Busqueda de contenidos

acepcion
Doctrina que se opone a los hechos y propuestas planteadas en la Biblia. Este término que significa "elegir", convierte al hereje en un sujeto activo que selecciona lo que va a creer y lo que no de las Escrituras Sagradas. A lo largo de la historia se han producido numerosas herejías acerca de la doble naturaleza de Cristo, entre otras cuestiones.
contexto
Se ha dicho, con razón, que casi todos los movimientos espirituales de cierta envergadura de la Plena Edad Media terminaron plasmándose, bien en una orden religiosa, bien en una herejía (Grudmann). En realidad esto es así, porque los puntos de vista tanto ortodoxo como heterodoxo partían siempre de idéntico presupuesto: el ansia de retorno al mundo ideal de la primitiva Iglesia. El acuciante deseo de reforma a todos los niveles observable en amplias capas de la población, y más en concreto el elevado dinamizador que representa entre las elites el modelo de vida y pobreza evangélicas, explican sin duda el extraordinario auge religioso vivido por Occidente durante los siglos XI al XIII. Mas estas mismas condiciones favorables lo eran también para el desarrollo de la herejía, que alcanzó durante esta época, y por vez primera desde la Antigüedad tardía, dimensiones tales que llegaron a poner en tela de juicio la viabilidad misma de la renovación católica.
contexto
Intimamente ligadas a las tendencias milenaristas, numerosas sectas antijerárquicas tomaban su propia existencia como signo incuestionable de la llegada del fin de los tiempos. Los herejes se veían a si mismos como el núcleo originario de la verdadera Iglesia, destinada a triunfar en la tierra tras el definitivo regreso del Salvador. Desde el punto de vista ideológico gran parte de estos movimientos se caracterizaban no sólo por su radicalismo de base profética, que les hacía rechazar con acritud cualquier aspecto de la jerarquía y normativa eclesiásticas, sino también por un fuerte igualitarismo -en verdad poco definido- que les proporcionaba el apoyo de determinados segmentos sociales. Así, las reivindicaciones espiritualistas, mezcladas a las materiales de un modo bastante grosero (bien = pobreza; mal = riqueza), constituían a menudo un aspecto importante de una doctrina calificada por algún autor como "anarquismo místico" (Cohn). En ocasiones estos fenómenos radicales surgieron del ambiente general de reforma, si bien llevándola a grados tan extremos que fácilmente derivaba en herejía. Tal fue el caso de Tanquelmo de Amberes (muerto en 1115) y Eón de la Estrella (muerto en 1145), protagonistas ambos de explosiones heterodoxas de relativa importancia en Flandes y Bretaña respectivamente. Personajes rayanos en la locura, su doctrina parece haberse caracterizado por un fuerte componente antisacramental y antijerárquico, mezclado con ideas más o menos extravagantes sobre la comunidad de bienes y la promiscuidad de sexos. La represión episcopal bastó en todo caso para cortar de raíz cualquier atisbo de permanencia de movimientos desaparecidos con sus cabecillas. Caso muy distinto representa en cambio el fenómeno liderado por Pedro de Bruys (1105-1133) y su discípulo Enrique de Lausana (1114-83) en la zona de Languedoc. Ambos eran antiguos monjes cluniacenses, por lo que el aspecto antisacerdotal fue aquí condición decisiva en el origen de la secta. Su ruptura de votos no respondió además a una reacción primitiva contra la indignidad del clero, sino a una sincera convicción de tipo antijerárquico. Conocedor profundo de la palabra sagrada y de los ritos eclesiásticos antiguos, Pedro de Bruys defendía una interpretación literal de los Evangelios, mezcla de racionalismo y espiritualismo que demostró tener gran atractivo entre los laicos, con los que llegó a formar una comunidad de creyentes. Los petrobrusienses, como les denominaban autores ortodoxos como Pedro el Venerable o san Bernardo, se caracterizaban ante todo por su espíritu negativo, opuesto no sólo a los vicios clericales sino en general al espíritu y realizaciones de la reforma eclesiástica, que condenaban como peligrosa novedad. Este enfrentamiento a la corriente general de la época, unido a un radicalismo despiadado que consideraba el furor destructivo como una virtud, demuestra, pese a las apariencias, la esencia ultraconservadora del movimiento, y por lo mismo su necesaria derrota. Desde el punto de vista doctrinal los petrobrusienses rechazaban ante todo el sacerdocio, considerado un mal en si mismo, afirmando en cambio la comunicación directa con Dios. Las diferencias jerárquicas entre clérigos y simples fieles debían sustituirse por el ejercicio de la humildad, pobreza y caridad evangélicas, restando la confesión mutua entre laicos para las faltas más graves. Junto a estos aspectos destacaban sin embargo los rasgos negativos y violentos. Los herejes rechazaban el bautismo de los infantes, la confesión, la eucaristía, el matrimonio y las plegarias por los difuntos. Propugnaban incluso la destrucción por el fuego de los crucifijos, considerados instrumentos del suplicio de Jesucristo. Mas esta violencia terminaría volviéndose contra ellos. Una enloquecida multitud dio muerte, también por el fuego, al creador de la secta, en tanto que Enrique de Lausana, apresado por las autoridades episcopales, seria recluido de por vida en un monasterio. Una corriente especifica de las herejías antijerárquicas estuvo integrada por movimientos que, pese a su radicalismo teológico, jamás adoptaron actitudes violentas o de contestación social. Su postura individualista, contraria incluso a cualquier designio misional, disminuyó por otro lado las potencialidades de implantación de estos movimientos, siempre minoritarios, entre el laicado culto, condenándolos a ejercer un papel meramente testimonial. Buen ejemplo de esta corriente fue la herejía creada por el jurista y cónsul de Piacenza Hugo Speroni (muerto en 1174). Aparte de genéricas apelaciones a la pobreza evangélica y en contra de los sacramentos o el sacerdocio, su doctrina parece haberse caracterizado por un fuerte individualismo predestinacionista, que algunos autores han considerado remoto precedente de las tesis de Calvino. En cualquier caso su difusión fue tan reducida que habría que esperar al pontificado de Inocencio IV (muerto en 1254) para que la Iglesia condenara -además de forma bastante retórica- a los potenciales esperonistas. Incidencia bastante más amplia tuvo, en cambio, a partir del primer tercio del siglo XIII, el heterogéneo movimiento conocido como "Hermanos del Libre Espíritu". Liderado por personajes como Alano de Bene (muerto en 1206), David de Dinant (muerto en 1215) y Ortlieb de Estrasburgo (1215), sus comunidades funcionaban autónomamente, denominándose con multitud de títulos, como "bons enfants", "turlupins", "pauperes Christi", "amaurianos", "soeurs de la penitence", etc. Aparte de su claro componente antijerárquico, se caracterizaban por una doctrina bastante difusa, conocida insuficientemente por procesos inquisitoriales tardíos, mas en cualquier caso de evidente sesgo panteísta. Defensores de una libertad moral ilimitada, negadora de la idea de pecado, eran incluso contrarios a la divinidad de Cristo y al concepto de redención, afirmando por contra la eternidad del mundo. Su exacerbado individualismo místico, tal y como aparece reflejado en el "Miroir des simples âmes" de Margarita Porete (c. 1300), les hacia propugnar la fusión directa con el Creador, por encima de cualquier mediación eclesiástica o sacramental. Pese a su difusión por Renania, Sajonia y los territorios germánicos de Europa central, el débil celo proselitista de los "Hermanos del Libre Espíritu" y su aparente conformismo con la ortodoxia (encubierto bajo formas ascéticas) les hizo escapar a menudo de la vigilancia inquisitorial. Con una repercusión social muy reducida, tan sólo en algunas comunidades de beguinas y begardos parecen haberse mantenido ecos de las concepciones de estos herejes.
