ejemplo del mundo clásico, aclara: No se ha de entender aquí los que escriben libros de caballerías, sacadineros, sino historias auténticas y verdaderas, pues no perdonan a papas, emperadores y reyes, y a los demás potentados del mundo; tienen por guía la verdad, llevándola siempre (cap. XI). Consideradas tales afirmaciones como propósito principal de Rodríguez Freyle al escribir su obra, no hay nada que enmendar, ya que él declara su intención de ser veraz, y es cierto que así lo procura. Sin embargo, al historiador compete la decisión acerca del logro del autor. En este sentido, parece necesario distinguir entre lo que el autor de El carnero cuenta en virtud de su conocimiento directo de los acontecimientos, sea como testimonio personal y vivido o presenciado, sea como manifestación de lo recibido de otros, de aquello que narra basándose en su erudición libresca. En este último aspecto debe afirmarse que Rodríguez Freyle carece absolutamente de autoridad, ya que desconoce las fuentes históricas y no somete a la más mínima crítica los datos que le proporcionan sus informadores. Por el contrario, en los casos en que relata hechos conocidos por él presencialmente, es fiable, aunque invente determinados detalles sobre conversaciones, diálogos y palabras concretas referidas a cada caso descrito.
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Cuando, en 1595, el cardenal Odoardo Farnese, miembro de una de las más prestigiosas y ricas familias de la aristocracia de Roma, le llamó para decorar su palacio familiar, Annibale no era ningún oscuro pintor. Ya había demostrado bastante sus capacidades y su dúctil dominio sobre cualquier tipo de lenguaje artístico, incluso el áulico, idóneo para enaltecer las glorias de una familia o las hazañas de un personaje. No obstante, en 1594, estaba previsto que fuera Agostino quien decorase la gran sala palatina, pintando un ciclo que magnificara las empresas militares del gran general hispano-italiano Alejandro Farnesio, padre del cardenal. Pero su proyecto fue obviado y se le encargó a Annibale la decoración del estudio privado del cardenal. En esta primera obra romana: el Camerino (1595-97), siguiendo un programa iconográfico, en clave alegórica, dado por Fulvio Orsini, bibliotecario de los Farnese, Annibale pintó quince escenas mitológicas con Historias de Hércules y Ulises, que cantan a la Virtud, enmarcadas por grisallas (reveladoras de un hondo estudio de la Antigüedad) y centradas por el lienzo con Hércules entre el Vicio y la Virtud (Nápoles, Capodimonte). A pesar de ser un ambiente de carácter privado, la inflexión que Carracci da a su obra es de un clasicismo evocador y nostálgico, que preludia en tono menor su gran empresa de la Galería en el mismo palacio.En Roma, Annibale redefinió sus posiciones culturales y estéticas y renovó, en sentido más culto y mitológico, su ya clasicista discurso pictórico, al tropezar se con las obras de Raffaello y Michelangelo y con las de la Antigüedad greco-romana. Pero, también, la razón de esta nueva orientación debe buscarse en el gran estímulo y favor que halló en los cardenales Farnese, Borghese y Aldobrandini, coleccionistas de antigüedades, cultos y avanzados mecenas. En torno al cardenal Odoardo se reunían literatos como P. Giovio, A. Caro y el ya citado Orsini. Es más, la gran colección de antigüedades que atesoraba la casa Farnese (ahora, Nápoles, Museo Nazionale), obligó para exposición y custodia de sus piezas a construir la galería que después decoraría Annibale.Con el bagaje que supusieron el estudio de las antiguallas de los Farnese, y otras, más el contacto con los hombres de letras del ámbito famesiano, Annibale abordó la decoración de la Sala grande palatina, pintando con la colaboración de su hermano Agostino, al que llamó a Roma, la bóveda y el friso (1598-1601), y con la ayuda de Domenichino, Albani y Lanfranco, las paredes (hacia 1602). El tema del ciclo (ideado por Orsini): los Amores entre los dioses y los mortales, ilustra el triunfo del amor, como poderosa fuerza ante la que ceden divinidades y humanos, a través de la figuración de varios episodios mitológicos tratados en las "Metamorfosis" de Ovidio. Sin duda, con las pinturas se deseaba augurar un buen presagio al matrimonio de Ranuccio Farnese y Margherita Aldobrandini, sobrina del papa Clemente VIII, lo que dio la ocasión, y la justificación conmemorativa, pues no sólo comportaba la boda, sino que sancionaba la unión de dos de las más importantes y más ricas familias de la aristocracia dinástica y curial romana.La complejidad compositiva en la que se articula la decoración al fresco testimonia la agudeza y la amplitud culturales alcanzadas por Annibale en Roma, que idea una especie de pinacoteca suspendida, en clara analogía con la función museística del ámbito arquitectónico. En la bóveda real simuló una segunda estructura abovedada que se abre al cielo y es sostenida por falsos hermes y atlantes de estuco fingido y decorada por falsos medallones de bronce simulado, junto a figuras de ignudi. A esta ilusionista estructura -que se inspira en la bóveda miguelangelesca de la Capilla Sixtina, de la que también recogerá la formulación de las figuras- se superponen los episodios pintados como quadri riportati dentro de fingidos marcos, siguiendo el modelo de la Logia de Psiquis de Raffaello en la Farnesina. La prodigiosa síntesis de los dos sistemas decorativos, perfectamente imbricados, hace que el conjunto aparezca armónicamente unitario, contra la sostenida tensión interna que lo recorre, por la variada gama de motivos y soluciones decorativas que funcionan como nexos.A pesar de las múltiples sugestiones que superpone, Annibale se expresó con plena autonomía lingüística, logrando una combinación toda original, en la que al triunfo de la ilusión se une la celebración del clasicismo. La exuberante riqueza compositiva y la poderosa vitalidad pictórica de cada episodio, cuya cumbre es el gran recuadro central con el Triunfo de Baco y Ariadna, tiende por lo demás a romper los límites renacentistas tan claramente impuestos por Annibale a toda su obra. Así que cuando triunfa como el restaurador del clasicismo del Renacimiento, también anuncia su definitiva superación al arriesgar el equilibrio, tan costosamente logrado, entre quadraturismo prospettico y quadro riportato, convirtiendo a su obra maestra del clasicismo, en el fundamento originario de la gran pintura