Hablamos de una época compleja, ambivalente, heterogénea, final y principio, en la que los deseos de modernidad y de ruptura con la tradición se mezclan con sentimientos nostálgicos que empujan al hombre a volver la cabeza hacia el pasado. Nos movemos en un área cultural constituida por diversas imbricaciones: el psicoanálisis de Freud, los ecos de la música de Wagner, Schopenhauer y el nihilismo filosófico, el anarquismo y la represión socia!, la literatura de Mallarmé, Oscar Wilde, Huysmans, Rilke, Maeterlinck, Hofmannsthal... En esta época es donde la historia del arte ha decidido encontrar estilos; así, conviven en ella el simbolismo, el neoimpresionismo, el sintetismo, el art nouveau... Desde las tertulias de los martes en casa de Mallarmé, verdadero foco del simbolismo, se estaba abriendo un horizonte que trasciende París y crea una atmósfera supranacional. Los artistas que se mueven en el ámbito del simbolismo se mezclan con los responsables de la nueva imagen de la arquitectura, la integración de las artes, el diseño de objetos y la ilustración que unificaba el Art Nouveau internacional. Se producirán poluciones y derivaciones entre la pintura, la ilustración gráfica y la decoración y aunque es muy aventurado establecer criterios formales unitarios, sí se puede hablar de un ambiente contaminante o, si se quiere, de una trivialización de la poética simbolista y una deriva de ella hacia el entorno en general. Porque el hecho de ir dando una visión de la época por apartados no debe alejarnos de la consideración de que en ella existe, como dice Hofstätter, "una unidad de vivencia que todo lo penetra y, como consecuencia, conduce a la obra de arte total, (ésta) constituye el verdadero elemento sustentador del nuevo estilo, que encierra las partes del espacio interior y engloba a las personas que se mueven dentro de él, ya que el objeto artístico es para el modernismo la vida misma". Modernismo entendido en términos juanramonianos: no como cosa de escuela ni de forma sino de actitud. Quizá esa nueva forma de arte que va definiendo los objetos, las casas de la burguesía enriquecida y la imagen de la ciudad opulenta de la Belle Epoque (la torre Eiffel testimonio de la Exposición de 1889, el Grand y el Petit Palais de la de 1900), es la imagen de una época que tomaba conciencia de sí misma a través de estas manifestaciones. París era el centro de un mundo civilizado y enriquecido tras haber colonizado -¿civilizado?- las Indias, el Asia oriental y Africa. Las actividades culturales se exigían modernas, liberadas ya de las formas y de las ideas establecidas. Belleza nueva, nuevo disfraz que oculte la fealdad. El Art Nouveau o el Modernismo dibujan el ambiente de una burguesía que es muy consciente de los límites que se ha hecho trazar en un mundo en el que los conflictos sociales son fortísimos y en el que las condiciones de vida no-burguesas eran miserables. Más allá del Ensanche de las ciudades, se abría un horizonte -el Extrarradio- de hacinamiento y miseria. Hay un rechazo hacia el positivismo que conforma una realidad vulgar, hacia la vida cotidiana y sobre todo estrecha y agobiante del mundo burgués. No es que sea una reacción contra el naturalismo, sino "contra el espíritu utilitario de la época, contra la brutal indiferencia de la vulgaridad" (E. L. Chávarri). Por ello se debe tener en cuenta tanto la fascinación hacia los primitivos como la huida hacia paraísos artificiales: torres de marfil o hacia las fuentes de la vida, hacia lo primigenio y también lo inalcanzable, lo misterioso y lo terrorífico. Una vida en el arte, como arte, que imite al arte.
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Las culturas emplazadas al sur de la frontera de Mesoamérica, tal vez por su posición entre dos áreas de fuerte personalidad cultural, no han concentrado aún el suficiente interés por parte de los investigadores, a pesar de que en este territorio se ha constatado la existencia de procesos muy complejos. En términos amplios, se estima que esta frontera es menos dinámica que la septentrional, tal vez debido a la existencia de poblaciones más evolucionadas y rígidamente establecidas, que han llevado a los arqueólogos a definir un Area Intermedia, para diferenciarla de los grandes desarrollos de Mesoamérica y del Area Andina.Desde un punto de vista histórico, existen evidencias aisladas de hombre prehistórico en la región desde el 20.000 a. C., a juzgar por los descubrimientos realizados en Turrialba (Costa Rica), los cuales se continúan por los hallazgos localizados en el sur de la Baja Centroamérica, en el Lago Madden, Panamá. En cada uno de estos sitios se han descubierto, respectivamente, puntas de proyectil de tipo Clovis y cola de pescado, evidenciando con claridad que entre estas dos repúblicas se puede establecer la máxima difusión de estas dos tradiciones que proceden, la primera de Norteamérica, y la segunda de América del Sur.También existen, aunque muy escasos, datos acerca de la recolección característica del Arcaico y de los primeros procesos de domesticación agrícola, produciéndose una doble situación. El norte de la región -Honduras, El Salvador y Nicaragua- manifiesta la introducción de productos básicos mesoamericanos (maíz, calabaza y frijol); mientras que el territorio sur -Costa Rica y Panamá- tienen una adscripción clara al cultivo de mandioca y tubérculos, al menos desde el 1500 a. C. característicos de la subsistencia de la cuenca Orinoco-amazónica.En la Montaña y las llanuras de San Carlos, Costa Rica, y en la Isla de Ometepe, Nicaragua, se inicia la tradición cerámica en coincidencia con esta dedicación al cultivo de plantas, apareciendo en forma de tecomates o grandes vasijas sin cuello decoradas con incisiones y bicromía zonal, que emparentan culturalmente la región con la Llanura Costera del Pacífico y Chiapas. Las cerámicas de la región de Ulúa y Los Naranjos en Honduras representan una respuesta propia en el área a la introducción de la agricultura. Sin embargo, hacia el sur son más característicos los budares, grandes platos planos emparentados con el proceso de transformación de la mandioca.A lo largo del Formativo Medio y Tardío, preferentemente en la región del Pacífico, se distribuyen rasgos de la cultura olmeca, que se manifiestan por medio de pequeñas cabezas colosales y altares en Honduras y El Salvador. Esta escultura monumental se acompaña con cerámicas decoradas con motivos de cejas flamígeras, grecas y aspas tan característicos desde el florecimiento de San Lorenzo, en la costa del Golfo. Esta especial relación con el área metropolitana olmeca se condensa de manera especial en aquellos sitios bien emplazados en relación con productos y materias primas