Los dirigentes republicanos asumieron el Poder en medio de un gran vacío institucional. En los primeros meses de su existencia, el nuevo régimen tuvo que establecer un sistema de representación y de gestión públicas que, sin romper todos los vínculos con el orden anterior, organizase la vida ciudadana bajo pautas más acordes con la democracia republicana. La piedra angular de este ordenamiento fue la Constitución de 1931. Con todas sus imperfecciones, era la más democrática de cuantas habían estado en vigor en España. De su articulado surgieron las instituciones y el marco político imprescindible para el desarrollo del régimen republicano. Fueron muchas las dificultades que había planteado a las Constituyentes la definición de la forma de Estado. Frente a las opciones federal y unitaria centralista, se había decidido en favor de una tercera vía, la del Estado integral, constituido por municipios mancomunados en provincias v por las regiones que se constituyan en régimen de autonomía. La Constitución establecía el carácter irreductible del territorio nacional, lo que cerraba el paso a cualquier cesión territorial o proceso de autodeterminación. Las provincias eran, a la vez, unidades administrativas gestionadas por la Administración central y entidades de representación de los municipios mancomunados que las constituían. La base de la organización territorial era, pues, unitaria, aunque la autonomía municipal y la existencia de las Diputaciones provinciales marcaban ciertas limitaciones a la centralización. La novedad se contenía en los artículos 11 a 22 de la Constitución, que introducían el modelo autonómico. La región autónoma adquiriría existencia cuando una o varias provincias limítrofes acordaran formar un núcleo político-administrativo, que se regiría por un Estatuto particular y poseería Gobierno y Parlamento propios. El Estatuto debía ser propuesto por una mayoría de los Ayuntamientos de la futura autonomía y aprobado en referéndum por los ciudadanos afectados por el proceso. Tras ello, su texto sería discutido y validado por el Congreso de los Diputados, que podría enmendar o eliminar aquellos artículos que atentasen contra la Constitución o las Leyes Orgánicas que la desarrollaban y que, por tanto, poseían un rango superior al de los estatutos de autonomía. Uno de los caballos de batalla del debate constituyente había sido la delimitación de las competencias que la Administración central debía transferir a las autonomías. Los parlamentarios habían actuado con suma cautela, estableciendo tres categorías de competencias político-administrativas, comunes a todos los estatutos: - Las que la Administración central se reservaba en exclusiva, como la definición, concesión o retirada de la nacionalidad, la delimitación de los derechos y deberes constitucionales, las relaciones con las confesiones religiosas, la política exterior y de defensa, la seguridad pública en los asuntos suprarregionales, el comercio exterior y las aduanas, el monopolio monetario y la ordenación bancaria, las telecomunicaciones, la política general de Hacienda o la fiscalización de la producción y distribución de armas. - Aquellas competencias del Estado cuya aplicación gestionaban y controlaban las regiones autónomas. Tal era el caso de la legislación penal, social, mercantil y procesal, la protección a la propiedad intelectual e industrial, los seguros, las normas sobre pesas y medidas, el régimen de aguas, la caza y la pesca fluvial, la radiodifusión y el régimen de Prensa, los procesos de socialización de la riqueza, etc. La iniciativa legislativa en estos asuntos correspondería siempre a las Cortes de la nación. - Finalmente, las competencias específicas de las autonomías, que eran despachadas en el articulado como "aquellas materias no comprendidas en los artículos anteriores". Con ello, la capacidad de autogobierno de las instituciones autonómicas quedaba bastante limitada, lejos de lo que los nacionalismos particularistas entendían por una articulación federal del Estado. La Constitución preveía, además, la existencia de conflictos de competencias entre la Administración central y las regiones autónomas. En tales casos, y previo dictamen del Tribunal de Garantías Constitucionales, las Cortes generales dictarían las normas de obligado cumplimiento. En la práctica, el régimen autonómico alcanzó un desarrollo muy escaso, tanto por la brevedad del período transcurrido entre la aprobación de la Constitución y el comienzo de la guerra civil, como por el escaso grado de conciencia autonomista existente en muchas zonas del país. La Constitución autorizaba, pero no obligaba, a las provincias a integrarse en regiones autónomas y sólo en algunas regiones existía una demanda popular de autogobierno. Pero incluso en estos casos, los procesos fueron lentos e irregulares. Al estallar la guerra, sólo Cataluña poseía un Estatuto de autonomía en vigor, mientras que los del País Vasco y Galicia se encontraban cubriendo las preceptivas etapas de legalización. La aprobación de la Constitución obligó a replantear el rumbo de la autonomía catalana. El contenido del Estatuto de Nuria, aprobado por el Parlamento regional, rebasaba las condiciones de autogobierno establecidas por las Cortes, que no contemplaban la existencia de un modelo federal de Estados autónomos, ni un traspaso tan generoso de competencias estatales. Pese al compromiso de Azaña de apoyar el acceso de Cataluña a la autonomía, su Gobierno renunció a asumir un texto estatutario que consideraba inconstitucional y lo remitió, para su adecuación, a la Comisión de Estatutos del Congreso de los Diputados, que lo estudió entre enero y abril de 1932. El proyecto, retocado, pasó a la discusión en el Pleno el 6 de mayo y en torno a él polemizaron los diputados durante más de cuatro meses sobre los límites del regionalismo, sobre la unidad nacional y sobre la naturaleza del particularismo catalán. La actitud obstruccionista de la derecha nacional, que rechazaba el alto techo de competencias que exigían los catalanistas y denunciaba propósitos separatistas en ello, provocó honda irritación en los medios catalanistas, que la atribuían a recelos y suspicacias sin fundamento. En las Cortes, los diputados de Esquerra Republicana denunciaron que habían sido engañados y la decisión de Azaña de sacar adelante el Estatuto apenas bastaba para mantener la cohesión del bloque gubernamental en torno al proyecto. Mientras, agrarios y tradicionalistas -éstos, de vuelta ya de su pacto con los nacionalistas vascos- movilizaban en toda España a un amplio sector de la opinión pública en defensa de sus tesis unitaristas. Sólo el fallido golpe de Estado del general Sanjurjo, el 10 de agosto de 1932, varió el panorama. Los diputados republicanos, que hasta entonces no habían mostrado excesiva prisa en la votación del articulado, reaccionaron ante lo que consideraban el fruto de una conspiración monárquica acelerando la tramitación de los proyectos parlamentarios pendientes. Finalmente, el 9 de septiembre, las Cortes aprobaron como Ley el Estatuto de Cataluña por 314 votos a favor y 24 en contra. Conforme a la norma constitucional, el Estatuto proclamaba a Cataluña "región autónoma dentro del Estado español". La Administración central traspasaba a la Generalidad la gestión territorial de algunas de sus competencias y cedía la competencia sobre otras al Parlamento autónomo. El organismo administrativo regional, el Consejo Ejecutivo de la Generalidad, se encargaría de aplicar la legislación estatal sobre seguros, régimen minero, forestal y agropecuario, obras públicas, servicios sociales y orden público, y compartiría con las autoridades centrales la gestión tributaría y el sistema educativo, lo que implicaba la existencia de escuelas dependientes del Gobierno central o de la Generalidad. Eran competencias exclusivas del régimen autonómico la elaboración y aplicación del Derecho civil y el régimen administrativo autónomo, incluyendo la red secundaria de transportes, la sanidad y la beneficencia. Los idiomas castellano y catalán serían cooficiales y el bilingüismo sería norma en la Universidad de Barcelona, a la que se otorgaba autonomía bajo la gestión de un Patronato. La región tendría su propio himno y su bandera. Se creaba un Tribunal de Casación de Cataluña, competente en los asuntos de Derecho civil y administrativo transferidos al ente autonómico. Una vez sancionado el Estatuto por el presidente de la República, se puso en marcha el proceso de normalización institucional. Las elecciones al Parlamento regional, celebradas en las cuatro provincias en noviembre de 1932, confirmaron la hegemonía de la Esquerra, seguida a mucha distancia por la Lliga, segunda fuerza parlamentaria: Maciá, confirmado por el Parlamento como presidente de la Generalidad, formó un Consejo Ejecutivo integrado por miembros de ERC, que inició las negociaciones con el Gobierno para el traspaso estatutario de competencias. La iniciativa autonomista en el País Vasco siguió en sus inicios una doble vía, fruto de las diferentes visiones que sobre el tema poseían la derecha y la izquierda. Al tradicional enfrentamiento entre el PNV y el PSOE se unía la cuestión religiosa al oponerse el primero, marcadamente clerical, a la legislación laica de la República. Tampoco existía acuerdo sobre el procedimiento de elaboración del Estatuto. El PNV y sus aliados electorales, los