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Dentro del grupo de los pintores impresionistas Monet fue ante todo el más interesado por el mar, o mejor por la costa marina, fuese puerto, acantilado o playa. Hemos de recordar que había sido educado en un importante puerto francés, Le Havre, y que conocía con detalle el estuario del Sena, en las localidades de Honfleur y Saint-Adresse. No es de extrañar que motivos inspirados en estos lugares sean pintados con detalle en el trabajo que el pintor desarrollaba durante la década de 1860. Por el contrario viajó poco durante las décadas de 1860 y 1870, siendo después cuando se mostraría más inquieto. A este momento posterior se debe la realización de este cuadro, que debemos fechar en 1897, y que nos muestra al artista fascinado ante el espectáculo agreste que le ofrece esa naturaleza. La luz es tan fuerte que llega a confundir los perfiles de las rocas e incluso a emborronar la línea del horizonte, a la izquierda.
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Su matrimonio con Carolina Bommer en enero de 1818 no modificó ni la manera de pensar ni la actitud vital de Friedrich. Sí introdujo un nuevo motivo en su pintura: el de la figura femenina, con todas las resonancias formales y afectivas que ello conllevaba. Realizó esta obra en Dresde entre 1818 y 1819, al poco de retornar de su viaje de bodas a Greifswald y Rügen, al igual que hiciera con Rocas cretáceas en Rügen. Los personajes aquí representados son similares a los de aquel cuadro: Friedrich, en traje tradicional, y su esposa, en rojo de nuevo, vestida a la moda, se dirigen, en la proa de un velero, hacia una ciudad de perfil gótico situada en una indeterminada lejanía. Desde ese 1818, Friedrich compartirá su "navigatio vitae" con su esposa, su recorrido vital en busca de la vida eterna, la ciudad celestial. La obra se compone de varios dibujos realizados durante su viaje de bodas. Para la silueta de la ciudad se basó, casi con seguridad, en edificios de Greifswald, Dresde y Stralsund, aunque modificados con libertad. Desde un punto de vista formal, su colorido es más ligero que en años anteriores y la composición está menos dominada por una voluntad geometrizante, cuya meta es la estricta simetría. El lado derecho, o sotavento, se encuentra determinada por el mástil y las velas desplegadas, representadas parcialmente, al igual que el velero, que Freidrich ha partido convencionalmente a la mitad. El punto de vista se sitúa en el timón, en popa, de manera que el espectador entra silenciosamente en el velero, sin que los esposos, abstraídos en la contemplación de la ciudad, lo perciban. La simbología de esta obra, adquirida en 1820 por el Zar Nicolas I, a la sazón en Dresde en su viaje de bodas, ha suscitado numerosas interpretaciones. Las tres principales hablan del "viaje de la vida"; de las aspiraciones políticas de los "demagogos" revolucionarios alemanes, entre los que militaba Friedrich; por último, de una premonición de la felicidad cercana. En cualquier caso, parece que estos aspectos son compatibles y no se excluyen.
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Dos de los temas favoritos para Toulouse-Lautrec serán la prostitución y el lesbianismo, recogiéndolos en la serie de trabajos relacionada con el burdel de la rue d´Amboise, cuya decoración corrió a cargo del pintor. En la cama, El beso o esta imagen que contemplamos son algunas de estas obras protagonizadas por mujeres donde el artista recoge con el más absoluto naturalismo el amor existente entre ambas. Henri se ha colado en la habitación para ofrecernos una imagen totalmente cotidiana de la vida bohemia de Montmartre, eliminando todo elemento anecdótico para centrar su atención en las dos mujeres que se miran con ternura. El encuadre e incluso el aspecto general del cartón están relacionados con la fotografía y es que Toulouse-Lautrec es un fotógrafo de la vida cotidiana que le rodea, como si de un cronista de los pinceles se tratara. Técnicamente, la línea ocupa un papel secundario respecto al color blanco predominante, relacionado con la pintura de Whistler e incluso con Berthe Morisot. Las sombras malvas y marrones se proyectan por las sábanas, relacionándose con el Impresionismo. Otra de las cualidades destacables de esta composición la encontramos en la captación psicológica de los rostros, ofreciendo Lautrec su mejor faceta como retratista.