estratégicas; tal es el caso de Chalchuapa con respecto a la obsidiana y el cacao.La influencia olmeca se extiende también más al sur, hasta zonas de Guanacaste-Nicoya en Costa Rica, pero esta vez limitada a objetos de arte portátil; relacionados especialmente con instrumentos de jade confeccionados en forma de hacha y que están decorados con relieves de figuras humanas y animales que se adscriben a la iconografía olmeca.En la vertiente pacífica de El Salvador tiene su origen una tradición indígena de singular importancia a partir del 600 a. C., fundamentada en la confección de la cerámica Usulután. Se trata de la primera tradición de pintura negativa al norte de América del Sur, que deja el fondo crema y tiene diseños decorativos geométricos y abstractos en naranja. Su centro de manufactura pudo ser el gran centro de Chalchuapa, que la expandió por el territorio maya a finales del Formativo.Chalchuapa es uno de los centros más importantes del sur de Mesoamérica al término de esta etapa, incluyendo diversos complejos de pirámides y largas estructuras, y desarrollando un estilo cerámico que será de singular importancia para definir el periodo Protoclásico en el territorio maya. Fundamentado en el control de fértiles tierras y de fuentes de materias primas de importancia estratégica, en particular la obsidiana de la cantera de Ixtepeque, debió ser bruscamente abandonado hacia el 250 d. C. como consecuencia de la erupción del volcán Ilopango, que cubrió gran parte del valle de Chalchuapa.A lo largo del Formativo Tardío (300 a. C. a 300 d. C.) se desarrolla un estilo en el área de Nicoya (Costa Rica) íntimamente ligado con las ofrendas depositadas en los enterramientos, conocido como estilo Guanacaste-Nicoya. El rasgo que define este estilo es la escultura por medio de objetos de carácter funcional: metates -piedras de moler- trípodes y mazas o machacadores. Las piedras de moler están decoradas con representaciones de hombres, monos, cocodrilos y grupos humanos que componen escenas figurativas. Están talladas en bulto redondo, y los diseños decorativos se alojan debajo de las losas utilizadas en la molienda. Su contexto funerario, y la ausencia de sus correspondientes manos de moler, empleadas en la transformación cotidiana de alimentos, nos remite a una posible función ritual. El metate fue un símbolo vital para las poblaciones de Mesoamérica y América Central, que tal vez se relacionó con la fertilidad y la renovación de la vida. Las mazas o machacadores se consideran emblemas de poder en la guerra y del rango social que ocupan sus portadores, y en ellas se realizaron representaciones de cabezas.La definición de este estilo se complementa con la confección de pendientes de jade en forma de hacha, que están trabajados mediante incisión y frotación hasta conseguir diseños de animales: pájaros, saurios, felinos y jaguares y perros, algunos de los cuales derivan de las tradiciones olmecas del Formativo Medio.
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El interés por la arqueología y el arte de la antigua Siria tienen una historia reciente, dado que hasta nuestro siglo únicamente había interesado aquello que tuviese relación con Mesopotamia o con la Tierra Prometida. Fue en 1908 cuando D. G. Hogarth y C.L. Woolley reemprendieron en lo que hoy es frontera sirio-turca las excavaciones iniciadas en 1878 en Djerablus, en clave de la antigua Karkemish, ciudad de agitada trayectoria histórica, capital que fue de un reino sirio-hitita. Años después, en 1911, M. F. von Oppenheim excavaba en una primera fase -habría otra en 1929- los restos de Tell Halaf, en la mencionada frontera sirio-turca, obteniendo interesantes restos arqueo lógicos. Tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se reanudaron los trabajos de campo que habían quedado interrumpidos por tal acontecimiento. C. Schaeffer y G. Chenet en 1928 excavaron Ugarit (hoy Ras-Shamra) y su puerto, Minet el-Beida, que a lo largo de las numerosas campañas arqueológicas proporcionaron riquísimos materiales para la Historia de Siria y de la humanidad. Por aquellos mismos años F. Thureau-Dangin realizaba catas y prospecciones superficiales en Arslan Tash (Khadatu) al norte del país, y también, con la ayuda de M. Dunand, en Tell Ahmar (Til Barsip), capital del reino arameo de Bit Adini. Por su parte, A. Parrot, en 1939 inició excavaciones en Tell Hariri, en cuyas ruinas, que resultaron corresponder a la renombrada ciudad de Mari, se había encontrado accidentalmente una estatua de factura sumeria. Dicho investigador trabajó en ella hasta 1975, consagrándole todos sus meritorios esfuerzos, que se vieron recompensados, por otro lado, con abundantes materiales. C. L. Woolley, el arqueólogo de la famosísima Ur, daba en 1937 con Alalakh (Tell Açana) en Turquía, centro que culturalmente en el pasado había pertenecido al ámbito paleosirio. Nuevamente, la Segunda gran guerra (1939-1945) motivó la interrupción de las excavaciones arqueológicas en todo el Próximo Oriente, que se reemprendieron, sin embargo, nada más finalizar la contienda. La novedad metodológica estribaba en que junto a los expertos de nombre y formación occidental, comenzaron también a trabajar científicos autóctonos, aunque seguían siendo los arqueólogos y estudiosos extranjeros quienes marcaban las pautas. En 1955, A. Moortgat excavó Tell Chuera, al tiempo que uno de sus colaboradores, B. Hrouda, se encargaba de levantar la carta arqueológica de Siria. En 1959 aparecieron las Memorias de las excavaciones polacas que K. Michalowsky había practicado en Palmira, ciudad ocupada por los arameos en el siglo XI a. C. y de gran importancia en época romana. Sería, sin embargo, en 1964, cuando se produjeron los más sorprendentes hallazgos arqueológicos de la Siria de todas las épocas. Un equipo de la Universidad de Roma, dirigido por P. Matthiae, que se había centrado en Tell Mardikh (punto que ya había causado en 1935 la admiración del inglés H. Ingholt), lograba rescatar para la Historia la tan buscada Ebla. Los hallazgos no se hicieron esperar, confirmando así la importancia que tal ciudad había tenido en el tercer milenio precristiano. En 1967 el proyecto sirio del lago Assad motivó un plan internacional de excavaciones arqueológicas para salvaguardar los restos de interés histórico de la zona del Eúfrates medio; fruto de tales esfuerzos fueron los sorprendentes hallazgos de Habuba Kebira-Tell Kannas, enclave urbano dependiente de la sumeria Uruk; de Gebel Aruda, con elementos protosumerios, de Emar (hoy Meskeneh), probablemente el mayor núcleo hitita de toda la zona, de Tell Hadidi, yacimiento de cultura mitannia, y de Tell Fray, ciudad que conoció luchas entre hititas y asirios.