tradicionalistas y los conservadores independientes, impulsaron la iniciativa municipal. La izquierda apoyaba el papel de las Comisiones Gestoras provisionales de las Diputaciones provinciales, que habían sustituido el 21 de abril a los equipos monárquicos, y cuyos miembros, designados por los gobernadores civiles, eran en su mayoría republicanos y socialistas. A comienzos del mes de mayo de 1931, los alcaldes derechistas encargaron a una asociación cultural, la Sociedad de Estudios Vascos (SEV), la redacción de un Estatuto General del Estado Vasco, que englobase dentro de un Estado autónomo a las provincias de Álava, Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra. A medio camino entre el foralismo tradicional vascongado y el moderno federalismo, el proyecto partía del supuesto de la transformación de España en un Estado federal, y aplicaba igual modelo a la unión de las cuatro provincias, que los peneuvistas integraban bajo la denominación de Euzkadi. Cada una de ellas recibiría una amplísima autonomía interna y de su acuerdo emanaría la dualidad de poderes legislativo y ejecutivo, que no quedaban claramente separados en el proyecto. El Estatuto de la SEV, que intentaba conciliar intereses muy dispares, fue rechazado tanto por la derecha como por la izquierda y no llegó a las Cortes. El 14 de junio, una Asamblea de Ayuntamientos reunida en la localidad navarra de Estella, y a la que no asistieron representantes de la izquierda, aprobó un proyecto de Estatuto más conservador y nacionalista que el de la SEV. Partía de la concepción de España como una confederación de estados en la que las tres provincias vascongadas verían restablecidos sus Fueros, suprimidos por el Poder central en 1876, y constituirían con Navarra un Estado vasco. Las cuatro provincias serían divididas en zonas lingüísticas eusqueras y castellanas a efectos administrativos y educativos. Las Asambleas provinciales podrían ser elegidas mediante sufragio censitario, mientras que los inmigrantes españoles con menos de diez años de residencia carecerían de derechos políticos. Las relaciones políticas entre el Estado vasco y la República española quedaban reducidas al mínimo e incluso se disponía que el Gobierno autónomo, que tendría carácter confesional, negociara un Concordato particular con la Santa Sede. El 22 de septiembre, una delegación de alcaldes entregó el proyecto al jefe del Estado para que lo presentara al Parlamento. Pero su articulado poseía contenidos que lo situaban al margen de la Constitución, por lo que su tramitación quedó cerrada en el primer escalón parlamentario. En diciembre de 1931, el Gobierno encargó a las Comisiones Gestoras de las Diputaciones de las cuatro provincias la elaboración de un anteproyecto más acorde con los preceptos constitucionales. Las Gestoras procedieron entonces a la creación de una comisión interpartidista ad hoc, de mayoría republicano-socialista, que redactó un texto consensuado por la izquierda y un PNV ya distanciado del carlismo. En la Asamblea de Ayuntamientos celebrada en Pamplona en junio de 1932, el anteproyecto de las Gestoras fue aprobado, aunque con el voto en contra de la mayoría de los representantes navarros, carlistas en un alto porcentaje, quienes renunciaron a participar en un proceso autonómico amparado por la Constitución republicana. Ello obligó a una nueva redacción, que reducía el ámbito de la región autónoma a las tres provincias vascongadas. El texto resultante fue aprobado por los Ayuntamientos en agosto de 1933, y en referéndum popular el 5 de noviembre de ese año, en plena campaña para las elecciones a Cortes, si bien en Álava los votos favorables no alcanzaron la mayoría del censo por la oposición de los carlistas. El anteproyecto de Estatuto de las Gestoras declaraba a las Vascongadas núcleo político administrativo autónomo dentro del Estado español. Se mantenía el reconocimiento de la autonomía individual de las tres provincias, pero rebajando su capacidad de autogobierno y su poder político en beneficio de un Gobierno y de un Parlamento comunes. El modelo electoral, basado en el sufragio universal, era mixto: la mitad de los parlamentarios serían elegidos en listas provinciales, en número idéntico para cada una de ellas, y la otra mitad en una circunscripción electoral única, que englobaría a toda la región. El Ejecutivo, o Consejo Permanente, estaría constituido por parlamentarios autonómicos, en número igual por cada provincia, y el sistema judicial interno dependería de un Tribunal Supremo Vasco. Los autores del Estatuto buscaron otorgar a la región el máximo de competencias permitido por la Constitución, y que ya se aplicaba en Cataluña. El eusquera sería idioma cooficial con el castellano, pero su utilización sólo sería obligatoria en las zonas euskaldunes. La región poseería una Hacienda propia, "desligada de la del Estado", y contribuiría a la Hacienda nacional conforme a los cupos marcados por el Concierto económico de 1925. En cambio, los nacionalistas no lograron su propósito de obtener amplias competencias en materia religiosa, por el temor de la izquierda a que el País Vasco se convirtiera en un "Gibraltar vaticanista", refugio de las fuerzas clericales en su lucha contra la República. De cualquier forma, el Estatuto de las Gestoras tampoco prosperó. Cuando llegó a las Cortes, en diciembre de 1933, se inauguraba la segunda Legislatura republicana, con mayoría parlamentaria del centro y la derecha. Lerroux ofreció al PNV apoyar el proceso autonómico a cambio de su colaboración con los radicales, pero la CEDA y otros grupos de derecha, cuyos votos en el Congreso eran mucho más necesarios para posibilitar el gobierno del PRR, bloquearon el posible acuerdo. Sólo tras el triunfo electoral del Frente Popular, a comienzos de 1936, fue posible desatascar el proceso. El texto fue retocado -desapareció, por ejemplo, el proyecto de una Hacienda vasca- pero a comienzos del verano se había llegado a un acuerdo casi total. Sin embargo, el inicio de la guerra civil retrasó la aprobación del Estatuto por las Cortes hasta el 10 de octubre de ese año. Para entonces, gran parte de la nueva región autónoma estaba controlada por los rebeldes y en el resto, la situación bélica dificultaría la aplicación del Estatuto hasta la definitiva ocupación del País Vasco por las tropas franquistas. Si el Estatuto vasco tardó cinco años en aprobarse, los de otras regiones no pasaron de las fases iniciales. El más adelantado, el de Galicia, ni siquiera había llegado a las Cortes cuando estalló la guerra. Aquí, la proclamación de la República animó a los círculos regionalistas a poner en marcha el proceso estatutario. El 4 de junio de 1931 se reunió en La Coruña una Asamblea pro-Estatuto convocada por la Federación Republicana Gallega, que aprobó un proyecto autonómico inspirado en el Estatuto de Nuria, que fue rápidamente abandonado al advertirse su incompatibilidad con la Constitución que debatían las Cortes. En abril de 1932, el Ayuntamiento de Santiago de Compostela impulsó un movimiento municipalista, que cuajó en junio con el nombramiento de una comisión de nueve miembros, autora de un nuevo anteproyecto inspirado en buena medida en el Estatuto catalán. A mediados de diciembre de ese año, la Asamblea de Ayuntamientos y los diputados gallegos, reunida en Santiago, aprobó el texto. El siguiente paso debía ser el referéndum popular, y para prepararlo se designó un Comité Central de Organización y Propaganda del Estatuto, integrado por Acción Republicana, el Partido Republicano Gallego, de Casares Quiroga, y el Partido Galeguista, dirigido por intelectuales nacionalistas como Castelao y Otero Pedrayo. Pero la consulta se fue postergando, primero por las disensiones surgidas entre las fuerzas políticas gallegas y luego por el parón autonómico del segundo bienio republicano. Sólo el triunfo del Frente Popular permitió desatascar el proceso y celebrar un referéndum el 28 de junio, que reveló una abrumadora mayoría de la opinión favorable a la autonomía: 990.090 votos, frente a 6.161. El 15 de julio se entregó el texto del Estatuto al presidente de la República para su preceptivo envío a las Cortes como anteproyecto, pero sólo cuarenta y ocho horas después se producía el golpe militar y Galicia, controlada en su totalidad por los sublevados, quedaba al margen del proceso autonómico. En el resto de España no existían nacionalismos particularistas, o eran asumidos por sectores muy minoritarios de la población. Pero, en cambio, se desarrollaba en muchas zonas una conciencia regionalista, sensible a las peculiaridades históricas, culturales e institucionales, y partidaria de la descentralización administrativa. En regiones como Andalucía, Aragón, el País Valenciano o Castilla, el comienzo del desarrollo estatutario -iniciativa, acuerdo de las fuerzas locales, redacción de un anteproyecto- fue extremadamente lento y tropezó con la falta de estímulo de los grandes partidos nacionales, que temían verse perjudicados por una regionalización de la vida política. En casi todas partes hubo que esperar al triunfo del Frente Popular, en febrero de 1936, para que cobrase forma un proceso que el casi inmediato comienzo de la guerra civil cortó bruscamente. Pese a ello, estos intentos tuvieron cierta importancia en la vida política de la República y marcaron el camino al régimen autonómico consagrado por la Constitución de 1978.
