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El mundo acústico se enriqueció enormemente, y, de improviso, cuando la materia del metal tomó forma corpórea. Los objetos de bronce eran capaces de producir, por simple percusión, nuevos sonidos, los sonidos metálicos. La metalurgia amplió los horizontes de los instrumentos musicales, y éstos, a su vez, la dimensión del arte de la música. Nuevos objetos creadores de sonidos hicieron aparición en las baladas, ceremonias, marchas, o festividades. La colisión, más o menos aguda, de discos de bronce engarzados a una cadena marcaría el tintineo de un objeto musical: el tintinnabulum, muy propio del atalaje de una caballería engalanada. Discos y colgantes sonajeros (rattlependants) se encuentran con frecuencia entre las piezas de los depósitos de regiones atlánticas. En manos de alguien dotado del sentido de la cadencia y del ritmo, un par de crótalos pudo haber contribuido agradablemente a fijar la pauta y el módulo en un encuentro musical. Los crótalos de la Edad de Bronce europea más llamativos son los irlandeses, con forma de pera o bala, a modo de badajos de campana, colgado de una arilla. En su cavidad hueca se movía y sonaba un minúsculo guijarro. Hasta cuarenta y ocho de estos crótalos se hallaron en un depósito de 208 objetos en el lugar de Dooresheath (Dowris, Condado de Offaly). Este elevado número de ejemplares de sonajeros en un mismo hallazgo ha dado que pensar. Aunque la tesis no está confirmada, y los crótalos de este período siguen siendo sonajeros, no podemos por menos de mencionar que para algún investigador tienen poco que ver con la música y con el arte, y son meras pesas de comerciantes ambulantes. La interrogante no se ha cerrado con este prosaico planteamiento. Por esta escala de sonidos vivaces entraría en el concierto del Bronce Final el sistro, un instrumento formado por una horca de metal atravesada por una barra. El más conocido de los sistros de la época es el de Hochborn (Alzey-Worms, Alemania). La cadencia de la música emerge al mover el ejecutante las placas metálicas que pendían de dos anillos ajustados en los puntos de encuentro de los brazos de la horquilla y de su traviesa. Revolucionarios en la creación musical fueron los instrumentos de viento, al final de la Edad de Bronce en Europa occidental. A la cabeza de la producción se encuentran Irlanda y Dinamarca. En Irlanda, un número significativo de depósitos votivos -Dowris (Condado de Offaly); Dunmanway (Condado de Cork); Moyatta (Condado de Clare); Drunkendult (Condado de Antrim), etc.- cuenta con la representación de uno o varios cuernos. El cuerno, o cuerna, es un tubo cónico abocinado, con la boquilla en un lateral o en un extremo. Mientras el cuerno de embocadura lateral es una trompeta corta que se toca a la manera de una flauta, el cuerno que se abre al viento desde el extremo menor del tubo es una trompa más larga que se toca a la manera de corneta. La primera actúa como si se tratara de una bocina, y solamente produce una única nota, con frecuencias determinadas (entre las notas Sol y Re), puesto que la columna de aire vibrante no puede modificarse. La segunda, sin embargo, permite al instrumentista virtuoso una gama reducida de acordes, que pueden resultar armónicos. Como cabe esperar, la calidad del metal, y, en particular, el pulido de la superficie interna de estos instrumentos jugaron un papel decisivo en los efectos musicales. En Dinamarca, la manufactura de los tubos musicales subió con dignidad hasta los altares de las artes. Las cometas danesas son trompas muy delgadas arqueadas, y largas (pueden alcanzar más de dos metros de largo), con una boquilla muy breve, y un pabellón discoidal decorado con bollos, o bullones, repujados. Se encuentran por parejas y debieron formar conjuntos coordinados de dos instrumentistas. A los cuernos de viento escandinavos se les denomina "lurer", por formar un grupo exclusivamente nórdico. Los ejemplares aparecidos en Dinamarca son muy numerosos. Estos son sólo algunos ejemplos: Tellerup, Brundevolte, Rorlykke, etc. Con toda seguridad, el lur fue un instrumento destinado a usarse en procesiones, celebraciones, actos sociales, ceremonias religiosas, etc. Con elegante curvatura, el lur daba la vuelta por detrás del ejecutante, y formaba, con sus compañeros, una escena llena de colorido. Tal escena está representada, en plena acción, en los grabados rupestres de Kalleby (Bohuslän, Suecia). Los lurer escandinavos y los cuernos de Irlanda no han escapado a la interpretación simbólica. Inevitablemente, su forma coincide con la de la cornamenta de un toro. Su función, hipotéticamente, se ha asociado con rituales de exaltación del toro. Aunque la hipótesis no pueda probarse, queda en el aire la incógnita de si el arte de la metalurgia, aplicado al de la música, fue también, en la época que tratamos un arte de carácter religioso.
