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La decoración del retablo de la capilla del Colegio franciscano de San Bernardino fue contratada por El Greco en 1603. El 19 de febrero Jorge Manuel recibió 200 reales a cuenta y en septiembre se debió finalizar el encargo al recibir el pago definitivo, 3.000 reales. El lienzo del santo patrono debería ir enmarcado por una estructura tremendamente clasicista. San Bernardino de Siena aparece en primer plano, sobre un pequeño espacio que se abre al precipicio desde el que contemplamos el paisaje. La composición recordaría al San Martín o al San José de la Capilla de San José, inmediatos precedentes. La figura aparece con el hábito franciscano, portando en su mano izquierda un libro y en la derecha un báculo que se remata con el monograma IHS en letras doradas, que siempre le acompañaba debido a su devoción al nombre de Jesús - IHS son las siglas en latín de Jesucristo Hombre Salvador -. A sus pies encontramos las tres mitras de obispo que rechazaría en su vida para dedicarse a la predicación, a saber, Siena, Urbino y Ferrara. En el fondo reproduce una vez más la ciudad de Toledo, entre los nubarrones que pronostican tormenta. La figura del santo es gigantesca, ocupando la mayor parte del lienzo. Las proporciones se han estilizado de tal manera que recurre a un canon totalmente personal; si el clásico indica que la cabeza sea la séptima parte del cuerpo, en el que presenta El Greco sería la décima parte del total. De esta manera otorga mayor espiritualidad al conjunto, obteniendo una escena plena de ensoñación.
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Considerada una de las obras maestras de Alonso Cano, este lienzo fue pintado para el retablo mayor de la iglesia del Monasterio franciscano de San Antonio y San Diego de Granada. El maestro ha conseguido captar, de manera difícilmente superable, una intensa profundidad emocional. Los dos santos se nos presentan en actitud de caminar, absortos en su mística contemplación, relacionándose a través de gestos y miradas, en un espacio cerrado por la banderola extendida. La pintura ha sido aplicada en capas finas, destacando las tonalidades marrones de los hábitos franciscanos y los escasos cabellos de los santos, contrastando con las rubicundas carnaciones, habituales en los cuadros de madurez del maestro, y el rosáceo estandarte.
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El tema del lienzo que Alonso Cano pintó para los monjes capuchinos de Toledo es bastante inusual, por prestarse a interpretaciones escabrosas y alejadas de la piedad que se pretendía suscitar. Se trata de uno de los acontecimientos milagrosos de San Bernardo, quien a punto de fallecer de inanición fue alimentado por la mismísima Virgen María en una aparición milagrosa. La forma de plasmar al santo recibiendo la leche había de ser lo más pura posible, por lo que Cano ubica la acción en el propio altar. Dado el tamaño del lienzo, pudiera decirse que la escena es totalmente verosímil, pues tanto las dimensiones del altar como de las figuras se aproximan al natural. De este modo el santo, que se había arrodillado a rezar a la imagen de la Virgen, contemplaría asombrado cómo de esta imagen esculpida brotaba la leche que le alimenta. El estilo dulce y colorido de Cano se mantiene en esta obra como en otras, aunque parece haber reducido su paleta a los colores blanco y rojo que predominan en el lienzo.
