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El volumen de las informaciones de Cicerón pronto comenzaron a desbordar a Moyzisk, que necesitó una nueva secretaria. Se la proporcionaron en Sofía. Se trataba de Cornelia Kapp, hija de un diplomático del III Reich. Cornelia llegó a Ankara en los primeros días de enero de 1944. Una semana antes, Cicerón comenzó a sentir el peligro sobre su cabeza. Primero la persecución de que fue objeto el automóvil en el que se entrevistaba con Moyzisk. Después, las precauciones que comenzaron a tomarse en el embajada británica, a la que llegaron nuevos agentes de Londres. Sólo muchos años después sabría Cicerón que el primer aliado que conoció su existencia sería un norteamericano que hacía negocios en Suiza, Allen W. Dulles. Él alertó al servicio secreto USA, que se valdría de una circunstancia fortuita para hundir a Cicerón. Cornelia Kapp había vivido en USA bastantes años y en Ankara se encontró con un antiguo novio suyo, miembro del O.S.S. (Servicio Secreto de los EE.UU). Ella fue quien puso a los agentes USA en la pista de Cicerón, antes de huir de Ankara, en abril de 1944. Bazna, pese a todo, era un hombre con suerte. Por casualidad descubrió a Cornelia acompañada por el hombre que un día le persiguiera en automóvil. Cicerón murió aquel mismo 6 de abril. Metió todo el dinero en la caja fuerte de un banco, destruyó la Leica, el trípode, las llaves duplicadas y un día renunció a su trabajo en la embajada. Los británicos es seguro que sospecharon de él, pero no quisieron procesarle por evitar el ridículo de haber sido burlados por un kavass durante más de 6 meses. El 6 de junio, las tropas aliadas desembarcaron en Normandía y se encontraron con la resistencia normal en una zona desprevenida... Hitler no dio crédito a Cicerón y prefirió seguir su corazonada de que el segundo frente se abriría en el norte... Turquía terminó por declarar la guerra a Alemania y en 13 meses se desmoronaron los sueños nazis. Cicerón había sido inútil. Elyesa Bazna vivió como había soñado hasta 1945. Había amasado una fortuna: más de 300.000 libras inglesas. Intentó construir un hotel y entonces se descubrió el fraude de que había sido objeto. El Departamento VI del Reichssicheheishauptamt encontró un buen empleo para las libras falsificadas en los primeros días de la guerra para debilitar la economía británica. Cicerón sólo había logrado un montón de papeles bien falsificados, que sirvieron hasta el descubrimiento del fraude. Elyesa Bazna hizo de todo para pagar a sus acreedores, se divorció y, después, volvió a casarse. En varios momentos intentó aventuras judiciales contra Alemania Federal, no logrando la reparación del fraude de que fue objeto. En 1970 murió pobre e ignorado, pero Elyesa Bazna logró parte de sus sueños ambiciosos. La historia del espionaje le ha reservado un lugar de privilegio.
obra
Velázquez realizó esta deliciosa imagen bien durante su primer viaje a Italia o inmediatamente después, por lo que se fecharía entre 1630-1632. Se trata de un "ejercicio a la italiana" como se llamaba en el Barroco a este tipo de cuadros, en el que sigue a Guido Reni o Guercino, abandonando la influencia de Caravaggio que había marcado su etapa sevillana.Existen especialistas que creen que se trataría de la esposa del pintor, Juana Pacheco, aunque la mayor parte de los expertos dudan de esta identificación al no existir similitud entre este rostro y el de Doña Juana. La pincelada del maestro empieza a ser algo más suelta que en obras anteriores - el Infante Don Carlos - , existiendo una primera sensación de atmósfera que más tarde definirá su obra cumbre, Las Meninas. Los tonos empleados, más claros, indican que está avanzando en su forma de trabajar.