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A lo largo del primer milenio antes de Cristo, las costas del sur y del este de la Península Ibérica constituyen el asiento de altas civilizaciones que, con facies culturales diferentes según las épocas y los lugares, presentan, sin embargo, numerosas características comunes: las culturas tartésica, turdetana e ibérica. No resulta fácil establecer las relaciones mutuas existentes entre estas culturas, pero grosso modo podemos decir que la cultura tartésica alcanza su máximo esplendor a lo largo de la primera mitad de este milenio, como consecuencia de la asimilación y, en muchos casos, reinterpretación, de no pocos de los elementos culturales aportados por las minorías comerciantes y colonizadoras semitas -las por lo común denominadas fenicias- y griegas que, en esta época, llegan a las costas del sur de la Península. Los tartesios alcanzan en estos momentos elevadas cotas de desarrollo cultural, económico y artístico, hasta generar en torno a sí un aura mítica que atrajo poderosamente la atención de escritores, poetas e historiadores griegos y romanos, que glosarán a lo largo de varios siglos su prosperidad, cultura y riqueza. De este núcleo común derivarían posteriormente, por una parte, la cultura turdetana, y, por otra, la cultura ibérica; la primera sería una derivación directa de la tartésica, matizada y mediatizada hasta cierto punto, por las influencias griegas y especialmente por las púnicas. La segunda resultaría de una evolución, en parte local y en parte favorecida por los impulsos fenicios primero y griegos después, de las poblaciones periféricas o más alejadas de los núcleos tartésicos. Todo ello sin olvidar la penetración de gentes de origen céltico procedentes de la Meseta que atravesaron el Guadiana y dieron lugar a la Beturia céltica descrita por Plinio. Tanto la tartésica como las ibéricas son culturas bastante avanzadas, que construyen ciudades, conocen la metalurgia del hierro, tienen una concepción del mundo y del cosmos que se plasma en una mitología que se refleja en no pocas de sus manifestaciones artísticas, entierran a sus muertos con un ritual complejo, practican la agricultura, la ganadería y el comercio, y desarrollan también las actividades industriales propias del momento. Todo ello con las naturales diferencias en cuanto a cronología y evolución que, lejos de presentar un todo homogéneo, permiten una rica multiplicidad y variedad. Incluso dentro de las grandes áreas de las tribus ibéricas que conocemos por las fuentes, en su mayor parte, por desgracia, bastante tardías, podemos encontrar múltiples matices que por una parte constituyen elementos de unión, pero que por otra permiten diferenciar con mayor o menor claridad grupos y subgrupos dentro de cada una de las áreas mayores. Si no existe una cultura ibérica que podamos considerar homogénea, resulta evidente por tanto que tampoco podemos hablar de un arte ibérico homogéneo que abarque todo el ámbito de lo que tradicionalmente venimos considerando como área de extensión de la cultura ibérica; nos encontramos, por tanto, ante un conjunto más o menos rico y complejo de tradiciones artísticas diferenciadas, que en algunos casos partirán de un núcleo original común y que llegarán a compartir también, en determinados momentos, algunos aspectos técnicos y soluciones artísticas, pero siempre conservando diferencias más o menos acusadas. Resulta difícil entender el arte ibérico si no se rastrean previamente las manifestaciones artísticas tartésicas, al igual que resultaría difícil entender su cultura sin estudiar previamente la tartésica. El conocimiento que hoy tenemos del arte tartésico e ibérico es mucho más complejo del que teníamos hace tan sólo unas décadas, y ha avanzado parejo, e incluso más rápido, que el de otros aspectos del mundo ibérico. Dos factores principales han coadyuvado de forma importante a este progreso: en primer lugar, la proliferación de estudios y trabajos de diversa índole acerca de variados aspectos del arte ibérico, y también los estudios y publicaciones de muchos yacimientos ibéricos y tartésicos; pero, sobre todo, la fortuna que en los últimos años ha deparado el hallazgo, unas veces en el curso de trabajos científicos, otra, de manera casual o como consecuencia del saqueo indiscriminado, de no pocas obras capitales de la estatuaria, el relieve o la escritura ibéricas. Es el caso, por ejemplo, de la Dama de Baza, encontrada en el curso de unas excavaciones por Francisco Presedo, que vino a arrojar luz sobre la ya conocida y, sin embargo, aún muy controvertida Dama de Elche; de los relieves de Pozo Moro, que sacaron a la luz una línea de decoración escultórica ibérica de raíces orientales y portadora de un profundo significado simbólico y escatológico, y de las esculturas de bulto redondo de Porcuna, que alumbraron de manera repentina e inesperada una escultura desarrollada y compleja, parangonable sin desdoro alguno a la de otros ámbitos culturales contemporáneos, y que constituye en sí misma un fiel reflejo de una concepción artística y mitológica -quizás incluso histórica- de la realidad social ibérica. Otras esferas del arte ibérico han experimentado asimismo sustanciales novedades; es lo que ocurre, por ejemplo, con la arquitectura, donde aparecen nuevas y más complejas plantas y configuraciones de poblados y, poco a poco, vamos descubriendo edificios nobles que pueden ser palacios o templos, y que constituyen por tanto el reflejo de una sociedad compleja y de alta civilización. El interés del mundo científico por el arte ibérico es bastante antiguo. Pronto se cumplirá un siglo del descubrimiento de la Dama de Elche, sin lugar a dudas un acontecimiento de capital importancia por cuanto despertó la atención de eruditos y estudiosos españoles y extranjeros, que desde aquel momento se sintieron atraídos por el arte ibérico, con Pierre Paris a la cabeza. Desde entonces nombres como Pedro Bosch Gimpera, Antonio García y Bellido, o Antonio Blanco, han contribuido de manera destacada a un mejor conocimiento del arte ibérico que, en el fondo, es también el de nuestra propia cultura y, por tanto, el de nosotros mismos.
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El Arte de la Pintura es una de las obras más famosas de Vermeer. La escena se desarrolla en un interior lujoso, bien amueblado y limpio. Un pesado cortinaje se abre en la zona de la izquierda, aportando teatralidad a la composición. Sobre la mesa hallamos diversos objetos: un libro erguido, un cuaderno abierto, paños de seda que caen hacia delante, una máscara. En la zona de la derecha se sitúa el artista de espaldas, ante un lienzo casi en blanco, en el que está pintando la corona que cubre la cabeza de Clio. La luz penetra por la ventana e impacta en el rostro de Clio, la musa de la Historia, representada como una mujer vestida con falda amarilla y manto de seda azul, que sostiene en su mano izquierda un libro y en la derecha un trombón. Del techo cuelga una lámpara con el águila doble de los Habsburgo. En la pared podemos observar un amplio mapa de los Países Bajos, realizado por Claes Jansz. Vischer hacia 1692 en el que se representa la situación geográfica de las provincias holandesas en 1609. Alrededor del mapa encontramos diferentes vistas urbanas. Vermeer emplea la perspectiva ortogonal para distribuir los elementos por el espacio, recordando las obras del Quatrocento al utilizar la bicromía en las baldosas del suelo. Pero la gran preocupación del maestro la encontramos en la utilización de la luz, creando una sensación atmosférica que envuelve la reducida estancia, en sintonía con la escuela veneciana. La intensa iluminación resalta el brillo de las tonalidades, destacando los azules, amarillos, negros y blancos.