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El estilo imperante en el último cuarto del siglo XVIII en España será definido por Anton Rafael Mengs, uno de los promotores del Neoclasicismo. El triunfo de un artista debía pasar por otorgar un aire clasicista a su obra, ya fuera arquitectura, escultura o pintura, resultando un arte estéticamente atractivo pero excesivamente frío, carente de sentimiento. Cuando Goya recibe el encargo para decorar la iglesia del Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana de Valladolid debe de impregnar de cierto aire clásico a sus composiciones, aunque no abandona un toque barroco que se aprecia en todo el conjunto para continuar con la tradición decorativista del siglo anterior. Así en este San Bernardo de Claraval curando a un cojo encontramos a tres figuras recortadas sobre un fondo neutro, jugando la luz un papel preponderante en el conjunto. San Bernardo viste un amplio hábito blanco y se manifiesta en actitud de imponer las manos al tullido para curarle - el santo había recibido ese don divino de la curación y por eso aparece con la estrella de taumaturgo sobre su cabeza -. Junto a él apreciamos a otro monje que porta una jarra, incidiendo en la obra de misericordia de dar de comer y beber al hambriento y al sediento. Arrodillado, el tullido agacha su cabeza para recibir la curación. Vestido con ropas humildes, parecemos estar ante una figura sacada de un cuadro naturalista, existiendo en todo el lienzo un evidente eco de Zurbarán. Las expresiones y los gestos de los personajes sugieren el gran pintor que tenemos ante sí, capaz de otorgar sentimentalismo a la frialdad del Neoclasicismo. Su estilo detallista y minucioso se aprecia en los pliegues de los hábitos o de la capa del tullido. Santa Lutgarda y el Tránsito de San José son sus compañeros en la decoración del monasterio.
Personaje
Religioso
Nacido en Fontaines (Francia) en el seno de una familia ilustre, fue fundador de la célebre abadía cisterciense de Claraval (Clairvaux) y predicó en Francia la Segunda Cruzada. En el cisma entre Inocencio II y Anacleto II, se declaró a favor del primero y le hizo triunfar. Dejó "Cartas" muy notables y excelentes "Tratados de Teología". Consiguió poder y prestigio para la Orden de los Caballeros del Temple. Su fiesta se celebra el 20 de agosto.
Personaje
Religioso
Fue la primera mujer nativa que consiguió ingresar en un convento de clausura de españolas, en el convento de Santa Clara, a pesar de las prohibiciones. En su causa la apoyaron las propias monjas de Santa Clara. Su lucha abrió el camino a otras mujeres filipinas que deseaban entrar en el convento. Marta de San Bernardo era una ladina de la Pampanga. Su principal apoyo fue la Madre Jerónima, la priora y fundadora del convento, quien propuso habilitar un ala apartada en el convento para Marta y las demás indias que solicitaran entrar en el convento. El arzobispado denegó esta petición por considerar que aún era prematuro que las indígenas adoptaran la vida de clausura. Las clarisas volvieron a intentarlo a la muerte de la Madre Jerónima en 1630. Al pedir al Arzobispado que se iniciara la causa de beatificación quedaron conmovidas ante el gran número de filipinos que quisieron testimoniar la santidad de su fundadora. Sabiendo que éste era un deseo de la Madre Jerónima, las clarisas admitieron a Marta de San Bernardo. Las monjas quedaron tan impresionadas con su santidad de vida y sus virtudes que pidieron al Provincial franciscano que permitiera que se le diera el hábito de novicia. Ante la negativa de las autoridades, las monjas decidieron enviarla al nuevo convento en Macao, donde no existían las mismas restricciones, por ser colonia portuguesa. Marta de San Bernardo tomó los hábitos en el barco camino de Macao, por concesión del provincial franciscano y allí permaneció hasta su muerte.
