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Toulouse-Lautrec se interesa por todos los asuntos del prostíbulo de la rue des Moulins donde estuvo habitando una temporada a pesar de estar prohibido por las autoridades parisinas. Así nos ofrece la inspección médica, el lavandero, la espera en el salón, las relaciones lésbicas entre las chicas, la comida o la llamada de la madame a las prostitutas para empezar su jornada laboral como aquí contemplamos. Madame Baron se dirige a sus pupilas para que vayan acudiendo al salón ante la llegada de los clientes, apreciándose en primer plano el pasamanos de la amplia escalera, decorado en un sensual terciopelo rojo. La rica decoración de las paredes se insinúa como apreciamos en la escultura del fondo. Lo más destacado de la composición es el abocetado general del conjunto, creado por el pintor gracias a las líneas, apartándose del color por lo que parece un trabajo sin concluir ya que la mayor parte del soporte está sin cubrir. Aun así, la narración de la escena ha sido perfectamente interpretada por Lautrec, afianzándose en su papel de cronista de la noche parisina.
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Seguiremos para la narración de la batalla a Arriano, Plutarco, Quinto Curcio y Polieno, olvidando a Diodoro, cuya descripción ha sido rechazada por la práctica totalidad de los historiadores. Según Diodoro, Alejando llegó a la vista de los persas y acampó; al amanecer del día siguiente cruzó el río sin oposición, tras lo que las dos caballerías se enfrentaron en la llanura, y luego se produjo una segunda batalla entre las dos infanterías. La narración es tan estereotipada y choca tanto con el resto de las fuentes, que puede descartarse; tampoco es posible combinar su relato con el de Arriano y otros autores, según el cual Alejandro llegó frente al río Gránico por la tarde y decidió atacar sin perder más tiempo, forzando el paso mediante un ataque frontal. Verdaderamente, ésta es una de las acciones más arriesgadas e inciertas que podían llevarse a cabo, en la que el propio general en jefe macedonio, que ejemplarmente mandaba en primera línea, debía arriesgar su vida. Aunque la topografía del terreno ha variado desde la Antigüedad -el Gránico ha cambiado su curso hacia el Este y ahora hay más vegetación- los trabajos de Hammond, entre otros, permiten una reconstrucción aproximada: un cauce poco profundo y vadeable, de menos de una decena de metros de anchura, discurriendo dentro de una amplia terraza fluvial de unos cuarenta metros de ancho, con la llanura a ambos lados y, a unos cientos de metros al este del Gránico, unas suaves lomas. El ejército persa debía ocupar un frente de unos mil quinientos metros, esperando a Alejandro detrás del río, que tenía una ribera empinada y elevada hasta unos cinco metros por el lado persa. Por tanto, los asaltantes macedonios estarían en gran desventaja en el momento de vadear y chocar con los defensores, ordenados y en altura superior. Sin embargo, y por razones que desconocemos pero podemos suponer, los persas decidieron desaprovechar las ventajas defensivas de su posición al colocar su caballería en primera línea, a lo largo de la ribera del río. La falange griega mercenaria fue situada más atrás, en unas lomas que dominaban el campo de batalla. La disposición ideal hubiera sido la inversa: la falange era más adecuada para frenar y desorganizar la acometida inicial de los macedonios, que luego podrían haber sido rechazados en completo desorden sobre el río por un oportuno contraataque de la eficaz caballería persa. ¿Qué ocurrió? No se sabe y sólo cabe inferir que, quizá, los persas no se fiaban de sus propios mercenarios, pues Arriano y Diodoro narran (1,12,9 y 17,18,2) que el propio general griego Memnon de Rodas había aconsejado la retirada y una táctica de tierra quemada, dada la superioridad macedonia en infantería. Quizá infravaloraban a su rival y pretendían derrotarle sólo con fuerzas propias del reino. O quizá su confianza en el poder de la caballería en cualquier circunstancia era tal que consideraron preferible colocarla plantada sobre el río. Finalmente, sí sólo había cinco mil hoplitas griegos, como hemos propuesto, puede que esta fuerza se considerase escasa para contener a Alejandro en la ribera, y se pensara que la caballería sola tendría más flexibilidad de acción. Si ésta fue, como creemos, la causa de la peculiar formación persa, la disposición sería lógica y, probablemente, la mejor en esas circunstancias. Si, por el contrario, fueron veinte (según informa Arriano) y no cinco mil los hoplitas, entonces fue un error.