decorativa del Seicento, que desarrollará hasta sus últimas consecuencias el principio del total ilusionismo espacial.Probablemente, a este contradictorio resultado le llevó su método de trabajo de diseñar infatigablemente. todos los detalles, estudiando y reelaborando las figuras, hasta hacer suyas las formas que habían ideado otros. Por los numerosos dibujos preparatorios (más de 90 se conocen sólo de la bóveda) puede probarse que su principal fuente de inspiración fueron los relieves de los antiguos sarcófagos dedicados a Dionisos, además de la Galatea de Raffaello y los Ignudi sixtinos de Michelangelo. Esta relación de Annibale con lo antiguo se nutre de un sentimiento de reevocación, paralelo al que se desarrolla en el teatro coetáneo, en la fábula pastoril o en el melodrama.Desde un punto de vista estilístico se advierte en estos frescos una doble tensión latente entre la serena y clásica contemplación de un exuberante erotismo, casi sin atemperar por la distante mitología, y el triunfo absoluto del trompe-l'oeil, del juego óptico, del engaño elocuente producido con la ficción perceptiva. Solamente el enorme quehacer diseñador y la vigilancia formal desplegados por Annibale impidieron la ruptura entre tantos opuestos, ruptura que se producirá en las generaciones siguientes, precisamente de la mano de Lanfranco, uno de sus ayudantes en esta obra.Un espíritu similar al de sus composiciones mitológicas recorre los paisajes pintados para la capilla del palacio Aldobrandini (1603-04). En su Huida a Egipto despliega un paisaje amplio y solemne, que compone rigurosamente en base a una naturaleza culta, ennoblecida por la presencia del hombre y su obra: la evocativa arquitectura de Roma, al fondo. Los paisajes naturales de N. dell'Abate o los arqueológicos de Polidoro da Caravaggio los asimila en una nueva concepción mental y sentimental del tiempo y de la vida del hombre en relación con la naturaleza, dando origen al gran paisaje heroico seiscentista, desde la versión lúcida y racional de Nicolas Poussin hasta la más idílica y elegíaca de Claude Lorrain.Ofendido por la tacañería del cardenal Farnese, Annibale abandonó el palacio y, afectado por una grave enfermedad, limitó su actividad pictórica. Aún así, pintaría alguna Pietà (hacia 1606) (Londres, National Gallery). Con curioso paralelismo de destinos, cuando Annibale, impedido, dejaba de pintar, Caravaggio, convicto de asesinato, huía de Roma. Y cuando Caravaggio, herido y solitario, moría en 1609, Carracci, solo y lunático, lo hacía al año siguiente. Roma perdía a un tiempo a los dos pilares fundamentales de su renovación artística.
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LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA DE YUCATÁN PROFECÍA DEL SACERDOTE NAPUC TUN Arderá la tierra y habrá círculos blancos en el cielo. Chorreará la amargura, mientras la abundancia se sume. Arderá la tierra y arderá la guerra de opresión. La época se hundirá entre graves trabajos. Cómo será, ya será visto. Será el tiempo del dolor, del llanto y la miseria. Es lo que está por venir. PROFECÍA DE AH KUIL CHEL, SACERDOTE Lo que se desentraña de este Katún, Padre, entendedlo así, ya está viniendo. No será arrollada otra vez la estera del Katún, Padre, cuando vendrá en gran demasía el peso del dolor. Vendrá del Norte, vendrá del Poniente. En los días que vamos a tener, ¿qué Sacerdote, qué Profeta dirá rectamente la voz de las Escrituras? Padre, dentro del Noveno Ahau -entendedlo así todos los que pobláis esta tierra- todas las almas estarán selladas de grandes y feos pecados. "¡Ay, dulce era el poderoso tiempo que pasó!" -dirán llorando los Señores de esta tierra. ¡Entristeced vuestros espíritus, Itzaes! PROFECÍA DE NAHAU PECH, GRAN SACERDOTE En los días que vienen, cuando se detenga el tiempo, Padre, cuando haya entrado en su señorío el Cuarto Katún, se acercará el verdadero conductor del día de Dios. Por esto amarga lo que os digo, Padre, hermanos del mismo vientre; porque el que os visitará, Itzaes, viene para ser el Señor de esta tierra cuando llegue. Esto viene de la boca de Nahau Pech, Sacerdote. En tiempo del Cuatro Ahau Katún, Padre, como hormigas irán los hombres detrás de su sustento; porque como fieras del monte estarán hambrientos, y como gavilanes estarán hambrientos, y comerán hormigas y tordos, y grajos, y cuervos, y ratas. PROFECÍA DE NATZIN YABUN CHAN quien desde antiguamente dijo: El verdadero Dios de esta tierra, el que esperáis que aparezca, Padre, vendrá traído en hombros de dolorosos días. Dad meditación en vuestro entendimiento a su palabra, y la debida cordura. Vuestras almas la recibirán verdaderamente. ¡Hastiados de lo que adoráis, Itzaes! ¡Olvidad vuestros caducos dioses, todos vuestros dioses perecederos! Existe el Poderoso Señor, creador del cielo y de la tierra. Duele a vuestro espíritu que os lo diga, Itzaes de los mayas. No queréis oír que existe Dios. Creéis que lo que adoráis es verdadero. Creed ya en estas palabras que os predico. PROFECÍA DE CHILAM BALAM, que era Cantor, en la antigua Maní. 1. En el Trece Ahau, en las postrimerías del Katún, será arrollado el Itzá y rodará Tancáh, Padre. 2. En señal del único Dios de lo alto, llegará el Árbol sagrado, manifestándose a todos para que sea iluminado el mundo, Padre. 3. Tiempo hará de que la alianza esté sumida, tiempo hará de que esté sumida la ambición, cuando vengan trayendo la señal futura los hombres del Sol, Padre. 4. A un grito de distancia, a una medida de distancia, vendrán y veréis el pájaro mut que sobresale por encima del Árbol de Vida. 5. Despertará la tierra por el Norte y por el Poniente. Itzam despertará. 6. Muy cerca viene vuestro Padre, Itzaes; viene vuestro hermano, Ah Tan-Tun. 7. Recibid a vuestros huéspedes que tienen barba y son de las tierras del Oriente, conductores de la señal de Dios, Padre. 8. Buena y sabia es la palabra de Dios que viene a vosotros. Viene el día de vuestra vida. No lo perdáis aquí en el mundo, Padre. 9. "Tú eres el único Dios que nos creaste": así será la bondadosa palabra de Dios, Padre, del Maestro de nuestras almas. El que la recibiere con toda su fe, al cielo tras él irá. 10. Pero es el principio de los hombres del Segundo Tiempo. 11. Cuando levanten su señal en alto, cuando la levanten con el Árbol de Vida, todo cambiará de un golpe. Y aparecerá el sucesor del primer árbol de la tierra, y será manifiesto el cambio para todos. 