contexto
El temprano renacimiento de la vida urbana en Italia, ligado al desarrollo de formas autónomas de organización política y al creciente deseo de renovación eclesiástica, dieron origen a cierto número de movimientos heréticos. En su génesis tales movimientos distaron mucho de plantear una ruptura con la Iglesia, persiguiendo por el contrario su reforma frente al clero indigno. El triunfo del gregorianismo y, por ende, la fijación de una vía reformista institucionalizada, dividirían sin embargo a estos grupos que en su vertiente más radical derivarían hacía la heterodoxia Este espíritu de colaboración original puede verse realizado especialmente en el caso de la Italia. Movimiento extendido por toda Lombardía, aunque centrado especialmente en Milán, la "Pataria" tomaba su denominación del término "patta" (andrajo), autotitulándose sus seguidores "patteri" o "Christi famuli". Aunque sus dirigentes se reclutaron entre el bajo clero y la pequeña nobleza, se trataba de un movimiento esencialmente popular, cuyo principal objetivo era la reforma eclesiástica. Esta verdadera "sanatio in radice" de la Iglesia, especialmente urgente en Milán, donde el clero simoníaco era mayoritario, fue decididamente auspiciada por Roma al principio. El pasado patarino de Anselmo de Baggio, que llegaría a obispo de Lucca en 1057 para convertirse finalmente en Alejandro II (1061-1073), y el beneplácito mostrado por su sucesor Gregorio VII (muerto en 1085) hacia los reformistas milaneses, demuestran claramente la inicial coincidencia entre ambos movimientos reformistas. Sin embargo, los patarinos, que decían combatir por la verdad (pro veritate decertentes) y exaltaban virtudes como la humildad y la pobreza, adoptaban métodos violentos que no podían ser tolerados por Roma. La intransigencia de los patarinos al rechazar como "opera diaboli" los sacramentos impartidos por el clero simoníaco en contra de la doctrina canónica fue la gota que colmó el vaso. Tras ganarse a los elementos moderados, Gregorio VII condenó al resto como herejes. Contaminados con tesis cada vez más radicales de carácter milenarista, los últimos seguidores de la "Pataria" se extinguieron a principios del siglo XII. Desconocemos si los conflictos de tipo comunal habidos durante el primer tercio de esa misma centuria en Toscana y Umbría, y que fueron especialmente graves en Orvieto, donde las masas dieron muerte al "podestá" enviado por Roma, tuvieron alguna relación con el movimiento milanés. Denostados como patarinos e incluso como cátaros por los cronistas posteriores, estos rebeldes parecen haberse guiado sin embargo más por motivaciones políticas (rechazo a la figura del obispo de la ciudad, a menudo simoníaco) que propiamente doctrinales. Carácter a un tiempo político y religioso tuvo en cambio desde sus inicios la revuelta comunal romana protagonizada por Arnaldo de Brescia. Antiguo estudiante en Milán y Bolonia y superior de la casa de canónigos regulares de Brescia a partir de 1129, Arnaldo fue ya condenado por sus opiniones heterodoxas en 1139, marchando a París, donde recibió las enseñanzas de Pedro Abelardo. Atacado junto con éste por san Bernardo, al morir Inocencio III en 1143 se le concedió la licencia pontificia para regresar a Italia, marchando de inmediato a Roma, donde comenzó su campaña de predicación popular. Hábil demagogo, sus prédicas incendiarias de sesgo patarínico-evangélico, eran una mezcla de crítica a los poderes carismáticos del clero corrupto y de alabanza a la vida apostólica. Su exégesis literal de las Escrituras le hacía propugnar una radical pobreza para la Iglesia, rechazando al tiempo su poder temporal. Mediante razonamientos dialécticos llegó incluso a negar la llamada "donación de Constantino", siglos antes de que se demostrase su carácter apócrifo. Desde tales perspectivas denunció la autoridad del Papa como indigna, consiguiendo expulsar de Roma a Eugenio III (1145-1153). Una vez dueño de la ciudad, Arnaldo definió su proyecto político, en el que se combinaba el recuerdo a la tradición republicana con cierta mística universalista. Para el heresiarca, el Imperio era la suprema forma política elegida por Dios para el gobierno de la Cristiandad, si bien con carácter electivo, haciendo descansar su legitimidad en el movimiento comunal. La dictadura de Arnaldo de Brescia, bajo la forma de un senado de 100 miembros y dos cónsules, tuvo que hacer frente sin embargo a la oposición del enérgico Adriano IV (1154-1159). Tras aliarse con el emperador Federico I, el Pontífice lanzó el entredicho contra la ciudad de Roma en la Pascua de 1155. Perjudicados gravemente los intereses económicos ciudadanos al cortarse el flujo peregrinatorio, Adriano IV logró al fin la división de los partidarios de Arnaldo. Condenado por un tribunal eclesiástico, sería ejecutado y arrojadas sus cenizas al Tíber. Fieles a la memoria del rebelde, los arnaldistas o "Pobres lombardos" mantuvieron todavía vivo algunos años el recuerdo de un movimiento definitivamente truncado en 1155.