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En los años 20 una chica que fuera a la Universidad era una rara avis. Socialmente el fenómeno tenía muy poca relevancia. Ese 4,2% de muchachas que estudiaban una carrera en el curso 1927-1928 carecían de visibilidad. Era mucho más evidente el porcentaje de mujeres analfabetas: en 1930 el 47,5% de la población femenina española no sabía leer ni escribir. Aquello sí que tenía auténtica relevancia social. La cifra oscilaba de unas regiones a otras, entre el abrumador 66% de Murcia y el más "llevadero" 26,7% del País Vasco. Gráfico
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La Segunda República, en 1931, se propuso educar al pueblo. Con Fernando de los Ríos en el Ministerio de Instrucción Pública, en 1932, se intensificaron con tal fin las construcciones escolares. De 1909 a 1931 se habían edificado en España una media de 500 escuelas al año. En los primeros once meses del nuevo régimen -según declaraciones del propio ministro en las Cortes- se levantaron 7.000 grupos escolares, que al finalizar el año 1932 eran ya 9.600. La República no se centró en promover el acceso de la mujer a la Universidad. Para cualquier gobierno era mucho más urgente y razonable luchar contra las apabullantes cifras de analfabetismo, que dedicar sus esfuerzos al 6% de la población universitaria. En 1930 todavía eran casi la mitad las españolas que no sabían leer ni escribir: un 47,5%. Una ley de 23 de junio de 1909 había declarado obligatoria la enseñanza de niños y niñas hasta los 12 años. La medida incrementó la escolarización de éstas últimas en un 57% entre 1910 y 1930, pero la carencia endémica de escuelas para ellas quitó eficacia a la norma legal. De hecho, casi la mitad de las niñas españolas no iban al colegio cuando comenzó la Segunda República. El nuevo régimen aceleró la creación de escuelas para niñas, que eran las más necesarias. Además, el artículo 48 de la Constitución republicana impuso la obligatoriedad de la enseñanza primaria, gratuita, laica y coeducativa, lo cual no casa bien con el dato de que fueron las escuelas femeninas las que más crecieron. Gráfico Quizá la mentalidad pudo más que la ley, porque lo cierto es que nunca llegó a promulgarse el decreto que hiciera posible la coeducación en primaria. Suele achacarse este hecho a que los sectores conservadores y católicos consideraban esta medida antinatural, inmoral y peligrosa. Pero eso no impidió que la coeducación se instalara de un plumazo en los Institutos de Enseñanza Media (donde forzosamente debería ser juzgada por esos mismos sectores como mucho más antinatural, inmoral y peligrosa). De cualquier manera, a pesar del esfuerzo cuantitativo y del aumento real de posibilidades de acceso a los diversos grados de enseñanza, las niñas y adolescentes siguieron recibiendo una educación cuyo contenido se hallaba diferenciado por sexos, en función de los roles que hombre y mujer iban a jugar en la sociedad. Sin embargo, a pesar de no ir directamente encaminadas a ello, las medidas tomadas por el régimen republicano en materia educativa hubieran acelerado notablemente la presencia femenina en la educación superior, de no haber sobrevenido la Guerra Civil. Las cosas podrían haber cambiado desde aquel momento porque -de hecho- empezaron a hacerlo a gran velocidad, lo que se reflejó en el aumento de chicas en los estudios de bachillerato, a partir de 1931. Aquí la aceleración fue notable: si en 1930-31 el porcentaje de chicas matriculadas en secundaria era de un 17,1%; en 1935-36 la cifra había crecido hasta el 46,2%. Todo hace suponer que el fruto de aquel esfuerzo se hubiera recogido en los años 40, en forma de un notable aumento de matrículas femeninas en la Universidad.
