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De procedencia griega, la palabra Diáspora equivale a dispersión. Con ella se designa la dispersión "voluntaria" del pueblo judío fuera de las fronteras de Palestina. Otro significado de la misma palabra es la designación de las comunidades judías que existen o han existido en todo el mundo. Como tal, la Diáspora no ha tenido lugar en una fecha concreta, sino que ha sido una prolongada sucesión de acontecimientos que han tenido lugar en la historia del pueblo hebreo. Con todo, han existido momentos en los que la Diáspora ha sido más intensa, especialmente en el mundo greco-romano desde el siglo III a.C. hasta el siglo II d.C. La primera Diáspora tuvo lugar cuando el rey babilonio Nabucodonosor conquistó Jerusalén y deportó a las clases altas de la comunidad hebrea. Posteriormente, durante el periodo helenístico y, más especialmente, durante la dominación romana, se produjo el exilio de un gran porcentaje de la población judía de Palestina. El momento culminante fue durante la primera guerra judaica, cuando Jerusalén fue conquistada por los romanos y el Segundo Templo destruido, en el año 70 d.C. Ya en este periodo eran conocidas comunidades hebreas en Egipto, Babilonia e incluso España. Las razones de la Diáspora han sido muy variadas. Existen motivos económicos, derivados de la presión demográfica sufrida por Palestina en momentos determinados y de crisis alimentarias. Otra razón es el proselitismo religioso, propio de casi cualquier creencia y presente también en el judaísmo, con el deseo de expandir su propia fe. Una tercera motivación para emprender la marcha de Palestina es la vinculación tradicional del mundo judío a las actividades mercantiles, lo que hizo que un fuerte contingente de población saliera para establecerse en colonias o enclaves comerciales. Finalmente están las razones de tipo político y religioso, que hicieron que muchos judíos huyeran de Palestina en momentos determinados para salvar su vida frente a las persecuciones de que eran objeto. Esta razón de la Diáspora ha sido siempre la más esgrimida por quienes ven en el judaísmo una actitud vital. Las relaciones de los judíos emigrados o exiliados con las comunidades de recepción han variado en función de muchos factores, como la época o el carácter más o menos abierto de los pueblos de acogida. Las situaciones, los medios de vida de los judíos de la Diáspora y su integración con las comunidades de acogida dependieron del grado de tolerancia con que se les admitía y se les permitía vivir conforme a sus leyes. En épocas de crisis, los judíos han sido siempre acusados de ser los causantes de los mayores desastres. Las relaciones del judaísmo con las otras dos grandes religiones monoteístas -cristianismo e islam- han sido también un factor a tener en cuenta. Tradicionalmente menos problemáticas con el segundo que con el primero, en ambos casos la tendencia era a la separación y la persecución, cuando no se llegaba a las deportaciones masivas y los asesinatos generalizados. El triunfo del cristianismo en el siglo IV como religión oficial del imperio romano significó el arrinconamiento de los judíos, a los que pronto se acusó de haber matado a Dios en la persona de Jesucristo. Esta acusación generó una animadversión general, la privación de derechos sobre sus ritos y vida cotidiana, y su dispersión fuera de Tierra Santa. La prohibición cristiana de practicar la usura hizo que actividades como el comercio o el préstamo fueran practicadas por los judíos, así como la de recaudadores de impuestos. Su rápido enriquecimiento causó malestar en épocas de crisis, lo que sin duda acentuó el odio de los cristianos y está en el origen de las masacres a que fueron sometidos. La culpa de la epidemia de peste negra que asoló Europa hacia 1348 recayó sobre las poblaciones judías. A partir del siglo XVI, incluso, los judíos, que anteriormente podían elegir libremente su lugar de residencia, comenzaron a ser confinados en barrios específicos, llamados ghettos por la zona de Venecia en que se localizó el primero de ellos. Entre las naciones musulmanes la situación de los judíos, con ser precaria, no fue tan angustiosa, pues en tiempos de tolerancia pudieron sobresalir como mercaderes, científicos, cortesanos, médicos o poetas. El mejor ejemplo de esta situación se pudo observar en el Al-Andalus de los siglos X-XII, donde destaca la figura del médico y filósofo Maimónides. Con todo, las poblaciones judías han habitado también en lugares específicos y apartados del la comunidad musulmana, como los barrios judíos de Marruecos, llamados mellah, entre los que actualmente el más numerosos es el de Casablanca. Tanto entre cristianos como entre musulmanes, la figura del judío ha podido jugar un papel importante como mediador cultural. La dispersión de los judíos por toda Europa, Asia y norte de África; su constante movilidad como mercaderes y su dominio de las lenguas han hecho de los judíos unos excelentes transmisores de cultura.
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Aparte de aquellos judíos del exilio que no vieron razones para volver cuando la restauración y que se mantuvieron unidos en su religión y tradiciones, la diáspora se nutrió de los que habían ido emigrando de forma más o menos voluntaria, según las circunstancias, para asentarse en numerosas ciudades del Mediterráneo oriental y del Próximo Oriente. Las más importantes colonias fueron las de Alejandría y Antioquía, sobre todo la primera. Los judíos alejandrinos formaron la más privilegiada y pujante de las comunidades israelitas dispersas, por el número de sus miembros, la prosperidad general que les caracterizaba y su capacidad de irradiación por todo el Mediterráneo. No conviene, sin embargo, equivocar el sentido de esta potencia; la totalidad de los judíos no eran ricos ni estuvieron dedicados al negocio en gran escala. Ni aquí ni, menos, en otros lugares de la dispersión. Había judíos dedicados a todas las especialidades laborales y en todos sus niveles, desde el trabajo de la tierra hasta las más variadas posibilidades de la economía mueble. Muchos vivían como soldados mercenarios. Incluso existían pobres y esclavos, a quienes sus correligionarios ayudaban y, en su caso, liberaban. Es decir, había desigualdades escandalosas entre los propios judíos diseminados. Las peculiaridades israelitas aportan una doble consecuencia: separaban a las comunidades del entorno en que vivían y las acercaban a los restantes núcleos judíos, de Palestina o de la diáspora. Surge la conciencia de unidad del judaísmo disperso. El aglutinante era la religión, que implicaba en todas partes, y de forma parecida, una referencia al templo de Jerusalén y su culto sacrificial y una práctica de culto sinagogal que pasaba sobre todo a través de la lectura y comentario de la Ley. También el culto de las sinagogas tenía los ojos puestos en Jerusalén y en la interpretación farisaica de la Torá, los profetas y los escritos. Por otra parte, las alternativas de los judíos en su patria palestina influían en los de la dispersión; cuando alcanzaban robustez en la tierra de Israel, mejoraban las perspectivas para las comunidades de la diáspora; cuando soplaban allí malos vientos, empeoraba con frecuencia la situación de los diseminados en tierra extranjera. Al final de la época helenística, había judíos en Persia, Mesopotamia, Siria, Fenicia, Ponto, norte del mar Negro, Capadocia, resto de Asia Menor, Egipto y Cirenaica, Cartago, Grecia, Macedonia e Italia. Parece que se puede hacer remontar el origen de la importante comunidad judía de la propia Roma a la época de los Asmoneos. Algunas de estas comunidades desarrollaron gran actividad religiosa e intelectual, si bien la más destacable, y además pionera, fue una vez más la de Alejandría. Los centros de oración y de estudio se llamaban, tanto en esta ciudad egipcia como en las demás regiones, proseuchaí, y posiblemente fuera el centro alejandrino el primero en recibir este nombre; al menos es aquí donde se documenta primero, en inscripción de época de Ptolomeo III Evérgetes, todavía en el siglo III a.C. La palabra sinagoga que acabaría por imponerse parece posterior y desde luego se refiere más a la comunidad de creyentes que al edificio que cobija sus actividades. La presencia del pueblo de Yahvé en tan apartados lugares del mundo conocido permite hablar del judaísmo como una de las grandes religiones de época helenística. Su religiosidad se deja sentir, y hasta queda abierta en un proselitismo que provoca la indefinición del medio-converso y que implica un riesgo para la identidad de la religión judía como soporte de un pueblo con no poco de conciencia nacional. Es el dilema del judaísmo disperso, frenado en su afán de misión universal por su propia prudencia y sobre todo por las reservas que al respecto había en Palestina, donde nunca se vio bien el proselitismo, salvo, todo lo más, en los casos de grupos semíticos infieles total o parcialmente, a los que se reconocía vinculación histórica al viejo cuerpo tradicional del pueblo israelita.
