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Aunque Occidente había conocido a fines de la Antigüedad el auge del maniqueísmo, las doctrinas de base gnóstica y dualista desaparecieron sin dejar rastro hasta bien entrado el siglo XI, cuando revivieron tímidamente en algunos círculos heterodoxos pronto agostados por la reforma católica. Sin embargo, a mediados del siglo XI, y sin que puedan determinarse todavía hoy los motivos exactos, el dualismo reapareció con fuerza, adquiriendo pronto en algunas regiones proporciones alarmantes. El primero en dar la voz de alarma fue el corresponsal de san Bernardo, Everin de Steinfeld, hacia los años 1140-1144, relatando sucesos acaecidos en Colonia. Al parecer había surgido en esta ciudad un numeroso grupo de herejes, denominados por Steinfeld "Pauperes Christi", que además de postular típicas ideas antijerárquicas (promiscuidad de sexos, comunidad de bienes, rechazo de los sacramentos, etc.), se creían poseídos por el Espíritu Santo en virtud de la imposición de manos recibida de sus lideres. Participantes en ceremonias colectivas en las que la fracción del pan y el rezo del "Pater" tenían papel destacado, estaban convencidos de ser el germen de la verdadera Iglesia. Odiados por las masas, estos herejes se dejaron quemar sin oponer resistencia, pues vieron en la muerte una oportunidad de oro para que sus espíritus, libres de las ataduras que representaban el mundo, el cuerpo y el pecado, retornasen libres al Creador. Este dualismo incipiente cuerpo-alma, que quizá no llegase a madurar dada la prontitud con que la secta fue exterminada, se manifestó sin embargo a partir de 1145 en multitud de focos: Lieja, Perigord, Albi-Toulouse y Lombardía.

Fue precisamente aquí donde, según el cronista ortodoxo Anselmo de Alejandría (c. 1170), los disidentes adoptaron por vez primera el calificativo de "cátaros" (puros). El movimiento debía ser ya suficientemente amplio en 1163 como para que el sínodo de Tours legislase contra estos herejes. Dos años más tarde, la conferencia de Lombers, que serviría de modelo en años posteriores para multitud de coloquios entre católicos y cátaros, demostró también que los nuevos herejes distaban mucho de buscar la reconciliación con la Iglesia o su reforma, por radical que ésta fuese. Los íntimos contactos de todo tipo con Oriente y los Balcanes a raíz de las cruzadas han solido aducirse como causa remota para explicar el renacimiento del dualismo en Occidente, y más en concreto en regiones como Lombardía y el Midi. En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que las comunidades heréticas aludidas definieron su doctrina al calor de la misión de un personaje procedente de los Balcanes como fue el obispo Nicetas. De personalidad poco conocida (Anselmo de Alejandría le denomina "obispo de Constantinopla", mientras que otros le asocian a la secta bogomila de Dragovitsa, en Tracia), la importancia histórica de su misión resulta difícil de exagerar, pues a él se debe la maduración de la doctrina cátara y su ruptura con el cristianismo. Tras atravesar Lombardía, donde no consiguió resultados apreciables, Nicetas presidió en 1167 la asamblea heterodoxa de san Félix de Camarán (Languedoc) logrando la alianza de los movimientos allí reunidos y su transformación en una suerte de obispos.

Nacía así, como verdadera anti-Iglesia el catarismo, cuya estructura diocesana paralela suponía una amenaza de la máxima gravedad, ante la que el catolicismo se encontraba de momento inerme. Estamos relativamente bien informados de los aspectos doctrinales y organizativos del catarismo gracias a la amplísima literatura de controversia que el enfrentamiento entre católicos y herejes produjo. Aunque las principales obras del bando heterodoxo fueran destruidas por la acción inquisitorial, conservamos algunas tan importantes como el tardío "Liber de duabus principiis" de Juan de Luggio (c. 1248) así como algunos testimonios de antiguos valdenses como el "Liber contra manichaeos" y el "Liber antihaeresis" (c. 1220) de Durán de Huesca. En el campo católico, aparte de la legislación canónica y los documentos inquisitoriales, destacan el "De fide catholica contra haereticos" y la "Summa Quatripartita" de Alano de Lille (mediados del XII), diversos sermones de Ecberto de Schönau (c. 1163), el "Adversus Albigensium errores libri III" de Lucas de Tuy (c. 1240), la "Summa adversus catharos et valdenses" de Monede Cremona y la "Summa de catharis" de Rainiero Sacconi, ambas de mediados del siglo XIII. Doctrinalmente hablando, los cataros, también llamados paulicianos, publicanos, albigenses (por el importante núcleo herético de Albi), bougres (búlgaros: alusión a Nicetas) o simplemente "maniqueos", se caracterizaban por una concepción fundamentalmente dualista de la realidad.