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En el terreno artístico el bronce es el material más representativo de las tres dinastías. Si bien los descubrimientos arqueológicos del siglo XX y el estudio de las inscripciones de las piezas en bronce (jinwen) han permitido la posibilidad de una catalogación científica, realizada en las últimas décadas, el conocimiento del bronce, la valoración estética de las piezas, su simbología y su poder son conocidas desde la dinastía Han (siglo III a. C.- I d. C.). Las primeras referencias escritas sobre su estudio aparecen en el "Shuji" (Crónicas Históricas), en relación con un bronce perteneciente al emperador Wu Di (141-87). Durante la dinastía Song del Norte (960-1127) se editaron catálogos especializados que contenían ilustraciones, inscripciones, datos sobre pesos y medidas, así como las colecciones más importantes de la época, tradición que se continuó en las sucesivas dinastías, siendo su conocimiento sinónimo de distinción. Sin embargo, a pesar de una abundante documentación, no se conoce el origen del bronce en China, puesto que las primeras piezas aparecen ya con los problemas resueltos, tanto desde el punto de vista formal como técnico, lo que ha dado lugar a la hipótesis de un conocimiento procedente de los pueblos de las estepas. La mayor parte de los bronces chinos se componían de una aleación de cobre, estaño y plomo. Fueron realizados siguiendo el mismo procedimiento de moldes que se hizo con la cerámica y su ductibilidad se consiguió añadiendo plomo a una aleación de cobre y estaño. Los efectos tridimensionales se lograban al utilizar diferentes moldes para las partes que componían la pieza, fundiéndolos más tarde. Primero se hacía el molde en arcilla, al que se adhería más pasta para conseguir los moldes exteriores. Estos se retocaban y en ellos se realizaba la decoración. La inscripción se grababa en el molde interior. En la superficie del modelo se pulía una capa de arcilla, dejando un hueco entre el molde interior y exterior igual al grosor de la pieza. Una vez cerrado el molde se hacían dos incisiones en la parte superior que permitían verter el metal. Sólo quedaba ya separar la arcilla del bronce para conseguir el objeto final. Esta técnica fue la utilizada con las dinastías Shang y Zhou, si bien, a partir de los Estados Combatientes, se impuso el método de la cera perdida. Las formas que adquieren y su decoración sí fueron propiamente autóctonas, procedentes en ambos casos de la cerámica neolítica. Es el primer caso que veremos de sustitución de un material por otro, tradición que se mantuvo en la búsqueda de nuevos materiales. Ya hemos visto cómo las culturas de Yangshao, Longshan, Dawenkou... presentaron una gran variedad de formas relacionadas exclusivamente con la conservación, cocción y almacenamiento de alimentos y bebidas. Cada forma estaba destinada a una función determinada, y así vemos cómo aquellas destinadas a la cocción de alimentos se llamaban: li, ding, fangding, liding, xian o yen entre las más comunes. Todos estos recipientes eran en forma de trípode, en los que el fuego incidía en el centro del recipiente sin darle directamente, evitando que los alimentos se quemaran. El li, y su correspondiente forma cerámica, es una de las más antiguas, provenientes del carácter escrito li que significa filtrar. Se destinaron a la cocción de cereales y carne teniendo una boca muy ancha y sin cubierta. El ding es el recipiente más característico de los bronces; tiene un cuerpo semiesférico con dos asas verticales por donde se introducía un palo evitando así las quemaduras al retirarlo del fuego. Tanto las asas como las patas fueron evolucionando hacia formas más caprichosas y en la dinastía Zhou del Este (770-221 a. C.) se le incorporó una cubierta circular. Su denominación ding define exactamente su forma y función, siendo en alguna de sus acepciones sinónimo de hervir. El fanding y el liding son dos variantes del ding; el fanding, como lo define su nombre (fang = cuadrado), es un trípode con un cuerpo cuadrado; el liding, una forma híbrida entre el li y el ding, no esférica y con patas cilíndricas. El xian se utilizó para cocinar los alimentos al vapor, y se compone de dos partes: la inferior, semejante al li destinada al agua, y la superior en forma de gran cuenco que contiene una plancha fija o móvil; en esta parte superior se colocaba el arroz, cereales... Para servir y conservar alimentos se utilizaban el gui, dui, fu, xu, yu y dou, de formas circulares con asas y cubiertas sobre una gran base. De todos ellos es el dou el que muestra una mayor individualidad al tener un pie alargado sobre el que se inserta su cuerpo esférico. Para calentar las bebidas: el jue, jiao, jia y he, trípodes, con un cuerpo alargado con picos para beber; algunos de ellos como el he tenían también cubierta, pues en ellos se cocían las bebidas, mientras que en los otros se evaporaban los líquidos tras las libaciones rituales. Tras calentar las bebidas, éstas se servían en diferentes recipientes: gu, zun, fangyin, duan, you, guang, hu, lei y bu. Los gu tenían forma de cáliz, y se utilizaron exclusivamente con los Shang y a comienzos de la dinastía Zhou; los zun, presentan una gran variedad, de gran tamaño, con los bordes de la boca hacia el exterior adquiriendo el cuerpo forma de animal (elefantes, rinocerontes, carneros...). Destaca por su originalidad el guang, que no se corresponde con ninguna forma cerámica anterior y se asemeja a una gran salsera en cuya cubierta se representa la cabeza y la espalda de algún animal (tigre, búfalo). Los recipientes destinados al uso de bebidas alcohólicas disminuyeron notablemente con la dinastía Zhou por el abuso que de ellas se hizo tanto en las ceremonias como fuera de ellas. Los recipientes destinados al agua: pan, yi, jian se utilizaron para realizar las abluciones ceremoniales, de ahí su forma horizontal (pan) muy abierta y plana o las tinajas (jian) de gran tamaño llegando a tener un metro de diámetro. Todas estas formas comportan una variada decoración íntimamente relacionada con el uso ritual de las piezas, teniendo algunas de ellas sus antecedentes en los jades y cerámicas neolíticos. Varían del diseño geométrico a la figuración y abstracción de formas y conceptos en consonancia con la evolución de la sociedad y su uso ritual al meramente decorativo o emblemático. La distribución de los motivos decorativos solía hacerse en franjas horizontales, adaptándose a la forma y cubriendo toda la superficie (patas, cuerpo, asas, labios, cubiertas, etc.). Los bronces Shang muestran una decoración muy elaborada, con un gusto por el "horror vacui", formas muy realistas procedentes del mundo animal enmarcadas en motivos geométricos. Entre estos últimos destacan los losenges, círculos, espirales, grecas y el leiwen (combinación de espirales y meandros), bien como único tema decorativo ya sea resaltando motivos zoomórficos para acentuar el relieve. Aunque existió una gran variedad de formas animales, de entre ellas destacaron dos: el dragón (gui) y la máscara (taotie). El gui, es definido en el "showen", como "un animal parecido al toro, pero sin cuernos y con un solo pie que brilla como el sol y la luna, ruge tan fuerte como el trueno, hace nacer el viento y la lluvia cuando sale o entra en el agua; sólo Huang-di lo puede