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Velázquez realizó esta deliciosa imagen bien durante su primer viaje a Italia o inmediatamente después, por lo que se fecharía entre 1630-1632. Se trata de un "ejercicio a la italiana" como se llamaba en el Barroco a este tipo de cuadros, en el que sigue a Guido Reni o Guercino, abandonando la influencia de Caravaggio que había marcado su etapa sevillana.Existen especialistas que creen que se trataría de la esposa del pintor, Juana Pacheco, aunque la mayor parte de los expertos dudan de esta identificación al no existir similitud entre este rostro y el de Doña Juana. La pincelada del maestro empieza a ser algo más suelta que en obras anteriores - el Infante Don Carlos - , existiendo una primera sensación de atmósfera que más tarde definirá su obra cumbre, Las Meninas. Los tonos empleados, más claros, indican que está avanzando en su forma de trabajar.
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En Sevilla los judíos condenados a la pena capital eran ejecutados en El Quemadero del Campo de la Tablada. En Toledo, la justicia lo hacía en el Horno de la Vega, cerca de la Puerta de Foncaral; en Avila, en el Brasero de la Dehesa, al lado del puente de Sancti-Spiritus; en Valencia, en el lecho del río, junto a lo que actualmente es el jardín Botánico; en Teruel, en una de las eras situadas en las proximidades de la muralla. En la mayoría de las ciudades y villas existieron lugares destinados a la ejecución de las penas, aunque en ocasiones cualquiera de sus calles o plazas sirvieron para testimoniar la violencia social; entre la violencia institucional y la violencia social siempre ha existido y existe una diferencia: la primera, al considerarse legal, se presenta de manera inmediata repleta de teatralidad, y así resulta ser un acto duradero, ensayado de antemano, que busca excitar la sensibilidad social provocando en los espectadores un horror que siempre es controlable por el poder. La violencia social, por ser espontánea, no edifica nunca escenarios; a lo sumo acepta monumentos que siempre se erigen en el epílogo del mismo horror. Las comunidades urbanas y rurales conocían, mucho antes de que llegasen al control de su administración los Reyes Católicos, ambas violencias: la oficial, que es más conocida por los restos decretados y por la liturgia institucionalizada, revela una escalada de la intolerancia que es múltiple y dispersa, que es discontinua y, al tiempo, progresiva o alternante, según los testimonios que quieran seleccionarse desde las perspectivas que siempre han sido dictadas por la Historia. La violencia popular, menos conocida, ha servido en demasiadas ocasiones como justificación de la puesta en marcha de instituciones represivas, y también ha servido para ampliar el escenario, incrementar sus actores, ocultar a las víctimas y mitificar el proceso de sus orígenes, desarrollo y resultados. El caso de la revuelta de Fuenteovejuna de septiembre de 1476, o la de Segovia de mayo de 1520, en las que se proyecta respectivamente la justicia popular contra el Comendador y contra Rodrigo de Tordesillas, uno de los procuradores segovianos que intervino en las Cortes castellanas, reunidas en Santiago, para votar los servicios extraordinarios necesarios para financiar la elección y coronación imperial de Carlos V, son ejemplos de unas violencias en las que plazas y calles se convirtieron en escenarios improvisados, todo el pueblo participó en el acto y los sucesos acabaron por mitificarse en la memoria colectiva. La violencia institucionalizada, la que se desprende de las actuaciones de los tribunales inquisitoriales nacidos a partir de 1478, se representa en tablados levantados al aire libre en plazas espaciosas y concurridas, o en el interior de los templos, para mostrar autos de fe ensayados de antemano, con actores elegidos y jerarquizados por los tipos y grados de los delitos cometidos y también por las diferenciadas capacidades de arrepentimiento o de terquedad convencida. Los señalamientos públicos de estos tipos, grados y capacidades se hicieron mediante vestiduras y signos acordados (cruces, caperuzas, sanbenitos); todo ello, junto al brasero, la hoguera, el quemadero o la horca, necesitaron de los espectadores institucionales y también de los que había que educar en el miedo y en el terror. Todavía en una fecha tan tardía como 1719 se describe la ejecución de un judaizante en Logroño: "Y habiendo reconocido estaba muerto, se dio orden al dicho ejecutor para que por las cuatro partes del brasero prendiese fuego a toda la leña y carbón que había en él prevenido; e inmediatamente lo ejecutó así, empezando a arder por todas partes y a subir la velocidad de la llama por todo el tablado, y a arder las tablas y vestidos; y habiéndose quemado las ligaduras con que estaba atado cayó por el escotillón, que estaba abierto, al brasero, donde se quemó todo el cuerpo y se convirtió en cenizas". Ésta y otras manifestaciones brutales de la intolerancia fueron el resultado, si no el más numeroso, sí el más ejemplar, de una violencia organizada por el poder para