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La nueva capital establecida, con algunos intervalos, en Beijing desde el siglo XIII, favoreció el desarrollo de todas las artes, incluyendo la industria de la seda a través de una rica y compleja indumentaria, sujeta a un código estricto en cuanto a formas y decoración. La dinastía Yuan, en su política de integración con el pueblo chino, no tardó en adoptar el vestuario tradicional, enriqueciendo en colorido y diseño la austera indumentaria correspondiente a su carácter nómada. Largas túnicas de anchas mangas se decoraron con dragones y fénix, los símbolos más antiguos de la tradición china; a diferencia de los chinos, los mongoles se cubrían la cabeza con gorros rectangulares, mientras que las mujeres de la corte prefirieron altos sombreros (66 cm de altura), denominados guguguan, decorados con bordados y joyas. La victoria sobre los mogoles y la instauración de una dinastía propiamente china, la Ming, provocó una mirada hacia atrás que devolviera al país sus orígenes históricos, filosóficos y artísticos. La dinastía Han fue su modelo de inspiración en todos los aspectos referidos a la indumentaria. Los códigos de colores, formas y motivos decorativos revivieron en la corte Ming; en 1393 se publica la "Enciclopedia de reglas y códigos, de la dinastía Ming" (Ming Hui Dian), en la que se establecen los diferentes tipos de indumentaria atendiendo a la categoría social de las personas, de manera que se identificaran visualmente de una manera inmediata y certera. Un funcionario de la corte utilizaba como prendas básicas las túnicas sobrepuestas y el tocado; durante las jornadas cotidianas de la corte, el sombrero debía ser de gasa negra, mientras que en las celebraciones más relevantes, como los ritos de sacrificio, debía emplear el rojo en su vestimenta y adornar su tocado y cinturón. Algunos ejemplos nos ayudarán a comprender el sutil entramado del código chino. Al primer rango de funcionario le correspondía el tocado con siete cintas con motivos de nubes y fénix, mientras que el cinturón debería estar adornado con jade. Al segundo rango le correspondía un número menor de cintas y un cinturón con motivos de rinoceronte; conforme se descendía en rango, la indumentaria era más sencilla, hasta llegar al octavo y noveno rango, a los que sólo se les permitía una cinta y un único motivo decorativo: una pareja bicolor de patos mandarines. La indumentaria, diferenciada no sólo por categorías, sino también por sexos, se componía de diferentes prendas superpuestas unas sobre otras, donde las variaciones se introducían en la calidad de las telas y sus motivos decorativos. La indumentaria masculina de la dinastía Ming se componía de túnicas, chaquetas, turbantes y calzado, con marcadas diferencias. Así los funcionarios de la corte tenían adscritos diferentes colores según sus categorías; del primer al cuarto rango el color debía ser el carmesí; al quinto y al sexto correspondía el azul, mientras que el octavo y noveno usaban el verde. Los letrados portaban gorros diferentes a los de los funcionarios y comerciantes y éstos, a su vez, distintos que los del pueblo llano. Las mujeres buscaron su inspiración en el vestuario de las dinastías Tang y Song, basado en la superposición de prendas, el uso de faldas y largos chalecos sin mangas que les permitían mostrar las diferentes telas de las ropas superpuestas. Su categoría social, derivada de su calidad de madres o mujeres de funcionarios o príncipes, condicionaba la elección de colores, telas y motivos decorativos, fijados en el código ya mencionado. Así, en las ceremonias o audiencias de la emperatriz, debían portar una corona de fénix, capa rosa y capa corta de mangas anchas. Por el mismo motivo las mujeres del pueblo no podían llevar otra ropa que telas sencillas sin ningún adorno de oro, y atendiendo a los siguientes colores: púrpura, rosa o verde; en ningún caso podían utilizar el violeta y carmesí o el amarillo. Durante la dinastía Ming continuó la tradición de vendar los pies a las niñas, como símbolo tanto de refinamiento como de fetiche sexual. Estos pies diminutos, debido a su deformación, exigían un calzado arqueado, sobre elevadas suelas, realizadas en madera, siendo el material del calzado sedas bordadas, apenas visibles bajo el largo de sus faldas. La última dinastía, la Qing, aportó a la tradición china las costumbres manchúes, tales como el uso de prendas anchas adecuadas a las monturas de caballos y el gusto por la incorporación de elementos propios de la indumentaria militar. Todo ello no restó vigencia al estricto código recuperado con la dinastía Ming, tal y como lo demuestran las fuentes documentales para su estudio: pinturas, tratados, novelas e incluso fotografías realizadas a comienzos del siglo XX Tanto el emperador como la emperatriz se ajustaron estrictamente a los cánones establecidos; en cuanto al color, el amarillo, reservado para uso imperial, era el utilizado para las grandes ceremonias, salvo en aquellas dedicadas al cielo, el sol y la luna, en los que el emperador debía vestir de azul, rojo y blanco, respectivamente. El motivo decorativo principal de las túnicas reservadas al emperador fue el dragón con cinco arras, repetido en número de nueve (dos en los hombros, cinco en el talle, uno en la espalda y el último en el pecho), emergiendo de sinuosas líneas de colores -símbolo del agua- y tratando de alcanzar la perla de la inmortalidad, todo ello como alusión a la unidad eterna y la prosperidad del imperio. A diferencia de las anchas mangas de los emperadores de la dinastía anterior, los Qing estrechan el puño, dándole forma de pezuña de caballo. La emperatriz utilizaba en las ceremonias la misma túnica de dragón que el emperador, mientras que los días ordinarios podía lucir otros motivos como el fénix, los caracteres de la doble felicidad o las cien mariposas. Respecto a las mujeres chinas, las manchúes se diferenciaban por el rechazo de la práctica de vendar los pies a las niñas, pudiendo utilizar zapatos de altos tacones, así como por el uso de peinados altos con gran profusión de joyas. Los funcionarios incorporaron a sus túnicas exteriores unas piezas cuadradas bordadas con los animales que les correspondían por su rango; así los de primer grado mostraban una