capturar, arranca su piel para hacer un tambor golpeando la espalda del monstruo; los ruidos de este extraño instrumento pueden oírse a más de quinientos li". En su representación de perfil se pueden apreciar todos sus rasgos más característicos: el ojo, la lengua, la cola, una pata y su garra. La máscara taotie (glotón) se encuentra en un gran número de piezas. Su forma es la de un glotón con una cabeza sin mandíbula inferior, sujetando entre sus garras a una figura humana que ha sido interpretada tanto como un signo de su ferocidad cuanto de protector ante los malos espíritus, dada la complaciente actitud que siempre presenta la figura humana. Es frecuente confundirlo con el gui o dragón, afirmando que el glotón procede de dos dragones enfrentados lo que viene a subrayar la idea de estar más relacionado con la fertilidad que con la destrucción. Como un motivo secundario acompañando al gui y al taotie, aparecen pájaros flanqueando el motivo central tratados de una manera esquemática y geométrica, resaltando el plumaje, el pico o un ojo. El pájaro se asocia al ritual para pedir cambios climatológicos (lluvia...), utilizándose como un vehículo de acceso al mundo supranatural. Esto se explica por la similitud de asociaciones en las escrituras oraculares entre el carácter feng, viento, y el que significa "clarear después de la lluvia", compuesto por el radical de pájaro y el morfema que significa cubrir. Los bronces Zhou en cuanto a decoración se caracterizan por un menor abigarramiento de ésta en las piezas, prefiriendo la representación del motivo decorativo principal sobre un fondo liso, así como por el gusto de nuevos elementos decorativos preferentemente de formas geométricas o zoomórficas. Muchos de estos motivos no eran propios de los Estados del Centro, sino que provenían de los contactos que se establecieron con otros pueblos. Estos recipientes en bronce presentan, además de motivos decorativos, inscripciones relativas a su uso, destinatario, etc. de gran valor para su estudio. Aparecieron por primera vez en los bronces Shang (siglo XIII a. C.) aportando cada vez un mayor número de datos y variedad de léxico. A estos caracteres escritos se les denominan "Jinwen" (texto en metal) para diferenciarlas de las aparecidas anteriormente en huesos de animales y caparazones de tortuga "Jiaguwen". Pero el origen de todos ellos se encuentra en el "Jing" o "Libro de los Cambios", perdiéndose su creación en el mito y la leyenda de los tres emperadores míticos (Fu Xi, Huang Di y Sheng Nong) que tomaron las formas de representación a partir de la observación de la naturaleza. Los signos o gua que componen el "I Jing" son líneas quebradas o enteras, tal y como se configuraron tras el descubrimiento de instrumentos lineales. Antes de ello, eran cuerdas, unas con nudos y las enteras. Su interpretación es muy posterior a su invención, no encontrándose antes del Período de Primavera y Otoño (722-481 a. C.). A la combinación de líneas continuas y discontinuas, se denomina trigrama o hexagrama dependiendo del número de combinaciones (3 ó 6). En conjunto, se puede decir que son sesenta y cuatro los hexagramas o imágenes de los que proceden los Ocho Trigramas (Ba Gua) o módulo simplificado. A cada uno de ellos se le asignan valores que combinándose de acuerdo a una lógica, representan la realidad de las cosas. Además, cada trigrama no comporta un solo significado, sino que mantiene un sentido polivalente: por ejemplo, el trigrama jien, es cielo, frío, luz, padre, caballo, metal y noroeste, mientras que gun es tierra, calor, oscuro, madre, yegua y sudoeste. Dependiendo pues de su combinación se consigue explicar la realidad, ya que ésta es como los trigramas: mutable y polivalente. El "I Jing" no es un libro de adivinación, en sentido de dar respuestas concretas a preguntas precisas, sino que se utilizó y aún se utiliza para conocer de acuerdo a todos los componentes de la realidad pasada, el presente o el futuro más inmediato. El "I Jing" y los principios complementarios Yin y Yang están íntimamente relacionados; a la línea continua asociamos el Yang (principio creador: luz, día, frío, hombre...), y a la discontinua el Yin (principio receptivo, noche, valor, mujer...), teniendo en cuenta que nada es absolutamente Yang ni absolutamente Yin, necesitándose ambos para explicar su existencia. A este primer sistema de representar las imágenes de la realidad le sucedió un método, asociado igualmente a los ritos de adivinación, realizados sobre huesos de animales y caparazones de tortuga: "Jiaguwen" o escritura antigua. Constituye el origen de la escritura china, correspondiendo cronológicamente a la dinastía Shang. Se han recopilado más de 2.500 a 3.000 grafías, que muestran la evolución alcanzada en este período. La técnica de preparación de los huesos y caparazones consistía en calentarlos para conseguir la formación de grietas sobre la superficie. Los hoyos que aparecían en la superficie del reverso tuvieron una finalidad muy concreta. La respuesta consistía en un par de grietas que se asemejaban al carácter pu (adivinar), una línea vertical unida hacia su mitad por la derecha por otro trazo más o menos perpendicular. Según el ángulo formado se garantizaban las respuestas: 70-100 era afirmativa; en caso contrario, negativa. Los tipos de caracteres Jiaguwen se pueden dividir según dos principios: 1. Pictográficos: el más común en un principio y que representa objetos concretos. 2. Ideográficos: en el que un carácter está formado por dos componentes (imagen y significado). Más tarde se añadirá, por necesidades de ampliación del lenguaje, un tercer principio fonético, aplicado ya a ideogramas más complejos compuesto de un pictograma y un elemento fonético, utilizando una palabra de un sonido similar para expresar una idea complementaria. A comienzos de la dinastía Shang (1766-1123 a. C.) y como un desarrollo de los caracteres comentados, comienzan a aparecer inscripciones en objetos de bronce, llamados "Jinwen". Inicialmente fueron muy breves, incluso de un solo carácter, situadas ya sea en el interior del recipiente, en la base, asas, cuello... Al estar ligadas estas piezas a los ritos funerarios, sus inscripciones más frecuentes fueron de dedicación a miembros de la familia, incluyendo datos sobre su fabricante, cronología, así como el nombre del recipiente. Existió también otro tipo de inscripciones consideradas como marcas, que si bien se han encontrado más de ochocientos tipos diferentes, hubo algunas más frecuentes como la llamada "xizusun", correspondiente a un grupo social con diferentes rangos, o las "duozizu", ligadas al estamento militar... A fines de la dinastía Shang, con los Zhou del Oeste las inscripciones tuvieron un menor carácter funerario y una mayor connotación de poder o categoría social, al incluir más datos tanto sobre la pieza como sobre el donante y futuro propietario. Veamos un ejemplo: "Precioso vaso ritual hecho para Je Qi. Que sus hijos y nietos, durante diez mil años, puedan hacer de él eterno uso". Se han encontrado otras inscripciones que hacen referencia a expediciones militares, caza, ceremonias oficiales... En el Período de Primavera y Otoño (722-481 a. C) los caracteres "jinwen" iniciaron un proceso de normalización, en cuanto a tamaño, distancia entre ellos, continuando la diferencia de estilos en