12. El Signo del único Dios de arriba, ese habréis de adorar, Itzaes. Adorad el nuevo signo de los cielos, adoradlo con voluntad entera, adorad al verdadero Dios que es éste, Padre. 13. Meted en vosotros la palabra de Dios único, Padre. 14. Del cielo viene el que derrama la palabra para vosotros, para vivificar vuestro espíritu, Itzaes. 15. Amanecerá para aquellos que crean, dentro del Katún que sigue, Padre. 16. Y ya entra en la noche mi palabra. Yo, que soy Chilam Balam, he explicado la palabra de Dios sobre el mundo, para que la oiga toda la gran comarca de esta tierra, Padre. Es la palabra de Dios, Señor del cielo y de la tierra. * * * Buena es la palabra de arriba, Padre. Entra su reino, entra en nuestra almas el verdadero Dios; pero abren allí sus lazos, Padre, los grandes cachorros que se beben a los hermanos esclavos de la tierra. Marchita está la vida y muerto el corazón de sus flores, y los que meten su jícara hasta el fondo, los que lo estiran todo hasta romperlo, dañan y chupan las flores de los otros. Falsos son sus Reyes, tiranos en sus tronos, avarientos de sus flores. De gente nueva es su lengua, nuevas sus sillas, sus jícaras, sus sombreros; ¡golpeadores de día, afrentadores de noche, magulladores del mundo! Torcida es su garganta, entrecerrados sus ojos; floja es la boca del Rey de su tierra, Padre, el que ahora ya se hace sentir. No hay verdad en las palabras de los extranjeros. Los hijos de las grandes casas desiertas, los hijos de los grandes hombres de las casas despobladas, dirán que es cierto que vinieron ellos aquí, Padre. ¿Qué Profeta, qué Sacerdote será el que rectamente interprete las palabras de estas Escrituras? Finis
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Si la escultura del siglo XIX adolece de una sistemática que haya podido aceptarse unánimemente debido a la falta de atención y de las investigaciones pormenorizadas que su importancia requiere, el periodo que ahora tratamos de resumir presenta una serie de dificultades y complejidades que agravan su problemática. La etapa histórica no responde a un período generacional, por lo que apenas puede señalarse una cronología; por otro lado y en lo que a los elementos estilísticos y técnicos de esa escultura se refiere, encontramos una dicotomía con respecto al devenir del arte europeo que viene a complicar aún más su estudio. Resumiendo, podría señalarse que es constante el avance dentro del eclecticismo imperante desde la mitad de la centuria, cuyo desarrollo viene animado por el ejemplo de las nuevas corrientes que estos artífices conocen a partir de sus pensiones en Roma y sobre todo, París. Sin embargo, el estatismo de la sociedad española les exigirá una renuncia parcial a sus anhelos juveniles, a nobles y renovadoras actitudes, en favor de un encargo o de una medalla en las ya caducas Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, de carácter meramente oficialista pero que suponían el único camino para el reconocimiento general. Esta situación propiciará un arte balbuciente, tímido y en ocasiones frustrante. Comenzaremos con Ricardo Bellver y Ramón (Madrid, 1845-1924), miembro de una fecunda dinastía artística valenciana de la que supo mantener las esencias de la escultura levantina. Tras acudir a San Fernando y trabajar en el taller paterno se traslada pensionado a Roma, realizando su Entierro de Santa Inés (1870) con destino a San Francisco el Grande. Un aliento romántico, fruto de esa raíz que denunciábamos sobre su personalidad, lo encontramos en el célebre Ángel caído (Parque del Retiro), con el que obtiene la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1876, sin duda el único monumento levantado al Diablo. El concepto desarrollado por el artista en esta escultura viene a responder a las nuevas corrientes francesas que había conocido a través de sus estancias en París y Roma. Su continuado trabajo en la terminación de la fachada de la catedral de Sevilla perjudicó su línea, al marcarle con atisbos historicistas, lo que se advierte en gran parte de su producción, como el Juan Sebastián Elcano del Ministerio de Asuntos Exteriores o en el Donoso Cortés del cementerio de San Isidro. Mayor barroquismo advertimos en las imágenes de San Andrés y San Bartolomé de la iglesia de San Francisco el Grande. Figura representativa en la disyuntiva del lastre historicista y la búsqueda de nuevos cauces expresivos es Arturo Mélida y Alinari (Madrid, 1849-1902), arquitecto, pintor, escultor y erudito, dotado de una gran facilidad técnica y en posesión de una sólida cultura, que supo transmitir a sus discípulos desde la Escuela de Arquitectura de la que fue profesor. Autor de obras que alcanzaron gran celebridad, no sólo por su efectismo artístico, sino también por su trascendencia como encargos oficiales de primer orden, tenemos que reseñar su proyecto para el Monumento a Colón en Madrid (1881-85) con un espectacular pedestal pleno de personales interpretaciones goticistas. Mayor interés ofrece en la catedral de Sevilla la llamada Tumba de Colón (1891), en bronce policromado, encargo hecho por el Gobierno para La Habana y que debía recoger los supuestos restos de este personaje. La independencia de Cuba en 1898 hizo que esta obra se mantuviera en España. Otras ambiciosas obras jamás llegaron a su realización definitiva, como los monumentos a Carlos III y al Dos de Mayo. Una proyección más acorde con los nuevos aires que animan la escultura francesa y alemana de la época, nos la ofrece el sevillano Antonio Susillo Fernández (1857-1896), muerto prematuramente. Sus inicios artísticos los encontramos en el taller de un modesto alfarero, lo que le ejercitará en el manejo del barro. Protegido por el príncipe ruso Giedroge, marcha a París, donde obtiene rápidamente un reconocido prestigio con sus obras de pequeño formato, algo por lo que siente esencial predilección y le dará sus mejores logros, tal y como puede advertirse en grupos como el Lazarillo de Tormes, Consulta a la hechicera o Primera contienda, al mismo tiempo que recibe honores en exposiciones nacionales e internacionales. En la línea de esa minuciosidad realista que caracteriza sus pequeñas obras, aunque ampliadas debido a su función, tenemos las esculturas de personajes ilustres para la fachada de San Telmo en Sevilla o el Monumento a Colón en Valladolid, lejano en la estética a su coetáneo de Mélida. El peso de la imaginería castellana aparece soterrado pero constante en