grulla, un faisán, los de segundo, el pavo los de tercer rango, la oca salvaje era el símbolo de los de cuarto grado, el lofóforo para el quinto grado, la garzota para el sexto y el pato mandarín, la codorniz y el pájaro de larga cola para los funcionarios de séptimo, octavo y noveno rango, respectivamente. Para diferenciarse de éstos, los funcionarios militares debían llevar bordados animales, todos ellos diferentes según su categoría, entre los que cabría citar: el león, el qiling, el leopardo y el tigre. Accesorios como sombreros, joyas, cinturones, fundas de abanicos, tabaqueras, etc., estaban sometidos a las mismas exigencias del código de indumentaria. La importancia del cumplimiento de estos códigos de indumentaria, símbolo de un sistema político y social, conoció su declive tras la Guerra del Opio (1840) y el inicio de los cambios políticos en China a fines de siglo. Los jóvenes que regresaban tras sus estudios en el extranjero, fueron los primeros en desobedecerlos, incluso bajo la amenaza de la pena mayor. El corte del cabello y la adopción de vestimentas occidentales constituyeron los símbolos visibles del cambio. En 1911, tras derrocar al último emperador, se ordenó terminar con la humillante costumbre masculina de la trenza, así como se abolieron todas aquellas normas que discriminaban, por su indumentaria, a los ciudadanos.
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El 2 de octubre los norteamericanos realizan un intento de conquistar Aquisgrán, que hubo de interrumpirse por el retraso en la llegada de carburante y municiones: sólo el 21 se ocupaba la mayor parte de la ciudad, pero Model fue capaz de bloquear el avance aliado hacia el sur del Ruhr, y reforzar más la frontera alemana. Tras esto, los norteamericanos se volvieron hacia Bélgica y Holanda. Durante el mes de septiembre habían sido pequeños los progresos en la limpieza del estuario del Escalda, controlado por los alemanes. El 6 de octubre los canadienses atacaron el estuario, defendido por divisiones alemanas veteranas, cuyo punto fuerte era la isla de Walcheren; sólo un mes después los canadienses, con la colaboración de comandos franco-holandeses, la ocupaban (6 de noviembre), tras sangrientos combates. En el este, Patton lanzaba, entre el 8 y 16 de noviembre, una ofensiva muy costosa en material, que sólo le permitió progresar unos 15 km. desde Aquisgrán. El 18 de noviembre Patton completaba el cerco de Metz y renovaba sus ataques contra el Sarre. Más al sur, los norteamericanos ocupaban Lorena y los franceses rebasaban los montes Vosgos y conquistaban Belfort (21 de noviembre). El mismo día penetraban en Mulhouse y el 22 en Estrasburgo, sin poder reducir, sin embargo, la bolsa de Colmar. La línea defensiva alemana en el Rin y los Vosgos estaba a punto de desaparecer. Un oficial alemán, von Mellenthin, describe la situación gráficamente: "Aquellos de nosotros que habíamos llegado del frente del Este, en el que las formaciones alemanas se encontraban todavía en una situación combativa tolerable, quedamos impresionados por las condiciones de nuestros ejércitos en el Oeste. Las pérdidas de material habían sido colosales; por ejemplo, el IX Ejército tenía inicialmente 1.480 cañones y perdió 1.316 en la retirada desde el sur de Francia. Las tropas bajo nuestro mando estaban formadas por una extraordinaria mezcla. Disponíamos de personal de la Luftwaffe, de la Policía, viejos y adolescentes, especialmente batallones con individuos con padecimientos de estómago o bien hombres con afecciones auditivas. Incluso las unidades bien equipadas provenientes de Alemania no habían recibido prácticamente adiestramiento y llegaron del patio del cuartel al campo de batalla. Algunas brigadas de carros no habían efectuado nunca ni siquiera entrenamientos a nivel de escuadrón, lo que explica nuestras enormes pérdidas en carros. Nos cedieron también -prosigue Mellenthin- una división de rusos -la 30.? División de Granaderos de las SS- pero se hallaban en una situación próxima al amotinamiento y aconsejamos que fuera disuelta. La petición fue rechazada". Francia había sido conquistada en tres meses. La superioridad material, organizativa, numérica, la sensatez de Eisenhower y la capacidad de la mayoría de los mandos, todo ello había conducido a la victoria (3). "Es raro -reflexiona el historiador francés Latreille- que los alemanes perdieran una partida que ellos mismos habían preparado y que estaban tan seguros de ganar". Pero no todo había concluido.
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La historiografía marxista sostuvo, desde hace años, la opinión de que la crisis bajomedieval debía de ser contemplada desde una perspectiva global. No se trataría sólo de la presencia en la vida de los seres humanos de tal o cual aspecto negativo, ya fuera el clima, las pestes, la distorsión de los precios o la circulación monetaria, sino de una crisis que afectaría, inevitablemente, a todo el entramado socio-económico. Los partidarios de esta interpretación alegaban asimismo que resultaba sorprendente que la explicación de un fenómeno de tan larga duración y que afectó en profundidad a toda la sociedad no tuviera en cuenta aspectos tan significativos en cualquier análisis histórico como las relaciones sociales de producción. El historiador inglés R. Hilton se preguntaba, en un conocido artículo publicado en la revista "Annales" en 1951, "Y eut-il une crise generale de la fóodalité?" Su respuesta era, indudablemente, positiva. Fue la sociedad feudal de los siglos finales de la Edad Media la que padeció una crisis, a la vez general y profunda. En idéntica línea interpretativa se han situado otros historiadores, como el checo F. Graus, que tipificaba lo sucedido en los siglos XlV y XV como la primera gran crisis del sistema feudal (Die erste Krise des Feudalismus, 1955) o el alemán J. Kuczynski, el cual afirmó, en 1963, en respuesta a su colega W. Abel, que una crisis agraria en la sociedad europea de fines de la Edad Media sólo podía entenderse como una crisis del modo de producción feudal y no simplemente en función de hechos, al fin y al cabo naturales, como la mayor o menor mortandad causada por la difusión de una epidemia. Hemos mencionado a historiadores adscritos a la corriente del materialismo histórico. Pero no