El reforzamiento del poder real era una condición necesaria pero no suficiente para la restauración de España que pensadores y políticos reformistas pretendían. Junto al cambio de la planta política de la monarquía, debía procederse con urgencia a la revisión radical de la mecánica administrativa. En la reforma de la administración pública, centralización y uniformidad fueron las dos palancas principales que se pusieron en marcha, a veces con radical dureza. Siguiendo los aires universalistas de la Ilustración, se fueron imponiendo dos ideas básicas: que las medidas de gobierno debían afectar a todos por igual y que un país moderno era aquel que tenía sus leyes y costumbres más homogéneas. Como argumentaba el abate Miguel Antonio de la Gándara en sus Apuntes sobre el bien y el mal de España en 1759, precisamente el año que Carlos III llegaba desde Nápoles: "A la unidad de un rey son consiguientemente necesarias otras seis unidades: una moneda, una ley, un peso, una medida, una lengua y una religión". El proceso centralizador requerido debía realizarse primero con la administración para posteriormente recabar su ayuda en la tarea uniformizadora. En realidad, la necesaria reforma administrativa era el producto indirecto de la poca confianza que los ilustrados españoles tenían en la propia capacidad regeneradora de la sociedad hispana. En cambio, se mostraban convencidos de que una administración preparada sería un eficaz impulsor de los necesarios cambios. Los reformadores estaban persuadidos de que las leyes justas creaban realidades deseadas y de que para dicho paso era menester una burocracia que estuviera a su servicio. Los Borbones se propusieron, y lograron en buena medida, lo que había sido el viejo anhelo de los Austrias: crear una monarquía administrativa cuyas acciones gubernamentales fueran cumplidas al unísono por todas las clases y todos los territorios. Es decir, una nueva administración acabaría por solucionar, en la creencia de los más conspicuos reformistas, los problemas de constitución política que la monarquía arrastraba.
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Si fue una decisión política la que llevo emperador Yongle a trasladar la capital de Nanjing a Beijing, en 1421, ésta fue posible gracias a la restauración del Gran Canal, realizada entre 1411 y 1415, que posibilitó el transporte de mercancías desde el productivo sur al nuevo centro político y administrativo. Sin duda, la posición de Beijing, la nueva capital, tenía un carácter estratégico frente al peligro de nuevas invasiones procedentes del norte, pero también tuvo un carácter simbólico al asentarse sobre la capital de los mogoles. El emperador Yongle, partiendo de la ordenación urbanística iniciada con los mogoles, quiso hacer de Beijing (la capital del norte) una ciudad representativa, de acuerdo a la grandeza de la dinastía. Como todas las capitales antiguas de China, fue concebida como habitáculo del Hijo del Cielo, reproduciendo en el plano de la ciudad el orden celestial. Urbanísticamente se define por su forma cuadrada y su exacta orientación en el espacio. Es símbolo de la armonía cósmica que debe unir el Cielo y la Tierra, organizada en función de un eje norte-sur, donde se encontraban las construcciones de mayor relevancia, y un eje este-oeste. En su confluencia se situaba la Ciudad Prohibida, defendida por una triple muralla que marcaba la supremacía absoluta del soberano. Junto al Palacio Imperial se construyeron una serie de edificios permanentes en todas las capitales chinas: el Templo del Cielo, lugar para rogar cada primavera por las buenas cosechas, y la Torre del Tambor y la de la Campana, que abrían y cerraban las murallas cada amanecer y atardecer. Las viviendas se agrupaban constituyendo un fang, similar a una manzana pero que comporta también un entramado urbanístico en su interior. El conjunto de fang formaba la ciudad y, en el centro de este conjunto, se encontraba el Palacio Imperial. El Palacio fue construido de 1407 a 1420 e ideado como una ciudad en sí misma, donde se pudieran ejercer todas las funciones propias de la corte: ceremonial, administrativa y privada. Cada una de ellas se desarrollaría en espacios no comunicados entre sí y claramente diferenciados. El plano de la Ciudad Imperial se articuló a base de módulos de tres unidades, creando diversos palacios públicos y privados, orientados en un eje norte-sur, que sirvieran para dar cobijo a una corte numerosa y altamente jerarquizada. El número tres hace referencia a la unión de las energías yang procedentes del cielo y ying procedentes de la tierra, unión necesaria para conseguir la mutación de los seres y las cosas. Todos los edificios de