la obra de Eduardo Barrón González (Moraleja del Vino, Zamora, 1858-Madrid, 1911). Discípulo de Ricardo Bellver, fue pensionado a Roma, desde donde envió algunas obras para las Exposiciones Nacionales, en las que obtendría una segunda medalla en 1884, por su Viriato, y primera por Nerón y Séneca en 1904, hoy en la Diputación de Córdoba. Conservador de escultura del Museo del Prado, el catálogo de Barrón es amplio, abarcando desde la temática religiosa, como su altorrelieve de Santa Eulalia ante Daciano o el San José en trono con el Niño, que ejecuta en Roma para San Lorenzo, a los monumentos a Castelar en Cádiz, Colón en Salamanca y Hernán Cortés en Medellín, sin olvidar algunos retratos de gran realismo. Pero ninguno de estos artífices alcanzaría en su monumento una popularidad y prestigio como Agustín Querol Subirats (Tortosa, 1860-Madrid, 1909), cuya fecundidad y oportunidad de encargos oficiales hace que su extensísimo catálogo sólo sea apenas superado por la movilidad de Benlliure. De familia de panaderos, estudia en La Lonja de Barcelona y con los Vallmitjana, ampliando sus conocimientos en Roma con una pensión y el mecenazgo de Cánovas del Castillo, trayectoria que concluiría en un estilo personal en el que se entremezclan recursos barroquistas que disfraza de una extraña actualidad con aciertos realistas de fácil interpretación, que contribuirá a su prestigio general y aceptación popular. Las puertas del éxito se las abre en 1892 la adjudicación del concurso para ejecutar el frontón de la Biblioteca Nacional. A partir de ese momento las distinciones y premios se suceden, no sólo en España sino en el extranjero, llegando a contar con un palmarés único entre los artistas hispanos del período. Los encargos de monumentos públicos no se hacen esperar y las principales capitales españolas e hispanoamericanas ven animarse sus plazas con una profusión inusitada, con las esculturas de este artífice, en las que se ensalza a próceres, escritores, artistas o libertadores. Sólo como una muestra, citaremos los de Quevedo en Madrid, Los Sitios en Zaragoza, Garibaldi en Montevideo, Colonia Española en Buenos Aires, Linares Rivas en La Coruña, etc. Su descuidado "fa presto", como señaló Lozoya y su blandura y oleosa factura, como vio Gaya Nuño, fueron las claves de un arte que no necesitaba de reflexión para ser entendido e interpretado. La escultura va a tener en este período una clara respuesta en los focos regionales en los que la tradición artística había mantenido a lo largo de la centuria una tónica de especial relieve. Así, en Cataluña encontramos, dentro del eclecticismo general, las notas distintivas que nos revelan el camino hacia una mediterraneidad que habrá de encontrar en las primeras décadas de la centuria siguiente sus más notables logros. Destacaremos en primer lugar a José Alcoverro y Amorós (Tivenys, 1825-Madrid, 1910). Discípulo de Piquer, su obra tiende a desarrollarse a partir de su admiración por la imaginería española y la actualización de esas mismas fórmulas a las exigencias de su tiempo, cultivando el retrato, la temática religiosa y alegórica y la conmemorativa, pudiendo señalarse sus colaboraciones a la escenografía pétrea del Monumento a Alfonso XII en el Parque del Retiro o sus imaginativas concepciones de Alfonso X y San Isidoro -Biblioteca Nacional-, o las figuras de Alonso Berruguete -Museo Arqueológico Nacional-, Padre Francisco Piquer -ante la sede central del Monte de Piedad-, etc. En esta última, la precisión de modelado en los paños y la descripción de los rasgos del rostro denuncian una vocación realista digna de resaltar. Mayor interés ofrece Jerónimo Suñol y Pujol (Barcelona, 1839-1902). A diferencia de Alcoverro, su formación es absolutamente catalana, acudiendo a la Escuela de La Lonja y al taller de los Vallmitjana, donde recoge el legado de una técnica y una estética de acuerdo a las constantes de una esencia catalanista de la que siempre quedarán ecos en su producción. Tras una larga estancia romana, gracias a una pensión del Estado, en 1875 se encuentra de regreso. Pero ya entonces cuenta este artífice con un reconocido prestigio a través de las obras enviadas desde la Ciudad Eterna, algunas de las cuales presenta a las Nacionales de Bellas Artes, obteniendo los más preciados galardones: segunda medalla con su Dante -Museo de Arte Moderno de Barcelona-, que dividió a la crítica al no concedérsele la primera, lo que no conseguiría hasta 1867 por Himeneo. Ejemplo de neonacionalismo es el sepulcro del general Leopoldo O'Donnell (iglesia de Santa Bárbara, Madrid), con acusados elementos neoplaterescos y efectista concepción. Tras un período en el que abrió taller en Barcelona, y donde el éxito no le acompañó, se trasladó a Madrid, donde había conseguido sus más rotundos éxitos, alternando los encargos retratísticos con los funerarios y monumentales, al mismo tiempo que ejecutó numerosos trabajos de carácter decorativo para los nuevos palacios del barrio de Salamanca, de cuyo fundador realizaría la estatua que preside este ensanche. De esta obra madrileña conviene recordar la estatua de Colón para el monumento de Mélida y el sepulcro del general Álvarez de Castro (iglesia de San Félix, Gerona) que siguiendo un proyecto de Sureda, envió en 1880. Una acusada contrariedad supuso para Suñol su derrota ante Querol en el concurso para el frontón de la Biblioteca Nacional. Otros artistas catalanes a señalar en este apartado son Manuel Fuxá y Leal (Barcelona, 1850-1927), estimable retratista y autor de un San Francisco (1892) de buen empaque (Museo de Arte Moderno, Barcelona); José Reynes Gurgui (Barcelona, 1850-1926), discípulo de los Vallmitjana y de Carpeaux en París y autor del bellísimo Violinista (1890) (Museo Balaguer, Villanueva y Geltrú), con el que obtuvo primera medalla y, finalmente, Medardo Sanmartí y Aguiló (Barcelona, ?-1892), de más moderna concepción de la obra escultórica y autor de la realista escultura del marqués de Pontejos (1892) en la madrileña plaza de las Descalzas. En Valencia encontramos a José Aixa Iñigo (1844-1920), autor de bellos conjuntos de temática alegórica y bíblica, como Agar e Ismael en el desierto (1871) y al correcto retratista Lino Esparza (Valencia, 1842-?). Finalmente en Aragón mencionaremos a Carlos Palao Ortubia (1857-1934) autor de una extensa obra y a Dionisio Lasuen (18541916), dedicado principalmente a la escultura decorativa y funeraria.
