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También en la última etapa de su vida El Greco pintó su famosa Vista de Toledo (Nueva York, Metropolitan Museum, hacia 1600), y la Vista y plano de Toledo (Toledo, Museo del Greco, hacia 1610-1614). El paisaje toledano no es sólo el protagonista de estos dos lienzos sino que también fue plasmado por el pintor con cierta frecuencia en los fondos de sus obras religiosas, quizá como testimonio de reconocimiento a la ciudad que le adoptó. En la primera Vista de Toledo, El Greco sitúa y representa los edificios con total libertad, interpretando el conjunto con un evidente sentido dramático al que contribuyen el tratamiento tempestuoso de los celajes y la calidad grisácea de la iluminación. La Vista y plano de Toledo, de mayores dimensiones que la anterior, presenta una visión más exacta, de la ciudad, de carácter topográfico, remarcada por el plano que sostiene el joven situado en el extremo izquierdo de la composición. En el ángulo opuesto, una figura con un cántaro volcado simboliza al Tajo, y en los cielos aparece la visión celestial de la Virgen rodeada de ángeles portando la casulla de san Ildefonso, patrón de la ciudad. La obra parece que quedó inconclusa, siendo terminada por Jorge Manuel a quien se debe probablemente la ejecución del plano. La efigie del muchacho no es su retrato, ya que cuando su padre pintó este lienzo él tenía unos treinta años. El Laocoonte y sus hijos (Nueva York, National Gallery of Art, hacia 1610-1614) es uno de los cuadros más importantes del Greco por su calidad y por la novedad del tema dentro de su producción. Con extraordinaria originalidad dispone las figuras a modo de friso en primer término, mostrando en ellas su personal visión del desnudo. Las claras carnaciones, conseguidas por medio de transparentes veladuras, contrastan con el oscuro tono de las rocas que les sirven de fondo inmediato, mientras en la lejanía se vislumbra la ciudad de Toledo. Esta, obra es un magnífico ejemplo de cómo El Greco consigue la máxima expresión dramática mediante las deformaciones y las forzadas actitudes de los cuerpos. Para su propia tumba pintó la Adoración de los Pastores del Museo del Prado (hacia 1612-1614) en la que de nuevo resplandece la plenitud de su estilo. La importancia de los contrastes luminosos y la vibrante calidad del color, protagonistas en tantas ocasiones de sus obras, evidencian el recuerdo del mundo veneciano y son un claro testimonio de que el pintor nunca olvidó los orígenes de su arte. La actividad del Greco fue muy fecunda y además de realizar conjuntos decorativos, la mayoría de los cuales ya han sido comentados, pintó también numerosas imágenes de devoción y series de santos, con los que, siguiendo la doctrina contrarreformística, fijó una nueva iconografía que ejerció una decisiva influencia en la pintura posterior. Sus representaciones de san Francisco, la Sagrada Familia o las Lágrimas de San Pedro, entre otras, definieron una renovada forma de concebir estos temas y marcaron el camino seguido después por los pintores del Barroco, ajenos a la concepción estilística del Greco pero dependientes de muchas de sus creaciones iconográficas. Entre éstas destacan las series de Apostolados, conjuntos compuestos generalmente por trece cuadros, doce dedicados a los apóstoles más uno al Salvador, concebidos como si fueran auténticos retratos. Su origen es consecuencia de la ideología trentina, especialmente interesada en fomentar el culto a los santos, en claro enfrentamiento con el carácter iconoclasta del protestantismo. En los últimos años de su carrera el pintor y su taller llevaron a cabo varios de estos ciclos, en los que los apóstoles aparecen representados de medio cuerpo a tres cuartos, con proporciones monumentales. Sólo dos conjuntos de su mano se conservan completos, el de la sacristía de la catedral de Toledo (hacia 1602-1605) y el del Museo del Greco de la misma ciudad (hacia 1610-1614). Resta por analizar la producción retratística del cretense, no muy numerosa -como se dijo al principio- pero de gran calidad. Compone sus retratos según es habitual en el siglo XVI, es decir, representando a los modelos de medio cuerpo o tres cuartos, de frente o ligeramente girados. Su ejecución presenta la misma evolución que las obras religiosas, desde la definición compacta de las formas y el mayor interés en la precisión de los detalles de los primeros ejemplos hasta la libertad técnica y la concepción sumaria de la etapa final. El Greco interpreta los rostros con grave dignidad y gesto contenido, interesado en captar la profundidad del alma pero también el sobrio refinamiento de la culta aristocracia toledana, en la que encontró sus principales clientes. El primer retrato conocido de su mano es el de su amigo Julio Clovio (Nápoles, Museo Capodimonte, hacia 1572), pintado durante su