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El chacal de Anubis descansa echado sobre la tapa corrediza de un armario de madera, chapada en oro y de forma de templete trapezoidal, rematado en gola y con baquetones en las esquinas. En el forro de oro de las paredes alternan pares del pilar died con pares del nudo the, en dos franjas superpuestas a un zócalo de paneles escalonados. Su actitud yacente no es óbice para que el chacal se mantenga erguido y alerta, como cuadra a la misión de guardián que se le ha confiado. Es una magnífica talla en madera, laqueada de negro y dorada en parte: el interior de las orejas, los ribetes de los ojos, el collar y una a modo de chalina que acompaña a aquél. En la factura de los ojos entran -con el oro- el cuarzo y la obsidiana; las uñas son de plata. El perro tiene un aire fantasmagórico, como el de aquellos perros escuálidos y solitarios que en las noches de luna vagan sin rumbo a lo largo de los caminos del valle. Aseguraba Howard Carter haber visto un par de canes como éste en algunas de sus salidas nocturnas, y lo mismo creían conocerlo los viejos de las aldeas del borde del desierto. "El primer ejemplar fue visto por mí -declara el egiptólogo- a comienzos de la primavera de 1926, cuando encontré en el desierto de Tebas un par de chacales dirigiéndose hacia el valle del Nilo, como tienen por costumbre cuando la tarde oscurece. Uno de ellos era evidentemente el chacal vulgar, con el pelaje de primavera, pero su acompañante -no estaba yo lo bastante cerca para decir si era el macho o la hembra- era mucho mayor, de formas enjutas !y negro! Sus caracteres eran los del animal de Anubis". En el presente caso las inscripciones de la caja mencionan a las dos formas de Anubis: Imiut y Khenti-Sekhnetier. La figura había desfilado sin duda en el entierro del rey, custodiando en el armario una serie de amuletos de loza azul, dos cuencos de alabastro, uno de ellos con una sustancia carbonizada, y ocho pectorales decorados, que fueron revueltos por los ladrones. El animal quedó a la entrada de la cámara como protector de los vasos canópicos, pero no en la forma en que hoy lo vemos, sino con el lomo cubierto de un paño de lino fino, el cuello rodeado de un pañuelo y de una guirnalda de lotos y flores de cereales. El afán egipcio de ocultar lo sagrado a ojos profanos, incluso en el interior de una tumba que se suponía inaccesible a los intrusos a perpetuidad, fue tan exigente con las vísceras como lo había sido con la momia. Su monumental custodia alcanza casi los tres metros de altura y los dos por cada lado de su base cuadrada. Las cobras solares, en fila, se alzan sobre la gola de la cornisa de un baldaquino exterior, sustentado por cuatro pies derechos como podría hacerlo una escolta de disciplinados soldados, a razón de 13 individuos por cada lado. Lo mismo en el armario interior, similar a un templete herméticamente cerrado y coronado por idéntico número de cobras a escala menor. Aquí refuerzan la escolta cuatro estatuillas de diosas guardianas de los muertos, primorosamente ejecutadas en estilo amárnico, vestidas como vestían la reina y las princesas de la casa real, de finas y ceñidas túnicas y mantillas plisadas, la cabeza cubierta por el khat y el distintivo propio de cada una. Además de extender los brazos en ademán protector, las diosas vuelven la cabeza a un lado, reforzando aquel su propósito y rompen así con la ley de la frontalidad voluntariamente, caso único conocido en la estatuaria egipcia, aunque no lo haya sido en la larga historia de ésta. Cada una de estas diosas, acompañada de una divinidad masculina, estaba encargada de la protección de un órgano de las entrañas: Isis y Amset, del hígado; Nephtys y Hapi de los pulmones; Neith y Duamutef del estómago, y Selket y Kebehsenuef de las tripas. Tanto el baldaquino o dosel, como el armario y las estatuas, descansan en el trineo habitual en los desfiles procesionales. Hasta aquí todo era de madera dorada y pintada. Lo que el armario contenía eran cuatro ataúdes de oro, réplicas en miniatura de los de la momia, receptáculo, cada uno, de los órganos antes enumerados. Los ataúdes se guardaban en vasos canópicos simulados, en un armario casi macizo de alabastro, y cubiertos por tapaderas con el busto del rey, tocado del nemes y las insignias habituales. El armario tiene también forma de templete, con zócalos de diets y thets; y en las esquinas, las mismas diosas en relieve que por fuera protegen al monumento como estatuas. El gesto de súplica que hacen estas divinidades es tan sobrecogedor, que uno siente pena de haber contrariado los deseos y los conjuros formulados por Tutankhamon para que su tumba permaneciese sellada para siempre. Con el acceso al trono de Amenofis IV -Akhenaton- termina el periodo del arte egipcio que suele denominarse clásico. Durante este reinado se produce el paréntesis amarniano. Su sucesor Tutankhamon será, también, un paréntesis, aunque popular y esplendoroso por el hallazgo de su inigualable tesoro. Tras ellos se producirá un periodo de transición presidido por Ay y Horemheb. Alcanzamos así la XIX dinastía, la grandeza ramesida, que alternará una no disimulable decadencia artística -pese a rebrotes fulgurantes de la calidad clásica- con un gran poderío político, preludio del declive, que será completa a partir de la XXI dinastía. Entramos, pues, en la última gran época del arte genuinamente egipcio.
