Los restos más antiguos de la cultura de los primitivos habitantes de Suramérica que conocemos hasta ahora son unos cuantos instrumentos de piedra, toscamente tallados, procedentes de Ayacucho, Perú, y que remontan la antigüedad del hombre suramericano a unos 16.000 años a. C. Estos hallazgos han sido puestos en duda por algunos investigadores que sostienen que el lasqueado de dichos instrumentos es casual. De todas maneras parece existir coincidencia en la idea de que el hombre penetró en América del Sur a través de Centroamérica durante el Pleistoceno, probablemente antes del 14.000 a. C., y que convivió con los grandes animales de la época, como el perezoso gigante (Megatherium), un tipo de elefante (Mastodonte) o el tigre dientes de sable (Smilodon), y otros animales que desaparecieron hace por lo menos 10.000 años. Los instrumentos de piedra de estos habitantes primitivos corresponden al llamado Estadio Pre-puntas de Proyectil, ya que se trata de utensilios poco diferenciados y que se agrupan en tres tradiciones diferentes, de dispersión variable a lo largo del continente. Se sabe muy poco de la cultura de los fabricantes de dichos instrumentos, tan sólo que eran probablemente cazadores y recolectores de alimentos. Y es probable que muchos de estos instrumentos fueran de carácter secundario, ya que se fabricarían muchos otros con materiales perecederos, como la madera o el hueso. Y tampoco conocemos nada de su arte, lo cual no quiere decir que no existiera. El arte es un aspecto universal de la cultura; no ha existido nunca ningún pueblo que no haya practicado algún tipo de manifestación artística. Pero las obras de arte han podido realizarse con materiales que no se han conservado y debemos tener en cuenta también las artes que no se manifiestan necesariamente en un soporte material, como la música, la danza, la oratoria... Las más antiguas y por cierto impresionantes manifestaciones artísticas que se han conservado en Suramérica, corresponden ya a grupos cuya cultura es algo mejor conocida. Descendientes de los primitivos grupos mencionados o integrantes de una nueva oleada migratoria procedente de América del Norte, cazadores especializados se asentaron en los altiplanos andinos y en sus vertientes hacia el 9000 a. C. Sus restos materiales se han clasificado en diversas culturas, según sus características espaciales y temporales, pero tenían en común la manufactura de instrumentos de piedra muy especializados, como puntas de proyectil para la caza y otros utensilios para el tratamiento de la carne y las pieles. En una época de extinción de la fauna pleistocénica, cazaban diversas especies de venados y de auquénidos, como la vicuña y el guanaco. En invierno descendían en pequeños grupos a los valles abrigados y subían a las montañas en verano para instalarse en cuevas y, agrupados probablemente en unidades mayores o macrobandas, cazar de forma cooperativa. Su organización social sería sencilla, de carácter familiar y sin ningún tipo de especialización en el trabajo, siendo todos los miembros del grupo capaces de desempeñar tareas de tipo tecnológico, económico o sociopolítico, aunque existirían distinciones derivadas del sexo o de la edad. En este tipo de organización no hay jefes autoritarios, solamente líderes carismáticos y temporales, cazadores especialmente hábiles. Probablemente el único especialista sería el shaman, el intermediario entre las fuerzas sobrenaturales y los humanos. Hechicero, curandero, adivinador, que desempeñaría una serie de rituales, a veces complejos, que respondían a necesidades y situaciones concretas. Y en estos rituales podría contarse con la participación activa de la comunidad y a través de la actividad del shaman y de los ritos podrían controlarse las fuerzas naturales y sobrenaturales y dar explicación a las desgracias inexplicables. Estas culturas aparentemente simples han revelado, sin embargo, aspectos de complejidad sorprendente en su ideología. En Lauricocha, en los Andes Centrales peruanos, se han encontrado enterramientos diferenciales según la edad. Hay fosas de pocos centímetros de profundidad, para adultos, con un ajuar incipiente en forma de piezas de sílex rodeando los esqueletos, y restos de animales. Las tumbas infantiles son fosas más profundas excavadas junto a piedras de regular tamaño. El ajuar es más rico, con utensilios de hueso de costilla pulidos, piezas de sílex y cuentas de collar, en un caso de hueso y en otro de turquesa. Se asocia también con las tumbas ocre rojizo y amarillo y en un caso se cubrió un cuerpo con oligisto. Ya en estas tempranas fechas se inicia una costumbre que será frecuente en épocas posteriores, la deformación de los cráneos; en este caso es del tipo tabular erecto, un marcado aplastamiento de la frente que se consigue atando fuertemente una tablilla a la cabeza del niño. Son también estos grupos de cazadores los que han dejado un arte espléndido en las paredes y abrigos de toda la región andina, arte que refleja una aguda percepción de la naturaleza, un profundo conocimiento del mundo animal circundante, un gran sentido del movimiento y una considerable capacidad expresiva y de síntesis. El marco cronológico en el que se encuadran estas realizaciones artísticas es muy amplio, a rasgos generales, entre 12.000 a. C. y 500 d. C. Esta amplitud de fechas se debe al hecho comprobado de la expansión hacia el sur de estas culturas, no apareciendo en la Patagonia hasta el 5000 a. C. y manteniéndose en el extremo sur casi hasta hoy día. Las pinturas rupestres muestran un amplio espectro de estilos diferentes. Los estilos negativos o improntas de manos son comunes en el sur de Argentina y suelen asociarse con puntos, líneas de puntos, círculos, cruces, huellas de animales; los estilos de escenas reproducen cacerías, como cercos a guanacos, rastreos y persecuciones, o manadas de animales en diversas actitudes; en los estilos de grecas o geométricos complejos se introducen, aparentemente, motivos nuevos, y tal vez desconocidos por los artistas, seguramente por influencias o contactos con otros grupos de distinta cultura, como la greca escalonada. En Perú, en Lauricocha en los Andes Centrales, se ha encontrado un importante conjunto de arte rupestre, pinturas y grabados, que cronológicamente llega hasta épocas muy tardías. Destaca la cueva número 3 de Chaclarragra, en cuya pared sur y a dos metros de altura sobre el suelo aparece una escena pintada en rojo oscuro. Parece tratarse de una manada de auquénidos, tal vez vicuñas, corriendo en fila y tratando de huir; algunos animales han sido alcanzados por dardos de cazadores situados estratégicamente. A pesar de su estilo relativamente simple y de su gran sencillez, la escena está llena de dinamismo, y los animales han sido captados en diversas actitudes. El primer animal parece doblarse ante la azagaya que tiene clavada en el lomo; el segundo se detiene en actitud de sorpresa; la mayoría despliegan las patas, creando la sensación de correr a galope tendido. Las figuras humanas parecen tratadas con menor cuidado, pero es clara su actitud y la existencia de las armas. La cueva donde aparecen estas pinturas está alojada en un gran peñasco, en la ladera de una gran pendiente. Aparecen además numerosos grabados y pinturas de épocas muy diferentes, con abundantes superposiciones. Los restos de cultura material hallados revelan que la caverna fue ocupada únicamente de manera eventual. En la Sierra sur de Perú, en Toquepala, se encuentra uno de los mayores conjuntos de arte rupestre de ese país. Las representaciones más llamativas se encuentran en la cueva denominada Tal-1, que mide 10 m de longitud, 5 de anchura máxima y 3 de altura. Parece más bien un sitio ceremonial antes que de habitación, o habría sido ocupada durante cortos períodos estacionales por un pequeño número de personas que, desplazándose continuamente, reincidían en sus visitas. Aparecen allí más de un centenar de figuras, principalmente animales y humanas, componiendo diferentes escenas referentes sobre todo al rodeo y acoso de guanacos. En uno de los grupos se observa una fila de cazadores que llevan una especie de garrotes y rodean en semicírculo a los animales. Uno de los hombres se inclina hacia atrás levantando una pierna, en actitud de tomar impulso hacia una hembra preñada. Los animales se dispersan en todas direcciones. En otro grupo de pinturas los animales doblan el cuello apoyando el hocico en tierra como agotados, mientras los hombres los acosan con sus armas. Otros corren despavoridos hacia una especie de valla, yaciendo muerto ya alguno de ellos. Un