estancia en Roma con un estilo naturalista y vigoroso que revela su formación veneciana. Poco después de llegar a Toledo debió de realizar el de La dama del armiño (Glasgow, Pollock House, hacia 1577-1579). Se supone que representa a doña Jerónima de las Cuevas y es obra de una belleza y delicadeza extraordinarias, en la que destaca el sutil modelado y el interés por plasmar las distintas calidades con precisión. De estos mismos años es el Caballero de la mano en el pecho del Museo del Prado, sin duda su más famoso retrato. La concepción del rostro es asimétrica pero éste es un recurso utilizado habitualmente por el artista para acentuar la sensación de palpitación vital en sus modelos. Al final de la década de los noventa pintó uno de sus retratos más impresionantes, el del Cardenal Niño de Guevara (Nueva York, Metropolitan Museum, hacia 1596-1600), arzobispo de Toledo e inquisidor general a partir del 1600. El prelado aparece de cuerpo entero y sentado, según la representación tradicional de las altas jerarquías eclesiásticas fijada por Rafael y Tiziano en sus retratos papales. El Greco ha logrado plasmar en el lienzo su condición de hombre poderoso, de carácter frío e inflexible, demostrando su capacidad para la penetración psicológica. Recientemente se ha apuntado la posibilidad de que el retratado sea en realidad el cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, apoyando esta teoría en la comparación de este cuadro con otras efigies conocidas del cardenal. También hacia 1600 retrató a su amigo Antonio de Covarrubias (París, Museo del Louvre), poco antes de su muerte acaecida en 1602. En su vejez quedó completamente sordo y esta circunstancia se percibe perfectamente al contemplar su imagen, ya que su mirada perdida produce un efecto de aislamiento, alejándole del espectador. Uno de los retratos más sobresalientes en la producción del Greco es el de Fray Hortensio Félix Paravicino (Boston, Museum of Fine Arts, hacia 1609), superior de la Orden Trinitaria en España y predicador de Felipe II desde 1616. Hombre de vasta cultura, escribió poesía dedicando cuatro sonetos al cretense, en uno de los cuales cita el retrato que éste le había hecho cuando tenía veintinueve años, dato que se suele relacionar con esta obra y que permite fecharla. Con la espontánea factura que caracteriza su- estilo final nos da una de las imágenes más vivas y expresivas que existen en la historia de la retratística, revelándonos a un hombre sensible, inteligente y sereno. Magnífico también es el retrato del jurista Jerónimo de Cevallos (Madrid, Museo del Prado, hacia 1605-1610), aunque la identificación del personaje ha sido puesta en duda en fecha reciente. Se trata de uno de los mejores retratos tardíos del artista, quien demuestra en él una vez más su capacidad para el realismo en este tipo de obras, absolutamente contrario a su visionaria concepción de las imágenes religiosas.
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Una fiesta grandísima La fiesta que con más sacrificados solemnizan en México era de cincuenta y dos en cincuenta y dos años, y como a día de grandísima santidad, venían a ella de diez y de veinte leguas de distancia los que no la celebraban en sus pueblos. Mandaba el achcahutli mayor que matasen con agua todos los fuegos de los templos y casas, sin quedar una sola brizna, y también aquel gran brasero del dios de masa, que nunca se moría; que si moría, mataban al religioso que tenía encargo de atizarlo, sobre el mismo brasero. Este matar de fuegos lo hacían la última tarde de los cincuenta y dos años. Iban muchos tlamacazques de Vitcilopuchtli a Iztacpalapan, dos leguas de México. Subían a un templo que está en el serrejón Vixachtla, a quien Moctezuma tuvo grandísima devoción; y después de medianoche, ya que comenzaba día, año y tiempo nuevo, sacaban lumbre de tlecuahuitl, que es palo de fuego, y la sacaban con un palillo como lanzadera, metido de punta por entre dos leños secos, atados juntos y echados en el suelo, y traído a la redonda muy de prisa como taladro. Aquel mucho mecer y frotar causa tanto calor, que se encienden los leños. Sacada, pues, la nueva lumbre, y hechas todas las otras ceremonias que se requieren y usan, volvían aquellos sacerdotes a México corriendo con los tizones o ascuas; las ponían delante del altar de Vitcilopuchtli con mucha reverencia, hacían gran fuego, sacrificaban un cautivo en guerra, con cuya sangre rociaba el sacerdote mayor el nuevo fuego, a manera de bendición. Tras esto llegaban todos, y cada uno llevaba lumbre a su casa, y los forasteros a sus pueblos. Luego, en siendo día, sacrificaban en el lugar acostumbrado y con los ritos que suelen, cuatrocientos esclavos y cautivos, si los había de guerra, y se los comían.