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<p>Buena parte de los especialistas han considerado esta obra como una muestra del legado artístico de Vermeer al pensar que se trata de una Alegoría de la Pintura. Así aparece citado en la anotación notarial del 24 de febrero de 1676 en la que su esposa, Catherina Bolnes, entrega el lienzo a su madre, Maria Thins, como pago de las deudas contraídas. Montias supone que esta cesión era un intento de engañar a los acreedores y conservar el lienzo en la familia, intención que no pudo evitar su venta. Sin embargo, los últimos estudios han puesto de manifiesto que la mujer que aquí aparece no es una alusión a la pintura sino que se trata de la personificación de Clío, la musa de la Historia, representada como una mujer vestida con falda amarilla y manto de seda azul, que sostiene en su mano izquierda un libro y en la derecha un trombón, tal y como se puede observar en la "Iconología" de Cesare Ripa, uno de los tratados más utilizados como referencia iconográfica en el Renacimiento y Barroco. Al tratarse de la personificación de Clío, Vermeer posiblemente quiere destacar un acontecimiento histórico determinado. La escena se desarrolla, como viene siendo habitual en el maestro, en un interior, posiblemente el propio taller del artista ya que nos encontramos con la mesa de roble que aparece citada en el inventario de su suegra, aunque la sala en la que Vermeer ha dispuesto la escena no tiene mucho que ver con el estudio de un pintor al mostrar el suelo con losas de mármol, ricos muebles, el tapiz o el mapa en la pared. Sobre la mesa hallamos diversos objetos: un libro erguido, un cuaderno abierto, paños de seda que caen hacia delante, una máscara. En la zona de la derecha se sitúa el artista de espaldas, vistiendo a la antigua, ante un lienzo casi en blanco, en el que está pintando la corona que cubre la cabeza de Clío. Un pesado cortinaje se abre en la zona de la izquierda, aportando teatralidad a la composición, como si el espectador la hubiese corrido para poder contemplar la escena, rompiendo con la intimidad del momento. La luz penetra por la ventana e impacta en la pared, donde podemos observar un amplio mapa de los Países Bajos, realizado por Claes Jansz. Vischer, más conocido como Piscator, hacia 1692 en el que se representan las diecisiete provincias de los Países Bajos antes de la firma del Tratado de Westfalia. Alrededor del mapa encontramos veinte vistas de ciudades, entre las que no se encuentra Delft. Clio sostiene su trombón ante la vista de La Haya, lo que ha sido interpretado por James A. Welu como un homenaje del pintor hacia los gobernadores de la casa de Orange, en un momento delicado debido a su enfrentamiento con Francia durante la guerra franco-holandesa de 1672-78. Esta hipótesis vendría refrendada por la presencia de la lámpara con el águila doble de los Habsburgo, lo que indicaría que la obra estaría pintada para conmemorar la alianza firmada entre las Provincias Unidas, el Imperio Alemán, España y Lorena contra la Francia de Luis XIV que se produjo el 30 de agosto de 1673. Bozal interpreta que Vermeer, con este trabajo, quiere decirnos lo siguiente: la pintura antigua representaba la Historia y era digna de la Gloria, en ellas se basaba su nobleza. El lienzo remite a dos pérdidas: la unidad de los Países Bajos y la unidad de gloria e Historia en la pintura, convirtiéndose en una reflexión sobre la naturaleza de la pintura, lo que fue y lo que es. Al igual que en la Vista de Delft y la mayoría de sus trabajos, Vermeer emplea la perspectiva ortogonal para distribuir los elementos por el espacio, recordando las obras del Quatrocento al utilizar la bicromía en las baldosas del suelo. Pero la gran preocupación del maestro la encontramos en la utilización de la luz, creando una sensación atmosférica que envuelve la reducida estancia, en sintonía con la escuela veneciana. La intensa iluminación resalta el brillo de las tonalidades, destacando los azules, amarillos, negros y blancos, en un estilo que recuerda a Rembrandt.</p>
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La expulsión de los Tarquinios y la proclamación de la República no produjo en Roma cambios apreciables por debajo de la cúpula del Estado. La población conservó sus hábitos ancestrales, y los residentes etruscos, con los talleres de artistas y artesanos regentados por muchos de ellos, siguieron abiertos sin temor a represalias. Las familias romanas de abolengo tendrán a gala educar a sus hijos varones en la disciplina etrusca como se llamaban las artes de la mántica y sus afines, aunque la parte más delicada del aprendizaje hubiera de hacerse junto a especialistas de las propias ciudades de Etruria. La costumbre itálica de consultar a los dioses antes de emprender cualquier acción privada o pública, imponía a los aspirantes al desempeño de las magistraturas el aprendizaje de los principios de aquella ciencia. A ella estaban dedicados colegios de sacerdotes, el de los augures, especializados en la interpretación del vuelo de las aves; el de los harúspices, en la de las entrañas de las víctimas. Uno de los más conocidos y artísticos espejos grabados por un etrusco representa a un mágico Calcas, provisto de alas, absorto en el examen de un hígado de camero como el de Piacenza, en el que a buen seguro tenía ya delimitadas claramente las regiones del cielo y ahora escudriñaba los signos admonitorios. En este y otros campos el saber etrusco conservó su prestigio a lo largo de los siglos.
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La región serrana de Ecuador es en estos momentos menos conocida que la costa, todavía su arqueología es fragmentaria y confusa y no permite una reconstrucción de su proceso cultural. De todas maneras es posible hablar de ciertos estilos cerámicos, el más conocido dé los cuales es el llamado Tuncahuán, que se expande sobre todo por el norte incluyendo también parte de Colombia. Son características del estilo las compoteras o cuencos con una base anular, alta y tronconónica, cuyo interior, empleando tres colores, se decora con diseños negativos. A base de rojo, blanco y negro aparecen motivos geométricos o animales esquemáticos, entre los que son comunes los monos, dispuestos en una composición un tanto simétrica y siempre muy equilibrada. Y son tal vez más conocidos y llamativos unos grandes jarros alargados, de fondo puntiagudo, que suelen llevar en el cuello la representación de un rostro humano estilizado en relieve. El resto del jarro se decora también con pintura negativa y diseños geométricos. En cerámica también se encuentran representaciones de animales y sobre todo de caracolas marinas que son a la vez instrumentos musicales, tal vez a imitación de las caracolas naturales utilizadas en toda la región andina como bocinas. Algunos de los objetos mencionados proceden de tumbas, pero casi nada podemos afirmar de los realizadores de este peculiar estilo.
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Todas las máscaras y figuras de las Praderas tienen un cierto parecido o aire de familia, con su realismo expresionista, sus ojos saltones, sus bocas abiertas y una aparente sobreexcitación que intenta -y logra a menudo- intranquilizar a quien las contempla en su ambiente. Sin embargo, en nuestra modesta opinión, se trata de una estética muy peligrosa: la gesticulación, el acabado voluntariamente tosco e impresionista, el uso y abuso de cuentas de vidrio multicolores, dan un tono sin duda brutal a las obras, pero cansan pronto y, sobre todo, caen en ocasiones en la comicidad. Nada más discutible, en este sentido, que buena parte del arte oficial realizado para esa gran jefatura que es, en realidad, el reino o sultanato semiislamizado de Bamum: sin acercarnos siquiera a su pintoresco palacio -un híbrido de estilos europeos y árabes construido por el rey Nyoya a principios de nuestro siglo-, nos basta con contemplar el trono de ese mismo monarca, hoy en el Museo de Berlín, para ver las consecuencias de un deseo de lujo mal dirigido. En tales circunstancias, quien quiera degustar el arte de las Praderas hará bien contentándose con piezas aisladas: podrán interesarle algunas máscaras con cabeza de animal fabricadas por los tikar o por algunos de sus subgrupos (bali, bafum, etc.), o bien, si se dirige a las jefaturas bamileke, admirará las máscaras de Bacham, curiosas síntesis de formas curvas perfectamente conjuntadas, o hallará, en Bangwa y en otros lugares, algunas estatuas llenas de sensibilidad: nos referimos, en concreto, a esas figuras de madres con niños animadas -caso raro en África- por la ausencia de simetría.