contexto
Aunque Occidente había conocido a fines de la Antigüedad el auge del maniqueísmo, las doctrinas de base gnóstica y dualista desaparecieron sin dejar rastro hasta bien entrado el siglo XI, cuando revivieron tímidamente en algunos círculos heterodoxos pronto agostados por la reforma católica. Sin embargo, a mediados del siglo XI, y sin que puedan determinarse todavía hoy los motivos exactos, el dualismo reapareció con fuerza, adquiriendo pronto en algunas regiones proporciones alarmantes. El primero en dar la voz de alarma fue el corresponsal de san Bernardo, Everin de Steinfeld, hacia los años 1140-1144, relatando sucesos acaecidos en Colonia. Al parecer había surgido en esta ciudad un numeroso grupo de herejes, denominados por Steinfeld "Pauperes Christi", que además de postular típicas ideas antijerárquicas (promiscuidad de sexos, comunidad de bienes, rechazo de los sacramentos, etc.), se creían poseídos por el Espíritu Santo en virtud de la imposición de manos recibida de sus lideres. Participantes en ceremonias colectivas en las que la fracción del pan y el rezo del "Pater" tenían papel destacado, estaban convencidos de ser el germen de la verdadera Iglesia. Odiados por las masas, estos herejes se dejaron quemar sin oponer resistencia, pues vieron en la muerte una oportunidad de oro para que sus espíritus, libres de las ataduras que representaban el mundo, el cuerpo y el pecado, retornasen libres al Creador. Este dualismo incipiente cuerpo-alma, que quizá no llegase a madurar dada la prontitud con que la secta fue exterminada, se manifestó sin embargo a partir de 1145 en multitud de focos: Lieja, Perigord, Albi-Toulouse y Lombardía. Fue precisamente aquí donde, según el cronista ortodoxo Anselmo de Alejandría (c. 1170), los disidentes adoptaron por vez primera el calificativo de "cátaros" (puros). El movimiento debía ser ya suficientemente amplio en 1163 como para que el sínodo de Tours legislase contra estos herejes. Dos años más tarde, la conferencia de Lombers, que serviría de modelo en años posteriores para multitud de coloquios entre católicos y cátaros, demostró también que los nuevos herejes distaban mucho de buscar la reconciliación con la Iglesia o su reforma, por radical que ésta fuese. Los íntimos contactos de todo tipo con Oriente y los Balcanes a raíz de las cruzadas han solido aducirse como causa remota para explicar el renacimiento del dualismo en Occidente, y más en concreto en regiones como Lombardía y el Midi. En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que las comunidades heréticas aludidas definieron su doctrina al calor de la misión de un personaje procedente de los Balcanes como fue el obispo Nicetas. De personalidad poco conocida (Anselmo de Alejandría le denomina "obispo de Constantinopla", mientras que otros le asocian a la secta bogomila de Dragovitsa, en Tracia), la importancia histórica de su misión resulta difícil de exagerar, pues a él se debe la maduración de la doctrina cátara y su ruptura con el cristianismo. Tras atravesar Lombardía, donde no consiguió resultados apreciables, Nicetas presidió en 1167 la asamblea heterodoxa de san Félix de Camarán (Languedoc) logrando la alianza de los movimientos allí reunidos y su transformación en una suerte de obispos. Nacía así, como verdadera anti-Iglesia el catarismo, cuya estructura diocesana paralela suponía una amenaza de la máxima gravedad, ante la que el catolicismo se encontraba de momento inerme. Estamos relativamente bien informados de los aspectos doctrinales y organizativos del catarismo gracias a la amplísima literatura de controversia que el enfrentamiento entre católicos y herejes produjo. Aunque las principales obras del bando heterodoxo fueran destruidas por la acción inquisitorial, conservamos algunas tan importantes como el tardío "Liber de duabus principiis" de Juan de Luggio (c. 1248) así como algunos testimonios de antiguos valdenses como el "Liber contra manichaeos" y el "Liber antihaeresis" (c. 1220) de Durán de Huesca. En el campo católico, aparte de la legislación canónica y los documentos inquisitoriales, destacan el "De fide catholica contra haereticos" y la "Summa Quatripartita" de Alano de Lille (mediados del XII), diversos sermones de Ecberto de Schönau (c. 1163), el "Adversus Albigensium errores libri III" de Lucas de Tuy (c. 1240), la "Summa adversus catharos et valdenses" de Monede Cremona y la "Summa de catharis" de Rainiero Sacconi, ambas de mediados del siglo XIII. Doctrinalmente hablando, los cataros, también llamados paulicianos, publicanos, albigenses (por el importante núcleo herético de Albi), bougres (búlgaros: alusión a Nicetas) o simplemente "maniqueos", se caracterizaban por una concepción fundamentalmente dualista de la realidad. Para ellos el mundo era un campo de batalla en el que se oponían las dos fuerzas primarias del bien y del mal, identificadas respectivamente con Dios/lo espiritual y el Diablo/lo material. Al principio del bien, creador de los ángeles, estaban asociadas las almas, consideradas fragmentos del espíritu encadenadas al cuerpo. O a los sucesivos cuerpos, animales incluidos, ya que numerosos cátaros admitían la migración de las almas. El repudio a todo lo material, que les hacia rechazar la eucaristía, la resurrección de los muertos y el consumo de carne, llegaba tan lejos que derivaba incluso en el suicidio por inanición (endura), considerado una suerte de liberación ascética de lo material. En ese sentido la mujer, concebida a partir de la materia del hombre, era valorada como inferior a éste. Los herejes creían asimismo en el Diablo, considerado por algunos un hijo coeterno del bien, en lucha cósmica con su padre, y por otros simplemente un ángel caído. Mas era en la figura y en la misión de Jesús donde los cátaros encontraban mayores dificultades para conciliar sus planteamientos dualistas con el cristianismo. Ya se le considerase el primero de los ángeles o el mejor de los hombres (lo que habría merecido su adopción como hijo por el principio del bien), la corporeidad de Cristo era concebida como una simple apariencia, negándose por lo mismo sus sufrimientos, muerte y resurrección. Lejos de redimir, la figura de Jesús era importante por su comportamiento, que podía servir de enseñanza al hombre para liberarle de sus ataduras materiales, retornando al bien. En realidad, aunque el catarismo insistió siempre en la validez de los Evangelios (no así del Antiguo Testamento, que consideraba expresión del mal) la conciliación entre el dualismo y el cristianismo resultaba imposible. Lejos de representar una variante más o menos radical