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Una serie de hechos casuales hizo la fortuna política de Carlos: la muerte de su abuela, Isabel de Castilla (noviembre de 1504); de su padre, Felipe, llamado El Hermoso (septiembre de 1506) cuando ya era rey de Castilla por su matrimonio con Juana, hija de los Reyes Católicos; la presunta debilidad mental de su madre, que hizo que el ejercicio del poder político quedase en manos de su abuelo, Fernando de Aragón. Mientras tanto, en enero de 1515, en los Estados regidos por sus abuelos, Maximiliano de Austria y María de Borgoña, Carlos recibía el título de duque de Borgoña, que ponía bajo su soberanía los territorios borgoñones salvados de la derrota de Carlos el Temerario ante Francia (batalla de Nancy, en 1477). En enero de 1516, la muerte de su abuelo Fernando le convirtió en rey de Aragón, lo que permitía a su círculo íntimo organizar un verdadero golpe de Estado que proclamaba a Carlos no sólo como legítimo monarca aragonés, sino también como rey de Castilla, salvando las apariencias constitucionales con el añadido de una fórmula que parecía preservar los derechos, nunca abolidos, de su madre la reina Juana ("juntamente con la católica reina, mi señora"), aunque este reconocimiento fue siempre nominal hasta que la muerte, bien tardía, de La Loca (abril de 1555) permitió acallar cualquier escrúpulo de tipo constitucional. Finalmente, la muerte de su abuelo Maximiliano (1519) le puso en posesión de los Estados patrimoniales de Austria, más el territorio del llamado condado libre de Borgoña (conocido corrientemente como Franco Condado) con sus dependencias, así como los derechos a la corona imperial reclamados y obtenidos tras la elección, que fue celebrada en Francfort el 28 de junio de 1519. Las distintas piezas recibidas de sus cuatro abuelos (Países Bajos, Aragón, Castilla y Austria) encubrían no sólo realidades muy diferentes entre sí, sino muy complejas en su propio interior. Los Países Bajos, oficialmente unidos bajo el título de ducado de Borgoña -título engañoso, usado como arma reivindicativa del territorio de Borgoña, ocupado por Francia, y que por tanto induce a confusión-, eran en realidad un conjunto de Estados muy diversos con vínculos muy laxos entre sí, aunque en general se reconocía su unidad como el "País de Aquende" (le Pays de Deçá), por oposición al "País de Allende", o sea la Borgoña incorporada a Francia después de 1477 con capitalidad en Dijon, insistente e inútilmente reclamada por Carlos V a Francisco I, hasta la definitiva renuncia del Emperador por el tratado de Cambrai (1529). Los Países Bajos, compuestos por 17 Provincias, constituían un Estado tan abigarrado y con unos nexos tan inestables que obligaron a Carlos V a un particular esfuerzo político, dirigido a dar mayor cohesión al conjunto. Esta intención se manifestó en la creación de un órgano de gobierno central, instalado finalmente en Bruselas y encarnado en dos parientes del soberano, Margarita de Austria (1518-1530) y María de Hungría (1531-1555), así como en la institución de otros órganos comunes a todos los territorios, los Consejos Privados, de Estado y de Hacienda. Finalmente, la inserción de las 17 Provincias en el círculo imperial (Reichskreiss) de Borgoña (de nuevo, el viejo término) pareció conferir una definitiva coherencia al conjunto de los Estados, aunque ésta revelaría bien pronto su fragilidad como demostró la secesión de las siete Provincias del Norte (Holanda, Zelanda, Utrecht, Overijsel, Frisia, Groningen y Güeldres septentrional) bajo el reinado de Felipe II, que había recibido la soberanía de la totalidad de los territorios en 1554 con motivo de su boda con María Tudor, reina de Inglaterra. Carlos recibió también de su abuela paterna otro territorio, el Franco Condado, junto con sus dependencias, concretamente el condado de Charolais, un territorio hundido en el interior de Francia, que fue regido desde la capital del Franco Condado, como un bailiazgo administrado por un teniente de gobernador. Al final de sus días, Carlos prefirió desligar al Franco Condado de sus vínculos con el círculo imperial de Borgoña y transfirió la soberanía del territorio a Felipe II, de tal modo que a partir de entonces quedó incorporado de modo permanente a la Monarquía Hispánica. Su abuelo paterno, el emperador Maximiliano, le legó, en primer lugar, el conjunto del archiducado de Austria, el solar de la dinastía de los Habsburgos, compuesto por los siete territorios de la Alta Austria, Baja Austria, Estiria, Carintia, Carniola, Tirol y Vorarlberg. También un conjunto falto de homogeneidad, que sería en el futuro incluso objeto de sucesivas divisiones entre diversos miembros de la familia, aunque en este caso, pese a la responsabilidad que siempre aceptó sobre los mismos -patente en su defensa de Viena ante el avance turco en 1529-, Carlos cedió su soberanía en favor de su hermano menor Fernando, mediante el Tratado de Worms de 1521 y las Convenciones