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Tras el Plan de Liberalización y Estabilización Económica de 1959, José Solís intentó intervenir en el control de las consecuencias sociales de la nueva política económica. De este modo, se entrevistó en varias ocasiones con el ministro Navarro Rubio trasladándole las inquietudes del sindicalismo del Movimiento. En todo caso, Solís deseaba no quedar marginado de la nueva era del desarrollismo, como quedó demostrado con una de las dos ponencias del primer Congreso Sindical de 1961, encargadas a Velarde Fuenres y Fuentes Quintana, sobre el desarrollo económico. Todavía en 1962 Solís intentó sin éxito que la Comisaría del Plan de Desarrollo dependiese de la Organización Sindical. Durante 1960 Solís ordenó una modificación importante del reglamento de elecciones sindicales mediante el cual se ampliaba la representatividad de los cargos sindicales. Toda la línea representativa elegida indirectamente desde los enlaces sindicales. Además, otra orden en diciembre de 1960 amplió la afectación de los jurados a las empresas con más de cien trabajadores, lo que suponía la práctica generalización de esta institución largamente demorada pese al decreto de 1947 y al reglamento de 1953. En este mismo año, en el mes de mayo, el presidente del Banco Rural, procedente de la familia nacional-católica, Francisco Giménez Torres sustituía en la secretaria general de la Organización Sindical Española (OSE) a José M. Martínez y Sánchez-Arjona, promovido al Ministerio de la Vivienda tras la salida de Arrese. Por si fueran pocos estos cambios, en 1960 se ordenaba la Creación del Congreso Sindical mixto de trabajadores, empresarios y técnicos, frente a la práctica anterior de tres Congresos de Trabajadores, y se constituía un comité de relaciones con la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y nuevas agregadurías laborales dentro del Servicio de Relaciones Exteriores. La modificación del reglamento de elecciones sindicales de julio de 1960 produjo un incidente con las asociaciones de apostolado obrero de Acción Católica y un interesante intercambio epistolar entre el arzobispo primado Plá y Deniel y José Solís. La Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC) y la Juventud Obrera Católica (JOC) criticaron las limitaciones que para la verdadera representatividad tenía el nuevo reglamento electoral de los Sindicatos, lo que fue acogido con indignación por las jerarquías del Movimiento. El primado salió en defensa de las asociaciones obreras de Acción Católica, en momentos de claro crecimiento de su influencia, aunque reconociendo que ni la obligatoriedad ni el carácter mixto de la OSE contradecían la doctrina social de la Iglesia. Según el arzobispo de Toledo, las relaciones entre las asociaciones obreras católicas y el sindicalismo del régimen llevaban a una situación sumamente peligrosa y la jerarquía había dicho con claridad a las Hermandades Obreras que los asuntos sindicales los debían realizar dentro de la OSE. El primer Congreso Sindical tuvo una gran significación propagandística para la OSE, al contar con la presencia del generalísimo Franco y de una nutrida representación de observadores y periodistas extranjeros. La ponencia sobre representatividad sindical eludía términos como sindicato vertical y nacional-sindicalismo para insistir en la democracia social orgánica frente al presunto desastre histórico de la democracia liberal en España. Las conclusiones aludían vagamente al deseo de participación de la OSE en todos los aspectos de la vida nacional al tiempo que se debían separar los Sindicatos del Estado. En cualquier caso, lo importante fue que desde este Congreso quedaba planteado el propósito de Solís de reformar la Ley Sindical de 1940, aunque no el sentido de la reforma. La gestión de Giménez Torres en la secretaría general de la OSE fue efímera. Antes de cumplir el segundo aniversario en el puesto se produjo un enfrentamiento con Solís en torno a un proyecto de reforma sindical que el primero había elaborado junto a Pío Cabanillas, Antonio Chozas Bermúdez y Emilio Romero. En vísperas del II Congreso Sindical, el 15 de febrero de 1962, Giménez Torres presentó la dimisión regresando, no obstante, a las actividades financieras gubernamentales al ser nombrado subdirector del Banco de España. El efímero secretario general de la OSE había tenido la enemiga del sector duro o inmovilista del Consejo Nacional del Movimiento encabezado por Fernández Cuesta y González Vicén. La ponencia reformista trataba de separar los Sindicatos del Movimiento y del Estado, así como de proceder a un incremento de la representatividad hasta la presidencia de los sindicatos nacionales y a una cierta horizontalización dentro de una especie de Confederación que preservara el principio del sindicato único y obligatorio. Las huelgas del bienio 1962-1963 y la consiguiente campaña internacional antifranquista, supusieron que Solís encargara al nuevo secretario general de la OSE, Pedro Lamata Mejías, antiguo agregado laboral en Roma, el relanzamiento de la reforma sindical. La secretaría general de la OSE elaboró durante 1963 varios proyectos de reforma sindical, además de celebrar importantes contactos fuera de España con los sindicatos británicos y norteamericanos, organizar nuevas elecciones sindicales y capear los movimientos huelguísticos y la solidaridad internacional. Pedro Lamata Mejías abanderó, hasta su cese a finales de 1965, una nueva modulación ideológica de los sindicatos del Movimiento, conocida como sindicalismo de participación. La modernidad de la Organización Sindical frente al obsoleto sindicalismo de clase occidental del comienzo de la era industrial vendría dada por los cambios tecnológicos y la evolución reciente del capitalismo, que hacían que el ideal de la socialización de los medios de producción quedase superada por la realidad, reducida a mera opción técnica. El punto neurálgico del proyecto Lamata era la configuración de la cabeza de la OSE reservada, claro está, a José Solís. El secretario general propugnaba una separación respecto al Movimiento y al Estado sin abandonar el modelo de sindicato único obligatorio que participaba en las instituciones e influía en la política socioeconómica. La cuestión más peliaguda, una vez aceptada la separación formal respecto al Movimiento, era optar por que el presidente de la OSE fuera elegido por el Congreso Sindical o, como alternativa, por el jefe nacional del Movimiento y generalísimo Franco con carácter de ministro sin cartera. Con esta segunda opción, recomendada por Lamata en los sucesivos proyectos de julio y noviembre de 1963, se conseguiría posición de López Rodó como comisario del Plan de Desarrollo dentro de las comisiones delegadas del Gobierno antes de su ascenso ministerial tras la crisis de 1965. A partir de la constitución de los Consejos Nacionales de Trabajadores y de Empresarios en 1965, la Organización Sindical alcanzó plena autonomía presupuestaria y de personal respecto a la Secretaría General del Movimiento, si bien Solís continuó desempeñando la cabecera de ambas instituciones franquistas hasta la crisis de octubre de 1969. Aunque, en un principio, Solís pareció inclinar sus preferencias por la Delegación Nacional de Sindicatos y la Presidencia del Congreso de la OSE, dentro de la perspectiva de una futura separación de estos organismos respecto al Movimiento, pronto el agravamiento de las diferencias internas en el seno del Consejo de Ministros le llevaron a no descuidar el tema del partido único. En efecto, la Ley Orgánica del Estado había definido al Movimiento como comunión más que como organización política. Sin embargo, en la primavera de 1967 Solís impuso una Ley Orgánica del Movimiento que suponía un retorno a esquemas anteriores, reforzando la condición organizativa de dicha institución. Tras el ascenso del almirante Carrero a la Vicepresidencia del Gobierno, un contrariado Solís manifestó a López Rodó su proyecto para que se creara una nueva Vicepresidencia que englobara a los ministerios de Interior y del Movimiento, y de la que dependiera un nuevo Ministerio de Asuntos Sindicales. El nuevo presidente del Consejo Nacional de Trabajadores (CN de T), José Lafont Oliveras, falangista y responsable de los verticalistas bancarios, permaneció en el cargo apenas dos años. Su línea de defensa de un sindicalismo reivindicativo frente al mero sindicalismo de gestión o de participación de la etapa anterior de Lamata Mejías, junto a la retórica anticapitalista, la feroz crítica de los efectos sociales negativos de los Planes de Desarrollo y los contactos que mantuvo con la CNT colaboracionista y las Comisiones Obreras, provocaron los recelos de ultras y tecnócratas. Solís, dentro de su habitual ambigüedad calculada, decidió sustituirle tras la culminación de los comicios sindicales de 1966. Hay que tener en cuenta que los presidentes de los Consejos Nacionales fueron los principales cargos de carácter representativo en el seno del Vertical. Ejercían de vicepresidentes del Congreso Sindical, y como tales integraban el nuevo comité ejecutivo de la OSE creado en junio de 1967 y podían presidir las delegaciones de trabajadores y empresarios en las Conferencias de la OIT. Con el tiempo, el Consejo también desempeñó una limitada función reivindicativa, oponiéndose a decisiones del gobierno como la congelación de la negociación colectiva de 1968 e intentando condicionar los planes de desarrollo. El celo reivindicativo del Consejo Nacional de Trabajadores hizo que el vicepresidente del Gobierno, Carrero Blanco, propusiera a Franco en julio de 1968, la sustitución de la Ley de Convenios Colectivos de 1958 por una nueva Ley de Régimen Salarial, aunque también estimaba la dificultad del cambio debido al enfrentamiento entre Solís y el ministro de Trabajo, Jesús Romeo Gorría, quien parecía querer convertir a los Sindicatos del Movimiento en un nuevo Instituto Nacional de Previsión. En todo caso, el almirante consideraba inadmisible la pretensión de Sindicatos de dirigir la política económica y la actitud de oposición semipermanente de la prensa del Movimiento. Durante el verano de 1966, al calor de la preparación de las elecciones sindicales, José Solís anunció la necesidad de una nueva Ley Sindical. Por un lado, los verticalistas pretendían revisar la vieja ley de 1940, incorporando las novedades de 25 años de desarrollo sindical. Pero la significación de esta reforma, que polarizaría las tensiones internas de la clase política franquista y los debates de los medios de comunicación durante los siguientes cinco años, estaba en el deseo de Solís de asegurarse una esfera de poder, independiente no sólo del Movimiento sino del Gobierno, con vistas a la previsiblemente próxima sucesión de Franco. El siguiente paso importante fue la modificación del Fuero del Trabajo por la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967. Aunque los cambios de la declaración XIII del Fuero no implicaban necesariamente la necesidad de una nueva Ley sindical, ésta fue reivindicada por la línea política de la OSE. En efecto, del Fuero del Trabajo desaparecían nociones como Organización Nacional Sindicalista del Estado o sindicato vertical, bajo la jerarquía de dirigentes del FET y de las JONS, para ser sustituidas por las de asociaciones representativas de trabajadores y de empresarios en el seno de la organización sindical. Finalizado el proceso de los comicios sindicales, la comisión permanente del Congreso Sindical acordó realizar una consulta-informe entre los representantes y dirigentes de la OSE, especialmente a través de los consejos provinciales de trabajadores y de empresarios. Las dieciséis preguntas abarcaban aspectos como las relaciones del sindicalismo con el Estado y el Movimiento, las garantías de los representantes de trabajadores o la vinculación con el mutualismo laboral. Esta consulta-informe, desarrollada durante los meses de abril y mayo de 1967, tuvo un notable impacto político y fue seguida con extraordinaria atención por los medios de comunicación. En marzo de 1968, una vez examinado por el comité ejecutivo del Congreso Sindical, el documento fue dictaminado por el Consejo Nacional de Trabajadores. El dilatado y masivo proceso de elaboración de la consulta-informe contribuyó a crear el clima enrarecido que se produjo durante la fase prelegislativa de la Ley Sindical. Para entonces, las tensiones dentro del Gobierno eran cada vez más enconadas. El sector tecnócrata, liderado por López Rodó, se oponía incluso a que el proceso de reforma fuese refrendado por el IV Congreso Sindical previsto para los días 19 a 22 de mayo de 1968. Este congreso, cuatro años después del último ordinario de 1964, tuvo un carácter extraordinario y monográfico respecto a la reforma sindical. Los debates más intensos se centraron en los puntos relativos a la naturaleza de las asociaciones sindicales de trabajadores, a las funciones sindicales con ocasión de los conflictos colectivos y, sobre todo, al alcance de la representatividad y el procedimiento de designación del futuro presidente de la OSE. Una fracción de delegados temía que la institucionalización de las asociaciones de trabajadores fuera la puerta que sustituyera la sagrada unidad por el pluralismo sindical. Por ello, esta corriente defendió con dureza la pervivencia de las Secciones Sociales y Económicas, y la unidad de la representación de trabajadores y técnicos. El encono de los debates fue cortado por Solis con el expediente de retirar la palabra al propio ponente del Congreso. Mas el duro enfrentamiento fue reconducido en las conclusiones del Congreso hacia una posición legalizadora de los cambios de hecho de la Organización Sindical durante las últimas décadas. En efecto, los criterios aprobados bajo el famoso Espíritu de Tarragona trataron de conseguir la extensión de la representatividad y del carácter reivindicativo de los sindicatos franquistas. Pero lo más peliagudo fue la fórmula para la designación de la cabeza de la Organización. El Congreso optó por la alternativa de elección de una terna que habría de presentarse a Franco. De esta manera se pretendía conjugar la representatividad con la dependencia respecto al Gobierno y la pertenencia al Estado. Sin embargo, esta fórmula fue lo que habría de provocar mayores rechazos entre el resto de la clase política franquista. Solís podría convertirse en una especie de ministro inamovible, con un poderosísimo grupo de presión incardinado dentro de la Administración con el que el Gobierno necesariamente tendría que contar.