hemos de olvidar en ningún momento que el marxismo escolástico, entendiendo por tal el oficialmente vigente en diversos países europeos hasta hace poco tiempo, ofreció una versión canónica de la crisis del siglo XIV. Todo se explicaba, decían los corifeos de esa interpretación, a partir de la ley de la correspondencia necesaria entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Según ese postulado el feudalismo habría entrado, en el transcurso de la decimocuarta centuria, en una primera fase de disgregación, debido al empuje que se ejercía por parte de las fuerzas productivas. La explicación, sin duda, encajaba en el cuadro previamente trazado de las leyes del desarrollo histórico de la sociedad. Pero de hecho lo que se hacía, al seguir al pie de la letra esa interpretación de la depresión europea tardomedieval, era trastocar el camino lógico de la investigación histórica, pues, como ha señalado desde una perspectiva crítica G. Bois, se iba "del principio a la materia histórica concreta", la cual serviría de ilustración a aquél, y no al revés, como parece razonable. En la óptica marxista se sitúa también la interpretación aportada, no sólo a propósito de la crisis bajomedieval, sino en general sobre la época preindustrial, por el historiador norteamericano R. Brenner. El punto de partida se encuentra en el trabajo presentado por dicho historiador en un coloquio en 1974, y publicado en 1976 en la revista "Past and Present", con el título "Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe". Las réplicas y contrarréplicas a dicho texto, con intervenciones de diversos historiadores, dieron lugar al denominado "debate Brenner", que ocupa un puesto de excepción en la historiografía de las ultimas décadas. R. Brenner, crítico despiadado de los neomalthusianos, capítulo en el que incluía a historiadores tan destacados como el inglés M. M. Postan o el francés E. Le Roy Ladurie, ponía su acento en el papel de la lucha de clases como determinante de la evolución histórica, y por lo tanto también de la crisis que padeció el Continente europeo en los siglos XIV y XV. Oigamos al propio Brenner: "Las contradicciones entre el desarrollo de la producción campesina y las relaciones de extracción de excedente que definían las relaciones de clase de la servidumbre produjeron una crisis de la acumulación y la productividad campesina y, en última instancia, de las mismas posibilidades de subsistencia campesina. Esta crisis se acompañó por una intensificación del conflicto de clases inherente a la estructura social vigente". Sin duda se trata de un trabajo enormemente sugestivo, en el que su autor ha puesto en juego tanto su amplio conocimiento de la historia socio-económica de la Europa bajomedieval y moderna como su singular capacidad para la confrontación dialéctica. De todos modos, aun admitiendo la imperiosa necesidad de tener en cuenta la problemática de las relaciones sociales, la opinión de Brenner acerca de la crisis europea bajomedieval parece también unidimensional y más pegada al puro análisis teórico que a la toma en consideración de los datos empíricos conocidos de aquella época. Una explicación global de la crisis europea bajomedieval, en la que pretende engarzar el concepto tradicional de crisis agraria con la teoría del modo de producción feudal, la ha intentado el historiador francés G. Bois, en su obra, ya clásica, sobre Normandía (Crise du féodalisme. Economie rurale et demographie en Norrnandie orientale du debut du XIV siecle au milieu du XVI, siecle, 1976), así como en diversos escritos posteriores (como "La crise du Féodalisme en Europe a la fin du Moyen Age", 1986). Bois entiende que lo que se produjo en Europa en el siglo XIV fue, ni más ni menos, una crisis general del sistema vigente. En esa crisis habría que ver dos disfunciones, una relacionada con la producción, otra con el reparto. El bloqueo de la producción agrícola tendría su explicación en la conjunción de dos factores: por una parte, un estancamiento técnico; por otra, un descenso de la productividad del trabajo. En cuanto a la disfunción experimentada en el ámbito del reparto de la renta, Bois observa el desarrollo paralelo del crecimiento de las imposiciones fiscales de carácter público, por un lado, y del descenso de las rentas señoriales (aquí, según él, entraría en juego la lucha de clases), por otro. Rechaza, asimismo, la existencia de una contradicción entre las dos nociones que habitualmente se barajan de la crisis, la que pondría su acento en lo negativo y la que habla de mutación, portillo abierto hacia las novedades y por lo tanto positiva. De todas formas, Bois no ha dejado de señalar que su modelo explicativo, que él considera simplemente un método de aproximación para el entendimiento de la dinámica que desembocó en la crisis de los siglos XIV y XV, quizá no sea aplicable a todas las regiones de Europa, por más que encaje en algunas de ellas. En posiciones próximas, aunque diferentes de las de Bois, se ha situado hace unos años el historiador alemán R. Berthold, el cual ya había mostrado su disentimiento de las opiniones de W. Abel. En un trabajo publicado en 1979 (Die Agrarkrise im Feudalismus), Berthold ha manifestado que la cuestión capital, para explicar la crisis bajomedieval, se halla en el ámbito de la renta feudal. El deseo de afianzar dicha renta fue, en su opinión, el hecho verdaderamente decisivo, en tanto que la depresión agraria o las epidemias de peste fueron sólo factores secundarios que a lo sumo contribuyeron a reforzar y generalizar la crisis, pero en ningún modo a ponerla en marcha. Incluso los despoblamientos se habrían producido básicamente, según este autor, por la actitud de los labriegos que en un momento dado decidían abandonar sus aldeas, ante el intento de los señores de subir la renta. Ahora bien, sin negar importancia a la lucha por la renta cabe preguntarse por qué pasó a primer plaño esta cuestión en los siglos XIV y XV. Por lo demás, la conexión de la lucha por la renta feudal con la depresión agraria o las mortandades ¿fue simplemente episódica? En cualquier caso, y como conclusión a lo señalado hasta ahora, podemos afirmar, apoyándonos en las inteligentes palabras del investigador alemán W. Rosener, que "la crisis bajomedieval solo puede comprenderse en su integridad en el contexto del desarrollo general de la sociedad, en la urdimbre de relaciones entre economía, sociedad y sistema señorial".