de Bruselas de 1522 -aquí junto con el ducado de Württemberg, cedido al Emperador en 1520 por la Liga de Suabia-, de tal modo que esta pieza de la herencia Carolina dejó de estar bajo su autoridad a los pocos años de la elección imperial. Sólo algún tiempo después de esta decisión, Fernando, el nuevo titular de Austria, vio elevarse su posición como consecuencia de la adquisición de los dos reinos de Bohemia y Hungría -esta última, bien es verdad reducida al área denominada la Hungría real, el tercio occidental del territorio-, tras la muerte de Luis II en la batalla de Mohacs frente a las tropas de Solimán el Magnífico (1526). También como nieto de Maximiliano, Carlos pudo defender sus derechos a la corona imperial con los resultados positivos bien conocidos. Naturalmente, el Imperio trajo aparejada una serie de responsabilidades, que obligaron a Carlos a una presencia asidua en los territorios alemanes y a la adopción de una serie de decisiones de gran trascendencia, especialmente en lo relativo a la cuestión protestante, como atestiguan los hechos acaecidos en las Dietas de Worms de 1521 o de Augsburgo de 1530, la batalla de Mühlberg de 1547 o la firma de la paz religiosa de 1555, también en Augsburgo. En el marco alemán, además, Carlos, siguiendo la senda trazada por su abuelo, trató de encontrar una fórmula constitucional que permitiera una cohesión del conjunto de los Estados -más allá de los actos puntuales de las Dietas, las elecciones imperiales y los recursos sustanciados ante el tribunal imperial-, pero en este sentido todos sus esfuerzos se vieron condenados al más absoluto fracaso. A su muerte, los asuntos de Alemania quedarían bajo la exclusiva responsabilidad de los Habsburgos de Austria.
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La necesidad de facilitar la asistencia a los actos de culto a las masas de indios recién convertidos determinó la creación de una solución inseparable de la arquitectura conventual: la capilla de indios. Una mención de fray Toribio de Benavente hace referencia explícita a la función que cumplían: "...los atrios son muy grandes y muy gentiles, porque la gente no cabe en las iglesias, y en los patios tienen su capilla para que todos oyan misa los domingos y fiestas y las iglesias sirven para entre semana". La construcción de capillas abiertas para que un número crecido de fieles pudiera asistir a los oficios no era algo completamente nuevo, habiéndose señalado al respecto por estudiosos como Bonet numerosos precedentes españoles. Lo que sí es completamente nuevo, en cambio, es su sistematización hasta convertirla en una tipología arquitectónica regularizada e integrada en la arquitectura conventual.Una capilla de indios es una iglesia reducida a un presbiterio abierto al atrio al nivel del suelo o sobreelevada para permitir una mejor visibilidad. Según esto, el modelo más simple, en el que se ofrece una reducción tipológica, según la clasificación propuesta por Angulo, es la formada por un simple ábside abierto, como las del convento de Actopan o Coixtlahuca, con una profundidad capaz de albergar tan sólo un altar. En relación con éste núcleo esencial se articularon diversas soluciones como la de anteponer un pórtico como en las de Atlatlaucan, Tlamanalco y Cempoala.La capilla abierta de Teposcolula constituye una variante del tipo descrito proyectada como una estructura de mayor complejidad. Está formada por dos naves cubiertas con madera que separa una arquería de cinco vanos; la nave exterior está abierta al atrio. En el centro, el espacio reservado al altar, se cubre por una bóveda de crucería estrellada de planta octogonal, cuyas presiones se contrarrestan por contrafuertes en los ángulos del octógono dispuestos en diagonal. En cierto modo se trata de una iglesia seccionada, en la que la combinación de sus componentes se ofrece como un edificio abatido. Proyectada para atender unas necesidades prácticas la imagen de una iglesia abierta de estas características nos sugiere la proyección en la realidad de ciertos recursos escenográficos que habían sido ampliamente utilizados en la pintura del final de la Edad Media y de los inicios del Renacimiento.En la construcción de las capillas abiertas se atendió de forma especial la conexión del espacio cubierto en que se hallaba situado el altar y el espacio abierto en que se situaban los fieles. La finalidad no era otra que conseguir una clara visibilidad del altar desde todos los puntos del atrio. A esto se debe la situación de la capilla en alto, como en Tlahúelilpa, o que se imaginen soluciones constructivas orientadas a lograr este efecto. En la mencionada capilla de Teposcolula, los contrafuertes que contrarrestan la presión de la bóveda se disponen en los ángulos del octógono en sentido oblicuo para permitir la visibilidad del altar desde todos los puntos del atrio. En Perú