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Durante el otoño-invierno de 1881 Renoir viajó a Italia, interesándose especialmente por Rafael. A su regreso a Francia pasó una temporada en L´Estaque junto a su buen amigo Cézanne, realizando diversos paisajes como éste que contemplamos. Siguiendo la filosofía del impresionismo, Renoir trabaja directamente al natural -"a plein air"- interesándose por captar la luz de un momento determinado ya que una luz concreta motiva unas tonalidades concretas, sintiéndose atraídos por captar esas variaciones lumínicas. Para ello se emplea una pincelada rápida y empastada, a base de pequeñas comas, reduciéndose el dibujo a la mínima expresión -en este caso los árboles-. Las sombras coloreadas y los colores complementarios serán otras novedades del estilo impresionista que también encontramos en este trabajo, en el que la figura se integra de manera espectacular en el paisaje, convirtiéndose en un elemento más de la naturaleza. Pero esta manera de trabajar conducirá a la pérdida de forma y volumen, lo que provocará la reacción de algunos artistas.
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Tras regresar de Italia en enero de 1631 Velázquez retomó las obligaciones del Alcázar donde las dejó. Al poco de emprender el viaje había nacido el Príncipe heredero y Felipe IV esperó el regreso de su pintor favorito para efigiarlo en dos memorables retratos, especialmente el del Museo de Boston, en compañía de un desconfiado enano, contrapunto al majestuoso aplomo y a la trascendencia dinástica del Príncipe. Con este retrato del Príncipe Baltasar Carlos (c. 1631) Velázquez inició las series infantiles culminadas en Las Meninas y, a la vez, retomó la obligación de retratar a los miembros de la familia real. Durante dos décadas el pintor fue desgranando el más deslumbrante conjunto retratístico de Europa: el Rey, las reinas, los infantes, algún funcionario, visitantes ilustres, desconocidos, bufones y enanos. En paralelo con esta actividad, Velázquez fue acumulando cargos palaciegos y el papel de retratista se enriqueció con el de arquitecto decorador de los distintos palacios reales, contribuyendo decisivamente -lo mismo que J. B. Crescenzi- a la implantación de las modas italianas en la corte. En el Panteón Real de San Lorenzo de El Escorial el clasicismo herreriano dejó paso al pleno barroco. Para el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, construido vertiginosamente por iniciativa del Conde-Duque de Olivares en los primeros años de la década de 1630, pintó Velázquez cinco grandiosos retratos ecuestres de Felipe IV, su mujer Isabel de Borbón, sus padres Felipe III y Margarita de Austria, y del Príncipe Baltasar Carlos (Madrid, Prado, c. 1634-35), combinando sabiamente las influencias de Tiziano y Rubens, con su característico tono sobrio y distante para crear verdaderos arquetipos barrocos de la majestad real. Constituían la parte más significativa de un ciclo decorativo, ideado probablemente por Velázquez, para glorificación de la monarquía española (retratos reales), desde sus orígenes míticos (Trabajos de Hércules, por Zurbarán) hasta los más recientes triunfos militares, entre ellos Las lanzas o La rendición de Breda (Madrid, Prado, c. 1634-35). Esta es probablemente la pintura de más calidad de todo el conjunto, dominando con su trabada estructura compositiva, las maneras elegantes de los generales y el infinito paisaje. En la serie del Buen Retiro quedan definidos los modos más personales del paisaje velazqueño, cuyo protagonismo es equivalente al de las figuras. La recreación pictórica de las laderas del Guadarrama por Velázquez es fruto de sutiles combinaciones de azules, verdes agrisados y blancos, en una atmósfera de cristalina frescura en que cabalgan