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Los ilustrados no desmintieron en ningún momento su convicción de que la cultura era el requisito indispensable para la felicidad pública. Sin embargo, por un lado definieron un modelo cultural tan exigente que sólo pudo estar al alcance de una minoría selecta, mientras que por otro pensaron que el orden de la sociedad reclamaba un escalonamiento en el acceso a los bienes culturales. Es decir, por un lado propusieron un modelo demasiado elevado para ser asumido por las clases populares, mientras por otro compusieron su teoría pedagógica siguiendo la figura estratificada de la sociedad estamental. Este último aspecto se desprende con claridad del análisis de Joël Saugnieux sobre el pensamiento ilustrado en materia educativa. Si bien todos los escritores ilustrados pusieron su acento en la necesidad de la instrucción pública, sus puntos de vista no siempre fueron coincidentes respecto al alcance y las modalidades que debía revestir el esfuerzo pedagógico. La posición oficial aparece reflejada con nitidez en Campomanes, que propugna la creación de centros donde la enseñanza elemental sea sólo el camino previo indispensable para la formación profesional de los artesanos, dentro de un esquema teórico que servirá de inspiración a las escuelas gratuitas de las sociedades patrióticas y que había presidido también la creación de las escuelas más especializadas de la Junta de Comercio de Barcelona y de los Consulados de otras ciudades. Para otros gobernantes, como Floridablanca, la enseñanza no es más que un instrumento para acabar con la ociosidad de mendigos y vagabundos, un instrumento de profilaxis social, como por otro lado también lo entendían otros teorizadores ilustrados como Bernardo Ward. Las posiciones de otros ilustrados al margen de los círculos oficiales no diferían mucho de las propugnadas por el gobierno, como puede observarse en Jovellanos, quien con su habitual ambigüedad aboga calurosamente por una educación al alcance de todos y por la proliferación de las escuelas públicas, pero al mismo tiempo deja entrever que el buen orden social prescribe la limitación de la instrucción para muchos a sus niveles elementales y sólo como vía a su capacitación técnica, pues lo contrario provocaría una igualación en los saberes que sería perniciosa para el equilibrio de la sociedad. De este modo, y prescindiendo de posturas más abiertas y generosas, como la de Meléndez Valdés, la Ilustración creyó que los más altos niveles de la formación cultural debían estar reservados únicamente a una elite definida no sólo por sus capacidades intelectuales, sino también por sus posibilidades materiales de acceso a los mismos. Esta elite cambia a lo largo del siglo el decorado de su vida. Así, busca una casa bien acomodada, pero sin estridencia ni envaramiento, con profusión de pequeñas habitaciones confortables y disponiendo de un jardín que permita el contacto con una naturaleza domesticada. La vida de relación se hace más fácil, a partir de una mayor sencillez al recibir a los amigos, una mayor libertad en la comunicación entre las personas de distinto sexo, que llega incluso a consentir la institucionalización del cortejo o chichisveo, es decir el que las mujeres sean acompañadas por sus amigos con licencia de sus esposos, y una mayor delicadeza en el trato, con profusión de saludos y reverencias, que denotan la difusión de las buenas costumbres, que conquistan incluso la mesa, mediante la exquisitez culinaria y la complicación del servicio. Las reuniones se prodigan, tanto públicas en el paseo o en el café, como domésticas, con la finalidad de disfrutar de la buena conversación, de los juegos de salón (el billar, los naipes, la gallina ciega) o de las actividades artísticas (la música y el teatro, sobre todo), todo ello acompañado de refrigerios (refrescos, café o chocolate) y cerrado frecuentemente por el baile del minué o la contradanza. En este ambiente es fundamental la compostura física, que se expresa en la frecuentación del baño, el recurso a barberos y peluqueros, la sofisticación de la cosmética y la sucesión de modas cada vez más caprichosas en el vestido. La vida pública es asimismo imprescindible, pues se debe acudir, preferentemente en un buen carruaje, a los bailes de disfraces, a las funciones de ópera, a las solemnidades religiosas y a los espectáculos insólitos, como las experiencias aerostáticas con globos Montgolfier. Esta minoría selecta, que posee los bienes materiales y espirituales, trata de introducir sus nuevos modales, pero también sus nuevos modelos culturales entre las clases populares, singularmente en los medios urbanos. Un primer frente donde los ilustrados combaten al mismo tiempo contra los gustos populares y contra la oposición tradicionalista es la batalla del teatro. El teatro constituye, en efecto, una herramienta fundamental para la campaña de instrucción pública que se proponen llevar a cabo los partidarios de las Luces, tal y como se expresa en las palabras de Jovellanos: "(Es el) teatro el primero y más recomendable de todos los espectáculos, el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa y por lo mismo el más digno de la atención y desvelo del gobierno". Sin embargo, los ilustrados hubieron de librar duros combates para promover las representaciones teatrales. Primero, contra los defensores de las piezas de aparato, que se avenían mal con el género defendido por Olavide como el más conveniente para la nación y que incluía "tragedias que la conmuevan y la instruyan, comedias que la diviertan y corrijan". Y después, contra las fuerzas conservadoras, especialmente clericales, que se valieron de todos los medios para impedir el funcionamiento de los teatros en las distintas ciudades, ayudadas por la división que sobre el tema manifestaron los ayuntamientos e incluso por la incoherencia de la política gubernamental, que no mantuvo una opinión firme al respecto, excepto en el período de mayor influencia de Aranda y Campomanes, íntimamente persuadidos de la utilidad del teatro como vehículo propagandístico de las directrices reformistas. De este modo, la trayectoria del