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El maestro de Toulouse-Lautrec en París, Leon Bonnat, había desarrollado su estilo dentro del realismo, tomando como referencia a Courbet y Daumier. Quizá ese realismo vivido durante el tiempo pasado en el estudio motivaría la ejecución de esta escena que contemplamos protagonizada por una criada junto al carretero acompañado por su carro tirado por dos caballos. Henri utiliza un colorido muy oscuro, con negros, grises y ocres aplicados con una pincelada bastante suelta, interesándose también por el espacio obtenido a través de esas grandes piedras que se alejan hasta la pared del fondo donde se observa una ventana semicircular. Las figuras parecen gesticular aunque ignoramos el mensaje que el joven pintor desea transmitir. Pronto abandonará esta temática más rural para exhibir el mundo nocturno de París y sus principales protagonistas.
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Los vehículos debían dirigirse al Hospital siguiendo la avenida Appel, que bordea el río, sin adentrarse en las angostas callejuelas de la ciudad antigua. El cambio de planes serviría de medida de seguridad, ya que nadie les esperaría por esta avenida y porque así se evitarían las calles más estrechas y concurridas de la ciudad. Sin embargo, ninguno de los conductores había sido informado de los cambios, por lo que pensaban seguir el camino originariamente trazado, por la calle Francisco José en dirección al Museo, para, posteriormente, dirigirse a la residencia del gobernador. El trabajo de alertar a los conductores sobre las rutas era responsabilidad del teniente coronel Merizzi, pero éste se encontraba herido en el hospital. Ese error iba a tener trágicas consecuencias. Mientras tanto, los terroristas se encontraban desconcertados. Sin ninguna certeza de que el Archiduque fuese a seguir el itinerario previsto, se situaron en diversos puntos de la ruta. Uno de ellos, el estudiante de 19 años, Gavrilo Princip, deprimido por la falta de suerte de la misión, decidió comer algo mientras reflexionaba sobre lo que haría después. Se encaminó hacia la calle Francisco José, donde se detuvo para comprar un bocadillo en el establecimiento de un tal Moritz Schiller. Al salir, se encontró con un amigo. Justo en ese mismo instante, ignorando el cambio de itinerario, el conductor del primer automóvil de la comitiva giró para adentrarse en la calle Francisco José, según las instrucciones que había recibido esa mañana. El general Potoirek se dio cuenta del error y le gritó para que rectificase: "¿Qué es esto? ¡Éste es el camino equivocado, se supone que seguiríamos por la avenida Appel!". El conductor, sorprendido por los gritos del general, frenó en seco para dar marcha atrás. El automóvil se detuvo así a escasos pasos de Princip. La suerte estaba echada. Pocas veces en la Historia un error ha tenido unas consecuencias tan graves. Princip se dio cuenta rápidamente de lo que estaba sucediendo. Apenas se lo podía creer: allí, a escasos metros se encontraba el Archiduque, el odiado enemigo. No se lo pensó dos veces, sacó su pistola del bolsillo y realizó dos disparos sin apenas apuntar. Tras ellos, el Archiduque y su mujer siguieron erguidos, Potoirek pensó que los terroristas habían vuelto a fallar y dio órdenes al conductor para que se dirigiera a toda prisa hacia la residencia del gobernador. Princip intentó suicidarse disparándose un tiro, pero un espectador le agarró el brazo y se lo impidió. Momentos después, estaba a punto de ser linchado por la multitud.
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Amparados por la funcional desmesura burocrática, simbólica y formal del plan sixtino -que con su trazado rectilíneo y articulado, su culto al eje y al nudo viarios y su amor por el monumento focal, convergente e irradiador, convertía a Roma en el prototipo máximo de ciudad capital-, y siguiendo las pautas edificatorias de unificación del panorama urbano fijadas por las ordenanzas de Gregorio XIII (bula "Quae publicae utilia", 1574), los artistas del Barroco: arquitectos, escultores, pintores, redujeron a proporción y enriquecieron, hasta humanizarlos, esos ámbitos espaciales. A lo largo del siglo XVII, los arquitectos y escultores experimentaron en el tejido de Roma (y en sus interiores, los pintores), las posibilidades expresivas que el nuevo lenguaje les facilitaba, y ello a pesar de lo reducidas y modestas que fueron, en comparación, las sucesivas iniciativas papales.Sin embargo, las