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Sólo la dictadura alemana establecida a raíz de la llegada de los nazis al poder el 30 de enero de 1933 fue una dictadura radicalmente totalitaria. Algunas de las dictaduras europeas (Hungría, Rumanía, Bulgaria) -y el régimen fascista italiano- se integraron en el nuevo orden que Hitler intentó crear a partir de 1939. Otras (Austria, Grecia, Polonia) sucumbieron ante él; una, Portugal, quedó al margen. Con todo, las diferencias entre el nacional-socialismo alemán y el mismo fascismo italiano -arquetipo, como es lógico, del fascismo- eran considerables. Hitler tenía algún punto en común con Mussolini al que, al menos hasta los años de la II Guerra Mundial, admiró sinceramente. Ambos eran de origen modesto y oscuro. De Mussolini ya se dijo algo anteriormente. Hitler, austríaco de nacimiento, hijo de un funcionario de aduanas y de una criada, mal estudiante (quiso, sin éxito, estudiar Bellas Artes), vivió hasta 1914, en Viena y Munich, una vida anodina y mediocre, con graves dificultades. Mussolini y Hitler lucharon como voluntarios en la I Guerra Mundial. Hitler se incorporó al ejército bávaro (no al austríaco) y ganó dos Cruces de Hierro al valor. Pero sus personalidades no eran idénticas. Hitler era ante todo un desequilibrado, un iluminado de psicología seudodelirante y oratoria ciertamente electrizante, y también hombre de aguda inteligencia política y gran capacidad para la maniobra y la intriga. Sobre todo, la mezcla atropellada de nacionalismo fanático, fantasías racistas pangermánicas, antisemitismo patológico, voluntad de dominio mundial y simplificaciones geopolíticas que definían al nacional-socialismo y que Hitler resumió en su libro Mein Kampf (Mi lucha), que escribió en la cárcel y publicó con gran éxito en 1925, era por completo ajena al mundo intelectual en que se movía el fascismo italiano. Mussolini sólo aprobó leyes antisemitas en 1938, cuando Italia era un Estado satélite de Alemania. Hasta esa fecha, la comunidad judía italiana convivió cómodamente bajo el fascismo. Una intelectual veneciana de esa ascendencia, biógrafa y amante del Duce, Margherita Sarfatti, fue una de las inspiradoras del movimiento artístico y cultural Novecento, que, basado en la idea de un retorno al espíritu y estética del Renacimiento, llegó a hacer en algún momento -en la década de 1920- las veces de cultura oficial del fascismo. Y a la inversa, el corporativismo, casi definidor del proyecto italiano, no existió en el nacional-socialismo. La importancia del Partido fue mucho mayor en la Alemania nazi que en la Italia fascista. Ésta fue desde luego menos totalitaria y violenta que la dictadura alemana. Mussolini interfirió poco en la burocracia, la justicia y el Ejército. La represión italiana fue comparativamente menor. Pese a su encuadramiento en la organización Balilla, las juventudes italianas siguieron siendo educadas más en la pedagogía tradicional católica que en el fascismo. La sociedad italiana veía incluso con distanciada ironía los rituales y fastos del fascismo: la figura de Starace, el servil y vanidoso secretario del Partido, fue literalmente destruida por los numerosos, divertidos y crueles chistes que a su costa circularon. Todo ello fue imposible (e impensable) en la Alemania nazi. El tipo especial de liderazgo de Hitler, el carácter paramilitar del Partido, el antisemitismo, el uso formidable de la propaganda -que hizo del principio político del Führer la clave del Estado-, la violencia represiva, los componentes míticos y raciales que impregnaban su nacionalismo, hicieron de la dictadura alemana y del nacional-socialismo algo distinto de otros fascismos europeos. Su base social era, sin embargo, parecida a la del fascismo italiano: elementos de todas las clases sociales, pero con presencia mayoritaria de sectores de las pequeñas burguesías urbanas y rurales y muy fuerte representación de jóvenes. El nacional-socialismo surgió en un país con una fuerte tradición nacionalista y en un país derrotado, lo que hizo que los nazis pudieran exacerbar los sentimientos nacionalistas de la población. La democracia alemana, la República de Weimar, fue una democracia débil, condicionada, como quedó dicho, por su origen -aceptación del humillante tratado de Versalles- y por una gran inestabilidad gubernamental. Que en 1925, Hindenburg, el "héroe de la guerra", resultara elegido presidente de la República con fuerte apoyo popular (14,6 millones de votos, un millón más que el candidato socialista, Wilhelm Marx) fue ya bien significativo. La prosperidad económica de los años 1924-28 hizo creer que, pese a todo, la República podría estabilizarse. Precisamente esos fueron los años en los que el partido nazi, el NSDAP, aun sobreviviendo al fracaso del "putsch de la cervecería" de 1923 y al encarcelamiento de Hitler, vio que su influencia y actividad disminuían considerablemente. Pero cuando la crisis de 1929 rompió el equilibrio económico y político del país, el ascenso de los nazis fue imparable. En efecto, las consecuencias inmediatas de aquella crisis -que en Alemania se notaron ya en el último trimestre de 1929- fueron la ruptura de la coalición gubernamental entre socialistas y populares que había sido el principal soporte de la República, la formación de una liga patriótica entre la derecha nacionalista de Alfred Hugenberg y los nazis contra el Plan Young (el nuevo esquema para pagar la deuda alemana trazado por el financiero norteamericano Owen D. Young) y una polarización acusada. Los resultados de las elecciones de 1930 vieron ya un espectacular aumento del voto de nazis y comunistas. Los nazis ganaron unos 6 millones de votos respecto a las elecciones anteriores (1928) y pasaron de 13 a 107 diputados, y de un 2,6 por 100 a un 18,3 por 100 del voto; los comunistas, el KPD, pasaron de 54 a 77 escaños. El trasvase de votos de los partidos de centro y de la derecha moderada a los nazis fue evidente. Desde 1929-30 se agudizaron todas las tensiones de la sociedad alemana. El desempleo aumentó hasta llegar a la cifra de 6 millones en 1932. Reapareció la inseguridad económica: por temor a quiebras en cadena, los bancos estuvieron cerrados entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La radicalización de las actitudes políticas se acentuó. La política del gobierno del canciller Brüning -un gobierno de coalición de centro-derecha, sin mayoría en el Reichstag, formado a fines de marzo de 1930- fue una política deflacionista correcta (recortes del gasto público, mayores impuestos, aplazamiento del pago de la deuda, control de precios y salarios), pero resultó muy impopular. Los nazis capitalizaron en su favor el clima de incertidumbre y malestar social creado por la crisis. En las elecciones presidenciales del 10 de abril de 1932, en las que Hindenburg fue reelegido, Hitler obtuvo 13 millones de votos (Hindenburg, 19 millones; Ernst Thaelmann, candidato comunista, algo más de 3 millones). En las elecciones generales de 31 de julio de 1932, los nazis, con 230 diputados y 13.745.781 votos, el 37,3 por 100 del voto popular, fueron ya el primer partido del país; lo siguieron siendo tras las nuevas elecciones del 6 de noviembre de ese año pese al retroceso de un 4 por 100 de votos que sufrieron. Hitler representaba, evidentemente, un hecho nuevo, y a su manera revolucionario, en la política alemana. Llegó al poder ante todo por el apoyo popular que él y su partido supieron conquistar. Pero lo hizo también con ayuda de la derecha tradicional. La alianza con Hugenberg de 1929 le dio la respetabilidad política de que hasta entonces carecía. Las intrigas y maniobras del viejo Presidente Hindenburg (85 años en 1932) y de su camarilla jugaron a su favor. Hindenburg cesó a Brüning en mayo de 1932 y encargó el gobierno a Franz von Papen (1879-1969), un diplomático vinculado a altos círculos de la aristocracia, con fuertes apoyos en los medios financieros y militares, que se propuso controlar a los nazis y devolver así la confianza a los grandes grupos económicos e inversores. Hindenburg, luego, en diciembre de 1932, no apoyó en cambio suficientemente a Kurt von Schleicher, otro aristócrata y militar distinguido, que formó gobierno (tras cesar Von Papen, derrotado en el Parlamento) con la idea de lograr una nueva alianza con los católicos y los socialistas para detener el avance de nazis y comunistas. Finalmente, Hindenburg nombró canciller a Hitler el 30 de enero de 1933 a instancias de von Papen -vicecanciller en ese gobierno-, creyendo que no sería difícil controlar y manejar al líder nazi. Hitler, además, recibió apoyos financieros de algunos industriales como Fritz Thyssen, magnate siderúrgico, Emil Kirchdorf y Friedrich Flick, grandes propietarios de minas de carbón, de los banqueros Von Stauss y Von Schröder y de algún otro (si bien el número de grandes capitalistas nazis fue escasísimo, las grandes entidades e instituciones patronales y financieras no apoyaron a Hitler, e industriales, financieros y hombres de negocios influyeron poco o nada en las decisiones que tomó una vez en el gobierno). Pero otras circunstancias favorecieron igualmente el ascenso de Hitler al poder. La salida de los socialistas del gobierno en 1930 fue un error: no volvió a haber gobiernos parlamentarios. Socialistas y sindicatos hicieron fracasar la oportunidad que pudo haber sido el gobierno Schleicher. El radicalismo ideológico de los comunistas fue aún más grave. El KPD consideraba a los socialistas, denunciados obsesivamente como "social fascistas", como su principal adversario, no a los nazis. Entendían que la llegada de éstos al poder supondría la última carta del capitalismo, un "fenómeno pasajero", preludio evidente de la revolución obrera. En las elecciones de noviembre de 1932, las últimas antes de la llegada de Hitler al poder, los socialistas lograron 7.248.000 votos y los comunistas, 5.980.200: juntos sumaban más votos que los nazis. Los comunistas hicieron imposible la unión de la