teatro español del siglo XVIII sigue los vaivenes de la vida política en general, con un período de apogeo que coincide con los años posteriores al motín de Esquilache (aunque todavía en 1767 el arzobispo de Valencia consiguiera el cierre del patio de la Olivera, igual que en 1760 el obispo de Segovia había obtenido la demolición del teatro de aquella ciudad) y una etapa de dificultades que se inicia tras el proceso inquisitorial de Olavide y enlaza con las furibundas campañas desatadas por el fanatismo de fray Diego José de Cádiz, para encontrar un respiro en los años finales de la centuria. Con estas circunstancias, puede comprenderse que el influjo educativo del teatro no rebasase un ámbito muy restringido, tanto en el tiempo como en el espacio, y no penetrase sino muy superficialmente en el tejido social, si bien en ningún momento se interrumpieron de modo general las representaciones, que en algunos lugares privilegiados, como Cádiz, resistieron incluso la crisis de 1789. Si el teatro era concebido por los ilustrados como un instrumento que podía ponerse al servicio de su campaña pedagógica, la contrafigura, encarnación de los más lamentables vicios a desarraigar entre las capas populares, era la fiesta de los toros. Algunas personalidades del mundo de la cultura setecentista fueron partidarios de la fiesta taurina, como fue el caso de Nicolás Fernández de Moratín, mientras otras se mostraban indulgentes, ya fuera por su posible utilidad social, ya por su capacidad de sintetizar el carácter atávico de la nación, como bien supo expresar Francisco de Goya, pero la Ilustración en general no dejó de manifestar su animadversión a los toros, como puede comprobarse leyendo a Feijoo, a Jovellanos, a Cadalso, a Meléndez Valdés, a Blanco White y, sobre todo, a José Vargas Ponce, gran debelador de la fiesta, que consideraba una incitación a la violencia y a la crueldad, señalando su efecto deseducador sobre las clases populares, del mismo modo que haría más tarde León de Arroyal, con una más aguda intención política. Tras una larga etapa de inhibición, las autoridades finalmente tomarían partido contra la fiesta, mediante un expediente incoado por el conde de Aranda en 1767 que terminaría en la pragmática de 1787, decretando una prohibición que nunca sería absoluta, sino antes al contrario burlada a través del subterfugio del festejo con fines benéficos. Ello permitió que la fiesta de toros, tan contraria al espíritu ilustrado, adquiriese a lo largo del siglo XVIII sus perfiles clásicos, con la implantación del toreo a pie, la aparición de las primeras grandes figuras y de las primeras rivalidades históricas (como la que enfrentó a Pedro Romero con Costillares), la construcción de los primeros ruedos de piedra (en Ronda y Sevilla) y la fundación de la primera Escuela de Tauromaquia, regentada por el sevillano José Delgado, Pepe-Hillo, autor del primer tratado preceptivo sobre la materia y cuya muerte en la arena supuso una nueva prohibición, ahora completa, de la fiesta en 1805. El caso de los toros no es el único que denota la resistencia de la cultura popular a avenirse con el elitismo ilustrado. La cultura popular se expresó con fuerza a través de las fiestas, que comprendían romerías (algunas magnificadas por el arte, como la de San Antonio de la Florida), ritos de carnaval (como el entierro de la sardina, inmortalizado por Goya) y festivales aldeanos relacionados con los grandes hitos de la vida agrícola, como las cruces de mayo o las hogueras de San Juan. Del mismo modo, los razonables espectáculos de las clases acomodadas tuvieron su réplica en las más animadas versiones populares: el teatro neoclásico, descansando sobre un cuidado texto y encerrado en las tres unidades, se enfrentó a la comedia de magia de aparatosa tramoya y acción trepidante; el lento y delicado minué tuvo su contrapunto en la agitada zarabanda o la graciosa seguidilla; la solemne ópera a la italiana tuvo que competir con la ligera tonadilla o la zarzuela castiza; la viola cortesana fue desbordada por una guitarra revalorizada; los aristocráticos saraos convivieron con todo tipo de ferias populares, como la que congregaba a los madrileños en la pradera de San Isidro. Más aún, si en épocas anteriores la intercomunicación entre la cultura de elites y la cultura popular había sido una característica de la vida hispana, ahora, cuando los ilustrados se divorcian de las formas populares y tratan de arrinconarlas, incluso prodigando medidas prohibitivas a fines de siglo (contra los toros, contra las comedias fantásticas, contra las mojigangas, contra las riñas de gallos), la cultura plebeya impone entre las clases adineradas la moda castiza en la indumentaria, el gusto por las fiestas al aire libre, el trato con el mundo de las majas y los chisperos, que dan su colorido peculiar a las manifestaciones públicas de la sociedad española de las postrimerías del Antiguo Régimen. Si la dicotomía entre la expresión cultivada y la expresión popular se patentizaba en niveles tan diversos de la vida cotidiana, el divorcio no podía dejar de reflejarse en la esfera de la práctica religiosa, que acompasaba la andadura vital del hombre de la época desde la cuna a la tumba. En efecto, las corrientes jansenistas pretendieron, además de las reformas de las estructuras eclesiales, la implantación de un catolicismo que fuera al mismo tiempo más racional y más riguroso, propugnando por un lado la depuración de la verdad revelada de toda ganga supersticiosa, y por otro una vivencia de la fe más interiorizada y desprendida de las formas externas y aparatosas de la piedad barroca. La pedagogía ilustrada trató así de penetrar en el terreno de la conciencia, imponiendo una práctica más racional que sentimental, más íntima que extrovertida, pero tropezando también aquí con la resistencia de una devoción popular irreflexiva y exuberante, profundamente reacia a modificar sus formas de expresión. De esta manera, el clero jansenista se vio totalmente incapaz de contrarrestar la influencia de los predicadores populares (particularmente frailes capuchinos), que alentaban una religión afectiva y adaptada a las circunstancias locales frente a la piedad elitista y uniformizadora de los ilustrados, a través de los sermones masivos y de las misiones