contexto
Los orígenes remotos de la orden cisterciense se remontan a 1098, cuando Roberto de Molesmes, antiguo abad de un rico monasterio benedictino, fundó el cenobio de Citeaux (Cister) en las cercanías de Lyon, con la intención de retornar a los primitivos ideales evangélicos. Sin embargo, los verdaderos fundadores de la orden fueron Esteban Harding, tercer abad de Citeaux, autor de la "Carta caritatis" (c. 1120) y, sobre todo, san Bernardo (1091-1153), que dotó al movimiento de una dimensión verdaderamente supranacional. La idea básica que inspiraba a ambos personajes era la de devolver al monacato la prístina pureza que la excesiva mundanización de Cluny había hecho perder. Con tal objetivo procedieron al restablecimiento literal de la regla de san Benito (ad apicem litterae) rechazando cualquier elemento que no estuviese explícitamente recogido en su texto. La "Carta caritatis" incidía además en el factor de la uniformidad. El horario, la disciplina, los servicios religiosos, los libros de lectura, el tipo de edificio, el régimen de comidas, etc., debían ser idénticos en todas las casas de la orden al objeto de evitar cualquier tentación de relajamiento. Este extraordinario rigorismo, conscientemente buscado, se unía a una positiva valoración del trabajo manual frente a los oficios divinos auspiciados por Cluny. El equilibrio entre la oración pública, la pobreza, la lectura meditada y el trabajo físico constituía un objetivo irrenunciable que, por lo demás, sólo cabía realizar en abierta oposición al mundo. De ahí que se buscasen zonas alejadas de las ciudades y de las grandes rutas de comercio para establecer los nuevos monasterios. La importancia concedida al trabajo físico y el deseo indisimulado de "fuga mundi", explican que fueran las tierras recientemente incorporadas a la Cristiandad las que atrajeran con preferencia a los cistercienses y a sus conversos. Su presencia, prácticamente en solitario, en las regiones al este del Elba y las enormes roturaciones allí realizadas por los monjes blancos, son buenos ejemplos de esta vocación de aislamiento y rigor. Cuando san Bernardo ingresó en el Cister en 1112 estas ideas distaban mucho de haberse realizado salvo en el plano meramente testimonial. La orden contaba sólo por aquel entonces con la abadía fundacional, que difícilmente podía imponerse, pese a sus meritos, a la competencia que representaban los otros monasterios de Borgoña, comenzando por Cluny. Sin embargo, la extraordinaria capacidad de san Bernardo consiguió que, casi de inmediato, las enormes potencialidades del Cister se manifestasen. Al monasterio de Clairvaux (Clara vallis) del que san Bernardo sería abad hasta su muerte, siguieron pronto las fundaciones de las otras tres abadías-madre de la orden: Morimond, La Ferté y Pontigny. En 1153 el Cister contaba ya con 343 casas, de las que 66 eran fundaciones directas de san Bernardo. A mediados del siglo XIII, en su momento de máxima expansión, la orden contaba con cerca de 700 abadías masculinas y otras tantas femeninas. Resulta difícil exagerar el decisivo papel jugado por san Bernardo en la expansión del Cister. Su figura llena con creces uno de los periodos más brillantes de la cultura y espiritualidad medievales. Procedente de la nobleza borgoñona, san Bernardo se mostró siempre orgulloso de su origen aristocrático. De hecho, cuando manifestó su vocación, se vio acompañado de buen número de parientes, y muchas de sus fundaciones se localizaron en los dominios de los aristócratas amigos. Predicador de la segunda cruzada, abogado de la orden del Temple, que colaboró a fundar con su encomiástico "De laude nova militiae" y defensor acérrimo de la ortodoxia frente a los herejes, san Bernardo defendió siempre que tuvo ocasión la sociedad de los tres ordines como marco natural de las relaciones humanas. Este extremado conservadurismo, unido a sus excelentes relaciones con los círculos de poder, facilitaron grandemente su labor, calificable pese a todo de titánica. Desde el punto de vista intelectual no fueron menores las virtudes del Santo de Claraval. Su riguroso ascetismo, muy superior al exigido por la regla que modeló su forma de vida y la de sus monjes, quedó plasmado ideológicamente en su conocida polémica con Pedro el Venerable. Su visión teológica se caracterizó por un fuerte tradicionalismo, hasta el punto de que se le haya considerado el último de los Padres de Occidente. Defensor