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La reacción contraria se manifestó en el asesinato de Efialtes, objeto de toda clase de elucubraciones entre los autores antiguos, alguno de los cuales, citado por Plutarco, llega a atribuírselo a Pericles, colaborador de Efialtes en las reformas y en los ataques a Cimón. La reacción de éste ante las reformas no tuvo eficacia y, a pesar del asesinato, la línea marcada por las reformas de Efialtes es la que continúa adelante, con el protagonismo creciente de Pericles. Para muchos, éste fue el momento preciso en que se implantó un sistema verdaderamente democrático, dentro de las condiciones propias de la ciudad antigua, en Atenas. Las medidas se suceden y, paralelamente, el cambio de iniciativa, cada vez más centrado en los intereses del demos. Sin embargo, el protagonismo de Pericles sólo se hace evidente hacia el año 450. Antes, el anonimato no permite atribuirle el protagonismo de algunas de las medidas democratizadoras. Así, en el año 458-57, el arcontado se hace accesible a los zeugitas u hoplitas, lo que representa un arma doble, indicativa de cómo el proceso democratizador no se lleva a cabo sin altibajos. En efecto, si la ampliación del cuerpo cívico capaz de acceder a la magistratura es una medida indudablemente isonómica, tiene también otra cara, pues de este modo se consigue una nueva diferenciación institucional dentro del demos, donde quedan diferenciados los poseedores de tierra del demos subhoplítico, relegado, sólo él, a quedar ajeno al arcontado. Bien es cierto que el arcontado ha quedado muy desvirtuado con la designación por sorteo, lo que quiere decir que el acceso hoplítico permanece en el plano del prestigio social e ideológico, pero éste es muy fuerte en una época en que se configura la mentalidad del hoplita como clase privilegiada, imitadora del héroe legendario, identificada con los maratonómacos, cuando se está fraguando la diferencia entre los méritos de Maratón y los de Salamina, forma de compensación de las posibles ventajas reales obtenidas por ellos a través de la política cimoniana, ahora desplazada. En 453/2, se crean los jueces de los demoi, lo que sería un modo de acceso directo de los particulares a la vida judicial para evitar las concentraciones en la ciudad que favorecían la acumulación de poderes particulares. Tras estas medidas suele admitirse la existencia de una democracia como la definida por Aristóteles, donde se puede acceder a las magistraturas gracias al sorteo, mientras que la estrategia, basada en la experiencia militar, pasa a convertirse en el verdadero vehículo de actuación política de los individuos.
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La revolución demográfica -iniciada en algunos países en el siglo XVIII- ha sido definida por Lesourd como el paso progresivo de un régimen con fuertes tasas de natalidad y mortalidad a otro de natalidad media y mortalidad baja. Este proceso es un elemento más de un conjunto de cambios económicos, sociales e ideológicos que configuran la sociedad contemporánea. El descenso de natalidad se explica por una serie de factores económicos (consecuencias de las crisis periódicas, estructura agraria de pequeña propiedad, etc.) y sociales corno el cambio de las concepciones familiares, retroceso de las creencias religiosas y, especialmente, la elevación del nivel de vida que provoca, habitualmente, una búsqueda general de la comodidad y cambios de hábitos y costumbres -como ha puesto de manifiesto Marcel Reinhard-. Una de sus consecuencias será la utilización, por parte de muchas parejas, del control de la natalidad, que se difunde en los países occidentales especialmente a partir de 1870, coincidiendo con la depresión económica, aunque posiblemente sin mucha relación. Esta práctica, por más que parezca una paradoja, no gana, de momento, a los medios rurales, que sufren agudamente la crisis, ni a las clases bajas -lo hará más tardíamente-, sino a las familias urbanas acomodadas de los países más ricos. A partir de entonces se opondrán corrientes de pensamiento malthusianas, favorables al control de la natalidad, y antimalthusianas. Sin embargo, el hecho esencial que explica el aumento de la población es el descenso de la mortalidad, especialmente infantil, que juega un papel decisivo en la revolución demográfica. El acontecimiento está en dependencia con dos causas: - Aumento de la riqueza general, como consecuencia de la industrialización, la emigración a otros continentes y la interior del campo a la ciudad (a su vez, al disminuir la densidad agraria, mejoró la situación de los campesinos) y la mejora de comunicaciones, que supuso una mayor facilidad de intercambio de productos y un abaratamiento de éstos. -Constante progreso de las condiciones médicas e higiénicas, que permiten prolongar la vida humana y que el envejecimiento sea más tardío. Este factor se presenta, en ocasiones, como más importante que el económico.
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Igual que para las sociedades occidentales también en el Imperio bizantino la demografía constituye un primer punto de análisis y evaluación de las realidades socioeconómicas durante estos siglos. También en este caso la doctrina generalmente aceptada ha sido la de un profundo y continuado descenso de la población, no compensado por aportes migratorios nuevos, aunque éstos sí hubieran podido causar una total transformación étnica de ciertas regiones del Imperio. Sin embargo, también aquí se impone al historiador la tarea de establecer la diferente incidencia de esta constatación general según regiones y según grupos sociales horizontales, y entre ciudad y campo. Un primer hecho que llama la atención es la reiteración de las fuentes contemporáneas a la hora de recordar catástrofes con incidencia demográfica: hambrunas, epidemias, guerras e invasiones, inclemencias, etc. En particular estamos especialmente bien surtidos al respecto para la zona de Siria, gracias a la abundancia de material hagiográfico. Aquí las fuentes hablan con excesiva reiteración de inviernos muy rigurosos y prolongadas sequías. Hasta el punto que se ha supuesto un periodo climático caracterizado por la sequía, especialmente a partir de finales del siglo V. Estas sequías, seguidas de lluvias de primavera copiosas, no pudieron por menos de favorecer el surgimiento de la epizootia natural en todos los parajes mediterráneos de las plagas de langosta. Éstas se testimonien en las áreas de Mesopotamia-Siria-Palestina en los últimos seis años del siglo V, en el 516-517, en 582 y en 601. Datos sueltos que en todo caso indican su frecuencia y recurrencia. La consecuencia inmediata de sequías sucesivas seguidas de una plaga de langosta era la destrucción de varias cosechas y el agotamiento de cualquier tipo de reserva alimentaria, en definitiva, la aparición de fuertes hambrunas. Así tenemos datos de la especial dureza de las surgidas en Edesa (Mesopotamia) en 499-502, Jerusalén en 516-521, Constantinopla en 542 y en todo el Oriente en 582. Pero en definitiva para muchas pobres familias campesinas del Imperio las penurias alimenticias eran algo frecuente en el momento crucial previo al inicio de la recolección de los cereales, en marzo y abril; momento para el que los relatos hagiográficos nos hablan de los milagros y obras de caridad llevadas a cabo por los protagonistas para paliar el hambre de los pobres. Por eso lo realmente catastrófico era la pérdida de varias cosechas secundarias y principales sucesivas, causadas por inclemencias naturales o por las destrucciones provocadas por invasiones hostiles. Además las dificultades y costos de los transportes producían una gran diversidad de situaciones, mientras el gobierno sólo se preocupaba en especial de mantener a Constantinopla a salvo de fuertes hambrunas, para lo que era esencial la llegada de la flota fiscal procedente de Alejandría. Para la inmensa mayoría de las capitales provinciales, por el contrario, sólo cabía depender de los recursos alimenticios producidos por su territorio circundante. Si por la mayor capacidad de compra de los grupos urbanos y por la misma punción sobre las rentas campesinas ejercida por el grupo de propietarios absentistas urbanos, el hambre primero hacía su aparición en la campiña; si ésta era realmente importante siempre terminaba por afectar a la ciudad en forma de alza desorbitada de los precios de los alimentos, que podía llegar a triplicar el de los años normales, al menos en algo tan básico para la dieta mediterránea de la época como eran los cereales. Crisis alimentaria urbana acrecentada además por el natural afluir previo de campesinos hambrientos de los alrededores en busca de la ayuda de las instituciones caritativas radicadas en la ciudad. No cabe duda de que si el hambre estacional, estructural, era algo asumido por la estructura demográfica de la época, un caso diferente era el de las grandes hambrunas. En esos casos las fuentes existentes parecen abundar en la idea de que podían producirse pérdidas de vidas humanas de indudable importancia. Unida a otras calamidades naturales como la peste parece como si el hambre y su secuela demográfica se hubieran desarrollado a lo largo de ciclos, separados por no más de 35-40 años. Así a unos comienzos malos en el siglo V sucedería una catastrófica en Constantinopla en 445-446. Datos más abundantes para el siglo VI permitirían ver estos ciclos reducidos a la mitad del tiempo en las provincias asiáticas: 499-502,516-521, 534-535, 552-560, 582, 600-603. Desgraciadamente las hambrunas del siglo VI se verían dobladas en sus efectos