sistematizaciones que durante el Seicento se ejecutaron en los diversos niveles de construcción, transformación, ampliación y decoración, confirieron a Roma su aspecto decididamente barroco y su carácter ejemplar. Así, poniendo el acento, sobremanera, en la sistematización arquitectónica y en operaciones de retoque y ornato urbanos, los papas del Seicento llevaron adelante las pautas sixtinas.Pablo V (1605-21) construyó un nuevo acueducto para resolver el problema hídrico del Trastévere, auto-celebrándose con la erección de nuevas fuentes (Acqua Paola). Durante el pontificado de Urbano VIII (1623-44) se sistematizaron algunas plazas, como la del Quirinale, y se fortificó el Gianicolo; en el de Inocencio X (1644-55) se renovaron los interiores de las dos mayores basílicas y se completó a lo barroco las plazas del Campidoglio y Navona, convirtiendo ésta en espectacular corte de la familia Pamphili, y durante el de Alejandro VII (1655-67), que volvió a tener el control sobre toda la ciudad, a más de ordenarse la graciosa placita ante S. Maria deIla Pace, de iniciarse la sistematización de la del Popolo y de proyectarse la transformación de la plaza Colonna en corte de los Chigi (transportando la Columna Trajana al lado de la Antonina), se aborda, por fin, la resolución del nudo urbano más importante y complejo, formal y simbólicamente, de Roma: la plaza de S. Pietro, ante la Basílica Vaticana.
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Leonidas Breznev ocupó el poder hasta su muerte en 1982 de modo que su etapa de Gobierno cubrió en realidad una gran parte del período que examinamos en esta parte del volumen. Se ha tratado ya de los rasgos fundamentales de su período de Gobierno de modo que podemos abordarlo ahora haciendo tan sólo mención a que aquellas características a las que ya se ha hecho mención se acentuaron durante el período inmediatamente siguiente. La fase final de esta etapa de Gobierno puede parangonarse con la decadencia del Imperio Romano en la óptica de un historiador de la Antiguedad en lo que tenía de contraste entre la realidad y la apariencia. El dirigente soviético probablemente tuvo tantas medallas como todos sus antecesores juntos, pero esta acumulación de honores significaba muy poco realmente. Los libros que se le atribuyeron carencias de cualquier originalidad y habían sido elaborados por escritores profesionales. Tanto el culto a la personalidad como esa proliferación de condecoraciones ocultaban, en realidad, la propia vaciedad del líder, y eran la prueba de la autosatisfacción de un sistema que sabía que había evitado la conflictividad interna por el procedimiento de exaltar al más mediocre. En su fase final Breznev apenas trabajaba dos o tres horas diarias porque sus condiciones físicas no daban para más. No era una excepción porque algo parecido le sucedía al conjunto de la clase dirigente soviética: a estas alturas se habían establecido ya las diez semanas de vacaciones como norma general para los miembros del Politburó, dada su edad. El verdadero interés de Breznev se situó en sus aficiones como, por ejemplo, su colección de un centenar de fusiles de caza o de automóviles. Desde 1975 hubo llamadas de atención de Andropov acerca de la posibilidad de una grave crisis del sistema, sobre todo en el aspecto económico, pero no hubo reacción por parte de Breznev que nunca hubiera tenido la menor posibilidad de enfrentarse con ella. Lo que Andropov, responsable de la KGB y, por tanto, la persona más enterada de la verdadera realidad de la URSS, quería era una cierta vuelta a los procedimientos de movilización popular del período inicial revolucionario para lograr así un mayor grado de disciplina y de cumplimiento de los planes. Pero Breznev, cuyo entorno familiar se había configurado como una auténtica mafia en el terreno económico, no estaba en condiciones de protagonizar esta política. Incluso se puede decir que no participó de forma destacada en la actividad del partido o del Estado pero, en cambio, quiso aparecer periódicamente en televisión. Todo lo que se refería a la rutina del poder estuvo entregado a Chernenko que, en realidad, actuaba como una especie de mandatario suyo aun no teniendo otras virtudes que las de un secretario. Fueron precisamente los dos personajes citados quienes sucedieron a Breznev de forma sucesiva en el momento de su muerte. Andropov llegó al poder con 68 años y después de haber padecido un infarto. Triunfó en la sucesión por ser apoyado por el Ejército -el general Ustinov- y por su papel al frente de la KGB durante mucho tiempo. Alguna sensación de crisis debía haber llegado a hacerse clara ante la dirección soviética cuando se optó por él en vez de por quien había sido el colaborador más estrecho de Breznev. Como en otras ocasiones, el hecho de que fuera nombrado para hacer la alabanza a éste en sus funerales testimonió sus futuras responsabilidades. De él dijo que "encantaba a todos por su simplicidad, por su transparencia", lo que parecía indicar la voluntad de mantener el liderazgo en la línea desdibujada y de colaboración colectiva. Chernenko, que era en un principio su competidor, le propuso insistiendo en la necesidad de mantenerse en un modo de actuación colectiva como el indicado. En Occidente algunos describieron a Andropov como un reformador liberal, pero sería mucho más oportuno hacerlo como un miembro de la clase dirigente soviética, inteligente y culto, consciente hasta cierto punto de la situación crítica del sistema y dispuesto a tomar algunas medidas para enfrentarse con el futuro. Nació en Stavropol en 1914 y desde muy pronto inició su carrera política en las juventudes comunistas. Aunque fue una persona de cierta educación no concluyó sus estudios universitarios; escribía poesía y tenía una vida familiar muy activa que era muy importante para él. Un historiador ruso poscomunista le ha descrito marxista idealista, que creía en el leninismo y en la KGB y desde ambos sirvió a la URSS. Fue embajador entre 1954 y 1957 en Hungría, lo que implica haber participado en el aplastamiento de esta sublevación, pero también que tuvo la ocasión de demostrar entonces sus capacidades políticas, aunque fuera Kruschev quien en lo esencial dirigió la operación contra los seguidores de Nagy. Eso tuvo como consecuencia que dejara la carrera diplomática, que era su destino previsible para el resto de su vida y volviera a la URSS. El gran salto adelante en su carrera política Andropov lo dio, sin duda, en 1967 cuando se hizo cargo de la KGB. De los siete líderes soviéticos fue el único que pasó de la KGB a la dirección del partido lo que resulta muy característico de esta fase final del régimen soviético. Esta institución había sido un instrumento en manos de Beria y durante el período posterior a él había sido dirigida por personajes de semejante brutalidad. Pero con Andropov fue algo muy distinto: la convirtió en una especie de "Inspección general" del sistema soviético o, lo que es lo mismo, la convirtió en una especie de Estado dentro del Estado con procedimientos técnicos mucho más sofisticados que en el pasado. De hecho, sabía mucho más que el secretario general del PCUS sobre muchos asuntos. Pero el propósito de la KGB, como es lógico, seguía siendo el mismo de siempre: el mantenimiento estricto de la estabilidad del régimen. Los procedimientos, de cualquier manera, eran ya muy distintos: la propaganda fue más matizada e incluso se dirigió a los medios culturales en donde podía anidar la disidencia. A los más rebeldes Andropov ya no los encarceló, hizo juzgar o envió a los campos de concentración, sino que les privó de la nacionalidad o los envió a clínicas psiquiátricas. También toleró que pudieran emigrar y también se lo permitió a los judíos (unos 250.000 pudieron salir de la URSS). Incluso la KGB mejoró su imagen por el procedimiento de hacer propaganda de sí misma pero también persiguiendo a la corrupción. Sus competencias llegaron incluso a la administración de los fondos que utilizaba la URSS para subvencionar a los Partidos Comunistas de los países occidentales. Andropov fue siempre considerado como una persona enigmática que hacía pocas apariciones públicas, no gritaba y era, a la vez, temido y respetado. Su liderazgo siempre fue más bien tolerante, poco conflictivo y eficiente y su capacidad de trabajo prodigiosa, pero todo ello no permite decir en absoluto que fuera un reformador liberal. En muchos aspectos distó mucho de ser lo que luego sería Gorbachov: no dio la sensación de ser un populista, no apeló al ciudadano medio, no sugirió que tuviera un programa amplio de reformas y tampoco mostró ningún deseo de modificar la esencia de la política interna soviética. Sin embargo, en cierto sentido las declaraciones y discursos de Gorbachov tuvieron un antecedente en él. En el fondo, parecía haber sido muy consciente de la situación crítica en que vivía el sistema soviético y haber intentado ponerle remedio, pero lo hizo en una dirección mucho más