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La participación del Rey Sabio es en ocasiones de simple promotor de una traducción, heredando las mismas tareas que habían ocupado a sus antecesores de Sicilia, Federico II Staufen y Manfredo, y anticipando a otros príncipes bajomedievales, sobre todo Charles V le Sage, el monarca francés de la segunda mitad del siglo XIV, y el Gran Duque de Borgoña, Philippe le Bon. En todos estos casos la actuación regia, como promotor de una traducción se expresa con una miniatura en la que vemos la llamada escena de presentación -de dedicación, para los alemanes- en la que el traductor, generalmente arrodillado, entrega el libro cerrado al promotor de la misma. En otras ocasiones, el prólogo presenta al rey Sabio como autor del libro y en los manuscritos iluminados se acompaña de una miniatura en la que el Rey aparece representado como autor, entronizado en un escaño y señalando a unos escribas, que, sentados a sus pies a la turca, toman al dictado las palabras regias. Podemos dar dos ejemplos de ambos prólogos que marcan la diferencia con que el monarca valora su intervención. En la "Escala de Mahoma", cuyas versiones francesa y latina -únicas conservadas- carecen de miniaturas de presentación, el prólogo de la edición francesa de Muñoz Sandino, dice así: "Este es el libro que llaman en árabe Halmaereig, que significa en castellano tanto como ascender a las alturas. Y este libro lo hizo Mahometo y le puso este nombre y por eso lo llaman así las gentes. Y este libro muestra la subida de Mahoma, cómo él subió por la escalera del cielo, tal y como oiréis más adelante, y vio todas las maravillas que Dios le mostró, como él mismo dice y el libro indica. Y este libro lo tradujo Habraym, judío y físico del ilustre varón el señor Don Alfonso, por la gracia de Dios, rey de los Romanos siempre augusto, y Rey también de Castilla, de Toledo, de León, de Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y el Algarbe. Y dividió el libro en 85 capítulos, para que se pudiera leer más ligeramente. Y tal y como fue traducido dicho libro por Habraym (en la versión latina pone Abraham), del árabe al español, yo, Buenaventura de Siena, notario y escribano de mi Señor el Rey antes nombrado, por su mandato lo traduje del español al francés...". Aunque en este texto de la "Escala de Mahoma" se ha perdido la versión castellana, que seguramente tendría miniaturas, podemos imaginarlas con una primera de presentación como las que vemos en el Primer Lapidario (Escorial Ms.h.I.15), cuyo prólogo nos habla también de una traducción, y no de un texto del Rey, y en el "Libro de las Formas e Imágenes" (Escorial, Ms.h.I.16), en el que se da la misma circunstancia. En la miniatura de presentación del "Libro de las Formas e Imágenes que están en los Cielos" (Escorial, Ms.h.I.16, f. l) vemos a don Alfonso entronizado, tocado con corona regia, y sujetando con una de sus manos el libro que le presentan los traductores arrodillados, mientras señala con su dedo índice en la página abierta. En este caso, el prólogo se refiere a don Alfonso indicando simplemente que "mandó componer de los libros de los filósofos antiguos" y más adelante se habla de las once partes del libro y de sus autores respectivos. Aunque existen numerosos ejemplos en que don Alfonso aparece representado como autor podemos recordar las tres miniaturas de la "Primera Partida" (Londres, British Library, Ms. add. 20.787) que acompañan al prólogo de la misma (ff. 1-lv). En la primera miniatura el Rey aparece como legislador, sentada en el trono can total frontalidad y llevando un libro cerrado en una mano y la espada de la justicia en la otra. El monarca muestra la rigidez de una institución que es la fórmula adecuada para la redacción del sector del prólogo que le corresponde y que va escrito en tercera persona: "Este es el prólogo del Libro del fuero de las leyes que fizo el noble rey don Alfonso, rey de Castilla...". En el folio 1v, en una letra capital, vemos una inusual escena de presentación: Don Alfonso arrodillado ofrece (¿o recibe?) el libro a Dios, que asoma desde lo alto del cielo. La imagen se corresponde con una idea no expresada en el texto, típicamente gibelina, y consistente en la creencia de que el poder de legislar lo recibe el monarca directamente de Dios. No hay que olvidar que en el "Fuero Juzgo" del Ayuntamiento de Murcia, el viejo sistema legislativo que don Alfonso quería sustituir con las Partidas y que fue ilustrado en esta misma época, son los obispos los que están representados llevando en sus manos los códigos de leyes. El prólogo indica, ya en primera persona, "...Por ende nos don Alfonso... començamos este libro en el nombre del Padre, e del Fijo, e del Spíritu Sancto, que son tres personas e un Dios uerdader...". Y en tercer lugar, en el mismo folio 1v, vemos el retrato de autor: Don Alfonso, sentado en un escaño y con el dedo índice enhiesto, dicta a un escriba, que aparece sentado a la turca junto a dos cortesanos, el texto del libro. Esta última imagen se refiere al sector del prólogo que habla en primera persona, por parte del Rey, como antes señalamos, y que sigue más adelante insistiendo en el protagonismo regio: "Onde nos... fiziemos estas leyes que son escriptas en este...". El retrato de autor aparece en los libros de la Baja Antigüedad y de ellos pasaron a las imágenes de los Evangelistas que vemos en los Evangeliarios carolingios escribiendo sus propios libros con una pluma, acompañados generalmente por el símbolo del Tetramorfos correspondiente. Pero existía sin duda otro tipo de retrato de autor, que menciona Weitzmann y que se describe en el "Libro de los Buenos Proverbios", texto traducido del árabe al castellano por estas mismas fechas. El libro indica en su prólogo que se ocupa de los dichos de los filósofos y sabios antiguos y que fue traducido del griego al árabe de libros antiguos. Añade luego: "E en el ecomienço del Libro avie figura del philosopho illuminado y assentado en su siella y la figura de los philosophos antel deprendiendo lo que dizie... que los romanos fasta oy en dia fazien... La figura del philosopho y del sabio que fizo el libro illuminado en el comienço del...". Se trata del tipo de retrato que vemos en los manuscritos alfonsíes: el Rey como autor del libro y los escribas y otros sabios (que hemos considerado a veces como cortesanos) a su alrededor. Ya Solalinde demostró que la autoría de don Alfonso en relación con sus libros debe entenderse de acuerdo con un párrafo de la "General Estoria" (libro XVI, cap. XIII) que dice lo siguiente: "... el Rey faze un libro, non porque él escriba con sus manos, más porque compone las razones dél, e las enmienda, et yegua, e interesçá, e muestra la manera de cómo se deben fazer... pero dezimos por esta razón: el Rey faze el Libro". Jesús Montoya ha entresacado de la "General Estoria" un párrafo en el que el autor se plantea la contradicción de que en distintos pasajes del Pentateuco se atribuye la autoría de los libros unas veces a Dios y otras a Moisés. La solución viene en el pasaje siguiente (1,477 b: 2-9): "E sobresta contralla fabla maestre Pedro e... diz... que compuso Nuestro Sennor las razones de los mandados, e porque ouo ell auctoridad e el nombre dend por que las mando escriuir, mas que las escriuio Moysen".