perniciosos sobre la demografía por el azote cíclico de la peste. Pues la epidemia, al igual que el hambre, se presenta precisamente en primavera o verano. La época protobizantina es conocida en la historia de la epidemiología por la aparición de la gran peste bubónica llamada de Justiniano. Ésta surgiría por vez primera en el 541-542, pero tendría recidivas cíclicas durante mucho tiempo después, normalmente en intervalos de 15 años: 558,573-574, 591,599. Las descripciones contemporáneas de la misma indican que se trató de algo nuevo, de una letalidad muy superior a las epidemias tradicionales. La enfermedad, vehiculada en especial por las ratas, afectó tanto al campo como a la ciudad, permaneciendo durante más tiempo latente en el primero y azotando con mayor intensidad en la segunda. Esto último se vio favorecido porque la peste del siglo VI alternó entre su tradicional forma bubónica y la pulmonar, pudiéndose transmitir esta última fácilmente entre los mismos hombres. La variedad pulmonar se sabe que tiene un curso más rápido y letal que la otra. Los efectos demográficos de la peste de Justiniano a falta de datos cifrados, deben calcularse por lo que conocemos de otras epidemias semejantes más recientes. Especialmente grave es que el grupo más afectado suele ser el de jóvenes adultos, con graves repercusiones para la sustitución generacional. De creer a Procopio el primer golpe de la peste habría causado graves destrozos demográficos en las campiñas del Imperio. Las invasiones y las guerras por su parte tenían unos efectos demográficos perniciosos no tanto por la pérdida de vidas humanas en actos violentos como por la destrucción de cosechas y las consiguientes hambrunas. Máxime si se tiene en cuenta que por regla general el invasor pretendía vivir sobre el terreno y realizaba sus actos de guerra normalmente en primavera y verano. En esta época los efectos demográficos principales producidos por las invasiones habrían afectado a las regiones balcánicas del Imperio, estando especialmente bien testimoniados y estudiados arqueológicamente sus efectos sobre la Tracia. Golpeada en el siglo cuarto por las invasiones góticas, Tracia volvería a padecer en el quinto las húnicas, hasta el punto que en el 505 el gobierno imperial tuvo que establecer un régimen fiscal excepcionalmente favorable para esta región muy desorganizada. En el siglo sexto los efectos de las invasiones serían todavía más graves, especialmente con las oleadas búlgaras y ávaras del 550-560, que pudieron causar una auténtica despoblación de las campiñas trácicas. Por el contrario, otras regiones bizantinas objeto de frecuentes invasiones -Tiria occidental y Mesopotamia- sufrirían especialmente por la quiebra del comercio que suponían estas penetraciones hostiles, siendo ésta una fuente de riqueza muy importante para las ciudades del área. Pero además de estas catástrofes y causas naturales la demografía protobizantina se vio afectada por otras motivaciones de índole psicológica, al tiempo que las mismas penurias demográficas incidieron en la misma concepción del matrimonio y de las relaciones familiares. Los datos a nuestra disposición testimonian que la edad normal del matrimonio para los varones se situaba entre los 18 y 30 años, mientras que las mujeres lo contraerían antes, por la alta valoración que se tenía de la virginidad femenina: normalmente entre los 12 y los 16 años. De donde se derivaba una mortalidad pospueral más elevada de lo normal, además de un ciclo de embarazos con intervalos normalmente de dos años. Estadísticas realizadas sobre inscripciones funerarias, y pertenecientes a gentes de posición económica desahogada de Asia Menor, prueban una natalidad media por familia de unos seis hijos, aunque sólo cuatro por término medio llegarían a la edad adulta. Por otro lado, no debería perderse de vista que toda la cultura tardoantigua en Bizancio fue poco favorable hacia la actividad sexual y reproductora en general. Hasta el punto que algunos radicalismos de la herejía cristiana llegarían a negar toda sexualidad como pecaminosa. De forma que a los medios contraconceptivos y abortivos tradicionales se vino a unir entonces la pura y simple no relación sexual. A este respecto no debe despreciarse el número elevado de gentes en edad núbil que en cada generación escapaba al matrimonio con la aceptación del celibato de vocación clerical. Incluso no fue extraña la existencia de las llamadas subintroductae, o mujeres que vivían con un compañero pero negaban toda relación carnal, dedicándose en compañía a la práctica de la ascesis. Entre las gentes pobres éstas y otras formas de celibato, como el monacato, o alejamiento de la procreación, como era el caso de la prostitución, se veían favorecidas por el mismo éxodo rural huyendo de las miserias y sobreexplotación fiscal y señorial. Frente a estas limitaciones para la necesaria reposición generacional se dieron también otras actitudes contrarias, o favorables, a la misma. De manera que se ha podido hablar de un reforzamiento de los lazos matrimoniales en la sociedad bizantina de la época. Así se testimonia una tendencia a celebrar el matrimonio a edades más precoces y a exigir una mayor estabilidad al mismo; lo que en la legislación se reflejaría en una igualación entre esponsales y matrimonio en tiempos de Justiniano. Al mismo tiempo se reforzará la autoridad paterna para fijar el matrimonio. La misma legislación justinianea igualará matrimonio y concubinato, en una clara tendencia a estabilizar cualquier tipo de unión o cohabitación heterosexual, que culminaría en el siglo VIII en la Ecloga de los emperadores isaurios. Por otro lado, a pesar de ciertas limitaciones eclesiásticas, el número de matrimonios consanguíneos parece que era bastante elevado, lo que venia a reforzar los lazos matrimoniales con los del parentesco, observándose así en la documentación de la época una importancia creciente de las relaciones entre tío y sobrino, siendo normal la herencia de cargos del segundo por el primero o los matrimonios entre primos hermanos, aunque esto último acabará encontrando la prohibición de la legislación eclesiástica (692) e imperial.
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El momento decisivo en la biografía de Kruschev -que fue también un suceso fundamental para comprender la Historia del régimen soviético- tuvo lugar durante el XX Congreso del PCUS, en febrero de 1956, durante el cual por vez primera fueron denunciados los crímenes de Stalin. El origen de la denuncia llevada a cabo por Kruschev resulta un buen testimonio de que en el seno del régimen soviético el factor ideológico tenía muy a menudo un valor instrumental. Si Kruschev suscitó la cuestión fue, en gran medida, para disponer de un arma con la que dominar al resto de los dirigentes del partido. Hasta entonces, lo máximo que había llegado a decirse de Stalin desde que murió es que había olvidado el principio de colegialidad leninista. Kruschev, frente a muchos de los dirigentes del partido como Molotov, Vorochilov, Malenkov y Kaganovich, propuso una especie de confesión que borrara los pecados colectivos e incluso sugirió que antiguos presidiarios podían contar su experiencia ante el pleno del Congreso del PCUS. El origen de la propuesta fue el previo trabajo de una comisión dirigida por Pospelov cuyos resultados llegaron al Politburó, formado por tan sólo once miembros, que era quien debía decidir. Si se optó por presentar la cuestión ante el Congreso del partido fue porque a Kruschev le obsesionaba: logró que le apoyaran los más jóvenes, alguno de los cuales había sido promovido por él mismo para su puesto dirigente. Molotov, en sus memorias, por el contrario, llega a decir que el terror era necesario para estabilizar el país, pero que debió ser utilizado en la época de Stalin "con mayor prudencia". La intervención parece haber sido decidida en el último momento y eso puede explicar que la transcripción de la misma parezca un tanto deslabazada. Kruschev dio algunos datos acerca de la represión y enfocó la figura histórica del georgiano con la ambigüedad que ya se ha apuntado. No hizo alusión alguna a lo acontecido en los años veinte o treinta, como si eso resultara justificable, y quiso presentar lo sucedido en la época posterior con una voluntaria sordina y con prudencia manifiesta, puesto que las revelaciones podían tener -como, en efecto, sucedió- un profundo impacto sobre todo el mundo comunista y no sólo el soviético. "Nosotros debemos examinar de la manera más seria el culto a la personalidad", afirmó. Pero en el Congreso no se tomaron notas y no se discutió sobre las revelaciones que fueron recibidas con un helado asombro por parte de los presentes. "Nada de lo que se refiere -al "culto a la personalidad"- debe aparecer al exterior del partido, en particular en la prensa" porque, aseguró, "no debemos proporcionar municiones al enemigo; no debemos lavar nuestra ropa sucia ante sus ojos". La actitud de Kruschev fue, por tanto, una demostración de su valentía, pero también de que no era capaz de extraer las consecuencias últimas del terror aceptando que afectaran a la esencia misma del sistema soviético. El XX Congreso fue, en gran medida, protagonizado en exclusiva por su secretario general. Como muy bien escribió Solzhenitsin, hubo en la decisión de Kruschev un "movimiento del corazón" de una persona impulsiva y generosa que seguía identificado con una mística revolucionaria, pero que estaba sinceramente preocupada por el destino de millones de personas, mientras que el resto de la clase dirigente no quiso arriesgarse a hacer unas revelaciones que