cada Estado hasta la unificación realizada en el siglo III a. C. El conocimiento de la escritura estuvo reservado a los sacerdotes escribanos (shih) que con los chamanes oficiaban las ceremonias. En éstas, se partía de cultos animistas en donde se invocaba a las divinidades de los ríos, montañas, tierra y cielo con el fin de conseguir buenas cosechas necesarias para la estabilidad del trono. En las invocaciones se sacrificaban animales y personas, ejecutándolas, quemándolas o simplemente enterrándoles vivos. La búsqueda de la comunicación con estas fuerzas supranaturales se realizaba a través de los motivos decorativos utilizados como vehículos totémicos, así como por medio de danzas y el uso de bebidas alcohólicas que facilitaba el estado de trance exigido para la comunicación entre el cielo y la tierra. Junto a estas ceremonias, se practicó el culto a los antepasados y sus correspondientes ritos funerarios. A partir de los Reinos Combatientes (475-221 a. C.), debido a la fragmentación de los reinos, el bronce adquiere otro significado reflejándose en la forma, decoración y uso. Se diversifica la producción al crearse talleres locales que dieran satisfacción a los nuevos dignatarios y secularizando paulatinamente su uso. Es entonces cuando empezaron a considerarse como objetos artísticos y emblemas de poder social, multiplicándose sus formas. Este cambio sustancial en el bronce, coincide con la aparición del hierro, reflejo de nuevas estructuras sociales. A las armas y empuñaduras de bronce, se añaden fíbulas, espejos, instrumentos musicales, monedas... Las fíbulas y los espejos constituyeron las formas más representativas del cambio cualitativo de fines de la Edad del Bronce. Las fíbulas fueron objetos de uso común cuya función era la de cerrar un cinturón a modo de hebilla; adquieren diferentes formas de animales, muy ligadas al arte de las estepas, variando su tamaño entre los cuatro y veinte centímetros. Los espejos, en forma circular, han mantenido su tipología hasta el siglo XIX, variando su ornamentación. Diseños geométricos y escenas procedentes de la vida aristocrática fueron los más usuales en este período. Aunque el bronce como material va a perder con la dinastía Han su valor de vehículo hacia el mundo sobrenatural, a lo largo de la historia china ha mantenido un carácter ligado al poder, procedente del mito de los "Nueve Trípodes", que ha legitimado dinastía tras dinastía. Según la leyenda, los "Nueve Trípodes" proceden de tiempos de la dinastía Xia; esta dinastía, conocida por su virtud, era homenajeada por las regiones más apartadas por su wu distintivo y los nueve pastores mandaban metal de sus provincias. Los trípodes Ding se fundían con las representaciones de los wu siguiendo unas normas para hacer comprender a la gente las diferencias entre los buenos y malos espíritus y así asegurar la armonía entre el cielo y la tierra. Su función debía ser transmitida de una dinastía a otra para legitimar él cambio de poder, tal y como se hizo incluso en los primeros años de la República China a comienzos del siglo XX.
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El fin del II milenio fue testigo de un caótico y largo período en todo el Próximo Oriente, consecuencia de las grandes migraciones de pueblos presentes en el Asia anterior desde el año 1200 a. C. Mientras que en Siria, Palestina y Asia menor los Pueblos del Mar habían aniquilado al Imperio hitita y al reino de Ugarit, en Asiria los arameos campaban a sus anchas, aunque fueran luego contenidos por algunos soberanos asirios enérgicos (Adad-nirari II, Tukulti-Ninurta Il, Assur-nasirpal II, Salmanasar III). Después, tras largos años de inestabilidad política, Tiglat-pileser III supo emprender las adecuadas reformas para el despegue económico y político del Imperio asirio, que cristalizarían más tarde, a finales del siglo VIII a. C., bajo Sargón II. Con este rey, Asiria conocería su última etapa de poderío, dominando toda Mesopotamia y Siria y teniendo bajo control a Fenicia y Palestina. Con sus sucesores, el inmenso gigante asirio conoció guerras de sucesión e incluso guerras civiles que minaron tan profundamente la economía y las estructuras políticas del Imperio que, en el año 612, las fuerzas combinadas de medos y caldeos fueron capaces de acabar con la existencia de Asiria como Imperio al tomar Nínive, hecho que causó profunda impresión en todo el Oriente Próximo. Esta última etapa de la historia de Asiria (1000-612) se caracterizó desde el punto de vista artístico, luego de un largo período oscuro motivado por la aparición de los arameos, por el dominio que sobre las manifestaciones estéticas efectuó la ideología y la propaganda políticas, destinadas en buena parte a exaltar la religión nacional del dios Assur y el poder omnímodo de sus vicarios -los reyes neoasirios-, siendo ejemplo las fundaciones de nuevas y fabulosas capitales, palacios y templos, enclaves siempre de todo tipo de artes, puestas al servicio del imperialismo.
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Corría cierto día del año 1812 en la ciudad de Hama, cuando un grave y elegante said al que sus compañeros llamaban, con todo respeto, Ibrahin ibm 'Abd Alláh, examinaba con curiosidad las figuritas que, como extraña escritura, aparecían esculpidas en unas piedras de basalto. El imperturbable said, tras mirar con sorpresa aquí y allá, tomó algunas notas en una especie de cuaderno de viaje. Diez años después vería la luz en Londres un libro sorprendente, "Travels in Syria and the Holy Land", que venía firmado por Johann Ludwig Burckhardt, un suizo viajero y sabio que, convertido al Islam, había muerto en El Cairo en 1817. En la página 146 de su libro, el lector avisado podría leer que aquellas extrañas piedras de Hama tenían figuras y signos tallados "que parecen ser un tipo de escritura jeroglífica, aunque no se asemeja a la de Egipto". Esta fue la primera, aunque aún incomprensible noticia, que los estudiosos europeos tuvieron de los príncipes luvitas. Muchos años después, a fines de 1899, Max von Oppenheim entraba en la aldea de Ras al-`Aïn, en las fuentes del Habur. Los chechenes allí instalados -pálido recuerdo ya de los bravos caucasianos que cautivaran la fantasía de M. Y. Lermontov-, le dieron paz y hospitalidad. Pero ante su interés por averiguar qué había de verdad sobre ciertas esculturas, las sonrisas se trocaron en hosca discusión. Sólo la invocación al Corán y a la paz dada pudieron restaurar la confianza. Al día siguiente, los chechenes mostraron la colina donde dos días más tarde, el sabio alemán hallaría las primeras y extrañas esculturas basálticas del palacio de un príncipe de los hijos de Aram. Príncipes luvitas, hijos de Aram, ¿tenían algo en común? La historia del arte, precisamente, ha demostrado que sí. De la colina de Hama a los montes del Tauro y la Alta Yazira transeufrática existió un mundo estético parecido y diverso, un arte rudo y desconcertante que, durante los primeros siglos del I milenio, daría color a una región y un período que en justicia llamamos hoy, la época luvio-aramea. Si hay algún problema de investigación que haya sufrido profundas y frecuentes desorientaciones en su marcha, ese ha sido el del arte y la historia luvio-aramea. En 1872 W. Wright, un estudioso de las lenguas antiguas, emitió la hipótesis de que los