carácter ceremonial o público se alineaban en el eje central, estando su fachada principal orientada hacia la puerta sur de la muralla de la ciudad. La tradición china ordenaba que los edificios de nueva planta se construyeran siguiendo los principios geománticos o feng-shui (viento y agua). Ello implicaba que, además de elegir un terreno propicio respecto a las corrientes aéreas y subterráneas, los edificios estuvieran orientados hacia el sur, zona de influencias positivas, cubriéndose la fachada norte con un muro o una pequeña elevación de terreno. Así, se accedía al Palacio Imperial por su lado sur, tras franquear diferentes puertas de las murallas interiores. Una vez dentro, un gran espacio abierto, destinado para las grandes audiencias, precedía a la zona ceremonial, compuesta por tres palacios donde el emperador se preparaba para las ceremonias, recibía embajadas... Rodeando estos tres palacios, una serie de edificaciones de menor tamaño se destinaban a usos administrativos o relacionados con las ceremonias y rituales. Tras este primer módulo de tres palacios se accedía, tras atravesar un recinto amurallado, a las zonas privadas del palacio, donde el emperador y su familia vivían en casas en torno a patios y jardines. Asimismo templos y altares se situaban en el interior de la ciudad, en su lado sur-este para satisfacer las necesidades de culto de sus habitantes. El emperador no salía nunca de su palacio, salvo cada primavera, cuando debía ir a rogar por las buenas cosechas al Templo del Cielo, situado extramuros de la Ciudad Prohibida. Para la construcción de palacios, viviendas y templos en el interior de la Ciudad Imperial se eligieron materiales nobles, tales como la madera, el mármol, la piedra y la cerámica vidriada, siguiendo el sistema constructivo tradicional de la arquitectura china. El modelo base fue el dian rectangular o cuadrado, con un sólo nivel, que se multiplica según la categoría del lugar y el grado de nobleza de sus moradores. La planta cuadrada hacía referencia a la tierra, al hombre, en contraposición a la planta circular relacionada con el cielo, que se utilizó en Beijing en el Templo del Cielo. El sistema de construcción creaba un vacío entre la techumbre y el muro. Las techumbres, realizadas con tejas de cerámica, no descansaban sobre el muro, sino que su peso lo soportaba un entramado de vigas de sección cuadrangular en el que sobresalían los pilares como soporte del cruce de las ménsulas. Todo ello se realizaba en madera, sin utilizar ningún elemento de sujeción. Esta estructura se denomina Dougong; gong son los brazos de madera dispuestos en capas y dou el bloque de madera que se intercala entre dos gong. Todas las edificaciones de la Ciudad Imperial estaban cubiertas con cerámica barnizada en color amarillo-ocre, símbolo del emperador. Su terminación se elevaba ligeramente, y sobre ella una serie de figuras remataban la decoración de las techumbres. Estas figuras, de tamaño pequeño (30-50 cm), representaban personajes y animales ligados con el mundo fantástico y asociados a antiguas leyendas. El conjunto no podía haber sido más grandioso, aun cuando el brillo no procedía del oro, sino de un simple barniz, que unificaba cromáticamente todos los edificios y armonizaba magistralmente los más de 720.000 m2 y las 9.999 habitaciones. La Ciudad Imperial ha sufrido, desde su construcción, incendios, destrucciones, pillajes..., aunque ha sido reconstruida en diferentes ocasiones, manteniendo siempre el plano original. En ella han vivido más de veinticuatro emperadores de las dinastías Ming y Qing, siendo abandonada tras la expulsión del último emperador en 1924. En los planos urbanísticos de Beijing, aprobados por Yongle, no sólo se contemplaba la edificación de su conjunto palaciego, sino también las construcciones de carácter religioso necesarias para mantener los ritos. De entre todos destaca, por su importancia arquitectónica y simbología, el Templo del Cielo. Para su ubicación se eligió un lugar en el sur de la ciudad propicio para la celebración de las ofrendas, según indicaron los geománticos y adivinos de la corte. El conjunto de edificios del Templo del Cielo, Altar del Cielo, Templo para la oración de las Buenas Cosechas y la Bóveda Celeste, simbolizan la transposición espacial de un concepto de la organización del mundo a la vez cósmica y política, sobre la que se apoya la legitimidad imperial. El Templo del Cielo comporta tres unidades arquitectónicamente independientes separadas por recintos amurallados. En ellas se continuó con la tradición de módulos de tres, adaptados a las necesidades del culto. Su entrada, igual que en la Ciudad Imperial, se realizaba por el sur; tras