podían tener consecuencias suicidas. De momento, la liberación de millones de personas se hizo sin una reivindicación total y concluyente: cuando regresaron de los campos encontraron que tenían acceso a una vivienda pero no podían ocupar puestos políticos. Sólo una parte de los pueblos enviados hacia el Este fueron rehabilitados y acerca de las disputas que tuvieron lugar entre los bolcheviques de la primera hora se siguió considerando que la ortodoxia le correspondía a la interpretación de que Stalin siempre había tenido razón. La propia idea de que Stalin debía ser condenado por su "culto a la personalidad" testimonia que la crítica quería evitar llegar a lo más decisivo y esencial del régimen. El contenido del informe fue oído por los delegados en sesión cerrada y de él se dio conocimiento a las delegaciones extranjeras. Por más que se recomendara la máxima discreción, la intervención de Kruschev llegó a ser conocida a través de Varsovia en el mundo occidental y fue finalmente publicada por el Departamento de Estado norteamericano. En el mundo comunista, causó una impresión muy perdurable de modo que bien se puede decir que señala un hito en su Historia. Nunca, estando Kruschev en el poder, los soviéticos admitieron que el texto hecho público en Occidente fuera auténtico, aunque tampoco lo desmintieron de forma taxativa. A él y a quienes ejercían el poder a su lado les sirvió para asentarse en el poder, pero quienes le sucedieron procuraron olvidarlo o restarle importancia. La importancia de la desestalinización varió mucho en el interior de la URSS. En Georgia, llegaron a producirse motines populares, señal de que una parte del pueblo ruso puede haber interiorizado la vinculación con el personaje desaparecido. La propia política oficial no avanzó mucho más en el proceso de descubrimiento del terror estalinista. En el caso del propio Kruschev, se dio la contradicción de que hizo desaparecer, por ejemplo, la documentación relativa a la ejecución de 22.000 oficiales polacos en Katyn durante la Segunda Guerra Mundial. Pero, en cambio, el impacto en el mundo intelectual fue perdurable. Un historiador, Burdjalov, llevó hasta sus últimas consecuencias el informe de Kruschev al investigar sobre el período. En 1957, Pasternak publicó en el extranjero Doctor Zhivago, que sometía a la propia revolución de 1917 a una profunda crítica. Con él obtuvo el Premio Nobel en 1958, que, sin embargo, no pudo recibir personalmente por la oposición de las autoridades. El propio carácter de Kruschev, si por un lado era capaz de actos como dar comienzo a la desestalinización, alimentó también, por la provocación a las actitudes más conservadoras, el surgimiento de una oposición contra su persona que estuvo a punto de hacerle perder el poder en el plazo de tan sólo unos cuantos meses. Sus frecuentes ausencias de Moscú dieron a sus opositores la posibilidad de confabularse en su contra. En junio de 1957, sus adversarios le acusaron de ignorancia económica, autoritarismo y exceso de impulsividad. Su "aventurerismo sin principios", por decirlo con la jerga del régimen, puede haber estado justificado por su propósito de alcanzar a los Estados Unidos en el imposible plazo de tan sólo cuatro años. En el Politburó fue derrotado por siete votos a cuatro pero consiguió que la cuestión pasara al Comité Central del PCUS. En este momento el Ejército, que trasladó a sus miembros a Moscú para hacer posible la reunión, puede haber jugado un papel a su favor. En el Comité, la mayor parte de los que intervinieron adoptaron una posición partidaria del secretario general porque interpretaron que la victoria de sus enemigos suponía la vuelta al estalinismo. Tras ocho horas de reunión, logró imponerse con dos tercios de los votos. Inmediatamente a continuación los derrotados pasaron a ser denominados como "el grupo antipartido" y fueron marginados de la dirección. De esta manera, fueron expulsados Malenkov, Molotov -que pidió hasta cuatro veces la readmisión hasta conseguirla definitivamente en la época de Chernienko- y Kaganovich. No obstante, a diferencia de lo que había sucedido con Beria, quizá por el carácter de Kruschev pero también porque la clase dirigente soviética estuviera ya harta de purgas, la derrota de los enemigos del secretario general no supuso derramamiento de sangre, sino pura y simple marginación. En ese año 1957, Kruschev completó, por tanto, su poder por el procedimiento de marginar de él a quienes le habían ayudado en su ascenso: como en ocasiones anteriores y posteriores en la Historia soviética, el secretario general empleó su tiempo inicial en desembarazarse a derecha e izquierda de sus posibles rivales. Ya en 1955 se había producido el desplazamiento en puesto de primer ministro de Malenkov por Bulganin. En 1957, marginó al mariscal Zhukov que, convertido en el primer militar que llegaba al Politburó, había desempeñado un papel crucial a la hora de librarse de Beria y quizá también en la conspiración posterior. Fue acusado de "culto a la personalidad", pecado tanto más grave cuanto que le era achacado al propio Stalin. Lo cierto es que esta expresión parece plenamente justificada en relación con el propio Kruschev, de quien en los Congresos del partido se alababa "su firmeza leninista", su "profundo conocimiento práctico", su "paternal solicitud" y su "energía sin límites". Aparte de la Secretaría general del partido, asumió también, desplazando finalmente a Bulganin, el cargo de primer ministro y el de presidente del Consejo de Defensa, suprema autoridad militar de la URSS. En definitiva, había concentrado la totalidad del poder en sus manos. Los años entre 1958 y 1960 pueden ser considerados como aquellos en los que Kruschev alcanzó el ápice su poder. Durante estos años parece haber sido genuinamente popular y no sólo porque libró a la sociedad soviética del auténtico ascetismo de consumo al que le había sometido la dictadura de Stalin. En efecto, por más que en buena medida actuara de una forma reactiva respecto a sus adversarios políticos lo cierto es que Kruschev tuvo un claro designio y programa reformistas. En realidad, fue Malenkov quien defendió dar mayor importancia a las industrias de consumo a partir de 1953 y, entonces, Kruschev se opuso porque necesitaba tener el apoyo de los militares para consolidar su poder, aunque luego adoptara buena parte de las posiciones. Pero fue luego quien llevó a cabo estos planes. Resulta, pues, necesario profundizar en su actitud política para explicar su reformismo. Para él, la mística revolucionaria seguía desempeñando un papel muy importante. No era un producto completo del sistema estaliniano, como luego lo fue Breznev, pero tampoco era un compañero de Stalin que hubiera compartido con él una tarea política en los años veinte o treinta. Quizá estos factores contribuyen a explicar que se convirtiera en el primer desestalinizador. Era un hombre simple, con unas ideas muy elementales acerca de cómo sustituir una Rusia tradicional a la que todavía recordaba -parecía un campesino o un obrero industrial recién emigrado a la ciudad- por otra nueva. Nunca se liberó de una visión estrictamente maniquea acerca del mundo capitalista al que creía con sinceridad que la URSS superaría. No obstante el liderazgo de Kruschev tuvo también graves inconvenientes. En muchos sentidos y como muchos otros líderes soviéticos parece haber tenido una especie de complejo de inferioridad con respecto a Occidente mientras que su planteamiento ideológico le llevaba al mismo tiempo a considerar que el enfrentamiento con el capitalismo era inevitable y que en él la victoria le correspondería finalmente al comunismo. De ahí que prometiera, en un plazo muy breve de tiempo, superar a los países capitalistas, algo que sorprendió a muchos de los propios dirigentes soviéticos porque era irrealizable, aunque se explicara en el contexto de los primeros éxitos en la carrera espacial. Parece indudable que sus opiniones eran sinceras y espontáneas pero muchos de sus proyectos fueron producto de la improvisación a la que le llevaba su falta de formación o el exceso de entusiasmo.
obra
Este lienzo formaba parte de una serie sobre la Pasión de Cristo realizada por Rembrandt entre 1632 y 1646 para el Príncipe Frederik Hendrik, Estatúder de los Países Bajos en estas fechas. A este mismo encargo pertenecen La erección de la cruz y El descendimiento de la cruz. Esta maravillosa serie no fue pintada por el maestro de una sola vez, si no que iba alternándola con otros encargos que le surgían. Este es el motivo por el que existen diferencias estilísticas entre las diversas obras. La deposición que observamos tiene como principal protagonista al potente foco de luz procedente de la izquierda que impacta en el cuerpo muerto de Cristo y en las figuras más cercanas, dejando el resto de la composición en semipenumbra. Tiziano, Tintoretto y Caravaggio ya habían experimentado en sus respectivas obras con estos juegos lumínicos, demostrando así Rembrandt su amplio conocimiento de la pintura renacentista y barroca italiana. Incluso el esquema empleado aquí -un triángulo cuya base se encuentra en la base del lienzo y el vértice en la cabeza del hombre que tira del sudario de Cristo- está inspirado en la pintura italiana. A pesar de la oscuridad generalizada en la composición, el maestro consigue dotar de dramatismo y tensión a la escena, especialmente en el grupo de Marías que lloran a los pies de Cristo. Para crear la sensación atmosférica de un lugar cerrado, Rembrandt ha recurrido a una pincelada rápida, algo más suelta de lo habitual, sin interesarse por los detalles.