jeroglíficos vistos por J. L. Burckhardt en Hama, a comienzos del siglo, habían pertenecido al misterioso pueblo hitita, citado en los textos bíblicos, egipcios y asirios. Cuatro años después G. Smith hallaba en Karkemis muchos relieves e inscripciones que A. H. Sayce adscribiría al mismo pueblo. La densidad de hallazgos sobre suelo sirio le llevaría incluso a caer en el primero de la larga serie de errores cometidos en la consideración científica de este problema: la patria de los hititas había sido Siria. Pero el descubrimiento de los textos de Amarna, refrendado por el de la capital del Imperio hitita en Hattusa, en 1906, por H. Winckler y Th. Macridy Bey demostraría todo lo contrario: los hititas tuvieron su núcleo en Anatolia, escribían preferentemente en cuneiforme y su jeroglífico, aunque parecido, no era exactamente igual que el descubierto en Siria. Si esto resultaba así, ¿eran contemporáneas, anteriores o posteriores a los hititas de Anatolia las inscripciones sirias? y también, ¿pertenecía al mismo o a otro pueblo? Se hacía preciso reorientar los estudios de lo conocido hasta entonces y de lo que nuevos trabajos iban descubriendo en el Tauro. Porque las excavaciones de F. von Luschan, K. Humann y R. Koldewey en Zincirli (1888-1902), los de J. Garstang en Sakçagözü (1907-1913) y R. Campbell-Thompson, D. G. Hogarth, C. L. Woolley y T. E. Lawrence en Karkemis (1911-1914) comenzaban a dar a conocer una escultura monumental y una arquitectura que, pese a su aire de familia, difería de la hitita del II milenio en Hattusa. En su obra "L´art Hittite", E. Pottier señalaba en 1926 que parecía muy difícil identificar a los hititas de los textos egipcios anteriores al 1200 a. C. con los hatti de los relatos asirios desde Tukulti-apil-esarra I. Pero su idea apenas fue considerada. Poco más tarde un nuevo frente del problema se abriría en las regiones de más allá del Eúfrates. Las excavaciones de Max von Oppenheim en Tell Halaf, iniciadas -tras un sondeo de 1899- en 1911-1915 y continuadas en 1927-1929 permitieron identificar a la antigua Guzana, ciudad y palacio de un príncipe arameo de comienzos del siglo I, cuyos edificios y esculturas tenían un aspecto de inequívoca relación técnica con los hallazgos de Sakçagözü, Zincirli y otros lugares. La perplejidad se hizo mayor porque si de los arameos de Damasco se sabía mucho ya gracias a las fuentes bíblicas y asirias, de su plástica monumental y su arquitectura se sabía muy poco. Y los hallazgos de Tell Halaf resultaban dentro de un estilo extraño, pero con un punto de proximidad con los del noroeste. Los nuevos descubrimientos de L. Delaporte en Arslantepe (1934) y de C. W. McEwan-I. Braidwood en Tell Taïnat (1932-36) ampliaron el arte de lo que, entendido como continuidad de lo hitita, comenzaba a llamarse neohitita. Pero en el año 1947, Helmuth Th. Bossert encontró en Karatepe algo inesperado, un largo texto bilingüe escrito en fenicio y jeroglífico que, tras su estudio, se demostró no hitita, como se esperaba, sino luvita. Pero la inercia impidió aceptar lo evidente: que los llamados principados neohititas del norte de Siria y sureste de Anatolia habían estado habitados, en parte al menos, por gentes cuya lengua materna era el luvita. Dos años después aparecieron publicados dos libros importantes, "Les Araméens" de A. Dupont-Sommer -primer estudio global del pueblo arameo, su historia y su cultura- y el "Späthethitische Bildkunst" de E. Akurgal, una historia del arte de todos aquellos centros del norte de Siria y sureste de Anatolia, a comienzos del I milenio, cuyo estilo veía el investigador turco como una continuación del arte hitita de Anatolia. Años después en su "Die Kunst der Hethiter" (1961), el mismo E. Akurgal consideraba el llamado arte neohitita como un estilo de dos fases: tradicional y asirizante, dejando fuera y sin respuesta al núcleo de Tell Halaf. Estas primeras obras de E. Akurgal, particularmente, y otras de distintos autores en línea semejante, se abstenían de encarar el problema esencial: si existían en la región gentes neohititas (luvitas) y arameas, ¿se debía hablar de las artes de unos y otros como un todo o como partes independientes? Y si esto era así, ¿qué valor tenían las peculiaridades? ¿cultural?; ¿cronológico? ¿estilístico o evolutivo? La publicación por el mismo E. Akurgal del por tantas razones célebres "Orient und Okzident" (1966), supone respecto al arte neohitita una vuelta a posiciones anteriores, recuperando el concepto de etapa -tres en concreto- frente al de estilo propuesto en su obra inmediata. Pero además supone el intento de identificar los rasgos específicos de un arte arameo. La obra es evidentemente la de una autoridad. Pero las razones esgrimidas para identificar un arte hitita y otro arameo no evitan crearnos la impresión de que se habla más de modos de vestir que de estilos verdaderos. Poco más tarde se publicaron las "Untersuchungen zur Späthethitischen Kunst" (1971) de W. Orthmann, que aun volcadas al peliagudo y decisivo problema de situar cronológicamente los monumentos de la época, eliminan a los arameos como parte específica. Es posible que llegados a ese punto, los estudiosos estimaran haber trazado un cuadro claro. La tradición hitita se imponía y sólo cabía hablar de un arte neohitita o hitita tardío. Pero cualquier análisis que, por sencillo que fuera, tuviera en cuenta los distintos aspectos históricos, geográficos, artísticos y arqueológicos implicados, por fuerza habría de concluir lo insatisfactorio del esquema. Y esto en una época en la que en los medios de investigación, los criterios de etnicidad anteriormente concedidos a los materiales artísticos sufrían una obligada y lógica revisión. Parecía pues evidente que sólo un enfoque global estaría en condiciones de sanear la investigación, partiendo de un reestudio del fenómeno histórico regional iniciado con la caída de Hatti y la retirada asiria frente al movimiento arameo. Mejor entendido así el problema, los procesos artísticos y culturales deberían ir encajando como las piezas de un rompecabezas. Y en esa labor ingrata pero imprescindible, se han venido destacando las obras de P. Matthiae (1963), las de S. Mazzoni (1981) y, sobre todo, el muy convincente y resolutivo libro de Heinz Genge sobre la plástica norsiria-suranatólica, "Nordsyrisch-Sudanatolische Reliefs" (1979) que, en mi opinión, ofrece una solución nueva y rigurosa del problema. Por supuesto, no se debe hablar ya de un arte Neohitita sino más bien, de un arte luvita o mejor aún luvio-arameo, porque desde Zincirli o Guzana vemos un mundo suprarregional, heterogéneo, dividido en muchos pequeños Estados que si en ciertos detalles artísticos manifiestan predominantes raíces luvitas o arameas -hecha abstracción de los evidentes problemas cronológicos-, en conjunto los vemos a todos dentro de un ambiente estético muy próximo. Y si en la reciente obra de H. Sader sobre los Estados arameos de Siria (1987) -excelente reconstrucción histórica por otra parte- la autora, que al criticar con razón los estrictos análisis de E. Akurgal y W. Orthmann sobre el hecho arameo, acentúa los rasgos que estima propios, de ese hecho, por fuerza tiene que aceptar en fin lo que es una evidencia: la heterogeneidad de un estilo que en sus peculiaridades regionales converge en un ambiente que posee mucho en común.