franquear la primera muralla se accedía al Altar, rodeado de cuatro puertas triunfantes o Pai Lou, dirigidas a los cuatro puntos cardinales. El altar es una plataforma al aire libre, realizada en mármol, dividida en secciones concéntricas, en cuyo centro se situaba el trono del Hijo del Cielo, única persona con poderes para dirigirse al cielo y la tierra, con el fin de efectuar las ofrendas. Siguiendo el recorrido ceremonial, se accede a la Bóveda Celeste, rodeada por una muralla circular. En este templo el emperador veneraba la tableta del cielo y de sus antepasados. Una gran avenida conducía de la Bóveda Celeste al Templo para la oración por las Buenas Cosechas, siendo éste el mayor templo del conjunto. Como los otros dos, éste es de planta circular haciendo alusión al cielo, mientras que en la Ciudad Imperial todos los palacios son de planta cuadrada como corresponde a la tierra. El sistema constructivo y los materiales utilizados fueron los mismos que en la Ciudad Imperial, variando únicamente el color de las techumbres. Si al emperador le correspondía el amarillo, al cielo el azul, siendo éste el color en el que están barnizadas todas las tejas de los edificios del Templo del Cielo. En su interior, veintiocho columnas hacían alusión a las divisiones del tiempo. Las cuatro centrales a las estaciones del año, las doce interiores a los meses y las doce exteriores a las divisiones del día. El Templo del Cielo sufrió también diversas destrucciones; fue reconstruido por el emperador Qienlong (1736-95) y posteriormente, en 1896, tras un incendio. Al margen de estos dos conjuntos, la Ciudad Imperial y el Templo del Cielo, Beijing tuvo intervenciones urbanísticas importantes destinadas a servir de moradas para el espíritu de los emperadores. En efecto, los emperadores de la dinastía Ming, lejos de innovar las costumbres funerarias ancestrales, quisieron continuar y emular la tradición de las dinastías Tang y Song. Hongwu, primer emperador Ming, mandó construir en las afueras de Nanjing, su capital, un mausoleo cuyo diseño urbanístico sirvió de modelo a los construidos por sus sucesores en las cercanías de Beijing, la nueva capital del imperio. El túmulo funerario fue ideado siguiendo la arquitectura áulica; dividido en dos partes, la primera de ellas consistía en una sucesión de patios, rodeados de murallas rectangulares, lugar destinado a la realización de ritos, mientras que la segunda parte lo constituía un túmulo bajo una colina artificial, rodeado de una muralla, en este caso, circular. Tanto en la tumba de Nanjing, como en las trece tumbas de sus sucesores, en las cercanías de Beijing, sorprenden los conjuntos escultóricos que anteceden al mausoleo, tanto por ser uno de los pocos ejemplos de estatuaria de esta dinastía como por su fuerte simbología. Elegidos los emplazamientos siguiendo los principios geománticos favorables al eterno descanso de sus moradores, inicia el recorrido del cortejo fúnebre una puerta ceremonial, pai-lou, seguida de la Gran Puerta Roja, Dahongmen, cuyo arco central estaba reservado a la entrada del féretro imperial. Franqueada esta puerta, todos los presentes, incluido el nuevo emperador, debían descender de sus monturas y continuar el camino a pie. El Pabellón de la Estela daba la bienvenida al cortejo, albergando una inmensa estela en piedra sobre una tortuga, animal simbólico de la inmortalidad e imagen del mundo. A continuación, el Camino de los Espíritus señala mediante veinticuatro estatuas de animales y doce humanas, todas ellas en piedra, la visión simbólica de la corte china. Alineados en pares, aparecen primero sentados y seguidamente de pie, los siguientes animales reales o legendarios: leones, xiechi, camellos, elefantes, qilin y caballos. Los leones son guardianes y símbolo del budismo; los xiechi o unicornios constituyen el símbolo de la justicia; la fuerza, la sagacidad y la prudencia se asocian al elefante, mientras que el qilin o quimera forma parte, junto con el dragón, el fénix y la tortuga, de los Cuatro animales inteligentes; por último, el caballo simboliza la velocidad y la perseverancia. A los animales les siguen doce estatuas humanas representando a cuatro soldados, cuatro funcionarios civiles y cuatro consejeros imperiales, sin ninguna pretensión de retrato personalizado, representando exclusivamente su función. Tras el Camino de los Espíritus, una muralla rodea el recinto de pabellones y el túmulo funerario, que se traspasa por una puerta de tres arcos, con el fin de evitar las malas corrientes, denominada la Puerta del Dragón y del Fénix (Longfengmen). Los trece túmulos comparten el mismo Camino de los Espíritus, que desemboca en la tumba del emperador Yongle.