itinerantes, que creaban en los pueblos un clima de efusiva exaltación merced al premeditado empleo de recursos teatrales destinados a conmover los corazones de los fieles. Del mismo modo, la campaña de los intelectuales, desde Feijoo en adelante, para combatir los ritos supersticiosos o las creencias sospechosas se estrelló contra el muro de la ignorancia y la tradición, que defendían convicciones irracionales y costumbres atávicas, que formaban parte de un sustrato cultural intangible. La Ilustración no consiguió alterar de modo perceptible el horizonte religioso de las clases populares, sino que, por el contrario, ensanchó el foso existente entre la práctica de las elites y la piedad de la mayoría de la población. En cambio, el catolicismo siguió siendo la religión compartida por la minoría ilustrada, que mantuvo incólume su confianza en la compatibilidad entre razón y fe, y por el conjunto de la población, insensible a cualquier sugestión descristianizadora, como manifiestan sus actitudes ante la muerte, presididas por la angustia de la salvación que se propicia con el auxilio del sacerdote, la demanda de sufragios y el ejercicio de las caridades póstumas para con las comunidades religiosas y para con el prójimo. Así, la cultura ilustrada se detuvo ante las puertas de los comportamientos tradicionales de extensos sectores de la sociedad que, siguiendo inveteradas costumbres o tocados por la predicación interesada de frailes inmovilistas e intransigentes, se mantuvieron al margen de la ideología de las Luces, que por otra parte no dispuso de medios suficientes para extender por todo el país su campaña pedagógica. En el polo opuesto, algunos ilustrados perdieron su confianza en la capacidad transformadora de una cruzada estrictamente cultural y en la sinceridad reformista del sistema absolutista, abandonando las filas del movimiento ilustrado y poniendo los cimientos del liberalismo español.
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Se ha afirmado repetidamente que uno de los límites de la Ilustración española fue, en efecto, su carácter minoritario, su incapacidad de extender su radio de acción más allá de un reducido círculo de intelectuales. Sin embargo, cabe preguntarse qué tipo de cultura erudita o qué tipo de movimiento de vanguardia ha sido algo más que patrimonio de una minoría a lo largo de los siglos, cuando los medios de difusión eran dramáticamente escasos e ineficaces. ¿Podía incidir la cruzada de los ilustrados más que la pedagogía de los humanistas o la publicística de la revolución científica en un mundo masivamente analfabeto y sometido a la propaganda mucho más activa del púlpito y el retablo? Tanto más cuanto que el propio Despotismo Ilustrado no dudó en poner a su servicio toda la artillería pesada de la reacción política y religiosa cuando sintió amenazados sus cimientos por la Revolución Francesa. En este sentido, el nivel de alfabetización es el primer índice para captar tanto la posible incidencia de la producción escrita ilustrada como el resultado de la campaña educativa emprendida por el reformismo. El porcentaje de analfabetos es alto a todo lo largo del siglo, aunque las cifras oscilen de modo drástico según el sexo, el medio geográfico, la clase social, la línea divisoria entre campo y ciudad y la fecha que se tome en consideración. Dentro de un ámbito urbano, la alfabetización puede haber alcanzado al 82% de los ciudadanos, como ocurre en Murcia, o al 76%, como ocurre en Toledo, o sólo al 30%, como ocurre en Ciudad Real, mientras una población como Mataró (con características urbanas, pero con un importante sector rural) presenta a mediados de siglo un índice en torno al 35% con un claro dimorfismo sexual (53% para los hombres contra 8% para las mujeres) y social (100% de las clases privilegiadas y 95% de la burguesía mercantil pero sólo 57% del artesanado y completo analfabetismo de los trabajadores sin cualificación profesional). En Murcia y su entorno, la situación de finales de siglo ofrece una alfabetización segura del hombre urbano, un avance de la mujer pero sólo si habita en la ciudad y un estancamiento en la población rural tanto masculina como femenina, que determina un progresivo desfase entre el campo y la ciudad, así como una reducida cota para el progreso estimado en sus coordenadas generales. En Galicia, por último, el 36% de los alfabetizados de principios de siglo (que queda reducido a un 12% si se toma en cuenta sólo el ámbito rural) se multiplica notablemente en la primera mitad de la centuria (58 y 45% en 1750-1751 respectivamente) para estabilizarse en niveles ligeramente superiores en sus postrimerías (61% del total y 58% de la poblacíón rural). En definitiva, la impresión final es, pues, la de una amplia masa de la población excluida de los beneficios de la cultura escrita y la de un adelanto de alfabetización constatable, pero sin excesiva aceleración. Un adelanto que, por otra parte, no afecta a todos por igual, sino que es menos patente en la población campesina y también en el mundo femenino, pese a la promoción que en el siglo experimenta la condición de la mujer, para la que Josefa Amar y Borbón reclama todos los derechos educativos y otros autores la libertad de elección a la hora del matrimonio, como los dramaturgos Ramón de la Cruz (El casamiento desigual) y Leandro Fernández de Moratín, uno de los abanderados de la nueva sensibilidad que se abre camino a lo largo de la centuria. No podían esperarse, por otra parte, mejores resultados de los rudimentarios instrumentos puestos a disposición de las poblaciones: las cartillas para el aprendizaje de la lectura (que, no obstante, circularon profusamente en tierras de Castilla y Aragón) y los manuales de escritura de Aznar de Polanco, Anduaga, Naharro, Delgado, Paredes y Torío de la Riva, el príncipe de la escritura, cuya obra de 1785 fue distribuida por Carlos IV en todas las escuelas. Estas, atendidas por eclesiásticos o dependientes de las sociedades patrióticas, superaban las once mil en el censo de Godoy, cifra que sólo garantizaba la escolarización de unos 400.000 alumnos, algo más de la cuarta parte de los niños comprendidos entre los seis y los trece años. En cualquier caso, si la alfabetización es un primer requisito para acceder a la literatura ilustrada, parece