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La estatua del Arringatore (Orador) fue fundida en siete piezas de bronce, por separado, como también se hacía en Grecia. El personaje viste a la romana la túnica, la toga exigua y los calcei (botas) de un patricio. Lleva en el borde inferior de la toga una inscripción en tres líneas y en etrusco, no del todo comprensible, pero de la que se desprende que la estatua de Aulus Metelius fue erigida por acuerdo público, probablemente en Perusa. Como esta ciudad adquirió la ciudadanía romana en el año 88 a. C., la estatua, con su dedicatoria etrusca, ha de ser anterior a esa fecha y de un taller local aunque el homenajeado fuese un romano de una ilustre familia, que aún entonces gozaba de la popularidad de la Era de los Metelos (como antes había habido otra de los Escipiones).
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Corazón de la pujanza económica y militar de Venecia, el Arsenal ocupaba una amplia zona del nordeste de la ciudad. En sus astilleros se llegaron a construir en 1570 más de cien galeras en tan sólo dos meses. La creación del Arsenal se remonta al siglo XII y en él se concentraban los talleres de construcción y reparación de barcos y la fabricación de armas y de instrumentos de navegación, llegando a ocupar a 16.000 trabajadores. El dux Pasquale Malipiero será el promotor de la construcción de este acceso, encargado a Antonio Gambello. Se trata de una suerte de arco de triunfo dedicado a la gloria marítima de la Serenísima República, levantado tomando como modelo los arcos antiguos. Las dobles columnas sostienen un amplio arquitrabe coronado por el león de san Marcos, símbolo de la ciudad. Se trata de una escultura griega arcaica del siglo VI a.C. procedente de la isla de Delos -llegada gracias a la conquista de Corfu en 1716-, a la que se le ha añadido la cabeza. Esta portada se considera, pues, uno de los primeros elementos renacentistas de Venecia. Se flanquea con cuatro leones, guardianes simbólicos. Los dos más cercanos a ella formaban parte de un botín obtenido por Francesco Morosini en el año 1687.
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Para evitar el espionaje y los atentados se rodeó el Arsenal veneciano de una potente muralla en la que se encuentran las torres de vigía, que servían para controlar el acceso desde el Canal de San Marcos.
monumento
En el Arsenal veneciano, desde la Edad Media, no sólo se construían buques de guerra, sino también barcos mercantes. Con la amenazante invasión turca, en 1570 se construyeron en el Arsenal cien galeras en tan solo un par de meses llegando así a unas cotas de productividad impensables en la Europa preindustrial. Dante, ya en el siglo XIII, comparó la frenética actividad del Arsenal, el ruido y el calor con el infierno. El Arsenal estaba rodeado por una alta muralla de piedra para evitar así atentados y la infiltración de espías. La entrada por tierra situada en la parte que da al canal está vigilada por altas torres levantadas en 1574. La mayoría de los edificios que se observan por detrás de estas torres fueron construidos entre los siglos XVI y XVII, a pesar de que su aspecto nos recuerde a una zona industrial más típica del siglo XIX. La portada de acceso la construyó Antonio Gambello en 1460.
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Voltaire había sentenciado que el Sacro Imperio Romano había dejado de ser romano, sacro e imperio. En efecto, una multitud de unidades políticas, con las más variadas situaciones de religión y estructura de gobierno, estaban unidas por poco más que una lengua común, una nominal sumisión al Emperador electo y un pasado lleno de guerras asoladoras.Tras la devastadora Guerra de los Treinta Años (1618-48) se había conseguido cierta estabilidad. El Emperador vio limitado su poder, la religión ya no fue motivo de enfrentamientos generalizados y desde Brandeburgo-Prusia comenzó una lenta, pero continua, actuación de engrandecimiento territorial y creación de una unidad estatal moderna.El territorio, muestra de un pasado feudal todavía presente, llega en el siglo XVIII a la máxima compartimentación. El norte está dominado por la monarquía prusiana. Existente desde 1701 cuando Federico I se coronó rey de Prusia, zona oriental, geográficamente polaca, situada fuera de los límites del Imperio, pero que tenía, no obstante, su centro en Brandeburgo, e importantes enclaves en el noroeste. Su capital, Berlín, con 100.000 habitantes ya era la más grande ciudad alemana. País de mayoría luterana contaba con importantes minorías calvinistas en el oeste y católica, numerosa tras la anexión de Silesia. Los reyes prusianos, siguiendo la norma bastante generalizada en el mundo alemán del XVIII serán exquisitamente tolerantes.Los más importantes Estados laicos, tras el prusiano estaban situados en el centro (Sajonia), sur (Baviera) y oeste del imperio (Palatinado y Hannover). Están dominados por familias que buscan acrecentar su poder por vías diplomática y