Para ellos el mundo era un campo de batalla en el que se oponían las dos fuerzas primarias del bien y del mal, identificadas respectivamente con Dios/lo espiritual y el Diablo/lo material. Al principio del bien, creador de los ángeles, estaban asociadas las almas, consideradas fragmentos del espíritu encadenadas al cuerpo. O a los sucesivos cuerpos, animales incluidos, ya que numerosos cátaros admitían la migración de las almas. El repudio a todo lo material, que les hacia rechazar la eucaristía, la resurrección de los muertos y el consumo de carne, llegaba tan lejos que derivaba incluso en el suicidio por inanición (endura), considerado una suerte de liberación ascética de lo material. En ese sentido la mujer, concebida a partir de la materia del hombre, era valorada como inferior a éste. Los herejes creían asimismo en el Diablo, considerado por algunos un hijo coeterno del bien, en lucha cósmica con su padre, y por otros simplemente un ángel caído. Mas era en la figura y en la misión de Jesús donde los cátaros encontraban mayores dificultades para conciliar sus planteamientos dualistas con el cristianismo. Ya se le considerase el primero de los ángeles o el mejor de los hombres (lo que habría merecido su adopción como hijo por el principio del bien), la corporeidad de Cristo era concebida como una simple apariencia, negándose por lo mismo sus sufrimientos, muerte y resurrección. Lejos de redimir, la figura de Jesús era importante por su comportamiento, que podía servir de enseñanza al hombre para liberarle de sus ataduras materiales, retornando al bien.

En realidad, aunque el catarismo insistió siempre en la validez de los Evangelios (no así del Antiguo Testamento, que consideraba expresión del mal) la conciliación entre el dualismo y el cristianismo resultaba imposible. Lejos de representar una variante más o menos radical de la fe cristiana, el catarismo aparece así como una religión diferente, de base gnóstico-dualista, en la que las apelaciones a Jesucristo o a la Biblia desempeñan sólo un papel superficial. Desde el punto de vista eclesiológico el catarismo se presentaba como una comunidad de santos que venían a retomar el ideal del cristianismo primitivo, frente a la Iglesia institucional, portadora de falsas doctrinas, clérigos indignos y sacramentos sin valor. Sin embargo, en la práctica, los herejes demostraban ser fieles a un conservadurismo del todo alejado de las concepciones coetáneas relativas a la pobreza voluntaria y la reforma eclesiástica. Su jerarquización, producto de las ideas dualistas, era asimismo rigurosa, hasta el punto de que puede hablarse de una práctica escisión entre los seguidores de la secta. Desde la perspectiva cátara la responsabilidad del común de los mortales, poseídos irresistiblemente por el principio del Mal, no podía deducirse de sus acciones, buenas o malas, de lo que cabía inferir una libertad moral absoluta. Esta irresponsabilidad ética, aparte de constituir un fuerte atractivo para las gentes sencillas, significaba por el contrario para las más conscientes un gran reto personal.

Se trataba en suma de una "moral de dos niveles" (Chelini) que se reflejaba incluso institucionalmente. Por un lado estaban los "perfectos" o "boni homines", caracterizados por la castidad, el ayuno riguroso y el vegetarianismo. Y por el otro los simples fieles, de una vida moral mucho más laxa, cuando no abiertamente disipada. A los perfectos les estaba encomendada la difusión de la fe y el deber de consejo. Su renuncia al mundo y, en general, sus poderes carismáticos, les habilitaban para realizar la ceremonia de la imposición de manos, bien para ordenar nuevos perfectos, bien con valor absolutorio. En este último caso el denominado "consolamentum" implicaba para los creyentes el perdón de todos los pecados y la recepción del espíritu del bien, por lo que sólo cabía recibirlo en el momento de la muerte. En su otra variante la imposición de manos sirvió para estructurar la herejía, que en su momento de plenitud (1180-1220) llego a contar con numerosos obispos (bisbes) reunidos periódicamente en sínodos semejantes a los católicos. Desde el punto de vista geográfico fueron dos las regiones en donde el catarismo llegó a manifestarse especialmente: Lombardía y el Midi. Otros focos menores se localizaron en Inglaterra durante el reinado de Enrique II (1154-1189), en Alemania renana (donde se les conoció como "luciferianos" o adoradores de Satanás) y en la Península Ibérica, en donde la herejía se difundió por Cataluña gracias a las íntimas relaciones entre el Midi y la Corona de Aragón.

