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Última etapa de Fernández de Oviedo En el otoño de 1532 regresaba nuevamente a las Indias, recalando en La Española, cuya representación había ostentado en las pasadas estancias en España y donde era por lo tanto muy estimado, como lo probó la recepción entusiasta que se le hizo. Hombre que deseaba figurar en las listas de altos funcionarios, su ambición sin embargo no era la de cargos demasiado importantes, que le quitaran tiempo de sus quehaceres literarios. Por esta razón, cuando en 1533 muere Francisco de Tapia, que tenía la alcaldía de la fortaleza de Santo Domingo, la solicita y su petición es atendida. En el tiempo que pasó hasta que se da este nombramiento, había insistido ante el Rey sobre que se le encargara de la redacción de la crónica de las Indias --cuyo avance había sido el Sumario, aparecido, como vimos, seis años antes-- a lo que accede, autorizándole a hacerla, el rey, el 25 de octubre de 1533. Esta autorización la toma hábilmente Oviedo --como hemos visto hacía en otras ocasiones-- como un nombramiento u orden para que redactara la historia de las Indias. El historiador argentino Rómulo D. Cárbia30 llegó a creer que Fernández de Oviedo fue el primer cronista oficial, cargo que el Consejo de éstas creó mucho después. Si Carlos I accedió fue porque conocía la habilidad y patriotismo de Fernández de Oviedo y le era útil cualquier estudio suyo que pudiera probar o argumentar una legitimidad de la soberanía española en las Indias, como muy acertadamente opina Marcel Bataillon31. Como alcaide cumplió con la eficacia en él peculiar, mandando limpiar los fosos y realizar otros trabajos y obras de restauración, dotando a la fortaleza de un lombardero32. Habiendo tenido noticia que la gobernación de Santa María (a la que había renunciado por la de Cartagena) en manos de García de Lerma era un desastre, escribe al Consejo en 1533, que le hace poco caso, pero que conocida su denuncia por los habitantes de Santo Domingo, produce que se le nombre su procurador en el proceso que se va a abrir al acusado gobernador de Santa María. Fernández de Oviedo se pone una vez más en camino para España, llegando a Sevilla en el verano de 1543, trasladándose a Valladolid, donde consigue que se nombre juez de residencia contra el Gobernador, pero éste muere antes de que el juicio comience. Las imprentas estaban en la metrópoli y Fernández de Oviedo se había llevado los originales de la Parte II de la Historia General y Natural de las Indias33 que somete a la censura del Consejo de Indias. Estas actividades lo hacen notorio en la corte y cuando el Rey Carlos piensa en organizar una casa para el Príncipe Felipe, consulta al conde de Miranda y a Juan d'Estuñiga el modo de hacerlo. Se acordaron entonces que tenían entre ellos a un experto que había tomado parte --muchos años atrás-- en un caso similar y el propio infante Don Felipe --luego Felipe II-- se dirige a Fernández de Oviedo, que escribió una Breve Relación, que desarrollaría muchos años después en su libro sobre los Officios de la Casa Real de Castilla34. No fue solamente esta empresa literaria la que ocupara a Oviedo en España, sino que concluye la segunda parte del Catálogo Real, como Epílogo Real, que arranca de la muerte de Juan II hasta el año de 1534. No había descuidado la impresión de su opus majus, la querida Historia General y Natural de las Indias, que se terminaba en septiembre de 1535 en Sevilla, en las prensas de Cromberger, que tuvo un éxito inmediato, como el propio Oviedo se vanagloria35 al decir que... aquel libro está ya en lengua toscana y francesa e alemana, e latina, e griega, e turca, e arábiga... aunque yo le escrebí en castellano. Este aserto es un poco exagerado, pues las traducciones no fueron a tantos idiomas. Con los primeros ejemplares de su obra ésta regresa a comienzos de 1536 a Santo Domingo, donde no le aguardan buenas noticias. Su hijo --el que le había sucedido en la veeduría de Panamá-- había muerto al atravesar el río de Arequipa, y sus dos hijos se lo enviaban al abuelo, uno de los cuales moriría a poco. A estas malas incidencias familiares se unían las públicas de la Española y de las Antillas. Éstas estaban siendo asediadas por los desmanes de los piratas, lo que obligó al alcaide --Oviedo-- de Santo Domingo a incrementar la artillería de la fortaleza y proponer que se demolieran unas casas que impedían impartir debidamente el fuego en caso de ataque, proponiendo además --como hiciera años antes Ponce de León36-- que se formaran escuadrillas volantes, que fueran una especie de policía del mar37: Alternaba todas estas