izquierda. Quienes creyeron que podían manejar a Hitler se equivocaron. Aunque el gobierno que formó el 30 de enero de 1933 sólo incluía otros dos nazis (Goering y Frick), Hitler procedió con extraordinarias determinación y celeridad a la conquista del poder y a la destrucción fulminante de toda oposición (en contraste con Mussolini que, como se recordará, tardó tres años en instalar un régimen verdaderamente fascista). Hitler forzó a Hindenburg a autorizarle la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones, que se celebraron (5 de marzo de 1933) en un clima de intimidación y violencia extremadas, desencadenadas por las fuerzas paramilitares nazis, las SA, y con las garantías suspendidas como consecuencia del incendio del edificio del Reichstag (27 de febrero), que Hitler denunció como una conspiración comunista (el KPD fue, por ello, ilegalizado). Tras ganar las elecciones con el 44 por 100 de los votos, Hitler logró que las cámaras aprobaran con la sola oposición de los socialistas una Ley de Plenos Poderes que le convertía virtualmente en dictador de Alemania. El 7 de abril, nombró delegados del gobierno (Statthalter) en los distintos estados y a principios de 1934, disolvió los parlamentos regionales y el Reichsrat, la segunda cámara, cámara de representación regional. El 10 de mayo de 1933, prohibió el partido socialista, el SPD; centenares de dirigentes socialistas y comunistas fueron enviados a campos de concentración. La noche del 29 al 30 de junio, Hitler, usando las SS de Himmler, procedió a la ejecución sumaria de los dirigentes del ala radical del partido (Ernst Roehm, Gregor Strasser) y de personalidades independientes, como el exjefe del gobierno Schleicher (y su esposa) y el líder católico Klausener, por supuesto complot contra el Estado: 77 personas fueron asesinadas en aquella noche de los cuchillos largos, como se la llamó, y varios centenares más en los días siguientes. El 14 de julio, tras obligar a los restantes partidos a disolverse, Hitler declaró al partido nazi, al NSDAP, partido único del Estado. El 19 de agosto de 1934, asumió la Presidencia-(aunque usó siempre el título de Führer), tras la muerte de Hindenburg y luego de un plebiscito clamoroso en que logró un 88 por 100 de votos afirmativos. La dictadura alemana había quedado en menos de un año firmemente establecida. Una vez en el poder, los nazis hicieron un uso excepcionalmente intensivo de los mecanismos totalitarios de control social (policía, propaganda, educación, producción cultural). Más que formas más o menos autoritarias de coerción, impusieron un verdadero régimen de terror policial. El primer campo de concentración para prisioneros políticos se abrió el 20 de marzo de 1933, antes de transcurridos dos meses de la llegada de Hitler al poder. En 1929, Hitler había nombrado a Heinrich Himmler (1900-1945), un hombre minucioso y ordenado, jefe de su guardia personal, de las SS (Schutzstaffel o escalón protector) que hacían, además, las veces de servicio de seguridad. En 1934 le dio el control de la Gestapo (Geheime Staatspolizei), la policía secreta, que reorganizó como una subdivisión de las SS. En 1936, con la integración de todas las fuerzas policiales y parapoliciales (SS, Gestapo, Policía de Seguridad, Policía Criminal, Policía Política) bajo el mando de Himmler, la Alemania hitleriana se convirtió en un estado policíaco. El poder de las SS y de la Gestapo -unos 238.000 hombres en 1938-, que controlaban también los campos de concentración y los servicios de espionaje, fue inmenso, un Estado dentro del Estado. El número de presos políticos era en 1939 de 37.000. Los nazis hicieron un uso excepcional de la propaganda y la cultura como formas de manipulación de las masas, de movilización social y de indoctrinación colectiva. Antes incluso de llegar al poder, Hitler y Goebbels (1897-1945), un intelectual mediocre y novelista fracasado, militante primero de la izquierda nazi pero unido a Hitler desde 1926, habían usado con extraordinario éxito los mítines de masas, los desfiles ritualizados y las coreografías colosalistas. Una vez en el poder, Goebbels, nombrado ministro de Ilustración y Propaganda en marzo de 1933, con control sobre prensa, radio y todo tipo de manifestación cultural, hizo de la propaganda el instrumento complementario del terror en la afirmación del poder absoluto de Hitler y su régimen. Las bibliotecas fueron depuradas de libros "subversivos". El arte expresionista y de vanguardia fue considerado como un "arte degenerado"; en su lugar, el arte nacional-socialista exaltó el clasicismo greco-romano, la grandeza y los mitos alemanes, el heroísmo y el trabajo. Conocidos escritores y artistas no nazis (Thomas y Heinrich Mann, Lang, Gropius, Brecht, Dix, Grosz, Beckmann y muchos otros) y centenares de intelectuales, científicos, profesores, artistas y músicos judíos tuvieron que exiliarse. Goebbels cuidó especialmente la radio, el cine y los grandes espectáculos. La producción de documentales y de films de ficción que por lo general glorificaban el pasado alemán y el régimen hitleriano (explícitamente antisemitas y xenofóbicos) aumentó considerablemente y su proyección se hizo obligatoria. Los espectáculos de masas en grandes estadios, en explanadas al aire libre, con uso abundante de recursos técnicos novedosos (luz, sonido, rayos luminosos), alcanzaron una perfección efectista sin precedentes. En concreto, la fiesta anual del Partido, organizada en el Luitpoldhain de Nurenberg, preparado debidamente por el arquitecto Albert Speer, era un espectáculo grandioso al que asistían unos 100.000 espectadores y en el que se alineaban ante Hitler, con disciplina y marcialidad extremas, miles de hombres de las SA y de las SS entre mares de svásticas y de estandartes nacionales, en una formidable liturgia nacional que sancionaba la arrebatada vinculación orgánica del Führer con su partido y su pueblo. En el mismo espíritu, Goebbels hizo de los juegos Olímpicos de 1936, celebrados en Berlín, una verdadera exaltación de la raza aria, de Alemania y de Hitler. Los cuerpos de profesores de los distintos niveles de enseñanza fueron inmediatamente depurados. La educación quedó en manos de profesorado nazi. En 1936, se hizo obligatoria la afiliación de los jóvenes a las Juventudes Hitlerianas. El sistema judicial, también depurado, quedó subordinado al poder arbitrario de la policía. Mussolini, en Italia, respetó a la Iglesia católica y firmó con ella los pactos de Letrán. Los nazis, cuya ideología era paganizante y atea, sometieron a las Iglesias protestantes al control del Estado y del Partido. Quienes se negaron, como los pastores y teólogos de la Iglesia Confesional -como Dietrich Bonhoeffer o Martin Niemóller- fueron duramente represaliados. El Concordato que la Alemania nazi firmó con la Santa Sede el 20 de julio de 1933 les hizo ser más tolerantes con los católicos. Pero la animadversión de los nazis al catolicismo -una religión no nacional- era manifiesta. Las violaciones del Concordato hicieron que el papa Pío XI condenara el nacional-socialismo como doctrina fundamentalmente anticristiana en su encíclica Mit brennender Sorge (Con pena ardiente) de 1937. Hitler controló igualmente el Ejército. Tras su elección como Presidente (19 de agosto de 1934), exigió a los militares un juramento de lealtad a su persona. El 4 de febrero de 1938 destituyó al ministro de la Guerra, mariscal Von Blomberg, y al jefe del Ejército, general Beck, y asumió el mando de las fuerzas armadas. Desde 1933, el 1 de mayo quedó proclamado como fiesta del "trabajo nacional". Los sindicatos de clase fueron prohibidos y se crearon en su lugar sindicatos oficiales, el Frente de los Trabajadores Alemanes: las huelgas y la negociación colectiva fueron prohibidos. El 1 de abril de 1933 se decretó el boicot a los comercios judíos. Seis meses después, una ley excluyó a los judíos de toda función pública. El 15 de septiembre de 1935, el Partido proclamó las leyes de Nurenberg, leyes racistas que privaban a los judíos de la nacionalidad alemana y les prohibían el matrimonio y aun las relaciones sexuales con los alemanes: 600.000 personas quedaron de inmediato privadas de la nacionalidad. En la noche del 7 al 8 de noviembre de 1938, "la noche del cristal", sinagogas, comercios y propiedades judías fueron asaltadas e incendiadas en toda Alemania: 91 personas fueron, además, asesinadas. De momento se trataba de provocar la emigración masiva de los judíos. Luego, en 1941, comenzó el horror, una nueva fase de represión que culminaría en la ejecución de unos seis millones de judíos, en el Holocausto, como "solución final" al problema.
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Al igual que en otros países europeos en España el final de la Primera Guerra Mundial supuso el nacimiento de una ilusión democrática que a la larga resultaría decepcionada. Con la única excepción de Checoslovaquia, la Dictadura se convirtió en el fenómeno más habitual en los países del Este europeo: la escasa industrialización, la debilidad de la tradición liberal, la decepción sufrida por unas masas campesinas que habían puesto sus esperanzas en la reforma agraria y la fragmentación de todos estos países en minorías étnicas de difícil convivencia y con un exaltado nacionalismo, hicieron imposible el mantenimiento de las instituciones democráticas y liberales en unos países en donde habían aparecido por vez primera en esta época. A comienzos del año 1923 probablemente en España la revolución no era ya posible, pero el problema de Marruecos había exacerbado las tensiones del sistema político mientras que los partidos que lo protagonizaban se mostraban incapaces de llevar a cabo una renovación, hundiéndolo en el desprestigio y la radical inestabilidad. El golpe de Estado del general Primo de Rivera no fue provocado por el temor a la revolución, sino por la incapacidad del propio sistema parlamentario en un momento en que la derrota de Marruecos daba una especialísima relevancia al Ejército.