perro parece ayudar a los perseguidores. Otra vez queda patente el sentido de la expresión, de dinamismo, la habilidad del artista para captar los detalles fundamentales de los animales. No se intenta representar un animal o un ser humano de forma naturalista, sino de captar la idea, la esencia de la persecución, de la caza, de la muerte del animal; y todo eso se logra plenamente. Es tal vez en Argentina, y concretamente en la Patagonia, donde se ha concedido al arte rupestre un interés especial. Se da aquí la circunstancia de que la cultura de los cazadores superiores se mantuvo durante más tiempo, casi hasta la actualidad, dadas las condiciones de marginalidad geográfica y cultural del extremo sur del continente. Pero las pinturas que nos interesan corresponden al mismo nivel cultural que el de los cazadores peruanos, aunque con un normal retraso en la cronología y con la aparición de representaciones de armas peculiares, como las bolas perdidas, pero manteniendo el mismo sentido en sus escenas, de cacería predominantemente. Entre estos grupos destaca una escena de la estancia Sumich en un abrigo del curso alto del río Pinturas, en la provincia de Santa Cruz. Se trata de una escena de caza, pintada en color amarillo, en la que un grupo de guanacos se encuentra cercado por dos grupos opuestos de cazadores que cierran un cerco sobre los animales. Los seres humanos se representan esquemáticamente; siluetas estilizadas en forma de un rectángulo alargado para el cuerpo y dos líneas para las piernas, sin indicación de cabeza. Es más bien la posición, en torno a los guanacos, que la imagen lo que los identifica como cazadores, ya que además carecen de armas. Sin embargo, los guanacos están dibujados de forma mucho más realista, con gran simplicidad, pero revelando gran destreza en la representación de los detalles anatómicos que los hace perfectamente identificables, incluso individualmente. El artista patagón utilizó incluso los accidentes de la pared de la cueva como si fueran, los del terreno donde se desarrolla la escena. Los cuatro últimos guanacos de la fila aparecen en actitud de saltar un hipotético desnivel del suelo; el primero de ellos ha sorteado el accidente y se encuentra de nuevo en plena carrera; el segundo se representa con las patas traseras algo más altas que las delanteras, captadas en el momento de tocar el suelo tras el salto; el tercer animal, en el instante de rebasar el obstáculo, tiene las patas delanteras dobladas, el cuello estirado y la cola vuelta hacia el lomo, mostrando con pocos rasgos el esfuerzo del salto. El último guanaco se presta a saltar, levantando levemente la cabeza y las patas anteriores. En otro momento de la escena, la fila de guanacos rodea un gran obstáculo, representándose claramente a los animales realizando el giro correspondiente, inclinando el cuerpo y estirando el cuello. Queda patente el profundo conocimiento de los animales y la capacidad de expresión. Destaca también el tratamiento de la perspectiva, colocando a los cazadores de la segunda fila cabeza abajo, con lo que parece acentuarse la representación de una acción, la de rodeo y acoso de un grupo de animales rápidos y ágiles por parte de hombres. En otra escena de los abrigos del río Pinturas los cazadores no sólo cercan a los guanacos sino que tratan de separar las crías de los adultos. En este caso las figuras humanas se representan con más detalle, con piernas y brazos, con lo que se acentúa una mayor sensación de movimiento. Los cazadores son precedidos por una serie de puntos, que parecen indicar huellas. Se trata de representar el recorrido, el rastreo y la persecución. El material utilizado para las pinturas se compone de colorantes de origen mineral, hematitas, óxidos de hierro, óxidos de cobre, que producen tonos ocres, rojos, amarillos y verdosos. El color se disolvía en agua o en alguna materia grasa y se aplicaba con una especie de hisopillo hecho con una ramita delgada en cuyo extremo se enrollaba un mechón de lana; o simplemente se dibujaba con los dedos, pero siempre con trazos firmes y seguros. Un tema de gran interés que plantean estas pinturas es el de su posible intencionalidad y significado. Aunque no existe un acuerdo generalizado al respecto, parece existir un cierto consenso en interpretarlas dentro de un contexto ritual y como parte de ceremonias de magia de propiciación. A esta idea ayuda el hecho de que este tipo de pinturas se han encontrado siempre en sitios de acceso difícil y que nunca han sido lugares de habitación prolongados, sino que sólo se ocuparon esporádicamente. En algunos casos se encuentran además a modo de repisas con huellas oscuras, como de haber contenido mechas encendidas. Se ha llegado así a considerar esas cuevas como lugares donde se desarrollaban ciertos ceremoniales con los que las pinturas tendrían alguna relación. Es probable que tal como ahora hacen los pigmeos de África Ecuatorial, antes de llevar a cabo una importante cacería se dibujasen con todo cuidado, en el interior de esas cuevas y a la luz de vacilantes antorchas, los hechos que luego se esperaba reproducir en la naturaleza. Después, una vez obtenida la caza deseada, se volvería a la cueva, y en un lugar reservado al respecto, e incluso encima de otros dibujos ya realizados, se pintaría a los animales capturados para que la naturaleza no se resintiera de lo que se le había sustraído. La fuerza de la propiciación radica en la idea de que la figura representada es lo mismo que lo que se representa, no es solamente su imagen. Y debemos recordar que las escenas de caza y las superposiciones de animales son los temas comunes representados. Avanzando aún más en la interpretación podríamos aventurar que serían precisamente los shamanes los encargados de realizar esas pinturas. Ellos son los intermediarios con las fuerzas sobrenaturales y de la naturaleza, individuos sobresalientes, con aguda capacidad de percepción y profundos conocedores de la realidad circundante. Aunque habría que destacar que no podríamos hablar de artistas especializados, sino de individuos que esporádicamente desempeñan el rol de artistas, siendo sus pinturas parte de las ceremonias que debían desempeñar. La idea de un arte anónimo, realizado por no especialistas se acentúa todavía en otro tipo de representaciones frecuentes en la Patagonia. En el curso alto del Pinturas, en tres cuevas y fechadas entre 5330 a. C. y 340 d. C. se encuentran una gran cantidad de improntas de manos en negativo. Su contexto cultural es el mismo de los cazadores que venimos mencionando. Son manos humanas, generalmente la izquierda, que se han colocado sobre la pared y se ha esparcido un pigmento mineral a su alrededor soplando a través de un canutillo. Los colores más antiguos son el negro, el ocre amarillento, rojo claro, violáceo y más tardíamente rojo oscuro, y, por último, el blanco sobre una superficie pintada previamente en rojo. En algunas cuevas aparecen centenares de manos, en otras unas pocas; el mayor número corresponden a adultos, algunas son de niños. Con menos frecuencia aparecen positivos resultado de mojar la mano en pintura y aplicarla sobre la piedra. Suelen encontrarse en los lugares donde también aparecen los tipos de pinturas antes descritos. Entre otras interpretaciones se ha considerado la de un ritual de identificación, algo como la marca de visita, el testimonio personal del acceso a un lugar sagrado, costumbre que aún se conserva en Australia. Nos encontramos ante una forma de arte del que participa todo el grupo, participación que no se refiere solamente a la comprensión del arte por toda la comunidad sino a la realización común del mismo. El contexto ceremonial del desarrollo de este tipo de arte podría explicarse también por las características de la cultura de las bandas de cazadores. La indiferenciación del mundo sobrenatural y del real es de gran trascendencia en este tipo de culturas. Todas las cosas y seres que existen en la naturaleza poseen alguna clase de espíritu, que es el que explica las acciones características de ese ser y que a la vez proporciona los medios a través de los cuales los humanos pueden influir sobre él o al menos controlarlo. De esa manera todos los aspectos de la naturaleza pueden de alguna manera ser controlados por el hombre, que puede influir en ella por medios sobrenaturales ya sea para obtener el alimento o para alejar calamidades. En este sentido podemos considerar al arte en un contexto sobrenatural, como uno de los medios de los que se vale el ser humano para actuar sobre el entorno e incluso sobre la propia sociedad.