homogeneizar unas veces por la fuerza, y otras por la vía más llevadera de la asimilación, a una sociedad dividida por la práctica religiosa (judíos, moros, cristianos, herejes), por la confusión general que introduce la identificación entre delito y pecado, y por la coexistencia de justicias dependientes de los aparatos estatales, eclesiásticos y señoriales. El proceso de homogeneización duró largo tiempo, y en él pueden apreciarse distintos niveles en la alternancia de las actitudes políticas y religiosas; junto a periodos de convivencia pacífica y de tolerancia, los brotes de intolerancia abarcaron el amplio espacio que se limita desde los intentos de asimilación, hasta la vigilancia extremada, la elaboración de un catálogo de prohibiciones, la persecución o la expulsión. En 1492 los judíos fueron expulsados de los reinos pertenecientes a la Monarquía Católica y, hasta el final de la primera década del siglo XVII; no lo fueron los moriscos.
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Las figuras desnudas serán características de la producción de Cézanne, si bien en sus primeras obras manifiesta especial interés por asuntos cargados de erotismo, como observamos en esta obra cuyo título fue sugerido al maestro por su amigo el pintor Armand Guillaumin. Una sirvienta negra abre una cortina que nos permite contemplar a la pareja desnuda, tumbada en la estrecha cama. Un espejo sobre ésta refleja el cortinaje mientras que en el fondo contemplamos un bodegón enmarcado. La sensualidad desbordante en el lienzo, al igual que el brillante colorido, están tomados de Delacroix pero la pincelada rápida y empastada es una señal identificativa del pintor de Aix. El dibujo deja paso a la expresiva pasta cromática, remarcando las siluetas con líneas oscuras como más tarde hará Gauguin. Posiblemente el cuadro sería enviado al Salón, resultando rechazado como todos los que presentó. No quiere decir que en la muestra no se exhibieran obras de contenidos erótico pero los miembros del jurado primaban el rigor técnico y las referencias históricas o mitológicas, elementos de los que carece la obra de Cézanne.
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Las conexiones de La Mano Negra con el ejército y la administración serbias eran conocidas por casi todos los miembros del Gobierno de Belgrado. Cuando el primer ministro serbio, Nikoia Pasic, tuvo noticias indirectas de lo que se tramaba, se encontró con un dilema de difícil solución. Si dejaba actuar a La Mano Negra y ésta llevaba a cabo su plan con éxito, las numerosas conexiones de los terroristas con el Gobierno serbio no tardarían en salir a la luz, lo que llevaría sin duda a un conflicto con Austria-Hungría. Por el contrario, si avisaba directamente al Gobierno austriaco, sus compatriotas le considerarían un traidor y se convertiría sin duda en el siguiente objetivo de La Mano Negra. Finalmente, decidió avisar al Gobierno de Viena en términos vagos, de forma que no se inculpase directamente a La Mano Negra. La persona elegida para trasladar el mensaje a las autoridades austriacas era el representante serbio en Viena, Jovan Jovanovic, un ardiente nacionalista que no era muy apreciado en la Cancillería austriaca. Sin embargo, Jovanovic había cultivado una relación de amistad con el ministro de finanzas austriaco, Ritter Von Bilinski. La misión no era sencilla, ya que no podía dar la impresión de que Serbia estaba intentando intimidar a los austriacos hasta el punto de querer hacerles abandonar las proyectadas maniobras y la visita del heredero a Bosnia. El día 5 de junio, Jovanovic se entrevistó con Von Bilinski, aconsejándole que el Archiduque renunciase a visitar Sarajevo y que las maniobras no se organizasen en Bosnia y mucho menos en junio, por la celebración del Vidovdan. Von Bilinski, totalmente ajeno al sutil lenguaje diplomático, no se percató de la advertencia y se limitó a responder: "Esperemos que no ocurra nada". Al regresar a su embajada, Jovanovic comentó que su amigo Bilinski no se había dado cuenta del mensaje, pero no hizo más esfuerzos para avisar del grave peligro a las autoridades austriacas. La advertencia de Jovanovic a Bilinski nunca fue transmitida a los miembros de la Seguridad austriaca; en Sarajevo nadie fue detenido ni sometido a control. Europa se encontraba a tan solo un paso de la guerra. Aquel año, el archiduque Francisco Fernando había sido invitado por el gobernador de Bosnia, el general Oskar Potoirek, a las maniobras militares de verano, que ese año tendrían lugar a las afueras de Sarajevo. La seguridad para la visita planeada dejaba mucho que desear. Al Archiduque le fastidiaba profundamente la presencia de miembros del servicio secreto en sus viajes y tampoco le gustaba que un cordón policial le separase de la gente en sus desplazamientos. Edmund Gerde, jefe de la Policía de Sarajevo, creía que existía un peligro real de atentado y pidió que se reforzaran las medidas de seguridad. La respuesta que recibió de los oficiales del Ejército fue que "estaba obsesionado con fantasmas". Los jóvenes terroristas nunca gozarían de una mejor ocasión.