ocupaciones con la explotación de una finca a orillas del río Jaina, donde ensaya nuevos cultivos, con notable éxito, como naturalista empírico que era desde que había llegado a las Indias. Desea volver a España, lo que solicita del Rey, para imprimir la Segunda Parte de su Historia, pero se le deniega el permiso por la guerra contra los turcos y Francia. Será un asunto de la Isla --la protesta de los vecinos contra el Licenciado Alonso López de Cerrato y sus excesos-- el que facilite este viaje, como procurador de la ciudad, saliendo en agosto de 1546 y arribando a San Lúcar en octubre. Le acompañaba el capitán Alonso de la Peña, que marcha a Alemania a entrevistarse con el Emperador, que era el que debía decidir los asuntos de Santo Domingo, según les dijeron en Aranda de Duero, donde estaba ubicado a la sazón el Consejo de Indias. El mismo Fernández de Oviedo nos relata que el año de 1547 lo pasó en Sevilla, escribiendo: E assí lo restante del año lo passé al fuego o lo del venidero e presente de 1548 no hizo calor... lo gasté en esto38 y en la impresión de aquel devoto libro de las Reglas de la vida espiritual o secreta Theología, que yo passé e traducí de la lengua toscana39 en esta nuestra castellana, en la cual el impresor ganó pocos dineros, e yo ninguno40. Lo que Fernández de Oviedo esperaba era el regreso del capitán Alonso de la Peña, que volvió victorioso de sus gestiones, ya que Cerrato era removido y el antiguo presidente de la Audiencia de la Española, Alonso de Fuenmayor, regresaba a su jurisdicción. Fernando de Austria, el hermano del Emperador, le escribió, por entonces, animándole a continuar su Historia General. Era el año 1459 cuando Fernández de Oviedo decide volver a la ya su nueva patria. Regresa Oviedo a las Indias no sólo porque allí tenía su oficio y su obligación, sino porque ya no sabía vivir en otro sitio. Era un indiano arraigado, un hombre de la tierra nueva. En la Torre del Homenaje de la fortaleza de Santo Domingo estaban sus habitaciones, su mesa de trabajo, la ordenación de sus cuadernos y de sus notas y memoriales. Y también allí estaba la gente que le estimaba como uno de los primeros y de la cibdad, y el estrado del presbiterio para los principales, entre los que se contaba, bajo cuyas losas descansaban para siempre (así lo creían) los restos del Descubridor del Nuevo Mundo. Allí estaba su patria y allá pasó en 1549, para quedar definitivamente en ella. Ocho años residiría aún en Santo Domingo, dando fin entre tanto a las Quincuagenas, libro relacionado con la nobleza de España, nobleza a la que quiso pertenecer y a la que se acercó en cierto modo con la concesión de su escudo de armas en que se hace referencia a sus nobles antepasados. Y así le llegó la muerte. El licenciado Alonso de Maldonado fue el 26 de junio de 1557 a la fortaleza de la ciudad donde halló muerto al dicho Gonzalo Fernández de Oviedo41. Moría en la tierra que tanto había amado y no en Valladolid, como aseguran algunos autores42. Hay una certificación del escribano Miguel Murillo de Quesada, hecha el 27 de junio, que dice textualmente que... habiendo fallecido la noche antes i passado de la presente vida Gonzalo Fernández de Oviedo, Alcaide de S. Magestad de la fortaleza de la ciudad, se procedió a su sepelio. Aquel 27 de junio, por las anchas calles de la moderna Santo Domingo, planeada ya como las otras ciudades del Nuevo Mundo, marchó el cortejo funerario del Alcaide. Antes, en su cámara, se le había quitado del cuello la cadena con la llave de la fortaleza. El cortejo se dirigía a la Catedral, en cuya bóveda de Santa Lucía se le enterró. Y allí debe yacer --sus cenizas mezcladas con la tierra americana que tanto amó--, porque posteriormente, tras el hallazgo de los restos humanos de Cristóbal Colón, que no fue sin duda el descubridor43 de las Indias, se levantó un monumento seudogótico para albergarlos.
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Desde una perspectiva política, las últimas décadas de la época victoriana se caracterizaron en el Reino Unido por la misma estabilidad institucional que las anteriores. No obstante, los principales instituciones experimentaron importantes variaciones en sus funciones y en sus relaciones mutuas. La Corona perdió poder efectivo y ganó poder simbólico. Aunque la Cámara de los Lores siguió reteniendo, y ejerciendo, todas sus atribuciones, el principal protagonismo correspondió, cada vez más, a una Cámara de los Comunes cuya elección se había convertido en el centro de la vida política. El ejecutivo alcanzó una nueva autonomía. En 1867, el comentarista más conocido de la Constitución inglesa, Walter