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El final del período de Hallstatt transcurre estrepitosamente, y con signos de violencia. El poblado de Heuneburg es destruido. Las tumbas de Hallstatt sufren expoliación. El sistema económico y social de los príncipes se derrumba. Pero, casi al mismo tiempo, resurgen enterramientos en túmulos muy ricos en la región media del Rin. La zona geográfica de este núcleo de población enriquecida radica en el Mosela bajo, entre la cadena montañosa al norte de Eifel y la del Sur de Hunsruck. Sus tumbas contienen muchos vasos etruscos que han de haber pasado por la vía transalpina, y muchos objetos de arte. El nuevo arte, que surge entre el 500 y el 450 a. C., en su primera aparición, revela una nueva mentalidad y nuevos principios estéticos. Es anicónico y antinarrativo; procede por abstracción con los motivos florales clásicos; confunde las esferas humanas, vegetales y animales; metamorfosea a los seres vivos, etc. Es el arte de los Celtas históricos, de aquellos bárbaros, a los ojos de los historiadores griegos, que vivían en la Europa de la Edad de Hierro tardía más allá de Marsella. Arqueológicamente, al nuevo período de tiempo y al nuevo arte se les denomina con el nombre de yacimiento de La Tène, cerca del lago suizo de Neuchátel, que proporcionó los primeros indicios de la Segunda Edad de Hierro. Tradicionalmente, el arte céltico se le supone en expansión desde el Rin medio a la provincia oriental del viejo dominio del Hallstatt (Suiza, Baviera, Baden-Wurttemberg, Austria y Hungría). Los Celtas, efectivamente, fueron gentes prestas a moverse (aterrorizaron a Roma y se presentaron en Asia Menor), pero su producción artística difícilmente pudo ir al compás de sus hazañas guerreras. El arte de los Celtas, que se avecina en Europa casi al mismo tiempo que la última etapa hallstáttica, es un arte congruente con sus principios de formación, que evoluciona con madurez en estilos definidos, y que persiste por encima de la romanización. Debe mucho de su naturaleza a las culturas etrusca y griega, pero se materializó como una producción profundamente europea. Parte de su originalidad se la debe a la larga tradición artística en el Viejo Continente durante la Edad de Bronce y la primera Edad de Hierro. Un repaso a las páginas anteriores preparará al lector para la nueva era del arte de los Celtas.
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Es algo admitido por los historiadores, sin excepciones, que las expresiones artísticas son un reflejo casi exacto de la vida de la sociedad en la que se producen y que, a partir de ellas, se puede descubrir la propia estructura social, los cambios que sufre la sociedad en que estas manifestaciones artísticas aparecen, así como sus ideas religiosas, estéticas y humanas. Sin duda es el arte uno de los aspectos mejor conocidos y más espectaculares de la cultura ibérica, tanto que, en general, cuando se habla de la cultura ibérica, de lo que realmente se habla es de sus manifestaciones artísticas, que fundamentalmente se centran en la escultura y la pintura sobre cerámica, dado que los restos de la arquitectura, sobre todo en lo referido a la urbanística, al menos por lo conocido hasta el presente, no son nada espectaculares. Desde fines del siglo XIX se han venido produciendo con mucha frecuencia hallazgos de objetos reflejo de estas manifestaciones artísticas, por lo que es éste uno de los aspectos en que se puede realizar hoy en día con más facilidad una síntesis, a pesar de las novedades que se van produciendo en cada momento con la aparición de nuevos hallazgos. Es digno de resaltar, frente a la abundancia de manifestaciones artísticas en la escultura y la pintura sobre cerámica, la casi total ausencia de manifestaciones arquitectónicas, en contra de lo que sucede en otras áreas que se han tomado como paralelo a la hora de considerar la cultura ibérica como una civilización urbana (la griega y la romana). Nos detendremos en ello un poco más adelante. Quizá antes de seguir debamos decir unas palabras sobre los orígenes del arte ibérico, que han sido buscados en lugares distintos por los historiadores de este siglo. Varias han sido las tesis mantenidas desde los inicios del siglo XX sobre las influencias de las que ha surgido lo que en la actualidad conocemos como arte ibérico. Destaca en primer lugar en orden cronológico la tesis que podríamos llamar de influencia griega, mantenida a comienzos de siglo por P. Paris y seguida por R. Mélida, a partir de algunos rasgos de la cerámica de la cultura micénica, tesis que hoy no se puede mantener, pues, con el avance de las técnicas arqueológicas, se ha descubierto que estas cerámicas ibéricas aparecen junto a vasos griegos perfectamente datables en épocas bastante posteriores a la micénica. Continuador de esta teoría de valorar las influencias griegas es P. Bosch Gimpera, no sólo en la cerámica, sino en toda la cultura ibérica, opinión que va a persistir durante mucho tiempo. R. Carpenter sintetiza todo este movimiento dándole un planteamiento más global. Para él todas las manifestaciones artísticas en la escultura y en la cerámica pueden explicarse por la influencia griega, directamente desde Grecia o a través de las colonias de la Magna Grecia, valorando, además, por primera vez la presencia de los focenses en España. También García y Bellido es partidario del origen griego de las influencias en la escultura y pintura sobre cerámica ibéricas. Descabellada, y no sin razón, es considerada por algunos autores, entre ellos Presedo, la teoría de A. Schulten, según la cual debe buscarse un origen africano para el arte ibérico, al igual que africano es, en su opinión, el origen de los propios pueblos ibéricos. Sin lugar a dudas es Martínez de Santa Olalla, con su obrita publicada en el año 1941, quien sitúa el problema en una perspectiva más cercana a la realidad, valorando como base en su evolución interna los elementos propios y las influencias externas como elementos dinamizadores de esta evolución. Entre estas influencias externas destacaban las indoeuropeas y el papel fundamental de las griegas y púnicas, negando, por supuesto, cualquier influencia del continente africano y situando la cronología del arte ibérico desde el 450 a. C. hasta el inicio del imperio romano con distintas fases. En 1943 García y Bellido, después de estudiar la Dama de Elche, sitúa la cronología del arte ibérico en unas fechas más cercanas a nosotros, tras la Segunda Guerra Púnica, más de 250 años después de las fechas dadas por Santa Olalla. En cuanto a la mayor antigüedad de unos motivos decorativos sobre otros, Bosch Gimpera pensaba que en la cerámica ibérica los motivos florales y humanos eran más antiguos que los geométricos. D. Fletcher propone la tesis contraria, demostrada en la actualidad, y a ella se une M. Almagro Basch, que resalta tanto la influencia tartésica como la influencia griega en la aparición del arte ibérico. La naturaleza del arte ibérico aparece bastante clara en la actualidad, pues, a partir del análisis de sus distintas manifestaciones artísticas, podemos decir que se trata de un arte funerario o religioso. Las estatuas y demás objetos de arte tenían como destinatarios al grupo dirigente de la sociedad ibérica, en cuyas tumbas o monumentos funerarios han aparecido.