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Para que se produjera el advenimiento de los Austrias tuvieron que ocurrir los fallecimientos de los primeros herederos al trono hispano, concretamente los derivados de la política matrimonial desarrollada por los Reyes Católicos sobre la base de la unión de sus hijos con los descendientes de la Monarquía portuguesa. Pero de forma inesperada, producto de la misma política aunque en otra dirección, vendría la coronación de un Habsburgo como rey de las Españas. Este acontecimiento fue propiciado por el hecho de que al morir en 1504 Isabel la Católica, el Reino castellano pasara legalmente a su hija Juana, casada desde 1496 con Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano I de Austria. No obstante, hay que dejar constancia de que existía una importante cláusula del testamento isabelino estableciendo que si la heredera del trono no estuviera en plenas condiciones físicas y mentales para ejercer su mandato, la regencia sería ejercida por su padre, Fernando de Aragón. Las Cortes de Toro de 1505 reconocieron a Juana como reina de Castilla, pero admitiendo las deficiencias que ésta presentaba (rasgos de locura) para el normal desempeño de sus funciones. Así las cosas, su cónyuge, Felipe, pretendió reinar por derecho de matrimonio en nombre de su esposa, a lo que se opuso su padre, Fernando, que deseaba hacerse cargo de la regencia. Esta lucha por el poder se decidió a favor del príncipe austriaco, que contó con mayores apoyos nobiliarios, y en contra del rey de Aragón, que había quedado bastante aislado en el ámbito castellano. Al imponerse de hecho la incapacidad de Juana, Felipe I quedó como nuevo monarca en Castilla rompiéndose de esta manera la continuidad de la dinastía Trastámara al frente de este Reino. Pero el Gobierno de Felipe I duraría muy poco, ya que murió repentinamente en 1506, acontecimiento que supo aprovechar a continuación el derrotado Fernando el Católico para ocupar la regencia tan deseada. La situación política quedaría algo más normalizada durante una década, hasta el fallecimiento de Fernando en 1516, hecho que propiciaría la venida del joven Carlos de Austria para hacerse cargo de los Reinos hispanos. Desde la muerte de Isabel hasta los primeros años del reinado de Carlos, la situación política y las relaciones sociales imperantes en Castilla habían pasado por una etapa de inestabilidad marcada por una serie de factores, a saber, por las rencillas de los clanes nobiliarios, tanto entre sí como en sus relaciones con la Monarquía; por los enfrentamientos del patriciado urbano y de las familias acomodadas para hacerse con el control de los principales núcleos urbanos; por las graves repercusiones de todo tipo que estaba teniendo el problema converso desde la instauración del Tribunal de la Santa Inquisición; en suma, parecía que estaba a punto de venirse abajo la organización política estatal y el ordenamiento social levantados por los Reyes Católicos. Los acontecimientos que se sucedieron a la llegada del joven e inexperto Carlos de Gante, sobre todo los producidos por las maneras de comportarse éste y los cortesanos flamencos que le acompañaban, sus lamentables decisiones iniciales de gobierno junto al negativo impacto causado en Castilla por su nombramiento como emperador, no hicieron sino profundizar y ampliar la crisis político-social que se venía dando desde años atrás y que muy pronto estallaría, manifestándose en los graves movimientos de protesta y subversión que a continuación se desarrollarían. Ya el propio desembarco en tierras asturianas, en septiembre de 1517, y el viaje hacia el centro de Castilla de la comitiva real procedente de los Países Bajos, fue bastante accidentado y molesto, anticipación clara de las muchas dificultades que no tardarían en producirse. Tras la muerte de Fernando el Católico en 1516, Carlos había sido proclamado en Bruselas cogobernante en la Monarquía hispana (su madre, Juana, seguía ostentando el título de reina), de ahí que su primera visita importante en territorio castellano fuese la que le hizo a su progenitora, que estaba en su encierro de Tordesillas, para reafirmar sus derechos reales. El anciano cardenal Cisneros, en quien había quedado depositada finalmente la regencia, no pudo entrevistarse personalmente con el nuevo rey, cogiéndole la muerte en el viaje que emprendió para contactar con el monarca. Carlos llegó a Valladolid en noviembre. Muy pronto se encontraría con una clara muestra de la actitud de los castellanos hacia su persona. Las