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El día 19 de junio salió de Toledo la vanguardia del ejército, comandado por Diego López de Haro, V señor de Vizcaya. Lo acompañaba el arzobispo de Narbona. Componían esta vanguardia las tropas procedentes de las montañas de Castilla (las actuales Merindades de la provincia de Burgos) y los cruzados ultramontanos. Paulatinamente salió el resto del ejército, haciéndolo finalmente la zaga, mandada por el propio Alfonso VIII, con el monarca catalano-aragonés y el arzobispo Jiménez de Rada. El día 23, la vanguardia atacó y tomó el castillo de Malagón, pasando a cuchillo a todos sus defensores. El 27, el ejército cruzó el río Guadiana y sitió Calatrava, (la actual Calatrava la Vieja). Una bien defendida fortaleza, inaccesible por el Norte -resguardado por el río- y con sus 600 metros de perímetro protegidos por fuertes bastiones, fosos, torreones y baluartes, que la hacían imbatible, salvo mediante un largo asedio. El asalto tuvo lugar el día de san Pablo. Consiguió la victoria el ataque lanzado por el lado del río, el más difícil, gracias a la incontenible acometida de Pedro II, apoyado por los ultramontanos de Vienne y los Caballeros de Calatrava. Al día siguiente, 30 de junio, los almohades, reducidos al alcázar, solicitaron conversaciones de capitulación. Alfonso VIII consintió en concederles la libertad, llevándose consigo 35 caballos, pues estaba especialmente interesado en abreviar la lucha, ahorrar sangre y fuerzas y quedarse con las provisiones de la fortaleza. Este pacto soliviantó a las tropas ultramontanas, que, después de agrias discusiones, decidieron abandonar la campaña, "volviendo a su tierra sin honra ni gloria", en palabras del arzobispo de Narbona. Éste, con algunos nobles de la provincia de Vienne, y Teobaldo de Blazón, del condado de Poitou, persistieron en la empresa. En total, quedaron unos ciento treinta caballeros ultramontanos con algunos infantes. En días sucesivos, los cruzados tomaron los castillos de Alarcos, Benavente, Piedrabuena y Caracuel. En este punto se unió al ejército de Sancho el Fuerte de Navarra que, amenazado de excomunión por el Papa, decidió participar, pero sólo con doscientos caballeros.