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El tema del lesbianismo ya había sido tratado con anterioridad por Courbet; interesado Toulouse-Lautrec en continuar con algunos aspectos del realismo, eligió esta temática como una de sus favoritas, resultando trabajos de delicada belleza como éste que contemplamos o El beso, formando una serie relacionada con la decoración del burdel de la rue d´Amboise. En la cama tiene una estrecha relación con este cartón, apareciendo también dos jóvenes acostadas en un lecho, mirándose fijamente con un apreciable gesto de ternura y cariño. La imagen está contemplada con una perspectiva alzada, tan querida por Degas, relacionándose con el Impresionismo al emplear sombras coloreadas. El color blanco domina la composición, mostrando cierta influencia de Whistler o Berthe Morisot. La intimidad y el naturalismo con el que Henri nos muestra esta delicada escena le convierten en un fotógrafo de la nocturnidad parisina, ofreciéndonos con sus trabajos los aspectos ocultos de la bohemia.
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Una vez más el tema del lesbianismo vuelve a protagonizar una composición de Toulouse-Lautrec siendo una de las más curiosas de la serie formada por El beso, Las dos amigas o L´Abandon. Las dos mujeres duermen plácidamente, creando el pintor un excelente efecto realista al contemplar la escena desde un lateral, proyectando la cama en profundidad para obtener una mayor sensación de perspectiva. El ambiente cargado de la habitación parece respirarse. La técnica empleada no es nada virtuosa, aplicando el color en largas pinceladas, dominando los oscuros trazos que definen los contornos, recordando ligeramente al sintetismo de Bernard y Gauguin. Pero la aportación más interesante de Toulouse-Lautrec la encontramos en el aspecto fotográfico que se consigue, mostrándonos un mundo desconocido hasta ahora para el pintor. Ésta es una de las razones por las que se le ha definido como el "paparazzi de la Belle Epoque".
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La figura de la prostituta, ataviada con sus provocativas medias de colores, parece esperar en el lecho la llegada del cliente. Su reflejo en el espejo produce una mayor amplitud espacial. La postura descarada de la mujer, la ropa revuelta sobre el sillón y la palangana a los pies de la cama ofrecen una puesta en escena perfecta que Degas debía, cuando menos, conocer.
contexto
Los hitos sevillanos de Velázquez y su familia tocaban a su fin al emprender viaje a Madrid en 1622 para retratar al poeta Luis de Góngora por encargo de Pacheco, quien hacía tiempo coleccionaba retratos de artistas, literatos y científicos, cuyas efigies conformaron el "Libro de los Retratos", una de sus aficiones eruditas. La ocasión fue aprovechada por Velázquez para conocer las colecciones reales e intentar retratar al nuevo rey Felipe IV, valiéndose del capellán real D. Juan de Fonseca, antiguo canónigo de Sevilla y amigo de Pacheco. Quizá la presencia en la corte del Príncipe de Gales pretendiendo la mano de la Infanta María de Austria, hermana del rey, dificultó el deseo de Velázquez. El pintor regresó a Sevilla, pero estaba de nuevo en Madrid en julio de 1623 llamado por D. Juan de Fonseca y, sobre todo, por el Conde-Duque de Olivares. Antes del 30 de agosto había retratado al joven Felipe IV y el 6 de octubre obtuvo el nombramiento de Pintor del Rey, ocupando la vacante de Rodrigo Villaldrando, con sueldo de veinte ducados mensuales y el derecho a cobrar las pinturas que realizase. El nombramiento afianzó la residencia de Velázquez en Madrid, quien diligentemente fue asumiendo el papel de retratista oficial, al servicio casi exclusivo de la monarquía. Resulta curioso observar cómo Pacheco y Palomino, biógrafos de Velázquez, resaltan las ocasiones en que el clamor popular, los entendidos o el rey celebraron los triunfos del pintor sobre sus colegas contemporáneos, especialmente con motivo de la exhibición pública en las gradas de San Felipe del Retrato ecuestre de Felipe IV (c. 1625-26) antes de ser instalado en el Alcázar junto al de Carlos V en Mülhberg de Tiziano. Al decir de Pacheco, todo él, figura y paisaje, se pintó del natural y Palomino recoge la anécdota de las críticas a Velázquez como pintor de cabezas, de las cuales hasta el rey se había hecho eco en un comentario al mismo pintor y a las que respondería que no era poco mérito, ya que no conocía nadie que las supiera pintar. La bien asentada fama de Velázquez como retratista tuvo su refrendo con motivo del concurso convocado entre los Pintores del Rey para representar La expulsión de los moriscos, un hecho del reinado de Felipe III. Juan Bautista Crescenzi y Juan Bautista Maino fallaron a favor de Velázquez, poniendo de