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El Budismo fue introducido en China en la época de la dinastía Han del Este, entre los años 25 a 220 d.C., en una circunstancia favorable para su expansión como una diferente clase de filosofía. Fue aceptado por su carácter universalista en la corte de algunos soberanos, especialmente en las áreas que habían tenido dificultades en la aceptación de las doctrinas confucionistas. Pero igualmente existían dificultades notables en aceptar el Budismo respecto a algunos puntos concretos, como las ideas de la reencarnación y el nirvana, o costumbres como el celibato y la existencia de religiosos mendicantes, algo contrario a las tradiciones del pueblo chino. Pero debido a la necesidad expansiva de este pensamiento, se llegaron a traducir los textos del Budismo bajo el patrocinio imperial, especialmente en la época de la dinastía T'ang. Con el tiempo, el Budismo llegó a convertirse en la actividad filosófica y religiosa dominante, a pesar de la importancia y mantenimiento de algunos de los preceptos y cánones confucionistas, como los temarios de exámenes para los funcionarios del servicio civil. La escuela de Ch'an -Chan-, conocido en Occidente como Zen, por su denominación japonesa, fue la contribución budista más importante que se vio en China. Ch'an es un término abreviado de la palabra Ch'an-na, trascripción china de la palabra dhyana, que en sánscrito significa meditación. Según la tradición, Ch'an es la enseñanza esotérica de Buda transmitida a uno de sus discípulos y que no llegó a escribirse en sus textos. Un seguidor de Ch'an que consigue la instantánea iluminación se encontraría súbitamente con que sus problemas han desaparecido, y no por que fueran resueltos de alguna forma, sino porque estos problemas ya han dejado de afectarle. El punto de vista más tradicional consiste en que la iluminación se consigue a través de los logros de méritos, sobre una larga serie de reencarnaciones, coronados al final por el renacimiento como un hombre religioso que dedicará su vida al estudio de los textos budistas y a los hechos bondadosos. El concepto de la iluminación instantánea resulta de difícil armonización con otras creencias de la época. El Budismo Ch'an tiene una conexión con el Taoísmo, que también pone énfasis en la meditación y en la súbita iluminación, por lo que atrajo a muchos seguidores en épocas posteriores. Resumiendo, el Ch'an -el Zen- es una forma de Budismo hindú trasplantado a China, y sus fundamentos proceden de fuentes comunes.
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La conquista árabe del África septentrional a mediados del siglo VII, bajo las enseñas de una religión institucionalizada por los coreixitas, tras la predicación de un inspirado beduino árabe, Mahoma, habrá de constituir un hecho de transcendental importancia no sólo para la historia del continente africano, sino también para todo el continente euroasiático. La invasión musulmana, iniciada con la conquista del Egipto bizantino por Amr Ibn Al-As, tras una campaña iniciada en el 639 y que termina con la rendición de Alejandría (642), señala el inicio de una expansión imperialista hacia todo el oeste. Ella habrá de decidir concretos desplazamientos demográficos motivados por la superposición a las poblaciones de las regiones de origen, de otra nueva, constituida en un principio por beduinos de la península arábiga que encontraron en la predicación del Islam la fuerza centrífuga que hizo posible su expansión. Así, el dominio árabe habrá de tener muy relevantes consecuencias, mayores que otras que se producen con el ocaso del mundo antiguo. No se trata aquí de encontrar una nueva ubicación geográfica de un pueblo, como ocurrió con las Völkerwanderungen bárbaras sobre el Imperio romano, sino la expansión de una experiencia religiosa particular, que impone una religión monoteísta que conocerá la universalidad y que es capaz de modelar de forma nueva la estructura de toda una sociedad. Fue precisamente por esto por lo que la conquista islámica, que continuaba desde Egipto por Cirenaica y Berbería, llega a penetrar en España y Francia, hasta ser detenida en Poitiers, lograría divorciar de forma irreversible a todo el África septentrional de la civilización euromediterránea que venía echando su pulso con la beréber, hasta hacer desaparecer al cristianismo, aún vigente como último legado de una presunta unidad mediterránea intentada por Roma. Así la civilización islámica terminará enraizándose profundamente en el África septentrional, manifestando una capacidad de penetración mucho mayor que la de las civilizaciones mediterráneas que la precedieron, circunstancia en la que influyó más que la misma acción árabe las iniciativas y celo religioso beréber junto con otros pueblos norteafricanos ganados por el Corán. La primera oleada árabe se detuvo ante el Sahara, que ya había sido barrera para Roma y Cartago. Sin embargo el desierto no lograría impedir que la religión y la cultura islámicas arribasen al África subsahariana negra, influyendo de forma particular entre los siglos IX y XIV en la historia de los reinos o Estados que se han configurado en la franja sudanesa, ya que el Islam, a decir de Richard Molard, vino a ser un estimulante cíclico de las sociedades sudanesas. La propagación islámica hacia el África Menor se produce tras la fundación de Kairuán, que permite al caudillo árabe Oqba-Ibn-Nafi iniciar la ocupación del Magreb, continuada en el 702 por Mussa Ibn-Nusair. No obstante, los beréberes optarán por el islamismo coreixita, opuesto al de los califas de Damasco, produciéndose diversos movimientos autonómicos. Sin embargo, en el 750 el advenimiento de una nueva independencia califal, la de los Abbásidas, permite al Magreb su práctica independencia con diversos gobiernos autónomos mientras que Ifrikiya conoce tres reinos autónomos desde finales del siglo VIII: los Idrissitas de Marruecos, los Ibaditas de Tahert y los Aglabitas de Ifrikiya. Entretanto, se produce la propagación islámica al África subsahariana mediante dos líneas de penetración: la oriental, a través del valle del Nilo y que terminará por enfrentarse con la resistencia etíope, que logra mantenerse como una inexpugnable isla cristiana emergiendo en el mar de los pueblos islamizados, y la línea occidental, que partiendo del norte del Sahara llega hasta el golfo de Guinea. Entretanto, el Magreb islamizado alimenta el sueño de un gran Estado beréber, merced primero a estímulos que darán lugar a la aventura almorávide (1042-1047), tras la predicación del derviche Ab Alla Ibn Yasin. Fue entonces cuando los tuaregs del Sahara occidental pusieron su talante belicista al servicio de la causa almorávide y desde Marrakech desarrollaron una amplia ofensiva conquistadora en dos direcciones. Al norte, penetrando en la Península Ibérica, donde son contenidos por los cruzados cristianos, y al sur, hasta el Imperio negro de Ghana (1070). Fue entonces cuando el expansionismo almorávide contribuiría decisivamente a la difusión del Islam entre los sudaneses y de esta forma, árabes y beréberes, desde el siglo IX, tras rebasar el