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Los bolcheviques iban a triunfar en las dos cuestiones ante las que había fracasado la revolución de febrero: la paz y la reconstrucción del Estado. Lo hicieron, además, en una situación verdaderamente calamitosa y adversa, marcada fundamentalmente, como enseguida habrá ocasión de ver, por la guerra. La concepción leninista del partido; las ideas de los bolcheviques sobre el Estado y el poder político (dictadura del proletariado, control obrero, regulación planificada de la economía); el carácter minoritario del partido bolchevique, puesto de manifiesto en las elecciones del 12 de noviembre (logró 168 diputados, de 703, y unos 9,8 millones de votos, muy por detrás del partido social-revolucionario: 410 diputados, 20,9 millones de votos), todo ello hacía inevitable que un régimen bolchevique desembocara, de forma casi inmediata, en un Estado totalitario y represivo. Las circunstancias en que los bolcheviques llegaron al poder y que condicionaron los primeros años del nuevo régimen -guerras, aislamiento internacional, hundimiento de toda la producción industrial y agraria, inflación, hambre- dejaron además muy escasas alternativas: la centralización del poder apareció como una necesidad inevitable para la reconstrucción del país. Los bolcheviques, en efecto, atendieron al sentimiento colectivo y negociaron con Alemania la retirada unilateral rusa de la guerra, firmando el Tratado de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918), por el que Rusia renunció a casi la cuarta parte de su territorio, de su población y de su producción industrial y agrícola. Procedieron igualmente a restablecer los dos instrumentos básicos de coerción y defensa del Estado: la policía política, la Cheka (o Comisión extraordinaria pan-rusa de lucha contra la contra-revolución, la especulación y el sabotaje), creada el 7 de diciembre de 1917 bajo la dirección de Félix Dzerzhinsky (1877-1926); y el Ejército Rojo, creado a principios de 1918 por Trotsky, comisario de Guerra desde el 13 de marzo. Significativamente, el 16 de junio de 1918 el nuevo gobierno restableció la pena de muerte que la revolución de febrero había abolido. Los bolcheviques aceleraron la transformación de la revolución en un régimen dictatorial de partido único. Introdujeron, primero, lo que llamaron "comunismo de guerra", un conjunto de medidas económicas para relanzar la economía, asegurar el abastecimiento de la población y del Ejército y contener la inflación. Algunas de esas medidas eran expresión de la ideología del partido. Las fábricas quedaron de inmediato (28 de noviembre de 1917) bajo control de los obreros. Los bancos fueron nacionalizados y las cuentas privadas, confiscadas (14 de diciembre de 1917). Se confiscaron igualmente todas las propiedades de la Iglesia (17 de diciembre de 1917) y se prohibió la instrucción religiosa. El gobierno declaró nula la deuda nacional (28 de enero de 1918), nacionalizó la tierra (19 de febrero, ya según el calendario occidental, introducido el 31 de enero), el comercio interior y exterior (21 de junio), las grandes plantas industriales, minas y ferrocarriles (28 de junio de 1918) y luego, las pequeñas empresas y talleres. Para 1920 se habían nacionalizado ya cerca de 37.000 empresas. Pero otras medidas fueron o imposición de las circunstancias o rectificaciones de los errores cometidos. Así, el 13 de mayo de 1918, ante las graves carencias en el abastecimiento a las ciudades, el gobierno ordenó la requisa de la producción de trigo, dentro de lo que denominó "guerra a la burguesía agraria" -a los kulaks, propietarios de tipo medio-, que dio lugar ya a detenciones y ejecuciones de quienes incumplieron las órdenes. En enero de 1919, fijó cuotas de producción a todas las unidades rurales y al año siguiente, adoptó la requisa forzosa de alimentos y de toda la producción agraria. Paralelamente, impuso un Código del Trabajo (10 de diciembre de 1918) que asignaba trabajos específicos a toda la población industrial y penalizaba severamente los bajos rendimientos. En mayo de 1919, se establecieron los "sábados comunistas", una forma de destajo por la que se imponía a los obreros un trabajo suplementario y gratuito en ese día de la semana. Y aún hubo que recurrir, en situaciones de emergencia, a fijar primas a la producción, establecer remuneraciones especiales a técnicos "burgueses" y a adoptar otras disposiciones similares. Se trató de medidas impopulares, que exigieron, además, reforzar los mecanismos gubernamentales de control, vigilancia y represión. El proceso político siguió una evolución igualmente rápida hacia la dictadura. El nuevo gobierno celebró el 12 de noviembre de 1917 las elecciones a la Asamblea Constituyente convocadas en su momento por Kerensky. Pero la Asamblea no llegó a funcionar: fue fulminantemente disuelta por el gobierno el 18 de enero de 1918, cuando no habían transcurrido 24 horas desde su constitución; el gobierno prohibió al tiempo la actividad de los partidos de centro y derecha. Tras la disolución de la Asamblea y la firma del tratado de Brest-Litovsk, la derecha del partido social-revolucionario apeló a la intervención extranjera contra el régimen soviético y se sumó a la contrarrevolución armada contra los bolcheviques: muchos de sus dirigentes, detenidos, serían juzgados en 1922 y morirían luego durante las purgas de Stalin. Mencheviques y la izquierda del partido social-revolucionario fueron tolerados aún por un tiempo. La tensión entre esta última y el régimen estalló en la primavera-verano de 1918. El 6 de julio, coincidiendo con la reunión en Moscú del V Congreso de Rusia de los Soviets, militantes del partido social-revolucionario asesinaron al embajador alemán, mientras algunos de sus dirigentes aparecían implicados en un mal preparado intento insurreccional que estalló en puntos de la región central del país. El gobierno ordenó la detención de los delegados social-revolucionarios al Congreso de los Soviets; unos 350 miembros del partido fueron ejecutados en Yaroslav, centro de la insurrección y centenares de simpatizantes fueron detenidos en todo el país. La familia real en pleno y varios de sus servidores fueron ejecutados en Ekaterinburg el 16 de julio. Cuando el 30 de agosto se produjeron, por obra también de los social-revolucionarios, el asesinato del jefe de la Cheka de Petrogrado, Uritzky, y un atentado en Moscú contra el propio Lenin, el gobierno desencadenó lo que Lenin mismo definió como "terror rojo". Unas 800 personas fueron ejecutadas sólo en Petrogrado; las detenciones y ejecuciones en masa se extendieron por todas las provincias. El número de ejecutados entre septiembre y diciembre de aquel año se estimó en torno a las 6.500 personas. La Cheka creó los primeros campos de concentración para presos políticos en febrero de 1919. Los mencheviques intentaron desde 1918 una política de mediación cerca de los bolcheviques que contuviese la evolución del régimen hacia la dictadura. Incluso, durante la guerra civil de 1919-20, apoyaron al gobierno frente a la contrarrevolución "blanca". Fue inútil. En 1921, los mencheviques fueron ilegalizados y sus dirigentes optaron o por el exilio o por la resistencia clandestina. Antes, la nueva Constitución de la que hasta 1922 pasó a llamarse República Soviética Federal Socialista Rusa, Constitución aprobada el 10 de julio de 1918, ya había puesto fin a las ilusiones que todavía pudieran abrigarse sobre el futuro de la democracia en Rusia. La Constitución establecía, en teoría, una "democracia soviética o directa", por la que los soviets locales, elegidos sólo por obreros y campesinos, designaban los representantes que formaban los soviets provinciales, que nombraban a su vez los delegados que integraban el Congreso de los Soviets de todas las Rusias, que finalmente elegía el "comité ejecutivo" (órgano permanente entre congresos) y el "consejo de los comisarios del pueblo". Pero la Constitución, que ni garantizaba los derechos constitucionales de los individuos ni reconocía la separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, convertía de hecho a los soviets en simples órganos de administración local dependientes del poder central, y concentraba todo el poder en el Consejo de los Comisarios del Pueblo. El artículo 9° declaraba que el "principal objetivo" de la Constitución era el "establecimiento de la dictadura del proletariado", en la forma de "un fuerte poder soviético para toda Rusia": la Cheka, el "terror rojo" de 1918, el mismo culto a la personalidad de Lenin que se promovió a raíz del atentado de agosto de ese año, fueron instrumentos fundamentales en la consolidación de la revolución, no una desviación o traición de su espíritu. La Constitución soviética era, además, una falacia política. La verdadera realidad del poder no eran los soviets sino el propio partido bolchevique. Lo característico de la revolución de octubre fue precisamente la creación de un sistema en que un partido -el único partido legalizado y autorizado, el "partido comunista", nombre oficialmente adoptado en marzo de 1918- ejercía el monopolio del poder político y controlaba los órganos del gobierno y del Estado, reducidos de hecho a funciones meramente administrativas. Aunque antes de octubre de 1917 el partido bolchevique había sido un partido plural y abierto, el congreso del partido de marzo de 1918 asumió el llamado "centralismo democrático" -eufemismo por afirmación de la autoridad del comité central- como principio regulador de su funcionamiento interno. El congreso de marzo de 1919 creó como órganos rectores del partido un "Politburó" (comité político), un "Orgburó" (comité de organización) -ambos de dimensiones muy reducidas- y un "secretariado" del comité central. El congreso de 1921 reforzó la disciplina interna y prohibió todo fraccionalismo; el