Bagehot escribió: "mientras que el corazón humano sea fuerte y la razón humana débil, la Monarquía será fuerte porque apela a sentimientos difusos y la República débil, porque apela al entendimiento". En las últimas décadas del siglo XIX, la institución monárquica inglesa se hizo más fuerte porque, a pesar de que el monarca perdiera poder efectivo -o, más bien, precisamente por ello- ganó popularidad y simpatía en la opinión pública. Y, en un mundo en cambio acelerado, la Corona se convirtió en el símbolo más poderoso de lo que merecía la pena ser conservado, y también de la unidad nacional. Este cambio tuvo lugar durante el reinado de la reina Victoria, que había subido al trono en 1837 y habría de ocuparlo hasta 1901. Y se produjo a pesar de que los quince años que siguieron a la muerte del príncipe Alberto, en 1861, fueron de muy escasa presencia y prestigio de la Monarquía, debido a los escándalos protagonizados por el príncipe de Gales y, sobre todo, al permanente alejamiento de la vida pública de la reina, hundida física y anímicamente por la pérdida de su marido. "Por causas que no son difíciles de definir escribía Bagehot en 1874- la reina ha hecho casi tanto para dañar la popularidad de la Monarquía, con su prolongado alejamiento de la vida pública como el menos valioso de sus predecesores hizo con su libertinaje y frivolidad". Al final de los años setenta, sin embargo, se produjo el cambio indicado en la apreciación de la reina y de la Monarquía. Como ha escrito David Cannadine, "la longevidad de Victoria, su probidad, sentido del deber, y su posición sin rival como matriarca de Europa y figura maternal del Imperio, llegó a sobrepasar y después a eclipsar, la anterior actitud hostil hacia ella". Esta transformación no fue, sin embargo, algo espontáneo, que se derivara exclusivamente de las cualidades personales de la persona que ocupaba el trono. Tuvo que ver profundamente con lo que hoy llamaríamos "una operación de imagen", con los cambios producidos en el ritual y las ceremonias en las que participaba la realeza. David Cannadine, que ha estudiado magistralmente las variaciones en el contexto y naturaleza del ceremonial real británico, ha señalado cómo, durante los tres primeros cuartos del siglo, "el ceremonial no existía para exaltar a la Corona por encima de la lucha política (..). La influencia política del monarca lo hacía peligroso; el poder real de la nación lo hacía innecesario; y la naturaleza localista de la sociedad, reforzada por la prensa provincial, y combinada con la carencia de un escenario urbano suficientemente espléndido, lo hacía imposible". El cambio del contexto -la pérdida de poder efectivo por parte del monarca, la competencia internacional, el avance de la centralización, el desarrollo de una prensa nacional y la transformación de Londres en una ciudad monumental- permitieron un cambio en el ritual, hasta entonces "inadecuado, privado y de escaso atractivo, que se hizo espléndido, público y popular", con la finalidad, ahora sí, de exaltar el poder simbólico -"dignificado", según Bagehot de la realeza. Las ceremonias de proclamación de la reina como emperatriz de la India, en 1877, y los jubileos de 1887 y 1897, son buenas muestras de todo esto. El cambio estructural más importante que tuvo lugar en el Reino Unido durante este período fue el conjunto de reformas electorales que se llevaron a cabo entre 1883 y 1885 -que reciben el nombre global de "tercera ley de reforma"-, mediante las que se alteraron sustancialmente la composición del electorado y la delimitación de los distritos electorales. Una Ley de Prevención de Prácticas Ilegales, de 1883, estableció límites máximos de gastos electorales, de acuerdo con el volumen del censo del distrito, y mecanismos concretos para que los gastos pudieran ser fiscalizados y los excesos castigados. Por otra ley de 1884, los derechos electorales de los distritos urbanos ("boroughs") -fundamentalmente el derecho derivado de la ocupación o propiedad de una casa ("household suffrage")- fueron extendidos a los distritos rurales ("counties"). Como consecuencia de esto, el censo electoral del Reino Unido pasó de 3.150.000 electores a 5.708.000, entre el 63 y el 66 por 100 de la población adulta masculina. Se podía obtener el derecho al voto por siete criterios diferentes, pero el 84,3 por 100 de los electores lo debían al "household suffrage". El grupo más importante de los que todavía quedaban excluidos eran los hijos que vivían con sus padres, o los empleados domésticos que vivían en casa de sus señores. Por último, una ley de 1885 llevó a cabo una radical transformación de la