Cortes reunidas en aquella ciudad en febrero de 1518 le reconocieron como rey, pero con desconfianza, planteándole una serie de peticiones que mostraban bien a las claras el temor de los representantes del Reino respecto a lo que podía dar de sí su mandato, por lo que le solicitaron en consecuencia que aprendiera la lengua de Castilla, que no diese cargos destacados a extranjeros, que no permitiese la salida de oro y plata del territorio, que su madre se mantuviera como reina y que Navarra siguiera perteneciendo a la Corona castellana. Respecto al infante Fernando, su hermano, peligroso rival por el apoyo y por las simpatías que los castellanos le tenían al considerarlo como natural del Reino, habiendo sido además el favorito para la sucesión del regente Fernando el Católico, ya había decidido su pronta marcha hacia Alemania con el fin de alejarlo del territorio hispano. Teniendo con ello resuelto los problemas dinásticos y una vez aceptado como rey de Castilla, Carlos y sus consejeros partieron en dirección a Zaragoza para recibir el acatamiento del Reino aragonés. En mayo de 1518 se reunieron las Cortes de Aragón que, no sin oposición, hicieron el juramento al rey, mientras éste juraba sus fueros. El siguiente requisito para afianzar la autoridad real pasaba por Barcelona, dirigiéndose allá la comitiva regia para tener que enfrentarse, cosa que ocurriría efectivamente, con las Cortes de Cataluña. Estando en la Ciudad Condal, en 1519, se recibió la noticia de su elección como emperador, circunstancia que alteró los planes previstos de culminar el recorrido por los reinos de la Corona de Aragón para lograr la aceptación de las Cortes de Valencia. Decidió por contra embarcar de nuevo hacia los Países Bajos y de allí trasladarse a Alemania, pero antes se necesitaba dinero para el costoso viaje; de ahí la convocatoria a las Cortes castellanas para que se reunieran en Santiago de Compostela, lugar muy próximo a la ciudad de La Coruña, de cuyo puerto partiría la que debería ser impresionante flota imperial. Celebrada la reunión de Cortes en marzo de 1520, una buena parte de las ciudades en ellas representadas se negaron a votar el servicio que se les pedía, lo que obligó a suspender las sesiones. Reanudadas éstas tras su traslado a La Coruña y habiéndose presionado al máximo a los procuradores para que se plegaran a los deseos del monarca, finalmente se aprobó la concesión de un servicio extraordinario a cambio tan sólo de vagas promesas por parte del rey de que modificaría su política de nombramiento de cargos y de reparto de prebendas, que hasta entonces había beneficiado casi exclusivamente a los flamencos que le acompañaban y a sus seguidores más interesados, produciendo mucho rechazo, escándalo y malestar entre los castellanos.
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La relación entre lo sagrado y lo profano a la que responde la idea básica del monasterio-palacio de San Lorenzo de El Escorial, tiene su correspondencia en el arte de la corte en la formulación de una nueva imagen religiosa y en la definición de un nuevo tipo de retrato oficial. Al margen de las corrientes emocionales que en sintonía con el sentir popular definían la imagen religiosa en la España contrarreformista, el arte oficial fomentó una idea distinta de la pintura piadosa, basada en unos planteamientos clasicistas concebidos como medio de representación del distanciamiento y de la majestad divina. Aunque los gustos de Felipe II en materia de pintura religiosa le llevaron a adquirir un buen número de obras de la escuela veneciana, principalmente de Tiziano, y a coleccionar una parte significativa de la obra de El Bosco, el monarca, en un rasgo típicamente manierista, quiso distinguir entre sus aficiones personales, por otra parte bastante complejas, y el tipo de representaciones que, en consonancia con el arte oficial, debían de configurar una imagen religiosa apropiada. Ello explica el rechazo del San Mauricio de El Greco, destinado a exponerse en un lugar público, y el cambio de orientación de la pintura religiosa a la muerte de Juan Fernández Navarrete, el Mudo (muerto en 1579), con la llegada de los italianos Cambiaso, Zúccaro y Tibaldi. En 1568, Navarrete comienza a trabajar para El Escorial, actividad que le ocupó hasta su muerte, diez años más tarde. Si en sus primeras obras, como el Bautismo de Cristo del Museo del Prado, responde a unos criterios clasicistas y monumentales en la línea romanista de Gaspar Becerra, pronto orientó su pintura hacia una concepción típicamente