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Entre la primera y la segunda partes de la batalla de las Dunas, los neerlandeses perdieron unos 2.500 hombres y los hispanos, cerca de 3.000 -de ellos, menos de cien en la primera parte- 700 prisioneros, 120 banderas y toda la artillería. Un fracaso militar en toda regla al que no estaban acostumbrados los tercios en sus enfrentamientos campales. No obstante, el plan holandés fracasó porque Nieuport, reforzado con los 3.000 infantes y la artillería de Luis de Velasco, resistió los embates de Mauricio de Nassau y éste, con sus fuerzas, que tampoco lograron hacerse con Dunkerque, tuvo que reembarcarse y abandonar la "provincia obediente a España" de Flandes a fines de julio. El triunfo holandés de Las Dunas fue una victoria pírrica, pero Mauricio de Nassau confirmó que "si valía en los asedios, no menos valía en las batallas abiertas". Pero la lucha continuaba. En julio de 1601, Mauricio de Nassau se apoderó de la disputada ciudad de Rhinberg y, posteriormente, conquistó las plazas de Grave y de La Esclusa. Sin embargo, el liderazgo de los hermanos Federico y Ambrosio Spinola, al servicio de España -especialmente el de este último, quien en 1604, tras un celebérrimo asedio, ocupó el puerto de Ostende-, equilibró la balanza entre ambos bandos. Ambrosio Spínola y Mauricio de Nassau prosiguieron la contienda con fracasos y victorias. Sin embargo, en 1607, dado que el erario español no podía sufragar por más tiempo los gastos de la guerra y que holandeses y flamencos deseaban ardientemente la paz, se iniciaron negociaciones que concluyeron el 9 de abril de 1609, con la firma del acuerdo de la tregua por la que España, de hecho, reconocía la independencia de Holanda o las Provincias Unidas; cesaban las hostilidades por mar y tierra y cada uno de los contendientes conservaba las provincias y plazas que poseía.
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Una vida dedicada a los libros De las muchas y grandes obras emprendidas por don Hernando, la principal, la que resume más justamente su vida toda fue querer juntar todos los libros de todas las lenguas y facultades que por la Cristiandad y fuera della se pudiesen hallar38. Con estas palabras el albacea Marcos Felipe definía la verdadera pasión que tuvo en vida su amigo Hernando. Y fue también en ese empeño donde más y mejor puso a prueba aquella condición y costumbre suya de dar a sus cosas toda la mayor perfección que en esta vida pudiesen tener. Asomarse a su librería particular, conocida hoy universalmente como "Biblioteca Colombina", es la manera más cumplida de comprobar estos dos testimonios39. Fue el legado más señero que dejó a la posteridad. Cantidad, calidad, variedad y organización interna son reconocidos como cuatro signos de distinción que engrandecen su Biblioteca. La cantidad de libros reunidos --después de que la fantasía de otros tiempos jugara con los números-- sobrepasaba algo los 15.300. De ellos más del 90 por 100 serían impresos, y el resto manuscritos. A veces, sólo comparando se alcanza la verdadera dimensión de las cosas. Con la imprenta empezando a generalizarse por toda Europa, la Librería de don Hernando fue considerada con razón la biblioteca particular más voluminosa de toda Europa. La calidad no andaba a la zaga. Encargado personalmente de seleccionar y adquirir los libros, se guió siempre de su vasta cultura, capacidad crítica y una perfecta información sobre las novedades del mercado. Consta que a veces no le importaba comprar diversas ediciones de un mismo libro, y, una vez compradas, se quedaba con la mejor aunque no fuera la más moderna, y se desprendía de las demás. La variedad ha sido otra de las peculiaridades de su librería que más ha llamado la atención a los estudiosos. No estamos ante un simple librero o ante un especialista de una determinada materia científica --dice Marín--, sino ante un bibliófilo universal que quería abarcar cualquier campo del saber. Dice mucho de su capacidad y preparación el criterio selectivo y certero demostrado a la hora de adquirir toda clase de libros. En su testamento aconseja a su heredero que del dinero a gastar en la adquisición de libros para la Biblioteca (100 ducados anuales) se concertase con los grandes mercaderes de las principales ciudades impresoras de Europa para que enviaran las novedades que fuesen saliendo; y que no olvidase también hacer lo mismo con algunos libreros pequeños que se ocupasen de las obrecillas pequeñas ... coplas e refranes y otras cosillas que también se han de tener en la librería40. Centrado en el caso español, el bibliófilo