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En 1872, unos estudiantes hallaron casualmente un toro de bronce muy especial. Participa esta obra de la concepción abstracta de la época en Centroeuropa, pero no se parece a los toritos famélicos del cementerio de Hallstatt. Las órbitas de los ojos, extremadamente abiertas, circulares como discos, están hoy vacías, pero pudieron haber estado rellenas de ámbar o de cristal. Era un ser elegido, de ahí su signo de hierro en la frente. El taller del que salió esta esculturilla hizo una obra que no es estrictamente equiparable a ninguna otra figurilla de su clase en otros mundos: Escandinavia, Yugoslavia, Etruria, la región de los escitas, de los Balcanes, etc. Es un obra, pues, única en su estilo, representativa de la broncística del final de Hallstatt en la región de Moravia. Su finalidad es más sencilla de apuntar, y ya nos hemos adelantado a señalarla. Tuvo que ser un donativo ritual que asumiera las virtudes simbólicas (objeto de culto solar, de fertilidad, de poder varonil, etc.) del toro y los bóvidos de Centroeuropa. La producción de vasos de bronce a partir del 600 a. C., en el sudeste de Europa central (El Trentino en Italia, Carintia en Austria, Eslovenia) está dominada por una clase de recipientes: las situlae, cuya decoración se desenvolvió conforme a un arte independiente, el suyo propio. Tuvo su nacimiento y principal foco de difusión en el valle del Po, en torno a los centros noritálicos de Bolonia y Este. En las situlae de la zona englobada en el Hallstatt de Oriente pervive la tradición de los grandes recipientes de bronce centroeuropeos del Bronce Final. Su finalidad fue, en la mayoría de los casos, la de contenedores de líquidos para ocasiones rituales o ceremoniales. Como tales, terminaron en las tumbas y en los depósitos. Las situlae tuvieron un destino parecido, pero sirvieron de recipientes de vino aguado, que se distribuía en banquetes y fiestas. Tal costumbre es propia de la cultura clásica y llega al interior del continente europeo a través de los Alpes. La fabricación de situlae pervivió desde el 600 a. C. hasta el siglo IV a. C., aunque el momento de mayor apogeo es el siglo V a. C. Las primeras situlae entran en el Hallstatt como productos de importación de los centros itálicos. Llevan en sus paredes una decoración intrusa y forastera: repertorio de escenas de carreras de carros; de pasadas de jinetes; de comidas acompañadas de ejercicios gimnásticos; de paradas militares; de conciertos de música; y la serie de animales en hileras que constituyen la fauna propia de las artes del período orientalizante en Etruria y en el Mediterráneo (leones, ciervos, esfinges, grifos, cápridos, etc.). Etruria es la cultura intermediaria en este arte. Esta región impone al arte de las situlae temas iconográficos que son propios de su cultura y tradición pictórica funeraria (los carros, las danzas, los banquetes), pero en las que subyace el peso de la influencia helénica. Etruria, por otra parte, transmite al arte de las situlae los conceptos costumbristas y modos artísticos que van más a tono con ideas puramente orientales que con conceptos de origen estrictamente griego; por ejemplo: la contraposición de la cara de la guerra y de la paz; o el banquete de los dioses. Finalmente, de Etruria pasan a las situlae los frisos de la animalística helénico-orientalizante y los fondos floreados de rosetas corintias, o corintizantes, que fueron transformados en su propio territorio. El arte de las situlae reúne, pues, desde el principio, una amalgama de motivos en ebullición, de distintas procedencias (oriental, corintia, greco-orientalizante en su amplísimo contenido, etrusca o suritálica) a los que se une la aportación técnica e iconográfica de los tipos, vestimenta y armamento local del norte de Italia. Unos cuantos ejemplos muy elegidos servirán para ilustrar el proceso de formación y contenido de las situlae. En la tumba número 507 de Hallstatt se depositó una tapadera de sítula procedente de la localidad de Este, en Italia, con una decoración inusual en la broncística del Continente. En ella, delimitadas por cuentas de glóbulos, según procedimiento habitual en la metalistería del norte de Italia, se acomodan dos bandas: una de cuadrúpedos, perros o caballos, y una fila de rosetas de puntos de origen corintio. El producto es, pues, una versión en metal, realizada en el taller de Este, de un modelo cerámico de Corinto. Otra tapadera, también hallada en Hallstatt (tumba número 696), y de la misma procedencia, muestra un desfile de ciervos con ramas colgantes de la boca, y leones con un trozo de presa humana en las fauces. Esta pieza revela la intromisión en las situlae de Este de la animalística oriental recreada en Etruria. Las dos aportaciones, la corintia y la etrusca, se introducen en la broncística de la periferia septentrional etrusca, de donde saldrán en copia libre. A las gentes de Hallstatt estas situlae les gustaron como objetos exóticos. Los artistas de las situlae se especializaron en un arte que es la prolongación muy elaborada de los mismos préstamos etruscos y orientalizantes helénicos. La sítula más famosa de toda la colección es la que apareció en la tumba número 68 de la necrópolis de Certosa di Bologna, conservada en el Museo Cívico de Bolonia, y datada a comienzos del siglo V a. C. Es un obra maestra que ilustra sobre la factura y la temática de estas piezas. El dibujo se pintó sobre las planchas de metal; las figuras se resaltaron con martilleado por el lado interior; y los detalles de la representación se grabaron por el exterior. En sus paredes desfilan soldados, oferentes, trabajadores del campo con sus arados y bueyes, músicos, leones y otras fieras. Hay temas, como el del ganado, que parecen incorporar motivos de la cerámica ática de figuras negras. Los tipos rechonchos, de pequeña estatura, con sombreros de hongo o de ala, pertenecen, en cambio, a formulismos consagrados en el arte de las situlae. Por extraño que parezca, el arte de las situlae no resultó demasiado atractivo a los príncipes de la región occidental de Hallstatt. Estos, ya lo sabemos, prefirieron auténticos vasos de bronce etruscos o griegos. Las situlae, en cambio, como hemos ya adelantado, fueron bien acogidas en el sector oriental de Hallstatt, en donde, paradójicamente, no se han dado importaciones clásicas originales. Un taller de gran solvencia floreció en Eslovenia. Varias necrópolis de túmulos de Eslovenia (Sticna, Vace, Magdalenska Gora, Novo Mesto-Kandija) han proporcionado ejemplos del mencionado arte de las situlae en territorio y durante período hallstáttico. Una obra de primera clase del taller de Eslovenia es el ejemplar de Vace. Su calidad artística puede ser comparable a la de la sítula de La Certosa, con la diferencia de que en este caso quien se expresa es un artista local. Este tuvo