dinástica, a la vez que dominan en lo posible los Estados eclesiásticos por medio de seculares privilegios de prelación en los nombramientos. Sus energías se dedican más a buscar el prestigio internacional y el esplendor de su corte, que el desarrollo del territorio. Liberados del control del Emperador, participan en la vida diplomática en donde se alían con las potencias europeas al compás de su amistad o enemistad con Prusia o Austria.Pero sobre todo miran a Francia y el esplendor de Versalles, que intentan imitar. Sus gastos son los palacios, las fiestas, los espectáculos musicales, y sólo los subsidios que reciben de las grandes potencias, Inglaterra o Francia, permiten su vida fastuosa. Munich o Dresde, las sedes de las cortes bávara y sajona, intentan ser reflejo de París.Su labor modernizadora, en cambio, chocará con las Dietas, que defendían los privilegios de la nobleza y con las corporaciones urbanas, también conservadoras de sus privilegios y sólo en la segunda mitad del siglo existieron ejemplo de gobernantes ilustrados que intentaron modernizar su país en algo más que la utilización de modas imitadoras de París.Parecida situación a la de estos Estados laicos es la de un grupo menos numeroso de Estados eclesiásticos. Los arzobispados de Colonia, Maguncia y Tréveris, cuyos arzobispos tienen voto en la elección del Emperador, así como un mayor número de obispados diseminados fundamentalmente por el centro y oeste de Alemania. En ellos cada obispo o arzobispo se sentía tan Landsvater (padre de la patria) como cualquier gobernante dinástico. De hecho, los cargos estaban monopolizados por las dinastías de los principales Estados laicos, como los Habsburgo o los Wittelsbach de Baviera que dominaban un grupo de obispados del noroeste, entre ellos Colonia, o la poderosa familia Schönbom que controlaba Maguncia, Wurzburgo o Bamberg en el centro.Difícilmente en estos Estados se llevarán a cabo gobiernos modernizados. Los cabildos de canónigos, tan poderosos como el Obispo por ser también ellos súbditos directos del Emperador, son organismos contrarios a cualquier innovación ilustrada.No obstante esta parcelación, nace cada vez más una idea de un mundo más unido. El particularismo se ciñe al ámbito político y, en menor medida, al religioso. La expulsión de minorías, como la de los protestantes del arzobispado de Salzburgo, en la frontera con Baviera, país enraizado en el catolicismo, es excepcional. Es habitual en cambio la tolerancia de los gobernantes, que se hace extrema en el caso de los reyes prusianos que aceptan, para paliar su escasez demográfica, desde hugonotes franceses hasta jesuitas suprimidos.La nobleza y, sobre todo, los intelectuales, viajan por toda Alemania ofreciendo sus servicios o son solicitados por las múltiples pequeñas cortes que buscan, cómo no, aumentar su prestigio. Es el caso de Leibniz, nacido en Leipzig, en Sajonia, que trabajó para el elector de Maguncia, para el elector de Hannover e, incluso, para los Hohenzollem de Berlín, en donde participó en la creación de su Universidad. O el de Goethe, natural de Frankfurt, estudiante en Leipzig y Estrasburgo y reclamado por el gran Duque de Weimar para tenerlo como consejero.Además, la época es relativamente tranquila para Alemania. Las guerras que dominaron el siglo anterior disminuyen e incluso desaparecen del suelo alemán hasta mediados del siglo cuando con la cuestión de Silesia comienzan las continúas guerras prusianas. A pesar de la no recuperación económica generalizada, salvo en Prusia, es en la primera mitad del siglo en la que se concentra la mayor actividad constructiva de las cortes alemanas.En todas ellas, escasas en poder político y económico, el ejemplo del Rey Sol y sus palacios son, más que una moda, el ideal a imitar. Galomanía o fascinación por Versalles que hace importar institutrices y preceptores lo mismo que artistas. No ajenas a la tendencia imitadora están, sin duda, las continuas solicitudes de subsidios, reclamados por fidelidades diplomáticas, que irán a cubrir los agujeros presupuestarios originados por las pretenciosas construcciones principescas.La visita a Francia es norma general para los hijos de la aristocracia. De Francia se regresa con las ideas, los planos y hasta los arquitectos para la construcción del nuevo palacio a la francesa.El francés es no sólo el idioma diplomático para la correspondencia oficial, sino que se utiliza por la aristocracia también coloquialmente. En un país con escasa tradición literaria, el alemán es considerado habla ruda, sin formar. Leibniz, lo mismo que Federico II publicarán sus obras en francés y cuando el rey utiliza el alemán, sus escritos serán difícilmente legibles.La actuación ilustrada no se generalizó en todos los puntos de Alemania. Tras la guerra de los Siete Años se vislumbra una tendencia a despegarse de lo francés y a valorar lo alemán. Pronto Goethe será el intelectual más afamado. Sólo las pequeñas cortes conservadoras seguirán buscando el modelo francés.