de 1922 -que designó a Stalin como secretario general- expulsó ya a algunos dirigentes que habían criticado aspectos de la política del gobierno. Con esa estructura interna, en un sistema que desde 1921 no autorizaba más partido que el Partido Comunista y que incorporaba a la Constitución el principio de la dictadura del proletariado -que estatutariamente debía ejercer ese mismo partido-, en un sistema que fusionaba en la práctica las funciones del partido y del Estado, era obvio que los órganos directivos del Partido -el Politburó, la secretaría general- eran los verdaderos órganos dirigentes del país. La revolución se consolidó sobre todo por la victoria del Ejército Rojo en la guerra (o guerras) que sacudieron al país entre 1917 y 1921. Parte de esa situación de guerra fue herencia de la guerra mundial. Ya quedó dicho que, aunque el gobierno bolchevique ofreció de inmediato la paz y empezó muy pronto negociaciones con Alemania, los alemanes reactivaron los distintos frentes hasta que se firmó la paz de Brest-Litovsk. Aun después, en abril de 1918, completaron la ocupación de Ucrania donde establecieron un gobierno conservador y nacionalista como parte de un plan que aspiraba a hacer de Ucrania, Finlandia, Lituania, Estonia y Letonia un cinturón de Estados satélite del Reich. Tan pronto como se produjo la derrota de Alemania -noviembre de 1918-, el gobierno ruso denunció el tratado de Brest-Litovsk y el Ejército Rojo intentó recuperar los territorios bálticos (ocupó Riga el 3 de enero de 1919) y Ucrania: entró en Kiev el 6 de febrero y en Odessa, el 10 de abril de ese año. La guerra de Ucrania se solapó a partir de ese momento -como enseguida se verá- con la guerra civil y con la guerra ruso-polaca. En efecto, aunque un primer intento de Kornilov, en diciembre de 1917, de sublevar a los cosacos del Don en la región de Rostov y del Kubau fue contenido, la guerra civil -confusa, dispersa, caótica- se extendió por el país desde la primavera-verano de 1918, desencadenada por generales contrarrevolucionarios o blancos (Denikin, Kolchak, Yudenich, Wrangel) con el apoyo, por lo general débil y poco significativo, de tropas extranjeras (inglesas, francesas, norteamericanas, japonesas y aun checas) estacionadas en Rusia como consecuencia de la I Guerra Mundial. La guerra se concentró en unos pocos escenarios. En la Rusia oriental y nororiental, en el inmenso territorio desde Moscú a los Urales y Siberia, la llamada Legión Checa, un contingente de unos 40.000 hombres que los aliados occidentales habían enviado con la esperanza de reforzar a Rusia en la guerra, negó obediencia al nuevo régimen bolchevique, ocupó importantes enclaves (Samara, Simbirsk) y se apoderó de la línea del ferrocarril Transiberiano. Ello permitió que en el territorio así liberado se formase, ya en junio de 1918, un gobierno de mayoría de la derecha social-revolucionaria, que dio paso en agosto a un Directorio de coalición antibolchevique y finalmente, en noviembre, al gobierno del almirante Kolchak, cuyas tropas (protegidas al norte, en la zona Arkangel-Murmansk, por fuerzas inglesas) ocuparon en la primavera de 1919 una línea extensa en el Alto Volga -Perm, Kazan, Simbirsk- a menos de 400 kilómetros de Moscú. En el oeste, en Bielorrusia y el Báltico, el general Yudenich logró con un pequeño ejército y apoyo británico controlar los territorios abandonados tras la retirada alemana y rechazar el despliegue del Ejército soviético sobre aquellos. Incluso pasó a la ofensiva y, en marzo de 1919, avanzó desde Estonia hacia Petrogrado. En el sur, en Ucrania, el general Denikin (1872-1947), que había iniciado sus acciones con apenas unos 9.000 hombres, había logrado liberar en 1918 con apoyo de las tropas francesas algunas zonas, después que los bolcheviques abandonaran la región tras la firma del tratado de Brest-Litovsk y a pesar de la ocupación alemana y de la formación de un gobierno ucranio nacionalista independiente. Como Yudenich en el Norte, Denikin resistió el avance del Ejército Rojo -que se produjo a renglón seguido de la rendición alemana en noviembre de 1918y, a partir de la primavera de 1919, avanzó hacia el norte, ocupando Kharkov, Tsaritsyn, Poltava, Kiev -en agosto- y Orel (octubre), situando sus tropas a menos de 400 kilómetros de Moscú. Ya ha quedado dicho que el Ejército Rojo, reorganizado por Trotsky, salvó la situación (que, como se ha visto, en la primavera de 1919 era cuando menos preocupante para el régimen soviético). Trotsky, en efecto, impuso el servicio militar obligatorio y reunió en pocos meses una fuerza de medio millón de hombres. Incorporó al Ejército a miles de oficiales -unos 48.000- del antiguo ejército zarista (lo que le supuso un primer enfrentamiento con Stalin), nombró para controlarlo unos 100.000 comisarios del pueblo y, como los jacobinos de 1794, hizo del nuevo Ejército la encarnación de un nuevo patriotismo. Los acontecimientos le favorecieron. Los generales "blancos" actuaron de forma descoordinada y posiblemente enfrentados por profundas diferencias políticas. La ejecución de la familia real en julio de 1918 privó a la contrarrevolución de su posible identidad zarista. El 21 de marzo de 1919, los aliados acordaron retirar sus tropas de Rusia. El Ejército Rojo tomó entonces la iniciativa en todos los frentes. En el frente central, rechazó a las tropas de Kolchak hacia los Urales. En julio, retomó Ekaterinburg y en noviembre, Omsk (a principios de 1920, Kolchak fue entregado por sus propias tropas a los bolcheviques y ejecutado por éstos). En el Báltico, Yudenich fue derrotado el 14 de noviembre de 1919. En el sur, las tropas soviéticas contuvieron, en el otoño de ese año, el avance del ejército contrarrevolucionario, retomaron Kiev (16 de diciembre de 1919) e hicieron retroceder a Denikin, sustituido en marzo de 1920 por el también general Wrangel (1878-1928), a Crimea y al Cáucaso (donde les derrotarían definitivamente en noviembre de 1920). En esa región, el Ejército Rojo tuvo, sin embargo, que hacer frente a un nuevo y devastador conflicto. La nueva República de Polonia, que mantenía reclamaciones fronterizas sobre la zona, invadió Ucrania en abril de 1920 y sus tropas, tras desbordar al ejército ruso, entraron en Kiev el 6 de mayo de 1920. Un formidable contraataque llevó en agosto al Ejército Rojo a las puertas de Varsovia, pero una nueva contra-ofensiva polaca, con asesoramiento de militares franceses, hizo retroceder a los rusos cerca de 500 kilómetros. A finales de septiembre, comenzaron las negociaciones. El 12 de octubre Rusia y Polonia firmaron un armisticio provisional: el tratado de Riga de 18 de marzo de 1921 fijó definitivamente la frontera entre los dos países. Sólo a partir de octubre-noviembre de 1920, el nuevo régimen soviético pudo verse libre de la amenaza de la guerra. La guerra civil había costado entre 400.000 y 800.000 muertos. La Rusia soviética retuvo Ucrania, que se convirtió en República Soviética, y recuperó igualmente los Estados del Cáucaso (Armenia, Georgia, Azerbaiján), donde también se establecieron ya en 1921 gobiernos soviéticos. Pero tuvo que renunciar a Estonia, Letonia, Lituania y Finlandia, cuyas independencias respectivas fue reconociendo a lo largo de 1920. La situación económica y social del país era, además, catastrófica, entre otras razones porque los bolcheviques no pudieron disponer hasta 1920 ni del carbón de la cuenca del Donetz, ni del hierro de los Urales y Ucrania, ni del petróleo de Bakú. El índice de la producción industrial bajó del nivel 100 en 1913 al nivel 18 en 1920. La producción de carbón disminuyó en un 75 por 100; la de cereal, en más de 30 millones de toneladas. El rublo se hundió. Un rublo oro pasó de valer 21 rublos papel en 1918 a valer 80.700 rublos papel en julio de 1921. Desde el otoño de 1920, una durísima sequía se extendió por las regiones del Volga. En la primavera de 1921 el gobierno tuvo que reconocer que el hambre, la desnutrición y enfermedades derivadas habían creado una situación de emergencia, la peor conocida en la historia reciente de Rusia, que podía afectar a unos 25 millones de personas. En agosto, firmó acuerdos de ayuda con Estados Unidos y la Cruz Roja internacional. La población dejaba las ciudades: Petrogrado perdió el 57, 5 por 100 de su población entre 1917 y 1920; Moscú, el 44,5. La revolución, la guerra civil y el "comunismo de guerra" de los bolcheviques habían literalmente devastado el país. El descontento popular era manifiesto. A lo largo de 1920, estallaron disturbios y protestas en zonas rurales y en enclaves industriales de las grandes ciudades. Entre el 23 de febrero y el 17 de marzo de 1921, se produjo el más grave de todos ellos, verdadero punto de inflexión, además, en la historia del régimen comunista: la sublevación de los marineros de Kronstadt, la unidad emblemática de la revolución de octubre, que fue aplastada por el Ejército Rojo tras violentísimos combates -en que murieron unos 10.000 combatientes- y una posterior y durísima represión: unos 800 marineros fueron ejecutados de inmediato, más de 2.000 procesados y otros 9.000 huyeron a Finlandia. El Ejército Rojo había añadido así a su papel militar, una función claramente represiva. Como consecuencia de todo ello -fracaso económico, crisis moral por la represión de Kronstadt, victoria en la guerra civil, evacuación de tropas extranjeras-, el régimen, a instancias de Lenin, procedió a una rectificación radical de su política económica. El 10° Congreso del partido, celebrado a partir del 18 de marzo de 1921, aprobó casi sin disidencias la "Nueva Política Económica". La NEP representó, como dijo Bujarin, otro de los dirigentes bolcheviques, el "colapso de nuestras ilusiones"; esto es, supuso básicamente la reintroducción de mecanismos de mercado en la economía y la eliminación parcial del control