preferencia por los ciervos y los antílopes en el registro inferior. Les acompaña un león solitario, pero éste, como hizo observar N. K. Sandars, se parece a un lobezno de los montes europeos. El segundo de los registros está dedicado a un symposium, en el que se sirve un líquido presumiblemente consagrado. Varios sirvientes, la mayoría de ellos mujeres, reparten la bebida entre personajes solemnemente sentados; uno de ellos porta un vástago con la cabeza bifronte de un pájaro; otro toca una flauta de varias cañas; unos púgiles entran en liza por un yelmo sobre trípode. En el registro alto, se suceden los carros, los jinetes y las monturas engalanadas. La caja de uno de estos carros, al parecer de dos ruedas, remata en los lados anterior y posterior en dos prótornos de aves. Recuérdese, al respecto, que este motivo de las cabezas de pájaros fue corriente en los carros votivos de la etapa de las Urnas en Centroeuropa. El desfile de los carros, sin embargo, es un asunto asimilado por el arte etrusco a través de la cerámica ática. Una vez más, somos testigos del eclecticismo y ambivalencia del arte de las situlae en territorio de Hallstatt. Las figuras, con sus trajes talares, sus carrillos hinchados, sus gorros de pantomima convencionales, son modelos congelados de un arte establecido. La técnica de la sítula de Vace es básicamente la consagrada en el valle del Po; pero, en los detalles del interior de las figuras, se aplica con insistencia el puntillado, un procedimiento decorativo, como sabemos, en el que sobresalieron los broncistas hallstátticos de la zona oriental. El estilo de las situlae europeas tuvo consecuencias directas en otros objetos de ajuar; en particular, en las placas de cinturón. En un ejemplar de esta clase, procedente de la necrópolis de Vace, se recoge un encuentro de dos guerreros a caballo; uno porta un hacha, y el otro una lanza; el uno lleva un gorro de bombín, el otro deja la cabellera suelta. Les flanquean otros guerreros de parecido porte, a pie, y con escudos ovales. Finalmente, en una esquina, una figura masculina totalmente ajena a la escena, con uno de estos simpáticos gorros de ala curva tradicionales en los personajes de las sítulas itálicas, parece haberse autoinvitado para completar el cuadro. El arte de las situlae se prolongó en las regiones transalpinas durante la Segunda Edad de Hierro. Sorprendentemente el tiempo no ha dejado demasiadas huellas. Los mismos animales, parecidas carreras de carros, copiados de la cerámica de figuras negras áticas, las mismas figurillas de teatro, o incluso los motivos adicionales ya anticuados, como las rosetas de puntos, se recogen en un vaso de tipo etrusco: una cista procedente de Moritzing (Bolzano-Bozen) en el Tirol italiano, aparecida junto a materiales de la Edad de Hierro avanzada (siglo IV a. C.). Hemos tenido ocasión de comprobar cómo las situlae irrumpen en la metalistería europea repentinamente. Aunque la región oriental de Hallstatt practica este arte a su aire, porque, en definitiva, es un arte prestado, y lo devolverá tarde o temprano. John Boardman ha sugerido que los artistas de las sítulas vivieron entre los siglos VII y VI a. C. El arte de la Edad de Hierro en Centroeuropa lo acepta, pero pasa sin gloria. Al fin y a la postre, las situlae son productos del arte mediterráneo, una secuela de la cultura itálica de tipo orientalizante. El arte de la época que se avecina en Europa se desentiende de las sítulas, pero le queda el remanente mediterráneo de la animalística orientalizante, a la que tanto pábulo dieron estos vasos decorados de bronce. En este sentido, y sólo en éste, las situlae cumplen un importante papel durante la Segunda Edad de Hierro.
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Hay villas dedicadas a residencias de propietarios ricos y acomodados; otras, por el contrario, son santuarios consagrados a cultos de distinto tipo. En buena lógica, la consideración que nos merezcan las manifestaciones plásticas halladas en ellas variará notablemente, dependiendo del tipo de recinto para el que fueron realizadas, del mismo modo que el nuevo enfoque que proponemos obligará a reconsiderar históricamente estos lugares arqueológicos y su significado durante los últimos tiempos del Imperio. Puede apreciarse, en cualquier caso, un extraordinario desarrollo constructivo durante el siglo IV d. C., cuando se constata la remodelación casi completa de antiguas fincas agrícolas y de lugares de culto, junto a la erección de templos de nueva planta. Hay que pensar que ello supondría verosímilmente un decidido estímulo para la economía y posibilitaría el desarrollo de ciertos campos de creación artística. Se beneficiaron de este relanzamiento constructivo especialmente las artes decorativas aplicadas a la construcción: el estucado, la carpintería, la taracea de placas marmóreas para revestimientos, la pintura parietal, el mosaico; pero también otras artes relacionadas con el equipamiento de los edificios, como el mobiliario, la estatuaria, la forja, etcétera. De todas estas artes, es la musivaria la que mejor ha podido conocerse, especialmente la aplicada al revestimiento de suelos, al ser éstos las últimas partes que normalmente se destruyen en un edificio. Sabemos, no obstante, que muchos mosaicos aplicados al revestimiento de techos se perdieron irremisiblemente: por ejemplo, los del monumento de planta basilical de Carranque, de cuya bóveda sabemos que estaba decorada enteramente con teselas de pasta vítrea. En otros casos se ha constatado la existencia de mosaicos revistiendo bóvedas o muros, utilizados como decoración de las paredes en el interior de piscinas, estanques y habitaciones relacionadas con el empleo del agua. Todo ello hace suponer que la especialidad parietal del arte musivario tuvo un sobresaliente desarrollo, semejante al que muestran los mosaicos de pavimento; la mayor parte de restos de este tipo se ha perdido, aunque afortunadamente conservamos buena parte de un mosaico de la cúpula de un importante mausoleo, situado en la villa de Centcelles, que sirve para hacerse una idea de cómo fueron estas obras. En él se desarrolla un amplio programa decorativo distribuido en bandas concéntricas, la inferior con un amplio friso con una cacería de ciervos, y las superiores con distintas escenas del Antiguo Testamento: Daniel en la fosa de los leones, Jonás arrojado al mar, los tres jóvenes en el horno, el Buen Pastor, el arca de Noé. Se ha supuesto que el mausoleo pudo haber sido construido para albergar los restos del emperador Constante; aunque este extremo no ha podido ser comprobado, lo cierto es que el monumento de Centcelles muestra la magnificencia correspondiente a un relevante propietario y que el arte de sus mosaicos es un digno exponente del grado de desarrollo alcanzado por esta modalidad técnica de la musivaria. El arte del mosaico