evidente que no todos aquellos que estaban en posesión de los rudimentos de la lectura y la escritura participaron de la cultura de las Luces. Si nos detenemos en los vehículos más importantes de difusión cultural de la época, parecerá sumamente exiguo el número de las personas que toman contacto con la enseñanza superior, universitaria o extrauniversitaria, así como el de aquellas que se integran en alguna academia provincial o en la sociedad patriótica de su localidad, que son en realidad el reducto de minúsculos grupos de nobles, clérigos y funcionarios en posesión de un bagaje cultural negado a la mayoría. No es necesario evidentemente participar en la creación cultural para disfrutar de sus resultados, difundidos esencialmente a través de la imprenta, pero una aproximación a la edición española nos descubre sus caracteres arcaicos a lo largo de todo el siglo. En efecto, la producción impresa de los años 1745-1755 alcanza sólo la escuálida cifra de unos 350 títulos al año (que pueden ponerse en parangón con los tres mil o cuatro mil de Francia por las mismas fechas, es decir unas diez veces más), dedicados en un alto porcentaje a temas teológicos o apologéticos (de un 30 a un 40%, siempre por encima de cualquier otro género de literatura), lo que configura una situación que no parece modificarse demasiado con el transcurso del tiempo, pues la producción para los años 1784-1785 sólo ha aumentado hasta los 460 títulos anuales, con predominio asimismo de la temática religiosa, que se apropia de un tercio del total. Los restantes datos no sirven sino para avalar esta impresión de raquitismo, ya se refieran a la distribución geográfica de la edición (concentrada en Madrid, que a mediados de siglo absorbe el 31% de la producción y cuenta con algunos de los mejores y más ilustrados profesionales del ramo, como Manuel Sancha y Joaquín Ibarra, seguida de algunos otros centros más, como Barcelona, Valencia, Zaragoza y Sevilla), ya tengan en cuenta el número de librerías existentes, que para toda España en los años 1757-1758 no rebasan las 181, cifra inferior a la registrada para la sola ciudad de París en la misma época. Si pasamos de las librerías a las bibliotecas, encontramos el mismo contraste entre las bien nutridas estanterías de algunos individuos y algunos organismos culturales y la indigencia que predomina en el resto. Por un lado, el inventario de la Sociedad Bascongada de Amigos del País, que nos descubre sus riquezas en autores clásicos y modernos, nacionales y extranjeros, o el de la biblioteca del marqués de Santa Cruz de Marcenado, militar y economista, que posee un buen fondo de libros de historia (el 28% de sus 885 volúmenes), de literatura (el 21%) y de técnica militar (el 17%) y hasta algunos de los clásicos de la ciencia moderna. Por otra parte, en cambio, algunas bibliotecas universitarias no rebasan los cincuenta títulos y muchas no superan los quinientos; las librerías sevillanas presentan en el catálogo de sus existencias hasta un 40% de obras devocionales frente a un 14% de obras de carácter científico; y las bibliotecas de los grandes comerciantes barceloneses no cuentan por lo general con más de un centenar de libros, repartidos entre obras religiosas, instrumentos comerciales y alguna edición de El Quijote. ¿Podría concluirse con la pesimista aseveración de Genaro Lamarca, que tras comprobar para la Valencia de la segunda mitad de siglo el predominio de las bibliotecas pequeñas, pobres y anticuadas no duda en afirmar que, respecto de las corrientes innovadoras de la Ilustración, el panorama que se nos ofrece en Valencia, y presumiblemente en toda España, debe catalogarse en conjunto de desolador? ¿O con la no menos pesimista estimación contemporánea del Diario de Barcelona, asegurando en 1792 que en España, de cada cien personas, sólo tres leían para instruirse? Hay que decir en todo caso que los libros, reservados a un restringido grupo de lectores, no son el más común ni el más rápido de los vehículos de difusión cultural del siglo XVIII. Este es el papel de la prensa, que aunque había conocido precedentes en tiempos inmediatamente anteriores, aparece como una de las creaciones más características de la época. La prensa española del Setecientos constituyó sin duda el principal medio de difusión, no sólo de las noticias, sino también de los temas fundamentales que integraban el debate cultural de la Ilustración. Su contenido fue muy vario, incluyendo la información erudita o literaria (género que alcanzó el mayor éxito), la temática religiosa, la crítica de costumbres, la miscelánea cultural o la exposición de asuntos especializados, de medicina, de pedagogía o, sobre todo, de economía, género este último que, a decir de Luis Miguel Enciso y Celso Almuniña, fue "el más mimado y apoyado desde el poder de todo el periodismo del siglo XVIII". Temática tan diversa se expresó a través de diversos modelos de periódicos: los diarios (que se distinguieron especialmente por su elitismo, su afrancesamiento y su voluntad pedagógica), las gacetas (más populares y con una orientación más informativa) y los almanaques y pronósticos, destinados al consumo de amplias capas de la población y que contaron con la colaboración de algún especialista destacado, como Diego de Torres y Villarroel. El nivel de difusión estaba relacionado con las oscilaciones de la coyuntura económica, la incidencia o no de la ayuda oficial (que hizo que los periódicos directamente financiados por el gobierno fuesen los de mayor tirada y mayor duración) y la vecindad ideológica a los planteamientos reformistas expuestos desde el poder. Paul Guinard distingue varias etapas en la trayectoria de la prensa española del siglo XVIII. Un periodo inicial de ensayo se cierra con la aparición del Diario de los Literatos (1737), que inaugura la primera época de esplendor, dominada por El Pensador (1761-1767), el periódico editado por José Clavijo Fajardo y orientado esencialmente a la crítica social dentro de una línea claramente ilustrada, pero que cuenta también con revistas literarias (Caxón de Sastre, 1760) y con órganos especializados en temas científicos, técnicos y económicos. Un período de transición lleno de vacilaciones precede a la edad de oro, propiciada por una favorable coyuntura económica, un mayor