cordobés llegó a reunir en la Colombina una variada producción de cancioneros y poesía popular del siglo XVI. Por todas estas singularidades don Hernando pudo sentirse orgulloso de haber levantado con su esfuerzo y fortuna la Biblioteca privada más numerosa y selecta que había tenido Europa hasta 1540. El último punto a destacar se refiere a la estructura y organización interna de la Biblioteca pensada por el mismo Hernando con criterios de racionalidad moderna. La clave para seguir el método empleado en la Colombina han sido los amplios repertorios bibliográficos (que algunos historiadores anteriores al profesor Marín preferían denominar catálogos, inventarios e índices) que forman muchos millares de páginas manuscritas. Estos repertorios, una vez descubiertas todas sus claves internas, son los que han convertido a Hernando en un adelantado genial de la biblioteconomía moderna. En un registro o índice numeral (topográfico) de los libros adquiridos e incorporados a la Biblioteca se hacía constar, entre otras muchas cosas, el número, título, autor, división interna del libro (partes en que se divide, etc), aspectos del principio y del final (incipit o desinit), añadidos al texto principal, datos de imprenta y comerciales, además de otros detalles personales (lugar de adquisición, obsequios, dedicatorias, etcétera). El índice general alfabético o Autores ordenaba por orden alfabético a los autores y todas las obras escritas por ellos, con el fin de allanar el camino al estudioso. El libro de los Epítomes contendría, según Hernando, la suma y sustancia de lo que cada libro contiene, que, en efecto, es un epítome o argumento de tal libro. El libro de las materias o proposiciones pretendía facilitar la tarea a los que quisieran tratar de una materia concreta, ordenando alfabéticamente tales temas, y los autores y libros donde cualquiera podría hallarlos. Tal libro sería general para todas las ciencias y disciplinas. Todo esto, con ser lo más sobresaliente como plasmación innovadora, no fue lo único. Es preciso citar, aunque sólo sea de corrida, algunos otros esfuerzos relativos a la labor de catalogación, como los repertorios o índices de autores y ciencias, de pinturas o grabados, del Diccionario o vocabulario latino, y, sobre todo, el proyecto de Catálogo Concordado, el cual, pensado tal vez para relacionar el libro de Epítomes con el de materias, quedó solamente esbozado. A pesar de ello es considerado actualmente de gran valor bibliográfico y erudito. Más de treinta años le costó al hijo de Beatriz Enríquez de Arana formar su librería particular. Sus aficiones primeras parecen brotar con el siglo. Los años de 1508-9 suelen aceptarse como fecha inicial de la librería Hernandina. Y a finales de 1509 nadie duda de que las cuatro arcas con un total de más de 238 libros que a su regreso a Castilla quedaban en Santo Domingo pertenecían a Hernando como depositario y heredero intelectual de su padre. En consecuencia, la Biblioteca Colombina tiene su embrión en las obras que pertenecieron a la familia (sobre todo a don Cristóbal y a Bartolomé Colón), crecerá con obsequios y donaciones y se multiplicará ininterrumpidamente, sobre todo con las compras hechas por él hasta poco antes de morir. Como si de hacer honor al apellido se tratara, Hernando fue un viajero incansable. No le permitieron ir a descubrir nuevas tierras cuando él se ofreció y por eso sus rumbos fueron las viejas rutas y ciudades de Europa en busca de saber y de libros. Conocedor de los grandes centros impresores del Viejo Continente, aconsejaba con conocimiento de causa, en su testamento, no descuidar seis grandes ciudades punteras en este comercio: Roma, Venecia, Nuremberg, Amberes, París y Lyon. Venía a decir sin ambages que para un bibliófilo español, amigo de estar al día y poder comprar lo último en libros de estampa, no bastaba sólo con frecuentar los centros peninsulares de Sevilla y Salamanca, aunque habían alcanzado reconocida fama en los mercados de libros europeos. La costumbre hernandina de registrar sus adquisiciones con noticias curiosas sobre el precio, la fecha y el lugar donde conseguía los libros ha permitido reconstruir el itinerario de muchos de sus viajes por Europa. Desde 1512 a 1536 se mueve preferentemente por Italia; con menos frecuencia, por la ruta sembrada de ciudades que llega hasta Flandes; tampoco olvidó hacer alguna incursión por Francia. Para viajes de negocios, que así es como debieran calificarse principalmente estos desplazamientos de don Hernando por Europa, lo mismo que cualquier otro en ocupación semejante precisaba ir pertrechado, más