geografía electoral, estableciendo distritos uninominales por cada 50.000 habitantes, que elegían su representante por mayoría simple. Las grandes ciudades y las regiones de Lancashire y Yorkshire, anteriormente infrarrepresentadas, obtuvieron en conjunto 67 escaños más. Irlanda adquirió una representación exagerada en relación con Gran Bretaña: sus 103 diputados representaban un término medio de 6.700 electores, por los 13.000 que correspondían a cada diputado inglés. Liberales y conservadores estuvieron de acuerdo en la ley de 1883, que beneficiaba a ambos partidos porque dificultaba el triunfo de candidatos independientes, que estuviesen dispuestos a gastar cuanto fuera necesario para conseguir el escaño. En la tramitación de la ley de 1884, sin embargo, se produjo un importante enfrentamiento entre los dos partidos, no por el principio básico de la ley la extensión a los distritos rurales del sufragio por hogar - en el que ambos estaban de acuerdo-, sino porque los liberales querían que una vez aprobada esta ley, se celebraran elecciones y el nuevo Parlamento llevara a cabo la redistribución de los distritos. Los conservadores se oponían porque temían que si las próximas elecciones se celebraban con el sufragio ampliado, pero con la geografía electoral vigente, se produjera una amplia victoria liberal y que, con un Parlamento absolutamente controlado, éstos harían una redistribución demasiado favorable a sus intereses, lo que podría alejarlos indefinidamente del poder. Los liberales, dada su mayoría en los Comunes, lograron la aprobación del proyecto de ley, pero fueron derrotados en los Lores. Finalmente, conservadores y liberales acordaron unir los dos temas y la ampliación del derecho electoral fue aprobada. La propuesta de redistribución que finalmente se adoptó, sorprendentemente, fue iniciativa de los conservadores. Éstos pensaban que así aseguraban sus feudos -los distritos rurales y las pequeñas ciudades inglesas- aunque fuera a costa de abandonar los grandes distritos urbanos a los liberales. Para los contemporáneos, con esta reforma, los liberales ganaron y los conservadores perdieron; pero de acuerdo con los resultados posteriores, esto no está tan claro, aunque hay que tener en cuenta la ruptura del partido liberal a raíz del "Home Rule". Con anterioridad se había efectuado otro importante cambio relativo a la legislación electoral: la aprobación del voto secreto que, en 1872, vino a sustituir a la anterior práctica de manifestar en voz alta la preferencia del elector. Esta innovación, que formaba parte de las peticiones reclamadas treinta años antes por los cartistas, no tuvo como causa inmediata la presión popular, sino los acuerdos y ajustes dentro del partido liberal; concretamente fue la condición impuesta por el radical John Bright para formar parte del gobierno de Gladstone, en 1868, a la que éste accedió -a pesar de haberse manifestado siempre contrario al voto secreto- para así equilibrar el tono marcadamente whig, aristocrático, de su primer gobierno. Conservadores y liberales continuaron obteniendo alternativamente el apoyo del electorado y turnándose, por consiguiente, en el poder ejecutivo. Esta alternancia, sin embargo, no fue regular ni equilibrada, como no lo había sido nunca en la moderna historia constitucional británica, ni lo sería posteriormente. También en este período se pueden distinguir épocas de un claro predominio de uno sólo de los dos grandes partidos. Concretamente, en las tres últimas décadas del siglo XIX, cabe hablar de un predominio liberal hasta 1885 -continuación del ejercido por este partido desde la escisión conservadora de 1846- y de una época de predominio conservador a partir de 1886, como consecuencia de la división de los liberales a causa del "Home Rule" irlandés. En la victoria conservadora de 1874, influyeron factores generales o nacionales como la apelación al imperio y a la reforma social, realizada por Disraeli, y el temor, por parte de las clases medias urbanas, al excesivo espíritu reformista de los liberales, así como el rechazo a determinadas medidas llevadas a cabo por el gobierno de Gladstone en los años precedentes; en especial, las leyes relativas a educación, a la relación de los establecimientos donde se consumían bebidas alcohólicas, y en contra de los piquetes pacíficos en las huelgas. Pero, en conjunto, la respuesta dada por los partidos a los problemas locales -gobierno e impuestos municipales, escuelas, obras de beneficencia- y las influencias sociales y personales continuaron desempeñando el papel fundamental. Para algunos historiadores, el factor determinante fue la influencia