apoyo estatal y mejores condiciones de distribución, especialmente gracias a la reducción de las tarifas postales, y que estuvo presidida por el gran periódico crítico del siglo, El Censor, de Luis García Cañuelo (1781-1787), y animada por otras numerosas publicaciones, ya fuesen revistas literarias (El Correo Literario de Europa, El Espíritu de los Mejores Diarios) o gacetas destinadas a la divulgación cultural (El Correo de los Ciegos, 1786-1791). Paralelamente a la iniciativa particular, la Corona había iniciado la publicación de periódicos oficiales, como la Gazeta de Madrid (que, en circulación desde 1661, pasaría a ser editada por el gobierno un siglo más tarde) y el Mercurio Histórico y Político (1756), que junto a la anterior se reservaba el monopolio de las noticias políticas y militares. Emprendida esta ruta, los gobernantes no podían dejar de publicar prensa económica, destinada a la información y la educación de los agentes productivos. Así nace primero El Correo Mercantil de España y sus Indias (1792-1808) que, dirigido por Diego María Gallard y Eugenio Larruga, tenía el propósito de ofrecer toda suerte de información que fuese de utilidad para los comerciantes, además de sufragar con los ingresos obtenidos una Oficina de la Balanza de Comercio. Le siguió el Almanak Mercantil o Guía de Comerciantes (1795-1808), del citado Diego María Gallard, anuario que recopilaba un ingente volumen de noticias para uso de mercaderes y fabricantes. Y finalmente apareció, con apoyo de Godoy, el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los párrocos (1797-1808), órgano destinado al fomento de la agricultura y de las manufacturas rurales a través de la instrucción que los eclesiásticos podían transmitir a sus feligreses en los medios rurales y cuyo fin último era solucionar el dilema así expresado: "En España los que labran no leen y los que leen no labran". No cabe duda de que la prensa llegó más lejos que el libro. Sin embargo, tampoco pueden exagerarse sus efectos, tanto si atendemos a los límites técnicos de su distribución (voceo callejero o venta en librerías, siempre ámbito urbano por consiguiente) como a su restringida clientela (compuesta como en otros casos similares por nobles, eclesiásticos, funcionarios y comerciantes) o a su reparto geográfico (concentrado en Madrid, con el 51% de la edición frente al 41% del conjunto de la periferia y el 8% de las regiones interiores, aunque evolucionando hacia una relativa descentralización en tiempos de Carlos III) o, finalmente y sobre todo, si tenemos en cuenta el número de ejemplares en circulación, que osciló entre los diez mil por término medio de la Gazeta, los cinco mil del Mercurio en su momento de máximo apogeo y los tres mil del Semanario de Agricultura para la prensa oficial, pero que raramente rebasó los quinientos de El Censor, en el caso de las publicaciones surgidas de la iniciativa particular. Las insuficiencias de la prensa se unen así a las insuficiencias de la edición y de la instrucción elemental (en una sociedad cuyos municipios no siempre alcanzan a pagar a un maestro, después de garantizarse los servicios de un médico, un boticario y un veterinario), para imponer una estricta frontera a la extensión de las Luces. El mundo rural y las capas más desfavorecidas del mundo urbano quedaron en gran parte al margen de la Ilustración, aunque sus ecos llegasen a través de conductos más comunes, como la lectura en voz alta de los periódicos (ampliando así su radio de acción), la tertulia en el café, la representación teatral o el sermón dominical, fuente importantísima de transmisión de ideas, que no siempre sin embargo fueron ilustradas. De esta forma, las ilusiones puestas por el reformismo en la virtud transformadora de la cultura se vieron frustradas por la incapacidad para una divulgación suficiente, aunque quizá tampoco se quiso un acceso universal e indiscriminado a todos los niveles de la educación. La cultura ilustrada fue siempre minoritaria y también a veces celosamente elitista.
obra
<p>El aumento del nivel intelectual en la Holanda del Barroco permitiría que un amplio número de mujeres pertenecientes a la burguesía aprendieran a leer y escribir, plasmando así sus sentimientos en papel. Las cartas amatorias provocarían importantes controversias jurídicas ya que se hacía necesario aclarar si implicaban adulterio o compromiso matrimonial, al comprobarse la culpabilidad de quien las escribía. Vermeer no dudaría en incorporar la temática amorosa y especialmente la relacionada con las cartas, en un buen número de sus escenas de género como bien podemos comprobar en este lienzo que conserva la National Gallery de Dublín. En un primer plano, situando entre el espectador y la mesa una silla como era frecuente en el maestro de Delft, nos encontramos con la señora de la casa, afanada en la escritura de una carta. La mesa se cubre con un rico tapiz oriental y sobre él podemos observar ligeramente la escribanía de plata, mientras que a los pies de la silla se aprecian el precinto y el sello. La criada está en un prudente segundo plano, con los brazos cruzados, dirigiendo su mirada hacia la ventana donde se reproduce un irreconocible motivo iconográfico que los expertos identifican con la Templanza, que también está presente en Caballero y dama tomando vino o Muchacha con vaso de vino. En la pared del fondo se exhibe un lienzo con el tema de la salvación de Moisés en el Nilo, aludiendo a la práctica habitual de abandonar niños no deseados. Ambos elementos simbólicos indicarían que estamos ante una relación extraconyugal contra la que las autoridades intentaban luchar, utilizando incluso los cuadros como instrumento pedagógico. En cuanto al estilo, Vermeer gusta de utilizar un potente foco de luz procedente de la izquierda, en sintonía con los trabajos de Caravaggio, creando una atmósfera envolvente que resalta los brillos de las tonalidades, acercándose así a la escuela veneciana y a Rembrandt. La ubicación de los diferentes elementos en planos paralelos al espectador y la bicromía de las baldosas serán técnicas habitualmente utilizadas por el maestro de Delft para crear la sensación de perspectiva. El color se aplica de manera "puntillista", repartiendo de forma chispeante la luz por toda la superficie pictórica.</p>