tradicional que la que luego lo intentó el creador de la "perestroika". En ese sentido también podría decirse que el planteamiento de un programa de reformas era simplemente inevitable en la URSS, al menos a medio plazo. No repudió a Breznev pero llevó una vida austera frente a la ostentación del entorno familiar de su antecesor. En el terreno económico -en el que se centraban principalmente las dificultades soviéticas- pareció haber sido mucho más consciente de la necesidad de adecuar precios a la realidad y reclamó una disciplina de trabajo que se había derrumbado durante la etapa del estancamiento. Su programa consistió en repetir una y otra vez que era necesario reforzar la producción y la disciplina de trabajo pero este tipo de invocaciones tenía una escasa posibilidad de resolver problemas profundos. Hubo casos de persecución a gestores administrativos como, por ejemplo, el más importante de la tienda de alimentación más grande de Moscú y el antiguo ministro del Interior. Pero estos casos ejemplares tampoco sirvieron para volver a la disciplina que había gestado el terror estaliniano. Por otra parte, Andropov no tenía formación en materias económicas o de agricultura. En política exterior protagonizó un cierto cambio por el procedimiento de dejar entrever que estaba de acuerdo en admitir una retirada de Afganistán. Es incluso posible que, de haberse atendido mejor a sus consejos en su momento, no se hubiera producido la invasión. Pero los cambios efectivos fueron escasos, entre otros motivos porque no hubo tiempo para llevarlos a cabo aunque hubieran podido ser positivos porque implicaban una cierta vuelta a la distensión. Aunque no quiso que las potencias árabes, por ejemplo, le obligaran a participar en un conflicto mundial no deseado, siguió armándolas, en especial a Siria. Quiso mejorar las relaciones con China pero pronto descubrió la imposibilidad de ponerse de acuerdo porque ésta le pedía que Vietnam abandonara Camboya y la URSS se retirara de Afganistán y de Mongolia. Se mantuvo la tensión con Occidente por el despliegue de los misiles y en el momento de producirse la réplica de los países democráticos respondió con nuevas instalaciones pero también con una "ofensiva de paz" que presagiaba la política que luego mantendría la URSS en la etapa de Gorbachov. El derribo del avión sudcoreano que sirvió a Reagan para hacer una violenta requisitoria contra la URSS no fue, en cambio, un acontecimiento premeditado. La acción fue el resultado de una cadena de errores y de coincidencias desgraciadas: el avión se desvió por error y penetró el espacio aéreo enemigo donde fue tomado por espía. Las discusiones de la dirección soviética testimonian, sin embargo, la ausencia de una mínima compunción por los muertos. Los soviéticos descubrieron la caja negra del avión y hubieran podido dar cuenta de lo realmente sucedido y pedir disculpas, pero no lo hicieron. El problema principal de Andropov, casi inmediatamente después de llegar al poder, fue su propia salud. A los tres meses de llegar a la Secretaría General tuvo que someterse a diálisis por insuficiencia renal. A pesar de su mayor deseo de enfrentarse a la crisis del sistema soviético, por el estado de salud propio y de los suyos, se vio obligado a reducir la jornada de trabajo a tan sólo de 9 de la mañana a 5 de la tarde con un día de trabajo semanal en casa. De los quince meses que estuvo en el poder, la mitad del tiempo permaneció en el hospital, donde recibía llamadas y leía papeles. Muerto en febrero de 1984, Andropov fue sustituido por Chernenko, lo que es bien expresivo de la situación crítica de la política soviética. A sus setenta y dos años Chernenko era una persona mediocre desde el punto de vista intelectual, muy cauteloso, muy titubeante al hablar y que carecía por completo de fuerza espiritual o física para desempeñar el poder, pues daba la sensación de que la había agotado en su totalidad en llegar al ápice del mismo. Nunca había tenido la responsabilidad suprema de ninguna parcela de la política o la Administración soviéticas hasta el momento de llegar a la Secretaría General. Habiendo sido el hombre de confianza de Breznev no consiguió siquiera ser elegido como su sucesor, tan patentes eran sus carencias; incluso después de haber desaparecido Andropov la dirección soviética tardó el doble de tiempo en proclamarle que a su predecesor. El general Ustinov hubiera preferido a Grishin o a Romanov y Gorbachov le acabó apoyando a base de pedir la unidad de