los regios personajes. Lo mismo ocurre en el paisaje de Breda, inventado por el pintor a partir de documentos topográficos de carácter militar y concebido en picado, como los paisajistas flamencos contemporáneos. Las lejanías infinitas con las humaredas y la bruma del campo de batalla, fundidas con la perspectiva aérea y vistas a través de las picas, componen el mejor paisaje de Velázquez, aun cuando esté al servicio de un cuadro de historia. Por su temática, el Retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares (Madrid, Prado, 1638), vestido con galas de general, conmemora la toma de Fuenterrabía a los franceses, aunque el valido no se halló presente en la contienda. Su marcado carácter adulador surge también en La educación del Príncipe Baltasar Carlos (Cheshire, duque de Westminster, c. 1636), donde el Conde-Duque, en presencia de otros caballeros y de los Reyes, vigila los ejercicios de equitación que ejecuta el heredero. Los jardines del Buen Retiro son el marco de este acto de Estado que combina el retrato con la narración, como si fuera un hecho cotidiano, un anticipo de Las Meninas. Las obras decorativas de la Torre de la Parada, un cazadero reconstruido hacia 1634, contaron con un gran ciclo mitológico basado en las "Metamorfosis" de Ovidio, escenas de cacería y animales realizado por Rubens y su taller, y entregado en 1638. Velázquez asumió funciones de arquitecto decorador, organizando las pinturas, y pintó tres importantes retratos de Felipe IV, el Infante D. Fernando y el Príncipe Baltasar Carlos en traje de caza (Madrid, Prado, 1635-36). Como los ecuestres, son retratos a cielo abierto, emplazados en las umbrías de El Pardo, con escopetas en actitud muy relajada y acompañados de buenos mastines. Carecen de precedentes en la pintura española, entroncando con algunas imágenes de Carlos I de Inglaterra, pintadas por Van Dyck. Velázquez prescinde de la afectación del maestro flamenco y sitúa las figuras con naturalidad, sin retórica, en fondos de paisaje con planos inclinados y cortantes crestas montañosas. En el de Felipe IV en traje de caza puede observarse que el modo de proceder del pintor a la hora de enfrentarse al lienzo blanco es completamente heterodoxa desde el punto de vista del academicismo pictórico. Velázquez acomete directamente las telas sin la mediación del dibujo preparatorio previo, ni su traslado al lienzo. En este proceder alla prima surgen arrepentimientos y correcciones, leves cambios de plan en la colocación de una mano o de cualquier otro detalle. Lo que no interesa se elimina sobre la marcha, pero a veces el tiempo saca a la superficie estos arrepentimientos. En el Felipe IV estas correcciones afectan a las piernas, las manos y el cañón de la escopeta. Indirectamente ayudan a la técnica de contornos indefinidos del pintor, simulando una especie de movimiento del modelo captado fugazmente como en una imagen fotográfica. Durante toda su vida Velázquez estuvo en contacto con sus propias obras, de modo que, en muchas de ellas, la cronología no puede tomarse como un valor absoluto, porque habiendo sido pintadas en una época fueron posteriormente repintadas por el maestro. Así, El geógrafo (Rouen, Musée des BeauxArts), realizado poco tiempo después de instalarse Velázquez en Madrid, fue repintado a fines de la década de 1640, sin que sea el único caso de este proceder, más comprensible cuando se trata de actualizar el rostro de algún personaje, como ocurre en algunos retratos de Felipe IV. Convendrá recordar a este propósito que Rubens, durante el viaje de 1628 a Madrid, repintó y agrandó la Adoración de los Reyes (Madrid, Prado), que él mismo había realizado en 1609 para el Ayuntamiento de Amberes y que Felipe IV adquirió en 1623 en la almoneda de don Rodrigo Calderón.