del Estado sobre la producción y la distribución de mercancías. En concreto, se permitió el funcionamiento del sector privado en la agricultura, en el comercio y en la industria. Las requisas de alimentos fueron abolidas. Se autorizó la libertad de comercio dentro del país. Volvieron a autorizarse los establecimientos comerciales privados. Muchas pequeñas industrias fueron devueltas a los empresarios. Se estimuló la inversión extranjera y el sistema bancario y financiero fue reformado. Paralelamente, se produjo una apertura diplomática. Rusia acudió a la conferencia internacional de Génova (10 de abril-19 de mayo de 1922) sobre cuestiones económicas europeas. El 16 de abril, firmó el tratado de Rapallo con Alemania, por el que ambos países renunciaban a plantearse reclamaciones económicas y financieras derivadas de la guerra mundial. Los resultados fueron rápidos y notables. En 1926, la producción industrial alcanzó ya los niveles que había tenido en 1913 (si bien la recuperación de la agricultura fue más lenta). En el frente diplomático, los frutos fueron también positivos. El 1 de febrero de 1924, Gran Bretaña reconoció al régimen soviético; luego lo hicieron los principales países europeos. El régimen revolucionario parecía, por tanto, claramente consolidado. El 30 de diciembre de 1922, la República Soviética Federal Rusa se transformó en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas al unirse en una federación Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Transcaucasia (Armenia, Georgia, Azerbaiján). La Constitución de 1918 fue adaptada a la nueva estructura federal, basada en el reconocimiento del derecho a la autonomía (e incluso a la secesión) de las nacionalidades y grupos nacionales. El problema de los nacionalismos quedó de esa forma encauzado: la autoridad del Partido Comunista -único poder en todas las repúblicas y nacionalidades- se convertía en fundamento y garantía de la unidad del país. Por lo demás, la Constitución de 1918 se mantuvo en toda su integridad. La liberalización que supuso la Nueva Política Económica conllevó una relativa liberalización social y hasta una cierta relajación de la represión policial. Pero la naturaleza totalitaria del régimen soviético no se modificó. Bertrand Russell, el filósofo inglés, había visitado la Rusia soviética en mayo de 1920, esperando encontrar, como dijo, "la tierra prometida". Conoció a Trotsky y a Kamenev. Se entrevistó con Lenin, que le pareció un hombre sin vanidad y cordial, honesto, valeroso, muy abierto y lleno de fe y pasión revolucionaria. Incluso escribió que el gobierno bolchevique le parecía el mejor gobierno para Rusia. El bolchevismo le pareció, sin embargo, una "burocracia cerrada, tiránica", con un sistema policial más elaborado y terrible que el del Zar y donde no existía vestigio alguno de libertad.
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Para los opositores a la Dictadura constituyeron un continuo motivo de asombro las escasas dificultades que Primo de Rivera encontró frente a los movimientos obreros, cuando éstas habían sido tan grandes durante la monarquía constitucional. A partir del año 1923, el número de huelgas disminuyó de una manera vertiginosa y sólo se produjo un aumento en la fase final de la Dictadura. Es cierto también que la situación económica mejoró y lo mismo la asistencia social, pero, vistos los antecedentes, el hecho causa perplejidad. Primo de Rivera no llevó a cabo una represión muy dura o indiscriminada: solicitó y consiguió colaboración de los socialistas y sólo respecto a los anarquistas y comunistas su actitud fue más severa, pero también discriminada y no fueron ilegalizados todos los sindicatos de esta significación. Es posible que jugara un papel importante en la paz social vivida durante el período dictatorial tanto la sensación de autoridad desde arriba como la de cansancio por la práctica del terrorismo en los medios anarquistas. Se produjo una drástica disminución de la conflictividad durante el período, perceptible en la radical disminución del número de atentados: se pasó de 1.259 en los años anteriores a 1923 hasta una cifra de sólo 51 en los cinco posteriores. La política seguida por Primo de Rivera con respecto a las organizaciones sindicales fue distinta, por lo que resulta inevitable aludir por separado a cada sindicato. La posición de la UGT y de los socialistas era de extremada debilidad: aunque en Madrid fue la candidatura más votada en 1923, tan sólo disponían del 2% de los diputados. A esta debilidad hay que sumar el hecho de que la Dictadura no se planteaba como un régimen absolutamente represivo y fascista, sino como un paréntesis hacia una situación liberal más perfecta. "Serenidad, sí; indiferencia, no", decía el editorial de El Socialista el día del golpe de Estado del 13 de septiembre; si por un lado se postulaba no apoyar al movimiento, por otro, al aconsejar abstenerse de movimientos estériles se repudiaba cualquier tipo de actuación en contra del régimen mediante huelgas o procedimientos subversivos. Esta relación no varió de manera sustancial en los años posteriores. En algunos momentos Primo de Rivera insinuó que podría llegar a crear un nuevo sistema de turno de partidos cuyos ejes fundamentales fueran la Unión Patriótica y el socialismo. Pero esta relación con la Dictadura creó un importante elemento de división interna entre los socialistas. Siempre fueron opositores a la Dictadura los que habían actuado en el Parlamento, éstos eran partidarios de la alianza con los republicanos o se consideraban herederos de la tradición liberal, como, por ejemplo, Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos; en cambio, practicaron el colaboracionismo desde fecha muy temprana los sindicalistas de aquellas regiones donde existían graves problemas por la readaptación económica de la posguerra, como fue el caso de Manuel Llaneza, principal dirigente del sindicalismo minero asturiano. Largo Caballero fue adaptando su postura a los cambios producidos en el movimiento obrero: al principio fue muy colaboracionista y acabó siendo partidario de la República. Se puede apreciar toda una evolución en la actitud del PSOE y la UGT respecto a la Dictadura. Hasta el momento de la Asamblea Nacional Consultiva hubo una manifiesta actitud colaboracionista que incluso duró más allá de esta fecha para sólo modificarse de manera drástica en los últimos meses de la vida del régimen. Cuando en el año 1925 falleció Pablo Iglesias asumió la dirección del socialismo y de la UGT Julián Besteiro, quien si por un lado repudiaba cualquier régimen burgués, al mismo tiempo se mostraba dispuesto a una colaboración parcial en aspectos concretos. Cuando el Instituto de Reformas Sociales se convirtió en Consejo de Trabajo y obtuvo representación en el Consejo de Estado, fue la ocasión en la que se hizo más patente la colaboración socialista con el régimen. Entonces pasó a formar parte de este último un vocal de representación obrera que fue Francisco Largo Caballero, elegido por los miembros de su partido que figuraban en aquél. La actuación de éste había sido ortodoxa, ya que su elección provenía de los obreros de su propio sindicato y no del gobierno de la Dictadura, pero Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos protestaron y el segundo dimitió de su puesto en la ejecutiva del partido. En todo caso, esta postura colaboracionista no proporcionó especiales ventajas al Partido Socialista. Cuando fue convocada la Asamblea Nacional los socialistas no aceptaron los puestos que les habían sido asignados a ellos sin elección y su actitud empezó a cambiar; aunque hubo un pequeño sector del partido que sí estuvo dispuesto a aceptarlos como Andrés Saborit y Trifón Gómez. En el año 1929 se produjo una ruptura más radical cuando Primo de Rivera, en el declive de su régimen, estuvo dispuesto a aceptar en la Asamblea a cinco representantes de la UGT, elegidos por el sindicato. Dicha propuesta no fue aceptada y en el congreso del partido celebrado inmediatamente después el PSOE se declaró a favor de la República. La actitud de la CNT fue muy distinta, aunque tampoco hubo una persecución a ultranza. El sindicato anarquista se había destruido a sí mismo antes de la llegada de la Dictadura y el sector terrorista se encontraba cada vez más distanciado de los sindicatos. La política de la Dictadura consistió en un aumento gradual de la presión a fin de que los sindicatos cumplieran con la legalidad vigente en lo referente a la publicidad de sus cotizaciones. Durante la Dictadura se agravó el enfrentamiento entre quienes practicaban el terrorismo y aquellos sindicalistas que mantenían una postura cada vez más posibilista. Esta última actitud fue la adoptada por Ágel Pestaña, que propugnó la presencia en los comités paritarios. Inmediatamente después del golpe de Estado del 13 de septiembre hubo una división entre los dirigentes anarcosindicalistas en cuanto a su paso a la clandestinidad, táctica que no todos aceptaron. Después de los sucesos de Vera de Bidasoa fue cerrado el principal periódico confederal y aumentó la represión. En julio de 1927 se creó en Valencia la Federación Anarquista Ibérica (FAI), en la que existía una mayoría partidaria de la insurrección. El Partido Comunista fue declarado ilegal desde finales del año 1923. Su vida siguió siendo lánguida a pesar de que se siguió publicando alguno de sus periódicos. En estos años se incorporaron al partido un núcleo de dirigentes sevillanos de procedencia anarquista que desempeñarían un importante papel durante la Segunda República. Los sindicatos libres tuvieron el apoyo del Gobierno y consiguieron dominar una parte considerable del sindicalismo barcelonés, y el sindicalismo católico se sintió marginado a pesar del papel relevante que alguno de sus militantes desempeñó en la Unión Patriótica.