todo el equipo dirigente e incluso puede decirse que su nombramiento no se explica sino por ir acompañado de un papel preminente suyo hasta el punto de que "Pravda" le describió como "el segundo secretario". Un diario parisino dijo de Chernenko que lo más notable en su persona era la carencia de cualquier cosa notable. En la práctica entregó a Gorbachov la dirección del secretariado del Comité Central, las cuestiones de agricultura y la comisión sobre Polonia, lo que equivalía a descargar sobre sus espaldas buena parte de las responsabilidades más graves que le correspondían al liderazgo soviético. En el poder resultó, como parecía inevitable, extremadamente conservador y no hizo el menor intento para cambiar nada a pesar de que no podían ocultarse ya los signos de crisis. Aun así, por la inveterada práctica del culto al líder fue exaltado como si se tratara de un muy singular personaje histórico. Su papel en la Guerra Mundial había sido nulo y, sin embargo, se alabó su labor como modesto guardia de frontera. Breznev, al menos, había acabado la Segunda Guerra Mundial como general pero él no había hecho nada reseñado. Su mérito había sido ser el hombre de confianza de quien le promovió como encargado de agitación y propaganda en Moldavia pero toda su vida había demostrado una rotunda incapacidad de salirse de su línea burocrática. A las reuniones de la dirección soviética presentaba textos elaborados por la maquinaria del partido pero, en cambio, en las agendas de trabajo de Breznev aparecía mucho más que cualquier otro. Ni siquiera era tomado en serio, puesto que no tenía preparación en materias económicas, militares o de cualquier otro tipo verdaderamente relevante. Pero por su mesa de trabajo pasó una inmensa cantidad de papel a lo largo de muchos años. En sus trece meses en el poder testimonió una total apatía en la tarea de Gobierno. Sólo había viajado en dos ocasiones al exterior antes de ser dirigente soviético pero le cogió gusto a la política exterior. La mejor prueba reside en su voluntad de recibir a extranjeros y en su ansiedad de lograr un reconocimiento que le faltaba en el interior pero siempre demostró una total incapacidad para mezclarse con las masas, como luego haría su sucesor. Muy pronto dio cuenta de que su voluntad de perfeccionamiento del sistema era inexistente. En realidad, en mayor o menor grado, todos los dirigentes tenían conciencia de la situación que existía pero nadie parecía demasiado propicio o capaz para la reacción. La única excepción parecía Gorbachov pero, como comprobaremos, tampoco la suya fue una posición caracterizada por la lucidez.
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Desde esta perspectiva, la clientela popular e iletrada del Luis de Morales tradicional debiera convertirse en otra culta, latinista, al día en materia bibliográfica (que maneja incluso libros que bordean el filo de la prohibición o caen directamente dentro del "Indice"), e inquieta y novadora en materia devocional y espiritual, en un momento como el siglo XVI de inusitada efervescencia religiosa y un apasionamiento que desembocaría en nuevas y diversas teologías, reformas, contrarreformas, herejías varias, dispersas guerras de religión, concilios generales y sínodos locales, catecismos y libros de oración. Ya hemos apuntado de pasada los contactos que debió establecer Morales con los obispos Francisco de Navarra (1498-1563) y Cristóbal de Rojas y Sandoval (1502-1580); sin embargo, su más conocido cliente, casi su mecenas al pasarle un excelente sueldo de 160 ducados anuales (el arquitecto real Juan Bautista de Toledo comenzó su carrera española con uno de 220), fue su sucesor en la sede episcopal y futuro santo Juan de Ribera (1532-1611). Conocemos bastante al detalle sus peticiones de estos años; a Morales le encargó ya en 1564 un Retrato de Juan de Ribera (Madrid, Museo del Prado), dos tablas con la Virgen en 1565 y, en 1566, otro retrato para su capilla (probablemente el del tríptico del Ecce Homo de colección particular de Cádiz, similar a los ejemplos sevillanos de la catedral y del convento de las Teresas), una Virgen con Niño (a imitación de otra del conde de Monteagudo, quizá don Juan Hurtado de Mendoza el santo) y una Procesión del Concilio de Trento (que le costó 4.500 dineros o maravedís, el muy alto precio de 12 ducados); en 1565, el prelado había enviado dos tablas de la Virgen a Sevilla y, al año siguiente, una tercera al obispo de Avila, Alvaro de Mendoza; en el bienio 1567-1568, el