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Siempre es notoria la relación entre arte y política y, más aún, con las tendencias ideológicas, con el ordenamiento teórico y, también, con las tendencias de la realidad -no siempre coincidentes con esa teoría- y que también acaban por asomar, de una manera u otra, en la expresión artística. Esta situación general se precisa, durante la época almohade, en una evidente simplificación estética, búsqueda de líneas puras y gusto por espacios vacíos, tan notable todo ello frente al barroquismo y exuberancia propios del arte inmediatamente anterior del período almorávide; asimismo, se caracteriza el arte almohade por su querencia de monumentalidad, sobre todo en la construcción de grandes mezquitas y alminares. Todas estas características artísticas reflejan, por un lado, el reformismo puritano y la austeridad predicadas por la doctrina almohade, y, por otro, su pujanza imperial, basada tanto en la fuerza de su fe como en su poderío político.Tuvieron a gala los almohades, concordando con su rigor doctrina, manifestar su "sencillez" magrebí en todo lo material como contraste de su alabada grandeza espiritual, y de la grandeza del Imperio que consiguieron luego. Las fuentes alaban tal austeridad por su dimensión religiosa; así los cronistas refieren cómo las gentes de Fez, para manifestar su acatamiento de la doctrina almohade, tuvieron que cubrir con yeso ricos adornos de la mezquita del Qarawiyyin cuando el primer califa almohade Abd al-Mumin iba a ocupar la ciudad, en 1145, dejándola así con grandes espacios blancos, depurada de su polícroma y abigarrada ornamentación almorávide.Ibn al-Jatib se hace eco de la aureola del ascetismo inicial almohade y subraya dicha dimensión comparativa, al contar su viaje por el sur del Magreb, en el mes de mayo de 1360, cuando rindió visita a Tinmal, y cuenta su paso por "la mezquita de su Iman al-Mahdi (Ibn Tumart) y la casa en que vivió, los restos de su madrasa... Todo indicaba afán de no brillar, de recogimiento y desprecio de aparato, pareciéndose a colmenas de abejas, hormigueros o nidos de pobres pajarillos. Admiramos la clave de aquel pequeño círculo perseguido (que fueron los primeros almohades), ¡cómo llegaron a poseer alcázares magníficos! ¿Cuáles fueron tales claves, que ciertamente aplastaron a la fuerte coalición (de sus enemigos)? ¡y el almimbar de aquella mezquita ¿cómo se conformó tan mínimo, con cualquier recubrimiento, prescindiendo de la obra de remate de otros almimbares que llevan áloe y sándalo en color alternando, más ébano etiópico y marfil?" Así quedó tal austeridad original, presentada como propuesta religiosa, aunque sea también discernible su berberismo poco urbanizado como uno de los ingredientes iniciales del arte almohade.No incorporó el arte almohade nuevas estructuras ni nuevos elementos artísticos, pero, usando los ya existentes en el arte islámico occidental, les otorgó alguna nueva colocación o referencia y mayores dimensiones, además de prescindir de representaciones figurativas, a las cuales se oponen los almohades desde su estricta ortodoxia, restringiendo los adornos florales a un ataurique de hojas lisas, sin el juego de digitaciones y ojetes desarrollados por el arte almorávide; tal ataurique simple es el máximo que la abstracción almohade, en su expresión más neta, se permite, evitando la condenada figuración animada, por lo cual acentúa las combinaciones geométricas y recurre -sin horror al vacío- a austeros espacios desnudos, que pueden ser muy extensos en las paredes interiores.La aludida monumentalidad del arte almohade no está reñida con su gran proporcionalidad; al contrario, la ideal perfección espiritual que este movimiento predica se plasma en un armonioso ritmo de líneas, pleno de carencias al desarrollarse en amplios escenarios arquitectónicos, que ganan ritmo con el arco de herradura apuntado o agudo, y prescindiendo en general del de herradura circular de la arquitectura cordobesa y con larga vigencia. Usa también arcos lobulados o mixtilíneos, en las zonas más destacadas de la nave central y de las transversales.El pilar de ladrillo es el principal soporte, con trazado variado: cuadrado, en forma de T y cruciforme, aunque abunda el rectangular, en cuyos lados menores se adosan, como mero adorno, medias columnas de ladrillo rematadas con capiteles de yeso. Los mocárabes, en bóveda y frisos, se emplean con mayor frecuencia que en épocas anteriores.Los materiales del arte almohade son los mismos que venían utilizándose en el período inmediatamente anterior: ladrillo, argamasa, yeso y madera. Escasea la piedra, y dejan de labrarse en este material capiteles y columnas, tan abundantes en el arte omeya y