de una concepción estática de la fe como depósito inmutable a transmitir, su espiritualidad se mantuvo en cambio abierta a las novedades de su época. Así su declarada vocación mariana (no en vano dedicó a la Virgen todas y cada una de las iglesias cistercienses), su agudizado sentimiento de la naturaleza pecadora del hombre y del mundo y su exaltación de la pobreza constituyen elementos precursores de la futura religiosidad mendicante. Junto a la arrolladora personalidad de san Bernardo, otro factor que explica el fulminante éxito del Cister fue su inteligente estructura orgánica, combinación de centralismo y autonomía que serviría además de modelo al resto de órdenes monásticas, incluidas las mendicantes. Basada en la negativa experiencia de Cluny, la organización cisterciense se caracterizaba por su gran flexibilidad. Cada monasterio, cuyo abad era elegido directamente por la comunidad, estaba ligado a una de las cinco grandes casas-madre de la orden, iguales en poderes, aunque se reservase cierta primacía moral a Citeaux. La directa ligazón existente entre las abadías fundacionales y sus hijas estaba además asegurada, desde el punto de vista disciplinar, por las visitas que los abades principales efectuaban anualmente a sus centros dependientes. De este modo quedaban aseguradas a un tiempo la autonomía monástica y la cohesión de la orden, cuyo carácter supranacional -de Palestina a la Península Ibérica- resultaba todavía más acentuado que en el caso de Cluny. Como culmen de la organización cisterciense existía además el capítulo general, reunido en Citeaux cada año, y del que formaban parte la totalidad de abades de la orden. Presidido por el abad del monasterio fundacional, que se reservaba teóricos poderes supremos de carácter judicial y legislativo, el capítulo general atendía los asuntos referentes a la observancia de la regla, problemas disciplinares, disputas entre monasterios, funcionalidad y decoración de los edificios y, en general, cualquier tipo de irregularidades. Papel destacado en la orden, aunque sin desempeñar oficios monástico-clericales, tuvieron finalmente los conversos, verdadera línea de contacto continuo con el laicado más consciente de la época.
contexto
Los orígenes remotos de la orden cisterciense se remontan a 1098, cuando Roberto de Molesmes, antiguo abad de un rico monasterio benedictino, fundó el cenobio de Citeaux (Cister) en las cercanías de Lyon, con la intención de retornar a los primitivos ideales evangélicos. Sin embargo, los verdaderos fundadores de la orden fueron Esteban Harding, tercer abad de Citeaux, autor de la "Carta caritatis" (c. 1120) y, sobre todo, san Bernardo (1091-1153), que dotó al movimiento de una dimensión verdaderamente supranacional. La idea básica que inspiraba a ambos personajes era la de devolver al monacato la prístina pureza que la excesiva mundanización de Cluny había hecho perder. Con tal objetivo procedieron al restablecimiento literal de la regla de san Benito (ad apicem litterae) rechazando cualquier elemento que no estuviese explícitamente recogido en su texto. La "Carta caritatis" incidía además en el factor de la uniformidad. El horario, la disciplina, los servicios religiosos, los libros de lectura, el tipo de edificio, el régimen de comidas, etc., debían ser idénticos en todas las casas de la orden al objeto de evitar cualquier tentación de relajamiento. Este extraordinario rigorismo, conscientemente buscado, se unía a una positiva valoración del trabajo manual frente a los oficios divinos auspiciados por Cluny. El equilibrio entre la oración pública, la pobreza, la lectura meditada y el trabajo físico constituía un objetivo irrenunciable que, por lo demás, sólo cabía realizar en abierta oposición al mundo. De ahí que se buscasen zonas alejadas de las ciudades y de las grandes rutas de comercio para establecer los nuevos monasterios. La importancia concedida al trabajo físico y el deseo indisimulado de "fuga mundi", explican que fueran las tierras recientemente incorporadas a la Cristiandad las que atrajeran con preferencia a los cistercienses y a sus conversos. Su presencia, prácticamente en solitario, en las regiones al este del Elba y las enormes roturaciones allí realizadas por los monjes blancos, son buenos ejemplos de esta vocación de aislamiento y rigor. Cuando san Bernardo ingresó en el Cister en 1112 estas ideas distaban mucho de haberse realizado salvo en el