nos es conocido fundamentalmente por el abundantísimo número de pavimentos hallados en las excavaciones. Aunque el desarrollo de la musivaria hispana durante el Bajo Imperio ha sido destacado por distintos autores, desde mi punto de vista no se ha insistido lo suficiente en dos aspectos que son fundamentales para valorarlo correctamente: primero, que la mayoría de los mosaicos hispanos de esta época ha sido hallada precisamente en los establecimientos que conocemos como villas; segundo, que la iconografía que muestran estos mosaicos es esencialmente de carácter mitológico. El primero de estos aspectos podría matizarse, indicando que el número de las excavaciones en sedes urbanas en nuestro país es relativamente escaso; pero este dato apenas oscurece el hecho arqueológico evidente del auge de los establecimientos rurales bajoimperiales. Hispania es el país de Occidente donde más claramente puede apreciarse el florecimiento de estos enclaves durante el siglo IV. Italia y Galia, aunque muestran un panorama semejante al hispano, no ofrecen un fenómeno comparable en magnitud y riqueza al de las villas de nuestro país; Gran Bretaña tiene un desarrollo en ciertos aspectos parecido al hispano, pero la pobreza de su arte obliga a considerarlo en un plano diferente; el Norte de Africa tampoco es comparable, debido a su extraordinario florecimiento urbano, que probablemente influyó en el insignificante desarrollo de sus construcciones rurales. El segundo aspecto que hemos señalado merecería un análisis más detallado del que podemos ofrecer aquí. Como norma general para el mundo romano, puede afirmarse que los mosaicos reflejan los gustos, intereses o necesidades decorativas de los propietarios que los encargan; la iconografía de los mosaicos está directamente sugerida o escogida por sus usuarios. Dado que los temas mitológicos son predominantes en los pavimentos de las villas de Hispania, hay que buscar una explicación satisfactoria para este hecho. Puede interpretarse, naturalmente, como consecuencia del desarrollo de una cultura de la imagen característica del mundo grecolatino que es, por esencia, indisociable del fenómeno religioso; pero esto explica sólo a medias la elección de los temas mitológicos. En esta misma época, los musivarios norteafricanos, que han partido de unas bases artísticas semejantes a las de los hispanos, están desarrollando un arte diferente, mucho más novedoso y original, basado en representaciones de venationes o cacerías, espectáculos públicos y escenas de género, sin parangón en ningún otro lugar del Imperio en esta época. Si el desarrollo artístico de los mosaicos del norte de Africa durante los siglos III y IV es diferente al de los pavimentos hispanos, ello se debe a que los valores e intereses de los propietarios que los encargan en uno y otro sitio son también diferentes. Una pobre valoración de ambos fenómenos artísticos ha llegado a postular la dependencia de los mosaicos hispanos respecto a las creaciones norteafricanas: acorde con esta teoría, algunos musivarios de las provincias del otro lado del Estrecho lo habrían cruzado buscando la clientela hispánica y habrían introducido en la Península las novedades de sus creaciones. Esta es una hipótesis bastante alejada de los hechos, que hemos rechazado en numerosas ocasiones; basta examinar los mosaicos norteafricanos de asunto mitológico para comprobar que las similitudes que presentan con los hispanos son sólo las debidas a una temática y un ambiente general comunes. Si los mosaicos hispanos presentan principalmente temas mitológicos, ello se debe al interés en estos temas por parte de los propietarios que los encargaron. Algunos de los mosaicos hallados muestran temas cinegéticos: el gran pavimento de cacería de Pedrosa de la Vega, con múltiples imágenes de cazadores en diferentes lances contra fieras; el dominus Dulcitius, de la villa de El Ramalete (Navarra), abatiendo una cierva desde su caballo; no muy diferente, el mosaico de Campo de Villavidel o las escenas de cacerías de las villas de Las Tiendas y Panes Perdidos (Badajoz), próximos todos ellos en concepción y ejecución a la gran cacería de Centcelles. De algún modo, esta representación más o menos explícita de propietarios ocupados en una de sus actividades favoritas muestra un arte bastante tradicional comparado con las imágenes norteafricanas contemporáneas; podrían considerarse como innovación los temas de cacería mítica actualizados con ciertos detalles cotidianos: el joven cazador ataviado con traje de época que acompaña a Meleadro y Atalanta, en el mosaico de Cardeñajimeno (Burgos) o los perros Titurus y Leander del oecus de la villa de Carranque, que se representan junto a Adonis en lucha contra el jabalí junto a Venus y Marte. Los temas predominantes son, en cualquier caso, los de carácter mitológico y religioso; extraordinariamente abundantes los de asunto dionisíaco, tema que tuvo una importancia grande y que se adaptaba perfectamente al uso de habitaciones de tipo triclinar: aparecen en las villas de Liédena, Baños de Valdearados y en la llamada casa de Mitra de Cabra, a la que nos hemos referido más arriba como santuario dedicado conjuntamente a Dioniso y Mitra. Otro tema frecuente en las villas romanas fue el de Orfeo rodeado de animales; aparece en las villas extremeñas de Santa Marta de los Barros y El Pesquero; así como en la portuguesa de Arneiro. También se representaron abundantemente los temas relacionados con la renovación cíclica del tiempo y la naturaleza; el mosaico que más ampliamente expresa estos conceptos mediante distintas figuras alegóricas es el cosmogónico de Mérida, perteneciente al gran mitreo de la ciudad. En su centro representa a un joven alegórico de la Eternidad, en torno al cual giran imágenes de mujeres jóvenes con niños, representando a las Estaciones. Este mosaico, excepcional por su iconografía, lo es también por el edificio donde se halla situado, que ilustra ejemplarmente el proceso de segregación entre el campo y la ciudad que va a ser determinante en las centurias siguientes. La mayor parte de las villas muestra representaciones sintéticas de las estaciones del año, en forma de mujeres jóvenes con atributos convenientes. La representación de los Meses aparece en dos mosaicos: el magnífico de Hellín, sin otros datos arqueológicos que los que ofrece el estudio musivario, y el de la villa de Fraga, una interesante representación en la que los meses se evocan bajo formas de animales, plantas y objetos que aluden a fiestas del calendario, a trabajos estacionales o divinidades paganas. Hacia mediados del siglo IV se detecta un interés aún mayor en los temas mitológicos, que parecen expresar ahora una defensa deliberada de los valores del mundo clásico. Son frecuentes las representaciones basadas en temas de la "Iliada": cuadros con Aquiles en la isla de Esciros, en las