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La posición de Italia en la Segunda Guerra Mundial fue anómala. La invasión de los aliados en Sicilia -10 de julio de 1943- supuso la muerte definitiva del fascismo. El rey Víctor Manuel III ordenó que Mussolini fuera desposeído de toda autoridad y encargó la formación de un Gobierno provisional al mariscal Pietro Badoglio. Con este paso, el rey pretendía demostrar su disociación del régimen anterior y la hostilidad de gran parte del pueblo italiano al fascismo. El Gobierno de Badoglio, formado por militares y técnicos, negoció con los aliados el armisticio de Cassibilia, que se firmó el 3 de septiembre. Este armisticio suponía la rendición incondicional y el establecimiento de una Administración aliada. La consecuencia de este armisticio fue una enorme confusión. Las unidades italianas, que se encontraban combatiendo en el propio territorio, o en Francia, o en los Balcanes, no supieron, en los primeros momentos, qué postura adoptar. El país quedó partido en dos por la línea del frente: en el sur, dominado por los aliados, las tropas de Badoglio siguieron la lucha, pero ahora en contra de los alemanes, pues el mariscal había declarado oficialmente la guerra al III Reich; en el norte, ocupado por los germanos, después del rescate de Mussolini por los paracaidistas de Otto Skorzeny, se reconstruyó el Partido Fascista, pero con la nueva denominación de Republicano Fascista, y se creó la República Social Italiana, como aliado de Berlín. La caída del fascismo permitió la aparición de todos los grupos políticos que habían sido hostiles a Mussolini. Así surgieron la Democracia Cristiana (DC), formada por distintos sectores de orientación católica; el Partido Socialista de Unidad Proletaria (PSIUP), como resultante de la integración del Partido Socialista Italiano (PSI) y el Movimiento de Unidad Proletaria, fundado por Lelio Basso en enero de 1943, y el Partido Comunista italiano (PCI). A estos tres partidos se unieron otras fracciones minoritarias, como los liberales, los republicanos, los laboristas..., para crear un Comité de Liberación Nacional, que inmediatamente animó a la lucha contra el nazismo-fascismo e hizo nacer la resistencia. Los partidos del Comité de Liberación Nacional (CLN) se integraron en la Administración de Badoglio y, animados por el secretario del PCI, Palmiro Togliatti, cooperaron a la formación de un Gobierno de coalición cuando Roma fue liberada, el 5 de junio de 1944. Este Gobierno fue dirigido por Ivanhoe Bonomi, socialista moderado que se convertía, así, en el último jefe de Gobierno antes de la llegada de Mussolini y el primero después de la caída del Duce. El Gobierno Bonomi, que pudo formar -incluso- una Asamblea constituyente, se vio coartado por la presión de la Administración aliada y por las disensiones que, entre los propios italianos, creaba la persecución de las antiguas responsabilidades fascistas. Después de la completa liberación de Italia, en 1945, Bonomi cedió su puesto a Ferruccio Parri, una solución de compromiso entre la oposición del socialista Pietro Nenni y el demócrata cristiano Alcide De Gasperi. En ese momento afloraron a la superficie todos los problemas del país; la lucha política por el poder, la miseria como secuela obligada de la guerra, la desconfianza hacia quienes habían participado en el régimen fascista, la repulsa por la forma en que se había dado muerte a Mussolini, las tensiones habituales entre el norte industrializado y el sur agrícola. La política económica fue la excusa para que liberales y demócratas cristianos abandonaran el Gobierno, que no pudo llegar a las Navidades de 1945. El hombre solución sería Alcide De Gasperi, quien a sus talentos naturales unió el importantísimo apoyo de los aliados. De Gasperi, que llenó toda una época de la política italiana de la posguerra y que dio una cierta firmeza a la acción de la DC, hizo posible la doble consulta electoral del 2 de junio de 1946. En esa jornada los italianos acudieron a las urnas: 1) Para determinar el régimen institucional en el que habrían de vivir, Monarquía o República. La respuesta fue contundente: el 54,3 por 100 de la población se pronunció en favor de la República. La huida de Roma de Víctor Manuel por la ocupación de los alemanes había sido un factor positivo para esta decisión popular, no compensado por la abdicación del rey en su hijo, Humberto II, que aparecía como una incógnita. 2) Para elegir una Asamblea Constituyente. Los votos dieron la victoria a la DC, con un 35,2 por 100, seguida de los socialistas, que sumaron el 20,7. Los comunistas del PCI se situaron en tercera posición con el 18,9 por 100, lo que suponía un gran avance. Los liberales, con el 6,8 por 100, aumentaban algo su presencia anterior al fascismo. Los grandes derrotados fueron el Partido de Acción, los monárquicos y los republicanos. Quizá la nota sorpresa fue la del partido denominado Uomo Qualunque (UQ) -el hombre cualquiera-, que sumó el 5,3 por 100 de los votos y que agrupaba a todos los descontentos de la derecha. En realidad, los poderes de la Asamblea eran bien reducidos: elaborar la Constitución y ratificar los tratados de paz. Y, aunque se enunciaban en ese orden, bien pronto se vio que se situaban en el inverso. No era posible redactar una Constitución sin conocer los contenidos del tratado de paz. De hecho, éste se firmó el 10 de febrero de 1947 y la Constitución no pudo ser aprobada hasta el 22 de diciembre del mismo año.
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El adolescente toma carta de naturaleza durante el siglo XIX. Figura olvidada en épocas anteriores, la psicología toma en consideración a partir de ahora una etapa que define como crítica, que se ubica entre la comunión y el bachillerato o el servicio militar. Por todas partes se advierte del peligro, siendo frecuente la aparición de tratados médicos sobre el tema en el que se exponen los problemas que atacan a la adolescencia y las soluciones posibles. La adolescencia, edad intermedia, es peligrosa tanto para el individuo como para la sociedad. Una problemática evolución del joven puede dificultar o impedir su posterior integración social, lo que explicaría su facilidad para suicidarse. Además, observan los psicólogos, el adolescente, a mitad de camino entre la irracionalidad infantil y la racionalidad adulta, gusta de la violencia y la emotividad. Como solución surgen los internados, tanto femeninos como masculinos, instituciones que asumen las carencias de los padres para ejercer una adecuada tutela sobre los hijos y que, en nombre del estado y la sociedad, se encargan transmitir a los jóvenes la moral y las buenas costumbres. La ternura y los mimos que acompañan el universo infantil de los primeros años se vuelven recelo y distanciamiento. Los lazos familiares son ahora más difusos, siendo sustituidos por nuevas relaciones esta vez no heredadas o impuestas por la sangre sino ganadas por el adolescente. Los amigos, conocidos en el colegio o el cuartel, se convierten ahora en el ámbito de desarrollo individual.. Entrar a formar parte de un círculo de amistades supone para el adolescente la puesta en escena de su propia identidad y la confrontación con el resto de identidades. Los ritos de paso, las novatadas, se imponen como un tributo a pagar por quienes quieren abandonar los estrechos círculos familiares y formar parte de conjuntos de iguales. Las amistades de juventud se proyectan a lo largo del tiempo, siendo importantes para el futuro económico y hasta político del individuo.