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Con absoluta seguridad, en la corte y los talleres del Gran Rey se reunieron escultores de todas las partes del imperio, sobre todo quizás jonios y sardos, pero también puede que egipcios -como cuenta el citado documento de Susa-, y, por qué no, persas. Podría pensarse pues en un arte multinacional; y E. Porada y H. Frankfort entre otros, han intentado percibir qué es lo que debe y a quién la escultura aqueménida. Mas, pese a todas las identificaciones y los influjos notados, ambos vienen a concluir que el espíritu global y lo esencial del mismo es único: el genio aqueménida. La manifiesta afición al decorativismo de los iranios, patente en épocas más remotas, resurge con fuerza en la plástica de medos y persas. Esa propensión natural tendría su parte en la tendencia a decorar los relieves, los muros y entradas de los recintos reales, aunque no debemos olvidar el papel que debieron jugar también los palacios de asirios, babilonios o urartios. Dice H. Frankfort que la escultura aqueménida quedó subordinada a la arquitectura, de la que forma parte, directa o indirectamente, la mayoría de la obra conservada, y que carecemos de noticias sobre estatuas exentas. Pero puede que tal escasez sea sólo casual, si recordamos los no tan limitados ejemplos de escultura en pequeño tamaño -ya sea en piedra, bronce u otras materias-, las grandes esculturas de Darío halladas no hace mucho en Susa y, en fin, el contenido de la carta de Arsáma a la que ya nos hemos referido. Los relieves aqueménidas parecen haberse iniciado en la época de Ciro. Entonces -como se percibe en los genios alados- el tratamiento era simple y plano. Pero eso cambió. Como describe E. Porada, la cumbre de la escultura aqueménida son los relieves de Persépolis. Allí, la presencia de maestros jonios que trabajaban en el estilo de finales del siglo VI debió imponer ya la norma que conservaría para siempre el arte aqueménida. H. Frankfort precisa incluso, que la evolución posterior de la escultura griega durante el siglo V no influiría para nada en el arte persa, pero las semillas quedaron en buena tierra. Recuerda el mismo H. Frankfort que el arte de los escultores mesopotámicos había sido fundamentalmente lineal, plano, con detalles más incisos que modelados. Por el contrario, los maestros de los talleres reales aqueménidas fijaron un estilo en el que el altorrelieve y el modelado suave, en busca de formas redondeadas, era dominante. Se intentaba lograr una verdadera representación plástica de hombres y animales. Para ello se prodigaba una talla cuidadosa, sin obviar los detalles, pero sin que estos se impusieran al conjunto. Acabada la talla, el relieve se pulimentaba cuidadosamente y, finalmente, -como piensa E. Porada- se pintaba, una labor en la que los medos y egipcios eran especialistas. En cuanto a la rigidez, la sensación de actitud helada de la que habla R. Ghirshman, ésta sería continuación de la tradición elamita, pero también podría deberse a un especial concepto de lo majestuoso. Y no eran narrativos, como los asirios, porque la intención querida se limitaba a la decoración de lugares destinados a una función especial. La escultura aqueménida de bulto redondo es escasa, pero en las piezas conocidas notamos rasgos presentes en el relieve: contornos suaves, carentes de vivencia, formas redondeadas, cuidadoso pulimento. Uno de los más recientes hallazgos tuvo lugar en Susa en 1972, en la llamada puerta de Darío. Flanqueando la fachada que miraba al interior, Jerjes I mandó poner una estatua colosal de Darío I, traída de Egipto. Rota en la antigüedad, el personaje ha perdido casi la mitad de su cuerpo, pero lo conservado -1,95 m de altura- permite distinguir los ropajes y los detalles de vestimenta persa interpretados al gusto egipcio. Cierto que el pilar dorsal, la actitud, ciertos motivos y los cánones son egipcios -como sugieren J. Perrot y A. Ladiray-, pero qué duda cabe que en su conjunto debía expresar lo que los aqueménidas querían que expresara a sus súbditos del país del Nilo. Merecerían destacarse aquí los toros, leones cornudos y grifos de los capiteles de Persépolis, tallados en una sola pieza cada pareja, de poderosas musculaturas; los enormes toros androcéfalos de la Puerta de los Países en el mismo lugar, que con sus 5,50 m de altura se cuentan entre los mayores del arte antiguo, y que poseen una curiosa mezcla de rasgos persas y asirios en el modelado propiamente aqueménida: la famosa cabeza de un príncipe en pasta azul o el busto de un oferente en lapislázuli. Sus virtudes son las mismas que las concedidas a los relieves y, sobre todo en las de tamaño menor, se percibe el camino al naturalismo e incluso al retrato. No obstante, el relieve es el arte mayor de la escultura aqueménida. Y Persépolis el compendio de sus excelencias. Las dos escalinatas de la apadana aparecían decoradas con distintos temas. En el panel central, ocho guardias junto a una inscripción real. A ambos lados, un león derriba un toro. En la parte interior, guardias persas y enfrente, sobre el muro mismo de la plataforma, gentes de la corte, escoltas y gentes del imperio. En el llamado Tripilón, que se adornaba con guardias medos y persas en la escalera, se esculpió en las jambas de la puerta de entrada a un lado Darío en marcha, seguido por dos servidores; en el otro, Darío sentado y Jerjes de pie, tras él. Pero los relieves no se limitaban a estos edificios. Los vemos en los palacios de Darío y Jerjes, en la sala de las 100 columnas -en cuyas puertas, el rey como héroe hunde la espada en el cuerpo de leones alados- y en otros edificios no identificados. En conjunto, la calidad es tan alta, la riqueza descriptiva en cuanto a tipos, rasgos y trajes tan detallada, que se puede afirmar sin temor a exageraciones, que en los relieves de Persépolis tenemos reunido un gran capítulo de la historia, la realeza y el imperio aqueménidas. Los talleres y los arquitectos reales decidieron utilizar en la apadana y el palacio de Susa una decoración diferente, ésta sí carente de tradición entre los persas, de paneles de ladrillos modelados y vidriados. Sus maestros fueron babilonios -como recuerda el documento de Susa tantas veces citado-, aunque expresaron programas puramente aqueménidas. Dice P. Amiet que nunca sabremos con certeza dónde y cómo se organizaba tal ornamentación, con excepción del friso de un león hallado en el primer patio del palacio. Pero es lógico pensar que los demás patios, y en especial el tercero, también lo estuvieran. Las escalinatas se decoraron con frisos que representaban servidores llevando objetos, mientras que en la apadana y acaso en el patio principal frente a las habitaciones del rey se encontraban los famosos frisos de los arqueros. Estos constituyen sin duda una de las más célebres obras del arte aqueménida, porque si la técnica es propiamente mesopotámica, la actitud de los guerreros, su canon, la riqueza de los vestidos -como escribe P. R. S. Moorey- tienen mucho en común con los relieves esculpidos de Persépolis. Puede que como pensaban los esposos Dieulafoy, tengamos en ellos representados a los inmortales, la guardia legendaria del Gran Rey, que en palabras de R. Ghirshman, fue instrumento esencial de Darío en la lucha contra Gaumata y en la conquista del trono.