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El reflejo de los movimientos de pueblos indoeuropeos por las zonas asiáticas también se proyectó sobre Mesopotamia. En el norte, y a mitad del siglo XV a. C. se formó un potente Estado, el hurrita de Mitanni, cuya área de influencia llegaba desde el Mediterráneo a los montes Zafiros y desde el lago Van hasta más allá de las fronteras meridionales de Asiria. En el centro y sur mesopotámicos se asistía al final de la etapa paleobabilónica, motivada por la presencia de una nueva dinastía extranjera de origen montañés, la cassita. Por otra parte, en el Asia anterior quedaba consolidado el Imperio hitita, cuya actuación exterior llegaba hasta Siria, entrando aquí en fricción con los intereses de Mitanni. Este panorama político y el intento de un equilibrio internacional entre las potencias dominantes había motivado que Asiria pasara a un segundo plano de importancia, manteniéndose bajo la dependencia de los hurritas, durante casi cuatro siglos.
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El arte de la estepa preescita es un arte fundamentalmente geométrico, más o menos complicado pero, en esencia, iconográficamente elemental. A comienzos del I milenio y desde las estribaciones del Cáucaso, surgen experiencias animalísticas que con toda seguridad tendrían algo que ver con el mundo iranio. Pero el verdadero arte animalístico, como escribe K. Jettmar, el que definitivamente va a nutrir al mundo artístico de la estepa durante varios siglos, no es más que una aceleración de desarrollo fruto de un contacto que permitió a los escitas utilizar y apropiarse un rico y distinto repertorio. A fines del siglo VII a. C., los maestros escitas reunieron motivos nuevos tan dispares como europeos y chinos, aunque el grueso de las nuevas aportaciones vendría del Irán. Confiesa K. Jettmar que la razón de ello es muy simple; que la región más visitada por las gentes de la Transcaucasia era el Irán, donde confluían cimerios, escitas y sakkas. Y ahí también -como ocurriría siglos después en la misma Escitia con los griegos-, grupos de artesanos del país se pusieron al servicio del nuevo conquistador. En resumen, fue una situación de hervor cultural que terminaría originando un estilo peculiar, el animalístico. Cerca de la ciudad iraní de Sakkez, al suroeste del lago Urmia se levanta la abrupta colina de Ziwiye. En 1947, unos campesinos encontraron ahí por casualidad una especie de sarcófago de bronce, al que ya nos referimos más atrás. Pero existe en los museos tal mezcla de objetos dispares atribuidos al tesoro de Ziwiye, que por fuerza hemos de incluir dos premisas de partida: o las piezas proceden realmente de lugares distintos o, por el contrario y como sugiere K. Jettmar, el tesoro de Ziwiye era el botín de un jefe guerrero que habría participado con éxito en las luchas de fines del siglo VII y comienzos del VI a. C. De ese modo se explicaría la presencia de obras como la estatuilla de un alto funcionario asirio en marfil -con un exacto parecido en el Museo del Iraq-, cerámica vidriada de inconfundible procedencia asiria o plaquitas de marfil del mismo estilo iconográfico. No obstante, tanto R. Ghirshman como E. Porada insistían en una impronta general urartia, sin negar el primero la extracción escita del difunto. Para T. Sufmirski, las piezas más relevantes del ajuar, las más ligadas al supuesto rey, pertenecían al mundo escita. La calidad de aquéllas, la presencia del sarcófago asirio y algunos datos más le han llevado incluso a proponer que el dueño del ajuar podría haber sido el mismo rey Partatua. Entre las obras que marcan época en el arte escita estaría la pátera de plata y oro, con decoración grabada de diez círculos concéntricos. En él vemos sucederse filas de pétalos u hojas, felinos en distintas posturas, liebres, cabezas de aves de rapiña y una roseta en el centro con dieciséis pétalos. Los temas animalísticos serían puramente escitas, según R. Ghirshman, mientras que el espíritu de la composición le recuerda los escudos del Toprak Kalesi urartio. Al mismo mundo escita debe corresponder también una placa de oro de cinturón, de aspecto global semejante al de los cinturones de Urartu, en el que se mezclan el tema de la red con nudos en forma de cabeza de león, de procedencia urartia, con las filas de ciervos e íbices de pura extracción escita. Otras placas menores de cinturón, con incrustaciones de esmalte, traducirían igualmente los alientos de lo que a partir de ahora será el estilo animalístico. La manufactura escita de muchos de los objetos Ziwiye parece evidente. No estaría de más recordar, que como escribía R. Ghirshman, el topónimo de la cercana Sakkez evoca extrañamente el nombre usado en el Irán aqueménida para referirse a los escitas: sakkas. En Ziwiye tienen que estar las raíces de gran arte de los siglos VI y V a. C. en las estepas. Fuera de una forma u otra fecha y aunque algunos grupos siguieran al servicio de los medos, babilonios y aqueménidas, lo cierto es que la mayoría de los escitas debió rebasar el Cáucaso a comienzos del VI. Porque como dice T. Sulimirski, las tumbas de la Escitia, datadas en el curso de los siglos VI y V, descienden claramente del mundo cultural expulsado por los medos. En la verdadera Escitia, la influencia netamente irania es perceptible ya en los kurganes de comienzos del siglo VI, entre los que destacan Litoï y Kelermes. El primero fue uno de los descubrimientos pioneros de la arqueología rusa. En 1763, el general Melgunov mandó excavar un túmulo de respetable tamaño, el kurgan de Litoï. Los ajuares reunidos asombraron a los incipientes arqueólogos. Junto a piezas de indudable raigambre griega aparecían otras extrañas, de oro desde luego, pero bárbaras en sus temas y en su técnica. Aunque Mulgunov lo ignoraba todavía, en sus manos tenía las primeras obras del arte animalístico escita que, como en la famosa vaina de espada conservada hoy en el Ermitage, extendía por las estepas no pocas experiencias iranias. Al kurgan de Kelermes, de la misma época temprana, corresponde una placa en forma de felino, cuya postura y tipo nos trae a la memoria los animales de las placas de cinturón con incrustaciones de Ziwiye. Y los pequeños ungulados, felinos o liebres del mango de un hacha encontrada en el mismo kurgan, son hermanos de las figuritas escitas representadas en la pátera o en la gran placa de cinturón de Ziwiye. Un poco posteriores parecen los hallazgos del kurgan de Ulski, en el Kuban, que tal vez se remontan a los aledaños del 500 a. C. Entre los objetos más llamativos hay que señalar los remates de estacas o estandartes, realizados en bronce. Según K. Jettmar, el equilibrio entre las influencias externas y el espíritu nuevo de la estepa se mantuvo durante el siglo VI a. C. Pero luego, poco a poco, se iniciaría una degeneración. Para hacerle frente se habría retornado a las tendencias más antiguas, y eso es precisamente lo que expresan los retratos de bronce de Kuban, con sus animales estilizados y líneas fuertemente geometrizadas. Con seguridad, estas piezas representan un período personalísimo del arte escita. En las regiones inmediatas al nordeste del Irán, en las estepas cercanas al Aral y a los grandes ríos que en él desembocan, los sakkas vivieron un proceso semejante al de sus hermanos de la Escitia rusa. Nómadas como ellos, sus kurganes dispersos señalan la muerte de sus príncipes. Como los de Alma-Ata, que parecen haber sido los más tempranos -pues se sitúan entre los siglos VII-VI a. C.