Sahara habrían de descubrir el África negra, un mundo aparte e ignoto para fenicios, griegos y romanos. La penetración del islamismo trajo ciertas ventajas a los Estados sudaneses, creando idóneas condiciones para futuras relaciones, provechosas y duraderas, con los países ya islamizados del África septentrional, y el bienestar y riqueza para Ghana, Mali y Songhai. Por otra parte, la cultura islámica aporta a los reinos sudaneses estructuras socio-políticas nuevas, más funcionales, haciéndoles ver las ventajas de una administración centralizadora y centralista y el valor que asume en política el principio de autoridad, más efectivo que el que regía hasta entonces, basado en las relaciones de parentesco. Emerge así una clase cultivada, formada en las escuelas del Islam y preparada para la gestión del Estado. De esta forma, diversos Estados sudaneses terminarán integrándose en el mundo islámico, que se expresa aparatosamente en la ciudad de Tombuctú, en el cruce de importantes vías de tráfico y que sería denominada Alma Mater del desierto, por sus escuelas y mezquitas. La penetración islámica en el África subsahariana se inicia mediante los Sanhadja, una confederación de tribus tuaregs que vivían en el Adrar y que desplazándose hasta el río Senegal, al que dan el nombre, llegarán a controlar la ruta sahariana entre el África Menor y Ghana. Fue así como, ya entrado el siglo IX, los Sanhadja logran arrebatar Audoghast a los negros Soninkés de Ghana y, no obstante, a mediados del siglo X, el soberano beréber de Audoghast es el rey y señor de todos los beréberes del Sahara occidental con 23 régulos negros como tributarios. Es dueño indiscutible de un Imperio cuya extensión equivale a 60 días de camino de norte a sur y de este a oeste. Llegaría a contar con un ejército de 100.000 guerreros montados sobre camellos de raza. Aparte de las exageraciones que pueden encontrarse en el relato de Al-Bakri, es indudable que se trataba de un muy poderoso príncipe. Pese a todo, en el 990 el rey de Ghana consigue arrebatarle Audoghast, instalando un gobierno negro, aunque no de mucha duración. Los árabes ya habían oído hablar de los fabulosos incentivos del País de los negros, incluidos oro y atractivas mujeres. De aquí que en el 734, y desde Marruecos, los califas Omeyas mandasen una primera expedición hacia el Sudán, que les proporcionaría un enorme botín en oro y esclavos. Previendo el futuro, los marroquíes dejaron instalada una línea de pozos que les permitiría nuevas y fructuosas correrías. Fue entonces cuando un beréber de Sidjilmasa, ya citado, coincidió con otro beréber, Yahia ben Ibrahin, que volvía totalmente fanatizado de una peregrinación a La Meca. Ambos predican en su patria por un Islam más puro y riguroso, pero son mal acogidos, por lo que con siete discípulos se retiran a una ínsula del Senegal. Allí levantan un morabito que alcanza pronto enorme reputación, hasta el punto de que pocos meses después cuentan ya con más de 1.000 seguidores incondicionales. Se les llamaría los del convento -Al Morabetin- y de su nombre en árabe surgirá posteriormente el nombre de almorávides. Hacia 1042, sintiéndose fuertes, se decidirán a ponerse en marcha para vengar las burlas y afrentas de que han sido objeto, y después... a la conquista del mundo. Los primeros conversos fueron sus primos los Lemtas, que se asociaron a ellos. Desde ahora la ofensiva almorávide se orientará hacia dos direcciones: hacia el norte, donde tras la toma de Sidjilmasa fundarán en 1062 una nueva capital, germen del actual Marrakech. En 1063 logran conquistarlo degollando a sus moradores; hacia el sur, toman Audoghast, que saquean implacablemente: desde este momento pondrán sus ojos en Ghana. Por entonces el rey -Tunka- de Ghana, que había vivido como sus antecesores en una larga tradición de tolerancia, decide convivir con los almorávides, a los que permite incluso construir un barrio en su capital. Sin embargo, éstos ya instalados, deciden rebelarse a una autoridad que, aparte de negra, consideran infiel. Así en 1076, tras 15 años de lucha, los almorávides acaudillados por Abu Beker toman la capital de Ghana en medio de una sonada matanza. Los ganados de los nómadas victoriosos, que acceden a miles a los pozos de agua, terminarán convirtiendo en pedregal una tierra cultivada hasta entonces. No obstante, tras el saqueo de los nómadas, regresarán al desierto, dependiendo de pastos ocasionales y levantando sus tiendas, de manantial a manantial, llevando consigo sus ocasionales botines y librando peleas intertribales. Pese a todo, desde el África septentrional hasta el Senegal, se han hecho los dueños de la situación. Un decenio más tarde, Abu Beker, el caudillo que tomó Ghana, cae asesinado y con él se hunde todo el poder almorávide. A partir de entonces Ghana recupera una cierta autonomía, aunque los súbditos del Tunka no volverán a conocer sus leyes. Reconstruida en parte, la ciudad, 200 años después bajo Sundiata, rey de Mali, conocerá un nuevo saqueo.
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En la escala de valores de los metales, el hierro es el menos noble de todos. Ello significa que es más perecedero, por oposición al oro, incorruptible. Mientras que los instrumentos, las armas, los adornos de bronce, al paso de los siglos recobran con facilidad su textura y su pátina, aquellos fabricados en hierro se corroen y desaparecen. Teóricamente podríamos imaginamos a los primeros metalúrgicos del hierro preguntándose si su trabajo realmente merecía la pena. Como consuelo les quedaría la certeza, no obstante, de que sus conocimientos técnicos eran muy considerados. Al menos, en los albores de la metalurgia del hierro, los productos salidos de la forja eran joyas muy estimadas: alfileres, anillos, brazaletes, que se distinguían por su rareza en contrapartida con lo vulgar del bronce. Pero esta situación durará poco. La Edad de Bronce estaba llamada a su fin desde que la técnica del hierro carbonizado se convirtió en un arte logrado. La experiencia no tardaría en compartirse, y los caminos de difusión en el Viejo Continente estaban abiertos, una vez más, a la expansión de la nueva tecnología. Las vías de difusión por las que la metalurgia del hierro penetró en Europa sólo pueden trazarse a grandes rasgos. Se da por aceptado que el invento tuvo lugar en Anatolia, aunque se descarte que su salida a Occidente ocurriera tras la caída del Imperio hitita. En Siria, Fenicia, Palestina y el Egeo la nueva era se inaugura en el 1000 a. C. A partir del siglo X a. C. dejan prácticamente de fabricarse armas de bronce en Grecia. En Centroeuropa la introducción del nuevo metal se constata en el 800 a. C., aunque la nueva era no quede definitivamente inaugurada hasta poco antes del 700 a. C. La difusión de la técnica, hemos de aceptar, se produjo por la ruta de los Balcanes y la cuenca del Danubio, hasta alcanzar la zona de máxima concentración de hallazgos de hierro en época temprana: los Alpes orientales. Desde este núcleo geográfico el paso a Europa occidental estaba asegurado por las tradicionales vías de penetración fluvial: el Rin, el Loira y el