esta exigencia de visibilidad se resolvió situando la capilla abierta como una ventana en el ábside (Santo Domingo de Cuzco), como un balcón sobre la portada principal (la Merced del Cuzco) o como una logia, como en San Jerónimo de esta misma ciudad. Esta solución que tiene precedentes en España, estaba determinada para que los días de feria y mercado se pudiese asistir a misa, al igual que en los días de feria se hacía en Medina del Campo mediante la capilla de la colegiata.La idea de capilla abierta y del núcleo del altar como espacio visible desde todos los puntos del atrio se mantuvo también en determinados edificios cubiertos. En algún edificio cubierto y formado por varias naves para lograr la visibilidad del altar desde todos los puntos del templo se acudió a disponer las naves en sentido radial. Es el caso de la catedral de Pátzcuaro construida por Vasco de Quiroga. Este edificio estaba formado por cinco naves separadas dispuestas de manera que desde cualquiera de ellas se tuviera una visión perfecta del altar. En realidad, se trata de una solución que proyecta, en un edificio cubierto, el problema de la visibilidad del altar propio de las capillas de indios. Y a este mismo principio tal vez se deba el predominio en las iglesias conventuales de la utilización sistemática de la tipología de iglesia de una sola nave sin capillas entre los contrafuertes. En este sentido, lo que hace Vasco de Quiroga, siguiendo la idea de las capillas de indios, es construir cinco iglesias de nave única orientadas hacia un altar común.Otra solución planteada para mantener la exigencia de visibilidad en un edificio cubierto de varias naves fue la que se proyectó en la Capilla Real de San Gabriel de Cholula. La capilla, de planta cuadrada, está formada por siete naves de siete tramos cuadrados cada una, separadas por pilares de sección octogonal. La fachada, que originariamente estaba abierta, permitía la visión de los distintos altares que estaban situados al final de cada nave. El modelo que se siguió fue el de la Mezquita, cuya composición modular y versátil permitió su adaptación a usos tan diferentes como los descritos y que inspiró también la destruida de San José de los Naturales de San Francisco de México, al parecer, el precedente inmediato de la Capilla Real de Cholula.
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Sin embargo, la materialización de esas ideas en obras concretas no tuvo un desarrollo pleno. El estallido de la Guerra Civil (1936-1939), la crisis consiguiente y la evolución de los acontecimientos eliminó una perspectiva de futuro, de tal modo que no podemos entrever hoy hasta donde hubiera sido fecunda la labor del GATEPAC, en el caso de haber sido continuada. No obstante, en parte por estos hechos históricos irreversibles, se ha puesto en cuestión la incidencia real y social de este excepcional grupo. Para unos (Oriol Bohigas y otros arquitectos catalanes en general), su actividad quedaría reducida prácticamente a la obra del GATCPAC o Grupo Este, con una arquitectura asumida por la Generalitat y siendo la más importante manifestación artística catalana desde el Modernisme; para otros (caso del bilbaíno y activo en Madrid Juan Daniel Fullaondo), la personalidad de Fernando García Mercadal o el mismo Edificio Capitol en la Gran Vía madrileña, tendrían más valor que todas las obras del GATEPAC puestas una detrás de otra. Este enfrentamiento en los enfoques, aunque encierra fundamentos más interesantes de lo que pudiera parecer y dentro siempre de esa polémica sin fin Madrid/Barcelona, pone en evidencia al menos una cosa ya anunciada: la primera arquitectura moderna en España no se realiza en exclusiva por mano de los miembros relativamente integrados en el GATEPAC, sino que hay también otros arquitectos, más o me- nos próximos a sus ideas, que la introducen y la practican por su cuenta incluso antes de su formación en 1930. Este es el caso del mismo impulsor del grupo Fernando García Mercadal. Nacido en 1896 (Zaragoza), su inquietud, vitalidad, movilidad y versatilidad no tienen parangón, haciendo que su figura rebase no solamente el ámbito aragonés sino también el español. Se había titulado en 1921 por la Escuela de Madrid. Fue compañero de promoción de Luis Lacasa y convivió con profesores de gran talla, como Teodoro de Anasagasti o Modesto López Otero, contra quienes se rebelará llegado el momento como todo buen estudiante que va más deprisa. En 1923, gana la pensión para la Academia Española en Roma (con un Proyecto de Templo Monumental en la Pradera de San Isidro de Madrid, 1923; enviando desde allí otro sobre La Casa del Fauno en Pompeya, 1925; ambos todavía bajo un conveniente rigor academicista). A partir de entonces lleva a cabo una personal impregnación o interpretación de la arquitectura y del urbanismo que se hacen en Europa -teniendo consecuencias