de la fe cristiana, el catarismo aparece así como una religión diferente, de base gnóstico-dualista, en la que las apelaciones a Jesucristo o a la Biblia desempeñan sólo un papel superficial. Desde el punto de vista eclesiológico el catarismo se presentaba como una comunidad de santos que venían a retomar el ideal del cristianismo primitivo, frente a la Iglesia institucional, portadora de falsas doctrinas, clérigos indignos y sacramentos sin valor. Sin embargo, en la práctica, los herejes demostraban ser fieles a un conservadurismo del todo alejado de las concepciones coetáneas relativas a la pobreza voluntaria y la reforma eclesiástica. Su jerarquización, producto de las ideas dualistas, era asimismo rigurosa, hasta el punto de que puede hablarse de una práctica escisión entre los seguidores de la secta. Desde la perspectiva cátara la responsabilidad del común de los mortales, poseídos irresistiblemente por el principio del Mal, no podía deducirse de sus acciones, buenas o malas, de lo que cabía inferir una libertad moral absoluta. Esta irresponsabilidad ética, aparte de constituir un fuerte atractivo para las gentes sencillas, significaba por el contrario para las más conscientes un gran reto personal. Se trataba en suma de una "moral de dos niveles" (Chelini) que se reflejaba incluso institucionalmente. Por un lado estaban los "perfectos" o "boni homines", caracterizados por la castidad, el ayuno riguroso y el vegetarianismo. Y por el otro los simples fieles, de una vida moral mucho más laxa, cuando no abiertamente disipada. A los perfectos les estaba encomendada la difusión de la fe y el deber de consejo. Su renuncia al mundo y, en general, sus poderes carismáticos, les habilitaban para realizar la ceremonia de la imposición de manos, bien para ordenar nuevos perfectos, bien con valor absolutorio. En este último caso el denominado "consolamentum" implicaba para los creyentes el perdón de todos los pecados y la recepción del espíritu del bien, por lo que sólo cabía recibirlo en el momento de la muerte. En su otra variante la imposición de manos sirvió para estructurar la herejía, que en su momento de plenitud (1180-1220) llego a contar con numerosos obispos (bisbes) reunidos periódicamente en sínodos semejantes a los católicos. Desde el punto de vista geográfico fueron dos las regiones en donde el catarismo llegó a manifestarse especialmente: Lombardía y el Midi. Otros focos menores se localizaron en Inglaterra durante el reinado de Enrique II (1154-1189), en Alemania renana (donde se les conoció como "luciferianos" o adoradores de Satanás) y en la Península Ibérica, en donde la herejía se difundió por Cataluña gracias a las íntimas relaciones entre el Midi y la Corona de Aragón. En cuanto a los denominados albigenses en Castilla (focos de Palencia, Burgos y, en especial, León), denunciados por Lucas de Tuy, y cuyo origen parece residir en la corriente peregrinatoria jacobea, existen serias dudas de que se tratara realmente de cátaros y no de valdenses e incluso de simples partidarios de la reforma radical de la Iglesia. Para el caso italiano, los aspectos políticos -más en concreto antipontificios y pro gibelinos- parecen haber jugado un importante papel en la consolidación de la herejía. Sea como fuere, desde el punto de vista religioso, los cátaros lombardos se desligaron pronto de la obediencia balcánico-oriental, dividiéndose a fines del XII en sendas facciones. Así, frente al obispado de Concorezzo, de carácter moderado, se alzó la tendencia radical de Desenzano, a la que perteneció Juan de Luggio. Mas la historia del catarismo esta ligada indisolublemente a la del Midi, en donde la herejía manifestó sus mejores virtualidades. Estrictamente hablando, no todo el sur de Francia abrazó empero la herejía, ya que diócesis tan importantes como Narbona, Nimes y Montpellier estuvieron siempre del lado de la ortodoxia. Incluso en Toulouse el catarismo fue sólo apoyado inicialmente por las clases populares. Más bien el corazón geográfico de la herejía parece localizarse en la región de Lauragais, entre Toulouse y Carcasona, que contaba -aparte de las dos ciudades mencionadas- con castellanías de relativa importancia como Laurac, Montreal o Fanjeaux. Son múltiples las razones que explican el enraizamiento de la herejía en estas tierras meridionales. Aparte de genéricos contactos con Oriente, hay que destacar desde el punto de vista religioso la escasa incidencia de la reforma eclesiástica en la zona, unido al también bajo nivel medio de catequización de las masas rurales. La ausencia de centros de poder por encima del mero ámbito regional e incluso la amplia tolerancia, cuando no abierta complicidad, de la nobleza local con la herejía, son otros factores a tener en cuenta. Sin duda todos ellos se conjugaban en un latente regionalismo, reflejado incluso en el piano lingüístico (langue d'Oc) que la cruzada de los invasores francos no haría sino exasperar. Desde el punto de vista sociológico, el catarismo, como cualquier otra herejía coetánea, se definía ante todo por su carácter interclasista. Prácticamente todos los estamentos apoyaron la herejía, si bien con distinto grado de intensidad. La media y baja nobleza demostró sin duda su entusiasmo abrazando, y defendiendo incluso con las armas, al catarismo, muchos de cuyos dirigentes eran de extracción nobiliaria. Esta verdadera "vocación aristocrática" (Delaruelle) del catarismo meridional, cuyo origen estaría para algunos en los contactos establecidos con Oriente por los señores participantes en la segunda cruzada, no aparece tan clara en el caso de la alta nobleza, que sin embargo apoyó por la vía de los hechos igualmente la causa de la herejía. Así, personajes como Raimundo VI, abierto simpatizante de los cátaros, o el católico Pedro II de Aragón, se vieron abocados por razones políticas y de simple obediencia feudal a enfrentarse a la coalición de fuerzas lideradas por el Pontificado. El catarismo encontró también fuertes apoyos en el ámbito urbano, que a veces abrazó la causa de la herejía por motivos no estrictamente religiosos, como fue el caso de la burguesía de Toulouse tras la declaración de la cruzada. Por el contrario, el campesinado no se mostró al principio muy receptivo a las novedades aportadas por el catarismo, si bien a largo plazo y al igual que ocurre en otros movimientos heréticos, llegó a calar hondo en el medio rural, último en rendirse a los embates de la ortodoxia. El ejemplo de la aldea occitana de Montaillou, objeto de una rigurosa represión inquisitorial entre los años 1318-1325, resulta en este sentido paradigmático.