derivada del contrato de trabajo; entre los obreros industriales se difundió una forma de vida política básicamente tradicional: los patronos ejercieron en los ámbitos urbanos -sobre todo en aquellos que eran controlados por pocas empresas- el mismo papel que en los distritos rurales habían desempeñado hasta entonces los grandes propietarios. Sin negar este tipo de influencias, aunque matizando sus efectos, otros historiadores consideran que en la determinación del voto fueron más importantes la religión u otros factores sociales como la pertenencia a un barrio determinado, a un club, o la simple frecuentación de una taberna. A partir de las elecciones de 1880, las grandes cuestiones nacionales pasaron a desempeñar el papel predominante: en aquel año concretamente, los efectos de la "gran depresión" -que afectó tanto a la agricultura como a la industria- y la política exterior de Disraeli. En 1881 murió Disraeli. La política de masas -y menos en la fase incipiente en que se encontraba en Gran Bretaña- no excluye el protagonismo de los líderes. La mayor parte de la vida política de Disraeli había transcurrido durante el período intermedio del reinado de Victoria: sus dos actuaciones fundamentales fueron la oposición a Peel en 1846, y la ley de reforma electoral de 1867. Sin embargo, en los años setenta, Disraeli, además de impulsar la orientación hacia el Imperio, fue el líder indiscutido de un nuevo partido conservador, que él había contribuido decisivamente a formar: un partido nacional y popular, defensor de la Iglesia de Inglaterra, y basado socialmente en una nueva alianza de la aristocracia y el pueblo. Un partido al que condujo a su primera gran victoria electoral en más de treinta años. Ni por su origen -un "judío aventurero", le llamó el tercer marqués de Salisbury, en 1868, perteneciente a una familia cuya riqueza no procedía de la propiedad de la tierra-, ni por su temprana dedicación a la literatura, ni por sus ideas -dominadas por la ironía y un fuerte espíritu crítico hacia las instituciones parlamentarias- parecía Disraeli llamado a convertirse en uno de los líderes más característicos de la derecha británica contemporánea. Todo ello le hace un personaje multifacético y paradójico que sigue siendo objeto de atención y estudio. En el último discurso de su vida, en 1906, Joseph Chamberlain declaró que la conversión del partido liberal al "Home Rule", en 1886, había sido "el gran acontecimiento de nuestra generación", porque había "alterado por completo el curso de nuestra historia política, revolucionado nuestras relaciones políticas, (y) destrozado el partido liberal". Desde la Unión de 1800, Irlanda no había dejado de plantear problemas a los políticos ingleses. En 1867, la Hermandad Republicana Irlandesa -cuyos miembros eran conocidos popularmente como los "fenians"- llamó a una sublevación, porque los derechos y libertades del pueblo estaban siendo pisoteados por una aristocracia extranjera, que había confiscado la tierra y estaba absorbiendo la riqueza del país. El levantamiento no obtuvo un gran respaldo popular y fue fácilmente reprimido por el Ejército. Desde entonces, sin embargo, el problema irlandés estuvo en el primer plano de la política británica. En los años 1880, el problema de la tierra reemplazó a las cuestiones religiosas como el principal motivo de agravio de los irlandeses. Buena parte de la tierra estaba en manos de aristócratas ingleses, absentistas, que las explotaban de acuerdo con normas que si siempre habían levantado protestas, en los años de la "gran depresión", se manifestaron absolutamente inaplicables: la rentabilidad de las explotaciones no era suficiente para que los arrendatarios pagaran las rentas fijadas por los propietarios. Un número creciente de miles de familias fueron obligadas a desalojar las tierras. Como respuesta a los desahucios se produjeron numerosos incendios, mutilaciones de ganado y atentados personales. La "guerra de la tierra" fue dirigida por nacionalistas como Charles S. Parnell y Michael Davitt, al frente de la "Liga de la Tierra de Irlanda". Como de costumbre, desde Londres se hicieron concesiones a la vez que se utilizaba la fuerza. Al comienzo de su segundo gobierno, Gladstone, a quien terminaría obsesionando la cuestión irlandesa, impulsó una labor legislativa para suprimir los abusos de los propietarios; mediante una Ley de la Tierra, de 1881-conocida como de las "tres efes: fair rent, fixity of tenure y free sale", renta justa, arrendamiento por tiempo fijo y venta libre- y otra Ley de Deudas, de 1882, satisfizo las demandas de los arrendatarios. Al mismo tiempo, aplicó medidas