contexto
El aumento de los precios y las dificultades del tráfico marítimo con las colonias de América habían sido las características de la crisis de los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX. A partir de 1812, la característica económica será la de una brutal depresión, que se manifestó con una caída espectacular de los precios, mientras que continuaron las dificultades del tráfico exterior. A partir de 1812 los precios bajaron de una manera continuada. Si establecemos la base 100 en ese año, el valor índice en 1820 sería de 49,5; en 1830 de 34,2 y en 1833 de 35,6. Los factores de esta deflación pueden reducirse sustancialmente a dos: la Guerra de la Independencia y la emancipación de las colonias de América. En cuanto a la primera, hay que considerar que fue la guerra más catastrófica de toda nuestra Historia Moderna, desde el punto de vista de las pérdidas puramente materiales. Además de que fue una guerra larga que duró casi siete años, se libró en todo el territorio nacional, excepto en Cádiz, que fue la única ciudad que se vio libre del dominio de las tropas napoleónicas, aunque también sufrió los efectos de su artillería. También hay que tener en cuenta que fue una guerra en la que no existió un frente ni una línea de combate definida, sino que fue todo el país el que estuvo en combate todos los días. Podríamos calificarla, por consiguiente, de una guerra total, en el sentido de que en ella participaron militares y civiles sin distinción de categoría o clase. No existieron reglas ni se respetaron las mínimas condiciones que permitiesen un respiro al enemigo. Todo valía, si con ello se conseguía eliminar al contendiente o minar su moral sobre el terreno y eso llevó a que en cada lugar y en cada instante se estuviese en pie de guerra hasta las últimas consecuencias. Se ha llegado a estimar en un millón los muertos que produjo la guerra de la Independencia en España, donde existía una población que no llegaba a los doce millones de habitantes, lo que representa una cifra manifiestamente elevada. Pero además de las víctimas, hay que considerar lo que significó de destrucción material del país: ciudades arrasadas, olivares talados, obras públicas -puentes, caminos y comunicaciones en general- destruidas y fábricas desmanteladas. Cuando terminó la guerra en 1814, España se hallaba prácticamente en ruinas después de tan prolongada y dura confrontación. El otro factor que contribuyó a provocar la deflación fue la emancipación de las colonias de América. El proceso político comenzó cuando se crearon las Juntas al otro lado del océano con el objeto de organizar un poder provisional en tanto el monarca estuviese prisionero de Napoleón. A partir de 1810 aparecen los primeros síntomas independentistas y cuando terminó la guerra ese sentimiento se había generalizado en todo el territorio americano. La independencia se iba a consumar en el momento menos oportuno, puesto que la ruina del país y la confrontación entre absolutistas y liberales iban a desviar la atención de los españoles hacia los problemas del interior y a descuidar la solución de la grave cuestión colonial. Desde el punto de vista económico, las consecuencias de la emancipación de las colonias fueron simétricamente inversas a los que había supuesto su incorporación a la Monarquía durante los últimos años del siglo XV y el siglo XVI. Si las Indias habían convertido a España en una potencia de primer orden en el concierto internacional, su pérdida iba a relegarla a una situación de postración y de marginación respecto a los países más poderosos. La catástrofe económica producida por la emancipación la ha resumido con acierto J.L. Comellas en cuatro puntos: 1) Falta de metal acuñable, pues deja de venir de América el metal precioso que, en mayor o menor cantidad, se había servido para fabricar la moneda circulante en España. Escasea el dinero de una forma brutal. 2) Falta de productos ultramarinos, que constituían una riqueza barata y de extracción fácil y cuyo comercio, además, se hallaba monopolizado por el Estado, que evitaba el tráfico directo de estos productos -café, cacao, azúcar, tabaco, materias tintóreas, etc.- con otras naciones. 3) Falta de mercados de exportación, pues los productos españoles manufacturados dejaron de tener una fácil salida entre los consumidores de las colonias, quienes, a causa de la protección existente sobre este tráfico, no podían abastecerse más que de lo que le llegaba desde España. 4) Falta de las reexportaciones a los países europeos que se realizaban con los excedentes de los productos americanos que no eran consumidos en España, y que eran objeto de demanda en el resto del Viejo Continente. Cuando faltaron estos productos, España tuvo poco que exportar, puesto que lo que producía por sí misma era poco competitivo en los mercados de Europa.
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Las influencias de Ratzel, Kjellen, Mackinder y, en particular, de Haushofer sobre la política nazi suelen exagerarse, incluso en la actualidad. Pero contribuyeron a crear un caldo de cultivo de otro tipo de argumentos más radicales, que son indisociables de las peculiares concepciones racistas del nacionalsocialismo. La carrera política de Hitler se inició relativamente tarde, cuando tenía ya casi treinta años, y, en todo caso, después de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Esta experiencia explica que la política exterior constituyera uno de los pilares de su pensamiento, dominado en un principio por la aspiración a modificar los resultados del derrumbamiento de los sueños imperiales. Este incipiente revisionismo no excluyó nunca, desde sus orígenes, el recurso a la guerra, si bien en el contexto de una política de alianzas dominada por los imperativos de la geografía: alianza con Italia (incluso antes de la llegada de Mussolini al poder) y con Inglaterra contra el enemigo secular en el Oeste: Francia. Ya en 1922, sin embargo, Hitler pensaba en la posibilidad de triturar la Unión Soviética, con ayuda inglesa, a fin de conseguir territorio que poblar con colonos alemanes. De hecho, en algunas de sus manifestaciones más tempranas aflora ya la idea de que en el Este había abundante espacio que ocupar para obtener la producción agrícola que hacía imperativa la expansión demográfica. En la prisión de Landsberg empezó a escribir Mein Kampf. En su primer tomo, aparecido en 1925, Hitler dio con la solución: los alemanes tenían el derecho moral de adquirir territorios ajenos gracias a los cuales cabría atender al crecimiento de la población. Se preconizaba la ocupación territorial frente a otras alternativas de resolver el dilema (control de natalidad, intensificación de la colonización interior, integración en las corrientes comerciales internacionales vía forzamiento de la exportación) y se divisaba en la marcha hacia el Este la continuación de las conquistas de los caballeros teutones de antaño. En el segundo tomo, aparecido algunos meses más tarde, en 1926, Hitler se pronunció claramente por la absoluta necesidad de eliminar la desproporción entre la población alemana y la superficie territorial que ocupaba, contemplada esta última como fuente de alimentación y como plataforma de potencia militar. Tal eliminación no estribaba en restaurar las fronteras de 1914, que le parecían ilógicas, sino en conquistar nuevas tierras al Este, donde el gigante soviético estaba condenado al colapso debido a sus disensiones internas. Estas nociones determinaban la naturaleza de la política exterior tal y como la entendía Hitler: la lucha por la conquista del nuevo espacio vital, y no la rectificación de las fronteras políticas, estaba en la base de la acción exterior del Estado. Pero, ¿para qué? No sólo para asegurar el sustento a la población -creciente, según él-, sino, y sobre todo, para garantizar su supervivencia, a expensas de las razas inferiores. La política exterior de Hitler no puede comprenderse, en efecto, sin esta vinculación esencial. Lo que la lucha de clases era al marxismo, era para el nacionalsocialismo la lucha entre las razas. En un "tour de force" conceptual que miraba al pasado, la biología se convertía en el valor supremo y determinante de los valores fundamentales de la comunidad nacional. Ya en su primer escrito político, una carta del 16 de septiembre de 1919, Hitler abogaba por la eliminación de los privilegios de que gozaban, según él, los judíos y por la adopción de medidas legales para reducir su influencia. Un crudísimo darwinismo social malamente digerido y la soberbia creencia en la innata superioridad de la raza aria fueron los pilares de la filosofía política, extremadamente burda, de Adolf Hitler. El que luego fue Führer divisaba en la existencia humana una lucha amarga por la supervivencia. Para él los hombres no se diferenciaban de los animales, en la medida en que su conducta estaba condicionada claramente por dos factores básicos, el hambre y el amor. Para mantenerse a sí mismos, los hombres debían satisfacer el primero, y al atender al segundo contribuían a la perpetuación de la especie. Sin embargo, como el espacio a disposición del hombre estaba limitado por la geografía y los confines del planeta, la lucha entre las razas era la consecuencia inevitable de la aspiración del ser humano a colmar sus anhelos. El principal deber de la raza era sobrevivir y propagarse. Esto sólo podía conseguirse gracias a la expansión territorial y a expensas de otros pueblos. La raza de mejor calidad tenía un derecho sagrado a asegurar su supervivencia, y así la historia se convertía en la suma de los esfuerzos en pos de dicha supervivencia a través de la conquista de nuevo espacio vital. La política era, simplemente, el arte de dirigir tal esfuerzo, y el fin de la política exterior consistía en establecer una relación sana y viable entre la población de una nación y su crecimiento, por un lado, y la cantidad y calidad de suelo de que dispone, por otro. En su Segundo libro, continuación lógica de Mein Kampf y que no llegó a publicarse (data de 1928), Hitler conjuntó los elementos esenciales de su pensamiento: su misión histórica estribaba en aniquilar a una raza de escaso valor, los judíos, que obstaculizaban la conquista del espacio a las superiores y que carecían de uno propio que proteger o ampliar. El pueblo judío no puede proceder, por falta de capacidad productiva, a construir un Estado de anclaje territorial. Necesita, como fundamento para existir, del trabajo y de la capacidad creadora de otras naciones. La existencia del judío se convierte, así, en parasitaria dentro de la vida de otros pueblos. Si el suelo (espacio) constituía la base general de la economía que satisface las necesidades de un pueblo merced a los esfuerzos que éste desarrolla, dado que los judíos no tenían suelo propio, se entendía que vivían a costa del de sus anfitriones y gracias a las energías productivas de estos últimos. Eran parásitos y, en consecuencia, dañinos. Hitler reconocía el derecho de otros pueblos a buscar su propio espacio vital, siempre y cuando tuvieran un alto valor racial y no se vieran corrompidos por el parasitismo judío. Dichos pueblos eran rivales naturales del alemán, pero éste podía aliarse con ellos si aspiraban a conquistar espacios en los que Alemania no quería penetrar. Tal era el caso de Italia, con su política expansiva en el Mediterráneo y hacia África; o de Inglaterra, con su proyección ultramarina. Pero el papel histórico de Alemania, del pueblo alemán, era vencer a Francia y luego extenderse en el Este a costa de Rusia, infestada completamente por el judaísmo.