futuras para nuestro país cuando regrese-, dando en buena parte cuenta de ello mediante la revista "Arquitectura", en la que colaboraba desde estudiante: al principio, sin alinearse decididamente con el movimiento moderno; ya en 1924, sacudido por el impacto que le produce la Viena de Adolf Loos; en 1925-1926, interesado por el Seminario de Urbanismo de Hermann Jansen en la Escuela Técnica Superior de Charlottenburg; en 1926, difusor en la revista de sus primeras apreciaciones sobre la Arquitectura mediterránea, al igual que en 1927 publica su "Horizontalismo o verticalismo" y, también en este mismo año, haciéndose eco de la Weissenhofsiedlung patrocinada por la Deutscher Werkbund en Stuttgart (donde se experimenta bajo dirección de Mies, Behrens, Gropius, Hilberseimer, Le Corbusier, Oud, etc.- con modelos de viviendas funcionales, baratas, higiénicas y dignas), lo cual le animará para plantear un Concurso de Vivienda mínima en 1929, sin desatender por ello la Casa popular en España (1930). Esta impregnación de lo mucho visto y discutido desde Europa le pone en condiciones de afrontar esta famosa opera prima con valentía y contra corriente: El Rincón de Goya (1926-28, Zaragoza). Sus viajes por el extranjero le avalan. Se trataba de erigir un monumento con motivo del centenario de la muerte de Goya, sin embargo Mercadal no está dispuesto a proyectarlo según la tradición; por el contrario, en lugar de concebirlo a modo de gran pedestal monumentalista, decide crear un pabellón abierto a jardín, en el que se integrarían biblioteca con libros para estudiar a Goya y sala de exposiciones para conocer mejor su obra, más dependencias complementarias. Desde Rodin y luego con Brancusi no se había conocido ni se conocerá revolución semejante en un monumento al aire libre. Mercadal hace uso de la estructura de hormigón, que, al sostenerse a sí misma, permite perforar el muro y cerrar la obra con grandes cristaleras que permeabilizan el espacio exterior. Aquí se dan cita las esenciales y existenciales pautas de referencia del ser humano, las líneas verticales y las líneas horizontales que en tensión, o contraposición compensada, componen una obra cúbica, nítida, desnuda, asimétrica, loosiana, neoplasticista, abstracta. Las cubiertas son planas, los acuerdos ortogonales sólo Wright sabe integrarlos en el paisaje; pero poco importa el clima, ni el medio, es el nuevo lenguaje moderno, el racionalismo con porvenir, polivalente y para todo el mundo. De este modo, Mercadal pasa del Monumento a Goya al Rincón de Goya (concomitante con su Casa Alvaro Bielza, 1925; su Villa Amparo, 1927,. Mallorca; su propia casa del Parque Residencia, 1931, calle Carbonero y Sol, Madrid; o con el Proyecto de Museo de Arte Moderno, Premio Nacional de Arquitectura 1933). Las críticas hechas en el momento de su inauguración -como pensar irónicamente que era una obra sin desembalar-, carecen de relevancia histórica, pues son consustanciales a todo rebelde que se precie de tal. Sin embargo, Mercadal realizaba una obra de ruptura que llena su curriculum y le acredita antes de formar el GATEPAC. ¿Acaso cambió su voluntad de estilo por integrarse en el grupo? Desde 1930 prosiguió con su labor, alimentada en los debates del CIRPAC a los que había asistido (Frankfurt, 1929; Bruselas, 1930), manteniendo el mismo espíritu y lenguaje modernos que antes al concebir proyectos o pequeñas obras que llega incluso a publicar en la revista "A.C.": Proyecto de Ensanche para Ceuta (1930. "A.C." n.? 2. 1931); las desaparecidas Casa Doctor Horno (1931) en Paseo María Agustín de Zaragoza y Casa Díaz Caneja (1931) en calle Zurbano de Madrid (ambas en "A.C." n.? 3. 1931); Proyecto de Estación de Autobuses para Burgos (1929), colab. con S. Ulargui ("A.C." n.? 3. 1931); Proyecto de Grupo Escolar para Bilbao (1932), colab. con R. Aníbal Alvarez (A.C. n.? 9. 1933). Luego -tras obtener el cargo de Arquitecto Jefe de la Oficina de Urbanismo, Parques y Jardines del Ayuntamiento de Madrid (1932-1940)-, dado su distanciamiento del grupo, ya no es igual. Su capacidad de organización y de gestión -que le permitió antes traer físicamente a conferenciantes arquitectos como Le Corbusier, Gropius, Theo van Doesburg o Mendelsohn para exponer sus ideas en la Residencia de Estudiantes de Madrid-, disminuyó sin duda. Su carácter emprendedor y su entusiasmo languidecen durante la postguerra, una vez se vincula como arquitecto al Instituto Nacional de Previsión (1949), aunque se le puede ver todavía como un auténtico archivo viviente por la Biblioteca del COAM, respondiendo impetuoso y con amabilidad -pese a su acentuada sordera- a cualquier consulta hecha hasta poco antes de morir en 1985.