-, y que aportan muy poca información sobre el arte animalístico; aunque sí lo encontramos en los restos de ofrendas o ritos señalados como tesoros. En el Tesoro del Oxus se manifiesta el horizonte iranio bactriano que sin duda fue una de las fuentes de información icónica de los artesanos sakkas. Pero no la única. Porque aquí, los caminos de la estepa permanecían abiertos también para China. Al este del mar de Aral, una serie de necrópolis proporcionan ejemplos muy peculiares de arte animalístico de la estepa. Pero más interesantes aún son los ritos funerarios, pues aquí, en las remotas regiones donde nació el Aresta, se encuentran unas curiosas estructuras que, en opinión de K. Jettmar, evocan las inquietantes torres del silencio iranio. En fin, a los sakkas también se atribuyen unas obras de orfebrería famosas con justicia. Se trata de ciertas piezas correspondientes a la Colección Siberiana de Pedro el Grande, hoy en el Ermitage de Leningrado. En 1716, el gobernador de Siberia, M. P. Gagarin, envió al zar los primeros objetos de oro, a los que seguirían muchos más después. Cuenta M. P. Zavitukhina que la procedencia de los mismos es desconocida, porque un incendio destruyó la documentación guardada en Tobolsk. Pero teniendo en cuenta varios indicios, lo que parece cierto es que los objetos debieron hallarse en kurganes situados al oeste del Altai, en la estepa de Kazakhstan, el ámbito pues de los sakkas. Varias placas de oro se cuentan entre lo mejor del arte animalístico escita, con una iconografía que juega bien con la estética fantástica de una especial zoología. Del mismo ámbito de procedencia son algunas piezas de evidente origen iranio, como recipientes con inscripciones arameas que confirman las relaciones económico-culturales de los dos mundos. La vecina y más lejana región a la que habría alcanzado la gran onda estética del arte animalístico de la estepa la situamos en el remoto Altai. Los célebres kurganes del Altai, las tumbas heladas que conservaban casi intactos los cuerpos de los difuntos y los más nimios objetos, han sido materia de muchos estudios. Dice L. L. Barkova que los primeros hallazgos se remontan a 1865, cuando V. V. Radlov excavó dos grandes túmulos en el Alto Altai, bajo cuyas piedras los hielos eternos habían protegido de la injuria del tiempo todas las materias orgánicas y putrescibles. En los años veinte de nuestro siglo, la región volvería a ser estudiada por S. I. Rudenko y M. P. Gryaznov, que continuarían en los años cuarenta y cincuenta. Aunque los datos funerarios son de lo más interesante, bastará decir que nos encontramos ante túmulos reales, como los habituales de la Escitia, de estructura semejante y ritos hermanos. Para el arte que nos ocupa conviene rescatar algo que en el oeste no ha llegado hasta nosotros: la talla de madera. Muebles, recipientes, carros e instrumentos de música habían sido tallados cuidadosamente y decorados con el arte animalístico de la estepa. Pero también textiles, únicos en el mundo, como un gran tapiz que S. I. Rudenko estima fabricado en el Irán, o alfombras, mantas de caballo y colgaduras de fieltro, con apliques en distintos colores, que incluyen las primeras escenas humanas en las que resuenan modelos iraníes. Precisamente las importaciones iranias han permitido datar la mayor parte de los kurganes de Pazyrik durante el período aqueménida.
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En la Costa del Golfo se mantienen las tradiciones arquitectónicas y culturales implantadas por El Tajín, al menos hasta mediados del siglo XV, en que aparecen elementos característicos de la cultura azteca. De modo que en El Castillo de Teayo, Tuzapán y otros sitios que fueron levantados como fortalezas y tienen influencia de Tula, se mantiene el uso de cornisas volantes, columnas, grecas, frisos con relieves y otros rasgos veracruzanos. Al noreste de Veracruz y sureste de Tamaulipas, una región marginal en muchas ocasiones de la historia de Mesoamérica, se inicia un gran desarrollo artístico relacionado preferentemente con la escultura monumental. Disponemos de escasas evidencias arquitectónicas, pero es admitido que de este territorio procede un modelo muy original de templo de planta circular que se ha relacionado con Quetzalcoatl en su calidad de dios del viento, Ehecatl. Sitios como Tamuin, Las Flores y Tancahuitz contienen este tipo de estructuras religiosas, algunas de las cuales todavía hoy conservan pintura mural, que debió recubrir la mayor parte de sus edificaciones públicas. Deidades en procesión pintadas en rojo, blanco y verde nos informan del panteón y las prácticas rituales de los huaxtecos, en un estilo y vestimenta que recuerdan el arte de Tula y de Chichén Itzá. El estilo escultórico huaxteco, realizado sobre losas planas de arenisca, data del siglo IX al XI. Las losas tienen forma de prisma rectangular y en su cara principal alojan personajes, muchos de ellos femeninos, que tienen el pecho descubierto y las manos apoyadas sobre el vientre. Los escultores destacaron los tocados compuestos por un alto cono limitado en su parte inferior por un rectángulo, muchos de los cuales aparecen relacionados con serpientes, en alusión a la diosa Ixcuinatlazolteotl. También son comunes los dioses o su transfiguración, prevaleciendo la figura del dios del viento, Ehecatl.
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En Italia, cultivan el arte de la miniatura algunos de los pintores más relevantes y podemos recordar, al respecto, el frontispicio del Comentario sobre Virgilio de Servius (hacia 1340-1344), que perteneció a Petrarca y que ilustró Simone Martini (ahora en la Biblioteca Ambrosiana de Milán). Sin embargo, se trata de un caso más bien excepcional. Para rastrear la historia de este género pictórico hay que acudir a centros concretos donde se cultivó particularmente.Es el caso por ejemplo de Pisa, pero muy en especial de Bolonia. En esta última ciudad, y como consecuencia directa de su famosa Universidad, se creará uno de los centros de producción de libros más importantes de Europa. Se realizan en principio grandes Biblias pero más adelante fundamentalmente libros jurídicos, por ser centro vinculado a este tipo de estudios.El libro adopta unas determinadas características. No sólo se escribe con una letra especial (la boloñesa), sino que el texto se distribuye sobre el folio de una forma determinada: en muchos casos, los códices se ilustran profusamente. Algunos de los miniaturistas que trabajan durante este período son conocidos documentalmente (es el caso de Oderisi di Gubbio y de Franco Bolognese, según cita de Dante), pero mayoritariamente por el momento esta producción es anónima, aunque se han aislado las realizaciones de un maestro al que se ha dado en llamar "l' lllustratore".