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El ministerio que Sagasta formó en 1892 fue llamado de notables, porque contenía a la plana mayor del partido liberal. El inicio de la reconciliación de las fuerzas liberales había tenido lugar a fines de junio de 1890, con el partido todavía en el poder. Sagasta, lógicamente, la necesitaba. El problema era encontrar una fórmula que le permitiera ceder a las pretensiones de Gamazo en política económica sin herir demasiado a los librecambistas capitaneados por Moret. Gamazo, por su parte, no deseaba otra cosa; nunca pretendió la creación de un gran partido económico nacional, y parece que se asustó cuando comprobó el efecto que tenían sus palabras y la fuerza que era capaz de allegar. "Tuvo miedo", escribió Santiago Alba en 1902, "de verse arrastrado por un movimiento social más que económico simplemente..., por una agitación agraria honda y extensa, capaz de conmover al país entero". La ocasión para la concordia llegó al concluir la discusión de la ley de presupuestos para el año 1890-91. Gamazo había intervenido hasta entonces dieciséis veces en la discusión, defendiendo la reducción de gastos, ya fuese con el gobierno -como en el caso de la supresión de veinte Audiencias-, o contra él, en todos los demás. La comisión había incluido unos artículos transitorios mediante los que pretendía, previendo que no fuese el partido liberal el encargado de aplicar el presupuesto -como de hecho ocurrió- "no dificultar a otros", soluciones que ellos rechazaron. Entre estos artículos, el 2°- autorizaba al gobierno a reducir los gastos, y el 4°- a elevar las tarifas aduaneras. A ambos presentó Gamazo sendas enmiendas que tenían por finalidad hacer más extensas o explícitas las autorizaciones y que fueron aceptadas en lo fundamental por la comisión y el gobierno. La aceptación de la enmienda al artículo 4°-, en concreto, fue interpretada por todos como la reconciliación del partido liberal. "En 1890" -resumía Salvador Canals- "se halló una fórmula de avenencia y al caer el partido liberal la disidencia parecía abortada". Y lo pareció más durante la campaña subsiguiente de oposición, en que el señor Gamazo logró que su inspiración "fuese dada (...) por el señor Sagasta como programa económico del partido". Con ese programa llegaron al poder en 1892. En el ministerio de 1892, además de la presencia de Gamazo (Hacienda) y su cuñado Antonio Maura (Ultramar), y de Moret (Fomento), era importante la incorporación del general López Domínguez (Guerra) -que había quedado al margen de la unión de las fuerzas liberales, en 1885- pero que una vez aprobado el programa liberal -y comprobada la inviabilidad del tercer partido que había formado con Romero Robledo- se integró en el liberal. También se incorporaron a este partido, en aquella legislatura, una buena parte de republicanos posibilistas, siguiendo la indicación de su jefe, Emilio Castelar. Ante la acusación de Cánovas de que los posibilistas apoyaban al gobierno sin dejar de ser republicanos, éstos -por voz de Melchor Almagro, que pronunció un discurso lleno de elocuencia, que causó la admiración de la Cámara- "abjuraron de su fe republicana, en aras de la consecuencia democrática y del patriotismo". Moret, que diez años antes había representado el mismo papel, le contestó aceptando su concurso. El gobierno liberal tuvo que hacer frente en el otoño de 1893 a la llamada guerra de Melilla. Su origen fue la construcción de un fuerte en Sidi Guariach, en las proximidades de la ciudad, donde existía una mezquita y un cementerio locales. Ante la negativa del gobierno español a suspender las obras, que los rifeños consideraban una profanación, se produjeron violentos combates. Entre ellos destaca el sitio por los cabileños, durante tres días, del fuerte de Cabrerizas Altas, donde quedaron encerrados unos 1.000 hombres -entre ellos los corresponsales de los principales periódicos de Madrid y Barcelona-, que se saldó con 41 muertos y 121 heridos entre las fuerzas españolas. El tratado de Marraquech, en el que intervino Martínez Campos como embajador ante el sultán de Marruecos, puso fin al conflicto. La aplicación del programa de gobierno -principalmente, la política de economías y la arancelaria, promovidas por Gamazo en Hacienda, y las reformas en Ultramar, presentadas por Maura- demostraron la heterogeneidad del partido liberal, y los intereses contrapuestos de las clientelas particulares que seguían a cada uno de sus notables. Dos crisis de gobierno, en 1894, pusieron de manifiesto el fracaso de la conciliación. La crisis definitiva, en marzo de 1895, llegó, sin embargo, por un suceso externo: el asalto de un grupo de oficiales del Ejército a las redacciones de dos diarios madrileños que habían publicado noticias que consideraron injuriosas. Sagasta presentó su dimisión al negarse a la pretensión de Martínez Campos de que los civiles fueran juzgados por tribunales militares. Cánovas volvió a hacerse cargo del gobierno. La guerra de Cuba había empezado un mes antes.
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Es, pues, ya preciso delimitar en lo posible el concepto de arte griego del de helenizante. Aquél sería el que se desarrollara estrictamente por griegos y para griegos, es decir el que encuentra su justificación, su público, sus clientes, en las coordenadas más estrictas de la sociedad griega. En una gran medida, implica la complejidad cultural y humana de una ciudad, despliega su variedad y peculiaridades en el contexto de las diversas póleis. El segundo ámbito incluía aquel enorme y diverso bloque geográfico del mundo antiguo con obras de arte griego que logran su uso -y con éste su interpretación, su lectura- en el seno de las sociedades no griegas, como -en nuestro caso- las indígenas peninsulares -principalmente, las tartesias o las iberas- o las culturas de otros pueblos colonizadores -como los fenicios o los púnicos- que lo adoptan y lo transforman. Otra dificultad añadida es de índole cronológica, al tratar de distinguir, en la sucesión del tiempo, un arte puramente griego del romano. ¿Dónde se sitúan los límites entre uno y otro en el asentamiento griego de Ampurias? La definición de estos campos no es fácil y en gran medida artificial, modernizarte. Pues los límites sociales -y hasta étnicos- aparecen, en este ámbito cultural de la antigüedad que nos ocupa, fluidos y mezclados sobremanera y son, en todo caso, difícilmente definibles. En el primer supuesto, podríamos pensar que en Ampurias, estatuas en mármol como la de Asclepio o la espléndida cabeza femenina, llena de nostalgia helenística, que se supone de Afrodita, de Artemis o de Higía -la Salud-, responden más estrictamente al arte griego hecho por y para griegos. En gran medida ello es cierto. En el lejano contexto peninsular -Ampurias era probablemente el asentamiento griego de cierta entidad en el Occidente más alejado de Grecia- cualquiera de estas dos esculturas tiene una función primordial: la afirmación del carácter griego de los colonos o comerciantes ampuritanos a través de un signo de identidad y de riqueza. La plástica, de uso colectivo, es una manifestación tan significativa como la misma lengua -que mantendrán cuidadosamente los ampuritanos, como veremos luego en varios mosaicos tardohelenísticos-, o la moneda, con símbolos y mitos locales a la vez que griegos, que aquéllos acuñan como expresión de su identidad comunitaria. Pero también estas obras pueden esconder -y, de hecho, esconden una vertiente que trasciende a la misma comunidad griega, abriéndolas y relacionándolas con su entorno. Es decir, estos ejemplos pueden utilizarse como signos ante otras comunidades próximas -por ejemplo, en nuestro caso la ibérica indígena; o la púnica; o la gaditana- ante las cuales los griegos de Ampurias se autodefinen pero con quienes a un tiempo comparten unos intereses económicos y culturales próximos, esto es, un entorno de vida cotidiana en cierto modo común. Así, Asclepios es un dios medicinal del helenismo, curador y protector de la comunidad de los hombres que ante él acuden. Ampurias se define a través del santuario del entorno de este dios, que se eleva significativamente en un punto elevado y estratégico de la ciudad, en la zona sur de la Neápolis. Posiblemente en su ubicación -como cumbre de unas terrazas ante un espacio abierto sobre el que se elevaría- se imitarían las complejas disposiciones espaciales de otras ciudades y santuarios helenísticos, especialmente algunos jonios. Pues la imagen y el santuario del dios actúan ante los demás, como un signo propagandístico en una incipiente escenografía. Su función curadora, conciliadora, política, sobrepasa el ámbito mismo del emporio griego y se abre a los otros pueblos del entorno, es decir, al mundo de los comerciantes y marinos que llegan al puerto de la ciudad o de los mismos indígenas, los indiketes de retrotierra. Es un modelo para otros. Pues la efigie de Asclepio integra su función curativa en la comercial, en la relación económica con los otros pueblos. Comparte, por ello, funciones comunes con otro gran dios curador mediterráneo durante el período helenístico, el Eshmún púnico cuyo culto principal se había establecido en la isla de Ibiza. Una obra de arte de función colectiva, como el Asclepio, es, pues, un signo de múltiples lecturas. Nunca ésta se deberá reducir a un solo plano, pues no entenderemos entonces su trasfondo, sus significaciones históricas más precisas. El segundo campo en el que utilizaremos aquí nuestro concepto amplio de arte griego -el de la lectura de su arte que realizan los no griegos- es aquí aún más complejo, pues implica toda una dinámica aculturadora. Respondería, grosso modo, a preguntas como éstas: ¿cómo leen los indígenas las importaciones griegas?, ¿por qué adoptan sus productos?, ¿qué ponen en su lectura?, ¿cómo los transforman para incorporarlos a su mundo? Los interrogantes deben extenderse también al ámbito de los otros pueblos coloniales o comerciales -como los fenicios, los púnicos, los gaditanos, etc.- que adoptan, en determinadas circunstancias, un lenguaje griego o, en todo caso, fórmulas artísticas de raíz helenizante. En nuestra exposición que sigue vamos, pues, a distinguir en lo posible entre estos diferentes ambientes que acogen la obra de arte griega en la Península, aludiendo a esta interrelación continua de mundos culturales en coexistencia que comparten ciertos rasgos comunes en el arte.