futuro San Juan de Ribera pagaba al pintor por un tríptico de la Quinta Angustia (el ya citado de Cádiz, con su retrato), por su famosísimo Juicio del alma (Valencia, Colegio del Patriarca), por dos Cristos a la columna con San Pedro y por dos Vírgenes gitanas. Además del Juicio del alma, la fundación valenciana del Corpus Christi -creado por Ribera durante su gobierno de la archidiócesis mediterránea- conserva hoy un Nazareno que procedía del oratorio de su palacio arzobispal. Los tres prelados de Badajoz, que con mayor o menor frecuencia requirieron los servicios de Morales y debieron orientar sus encargos, parecen haber coincidido en algunos rasgos. El agustino Navarra (1546-1556), estudiante en Toulouse y París, más tarde rector de la Universidad de Salamanca y reformador de la de Alcalá de Henares, fue discípulo del también canónigo de Roncesvalles el Doctor Navarro, el famoso erasmista Martín de Azpilicueta, amigo del escritor Cristóbal de Villalón y del arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza, quien terminaría prácticamente sus días en las cárceles inquisitoriales de Roma acusado de escribir un catecismo sospechoso de protestantismo; presente en las sesiones conciliares de Trento en 1545-1547, Navarra permaneció en Venecia y Milán hasta 1552, en estrecha relación con Carranza, el cardenal Pole, su secretario Priuli y Ascanio Colonna, muchos de ellos más tarde en contacto con los luteranos de Valladolid y miembros del círculo romanovéneto de los reformistas católicos italianos, acusados de herejía por el papa Paulo IV. Nombrado más tarde arzobispo de Valencia, Navarra aplicó su sentimiento irenista y pacificador a la conversión conciliatoria de los moriscos que no permanecían demasiado firmes en su nueva fe; creó una Junta especial, cuyos comisarios debían abandonar la política de la mano dura y, en cambio, "tratar este negocio con toda benignidad, de suerte que esta gente no se encandalice... para que estos bivan Christianamente y reciban la doctrina más por amor que por temor, e incluso tenían que castigar a los christianos viejos si deshonraren a los christianos nuevos llamándoles perros moros", e impulsó un catecismo en valenciano, para su más fácil lectura, que publicaría finalmente su sucesor Ribera. Cristóbal de Rojas y Sandoval (1556-1562), hijo del marqués de Denia y tío del futuro privado real el duque de Lerma, se había doctorado en Alcalá y, como arcediano de Jerez y chantre catedralicio, residió en Sevilla antes de ser nombrado, en 1546, obispo de Oviedo. Asistió también al Concilio de Trento (1551-1552) y fue amigo de Francisco de Borja, el futuro santo, introduciendo a los jesuitas en su diócesis pacense, como a las carmelitas descalzas de Santa Teresa de Jesús en la sevillana, durante su posterior arzobispado hispalense; ninguna de estas órdenes recibía en aquellos momentos un apoyo unánime y sin discusión, a causa de las suspicacias que levantaban sus caracteres innovadores. Mientras gobernaba Rojas y Sandoval la sede de Córdoba, encargó la publicación de unos "Documentos y avisos a los rectores del obispado de la prudencia que deben guardar consigo y con sus penitentes" (1569), en los que prevenía a los últimos del peligro de los falsos misticismos, actitud de la que pronto se le acusaría de fomentar entre sus antiguos feligreses extremeños. Juan de Ribera (1562-1569) era hijo bastardo del duque de Alcalá Perafán de Ribera. Intelectuamente muy inquieto y poseedor a la postre de una espléndida biblioteca que incluía obras tanto de ciencias sagradas como de naturales, astrología, artes mágicas y ocultismo, se formó en Salamanca y Sevilla; allí entró en contacto con los jesuitas y el maestro Juan de Avila, con quien mantuvo correspondencia; en Sevilla mantuvo contactos con el doctor Egido -también procesado por hereje- y Constantino, por lo menos hasta 1556, fecha en la que milagrosa y muy oportunamente se dio cuenta de su error. Asimismo disfrutó de la amistad de fray Luis de Granada, quien le dedicó su vida del maestro Avila, con quien mantuvo larga relación epistolar y de quien en Valencia conservó dos retratos. Su ulterior carrera eclesiástica -como Patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia- y política -como virrey de este reino- no nos interesa pero apunta la categoría del que más tarde llegaría a los altares. El clima en el que se movieron estos tres prelados parece similar, con raíces erasmistas y una clara tendencia a radicalizar su espiritualidad, con