relieve que también dominaba la representación histórico-alegórica. Ninguno de los dos lienzos comentados se ha conservado, pero poco después de estos sucesos Velázquez obtuvo el cargo de Ujier de Cámara, un modesto empleo con que prosiguió su carrera palaciega. De esta etapa son una serie de retratos de Felipe IV con traje negro (Madrid, Prado, c. 1626), del Infante D. Carlos, del Conde-Duque, así como de miembros de la administración, que muestra la monumentalización de este género, el distanciamiento y la severidad de los personajes que, en los retratos del Conde-Duque, se trastoca en orgullo (Sao Paulo, Museo, c. 1624). Permanece aún la fidelidad al naturalismo, sin halagos, siendo criticado por los viajeros italianos por su melancolía, mientras que Rubens alabó en estos retratos velazqueños su modestia. Sea como fuere, los datos físicos del retrato velazqueño quedaron perfectamente definidos: una silueta negra o muy oscura se recorta sobre un fondo gris o pardo verdoso, iluminado de izquierda a derecha por un rayo de luz al modo de los caravaggistas (J. Gállego, 1983, p. 62). El fondo claro poco definido se concreta recurriendo a la degradación del color y a la proyección de la sombra, como resultado de una interpretación personal de obras de Tiziano, como el Retrato de Felipe II (Madrid, Prado, c. 1550). El Retrato de hombre joven (Munich, Altepinakothek, c. 1627-28) resulta más moderno, pues, salvo la cabeza, la mayor parte de la superficie está sólo esbozada y la pincelada resulta más fluida y valiente. Las obras de composición que Velázquez realizó en esta época sólo pueden ser enjuiciadas a través de Los borrachos o Triunfo de Baco (Madrid, Prado, c. 1628). Esta composición de argumento mitológico está tratada muy personalmente, aplicando un ropaje cotidiano y de subsistencia vital a un tema intemporal y literario. Por vez primera, Velázquez saca los personajes al aire libre y la luz filtrada entre las ramas inunda la escena, modelando suavemente los contornos. En contacto con las colecciones reales y las modas europeas el pintor fue modificando su estilo; el naturalismo fue trasformándose y sus volúmenes se ablandaron, gracias a la luz difusa y al colorido cada vez más sutil, moviéndose en las fronteras imperceptibles de los azules, verdes y grises, que sustituyen a los ocres sevillanos. La presencia de Peter Paul Rubens en Madrid durante nueve meses de los años 1628 y 1629 fue para Velázquez, lo mismo que la pintura veneciana de las colecciones reales, un gran aliciente para sus progresos técnicos. Rubens llegó a la corte de Felipe IV con misiones diplomáticas, lo que no le impidió seguir pintando durante este tiempo, retratando a los miembros de la familia real y copiando algunos de los Tizianos de la colección del rey por encargo de la Infanta Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos. Se ha sugerido que estas labores se realizaron en los obradores de los pintores del Rey y quizá a la vista de Velázquez. La febril creatividad de Rubens, su versatilidad y su condición aristocrática, que aunaba el alto rango social con la pintura, fueron sin duda ejemplo de comportamiento futuro para Velázquez. También suele atribuirse a Rubens que animase a Velázquez a viajar a Italia, a aprender en su arte y en sus maestros. Hacia allí partió el sevillano en 1629, poco después de que Rubens abandonara Madrid. Esta fue la mayor influencia ejercida sobre Velázquez por el maestro flamenco, pues la contención clásica velazqueña siguió su propio camino, divergente del ímpetu rubensiano.
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En la primavera de 1881 Monet tenía ya claro que iba a abandonar Vétheuil, encargando a Zola que hiciera un reconocimiento del pueblo de Poissy. El resultado de la exploración fue positivo por lo que el traslado se produjo en septiembre. Alice Hoschedé se trasladó con él, lo que motivó la extrañeza de su marido Ernest, que demandaba la presencia de su esposa en París. Es lógico pensar que la relación entre Monet y Alice era cada vez más estrecha. Durante el verano realizaron un viaje hacia Trouville y Saint-Adresse, retornando a los orígenes Los escarpadas costas de Trouville llamarán de nuevo su atención y en esta imagen que contemplamos se aprecia el mar de fondo, casi en el mismo plano que el cielo. La única referencia formal es el árbol inclinado que se sitúa en el plano central de la composición, enlazando así la zona de cielo con la de tierra. La iluminación está tomada del natural y los colores se eligen en función de ésta, enlazando con las teorías impresionistas que estaban empezando a ser cuestionadas por los propios miembros del grupo. Las pinceladas continúan siendo cortas y empastadas, reforzando el abocetamiento de la composición.