contexto
Se ha dicho, con razón, que casi todos los movimientos espirituales de cierta envergadura de la Plena Edad Medía terminaron plasmándose, bien en una orden religiosa, bien en una herejía (Grudmann). En realidad esto es así, porque los puntos de vista tanto ortodoxo como heterodoxo partían siempre de idéntico presupuesto: el ansia de retorno al mundo ideal de la primitiva Iglesia. El acuciante deseo de reforma a todos los niveles observable en amplias capas de la población, y más en concreto el elevado dinamizador que representa entre las élites el modelo de vida y pobreza evangélicas, explican sin duda el extraordinario auge religioso vivido por Occidente durante los siglos XI al XIII. Mas estas mismas condiciones favorables lo eran también para el desarrollo de la herejía, que alcanzó durante esta época, y por vez primera desde la Antigüedad tardía, dimensiones tales que llegaron a poner en tela de juicio la viabilidad misma de la renovación católica.
contexto
Aunque en numerosas ocasiones el concepto de pobreza voluntaria se haya querido hacer depender del de heterodoxia, ni desde el punto de vista histórico ni desde el teológico tal dependencia resulta ajustada a la realidad. La apelación a la pobreza voluntaria, es decir a la "vita apostolica", que se pensaba característica de los tiempos evangélicos, no sólo fue algo permanente desde los inicios de la reforma gregoriana, sino que llegó a convertirse en verdadera doctrina oficial por parte de la jerarquía eclesiástica. Sin embargo, es cierto también que la pobreza voluntaria desempeñó a menudo un papel destacado en la génesis y desarrollo de numerosas herejías. La aplicación literal de este principio ético a planteamientos político-sociales podía poner en tela de juicio tanto la existencia de la Iglesia romana, como la de toda la Cristiandad. Sin embargo, esto ocurrió muy raramente y fue privativo además de movimientos tan radicalizados como minoritarios. Por el contrario, las herejías que adoptaron la pobreza voluntaria como base de su doctrina concibieron siempre a aquella desde una perspectiva predominantemente religiosa. La exaltación de la figura del "pauper" en su condición no socioeconómica sino espiritual, en lo que tenía de regreso al ideal evangélico, era algo en lo que ortodoxos y heterodoxos estuvieron siempre de acuerdo. Este consenso queda además demostrado en los acontecimientos. Cuando tales herejías surgieron, lo hicieron siempre dentro del movimiento reformista y aunque al fin aconteció la ruptura jamás manifestaron, antes al contrario, su expreso deseo de romper con Roma. Esto mismo fue lo que posibilitó con el tiempo la reintegración a la Iglesia de buena parte de estos movimientos, demostrando así que también la ruptura distó mucho de ser inevitable. De todos los fenómenos heréticos surgidos al calor de la pobreza voluntaria sin duda el más importante fue el valdismo. La biografía de su fundador, Pedro Valdo (c. 1140-c. 1217) ofrece interesantes paralelismos con la de san Francisco de Asís, lo que plantea una vez más el problema de la débil frontera existente entre ortodoxia y heterodoxia. Tal y como nos informa el anónimo "Chronicon universale laudunensis", Pedro Valdo era un rico comerciante de Lyon caracterizado por su vida mundana. Una grave crisis espiritual le condujo a la lectura de diversas obras piadosas que había mandado traducir al provenzal para la ocasión. Como resultado de este proceso, el antiguo comerciante y prestamista decidió hacia 1173 abandonar a su familia y adoptar la más absoluta pobreza, repartiendo en forma de limosnas su ingente fortuna. Esta conversión le granjeó el aprecio de buen numero de sus conciudadanos, que quisieron seguir su ejemplo y con los que formó un nutrido grupo conocido como "Pobres de Lyon" o simplemente "Pauperes Christi". La vida itinerante basada en la mendicidad, el creciente numero de adeptos y, sobre todo, la predicación rigorista de Pedro Valdo -un laico después de todo-, levantaron al fin los recelos de la jerarquía. Llamado aquel hacia 1178 ante el arzobispo de Lyon, hizo sin embargo una declaración de fe tan irreprochable que fue puesto en libertad de inmediato. Para atajar cualquier sospecha de heterodoxia fue Valdo quien apeló entonces directamente a Alejandro III con la intención de tomar parte en los preparativos del III Concilio de Letrán (1179). El Pontífice le recibió con benevolencia, si bien los reparos de los miembros de la curia continuaron, como denuncia Walter Map (muerto en 1209) en su "De nugis curialium". En cualquier caso, el Papa aceptó tras la entrevista no sólo la permanencia del movimiento valdense, sino que permitió incluso a sus miembros el ejercicio de la predicación, lo que de hecho contradecía la postura aprobada en la propia asamblea lateranense en favor del monopolio clerical. Tan sólo, y como lógica cautela, pues se trataba de laicos, se prohibió a los valdenses predicar sobre asuntos doctrinales, debiendo contar siempre con el permiso previo de las autoridades diocesanas. Ciertamente, desde el punto de vista de la jerarquía eclesiástica, no se podía ser más tolerante. Los años siguientes a 1179 asistieron sin embargo a la progresiva ruptura de los