que de dinero, de suficientes cartas de crédito avaladas por una buena relación con las principales casas comerciales que operaban en Europa. Con todo ello, un viaje que se prolongara excesivamente o una compra que sobrepasara los cálculos iniciales podía ser resuelta al instante, convirtiendo en dinero efectivo los documentos de crédito. Así es como se movió Hernando. Los banqueros y mercaderes genoveses, metidos en negocios frecuentes con los Colón y con oficinas abiertas en las principales ciudades cubrieron sus necesidades de dinero y se hacían cargo del transporte a Sevilla de los libros adquiridos. A modo de ejemplo de lo que debieron ser estos desplazamientos hernandinos sirva el viaje que realizó entre 1520 y 1522 formando parte del séquito de Carlos I. No se le conoce cometido oficial alguno, como no fuera el de asesor al Emperador en temas cosmográficos, en lo que se le tenía ya por experto. Lo que sí se demuestra es que gozó de gran libertad de movimientos para cumplir con el rito de visitar libreros y adquirir abundante mercancía. A finales de 1520 había recorrido las principales ciudades alemanas de la línea del Rhin, para seguir al año siguiente por tierras italianas, con Venecia como punto de destino. En todo ese recorrido comprará más de 1.600 libros, la inmensa mayoría en la ciudad de los canales. Aquí tuvo que recurrir a un préstamo de 200 ducados concedido por Octaviano Grimaldi el 25 de junio de 1521. Y este mismo mercader genovés será el encargado de transportar los libros por mar a Sevilla. Aunque sabemos que el barco se hundió y los libros se perdieron, conocemos las referencias debido al cuidado de registrarlos antes de dejar Venecia, lo que Hernando realizó. De regreso al Norte para unirse al séquito imperial siguió su afán de comprar y comprar, sumando a las anteriores adquisiciones otros 3.000 ejemplares. En suma, la cosecha total de este viaje que duró dos años alcanzó más de 4.500 libros. En este contexto de hombre precavido y meticuloso, experimentado en recorrer caminos y mucho mundo europeo, y sobre todo en querer lo mejor para su Biblioteca hay que leer y entender un pasaje de su testamento, criticado por demás. A las puertas de la muerte, aconsejaba que en el futuro el encargado de comprar libros para la Colombina (sumista) se pusiera siempre en relación con mercaderes genoveses como experimentados y eficaces, y en saliendo al exterior que el dicho sumista sea o parezca italiano, alemán o francés antes que español pues va más seguro fuera de España y le miran con mejores ojos que no al español y esto tengo muy experimentado; y cuando andaba fuera destos reinos (de España) hablaba italiano do quiera que fuese por no ser conoscido por español; y con esto, bendito Nuestro Señor, me escapé de muchos peligros en que me vi y en que fenesciera si supieran que era español41. Serrano y Sanz42, algo escorado de anticolombinismo, quiso ver en este pasaje un pecado de ingratitud hacia España por parte de Hernando Colón. No hay que forzar las interpretaciones. Esto se llama pura y simplemente pragmatismo, sentido común y conocer el terreno que pisa. Y lo dice un hombre que ha pasado por Venecia cuando los ejércitos de esa República luchaban contra los de España; y por Roma cuando aún seguía vivo el recuerdo de las tropas de Carlos V saqueando la Ciudad Eterna; o por Milán con los españoles en armas recorriéndolo incesantemente; y por las ciudades alemanas en pleno fervor de lucha religiosa; o por Lyon, ciudad francesa y, como tal, rival de la gran potencia española. Orgulloso de su obra y consciente de haber creado algo grande con sabor a posteridad, quiso que se conociera y se identificara obra y personaje, según el mejor espíritu renacentista, y así ordenó que todos sus libros llevaran esta inscripción: D. Fernando Colón, hijo de D. Cristóbal, primer Almirante que descubrió las Indias, dejó sus libros para uso y provecho de sus prójimos; rogad a Dios por él. Hasta la losa que cubriría su sepultura en el trascoro de la catedral sevillana quiso que recordara su Biblioteca, Junto a su nombre y al recuerdo paterno, se colocaría en el centro su escudo de armas y a los lados cuatro libros abiertos que eran el resumen de su biblioteca: Autores, ciencias, epítomes y materias. Para no perder lo que tanto le costó levantar, Hernando destapó una vez más sus esencias previsoras, aunque de poco le sirvieron. En el año 1526 empezó a edificar una casa en un solar cedido por el Concejo hispalense junto a la puerta de Goles (hoy Puerta Real), a orillas del Guadalquivir. Todo el espléndido conjunto, casa y huerta, se transformó