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Así como los más grandes monumentos de Justiniano habían sido edificios públicos, las construcciones arquitectónicas llevadas a cabo en el período medio, ya desde Basilio I, tuvieron un carácter privado; o, por decirlo más exactamente, estaban destinadas a un grupo restringido de dignatarios y cortesanos que tenían acceso al palacio. La base social del arte imperial resultó, en consecuencia, restringida. Y lo mismo que hizo el emperador, hicieron otros señores. De ahora en adelante, la mayor parte de la arquitectura eclesiástica también se hizo privada, en el verdadero sentido de la palabra; la iglesia parroquial cedió el paso a la iglesia monástica. Resulta esencial el papel jugado por los monasterios en la evolución de la arquitectura. Su importancia venía dada por el hecho de que era una empresa agrícola y su protector, si invertía allí adecuadamente, obtenía además de un beneficio material, las plegarias que los monjes ofrecían por la salvación de su alma; tenía un lugar de retiro para sí y sepultura para su familia. A juzgar por los monumentos que se conservan, la mayor parte de la actividad constructiva de los períodos medio y tardobizantino se manifestó en la edificación de monasterios de propiedad particular. Todavía se puede mencionar otro fenómeno: el de la invasión de la ciudad por los establecimientos monásticos. Las personas influyentes podían gozar así de la conveniencia y quizá de la estima de tener su propio monasterio en la capital misma, en tanto que las tierras que aseguraban los medios de vida de los monjes estaban situadas en los suburbios o incluso en lugares más alejados. El monasterio de este período presenta un complejo arquitectónico con características bien definidas, siendo buen ejemplo de ello los de Hosios Meletios, cerca de Megara, Ságmata, en Beocia o el más famoso de Hosios Lukas. Normalmente estaba rodeado de una muralla y tenía un portal cubierto, provisto a veces de bancos. Pasado el portal, se hallaba el visitante en un gran patio abierto. En el centro se alzaba la iglesia principal --katholikon-, visible desde todas partes. A lo largo del muro se alineaban almacenes, establos y talleres, al igual que los recintos destinados a habitación. Las celdas de los monjes eran de un piso y rectangulares, pero con frecuencia se construían de dos, tres o cuatro plantas; era entonces cuando tenían acceso desde galerías abiertas. Uno de los lados del rectángulo, frecuentemente el opuesto a la iglesia, estaba ocupado por el refectorio y la cocina. Estos recintos, junto a los destinados a hornos, albergues para huéspedes, baño... traducen la imagen del monasterio como una ciudad autónoma en miniatura.
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La historiografía del mundo oriental tiende hoy a considerar no tanto las fases tradicionales de perfeccionamiento técnico como neolítico, calcolítico y, además, cuanto el mucho más significativo fenómeno de la formación de las concentraciones urbanas a partir de las primeras aldeas. Como es lógico, en tal proceso se manifiesta una extraordinaria coincidencia de factores muy distintos, complejos e interdependientes, entre los que podemos contar el arte o, mejor, la organización del sentimiento artístico y su cultivo por verdaderos especialistas que pusieron entonces las bases aún elementales de un arte verdadero. Ciertamente y como señala J. G. Macqueen, una aldea agrícola no tenía por qué llegar a convertirse en una ciudad, pero de su misma formación resultaba una demanda de materiales que los entonces pueblerinos -perdida ya la habilidad y el olfato de los cazadores errantes- sólo podían obtener por la vía de los intercambios. Y sin que nos excedamos en la consideración trascendente del comercio, el de la obsidiana anatólica en concreto se convirtió en una fuente inesperada de vitalidad cultural y social. Cuando en el año 1961 comenzaron los trabajos de excavación en Çatalhöyük, una gran loma de unos 250 por 450 metros que se levantaba en la llanura de Konya, a unos 52 km al sureste de la ciudad del mismo nombre, James Mellaart estaba lejos de adivinar que bajo sus pies yacía uno de los más grandes y curiosos pueblos de agricultores de todo el Oriente. Allí, entre los años 7000 y 5600 a. C., sus habitantes dieron vida a una precoz formación preurbana que basaba su economía en la agricultura, la ganadería, el comercio y la manufactura de la obsidiana recogida en los volcanes de Hasan Dag y Karaca Dag. Dada la enorme cantidad de obsidiana hallada en el caserío, tanto en bruto como trabajada, J. Mellaart propuso la existencia de un verdadero monopolio del comercio de la obsidiana sobre toda la demanda existente en la Anatolia del Oeste, Sirio-Palestina y Chipre. A cambio se habrían recibido quizás los productos exóticos encontrados en Çatal: conchas marinas, sílex sirio, alabastro y mármol. Pero además de alentar tan singular y despierta economía, la densidad humana que habitaba las 12,50 hectáreas aproximadamente edificadas del pueblo darían vida a uno de los más curiosos conjuntos artísticos. La arquitectura de Çatal, levantada en madera, tapial y adobe moldeado, formaba un caserío apretado y característico -también descubierto no hace mucho en Buqras, junto al Eúfrates Medio-, sin calles entre sí, al que se entraba por los accesos abiertos en las terrazas planas de las viviendas cuya distinta altura permitía una iluminación del sótano por los ventanucos abiertos en la parte más alta de los muros. Las casas, de planta estereotipada y constituidas por una gran sala y anejos que servían de despensa y almacén, utilizaban ciertos patios colectivos para la eliminación de residuos e inmundicias. En el interior de las viviendas, los habitantes se sentaban, trabajaban y dormían sobre estrados y bancos de obra muy peculiares, bajo los que al final de sus días recibían también sepultura. Y cerca, entre el caserío, los que J. Mellaart llamó santuarios -vistos hoy como capillas domésticas-, cerca de 40 espacios distribuidos en nueve niveles arqueológicos aunque con semejante planta y estructura, donde encontramos las primeras pinturas y esculturas dignas de tal nombre. Los muros de los santuarios o capillas de Çatal se cubrieron con pinturas trazadas sobre una suerte de grosera imprimación -un revoco de barro con desgrasante vegetal-, utilizando distintos colores y en especial el rojo, un cierto rosado, el marrón pardusco y los inevitables blanco y negro. Con ellos se representaron temas muy distintos, desde el ya famoso y supuesto paisaje urbano de Çatal con la erupción del volcán cercano al fondo, hasta motivos geométricos, simbólicos -y entre ellos círculos variados, estrellas, flores- o figurativos como pájaros diversos, unos grandes buitres planeando sobre sus víctimas humanas, leopardos, jabalíes, leones, osos, manos humanas, ciervos, uno de los asuntos más propiamente