su preferencia por la oración mental (privada más que comunitaria y pública), su proclividad al abandono en la voluntad divina, su veneración de los Hechos de la Pasión de Cristo, su afán por una consolación espiritual que se evidenciaba en emociones fuertes e incluso lacrimógenas. El deseo del dolor sensible está bien puesto de manifiesto en el "Audi Filia" (1554) -incluido en el "Indice de libros prohibidos" de 1559- del venerado Apóstol de Andalucía y futuro San Juan de Avila, la misma suerte que corrieron dos tratados del admirado fray Luis de Granada: "De la oración y consideración" (1554) y "Guía de pecadores" (1556). Además, la semilla de este discípulo del Apóstol de Andalucía debió de quedar bien sembrada en la propia Badajoz y sus alrededores, donde residió desde 1547, antes de trasladarse a Evora a mediados de los cincuenta. No es de extrañar, por lo tanto, aunque el acusador dominico fray Alonso de la Fuente exagerara, que a partir de 1570 tanto Rojas como Ribera, junto a los jesuitas, el mismísimo maestro Juan de Avila y el propio fray Luis de Granada fueran inculpados de causar y promover -aunque en realidad sólo fuera de forma involuntaria- la desviación herética de los alumbrados extremeños, que sólo se cerraría con las condenas leves del auto de fe, de 1579, de la villa de Llerena.
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La nueva capital establecida, con algunos intervalos, en Beijing desde el siglo XIII, favoreció el desarrollo de todas las artes, incluyendo la industria de la seda a través de una rica y compleja indumentaria, sujeta a un código estricto en cuanto a formas y decoración. La dinastía Yuan, en su política de integración con el pueblo chino, no tardó en adoptar el vestuario tradicional, enriqueciendo en colorido y diseño la austera indumentaria correspondiente a su carácter nómada. Largas túnicas de anchas mangas se decoraron con dragones y fénix, los símbolos más antiguos de la tradición china; a diferencia de los chinos, los mongoles se cubrían la cabeza con gorros rectangulares, mientras que las mujeres de la corte prefirieron altos sombreros (66 cm. de altura), denominados guguguan, decorados con bordados y joyas. La victoria sobre los mogoles y la instauración de una dinastía propiamente china, la Ming, provocó una mirada hacia atrás que devolviera al país sus orígenes históricos, filosóficos y artísticos. La dinastía Han fue su modelo de inspiración en todos los aspectos referidos a la indumentaria. Los códigos de colores, formas y motivos decorativos revivieron en la corte Ming; en 1393 se publica la "Enciclopedia de reglas y códigos, de la dinastía Ming" (Ming Hui Dian), en la que se establecen los diferentes tipos de indumentaria atendiendo a la categoría social de las personas, de manera que se identificaran visualmente de una manera inmediata y certera. Un funcionario de la corte utilizaba como prendas básicas las túnicas sobrepuestas y el tocado; durante las jornadas cotidianas de la corte, el sombrero debía ser de gasa negra, mientras que en las celebraciones más relevantes, como los ritos de sacrificio, debía emplear el rojo en su vestimenta y adornar su tocado y cinturón. Algunos ejemplos nos ayudarán a comprender el sutil entramado del código chino. Al primer rango de funcionario le correspondía el tocado con siete cintas con motivos de nubes y fénix, mientras que el cinturón debería estar adornado con jade. Al segundo rango le correspondía un número menor de cintas y un cinturón con motivos de rinoceronte; conforme se descendía en rango, la indumentaria era más sencilla, hasta llegar al octavo y noveno rangos, a los que sólo se les permitía una cinta y un único motivo decorativo: una pareja bicolor de patos mandarines. La indumentaria, diferenciada no sólo por categorías, sino también por sexos, se componía de diferentes prendas superpuestas unas sobre otras, donde las variaciones se introducían en la calidad de las telas y sus motivos decorativos. La indumentaria masculina de la dinastía Ming se componía de túnicas, chaquetas, turbantes y calzado, con marcadas diferencias. Así, los funcionarios de la corte tenían adscritos diferentes colores según sus categorías; del primer al cuarto rango el color debía ser el carmesí; al quinto y al sexto correspondía el azul, mientras que el octavo y noveno usaban el verde. Los letrados portaban gorros diferentes a los de los funcionarios y comerciantes y éstos, a su vez, distintos que los del pueblo llano. Las mujeres