veneciana, como se demuestra en el Martirio de Santiago donde las influencias de Tintoretto, ya señaladas por Angulo, son más que evidentes. Sus criterios cromáticos y el dramatismo de sus personajes configuraron un sentido emocional de la imagen sagrada que, aun aceptada inicialmente en los ambientes de la corte, pronto fue desplazada por una visión más fría, distante y severa establecida por los manieristas italianos que habían sido llamados para trabajar en el monasterio de El Escorial. Lucca Cambiaso, Federico Zúccaro y, con más éxito, Peregrino Tibaldi, junto a otros artistas como Francisco de Urbino, Rómulo Cincinato y los Leoni, fueron los pintores que dotaron a El Escorial de una imagen concluyente basada en los principios estéticos del Manierismo clasicista italiano. Aunque Federico Zúccaro y, sobre todo, Peregrino Tibaldi fueron los autores de las pinturas del altar mayor y de los frescos del claustro grande, fue en el español Alonso Sánchez Coello (1531-1588) en quien recayó la tarea de realizar la mayor parte de las pinturas de caballete de tema religioso para los distintos altares del templo. A él se deben varias parejas de santos -San Lorenzo y San Esteban, Santa Catalina y Santa Inés, etc. -y algunas escenas sagradas como los Desposorios místicos de Santa Catalina y el Martirio de los Santos Justo y Pastor de El Escorial, cuyas composiciones se alejan de una concepción más naturalista de estos temas y de una preocupación por los efectos lumínicos evidentes en obras anteriores como las pinturas del retablo de El Espinar (Segovia). En otras obras posteriores, como el San Sebastián del Museo del Prado, aun manteniendo un gran rigor compositivo, Sánchez Coello propone una nueva forma de tratar el tema del martirio que, en clave de visión mística, enlaza con el tratamiento que estos temas tendrán en la pintura barroca española. En otro sentido, pero en relación con esta visión distanciada y majestuosa de la imagen, una de las manifestaciones más interesantes de este período es la creación del retrato de corte, formulado oficialmente a través de la obra de los artistas más destacados del momento. Pompeo Leoni fue el escultor que realizó las obras más significativas en este campo. Además de los grupos familiares que acompañan a las esculturas orantes de Felipe II y Carlos V en el presbiterio de la basílica de El Escorial, a él se deben las representaciones de otros miembros de la familia real como el Retrato de la emperatriz Isabel del Museo del Prado y la Estatua orante de doña Juana de Austria de las Descalzas Reales, que definen una imagen de la realeza caracterizada por la frialdad y solemnidad con que se representa a estos personajes. Esta imagen oficial tiene su correspondencia en el campo de la pintura en los retratos de Alonso Sánchez Coello, seguidor del flamenco Antonio Moro, y de su discípulo Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608). Si en sus primeras representaciones de Felipe Il e Isabel de Valois, en la década de los años sesenta, parece seguir literalmente las composiciones de su maestro, pronto Sánchez Coello supo articular un modelo de retrato en el que la majestad del personaje se logra mediante la insistencia en los rasgos congelados de su rostro, el estatismo figurativo y la importancia determinante que adquiere el detenimiento y virtuosismo en el estudio de la indumentaria y de los complementos como las armas y joyas, reflejo fiel, en su conjunto, del sentido de la majestad regia que había desarrollado la etiqueta de la Casa de Austria. A este ideal responden los retratos del Príncipe don Carlos y de las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, mantenido en los retratos de los infantes niños de su discípulo Pantoja de la Cruz y de otros artistas cortesanos como Cristóbal de Morales, G. van der Straeten, Sofonisba Anguissola y Bartolomé González. Es más, estos mismos principios pronto se adoptaron por los nobles que, emulando el retrato áulico, se hicieron representar por los más destacados artistas que habían trabajado en El Escorial. Son famosos los retratos de Sánchez Coello de los Archiduques Ernesto y Rodolfo de Austria, del III Duque de Alba y de Alejandro Farnesio, así como las Esculturas de los Duques de Lerma y de Don Cristóbal de Rojas de Pompeo Leoni, aunque no son menos interesantes para corroborar lo que venimos diciendo las representaciones de otros personajes menos relevantes como la Escultura orante de Fernando Valdés de este último o el Retrato de Juanelo Turriano de Juan Bautista Monegro.