valdenses con la ortodoxia. En 1184 esta ruptura se había ya consumado, pues el concilio de Verona convocado por Lucio III ese año, condenó ya como herético al movimiento liderado por Pedro Valdo. Conocemos relativamente mal los hechos que condujeron a esta ruptura, pero es indudable que fue causada por la radicalización del movimiento valdense. Los crecientes roces con el clero y el obligado sesgo antijerárquico de la predicación de Pedro Valdo obedecían, sin embargo, menos al incumplimiento de las salvedades acordadas en 1179 que a la propia maduración teológica del movimiento. Por descontado que las acerbas críticas a los clérigos indignos, y con el tiempo también a los sacramentos, al purgatorio o a la estructura eclesiástica en su conjunto, podían acercar a los valdenses a otras herejías coetáneas. Pero sería un grave error asimilar a estos con los cátaros, como hacen ya Alano de Lille (1203) en su "De fide catholica contra haereticos" y, sobre todo, Bernardo Gui en su "Manual de Inquisidores" (c. 1322). La explícita oposición valdense a las tesis cátaras y el hecho de que su rama occitana apoyara decididamente la reacción católica contra el catarismo, son pruebas más que suficientes del abismo que separaba a ambas corrientes heterodoxas. En realidad fue la extraordinaria fidelidad de Pedro Valdo a lo que representaba el ideal de la "vita apostolica" (mucho más profundo que la mera adopción externa de la pobreza), lo que ocasionó su alejamiento de Roma. Al considerar al espíritu evangélico como única fuente de legitimidad, y puesto que la inmensa mayoría del clero estaba muy lejos de comulgar con dicho espíritu, Pedro Valdo dedujo que la Iglesia jerárquica en su conjunto carecía de poder sacramental. Desprovista de su carisma sagrado, la Iglesia tampoco poseía autoridad para predicar, al contrario de lo que ocurría con aquellos simples fieles que, como los valdenses, vivían según el Evangelio. Al identificar a la Iglesia con una verdadera comunión de los santos -laicos evangélicos- Pedro Valdo destruía también cualquier posibilidad de permanencia de las estructuras jerárquica y sacramental del catolicismo, afirmando en su lugar la comunicación directa con Dios. Reducido a su esencia doctrinal, el valdismo más que propiamente una herejía, se identificaba así con una eclesiología heterodoxa. La existencia de numerosos puntos de contacto entre valdismo y catolicismo resultaba evidente. Bastó una actitud más tolerante por parte del Pontificado para que la reintegración formal a la ortodoxia de un gran sector de la herejía se realizase. Tal fue la nueva política desarrollada por Inocencio III (1198-1216) desde el momento mismo de su llegada al solio. En fecha tan temprana como 1201 se consiguió ya que gran número de valdenses lombardos aceptasen la regla de san Agustín y formaran la orden de los "humillados". Más fue entre los años 1207-1210 cuando se alcanzaron los principales frutos de esta política reintegradora. Fue entonces, en efecto, cuando dos importantes facciones valdenses (la de los "Pobres católicos" de Durán de Huesca y la de los "Pobres reconciliados" de Bernardo Primus) regresaron al seno de la Iglesia. En ambos casos las comunidades valdenses se convirtieron en órdenes terceras en las que el ejercicio de la pobreza y la caridad sustituyó al de la predicación. Debilitado al asumir la Iglesia las tesis de los moderados, el valdismo se radicalizó aún más, alcanzando a partir de entonces su máxima expansión geográfica. Aparte del foco originario de Lyon, extendido pronto a Languedoc, Provenza y Delfinado, del que parecen depender ciertas comunidades de la Península Ibérica (donde se les conocerá como "ensabatati", por las sandalias que portaban), los valdenses se hicieron especialmente fuertes en Lombardía. Allí, aunque escindidos a partir de 1205 entre "Humilliati" y "Pauperes lombardi", por su aceptación o rechazo respectivamente del trabajo manual, llegaron a constituir en 1220 la poderosa "fraternidad valdense", organizada según patrones de la jerarquía eclesiástica. Desde Italia se extendieron en pequeño número, mediante predicadores itinerantes -barbos- por Europa central, detectándose valdenses en Bohemia ya en el siglo XIV. La querella en torno a la pobreza voluntaria ocupó también un papel decisivo en el desarrollo del movimiento de los espirituales franciscanos. Ciertos grupos minoritarios, inspirados en el ideal pauperístico y cercanos asimismo al primer franciscanismo, apostaron desde un principio por la ruptura con Roma. El principal de todos ellos, aunque sin alcanzar desde luego proporciones equiparables a las del valdismo, fue el de los "Hermanos Apóstoles" de Gerardo Segarelli (1268). A pesar de las decisiones del II Concilio de Lyon (1274) en contra de la proliferación de movimientos mendicantes rayanos en la heterodoxia, que condujo al fin de grupos como los "saccati" y los "boscarioli", los "Hermanos Apóstoles" no aceptaron su disolución, enfrentándose a la jerarquía. Contrarios a la propiedad privada y convencidos de la inminente llegada del milenio joaquinita, los herejes, cuya secta se extendió por Lombardía y Toscana, serian aniquilados por la actuación inquisitorial entre 1304-1307.