represivas: Parnell fue encarcelado y la Liga proscrita. Después del asesinato del delegado para Irlanda, en 1882, estas medidas se hicieron más duras y se terminó restaurando el orden. En 1886, Gladstone quiso ir más lejos y propuso el "Home Rule", la concesión de la autonomía política que los irlandeses, al menos, reclamaban: la constitución de un Parlamento irlandés para tratar de sus propios asuntos, bajo el control último del Parlamento de Londres. Como en Gladstone era habitual, presentó el tema en términos morales, como una cuestión de justicia. Pero el partido liberal no le siguió, separándose de él gran parte de sus dos alas extremas, de derecha e izquierda: el grupo "whig", dirigido por Hartington -lo que era previsible, dados los ataques de Gladstone a los privilegios aristocráticos-, y los radicales de Joseph Chamberlain -de forma más sorprendente, parece que por miedo al papel que los católicos podían llegar a desempeñar-. Ambos grupos constituirían el partido liberal unionista, que se uniría al partido conservador, opuesto también al "Home Rule". A pesar del apoyo de Parnell al frente de los nacionalistas irlandeses -que desde 1884, y gracias a la aplicación a Irlanda de la nueva ley electoral en las mismas condiciones que a Gran Bretaña, por primera vez en su historia, contaban con más de 80 diputados en Westminster- el proyecto fue derrotado en los Comunes. Los liberales tuvieron que dejar el gobierno a la coalición de conservadores y unionistas. En las elecciones de 1892, los liberales obtuvieron los suficientes escaños para, con ayuda de los nacionalistas irlandeses, formar gobierno -nuevamente, y por última vez, con Gladstone como primer ministro-. Otra vez fue presentado el proyecto de "Home Rule" que, en esta ocasión, sí fue aprobado por los Comunes. Pero los Lores, donde el partido liberal había perdido toda posibilidad de imponerse, desde la separación de los "whig", rechazó abrumadoramente el proyecto, en septiembre de 1893. Gladstone se planteó seguir combatiendo por el tema, pero fue disuadido por el partido. El conflicto entre los Lores y el pueblo quedó aplazado y la autonomía irlandesa aparcada. ¿Cuáles fueron las consecuencias de la frustración de esta reforma? En Irlanda, básicamente, la persistencia de un nacionalismo antibritánico. Es decir, el fracaso por parte inglesa en hacer aceptable la unión a los irlandeses. En el Parlamento de Londres se prestó mayor atención a Irlanda que a cualquier otro problema del país. Muchos de los agravios existentes, sobre todo la marginación que sufrían los católicos, tanto en la administración como en la vida económica, fueron en gran medida solucionados. Especial atención se dedicó al problema de la tierra: hacia 1905, casi toda la tierra agrícola estaba sometida a rentas controladas o había pasado a poder de los anteriores arrendatarios. Pero todo ello no fue suficiente para anular el deseo de lograr la autonomía política por parte irlandesa; la subordinación se veía como la causa principal de todos los problemas, también el de la pobreza, que seguía empujando a millones de irlandeses a la emigración. El proceso político se vio afectado en Gran Bretaña por la división y el consiguiente debilitamiento del partido liberal, que no su decadencia definitiva; ésta habría de llegar en la tercera década del siglo XX, después de conocer nuevos días de gloria. Lo que sí supuso la escisión del Home Rule fue el final del conglomerado en que consistía el partido liberal desde su formación en 1859, bajo la dirección de Gladstone, y la formación de uno nuevo, cuyas señas de identidad siguen siendo ampliamente discutidas, parece que más dependiente del voto de la clase obrera y, desde luego, comprometido de una nueva forma con la política social.
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De otro signo, el arte de Juan de Ancheta saca las últimas consecuencias del miguelangelismo de los retablos de Briviesca y Astorga, en los que quizás intervino, como se ha dicho, aunque su obra en Valladolid, donde se le documenta el año 1565, se desconoce y para la escuela castellana sólo interesa su corta estancia en Burgos, donde dejó muestras, en el retablo de la catedral, de su grandiosa concepción de la figura humana, reflejo de las obras tardías de Miguel Angel. La actividad escultórica de estos años es grande y va cubriendo de bellos altares las iglesias castellanas; la escultura funeraria cobra nuevo auge aunque se advierte el abandono gradual del trabajo en materiales duros incluido el decorativo de la arquitectura, que el nuevo sentir clasicista repudia como ajeno a tan noble arte, aunque