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Durante los últimos 15 años del Régimen, se le restó importancia a la ideología política más activamente que antes, y se puso toda la atención en el desarrollo y en la prosperidad material, como objetivos fundamentales. Los principios políticos de Franco nunca cambiaron, pero el Régimen se fue haciendo más moderado y relativamente más tolerante con la diversidad y el pluralismo, pero se seguiría reprimiendo cualquier intento de oposición política directa. El Régimen en sí cambió sólo hasta cierto punto, pero durante la siguiente generación, la sociedad y la cultura españolas se transformarían de forma dramática. El pleno empleo y la nunca conocida subida constante de la renta en casi todos los sectores de la sociedad, produjo la primera experiencia de consumo masivo en la vida del país. Emergió la posibilidad de una nueva sociedad orientada hacia el materialismo y el hedonismo, algo que nunca había estado, ni remotamente, al alcance de la mayoría. La población rural emigró atraída por la gran ciudad, las zonas industriales y el mercado laboral europeo. A pesar de la censura que todavía se practicaba, la influencia cultural extranjera entró en España a una escala nunca vista. El turismo masivo, combinado con el movimiento de cientos de miles de españoles al extranjero, expuso a la sociedad a estilos muy diferentes y muy atractivos de culturas. Esto estuvo acompañado, además, del bombardeo de los medios de comunicación y de la publicidad. Fue una transformación del ambiente cultural y social sin parangón. Desde el punto de vista de Franco y de sus seguidores más cercanos, su desconfianza inicial hacia una economía liberal estaba totalmente justificada, ya que efectivamente trajo consigo una liberalización social, cultural y religiosa. Después de una generación de intensa modernización social y económica quedó bien poco de la sociedad católica y rural y de la cultura tradicionalista que tanta importancia había tenido en el ascenso de Franco al poder. Durante los años 60 y 70 la base social y cultural del franquismo se fue erosionando de forma constante aunque se mantenía la dictadura política. La transformación de la sociedad y la cultura que tuvo lugar en la generación de después de 1959 marcó el camino hacia una sociedad diferente, más acorde con la Europa social-demócrata de la época y un sistema político más libre; ambos darían paso a una era completamente nueva en la Historia de España.
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El desarrollo de la industria derivó también hacia nuevas formas desde mediados de siglo. A la primera fase de la revolución industrial, especialmente orientada hacia la producción textil, sucedió una época en la que el interés se desplazó hacia la industria siderúrgica y los bienes de equipo, activada sobre todo por la construcción de ferrocarriles, que fue el motor del desarrollo industrial durante aquellos años.También en estos años surgieron nuevas industrias, entre las que cabe destacar la industria química, desarrollada a partir de la fabricación de la sosa, obtenida a finales del siglo anterior. La disolución y vulcanización del caucho se consiguió a finales de los años treinta, mientras que los años cuarenta presenciaron un gran desarrollo de los abonos químicos (Liebig).Estas nuevas actividades exigieron un gran esfuerzo de inversión de capitales pero sirvieron para consolidar una industria que, a diferencia de la textil, no era tan dependiente de la demanda del mercado, influido a su vez por la coyuntura agraria. Los problemas, en todo caso, se originaron porque el afán de obtener grandes beneficios condujo a fenómenos de especulación que provocaron colapsos económicos y sonadas bancarrotas durante los años cincuenta.
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En vísperas de la ofensiva, Model hizo un nuevo intento de volver al plan reducido patrocinado por él y otros generales, intento que Hitler cortó de raíz. La ofensiva se va a llevar a cabo en un frente relativamente estrecho de 75 km. entre Monschau (Alemania) y Echternach (Luxemburgo). Los alemanes habían hecho una apuesta elevada con capital limitado: había que desplegar sensatez, rapidez, habilidad y que tener suerte. De entrada, había un peligro grave para los alemanes, que Model veía así: "El enemigo número uno es la fuerza aérea aliada, que con su superioridad absoluta puede destruir nuestras avanzadillas y nuestra artillería. Así, pues, el ataque deberá iniciarse cuando el cielo esté encapotado -lo que es frecuente en invierno-, y lo estará durante tres días". En la zona del ataque principal, los servicios de información norteamericanos habían constatado la presencia de nuevas divisiones alemanas, pero habían pensado que se trataba de preparar una ofensiva limitada para mejorar la moral para Navidad... El 16 de diciembre de 1944 se desencadena la ofensiva: a las 5,30 horas 2.000 cañones bombardean a los norteamericanos, tras lo cual carros e infantería rompen las líneas. La sorpresa es total. De las divisiones que