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La ley coránica y el conjunto de prescripciones incluido de una u otra forma en ella y en la tradición o Sunna (sari'at) afectaba no sólo a la vida religiosa sino también a la jurídica y político-social porque no dejaba lugar a un dualismo entre lo sagrado y lo profano, entre lo religioso y lo político, comparable al que comenzó a darse en el occidente cristiano medieval. Por eso, de la interpretación de la ley derivaban consecuencias en los tres campos citados y es hasta cierto punto artificial separarlos para su estudio; también interesa no perder de vista que tales interpretaciones surgieron y se modificaron a lo largo de varios siglos, pero fijar su cronología detallada y su influencia en cada momento requeriría muchas páginas. Las grandes cuestiones, a las que se aludirá por este mismo orden, son: ¿a quién pertenece el legítimo ejercicio del poder y la guía o imanato de la comunidad de los creyentes?, ¿cómo hay que entender el texto sagrado y reflexionar sobre él para la elaboración de un saber teológico?, ¿de qué manera se articula jurídicamente la sociedad a partir de los principios contenidos en la ley? Los criterios discordantes sobre la legitimidad del poder fueron los más antiguos en nacer, siempre en confrontación con la ortodoxia sunní personificada en los califas omeyas y abbasíes, que eran, por ello, los guías (imam) de la comunicad musulmana, a lo que se opusieron jariyíes y si´ies. El jariyismo nació en un ala radical de los seguidores de Alí, a partir del año 657, como una exigencia de autenticidad: los hipócritas y tibios debían ser expulsados de la comunidad de los creyentes y entre éstos seria califa el mejor en cada momento puesto que, en definitiva, era únicamente intérprete humano del poder, que sólo a Dios pertenecía. La escasa posibilidad de articular en la práctica esta idea se tradujo o bien en revueltas jariyíes que, de hecho, se sustentaban en otros motivos de disidencia, como ocurrió entre los bereberes del Magreb, o bien en el contraste entre radicalidad de ideas y pacífica convivencia con los demás musulmanes en la vida cotidiana. Por el contrario, el si´ismo o S´ia (el Partido) tuvo mayores posibilidades reales de actuación, aunque, en general, disociadas de los momentos iniciales de revuelta contra el poder omeya, ocurridos hasta la muerte de Husayn en la batalla de Kerbela (680) y, después, bajo la inspiración de Muhammad ibn Hanafiya, en las postrimerías del siglo VII, o de Zayd y Yahya, más adelante. Los seguidores de Hasan no se sublevaron hasta la época abbasí, entre 762 y 786, pero sólo lograron el resultado marginal de la instalación de los Idrisíes en Fez. Los movimientos si´ies volvieron a tomar fuerza desde mediados del siglo IX, tras el califato de al-Ma'mum y la condena del mu'tazilismo, pero se diversificaron en varias tendencias. En todas ellas se aceptaba la doctrina sobre el imam oculto que, además de nombrar en vida a su sucesor, actuaba a través de un representante visible: no cabe duda de que, entre otros efectos, esta doctrina permitía un buen margen de maniobra a los dirigentes si´ies con relación a sus seguidores. La rama más antigua del si'ismo es el zaydismo, que dejó siempre abierta la puerta a la concordia con los abbasíes al aceptar que el imanado podía recaer en cualquier miembro de la descendencia de Ali. Sólo tras el fin del intento de concordia protagonizado por el califa al-Ma'mun precisaron unos principios teológicos propios y desarrollaron el culto a la memoria de Ali, además de promover la independencia de algunas regiones, sobre todo el Yemen, a partir del año 901. Cuando murió el sexto imam, Ya'far al-Sadiq, biznieto de Husayn, en el año 765, una parte de los si´ies reconoció la condición de imam oculto a su hijo Ismail, de donde el nombre de ismailisrrio que tomó aquel grupo, en el que se aceptaba una doble jerarquía: por una parte, los imanes ocultos, por otra sus representantes visibles: el imam oculto regresaria como mahdi al fin de los tiempos, a modo de mesías justiciero y liberador de la comunidad de los creyentes. Mientras tanto, el isma'ilismo dio apoyo doctrinal a diversos movimientos de revuelta social: a los qármatas dueños del emirato de Bahrayn desde los últimos años del siglo IX, pero, sobre todo, importa como base del fatimismo, que alcanzó mucho mayor desarrollo político. Dos derivaciones del si´ismo fatimí fueron los drusos del Libano y Siria, que creían en la condición de imam oculto del califa al-Hakim (m. 1021) y los nizaris, que atribuyeron esa misma condición a Nizar (m. hacia 1105), se refugiaron en Alamut, al Sur del Mar Caspio, y llevaron a cabo muchos crímenes políticos hasta mediados del siglo XIII: la palabra asesino deriva de su sobrenombre (al-Hasisiyya). Una tendencia ismailí compartida por otras ramas del si´ismo fue la de tipo esotérico y mistérico, que pretendía prever el fin de los tiempos y el momento preciso en que la iniquidad de los impíos seria castigada. Esperanzas semejantes tenían