plano meramente testimonial. La orden contaba sólo por aquel entonces con la abadía fundacional, que difícilmente podía imponerse, pese a sus meritos, a la competencia que representaban los otros monasterios de Borgoña, comenzando por Cluny. Sin embargo, la extraordinaria capacidad de san Bernardo consiguió que, casi de inmediato, las enormes potencialidades del Cister se manifestasen. Al monasterio de Clairvaux (Clara vallis) del que san Bernardo sería abad hasta su muerte, siguieron pronto las fundaciones de las otras tres abadías-madre de la orden: Morimond, La Ferté y Pontigny. En 1153 el Cister contaba ya con 343 casas, de las que 66 eran fundaciones directas de san Bernardo. A mediados del siglo XIII, en su momento de máxima expansión, la orden contaba con cerca de 700 abadías masculinas y otras tantas femeninas. Resulta difícil exagerar el decisivo papel jugado por san Bernardo en la expansión del Cister. Su figura llena con creces uno de los periodos más brillantes de la cultura y espiritualidad medievales. Procedente de la nobleza borgoñona, san Bernardo se mostró siempre orgulloso de su origen aristocrático. De hecho, cuando manifestó su vocación, se vio acompañado de buen número de parientes, y muchas de sus fundaciones se localizaron en los dominios de los aristócratas amigos. Predicador de la segunda cruzada, abogado de la orden del Temple, que colaboró a fundar con su encomiástico "De laude nova militiae" y defensor acérrimo de la ortodoxia frente a los herejes, san Bernardo defendió siempre que tuvo ocasión la sociedad de los tres ordines como marco natural de las relaciones humanas. Este extremado conservadurismo, unido a sus excelentes relaciones con los círculos de poder, facilitaron grandemente su labor, calificable pese a todo de titánica. Desde el punto de vista intelectual no fueron menores las virtudes del Santo de Claraval. Su riguroso ascetismo, muy superior al exigido por la regla que modeló su forma de vida y la de sus monjes, quedó plasmado ideológicamente en su conocida polémica con Pedro el Venerable. Su visión teológica se caracterizó por un fuerte tradicionalismo, hasta el punto de que se le haya considerado el último de los Padres de Occidente. Defensor de una concepción estática de la fe como depósito inmutable a transmitir, su espiritualidad se mantuvo en cambio abierta a las novedades de su época. Así su declarada vocación mariana (no en vano dedicó a la Virgen todas y cada una de las iglesias cistercienses), su agudizado sentimiento de la naturaleza pecadora del hombre y del mundo y su exaltación de la pobreza constituyen elementos precursores de la futura religiosidad mendicante. Junto a la arrolladora personalidad de san Bernardo, otro factor que explica el fulminante éxito del Cister fue su inteligente estructura orgánica, combinación de centralismo y autonomía que serviría además de modelo al resto de órdenes monásticas, incluidas las mendicantes. Basada en la negativa experiencia de Cluny, la organización cisterciense se caracterizaba por su gran flexibilidad. Cada monasterio, cuyo abad era elegido directamente por la comunidad, estaba ligado a una de las cinco grandes casas-madre de la orden, iguales en poderes, aunque se reservase cierta primacía moral a Citeaux. La directa ligazón existente entre las abadías fundacionales y sus hijas estaba además asegurada, desde el punto de vista disciplinar, por las visitas que los abades principales efectuaban anualmente a sus centros dependientes. De este modo quedaban aseguradas a un tiempo la autonomía monástica y la cohesión de la orden, cuyo carácter supranacional -de Palestina a la Península Ibérica- resultaba todavía más acentuado que en el caso de Cluny. Como culmen de la organización cisterciense existía además el capítulo general, reunido en Citeaux cada año, y del que formaban parte la totalidad de abades de la orden. Presidido por el abad del monasterio fundacional, que se reservaba teóricos poderes supremos de carácter judicial y legislativo, el capítulo general atendía los asuntos referentes a la observancia de la regla, problemas disciplinares, disputas entre monasterios, funcionalidad y decoración de los edificios y, en general, cualquier tipo de irregularidades. Papel destacado en la orden, aunque sin desempeñar oficios monástico-clericales, tuvieron finalmente los conversos, verdadera línea de contacto continuo con el laicado más consciente de la época.