guarnecían el punto de ruptura, una es reducida a los huesos, otra, rota en mil pedazos, otra más atascada, zarandeada y superada por un flanco, y sólo una, en el sur, sale menos malparada. El milagro, sobre todo en el sector central de Manteuffel, está ahí. En las primeras horas, la penetración es ya de 20 Km. El 18 de diciembre Manteuffel había ampliado la brecha, que llegaba a los 100 km. de anchura, al sur de Saint-Vith, cuyo saliente, sin embargo, resistió bien, y en la zona de Bastogne, donde se pensó en retirar a las tropas. Pero aquí pudieron concentrarse algunas unidades, incluidos carros y paracaidistas llegados el 18, justo inmediatamente antes de quedar cercadas. Saint-Vith y Bastogne serán las únicas posiciones defensivas organizadas de los norteamericanos en el amplio sector central del frente (5). En el resto del frente la penetración alemana proseguía imparable; los norteamericanos se retiraban, presa del pánico, sin esperar órdenes ni demoler las defensas e instalaciones, salvo en ciertos casos. El avance alemán había producido enorme confusión (6), las líneas norteamericanas habían sido rotas en dos mitades. El 20 todo el mando se concentró en una sola mano, las del científico y experimentado Montgomery, que sugirió una retirada norteamericana en el sector central, pero el general Hodges se negó para no empeorar la moral de sus tropas. Mientras, los alemanes habían desencadenado un ataque en todo el frente: el 21 atacaban en la zona Malmédy -Butgénbach-Monschau, sin avanzar, pero comprometiendo a 6 divisiones norteamericanas. Ese mismo día obligaban al general Hasbrouck a retirarse de Saint-Vith (7); ocupaban también Houffalize y Saint-Hubert, superando Bastogne, sin tomarla, el 23. Asimismo, los Aliados se retiraban de la carretera Saint-Vith -Vielsalm-Laroche. El 23 Manteuffel llegaba a 6 km, de Dinant. Sólo en el sudoeste el ataque no tenía éxito apreciable. Era, como dijo Montgomery, un Pearl Harbor europeo de los norteamericanos. Pero el peligro mayor, en opinión de Montgomery, era una ruptura en la zona de Malmédy -Marche, es decir, en el norte y el centro, hacia Namur, por lo que ordenó a los británicos que mantuvieran firmemente en sus manos los puentes de Namur, Dinant y Givet, sobre el Mosa. Montgomery aconsejó a los norteamericanos que se retirasen de la zona de Saint-Vith, lo que era una medida científicamente irreprochable, pero los norteamericanos se mostraron más emocionales (en realidad eran ellos los derrotados) y prefirieron resistir, incluso tras un nuevo ataque por parte de los alemanes el 23. Un segundo ataque decidió a Hasbrouck a retirarse. En el sur los alemanes no habían podido entrar en Bastogne, tras un nuevo intento, pero pudieron cercarla totalmente (21 de diciembre). Nuevos ataques no pudieron penetrar en el perímetro defensivo interior: el general McAuliffe (y sus soldados) se hizo famoso por su heroísmo y por responder despectivamente "Nuts!" (¡mierda!) a los alemanes cuando éstos le conminaron a rendirse, el 22 de diciembre. Cuando los alemanes se preparaban para un nuevo asalto, Patton atacó por el sur y consiguió aliviar la presión sobre los sitiados, pero no penetrar en la ciudad; el 23, aprovisionamientos desde el aire les permitieron rechazar un nuevo ataque alemán, lo que comenzó a convencer a los alemanes de que la cosa iba mal porque Bastogne les impedía progresar hacia el oeste, pese a haber penetrado ya en Bélgica, en varios puntos, 80 km.
obra
Tras el escándalo alcanzado por Manet en el Salón de 1863 al que presentó el Desayuno en la hierba, volvió a intentarlo dos años después, enviando su Olimpia. El escándalo quizás fue mayor, considerando, tanto el público como la crítica, que se trataba de una auténtica provocación. Para los jóvenes autores ambas obras serán un acicate para desarrollar nuevas fórmulas pictóricas, tomando en algunas ocasiones estas obras como punto de partida. Cézanne realizó dos obras con la temática de la Olimpia moderna en las que se incluye él mismo contemplando la desnudez de la joven prostituta, recostada en las sábanas blancas y acompañada de un sirvienta negra, también desnuda, y que abanica a su señora. La actitud asustadiza de la Olimpia y su disposición en segundo plano, así como las cortinas que enmarcan la composición rompen con la inmediatez de la obra de Manet. Las pinceladas utilizadas por el joven maestro son aplicadas con espátula en algunas zonas, acentuando así la fuerza de la composición. Los colores oscuros contrastan con los blancos de las sábanas y las cortinas, dualidad también utilizada por Manet. La disposición de las figuras en el espacio, formando dos diagonales que se alejan en profundidad y tienen como centro las redondeadas caderas de la cortesana, recuerda a las estructuras compositivas del Barroco, una referencia a las frecuentes visitas que Cézanne realizaba al Louvre para copiar a los clásicos. La representación de asuntos cargados de erotismo en la primera etapa del artista suele ser interpretada por los especialistas como una expresión de los temores sexuales del pintor.