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En Sevilla los judíos condenados a la pena capital eran ejecutados en El Quemadero del Campo de la Tablada. En Toledo, la justicia lo hacía en el Horno de la Vega, cerca de la Puerta de Foncaral; en Avila, en el Brasero de la Dehesa, al lado del puente de Sancti-Spiritus; en Valencia, en el lecho del río, junto a lo que actualmente es el jardín Botánico; en Teruel, en una de las eras situadas en las proximidades de la muralla. En la mayoría de las ciudades y villas existieron lugares destinados a la ejecución de las penas, aunque en ocasiones cualquiera de sus calles o plazas sirvieron para testimoniar la violencia social; entre la violencia institucional y la violencia social siempre ha existido y existe una diferencia: la primera, al considerarse legal, se presenta de manera inmediata repleta de teatralidad, y así resulta ser un acto duradero, ensayado de antemano, que busca excitar la sensibilidad social provocando en los espectadores un horror que siempre es controlable por el poder. La violencia social, por ser espontánea, no edifica nunca escenarios; a lo sumo acepta monumentos que siempre se erigen en el epílogo del mismo horror. Las comunidades urbanas y rurales conocían, mucho antes de que llegasen al control de su administración los Reyes Católicos, ambas violencias: la oficial, que es más conocida por los restos decretados y por la liturgia institucionalizada, revela una escalada de la intolerancia que es múltiple y dispersa, que es discontinua y, al tiempo, progresiva o alternante, según los testimonios que quieran seleccionarse desde las perspectivas que siempre han sido dictadas por la Historia. La violencia popular, menos conocida, ha servido en demasiadas ocasiones como justificación de la puesta en marcha de instituciones represivas, y también ha servido para ampliar el escenario, incrementar sus actores, ocultar a las víctimas y mitificar el proceso de sus orígenes, desarrollo y resultados. El caso de la revuelta de Fuenteovejuna de septiembre de 1476, o la de Segovia de mayo de 1520, en las que se proyecta respectivamente la justicia popular contra el Comendador y contra Rodrigo de Tordesillas, uno de los procuradores segovianos que intervino en las Cortes castellanas, reunidas en Santiago, para votar los servicios extraordinarios necesarios para financiar la elección y coronación imperial de Carlos V, son ejemplos de unas violencias en las que plazas y calles se convirtieron en escenarios improvisados, todo el pueblo participó en el acto y los sucesos acabaron por mitificarse en la memoria colectiva. La violencia institucionalizada, la que se desprende de las actuaciones de los tribunales inquisitoriales nacidos a partir de 1478, se representa en tablados levantados al aire libre en plazas espaciosas y concurridas, o en el interior de los templos, para mostrar autos de fe ensayados de antemano, con actores elegidos y jerarquizados por los tipos y grados de los delitos cometidos y también por las diferenciadas capacidades de arrepentimiento o de terquedad convencida. Los señalamientos públicos de estos tipos, grados y capacidades se hicieron mediante vestiduras y signos acordados (cruces, caperuzas, sanbenitos); todo ello, junto al brasero, la hoguera, el quemadero o la horca, necesitaron de los espectadores institucionales y también de los que había que educar en el miedo y en el terror. Todavía en una fecha tan tardía como 1719 se describe la ejecución de un judaizante en Logroño: "Y habiendo reconocido estaba muerto, se dio orden al dicho ejecutor para que por las cuatro partes del brasero prendiese fuego a toda la leña y carbón que había en él prevenido; e inmediatamente lo ejecutó así, empezando a arder por todas partes y a subir la velocidad de la llama por todo el tablado, y a arder las tablas y vestidos; y habiéndose quemado las ligaduras con que estaba atado cayó por el escotillón, que estaba abierto, al brasero, donde se quemó todo el cuerpo y se convirtió en cenizas". Ésta y otras manifestaciones brutales de la intolerancia fueron el resultado, si no el más numeroso, sí el más ejemplar, de una violencia organizada por el poder para homogeneizar unas veces por la fuerza, y otras por la vía más llevadera de la asimilación, a una sociedad dividida por la práctica religiosa (judíos, moros, cristianos, herejes), por la confusión general que introduce la identificación entre delito y pecado, y por la coexistencia de justicias dependientes de los aparatos estatales, eclesiásticos y señoriales. El proceso de homogeneización duró largo tiempo, y en él pueden apreciarse distintos niveles en la alternancia de las actitudes políticas y religiosas; junto a periodos de convivencia pacífica y de tolerancia, los brotes de intolerancia abarcaron el amplio espacio que se limita desde los intentos de asimilación, hasta la vigilancia extremada, la elaboración de un catálogo de prohibiciones, la persecución o la expulsión. En 1492 los judíos fueron expulsados de los reinos pertenecientes a la Monarquía Católica y, hasta el final de la primera década del siglo XVII; no lo fueron los moriscos.