anatólico y que, como destaca P. Crepon en su estudio sobre la cuestión, inicia aquí su aparición en el arte de la península. En el mundo de las creencias de Çatal, el ciervo figura casi siempre relacionado con la caza, pero su papel, aunque importante, debía ser inferior al del toro. Son célebres los cráneos de bóvidos encontrados en los muros y bancos de los recintos religiosos, a los que con arcilla pintada o yeso se intentó reintegrar el aspecto perdido del animal en vida, de forma semejante a lo realizado en Jericó sobre cráneos humanos. No menos sorpresa causan las figuritas de una supuesta diosa madre realizadas en arcilla cocida -pintada a veces-, mármol u otras piedras. Sus formas opulentas, de franca esteatopigia, simbólica probablemente y no clínica, hablan de fecundidad, de ideas y valores que hoy se nos escapan. Resulta impresionante la pequeña figurita en arcilla cocida de una diosa madre entronizada y asistida por dos felinos, que como brazos de su trono, permanecen expectantes a ambos lados. Entre las ofrendas de las tumbas y en los restos de las casas de Çatal se encontraron muchos objetos prácticos o de adorno. Casi todos hablan del perfecto conocimiento de los materiales y el buen oficio de los artesanos del poblado. Así, los pequeños espejos (?) de obsidiana perfectamente pulida y, entre muchos más, un cuchillo de sílex hallado en el ajuar de una tumba masculina cuya hoja finísima y, sobre todo, su mango de hueso tallado, constituyen la primera representación artística conocida de una serpiente entrelazada, un tema que tendría una excepcional acogida en las artes decorativas de Oriente Próximo. Los vericuetos de la fortuna habían hecho que, pocos años antes de sus trabajos en Çatalhöyük, James Mellaart descubriera junto a la aldea de Hacilar, al suroeste de Anatolia, una de las poblaciones calcolíticas más evolucionadas. Los sondeos realizados en un suave tell cercano al arroyuelo que moría en el lago Burdur, entre los años 1957 y 1960, proporcionaron una amplia estratigrafía de 11 niveles. Y en esta sucesión, especialmente en las etapas VI, II AB y I, encontraron las raíces de las constantes más típicas del arte anatólico. Las casas del neolítico tardío de Hacilar -nivel VI- son mejores y más atípicas que las de Çatal, habiéndose levantado además con los materiales y técnicas que serían siempre típicos de la región: piedra para los cimientos y/o partes bajas de los muros, adobes y madera como soporte independiente o entramado. Y en su nuevo trazado urbano, las callejuelas desterraron ya definitivamente el amontonamiento anterior. Pero los grandes avances se operarían después, porque en el Hacilar II de en torno al 5400-5250 -esto es, contemporáneamente al célebre Tell es-Sawwan del lejano Tigris Medio iraquí-, se daría cuerpo a un verdadero recinto urbano fortificado, de unos 36 por 57 m, dotado con una muralla de adobe de casi 3 m de anchura que encerraba edificios distintos como graneros, santuarios, talleres y espacios abiertos semejantes a plazas, todo lo cual constituía probablemente la ciudadela del poblado, un rasgo bien conocido de la cultura anatolia desde entonces hasta la época luvio-aramea. Así, hemos de ver la compleja muralla del último período de Hacilar, que con sus casi 4 m de espesor y sus espacios adosados se relaciona, en forma y función, con la ciudadela de Mersin, más de 1000 años posterior (4000-3700 a. C.). Sin embargo, para nuestra historia del arte, las creaciones pequeñas de las gentes de Hacilar revisten mayor interés, como las figuritas femeninas del nivel VI, herederas manifiestas de las tempranas neolíticas aunque más vivaces y esbeltas, en cuyas posturas y anatomía se percibe, según J. Mellaart, tanto la mano de auténticos artistas como la primera y atenta observación de modelos que permiten traducir ahora incluso sentimientos evidentes de ternura o deseo. Pero acaso esté en su producción cerámica, la principal creación estética del lugar. En ella, al menos desde el nivel VI hasta su fin, encontramos presentes ya otros tres de los rasgos peculiares de la cultura anatolia: el amor por la decoración pintada, por los brillantes monocromos cuidadosamente pulimentados y, en fin, por la inusitada producción de recipientes teriomorfos. Con raras excepciones, las culturas anatolias de las épocas hatti, hitita, luvio-aramea o frigia se manifestarían devotas de las tres técnicas, y cualquiera que considere la media de la producción cerámica sirio-mesopotámica, entenderá tanto lo acusado de un claro, notable y constante hilo estético subyacente en la masa profunda de sus pueblos. Las brillantes cerámicas rojas o marrón suave pulimentadas, porcentualmente dominantes y características del avanzado neolítico del nivel VI, se irían retirando poco a poco ante las pintadas en rojo sobre fondo cremoso de los niveles posteriores, pero nunca dejarían totalmente de existir, mejorando paulatinamente la calidad de su pasta y tratamiento. No obstante, la decoración pintada y sus modos -ordenados por J. Mellaart en lineal (nivel VI) o sofisticado (nivel I), los estilos textil, geométricos, enérgetico y fantástico (niveles V al II A-B)-, permiten las primeras reflexiones sobre estilo, inspiración y mimesis de la naturaleza, además de constituir la marca más conocida de la cultura de Hacilar. Decía Alois Riegl que debería rechazarse el concepto de primitividad aplicado a la ornamentación geométrica y sustituirlo, más bien, por la consideración de su evidente refinamiento. Porque, como más adelante escribiera el historiador austriaco, muchos arqueólogos se esfuerzan en buscar algo que excluya la posible y sencilla existencia de la intervención artística consciente. De ahí la enfatización del tejido o la cestería -y J. Mellaart también lo hace-, como fuentes probables de inspiración. Mas, con toda certeza, la espiral, el círculo o la ondulada no se deducen de uno u otra. En la cerámica pintada de Hacilar se encuentran muchas corrientes, muchas procedencias y, como sugiere el estilo fantástico de los niveles V-II A-B, la idealización del modelo no es un rasgo de ingenuidad, sino de sabiduría y predisposición natural. Consideración aparte merecen los recipientes teriomorfos y antropomorfos. Los primeros, de sorprendente realismo en el nivel VI -como el célebre cervato echado-, los segundos, especialmente en el nuevo conjunto estilístico del nivel I, cuya cerámica de pintura lineal rojiza sobre tonos crema, por su empleo de distintas pastas, engobes y técnicas que, aun manteniendo algunos lazos con el pasado, resulta ya de un horizonte nuevo. Naturalmente, Hacilar no fue una excepción. Aunque tras su destrucción violenta en torno al 5000 no volviera a ocuparse, en otros lugares ligera o ampliamente posteriores como en Canhasan (hacia 4700) y Mersin (4000-3700), reencontramos la evolución y el refinamiento progresivo del arte de los primeros pueblos y aldeas.