contexto
La tentación apocalíptica, presente siempre en el pensamiento cristiano y vinculada en realidad a mitos más antiguos como los de la edad de oro y el eterno retorno, cimentó también ideológicamente la aparición de numerosos movimientos populares en la frontera entre la ortodoxia y la heterodoxia. Normalmente vinculada a momentos de crisis, la creencia milenarista ofreció casi siempre perfiles extremadamente difusos, basados no tanto en el conjunto de las predicciones joánicas cuanto en la abundante literatura apocalíptica de tiempos altomedievales. La convicción de vivir el fin de los tiempos se basaba ante todo en una serie de signos, tenidos como indiscutibles, que se interpretaban en función de un esquema relativamente sencillo tomado del "Apocalipsis". Partiendo de un marco idóneo, como podía ser cualquier coyuntura de crisis, el pensamiento milenarista aseguraba el advenimiento del llamado "emperador del fin" de los tiempos, cuyo reinado, destinado a asegurar la paz y la expansión de la fe cristiana en todo el mundo, quedaría interrumpido por la llegada del Anticristo, en la figura de un gobernante con apariencia humana. Vendría luego el retorno del Mesías y el triunfo de la verdadera Iglesia, identificada naturalmente por los herejes con su propia secta. Tales ideas se prestaban como es lógico a la mitificación popular, positiva o negativa, de personajes históricos ya desaparecidos como Carlomagno, Federico I Barbarroja, Balduino I de Flandes, Federico II, etc. Mas también dieron origen a todo un género culto, a mitad de camino entre la interpretación histórica y la simple profecía, que trataba de desentrañar mediante procedimientos simbólicos la identidad oculta de ciertos soberanos. A mediados del XI Adsón de Montierender proclamó en su "Libellus de Antichristo" la inminente llegada del fin del mundo haciéndose eco, de forma muy imprecisa, de la invasión turca de Palestina. En la siguiente centuria Gerhoh de Reichersberg, continuando una rancia tradición eclesiástica, realizó en su "De manifestatione Antichristi" un estudio sobre las sucesivas personalidades adoptadas por el Anticristo a lo largo del tiempo, desde Nerón al emperador Enrique IV. Ambos autores, por lo demás radicalmente ortodoxos, más que extraer consecuencias políticas o sociales de sus obras, coincidieron en la necesidad de encarar los acontecimientos apelando a procedimientos ascéticos. La necesidad de expiación tanto personal como colectiva y, por ende, el retorno a la vida y pobreza evangélicas aparecían como los únicos recursos que permitirían a los fieles mostrarse a la altura de las circunstancias. De ahí también la identificación que se constata en este tipo de obras entre la figura del peregrino -pauper- y la del elegido de los últimos tiempos. Que este tipo de creencias apocalípticas se relacionase directamente con la devoción peregrinatoria a Jerusalén no debe extrañar, puesto que la ciudad santa era no sólo la capital elegida por el postrer emperador sino también, y muy especialmente, el lugar designado por las Escrituras para el definitivo regreso del Mesías. Fenómenos como las cruzadas populares y de "pastoreaux" se vinculaban así, en la mentalidad colectiva y en las predicaciones itinerantes, a la geografía mítica de la Cristiandad. Repetidas a lo largo de toda la Plena Edad Media (1146, 1197, 1212, 1251, etc.), tales explosiones de devoción popular, a menudo teñidas de un fuerte componente antisemita, expresaban la firme creencia en la inminente llegada de un periodo de prueba al que se sucedería un mundo nuevo desprovisto de males, riquezas y diferencias sociales. En esto, como en otros aspectos de la religiosidad colectiva, la distinción entre ortodoxia y heterodoxia resultaba en la práctica muy difícil de establecer. Esta ambivalencia puede también observarse en el caso del cisterciense Joaquín de Fiore (muerto en 1202) cuyas obras serían condenadas como heréticas por el IV Concilio de Letrán pero que gozó en vida de una merecida fama de santidad. A él se debe sin duda la más perfecta sistematización del pensamiento milenarista de la época que, pese a su condena, tendría una enorme repercusión en el desarrollo del franciscanismo radical. Autor de numerosas obras, entre las que destacan la "Concordia Veteri et Novi Testamenti" y la "Expositio ad Apocalypsim", el abad calabrés fue el creador de un método exegético de carácter alegórico, según el cual los acontecimientos veterotestamentarios se interpretaban en función de los del Nuevo Testamento, señalando a su vez, simbólicamente, el advenimiento de una tercera y definitiva era. Según esta interpretación, a mitad de camino entre la profecía y la filosofía de la historia, la humanidad habría pasado en primer lugar por la denominada "Edad del Padre" (ante legem), correspondiente al Antiguo Testamento, en la que el hombre serviría a Dios sólo por temor y donde la institución prototípica sería el matrimonio. Estructurada en 42 generaciones de 30 años cada una, esta etapa habría dado paso a su vez a la "Edad del Hijo" (sub legem), en la que creía vivir aún el De Fiore, y donde la obediencia descansaría en la fe y el amor filial, siendo los clérigos sus figuras emblemáticas. Finalmente, hacia 1260, según el calculo de generaciones del propio abad calabrés, se entraría en la definitiva "Edad del Espíritu" (post legem), caracterizada por la plena libertad y caridad cristianas y por la extinción de todas las instituciones, Iglesia jerárquica incluida. Los nuevos "hombres espirituales", cuyo prototipo serían los monjes, vivirían en un paraíso terrenal bajo la obediencia de un jefe evangélico cuyos rasgos fueron ya prefigurados siglos antes por san Benito. El pensamiento de De Fiore, pronto enriquecido a pesar de su condena oficial por multitud de apócrifos, sería definitivamente perfilado por su discípulo Gerardo di Borgo San Donino en su "Introductio ad Evangelium Aeternum". La difusión del jonquinismo sería así enorme, cimentando ideológicamente el movimiento de los espirituales franciscanos.