obra
Las figuras desnudas serán características de la producción de Cézanne, si bien en sus primeras obras manifiesta especial interés por asuntos cargados de erotismo, como observamos en esta obra cuyo título fue sugerido al maestro por su amigo el pintor Armand Guillaumin. Una sirvienta negra abre una cortina que nos permite contemplar a la pareja desnuda, tumbada en la estrecha cama. Un espejo sobre ésta refleja el cortinaje mientras que en el fondo contemplamos un bodegón enmarcado. La sensualidad desbordante en el lienzo, al igual que el brillante colorido, están tomados de Delacroix pero la pincelada rápida y empastada es una señal identificativa del pintor de Aix. El dibujo deja paso a la expresiva pasta cromática, remarcando las siluetas con líneas oscuras como más tarde hará Gauguin. Posiblemente el cuadro sería enviado al Salón, resultando rechazado como todos los que presentó. No quiere decir que en la muestra no se exhibieran obras de contenidos erótico pero los miembros del jurado primaban el rigor técnico y las referencias históricas o mitológicas, elementos de los que carece la obra de Cézanne.
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Las conexiones de La Mano Negra con el ejército y la administración serbias eran conocidas por casi todos los miembros del Gobierno de Belgrado. Cuando el primer ministro serbio, Nikoia Pasic, tuvo noticias indirectas de lo que se tramaba, se encontró con un dilema de difícil solución. Si dejaba actuar a La Mano Negra y ésta llevaba a cabo su plan con éxito, las numerosas conexiones de los terroristas con el Gobierno serbio no tardarían en salir a la luz, lo que llevaría sin duda a un conflicto con Austria-Hungría. Por el contrario, si avisaba directamente al Gobierno austriaco, sus compatriotas le considerarían un traidor y se convertiría sin duda en el siguiente objetivo de La Mano Negra. Finalmente, decidió avisar al Gobierno de Viena en términos vagos, de forma que no se inculpase directamente a La Mano Negra. La persona elegida para trasladar el mensaje a las autoridades austriacas era el representante serbio en Viena, Jovan Jovanovic, un ardiente nacionalista que no era muy apreciado en la Cancillería austriaca. Sin embargo, Jovanovic había cultivado una relación de amistad con el ministro de finanzas austriaco, Ritter Von Bilinski. La misión no era sencilla, ya que no podía dar la impresión de que Serbia estaba intentando intimidar a los austriacos hasta el punto de querer hacerles abandonar las proyectadas maniobras y la visita del heredero a Bosnia. El día 5 de junio, Jovanovic se entrevistó con Von Bilinski, aconsejándole que el Archiduque renunciase a visitar Sarajevo y que las maniobras no se organizasen en Bosnia y mucho menos en junio, por la celebración del Vidovdan. Von Bilinski, totalmente ajeno al sutil lenguaje diplomático, no se percató de la advertencia y se limitó a responder: "Esperemos que no ocurra nada". Al regresar a su embajada, Jovanovic comentó que su amigo Bilinski no se había dado cuenta del mensaje, pero no hizo más esfuerzos para avisar del grave peligro a las autoridades austriacas. La advertencia de Jovanovic a Bilinski nunca fue transmitida a los miembros de la Seguridad austriaca; en Sarajevo nadie fue detenido ni sometido a control. Europa se encontraba a tan solo un paso de la guerra. Aquel año, el archiduque Francisco Fernando había sido invitado por el gobernador de Bosnia, el general Oskar Potoirek, a las maniobras militares de verano, que ese año tendrían lugar a las afueras de Sarajevo. La seguridad para la visita planeada dejaba mucho que desear. Al Archiduque le fastidiaba profundamente la presencia de miembros del servicio secreto en sus viajes y tampoco le gustaba que un cordón policial le separase de la gente en sus desplazamientos. Edmund Gerde, jefe de la Policía de Sarajevo, creía que existía un peligro real de atentado y pidió que se reforzaran las medidas de seguridad. La respuesta que recibió de los oficiales del Ejército fue que "estaba obsesionado con fantasmas". Los jóvenes terroristas nunca gozarían de una mejor ocasión.