En cuanto a los denominados albigenses en Castilla (focos de Palencia, Burgos y, en especial, León), denunciados por Lucas de Tuy, y cuyo origen parece residir en la corriente peregrinatoria jacobea, existen serias dudas de que se tratara realmente de cátaros y no de valdenses e incluso de simples partidarios de la reforma radical de la Iglesia. Para el caso italiano, los aspectos políticos -más en concreto antipontificios y pro gibelinos- parecen haber jugado un importante papel en la consolidación de la herejía. Sea como fuere, desde el punto de vista religioso, los cátaros lombardos se desligaron pronto de la obediencia balcánico-oriental, dividiéndose a fines del XII en sendas facciones. Así, frente al obispado de Concorezzo, de carácter moderado, se alzó la tendencia radical de Desenzano, a la que perteneció Juan de Luggio. Mas la historia del catarismo esta ligada indisolublemente a la del Midi, en donde la herejía manifestó sus mejores virtualidades. Estrictamente hablando, no todo el sur de Francia abrazó empero la herejía, ya que diócesis tan importantes como Narbona, Nimes y Montpellier estuvieron siempre del lado de la ortodoxia. Incluso en Toulouse el catarismo fue sólo apoyado inicialmente por las clases populares. Más bien el corazón geográfico de la herejía parece localizarse en la región de Lauragais, entre Toulouse y Carcasona, que contaba -aparte de las dos ciudades mencionadas- con castellanías de relativa importancia como Laurac, Montreal o Fanjeaux.

Son múltiples las razones que explican el enraizamiento de la herejía en estas tierras meridionales. Aparte de genéricos contactos con Oriente, hay que destacar desde el punto de vista religioso la escasa incidencia de la reforma eclesiástica en la zona, unido al también bajo nivel medio de catequización de las masas rurales. La ausencia de centros de poder por encima del mero ámbito regional e incluso la amplia tolerancia, cuando no abierta complicidad, de la nobleza local con la herejía, son otros factores a tener en cuenta. Sin duda todos ellos se conjugaban en un latente regionalismo, reflejado incluso en el piano lingüístico (langue d'Oc) que la cruzada de los invasores francos no haría sino exasperar. Desde el punto de vista sociológico, el catarismo, como cualquier otra herejía coetánea, se definía ante todo por su carácter interclasista. Prácticamente todos los estamentos apoyaron la herejía, si bien con distinto grado de intensidad. La media y baja nobleza demostró sin duda su entusiasmo abrazando, y defendiendo incluso con las armas, al catarismo, muchos de cuyos dirigentes eran de extracción nobiliaria. Esta verdadera "vocación aristocrática" (Delaruelle) del catarismo meridional, cuyo origen estaría para algunos en los contactos establecidos con Oriente por los señores participantes en la segunda cruzada, no aparece tan clara en el caso de la alta nobleza, que sin embargo apoyó por la vía de los hechos igualmente la causa de la herejía.

Así, personajes como Raimundo VI, abierto simpatizante de los cátaros, o el católico Pedro II de Aragón, se vieron abocados por razones políticas y de simple obediencia feudal a enfrentarse a la coalición de fuerzas lideradas por el Pontificado. El catarismo encontró también fuertes apoyos en el ámbito urbano, que a veces abrazó la causa de la herejía por motivos no estrictamente religiosos, como fue el caso de la burguesía de Toulouse tras la declaración de la cruzada. Por el contrario, el campesinado no se mostró al principio muy receptivo a las novedades aportadas por el catarismo, si bien a largo plazo y al igual que ocurre en otros movimientos heréticos, llegó a calar hondo en el medio rural, último en rendirse a los embates de la ortodoxia. El ejemplo de la aldea occitana de Montaillou, objeto de una rigurosa represión inquisitorial entre los años 1318-1325, resulta en este sentido paradigmático.

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