por supuesto los cambios son graduales y las enseñanzas de los grandes maestros se absorben de forma distinta y en tiempos diferentes por las variadas escuelas castellanas. El triunfo de esta estética desornamentada, academicista y fría coincide cronológicamente con los encargos reales de la serie en bronce y mármol del emperador Carlos V y su familia a los Leoni. Su nombramiento como escultores de Carlos V y Felipe II, el asentamiento de Pompeo en España y la formación de una escuela de caracteres específicos en torno a la Corte, de más delicadas formas y suave sensualismo en torno al taller de los italianos, es el acontecimiento de mayor importancia en el desarrollo de la escultura castellana del último tercio del siglo XVI. Leone Leoni padre, es llamado al servicio real en la temprana fecha de 1548, que se le encarga una larga serie de medallas, y sobre todo bustos y estatuas del Emperador y su familia que lleva a cabo en sus talleres de Milán, pero que el año 1556 se encarga Pompeo, su hijo, de traer a España, donde, guardados en su taller, no pudieron conocerse hasta el año 1608 que pasan al alcázar u otras residencias reales y de ahí, en el siglo XIX, al Museo del Prado. La serie de retratos de la familia imperial, sin precedentes en la escultura española, con fines de exaltación dinástica, al tiempo que el pintor veneciano Ticiano realizaba los suyos también por encargo del Emperador, constituyen una magnífica muestra del arte de los Leoni y su dominio de las técnicas del bronce y del mármol. La famosa escultura de Carlos V y el Furor muestra su admiración por la antigüedad en el bello desnudo del Emperador cubierto de indumentaria desmontable. La simbología de la composición, muy discutida, responde en parte a una tradición italiana con precedentes ilustres en el Bandinelli o el Montorsoli. Los modelos de sus otros retratos, como el de la Emperatriz o el de Felipe II, responden a la imagen que de ellos dio el Ticiano. El idealismo clasicista de estas esculturas se mantiene en la otra gran obra encomendada a estos escultores, el gran retablo de bronce, mármol y jaspe del monasterio de El Escorial, cuya traza se debe a Juan de Herrera y cuya dirección corrió a cargo de otro italiano, el famoso lapidario Jácome Trezzo, que con Juan Bautista Comane conciertan la obra con los milaneses el año 1579. En las esculturas de bronce del magnífico Calvario que lo corona o en las de los Apóstoles que entre sus grandiosas columnas enmarcan bellas pinturas italianas, persiste la grandiosidad de la composición y la correcta factura de las formas. Al morir Leone aún ha de ocuparse su hijo Pompeo de los enterramientos reales que presiden la iglesia de este monasterio de El Escorial, a un lado y otro del altar mayor. La grandiosa arquitectura sirve de marco espléndido a los grupos orantes de Carlos V con la Emperatriz, sus hermanas María y Leonor y su hija María, a un lado, y del otro Felipe II y tres de sus esposas, pues no se incluyó a María Tudor, y al malogrado príncipe Carlos. Las figuras, por ejemplo, de Isabel de Valois de expresión teñida de melancolía, idealizan un rostro con recuerdos del natural. Como el tipo de retrato áulico, los personajes majestuosos y distantes definen un tipo que divulga Pompeo en otros encargos del entorno de la Corte, como el del enterramiento del inquisidor Valdés, en Salas, donde hay ciertos reflejos del sentido realista español. Hasta casi mediados de la siguiente centuria se mantuvo esta tipología funeraria. La obra del monasterio de El Escorial bajo el patronazgo real de nuevo actúa de centro receptor de artistas y a los Leoni se añaden otros españoles o italianos ocupados en la magna empresa. Uno de los más significativos es el toledano Juan Bautista Monegro, cuyo elegante clasicismo de tono más fuerte que el de los Leoni aparece en sus monumentales figuras en piedra de los Reyes o de los Evangelistas, en el patio y la fuente del claustro del monasterio. Esta nueva corriente que fortalece la vieja tradición de la importación italiana también abre paso a la escultura profana, apenas cultivada en España salvo en la decoración de las residencias reales como Aranjuez o de la nobleza, como el famoso del marqués de Santa Cruz en el Viso, en plena Mancha o el de la Abadía en plena Extremadura, pero ello de forma esporádica y salvo caso contrario a costa de obras o artistas italianos. La escultura castellana desarrolla en este siglo XVI su renacimiento y sobre todo su manierismo, cuya licencia curiosamente abre las puertas a una estética de signo diferente, la barroca, no obstante en germen en algunos de sus artistas.