villas de Pedrosa de la Vega (Palencia) y Santisteban del Puerto (Jaén), Aquiles con Ulises y Briseida en Carranque (Toledo), la lucha de Diomedes y Glauco en Cabezón de Pisuerga (León) y Rielves (Toledo). Algunos temas muestran un alto grado de conocimiento de la cultura grecolatina por parte de sus propietarios: por ejemplo, el de Teseo y Ariadna, Bellerofonte y la Quimera, el Juicio de Paris, etcétera. Un mosaico en cierto modo excepcional es el que representa a las nueve musas acompañadas de filósofos, en la villa romana de Arróniz, donde recientemente se han reemprendido las excavaciones, de las que cabe esperar hallazgos que ayuden a establecer la naturaleza del enclave. Un importante mosaico hallado en las proximidades de Azuara (Zaragoza), que hemos tenido ocasión de estudiar recientemente, muestra el alto grado de conocimiento mitológico y valor religioso que sus autores reflejaban en estas obras. Pertenece a una villa bastante corriente desde el punto de vista arquitectónico, pero excepcional tanto por la calidad técnica como por la iconografía de sus mosaicos. El principal de ellos decoraba una habitación de forma aproximadamente cuadrada, y constaba de cuatro escenas alegóricas de la fundación de Tebas, con la historia de Antíope y los Cabiros, y un impresionante cuadro central con una representación única; las bodas de Cadmo y Harmonía. Ciertas consideraciones estilísticas hacen suponer que el taller o grupo de artesanos itinerantes que realizó esta obra trabajó asimismo en el gran mosaico de la villa de Pedrosa de la Vega. Ello nos lleva a esbozar, siquiera brevemente, el papel de los artesanos en el proceso de creación que supuso la revitalización de la musivaria durante los últimos siglos del Imperio. Parece lógico suponer que los musivarios tenían en las ciudades sus sedes fijas, aunque el relativamente ligero material y el utillaje harían fácil el desplazamiento a los lugares donde se habían de disponer las obras. El tipo de labor a realizar hacía que la mayor parte del trabajo tuviera que ser efectuado in situ, y desde hace tiempo se ha supuesto, a mi entender acertadamente, que los artesanos musivanos se desplazaban aquí y allá de una forma bastante corriente, detrás de las contratas de trabajo, allí donde se precisaban sus servicios, un poco a la manera de los canteros medievales. Los mosaicos o tessellarii eran los encargados de colocar las teselas en los pavimentos; podían realizar fácilmente mosaicos de tipo geométrico. Las partes figuradas de los mosaicos generalmente precisaban de un pintor, un pictor imaginarius, que realizaba el trazado previo y el colorido de los cuadros, antes de que un mosaísta especializado pasase a colocar las teselas. Normalmente, en un taller musivario que se preciase había que distinguir el dueño, que conseguía los contratos y organizaba el trabajo; un pintor de imágenes, que podía trabajar bajo diferentes condiciones para el taller; un musivario especializado en la realización de las partes figuradas, y unos cuantos artesanos y aprendices, encargados de las partes más mecánicas del trabajo: trazado de las líneas geométricas generales, corte y disposición de teselas, etcétera. Los mosaicos de la villa romana de Carranque muestran cómo funcionaba la colaboración entre los diferentes encargados del trabajo en una construcción. En esta mansión ha sido posible documentar la existencia de al menos tres talleres u officinae colaborando simultáneamente. El mosaico del oecus y del cubículo principal parecen haber sido encargados a un taller, mientras el del triclinio y de su antesala, incluida una fontana, están firmados por otro; los mosaicos geométricos parecen de una tercera mano. El primero de ellos ha podido conocerse gracias a una inscripción de cuatro líneas situada a la entrada de la alcoba del dueño, en la que puede leerse: EX OFICINA MAS...NI/PINGIT HIRINIVS/VTERE FELIX MATERNE/HVNC CUBICVLVM, que subsanando los errores del latín deficiente del mosaísta, podría traducirse aproximadamente: "Del taller de Mas... no; Lo pintó Hirinio. Que disfrutes este dormitorio, Materno". La inscripción del otro taller indica: EX OFFICINA IVL PRVD.En otras villas romanas, los talleres firman en ocasiones sus obras; por ejemplo, Cecilianus, Dexterus, Annus Bonus, lo que hace pensar en un cierto grado de autoestima de los artesanos en su trabajo, y ayuda a establecer relaciones de autoría entre mosaicos hallados en lugares alejados entre sí. Normalmente, durante el Alto Imperio, casi todas las ciudades de una cierta importancia tenían su propio taller de mosaicos; a ello se debe el aire de familia que tienen, por lo general, los mosaicos de una misma ciudad. Pero, durante el Bajo Imperio y en el medio rural, la definición de estas áreas de actuación es mucho más difícil, al verse forzados los grupos de artesanos a trabajar en lugares en ocasiones muy alejados entre sí. En ciertos casos, la relación de proximidad entre unos talleres y otros ha podido establecerse mediante el estudio estilístico; ya hemos señalado el caso de una probable identidad de taller que realiza los pavimentos de Pedrosa de la Vega y Azuara; existen otros muchos donde es posible detectar estas relaciones: ciertos mosaicos de la villa de Fraga están relacionados con los de la cúpula de Centcelles; los de las villas de Gárgoles (Guadalajara) y Las Tamujas (Toledo) fueron seguramente realizados por un mismo taller; otro tanto puede decirse de los de la villa del Prado y de Almenara de Adaja, ambas en la provincia de Valladolid. Cabe suponer que, al igual que los artesanos musivarios, otro buen número de artesanos relacionados con la construcción debió de realizar también la mayor parte de su trabajo in situ: por ejemplo, los pintores, estucadores, etcétera. En estos casos, el deterioro causado a sus obras y la difícil conservación de las pinturas en un proceso de excavación hace extraordinariamente problemática la recuperación de sus creaciones. Sabemos algo de la magnificencia y el barroquismo con que contribuyeron a la decoración de estos edificios, pero por desgracia es una mínima parte de sus trabajos la que se ha conservado. Otras actividades artesanales, como el trabajo del bronce en apliques, muebles u objetos de adorno personal presentan una problemática diferente: probablemente tendrían su sede en las ciudades, desde donde exportarían los productos ya elaborados. La fundición de pequeñas piezas, tanto complementos del mobiliario y la construcción como pequeñas estatuillas de bronce, puede haberse realizado en lugares muy lejanos, habida cuenta el fácil manejo y transporte de las piezas. Destacan algunos objetos de bronce hallados en las excavaciones: el pasador de riendas de un carro rematado en dos cabezas de cisne, de Carranque; el remate de una pieza semejante, de Calahorra (La Rioja); el arnés de caballo de Pedrosa de la Vega; el