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El hundimiento del Califato en el año 1031 provocará el disgregamiento del territorio de al-Andalus en una serie de reinos independientes, denominados Taifas. Cada uno de estos reinos competirá con sus vecinos en la promoción del arte y el conocimiento, por lo que se trata de un periodo de gran desarrollo cultural. La taifa de los Beni Hud de Zaragoza nos ha dejado el maravilloso Palacio de la Aljafería. En los restos conservados podemos admirar la riqueza decorativa alcanzada y el empleo de materiales fáciles de modelar, como el alabastro y el yeso. La delicada situación política y las continuas tensiones entre los reinos conducirán a la construcción de un amplio número de castillos y fortalezas, reforzándose las levantadas en tiempos anteriores. Buenos ejemplos de ello son las alcazabas de Málaga y Almería. La presión de los reinos cristianos del norte será la causa de la entrada en tierras andalusíes de tropas procedentes del norte de Africa. Los almorávides en los años finales del siglo XI formarán un gran imperio, que desde Marruecos alcanza los territorios de al-Andalus. A mediados del siglo XII un nuevo imperio vuelve a ocupar las tierras andalusíes. Se trata de los almohades, que tendrán en Sevilla su capital. Los almohades, grandes constructores, serán los artífices de la construcción de la Giralda. El alminar de la mezquita aljama sevillana alcanza los 94 metros de altura, con balcones y ventanas en los cuatro frentes. La decoración de los muros hasta la mitad de la altura presenta tres paños verticales con la típica red de rombos. Otra construcción característica del imperio almohade es la llamada Torre del Oro, una torre albarrana que formaba parte de las defensas de los alcázares y el puerto. Los almohades también restauraron los antiguos alcázares taifas para convertirlos en una ciudadela cortesana y militar. De esta época se conserva el Patio del Yeso. La decoración de las arquerías de la fachada es similar a la de la Giralda. Posteriormente los reyes cristianos continuaron la labor edilicia en este lugar, pero siguieron el estilo arquitectónico y decorativo, una muestra más de la superioridad cultural andalusí. La victoria de los reinos cristianos en la batalla de las Navas de Tolosa abrirá el valle del Guadalquivir a las tropas castellanas. A lo largo del siglo XIII caerán en sus manos las principales ciudades, resistiendo tan sólo el reino nazarí de Granada, hasta que en 1492 pase a formar parte del reino de Castilla. El arte nazarí supone el punto final en el desarrollo del arte islámico en la Península Ibérica. Su joya indiscutible es La Alhambra, una ciudad palatina amurallada en la que podemos distinguir varios recintos. En la cota más elevada de la colina se emplaza la Alcazaba, la zona amurallada que era la residencia de la guardia de élite del sultán. Del conjunto de palacios nazaríes, independientes originariamente entre sí, destacan varias zonas. El palacio de Comares fue mandado construir por Yusuf I y se estructura en torno a un patio con una alberca, a la que asoma la torre de Comares, donde se encontraba la sala del trono. En tiempos de Muhammad V se construye el Palacio de los Leones, estructurado en torno a un patio porticado, en cuyo centro se halla la fuente que le da nombre. En cada uno de sus cuatro lados se abren estancias. La historia, poblada de leyendas y embrujos, ha convertido a la Alhambra en un fetiche del turismo mundial, visitado cada año por más de dos millones de personas. Frente a la Alhambra se alza el Generalife, una finca de recreo próxima a la sede de la corte. Muhammad II fue el responsable de su construcción. El patio de la Acequia, de planta rectangular alargada y atravesado por la acequia que le da nombre, es su principal atractivo. Actividad de carácter ritual, la higiene del cuerpo es considerada por los musulmanes un acto de purificación religiosa. Sin embargo, el baño era también un lugar de reunión, de descanso y de relación. De ahí la proliferación de baños o hamman. En Granada se conserva el hamman Al-Ywawza o baño del nogal, también conocido como El Bañuelo, construido en la primera mitad del siglo XI. Si bien la dominación musulmana de la Península acabó en 1492, la herencia andalusí ha perdurado hasta nuestros días. Podemos verla en el paisaje, el patrimonio artístico, las tradiciones, el folklore, la gastronomía o la artesanía, siendo éste uno de los periodos más brillantes de nuestro pasado.
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Nueva Irlanda es una de las islas melanesias con formas artísticas más originales. Las famosas máscaras malaggan se asocian inmediatamente con esta isla. El término neo-melanesio malanggan, malaggan o malagan es confuso hasta en su ortografía. Se refiere a toda una serie de complejas ceremonias funerarias, características de algunas sociedades de Nueva Irlanda, pero también a todos los objetos relacionados con estas ceremonias: máscaras, postes funerarios, frisos de las casas ceremoniales, etc. Los especialistas encuentran dificultades para ponerse de acuerdo, porque la cultura tradicional se ha perdido, y su significado resulta hoy confuso y contradictorio, lo cual resulta frustrante para la lógica del pensamiento occidental. Para el occidental el estilo malaggan resulta fuerte y turbador. Antiguamente se decía que sus máscaras eran producto de pesadillas febriles, de mentes esquizofrénicas o del pozo insondable del inconsciente. Aunque hoy se desechen interpretaciones tan pueriles, lo cierto es que la sofisticación de sus objetos desafía cualquier interpretación. En la actualidad, sólo es posible obtener una información fragmentaria: qué clase de serpiente se representa mediante bandas alternadas, blancas y negras, etc. Pero su particular significado o su conexión con otros elementos de un determinado diseño resulta oscuro. Por otra parte, cuando se acaba la ceremonia para la cual se ha tallado una obra determinada, el contexto de ésta desaparece, y resulta extraordinariamente difícil reconstruir su significado particular. Sin embargo, sí pueden identificarse temas y motivos recurrentes. El número de especies de animales objeto de su escultura es limitado. Predominan las serpientes, las aves y los peces, que hacen referencia a los elementos de la Naturaleza, tierra, aire y agua; de vez en cuando aparece algún jabalí, pero el resto de la fauna de la isla brilla por su ausencia. Estas figuras también codifican importantes aspectos de su estructura social, que está dividida en dos grupos, generalmente designados como el del halcón y el del águila. Cada grupo se subdivide en clanes, asociados a animales totémicos, que son, precisamente, los más representados. Son frecuentes los temas del pájaro y la serpiente luchando, o del pez que se traga un pájaro o un ser humano; a veces, a modo de proceso de transformación de las formas, las grandes aletas dorsales de un pez recuerdan las alas de un pájaro, o aparece un pájaro con cabeza de pez; o con cabeza, orejas, manos y pies humanos.