Elba. Si la Edad de Hierro estaba llamada a sobrevivir e imponerse por obra y gracia de la dureza y eficacia de las herramientas y de las armas de hierro, la producción de bronce no se interrumpió en Europa durante mucho tiempo. Es más, las artes de metal siguieron en manos de los broncistas y de los orfebres. Las piezas ceremoniales (hachas, recipientes, cascos, etc.); las de culto (carros votivos, estatuillas de toros); los adornos personales de prestigio (fíbulas o broches); las vasijas ceremoniales (situlae, calderos, etc.) que acabarían depositadas en las tumbas de la Edad de Hierro, son de bronce. El nuevo metal fue, en cambio, más apropiado para las armas (espadas puñales); los atalajes de los caballos (frenos y guarniciones); la armadura de los carruajes (lanzas, ejes de las ruedas, etc.), y, obviamente, las herramientas (algunas de ellas utilizadas en el trabajo del bronce y en muchos casos idénticas en la forma a las ya vetustas y anticuadas de bronce). Muchos metalúrgicos dispuestos a poner en práctica la nueva tecnología hubieron de ser, a su vez, broncistas, o poseer, al menos, las dotes de éstos. Es difícil, de lo contrario, aceptar y defender la existencia de dos clases de artistas del metal radicalmente distintas. Los prehistoriadores europeos han dedicado mucho tiempo a dilucidar por qué razones el metal de hierro, con tantos inconvenientes, y con una única ventaja virtual, su dureza, terminaría desterrando al bronce a efectos de sus usos prácticos. La primera razón lógica del cambio en la Edad de los Metales es la presumible rareza y dispersión de las fuentes del estaño y del bronce. Como contrapartida, los yacimientos de hierro eran mucho más accesibles y abundantes. La prueba de que el factor de la carestía del bronce estuvo presente en el fenómeno de la aparición de objetos de hierro la proporcionan los muchos y ricos depósitos de objetos y armas de bronce en desuso que, a modo de aprovisionamiento de metal, se han recuperado en el Bronce Final de las zonas atlánticas europeas. Pero esta no pudo ser la causa única o definitiva. Los recursos de bronce pudieron restringirse, pero no estaban agotados. En las regiones nórdicas europeas se siguieron produciendo armas, recipientes y adornos de ese material durante mucho tiempo después de que el hierro se hubiera establecido como metal de fabricación común. La explicación no es sencilla ni univalente, pero hemos de asumir que unas nuevas condiciones económicas se habían impuesto en Europa que obligaban a una demanda de metal muy superior a la que hubo durante la Edad de Bronce. Una mayor producción agrícola, una intensificación de las comunicaciones rodadas, una sociedad en guerra endémica, etc. hubieron de contribuir al impulso acelerado de la metalurgia del hierro.
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Esta acusación -la presencia de agentes británicos en Yugoslavia- no engañaría a nadie, y ni siquiera volvería a ser esgrimida a partir del momento en que la guerra relámpago fue lanzada con toda su potencia sobre el débil país. Así, en la madrugada del día seis de abril, las fuerzas de la Werhrmacht penetraron en territorio yugoslavo por varios puntos de forma simultánea. Los italianos lo hicieron desde Albania y desde la frontera común, mientras que Hungría tendría una reducida participación armada que le permitiría aprovechar la ocasión para hacerse con una fracción de espacio yugoslavo que reivindicaba desde hacía dos decenios. La naturaleza accidentada del suelo obligaba a las fuerzas invasoras a utilizar muy escasas vías de comunicación, lo que reducía su capacidad de acción, al tiempo que facilitaba -como se vería más adelante- la actividad de la guerrilla. De todas las fuerzas dispuestas para penetrar en territorio yugoslavo, las que contaban con mayor grado de eficacia, eran las comandadas por el general von Kleist, situadas en Bulgaria y dirigidas hacia el mismo corazón del país atacado. De forma paralela, y dentro de la idea de represalia que le animaba, el Führer ordenó la sistemática destrucción de la capital por parte de su aviación. El dictador alemán había dado órdenes explícitas para que Belgrado fuese totalmente arrasado por medio de ataques aéreos ininterrumpidos día y noche. Así, a partir de la misma fecha del seis de abril, y durante tres días consecutivos, la ciudad fue bombardeada con gran intensidad. Carecía por completo de sistema de defensa antiaérea, y los atacantes prescindían del hecho de que previamente había sido declarada "ciudad abierta". Esta acción, denominada por sus autores Operación Castigo, destruyó una elevada proporción de las edificaciones de la ciudad, causando un número de muertos situados alrededor de los veinte mil. Göring quería con ello rehabilitar el nombre de su aviación, cuya eficacia estaba siendo cuestionada debido a su fracaso en la batalla de Inglaterra, que en esos momentos comenzaba a perder intensidad. A partir del día nueve, comenzó el ataque del Ejército y la aviación en todos los frentes y de forma sistemática. Desde el norte, los alemanes ocupan la asolada capital; desde el mar, el general Kleist asciende hacia la misma, a la que llega el 15 tras mantener tres días de combate en sus proximidades. Desde el oeste, las fuerzas alemanas parten de Hungría y ocupan Croacia, uniéndose a los italianos que cruzan la frontera común. Los factores que se unieron en esos momentos para facilitar el rápido hundimiento de Yugoslavia, a pesar de la dura resistencia ofrecida por su ejército, fueron ante los escasos y deficientes medios de defensa existentes, la carencia de aprovisionamientos de toda clase y, finalmente, el perfecto plan de ataque que integraba la guerra relámpago, modalidad en la que los alemanes estaban consiguiendo magníficos progresos en la práctica. En otro orden de cosas, el profundo sentimiento antiservio existente entre las unidades croatas había impedido que éstas actuasen con la debida eficacia, facilitando de esta forma la penetración del enemigo. Ya el mismo día 10, el cuartel general del frente había enviado a Berlín un informe en el que se detallaba de forma perfecta la inmediata situación de triunfo que existía para las fuerzas invasoras. Por su parte Mussolini había pretendido adelantarse a la segura ayuda que su aliado iba a prestarle en Grecia, ante todo para arrojar de allí a los ingleses, y por ello lanzó sus fuerzas contra Yugoslavia. Su actuación, dirigida a conseguir una participación en la victoria, no pudo ser sin embargo menos brillante. Y como siempre, serían los alemanes quienes le sacasen del atolladero que para él se había convertido la inacabable campaña de Grecia. El 17 de abril, once días después de iniciada la ofensiva, tuvo lugar la firma del acta de rendición del Ejército yugoslavo, que todavía conservaba intacto un total de dieciocho divisiones. El rey y su gobierno, tras recorrer el país al amparo de las cada vez más reducidas zonas no ocupadas, se verán obligados a huir al extranjero. Muchos combatientes, negándose a coexistir con el enemigo, se lanzarán a la guerrilla, que determinará la futura evolución del país a todos los niveles.