buscaron su inspiración en el vestuario de las dinastías Tang y Song, basado en la superposición de prendas, el uso de faldas y largos chalecos sin mangas que les permitían mostrar las diferentes telas de las ropas superpuestas. Su categoría social, derivada de su calidad de madres o mujeres de funcionarios o príncipes, condicionaba la elección de colores, telas y motivos decorativos, fijados en el código ya mencionado. Así, en las ceremonias o audiencias de la emperatriz, debían portar una corona de fénix, capa rosa y capa corta de mangas anchas. Por el mismo motivo las mujeres del pueblo no podían llevar otra ropa que telas sencillas sin ningún adorno de oro, y atendiendo a los siguientes colores: púrpura, rosa o verde; en ningún caso podían utilizar el violeta y carmesí o el amarillo. Durante la dinastía Ming continuó la tradición de vendar los pies a las niñas, como símbolo tanto de refinamiento como de fetiche sexual. Estos pies diminutos, debido a su deformación, exigían un calzado arqueado, sobre elevadas suelas, realizadas en madera, siendo el material del calzado sedas bordadas, apenas visibles bajo el largo de sus faldas. La última dinastía, la Qing, aportó a la tradición china las costumbres manchúes, tales como el uso de prendas anchas adecuadas a las monturas de caballos y el gusto por la incorporación de elementos propios de la indumentaria militar. Todo ello no restó vigencia al estricto código recuperado con la dinastía Ming, tal y como lo demuestran las fuentes documentales para su estudio: pinturas, tratados, novelas e incluso fotografías realizadas a comienzos del siglo XX. Tanto el emperador como la emperatriz se ajustaron estrictamente a los cánones establecidos; en cuanto al color, el amarillo, reservado para uso imperial, era el utilizado para las grandes ceremonias, salvo en aquellas dedicadas al cielo, el sol y la luna, en los que el emperador debía vestir de azul, rojo y blanco, respectivamente. El motivo decorativo principal de las túnicas reservadas al emperador fue el dragón con cinco arras, repetido en número de nueve (dos en los hombros, cinco en el talle, uno en la espalda y el último en el pecho), emergiendo de sinuosas líneas de colores -símbolo del agua- y tratando de alcanzar la perla de la inmortalidad, todo ello como alusión a la unidad eterna y la prosperidad del imperio. A diferencia de las anchas mangas de los emperadores de la dinastía anterior, los Qing estrechan el puño, dándole forma de pezuña de caballo. La emperatriz utilizaba en las ceremonias la misma túnica de dragón que el emperador, mientras que los días ordinarios podía lucir otros motivos como el fénix, los caracteres de la doble felicidad o las cien mariposas. Respecto a las mujeres chinas, las manchúes se diferenciaban por el rechazo de la práctica de vendar los pies a las niñas, pudiendo utilizar zapatos de altos tacones, así como por el uso de peinados altos con gran profusión de joyas. Los funcionarios incorporaron a sus túnicas exteriores unas piezas cuadradas bordadas con los animales que les correspondían por su rango; así los de primer grado mostraban una grulla, un faisán, los de segundo, el pavo los de tercer rango, la oca salvaje era el símbolo de los de cuarto grado, el lofóforo para el quinto grado, la garzota para el sexto y el pato mandarín, la codorniz y el pájaro de larga cola para los funcionarios de séptimo, octavo y noveno rango, respectivamente. Para diferenciarse de éstos, los funcionarios militares debían llevar bordados animales, todos ellos diferentes según su categoría, entre los que cabría citar: el león, el qiling, el leopardo y el tigre. Accesorios como sombreros, joyas, cinturones, fundas de abanicos, tabaqueras, etc., estaban sometidos a las mismas exigencias del código de indumentaria. La importancia del cumplimiento de estos códigos de indumentaria, símbolo de un sistema político y social, conoció su declive tras la Guerra del Opio (1840) y el inicio de los cambios políticos en China a fines del siglo XIX. Los jóvenes que regresaban tras sus estudios en el extranjero, fueron los primeros en desobedecerlos, incluso bajo la amenaza de la pena mayor. El corte del cabello y la adopción de vestimentas occidentales constituyeron los símbolos visibles del cambio. En 1911, tras derrocar al último emperador, Pu-yi, se ordenó terminar con la humillante costumbre masculina de la trenza, así como se abolieron todas aquellas normas que discriminaban, por su indumentaria, a los ciudadanos.