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El día 19 de junio salió de Toledo la vanguardia del ejército, comandado por Diego López de Haro, V señor de Vizcaya. Lo acompañaba el arzobispo de Narbona. Componían esta vanguardia las tropas procedentes de las montañas de Castilla (las actuales Merindades de la provincia de Burgos) y los cruzados ultramontanos. Paulatinamente salió el resto del ejército, haciéndolo finalmente la zaga, mandada por el propio Alfonso VIII, con el monarca catalano-aragonés y el arzobispo Jiménez de Rada. El día 23, la vanguardia atacó y tomó el castillo de Malagón, pasando a cuchillo a todos sus defensores. El 27, el ejército cruzó el río Guadiana y sitió Calatrava, (la actual Calatrava la Vieja). Una bien defendida fortaleza, inaccesible por el Norte -resguardado por el río- y con sus 600 metros de perímetro protegidos por fuertes bastiones, fosos, torreones y baluartes, que la hacían imbatible, salvo mediante un largo asedio. El asalto tuvo lugar el día de san Pablo. Consiguió la victoria el ataque lanzado por el lado del río, el más difícil, gracias a la incontenible acometida de Pedro II, apoyado por los ultramontanos de Vienne y los Caballeros de Calatrava. Al día siguiente, 30 de junio, los almohades, reducidos al alcázar, solicitaron conversaciones de capitulación. Alfonso VIII consintió en concederles la libertad, llevándose consigo 35 caballos, pues estaba especialmente interesado en abreviar la lucha, ahorrar sangre y fuerzas y quedarse con las provisiones de la fortaleza. Este pacto soliviantó a las tropas ultramontanas, que, después de agrias discusiones, decidieron abandonar la campaña, "volviendo a su tierra sin honra ni gloria", en palabras del arzobispo de Narbona. Éste, con algunos nobles de la provincia de Vienne, y Teobaldo de Blazón, del condado de Poitou, persistieron en la empresa. En total, quedaron unos ciento treinta caballeros ultramontanos con algunos infantes. En días sucesivos, los cruzados tomaron los castillos de Alarcos, Benavente, Piedrabuena y Caracuel. En este punto se unió al ejército de Sancho el Fuerte de Navarra que, amenazado de excomunión por el Papa, decidió participar, pero sólo con doscientos caballeros.
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Entre la primera y la segunda partes de la batalla de las Dunas, los neerlandeses perdieron unos 2.500 hombres y los hispanos, cerca de 3.000 -de ellos, menos de cien en la primera parte- 700 prisioneros, 120 banderas y toda la artillería. Un fracaso militar en toda regla al que no estaban acostumbrados los tercios en sus enfrentamientos campales. No obstante, el plan holandés fracasó porque Nieuport, reforzado con los 3.000 infantes y la artillería de Luis de Velasco, resistió los embates de Mauricio de Nassau y éste, con sus fuerzas, que tampoco lograron hacerse con Dunkerque, tuvo que reembarcarse y abandonar la "provincia obediente a España" de Flandes a fines de julio. El triunfo holandés de Las Dunas fue una victoria pírrica, pero Mauricio de Nassau confirmó que "si valía en los asedios, no menos valía en las batallas abiertas". Pero la lucha continuaba. En julio de 1601, Mauricio de Nassau se apoderó de la disputada ciudad de Rhinberg y, posteriormente, conquistó las plazas de Grave y de La Esclusa. Sin embargo, el liderazgo de los hermanos Federico y Ambrosio Spinola, al servicio de España -especialmente el de este último, quien en 1604, tras un celebérrimo asedio, ocupó el puerto de Ostende-, equilibró la balanza entre ambos bandos. Ambrosio Spínola y Mauricio de Nassau prosiguieron la contienda con fracasos y victorias. Sin embargo, en 1607, dado que el erario español no podía sufragar por más tiempo los gastos de la guerra y que holandeses y flamencos deseaban ardientemente la paz, se iniciaron negociaciones que concluyeron el 9 de abril de 1609, con la firma del acuerdo de la tregua por la que España, de hecho, reconocía la independencia de Holanda o las Provincias Unidas; cesaban las hostilidades por mar y tierra y cada uno de los contendientes conservaba las provincias y plazas que poseía.