los duodecimanos, así llamados porque acataban la autoridad de los imanes hasta la del decimosegundo, oculto desde el año 874, seguida por la desaparición de su último portavoz en el 942. Hasta que el imam regresara como mahdí, convenía aceptar la situación vigente en la sociedad musulmana y disimular, especialmente en tiempos de dificultad, de acuerdo con un consejo religioso que también aceptaban los sunníes (taqiya), aunque manteniendo la profunda enemistad hacia el recuerdo de los omeyas y la exaltación de Ali y sus familiares, manifestada en peregrinaciones y fiestas como la de la pasión de Husayn. Los duodecimanos pensaban que el último imam, cuando regresara, esclarecería los aspectos todavía oscuros de la revelación divina pero, mientras tanto, actuaban en general pacíficamente: los emires buyíes de Bagdad y los hamdaníes de Siria encontraron en ellos buenas bases para desarrollar su poder. Porque, al parecer, el si´ismo había llegado a ser la forma mayoritaria del Islam a comienzos del siglo XI, al menos en los terrenos del poder político debido a su activismo, de modo que la intervención de turcos y almoravides vino a modificar sustancialmente la situación. Tal vez había ocurrido esto, en parte, por la dificultad insuperable con que tropezó el pensamiento ortodoxo para dar soluciones a los grandes problemas, tales como cuáles debían ser las relaciones entre razón y fe, libertad humana y presciencia divina, poder y obediencia en el seno de la comunidad: el esoterismo si'i no sólo da una respuesta a esta última cuestión sino también a las anteriores. En el pensamiento islámico tradicional no hay dualidad entre razón y fe como caminos distintos aunque convergentes para conocer la verdad, al modo cristiano medieval. La fe implica su propia racionalidad, no hay caminos distintos sino una reflexión única (kalam) que permite hallar respuesta a todas las preguntas. A finales del siglo VII se contraponían ya posturas partidarias de un grado menor o mayor de libre albedrío humano ante la voluntad divina: el muryismo y el yabrismo ponían el acento en la predestinación marcada por el decreto divino (qadar), de modo que el juicio sobre las acciones de la persona sólo a Dios correspondía y ningún creyente sincero podía ser excluido de la comunidad musulmana en este mundo por razón de sus obras. El qadarismo, por el contrario, afirmaba que el mal no respondía a la voluntad divina y, por lo tanto, quien lo practicaba era responsable desde el primer momento de sus acciones. En relación con el anterior problema se planteó ya en época omeya otro también de difícil solución sobre el carácter que debía atribuirse a la literalidad del Corán como revelación de la palabra de Dios. Para unos era palabra eterna y no interpretable más que a través de la aceptación de su tenor expreso. Para otros era palabra creada y por lo tanto sus deficiencias o dificultades de interpretación no implicaban a la divinidad: así como estaba prohibido representar a Dios en imagen, así también el Corán, palabra creada a la medida de los hombres aunque inspirada por Dios mismo, no podía dar cuenta de su plenitud directamente y admitía interpretaciones diversas. El mu'tazilismo se desarrolló desde mediados del siglo VII en apoyo de esta última postura, influido por las posibilidades de interpretación simbólica de textos que habían preconizado antaño los neoplatónicos y que se conocía mejor a medida que aumentaba el número de obras helénicas traducidas al árabe en el siglo IX. Los mu'tazilies apoyaban la doctrina qadarí del libre arbitrio humano y afirmaban la condición suprema e inefable de Dios, de modo que los atributos con que el Coran le describe sólo serían aproximaciones aptas para la mente humana, del mismo modo que el contenido del libro sagrado, aunque era palabra divina, se expresaba en términos humanos, por lo tanto creados, contingentes y susceptibles de interpretación. Los mu'tazilies llegaron a proponer al califa al-Ma'mun que nombrara sucesor a un descendiente de Ali, para concluir la discordia con los si´ies, e intentaron imponer sus puntos de vista con dureza durante la época en que gozaron del favor de aquel califa, de modo que fueron igualmente reprimidos a partir del año 847 por los restauradores de una ortodoxia sunní que no dejaba lugar a interpretaciones simbólicas del texto coránico, al que consideraba expresión inmutable de la palabra increada de Dios, tal como proclamó solemnemente el califa al-Qadir en el año 1017. Los intentos de conciliación entre mu'tazilismo y doctrinas teológicas y jurídicas opuestas, como el hanbalismo, no alcanzaron gran éxito ni duración: la principal se debe a Al-As'ari, en el siglo X, y tuvo apoyos notables entre los sunnitas. El maturidismo nacido en Samarcanda poco después, tenía puntos de contacto con el as´arismo y contó con adeptos incluso en al-Andalus.