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En efecto, cuando tuvo lugar la ofensiva alemana sobre Francia ya las condiciones iniciales de la guerra se habían modificado en favor del atacante. El clima dominante en el Ejército francés había empeorado por la inactividad y no tenía, hasta el momento, ante los ojos otra cosa que el espectáculo de una sucesión de derrotas. El carácter equilibrado del balance de fuerzas hasta ahora existente se había modificado de manera notoria en contra de los franceses, no sólo porque la superioridad demográfica alemana permitió a este país movilizar más hombres sino porque, además, multiplicaron por dos el número de divisiones acorazadas. Entre los países al margen de la contienda, la impresión de que Alemania iba obteniendo la victoria era también predominante. El inquieto Mussolini empezaba a pensar -y así lo dijo- en la posibilidad de que su país quedara convertido en una especie de Suiza multiplicada por diez, carente de cualquier papel en los foros internacionales. Pero lo que verdaderamente supuso un giro cardinal en la guerra -e incluso en la Historia de la Humanidad- fue la derrota francesa, producto de la voluntad férrea de Hitler y de una serie de circunstancias fortuitas. Desde noviembre de 1939, el Führer había impuesto a sus generales una estrategia tendente a derrotar de forma rápida y expeditiva a Francia. Temía que, de no hacerlo, los aliados vieran modificarse de nuevo a su favor la situación y, sobre todo, tenía una enorme confianza en el procedimiento que le había dado la victoria hasta el momento. Según advirtió a sus generales, la aviación y los carros alemanes habían llegado a su "apogeo técnico" y eso le daba la garantía de poder derrotar a Francia en un plazo corto de tiempo. Sus altos mandos, sin embargo, consideraban demasiado arriesgada la operación y este hecho, junto con el mal tiempo, explica que se dilatara su inicio hasta una treintena de veces. Eso, a su vez, tuvo una ventaja para Hitler y una enorme desventaja para Francia. En el transcurso de esos meses, el plan original que preveía un ataque por la zona menos ondulada de Bélgica fue sustituido -tras ser descubierto este plan por los servicios belgas- por una ofensiva en la zona de Las Ardenas (Plan Manstein), lo que, como veremos, fue decisivo para la victoria. Por el momento, el descubrimiento de los iniciales planes alemanes confirmó a los franceses en lo que siempre había sido su idea respecto de la ofensiva adversaria. Ni siquiera fue una novedad para ellos que, a diferencia de lo sucedido en 1914, la ofensiva se produjera también en Holanda y no sólo en Bélgica. La nueva estrategia bélica de la Wehrmacht determinó un agravamiento en la situación de los aliados, que tuvieron que avanzar en Bélgica y Holanda en el preciso momento en que se producía el ataque alemán, porque, de hecho, fueron metiéndose progresivamente en una trampa sin salida. Lo peor para ellos fue, sin embargo, la incomprensión de la estrategia de la "Guerra relámpago". Aunque De Gaulle hubiera confirmado con lo sucedido en Polonia el papel decisorio que podían tener carros y aviones, los altos mandos franceses estaban muy lejos de haber aprendido nada. Pétain, por ejemplo, seguía siendo partidario de una línea continua de defensa y fortificación. Caso de ofensiva con carros, serían detenidos por los campos minados y por la artillería destinada específicamente contra ellos, al mismo tiempo que se procedería a continuación a contraataques por los flancos. La aviación, según el héroe de Verdún, no podía jugar ningún papel en el desenlace de la batalla. Por si fuera poco, los aliados estuvieron muy desorganizados a lo largo de los días decisivos. En marzo, Daladier había sido sustituido por Reynaud al frente del Gobierno francés pero, aunque el nuevo jefe del ejecutivo había demostrado interés por las nuevas estrategias, por el momento nada cambió. El mando superior francés estuvo en la práctica dividido entre los generales Gamelin, que tenía la suprema responsabilidad, y Georges, que la ejerció en el propio terreno de combate. Cuando las cosas empezaron a ir mal, Gamelin fue sustituido por Weygand y se incorporó al Gabinete a Pétain, hasta entonces embajador en Madrid. Pero entonces no sólo ya era tarde sino que estos nombres no significaban más que la perduración de viejas estrategias que ya estaban derrotadas. Por si fuera poco, hubo lentitud en el traspaso de poderes, desconexión entre aire y tierra y un exceso de optimismo, de modo que cuando se empezó a experimentar la derrota no se quisieron transmitir las peores impresiones, porque parecían excesivas. En cuanto a los británicos, tan sólo unos días antes del comienzo de la ofensiva alemana habían cambiado su Gobierno, que ahora presidía Churchill. Su liderazgo resultaría decisivo para el mantenimiento de Gran Bretaña en la guerra, pero, de momento, se trataba de un personaje que había tenido un pasado errático y podía haberlo concluido por una planificación deficiente de la actuación de la Flota británica en Noruega. A todos estos factores, en fin, hay que sumar otro absolutamente decisivo. Pétain y en general todo el Ejército francés habían considerado Las Ardenas como "impenetrables", en especial para un ataque con carros, de modo que allí donde se produjo la concentración del ataque alemán era donde los franceses habían situado unidades más débiles y menos numerosas. La batalla del río Meuse, que permitió a los alemanes tomar Sedán y desarticular todo el dispositivo adversario, se caracterizó por la brillantez y la rapidez en la ejecución, a cargo del general Guderian. Tras reducir a un tercio el tiempo que los adversarios pensaban que necesitaría para realizar la penetración, se volvió bruscamente hacia la costa, que alcanzó en apenas una semana. De esta manera, quedó establecido en una especie de franja de 250 kilómetros, con una anchura de apenas cuarenta, y todavía prolongaría más el frente cuando ascendió por la costa otro centenar de kilómetros hacia Dunkerque. La maniobra fue espectacular, pero también se entiende la mezcla de entusiasmo y angustia con que la acogió Hitler. En ese momento, una contraofensiva decidida por parte aliada podía haber puesto en peligro absoluto a las mejores tropas alemanas. La metáfora de Churchill parece acertada: la tortuga había hecho sobresalir su cabeza más allá del caparazón y con ello la había puesto en peligro. Hitler era consciente de ello. Por dos veces, a Guderian se le ordenó detener su ofensiva y el general alemán cumplió, aunque con renuencia, estas órdenes. Pero los aliados, que hubieran debido reaccionar con decisión y rapidez, no lo hicieron en absoluto en el preciso momento en que debían (es decir, de forma inmediata) e incluso, si lo hubieran hecho, es posible que fuera ya demasiado tarde porque en el transcurso del ataque los alemanes habían reducido a la nada una veintena de divisiones adversarias de modo que ya tenían una superioridad manifiesta. La ofensiva aliada, de todos modos, ni siquiera se intentó con verdadera decisión y otros acontecimientos se cruzaron con esta difícil situación militar en el momento clave de la batalla. La primera parte de ella estuvo centrada, desde el punto de vista francés, en el ataque alemán sobre Bélgica y Holanda. Lo que llamó la atención a este respecto fue el empleo de unidades paracaidistas, muy reducidas en número pero de alta eficacia. Las tropas aerotransportadas consiguieron, mediante operaciones por sorpresa, la destrucción de las mejores fortalezas defensivas belgas -Eben Emael- o la ocupación del puerto de Rotterdam. Obsesionados por estos hechos, los franceses no se dieron cuenta de que el principal esfuerzo ofensivo se dirigía hacia el Sur y la costa. Luego, cuando ya lo hubieron constatado, la capitulación del Ejército belga, el 18 de mayo, vino a agravar todavía más la situación. Se llegó así al reembarco del ejército expedicionario británico en Dunkerque. De nuevo en este caso, Hitler tendió a moderar la velocidad de actuación de sus unidades, no porque quisiera dar una nueva oportunidad a Gran Bretaña para pactar su salida de la guerra, como sospecharon algunos generales, sino por temor a arriesgar en exceso a sus fuerzas blindadas. La misión de acabar con la bolsa en torno a la ciudad francesa le fue encomendada a la aviación, pero ya en este momento los alemanes empezaron a descubrir que en los británicos tenían unos serios contendientes en el espacio aéreo. En total, unos 375.000 hombres, dos tercios de los cuales eran británicos, atravesaron el Canal en sentido inverso al que habían hecho no hacía tanto tiempo. Habían perdido su equipo y, por tanto, no eran tan decisivos para el sostenimiento de Gran Bretaña pero, en ésta, la salvación de una parte del Ejército propio fue interpretada casi como un milagro. Los franceses, por el contrario, interpretaron tanto el reembarque como la negativa británica a poner en juego la totalidad de su aviación en el continente como una traición. Cuando Churchill, como remedio supremo, propuso la unión entre los dos países, no logró ningún apoyo francés. Todavía Francia intentó mantener una línea de resistencia, pero muy pronto se desmoronó. Los propios alcaldes de pueblo se negaban a que en sus poblaciones se establecieran los puntos de resistencia. Partiendo de esa inicial idea de que su Ejército era el mejor del continente, los franceses acabaron por llegar a la conclusión de que su derrota suponía que Alemania era invencible. Desde la primera semana de junio, los mandos militares pidieron un armisticio que finalmente fue aplicado el 25 de este mes. La culpa del desastre, según la interpretación generalizada entonces, residía en la política de la Tercera República. De ahí al colaboracionismo con el ocupante alemán solamente había un paso y muchos no tardaron en darlo. Quienes atendieron al llamamiento del general De Gaulle para proseguir el combate al lado de Gran Bretaña constituyeron, en el primer momento, una minoría muy reducida. El 3 de julio, la destrucción por parte de los británicos de la flota francesa para evitar su utilización por los alemanes pareció establecer un abismo entre los dos antiguos aliados. La fase final de la batalla de Francia presenció la intervención de Italia en la guerra. Mussolini pensó en este momento que le bastaba tener un millar de muertos para conseguir sentarse en la mesa del vencedor y participar en el reparto del mundo. Su declaración de guerra tuvo, sin embargo, muy poco impacto en la evolución de los acontecimientos militares. La interpretación que hizo Roosevelt, de acuerdo con la cual el Duce habría sido incapaz de dejar de apuñalar por la espalda, parece correcta. Franco fue más cauteloso, pero también se ofreció para participar en el conflicto, porque tenía un apetito de expansión territorial semejante al del dictador italiano. De todos los modos, para comprender que Mussolini lo hiciera es preciso tener muy en cuenta el brusco giro que había dado la Historia de Europa en aquellos días. Una potencia decisiva -la considerada más fuerte desde el punto de vista militar- había sido liquidada, junto a un centenar de divisiones propias, a las que era preciso sumar, aparte de las diez británicas, una treintena de belgas y holandesas, con tan sólo 40.000 muertos del adversario. Alemania dominaba el Continente y para derrotarla tenía que producirse un desembarco de quienes habían sido ya vencidos en el campo de batalla. También había fracasado la expectativa soviética de que todas las potencias se desgastaran en su lucha por la hegemonía. Todas las reivindicaciones contra el poder franco-británico, que mediatizó a Europa y a sus colonias durante tanto tiempo, parecían susceptibles de ser atendidas. La situación de Gran Bretaña era tan preocupante que no puede extrañar que sus responsables políticos decidieran enviar sus reservas de oro a Canadá, al otro lado del Atlántico.