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Ultimas negociaciones colombinas Entrado el mes de enero de aquel histórico año de 1492 y por iniciativa de la reina doña Isabel, tornóse de nuevo a discutir el proyecto colombino. Y otra vez como antaño la ciencia dijo rotundamente no. Consiguientemente, los reyes despidieron a Colón. Parecía una comedia preparada, dice Ballesteros. No se había alejado de Granada más que dos leguas cuando Colón, con su orgullo a cuestas y sus pretensiones intactas, era alcanzado en la puente que se dice de Pinos por un alguacil de corte enviado de parte de su Alteza para que le dijese cómo lo mandaba tornar y lo trujese. Los cronistas atribuyen esta repentina orden a la intervención directa de Luis de Santángel ante la Reina. Al parecer, todos los protectores del nauta actuaron conjuntamente no sólo ante doña Isabel sino también ante el Rey Católico que es quien, a partir de estos momentos, lleva la iniciativa. Estaba claro que no se trataba ya de comisiones o juntas científicas, sino de una decisión personal de los soberanos. Que el riesgo era grande, de acuerdo, mas no era muy costoso, argumentaba Santángel a la Reina, y de correr esa aventura podría derivarse servicio a Dios, a la iglesia, además de acrecentamiento y gloria de sus reinos y Estados. Para más ilustración, ahí estaba el vecino Portugal embarcado en una empresa dudosa al principio y siempre arriesgada que estaba dando ya por estos años espectaculares frutos, y rectificando algunos supuestos científicos. ¿Por qué no podría suceder ahora lo mismo, clamaban los Santángel, Deza, Cabrero, Mendoza, Pérez...? Ese por qué, salido de fieles servidores, hizo a los Reyes Católicos desoír la voz e la ciencia y apoyar a Colón. Y se ganó también al influyente confesor fray Hernando de Talavera. El converso y acaudalado Luis de Santángel se ofreció a prestar a la Corona, exhausta de fondos, los dos mil quinientos ducados pedidos por el marino extranjero para organizar la armada. Aceptó doña Isabel este ofrecimiento sin que fuera necesario tocar para nada sus joyas86, muchas de las cuales --o acaso todas, nadie lo sabe --habían sido anteriormente hipotecadas para terminar la guerra de Granada. Para gloria de Aragón (escribe Manzano), fueron en su mayoría personas de este reino las que intervinieron y decidieron en esta hora postrera el descubrimiento del Nuevo Mundo. Y este Nuevo Mundo iba a ser andando el tiempo, por la generosidad y la visión política del rey de Aragón, ganancia exclusiva de los reinos de Castilla. Con orgullo y no menos razón podía decir don Fernando años después: haber sido yo la principal causa que aquellas islas se hayan descubierto87.
obra
Este lienzo es el primer ejemplo sobre esta temática que aparecería en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. El cuadro representa el momento en que, tras sufrir un largo y angustioso sitio por las tropas romanas de Escipión en el año 133 a.C., los habitantes de Numancia decidieron quemar la ciudad y acabar con sus vidas antes de caer en manos del invasor. Así, contemplamos un tumultuoso grupo de ciudadanos numantinos agolpándose junto a las murallas de la localidad en llamas, ante la visión de las tropas romanas que se vislumbran al fondo. En primer plano, un numantino acaba de matar a su esposa e hijo para librarles del tormento, mientras que otra mujer, cubierta con gruesa túnica, se dispone a apuñalar a su hija, señalando hacia la destruida ciudad. Junto a ella otro numantino bebe el veneno que le librará de la esclavitud. El resto de los ciudadanos, arengados por un anciano barbado, vuelven sus rostros hacia las tropas romanas y huyen despavoridos hacia la ciudad incendiada. Unos se dan el último beso y un joven semidesnudo pisotea con furia los estandartes y trofeos romanos, exhortando a la resistencia. El cuadro es bastante novedoso para su tiempo, a pesar de algunos descuidos en su ejecución. Nos llama la atención su precoz realismo, con una técnica valiente, temperamental y deshecha, conseguida gracias a gruesas pinceladas mezcladas con un perfecto dibujo y un gran interés por la anatomía. Destaca la perfección con la que consigue el amontonamiento de las figuras, creando una magnífica sensación de huida. En este trabajo, Martí Alsina quiere demostrar su dominio de la anatomía humana, la ubicación de las figuras en el espacio, el tratamiento de los escorzos, el modelado de los ropajes y el dominio de la luz, con intensos claroscuros con los que refuerza la intensidad dramática de la escena. El limitado colorido, en el que abundan los tonos oscuros, se rompe con los estandartes rojos de los invasores.