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Durante la ausencia de Velázquez la familia real había visto modificada su composición y consecuentemente sus necesidades. Mariana de Austria, la nueva reina, esperaba ser retratada oficialmente por el Pintor del Rey. La Infanta María Teresa, hija de Isabel de Borbón, estaba en edad casadera y sus retratos debían multiplicarse para enviarlos a las cortes europeas. Velázquez acude a las necesidades oficiales, cuyo repertorio por fortuna se enriqueció con los hijos de Felipe IV y Mariana de Austria, retratados casi anualmente testimoniando su crecimiento físico, especialmente la infanta Margarita y el príncipe Felipe Próspero. En las obras de este período la sabiduría pictórica y el virtuosismo técnico llegan a su cenit. Velázquez siguió ocupándose de actividades de arquitectura y decoración, concentradas en la Pieza Ochavada y el Salón de Espejos del Alcázar, pues prosiguieron bajo su supervisión, ya que desde marzo de 1652 había sido nombrado Aposentador Mayor de Palacio, cargo que le obligaba a preceder al rey en sus viajes, preparando alojamientos con tapices, muebles y vajillas que desplegaban y recogían bajo su responsabilidad. También se encargó en 1656 de la instalación museográfica en la Sacristía Mayor y en el Panteón Real de San Lorenzo de El Escorial de una parte de los lienzos traídos de Italia, junto con algunos otros que habían sido adquiridos en la almoneda del decapitado Carlos I de Inglaterra. Dos años después, en 1658, llegaron a Madrid para decorar el Salón de Espejos los boloñeses Agostino Mitelli y Angelo Michele Colonna, especialistas en la pintura de quadratture, es decir, de arquitecturas fingidas, desplegadas sobre los muros y bóvedas con ayuda de la geometría, la perspectiva y el color. Velázquez había tratado con ellos en el transcurso del segundo viaje a Italia y su presencia en Madrid fue fundamental para el desarrollo de la pintura mural barroca, ya que tuvieron como colaboradores a Francisco Rizi y a Juan Carreño de Miranda, los dos grandes maestros de la generación posterior a Velázquez. A este Salón de Espejos estuvieron destinadas cuatro escenas mitológicas pintadas por Velázquez, cuyo único testimonio conservado es el Mercurio y Argos, del Museo del Prado (c. 1658-59). Por su temática, entronca con un renovado interés de Velázquez por la mitología en esta década final, evidenciado en La Venus del Espejo y en Las Hilanderas. Las influencias de la estatuaria clásica no fueron impedimento para que el pintor transformara de nuevo el tema, acercándolo a la realidad, como una constante en el tratamiento de la mitología. En esta obra la técnica emborronada se ajusta a las necesidades expresivas de los valores atmosféricos. Lo mismo puede decirse de Las Hilanderas o Fábula de Aracne (Madrid, Prado, c. 1656-58), donde Velázquez recurre al esquema representativo de la ambigüedad manierista, empleado en la época de Sevilla. Ofrece un primer plano predominante, lleno de reminiscencias renacentistas al emplear modelos de Miguel Angel tomados del techo de la Capilla Sixtina, y lo interpreta como si fuera una escena de género, un taller de hilaturas en actividad cotidiana, donde las acciones se encadenan con la facilidad de la costumbre: lo mismo se habla, que se hace girar la rueca vertiginosamente. Al fondo está el verdadero argumento, la disputa de Minerva, diosa de las Artes e inventora del telar, con Aracne, tejedora hábil y soberbia, castigada por su actitud insolente al representar en un tapiz los amoríos del dios Zeus, padre de Minerva, con la mortal Europa. La luminosa atmósfera del fondo, frente a la penumbra del taller, no ayuda a definir las posiciones de las figuras que intervienen en la disputa. Por las mismas fechas, hacia 1656, Velázquez había acometido un curioso retrato de La familia de Felipe IV, conocido por todos como Las Meninas y reconocido como su obra maestra. En esta prodigiosa pintura Velázquez combinó la realidad, simple y sorprendida en un fugaz instante, con una estructura elaboradísima, puramente intelectual, que plantea esa realidad como un problema a resolver y que ha sido punto de partida de múltiples interpretaciones de la obra en clave simbólica, esotérica o simplemente geométrica. Todas pueden ser razonadas y contribuir a entender el cuadro, pero no ayudan a superar la magia del ambiente, sólo interpretable en términos pictóricos. La atmósfera tangible se clarifica o se espesa con la iluminación lateral que entra por los balcones y va cortando la estancia en planos de luz yuxtapuestos en profundidad hasta resbalar por la superficie plateada del espejo. El color, de gamas muy controladas, adquiere brillos majestuosos en los ropajes de la infanta Margarita y de sus meninas. La composición recrea una estancia del Alcázar -al parecer el Cuarto del Príncipe, donde Velázquez tenía su obrador- que se prolonga por el lado izquierdo, en el lienzo cortado ante el cual se autorretrató el pintor con el pincel suspendido, pensando, y sobre todo por el frente, hacia el espectador y el plano en que se encuentran hipotéticamente situados los reyes, gracias a la inclinación del plano del pavimento iluminado con intensidad. La atmósfera se respira, envuelve a los personajes con sus fríos tonos agrisados, los acerca al foco del espectador o los desenfoca, sumidos en la penumbra o violentamente recortados a contraluz, todo gracias al caprichoso dominio de la luz y de la perspectiva aérea donde Velázquez es maestro indiscutible.