a su terminación en uno de los lugares más hermosos de Sevilla, según lo alaban los contemporáneos. Y creado el marco idóneo, el hacedor de la Librería dispuso el reglamento. Algunas cláusulas testamentarias retratan por sí solas al personaje que tenemos delante: hombre extremadamente cicatero, detallista y previsor. A modo de ejemplo, sirvan algunas observaciones: Los libros se mantendrán todos reunidos y quien herede la Biblioteca será a condición de conservarla y acrecentarla. Se cuidará la colocación de cada ejemplar. Se separará el recinto reservado a los libros del público con una reja, la cual se mantendrá incluso cuando el interesado tenga que leer o consultar algo; en ese caso, se colocará en un sitio donde la reja tenga un hueco en que quepa la mano para pasar las hojas pues que vemos que es imposible guardarse los libros aunque tengan cien cadenas. No se prestará ni se sacará ejemplar alguno bajo fuertes penas, La plaza de encargado de la Librería (sumista) se cubrirá por oposición a celebrar en Salamanca con obligación de que el ganador ocupe ese puesto tres años como mínimo. Sólo a finales de 1536 se le concederá una pensión vitalicia de 500 pesos de oro, situada sobre las rentas de Cuba, para ayuda a la sustentación y de la Librería que hace en la ciudad de Sevilla. Era una merced que Hernando quiso convertir en perpetua, pero acaso la muerte repentina truncó su deseo y tramitación. Don Hernando instituyó heredero universal de la Biblioteca y de sus bienes, que se emplearían como fondo para ella, a su sobrino, el Almirante Luis Colón, y a sus sucesores en el mayorazgo, a condición de que se comprometiesen a gastar cien mil maravedíes en la salvaguarda y acrecentamiento de la misma. De no ser así, sucedería con las mismas condiciones el Cabildo de la Catedral de Sevilla o el monasterio de San Pablo, por este orden. En último extremo, si ninguna de estas instituciones mostraba interés, sería entregado en depósito al monasterio cartujo de las Cuevas. De poco sirvió tanta meticulosidad. Tras la muerte de Hernando Colón, el 12 de julio de 1539, todo se desmoronó ante la indiferencia general. El joven Almirante de las Indias Luis Colón, y su tutora y madre doña María de Toledo mostraron escaso interés por hacerse cargo de la Biblioteca43. Ante el silencio de la familia, el Cabildo de la Catedral hizo un requerimiento notarial (24 de septiembre de 1540) para que aceptasen o renunciasen a la mencionada herencia, En 1544, doña María de Toledo, saltándose las cláusulas testamentarias, cedió en depósito la Biblioteca al monasterio dominico de San Pablo, sin duda por consejo de su hermano, el fraile de la misma Orden Antonio de Toledo. Ocho años después, el 31 de marzo de 1552, tras recurrir el Cabildo ante la Cancillería de Granada y fallar ésta a su favor, la Biblioteca Colombina pasó a ocupar una de las dependencias catedralicias, en la nave nordeste (también conocida como del Lagarto) que da al patio de los Naranjos. Tampoco cumplieron sus obligaciones, pero ya no salió de allí. De aquel tesoro bibliográfico de más de 15.300 ejemplares dejados por su fundador conservamos hoy en día unos 5.000. El resto se fue perdiendo entre trasiegos, el abandono y la desidia general. La casa terminó siendo embargada; hubo pleito y en 1563 la familia Colón renunció a todo derecho sobre la Casa y la Huerta de Goles a cambio de una indemnización de 600 ducados. Dos siglos después, de la espléndida mansión hernandina no quedaba piedra sobre piedra. Por la misma fecha, aún se elevaba en la huerta un hermoso zapote nombrado por los sevillanos el árbol de Colón. Como final de la faceta bibliográfica de don Hernando Colón sirvan las ajustadas palabras con que cierra su libro el profesor Marín: Si su padre, al morir en 1506, dejó multiplicado o en vías de multiplicarse casi por dos el mapa geográfico del mundo, el de la historia del saber humano y sus manifestaciones bibliográficas quien lo recompuso y aumentó en proporción infinitamente mayor fue el hijo, con los libros tan afanosamente reunidos, pero sobre todo con los Repertorios tan obsesivaniente elaborados. Para unos hablar de don Hernando Colón es identificarlo con la Historia del Almirante; para otros es imaginarlo rodeado de libros, El historiador polémico frente al erudito elogiado por todos; el apasionado, frente al racionalista y frío; el defensor acérrimo de privilegios trasnochados y medievales, frente al adelantado a su tiempo, representante de la modernidad humanista. He aquí las dos caras de un mismo personaje. He aquí el drama de don Hernando Colón. Luis Arranz Madrid, verano de 1984