contexto
Pocas palabras han tenido tanta garra en el léxico de los historiadores de la Iglesia como la de reforma. Aplicada por antonomasia a la ruptura iniciada por Martín Lutero a partir de 1517, su utilización se ha prodigado también para designar los mas variados intentos de regeneración de la jerarquía y la sociedad cristianas. Nadie se cuestiona hoy en día que en el siglo XI los deseos de mejora de la Iglesia estaban ampliamente extendidos. Así lo demuestran obras como el "Liber Gomorrhianus" de Pedro Damián o el "Adversus simoniacos" de Humberto de Silva Cándida que, un tanto ásperamente, denuncian todo un conjunto de lacras. A. Fliche, uno de los grandes historiadores actuales de la Iglesia, ha sido un buen popularizador de la expresión "reforma gregoriana" al considerar al papa Gregorio VII como su principal protagonista. De acuerdo con esta idea el Papado, consciente de la necesidad de renovar moralmente al clero, luchó por conquistar su libertad frente a la tutela de los poderes temporales. A todos resultan evidentes los méritos de una serie de Papas del siglo XI y de sus consejeros en su lucha por la regeneración moral de la Iglesia. Pero queda asimismo fuera de duda que, a favor de la reforma, pugnaron muy diversas fuerzas... antes incluso de doblar el mítico Año Mil. Desde distinta dirección, Cluny y otras ordenes monásticas llevaban ya algún camino andado... y facilitarán incluso titulares a la sede romana, algunos de ellos fervientes paladines de la reforma. ¿Qué decir también de esos emperadores alemanes empeñados en proveer de buenos rectores a la Iglesia? Y ¿qué decir de los brotes reformistas de signo popular y cuasi revolucionario que unas veces coincidieron en sus objetivos con la curia pontificia y otras fueron considerados como sospechosos de herejía? Posiblemente resultará cómodo echar mano de un lugar ya común: no hubo una sino varias reformas. En todas ellas hay unas mismas preocupaciones, aunque las vías a utilizar puedan diferir sensiblemente. En principio había dos vicios que se consideraba necesario erradicar en el clero: el nicolaísmo y la simonía. Por nicolaísmo se entendía el amancebamiento de clérigos. El matrimonio de los sacerdotes en esta época se consideraba no invalido, sino simplemente ilícito. Las normas que imponían el celibato eclesiástico se aplicaban con bastante indulgencia pese al escándalo de algunos estrictos reformadores. Estos podían invocar justamente ejemplos del pasado: el concilio hispano de Elvira (a comienzos del siglo IV) o el posicionamiento de Padres de la Iglesia del Occidente como San Jerónimo o San Agustín. Pero dudosamente podía pensarse que el celibato fuera de todo punto necesario para facilitar el ministerio sacerdotal. De hecho, hasta entrado el siglo XI el debate sobre el amancebamiento/matrimonio de clérigos no se planteó con toda aspereza. Será uno de los caballos de batalla de los reformadores más famosos. Por simonía se entendió a principios de los tiempos cristianos la compra de poderes carismáticos. Mas adelante, por simonía -vicio asimilado a la herejía- se entendió el tráfico de cosas santas y la compra de dignidades eclesiásticas. La más conocida de todas las formas de simonía era la venta de obispados o abadías por los príncipes seculares, aunque también se podía llegar al humilde nivel de simples iglesias rurales. El que algunos cargos eclesiásticos llevasen anejos una masa de bienes materiales convertían a obispos o abades en grandes señores temporales tentados con frecuencia al abandono de sus responsabilidades espirituales. Ante tan equívoca situación fue surgiendo toda una casuística en la que acabaron enfrentándose posiciones a menudo irreconciliables. Así, los reformadores más radicales repudiaron todo tipo de acto simoníaco que, según ellos, contaminaba cualquier acto espiritual del dignatario que había comprado su cargo. El cardenal Humberto de Silva Cándida, dentro de esta línea, recomendaba la destitución de todo clérigo que hubiera recibido órdenes de un obispo simoníaco. En una línea mas templada otro de los grandes reformadores, Pedro Damiano, aun pidiendo la destitución del simoníaco, reconocía la validez de las órdenes recibidas gratuitamente de manos de un consagrador simoníaco. En relación con la simonía se situaba a veces el problema de la investidura laica. Suponía esta la ruptura de la vieja práctica canónica según la cual el ministerio episcopal era conferido por el clero y el pueblo (o, al menos, con el asentimiento de éste) de la diócesis correspondiente. Con el discurrir del tiempo, los príncipes seculares usurparon este derecho invistiendo directamente a los obispos con la entrega del báculo (símbolo de la jurisdicción) y el anillo (expresión de la unión mística con la Iglesia). Aunque en muchas ocasiones (recordemos el ejemplo de papas designados por emperadores) los poderes temporales velaban por la honorabilidad de los candidatos, de hecho, primaban más las razones de utilidad del candidato que su idoneidad espiritual. Emperadores y reyes tuvieron en efecto, en obispos y abades, buenos colaboradores en las tareas administrativas y, además, un importante contrapeso frente a la orgullosa nobleza laica. Que una investidura laica fuera acompañada de un pago por parte del beneficiario podía resultar una sospecha más que razonable. Si el Pontificado se llegaba a poner a la cabeza de un vasto movimiento contra las anteriores lacras trabajaría, de paso, en la reafirmación de su primacía sobre todo el Occidente. Esta se venía reconociendo desde tiempo inmemorial aunque, como recientemente ha recordado J. Paul, con un sentido eminentemente honorífico. Así, en el siglo X, Occidente semejaba una gran federación de provincias eclesiásticas unidas por una misma fe y una misma disciplina. Después del año Mil las cosas fueron cambiando. La curia romana, aparte de invocar la regeneración del estamento eclesiástico, se dedicó a desempolvar viejas teorías que hablaban de la relación entre los distintos poderes. Lo que papas del pasado (desde Gelasio I a fines del siglo V) habían planteado como reflexiones puramente espirituales, los gregorianos lo elevaron a la categoría de imperiosa necesidad. Para ellos, el poder temporal sólo se legitimaba en la medida en que estuviera conforme a las exigencias espirituales. Y estas solamente podrían cumplirse merced a una constante intervención de los pontífices ante los soberanos. Por tanto, reforma de la Iglesia -en perspectiva gregoriana- y teocracia pontificia estaban condenadas a recorrer un mismo camino.
termino