cordobés, de los cuales varios se reaprovechan, como puede comprobarse en capiteles y columnas reutilizadas en la fachada de la Giralda y en el patio del Yeso del Alcázar de Sevilla. Muy vistoso es el adorno arquitectónico con cerámica.Resulta discutible la unidad del arte almohade entre sus manifestaciones del Magreb y de al-Andalus. Las variaciones advertibles entre la decoración sobria de las primeras mezquitas almohades, en su rigor inicial, contrastan con la rica decoración que aparece en algunas yeserías de al-Andalus, producidas cuando ya la pujanza doctrinal de los comienzos se había relajado. Más que una diferenciación geográfica entre lo almohade magrebí y lo almohade andalusí hay que separar dos etapas cronológicas: la inicial, austera (con significativas representaciones magrebíes conservadas, como las del primer reducto almohade de Tinmal) y la etapa posterior, que deja aflorar el recargamiento decorativo andalusí. Un observador tan perspicaz como el historiador Ibn Jaldun, un siglo y pico después de que terminara la dinastía almohade, reflexiona sobre la sencillez inicial de las dinastías magrebíes, con insistencia, en varios pasajes de su Mugaddima; por ejemplo, señala: "al llegar el poder de los almohades, la (poca) cultura sedentaria que tenían no permitía emplear los (habituales) títulos honoríficos ni distinguir funciones administrativas y denominarlas (como suele hacerse), sino tardíamente... Tal (sencillez) era propia de estos estados (magrebíes) en sus comienzos, cuando predominaba su rudeza beduina. Mas, cuando abrieron sus ojos a la política, miraron por su reino y completaron las marcas de la cultura sedentaria y las señales de lujo y fasto..."
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Desde finales del siglo VII y comienzos del siglo VI a. C. el artesanado griego, en general, se ve agitado por una fuerte sacudida que activa sus mentes y agiliza sus ideas. No es una explosión intelectual fulgurante como la de plena época clásica, sino algo tan sencillo como la curiosidad ante cuestiones relacionadas con la estática y el movimiento, con la posibilidad de sostener una construcción de piedra en lugar de una de madera y adobe, con la evolución de las formas. Si se piensa en las duras condiciones de vida y en la modestia de recursos técnicos de aquella época, hay que descubrirse ante el tesón y el ingenio derrochados, como también ante la capacidad para admitir y corregir errores. Pese al individualismo y el aislamiento entre talleres y escuelas, el artesanado arcaico tuvo conciencia de la necesidad de contribuir al esfuerzo común y ahí radica en buena parte la fuerza y la pujanza del arte de esta época. Arquitectura, escultura y cerámica verán aparecer nuevas formas y temas.
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La singularidad de la monarquía asturiana durante los siglos VIII y IX tiene una derivación artística que más que considerarse un estilo peculiar dentro de su época, ha de verse como el resultado preciso de unas iniciativas regias, que no tuvieron consolidación alguna y que enlazan sólo de forma accesoria con el arte visigodo anterior. El arte de la corte de Oviedo es plenamente personal, pero no por un aislamiento estricto respecto al resto de los países cristianos de su época, sino por la independencia y la libertad de los criterios con los que se sintetizaron determinadas ideas, y se pusieron al servicio de una forma peculiar de concebir la rehabilitación de la monarquía hispánica. Esta generación de un arte propio, en una cultura que pretendía ser la continuadora de la visigoda, se explica porque en ningún momento la recuperación de las tradiciones se considera una empresa de imitación arqueológica, sino una revitalización de los símbolos del pasado. El arte asturiano cuenta con los elementos visigodos que podían estar a su alcance, pero recurre con toda libertad a formas de origen latino, conservadas en la propia Italia o transmitidas por las cortes europeas, de las que hace su propia síntesis. Para hacer de Oviedo una nueva Toledo, que reprodujera todo el orden de los godos, según la expresión de las crónicas asturianas, se eligen formas arquitectónicas y temas ornamentales, que en gran parte habían sido olvidados o superados en época visigoda, y que corresponden a una adaptación peculiar de la arquitectura clásica. Este arte sólo era posible en una monarquía independiente, que actuaba como promotora exclusiva de edificios civiles y religiosos, pero no podía mantenerse en los siglos posteriores, en los que las iniciativas y las influencias son suficientes como para permitir la existencia de talleres y artífices independientes, y no meras asociaciones ocasionales para obras concretas.