brasero de bronce hallado en la villa de Baños de Valdearados y muchos otros objetos evidencian un desarrollo grande de la toréutica aplicada a usos suntuarios. También hay que tener en cuenta el fácil reaprovechamiento de estas piezas para una nueva fundición, lo que ha hecho que sólo una mínima parte de las que existirían en las villas romanas haya llegado hasta nosotros. Una estatua de bronce de medianas dimensiones se ha conservado, aunque fragmentada, gracias precisamente a la destrucción intencionada del edificio a que estaba destinada: se trata de la figura de Hipnos hallada en las excavaciones del templo de Almedinilla (Córdoba), cuyo reaprovechamiento hubiera sido posible si la construcción no se hubiese destruido deliberadamente. Este enclave ha proporcionado, además, un buen número de estatuas en mármol y caliza: un grupo que representa a Perseo y Andrómeda, dos estatuas de Attis, dos hermae y un probable Télefo, formando un conjunto de esculturas que puede compararse con el hallado en el gran Mitreo de Mérida, o con el procedente de la llamada casa del Mitra, en Cabra (Córdoba). Estas esculturas deben considerarse como objetos sacros, encargados ex profeso para los lugares que iban a ocupar, y tienen una finalidad esencialmente religiosa. Tanto las estatuas de Almedinilla como las de Dioniso y Mitra tauróctono de Cabra fueron probablemente destruidas de manera intencional. No muy distinto me parece el caso de la villa de Azuara, a la que considero un cabirion, y donde se ha hallado una bella imagen de Démeter y un fragmento de pierna de sátiro; o el de la villa de Fraga, donde se ha hallado, junto a una estatua de Attis, otra de Apolo y restos escultóricos diversos. Las villas romanas, en esta época tardía, presentan un elevado nivel de riqueza y lujo desconocidos hasta entonces; su brusco colapso, ampliamente documentado por la arqueología, hasta ahora se ha venido atribuyendo a las invasiones bárbaras del 409; la consideración religiosa que proponemos aquí para buen número de estos yacimientos presenta la ventaja de explicar más satisfactoriamente su destrucción masiva, que habría tenido lugar durante las luchas religiosas que llevaron a cabo los cristianos para erradicar el paganismo.
contexto
El arte asirio bebe directamente de las fuentes de las civilizaciones sumero-acadia y babilónica. No obstante, su posicionamiento geográfico más hacia el oeste hace que reciba influencias de otros pueblos, un factor en el que también influyen las deportaciones de pueblos en masa (hurritas-mitannos, hititas, neohititas, arameos y fenicios). En consecuencia, esta mezcla de elementos da como resultado un arte original y significativo, que acabará por eclosionar en la época neoasiria. Las ciudades asirias se engalanan con palacios y templos, cuya función es la de engrandecer la figura del soberano. Algunas ciudades, incluso, son construidas de nueva planta o readaptadas a los nuevos tiempos, siendo dotadas de murallas. Las ciudades asirias pretenden mostrar el esplendor de un Imperio por medio de su urbanismo, y lo consiguen, d ehecho, en casos como los de la capital Assur; Kar-Tukulti-Ninurta (hoy Tulul Akir); Kalhu (Nimrud), fundada por Salmanasar I; Dur-Sharrukin (Khorsabad), con un magnífico palacio; y Nínive (Quyungiq), toda una referencia en el mundo de la Antigüedad. Con respecto a la escultura, se manifiesta en ella una gran pureza de líneas, una perfeccionada talla y unas proporcionadas composiciones, tanto en los relieves como en los ejemplares de bulto redondo. De estos últimos, lastimosamente, nos han llegado pocos ejemplares, aunque de gran calidad. Es necesario destacar una figura de Assur-nasirpal II; algunos Salmanasar y dos estatuas del dios Nabu. Mejores aun son los relieves que decoraron los palacios de Kalhu, Dur-Sharrukin y Nínive. Los primeros fueron hechos a mayor gloria de Assur-nasirpal II, monarca que ordenó restaurar la ciudad. En sus relieves se nos muestran escenas de desfiles, campañas militares, cacerías, banquetes y libaciones. Los de Khorsabad manifiestan una técnica fascinante y en ellos se muestra un ambiente cortesano y algunos aspectos de la vida de Sargón II. En estas escenas el personaje aparece representado como oficiante religioso o bien en actividades venatorias. Significativamente aparecen pocas escenas de tipo militar. Muy importantes son las escenas de la puerta principal de entrada al salón del trono, decorada con gigantescas parejas de toros antropocéfalos alados y una figura del mítico héroe del león, identificada con Gilgamesh. Los relieves de Nínive cuentan la construcción del palacio (es bellísimo el que reproduce el traslado de una lamassutu -diosa- sobre un trineo) y las campañas de Senaquerib contra Babilonia y Palestina, que se nos muestran muy detalladas. En cuanto a los relieves correspondientes a Assurbanipal destacan escenas de guerra contra los elamitas y contra los árabes, así como escenas palaciega, como el Banquete bajo el emparrado, o cacerías de leones. También fueron maestros los asirios en el trabajo sobre marfil y bronce. Los primeros manifiestan una influencia siriopalestina, estando presentes en muchos objetos mobiliarios, tanto litúrgicos como civiles. La temática es variada, mostrando escenas militares, figuras zoomorfas, divinidades, motivos vegetales, etc. En este campo hay que destacar algunos marfiles como el León atacando a un nubio, las esfinges o la impropiamente Mona Lisa, todos del siglo VIII a.C. El trabajo del bronce quedó reflejado en figurillas de índole mágica o apotropaica, representando divinidades o demonios (figurillas de Pazuzu o de Labartu) y las planchas de relieve para los revestimientos de las puertas de los palacios, como las que ornamentaron las de la ciudad de Imgur-Enlil (hoy Balawat), donde se recogen las campañas de los primeros nueve años del reinado de Salmanasar III. Fueron también muy importantes los relieves que decoraron algunos tronos, como el pedestal del trono de Salmanasar III de Ekal Mashrati, así como obeliscos. En este caso de cuentan acontecimientos de un reinado en particular, como el Obelisco roto de Assur-belkala, el Obelisco blanco de Assur-nasirpal II y Obelisco negro de Salmanasar III, en el que se cuenta en uno de sus frisos el vasallaje del rey Jehú de Samaria. El paso del tiempo nos ha impedido desgraciadamente poder contemplar sus pinturas y frescos. Sin embargo, los pocos ejemplos existentes dejan ver una plástica más libre que la expresada en templos y palacios. Los mejores ejemplos son los del salón del trono del palacio de Dur-Sharrukin o del palacio de Til Barsip (hoy Tell Ahmar). Por último, en lo que respecta a la glíptica, los sellos asirios continúan la tendencia general de Mesopotamia, si bien superan en calidad a los cassitas del mismo periodo. En ellos se plasman escenas religiosas, mitológicas y naturalistas.