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Palestina, nombre derivado de "peleset" o "pelishtim" (Filistea, filisteos) se aplicó en la Antigüedad a la tierra comprendida entre Egipto y Fenicia y entre el mar Mediterráneo y el desierto sirio-arábigo. Esta circunstancia de ser una región puente, y por lo tanto de paso obligado, determinó no sólo el tipo de vida de las gentes que la ocuparon (cananeos, amorreos, hebreos, filisteos), sino también el de su cultura y civilización, marcada sobre todo por las influencias siria, egea y egipcia primero, y helenística y romana después. La Arqueología de Palestina pudo desarrollarse realmente a partir de 1838, gracias a los trabajos de campo del teólogo americano E. Robinson y de su discípulo E. Smith y a las primeras prospecciones y excavaciones de F. de Saulcy (1850-1863). Más tarde, en 1890, con F. Petrie, un inglés que había trabajado en Egipto, la arqueología palestina progresó espectacularmente, obteniéndose a partir de entonces cada vez mejores logros (trabajos del dominico francés L. H. Vincent y otros eruditos). Tras la Primera Guerra Mundial se inició, de hecho, la edad de oro de la arqueología en Tierra Santa, gracias a los estudios, entre otros, del británico J. Garstang, del norteamericano W. F. Albright y del alemán H. Steckewe. La segunda gran guerra colapsó los trabajos arqueológicos de campo, pero aquellos difíciles años y los subsiguientes se dedicaron a la publicación de variados informes y trabajos de conjunto. A partir de 1950 R. de Vaux, K. M. Kenyon, J. B. Pritchard, Y. Yadin y otros grandes científicos prosiguen en Israel y en Jordania la labor de excavaciones y estudios. Son todavía escasos los conocimientos que se poseen de la Prehistoria de Canaán, la tierra prometida a los israelitas por Yahweh, según la Biblia. Huellas de ocupación las hay en zonas del mar Muerto, de Galilea y del sur del Carmelo, lo mismo que poblados neolíticos sedentarios en Jericó -la ciudad más antigua del mundo, según la Arqueología-, en Teleilat Gasul y otros puntos. Los habitantes del III milenio no llegaron a constituir ninguna unidad ni étnica ni política, distribuyéndose en variados y pequeños Estados, temerosos de la potencia egipcia, aunque a finales de tal milenio hubieron de sucumbir ante los cananeos y luego los amorreos, quienes hicieron suya la cultura del Bronce Antiguo. Hacia el siglo XIX a. C. arribaron a sus tierras los hebreos, dirigidos por Abraham, quienes por diferentes causas luego pasaron a Egipto, aprovechando la emigración de los hicsos. Tras la salida de Moisés de Egipto (Éxodo), en la segunda mitad del siglo XIII a. C., los hebreos, agrupados en anfictionías, conquistaron Canaán poco a poco; a ellos seguirían los filisteos, una rama de los Pueblos del Mar, que lograron asentarse en las costas del sur. La conquista del país por estos dos pueblos supuso el fin de la historia cananea de Palestina. Durante una serie de años, los hebreos dirigidos por sus Jueces pudieron ir haciéndose con el control de las tierras y, finalmente, con la aparición de la monarquía (Saúl, David, Salomón) lograron crear un poderoso reino. Sin embargo, la falta de unidad entre sus diferentes tribus, provocó la ruptura política, escindiéndose el país en dos reinos minúsculos: Israel, al norte, que acabó siendo destruido por los asirios en el año 722 a. C., y Judá, al sur, que cayó ante los neobabilonios en el 587 a. C. Después de unos años de cautividad (586-538 a. C.), los judíos -nombre aplicado ya a los habitantes de Israel y Judá- regresaron a Palestina, aunque políticamente continuaron dependiendo de la potencia persa. Luego, sometido el país por Alejandro Magno, los asmoneos (Matatías y Judas Macabeo) se sublevaron en el 168 a. C. contra el dominio seléucida, de quienes al fin se logró cierta autonomía. Sin embargo, en el 63 a. C. Roma hizo de Palestina un Estado vasallo, nombrando en el 39 a Herodes el Grande como Rey de los judíos.
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Pedro de Mena (1628-1688) aporta a la escuela granadina unas cualidades distintas a las de Cano, con quien colaboró tras su llegada a la ciudad en 1652. En ese momento Mena ya estaba formado como escultor. Había aprendido con su padre, en la influencia del lenguaje realista y expresivo de la escuela sevillana. No obstante, el conocimiento del arte de Cano se reflejó en algunos de sus modelos o trabajos puntuales, pero no se interesó por la elegante serenidad de este maestro, sino que por el contrario, concibió sus figuras con un penetrante ascetismo, de gran intensidad realista y apasionadas expresiones de concentración interior.Su producción está integrada casi en su totalidad por imágenes aisladas, con las que definió una iconografía devocional de gran éxito, lo que motivó la frecuente repetición de muchos de sus tipos, creando así auténticas series. En este capítulo destacan los San Antonio y el Niño, San Diego de Alcalá, San Pedro de Alcántara, San Francisco de Asís, San José y el Niño, Inmaculadas, santos jesuitas, etc. Eran obras destinadas a cumplir la función esencial de la imaginería barroca, la comunicación con el fiel, para lo que Mena utilizó los recursos del efectismo naturalista propios de la época. No obstante, consigue transformar lo concreto en sobrenatural, merced a la emoción espiritual que plasma en los rostros.Estas cualidades de su estilo aparecen magníficamente expresadas en la pequeña imagen de San Francisco (h. 1663), que le valió el título de escultor de la catedral toledana, donde hoy se conserva, durante su corta estancia en la corte (1662-1663). Representado de pie, rígido y con semblante ascético, basa su iconografía en el hallazgo de la momia del santo en Asís durante el papado de Nicolás V, inspiración ya utilizada anteriormente por Gregorio Fernández. Sin embargo, fue Mena quien popularizó este tema, con el que obtuvo gran éxito y uno de los ejemplos cumbres de la plástica española.Dentro de su producción destaca por su carácter extraordinario, tanto en la calidad como en la habitual dedicación de este artista, la sillería de la catedral de Málaga. A esta ciudad se trasladó en 1658 para realizar cuarenta tableros para este conjunto, que estaba ya iniciado. La variedad de tipos y composiciones, con imágenes casi de bulto redondo en muchos casos, confiere una riqueza plástica excepcional a esta obra, en la que se advierte la influencia de Cano, pero también su personal hacer realista y emotivo.La ejecución de la sillería le proporcionó la fama que le llevó a la corte. En ella permaneció poco tiempo, visitando también Toledo. En Madrid los jesuitas le encargaron una María Magdalena para su Casa Profesa (Museo Nacional de Escultura, Valladolid), que terminó en 1664 después de retornar a Málaga. Esta imagen, al parecer con antecedentes castellanos, está representada de pie como es habitual en él, y contemplando con arrobo místico la cruz que sostiene con una de sus manos. Destaca el virtuosismo de la talla, con el que consigue magníficos efectos realistas en el tratamiento de las calidades.En Málaga permaneció hasta el final de su vida, incorporando a sus últimos trabajos el interés por el movimiento propio de la época. A estos años pertenece una de sus tipologías más logradas, los bustos cortados del Ecce Homo y la Dolorosa, con manos ó sin manos, concebidos para ser contemplados de cerca, intensificando así su carácter devocional (Descalzas Reales de Madrid, 1673).