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Cuando los españoles contemplaron los elevados templos construidos en Tenochtitlan por los aztecas, probablemente con mano de obra de los vencidos en sus conquistas, quedaron tan admirados que "teníamos que pellizcarnos los unos a los otros, por no ser que estuviéramos soñando", como dice Bernal Díaz. Pero lo que no supieron es que el arte que veían no era más que la culminación de un largo proceso que arrancaba de Teotihuacan, pasando por los toltecas. La plaza mayor era un conjunto impresionante, con el templo doble -según modelo tezcocano de Tenayuca- a Tláloc y Huitzilopochtli, con el tzompantli ("altar de las calaveras"), los templos de Ehecaltl (el Viento, identificado por Quetzalcóatl) y de Tezcatlipoca, el dios negro de la guerra y el calmecac o centro docente principal de los sacerdotes. Las residencias reales (en especial el palacio de Axayacalt, en el que los españoles hallaron su tesoro) eran suntuosas, con patios y terrazas y pavimentos de madera pulimentada, todo ello de cantería. En arquitectura no fueron, pues, originales, y sus juegos de pelota eran similares a los de los mayas del Yucatán en su estructura y construcción. Fuera de la capital construyeron también templos y tzompantin ("altares de calaveras"), como los de Tepozteco y Calixtlauaca. Sus templos, como los de todo el mundo mesoamericano, consistían en una "pirámide escalonada", que servía de basamento al verdadero templo, ante el cual se realizaban los sacrificios humanos. En la talla de la piedra fueron excelentes maestros, sin duda por influencia de los artesanos mixtecas, apareciendo simultáneamente dos tipos de esculturas y relieves: los de carácter religioso y los de libre inspiración. Entre los primeros figura la representación de deidades, como la impresionante Coatlicue (diosa de cabezas de serpiente y falda de culebras) o los relieves de la pirámide de Xochicalco. Entre los segundos hay obras de arte de gran valor estético como el "caballero águila" y el Xochipilli ("niño flor"). En las llamadas artes industriales destacaron muy especialmente, tanto en el trabajo de lapidarios (jades y turquesas) en bellas empuñaduras de cuchillos de sacrificio, de hoja de pedernal o de obsidiana, como en la plumería y la cerámica. Tocados de plumas -como el regalado por Motecuzoma a Carlos V, hoy en el Museo Imperial de Viena-, escudos para los desfiles de guerreros, de armónica combinación de colores, y vasijas de las más variadas formas: copas, sahumerios, vasos, trípodes, platos, con estilos diferenciados de Tlaltelolco y Tenochtitlan. No hay duda que tanto en la cerámica como en la orfebrería está presente la influencia artística de los mixtecas. La pintura fue un arte cultivado con originalidad por los aztecas, y se manifiesta en tres espacios: muros, cerámicas y libros. Pocos murales quedan (el friso de los guerreros en Malinalco) y la cerámica, aunque colorista y polícroma sin decoración, es de carácter geométrico. No pasa así con los códices, donde brilla, a la par que el arte, la inventiva de sus autores, lo que merece una mención más pormenorizada. Los mayas habían inventado lo que los aztecas llamaron, en su lengua, el amtl, que designa tanto al libro en sí como al material, que era un finísimo tejido de la fibra del maguey (agave americana de Linné) recubierto de una disolución adhesiva y cal, donde se pintaba con pincel. Estos libros se plegaban, al modo maya, como un biombo. Pero los aztecas habían sido un pueblo cazador y también usaron la piel de venado para sus "escrituras". Estos códices presentan, por el tema, cuatro tipos: a) topográficos o mapas, b) históricos, c) de calendario y ritos, y d) listas de tributos. Podríamos decir que no se leían, sino que las figuras en ellos representadas servían de guión para un recitado oral. El arte es convencional e ingenuo, pero no tosco. Si, por ejemplo, el hombre aparece esquematizado (apenas el cuerpo y la cabeza y una sugerencia de pies) se debe a que se estableció así. Se conservan bastantes de estos códices, muchos de ellos recogidos en el siglo XVIII por el benemérito mexicanista milanés Lorenzo Boturini.