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Como viene siendo habitual, Velázquez ni firma ni fecha sus obras, aunque en la zona inferior izquierda veamos un papel en blanco utilizado habitualmente para firmar. Podría ser que el maestro lo dejara así porque era consciente de que no había otro artista en España que pudiera realizar este excelente retrato del todopoderoso Conde-Duque de Olivares. Se desconoce la fecha exacta del encargo, pensándose que la más acertada sería la de 1638, año en el que Don Gaspar pagó a dos compañías de soldados de su propio bolsillo para que evitaran la invasión, por parte de los franceses, de Fuenterrabía, episodio que se sugiere al fondo de la escena donde aparece un efecto de batalla con humo y fuego. Además, el Conde-Duque viste armadura, bengala y banda carmesí de general, atuendo que avala la tesis anterior. La enorme figura de Olivares se nos presenta sobre un precioso caballo bayo, en una postura totalmente escorzada - muy empleada en el Barroco al marcarse una clara diagonal en profundidad - colocado de medio perfil. Va tocado con un sombrero de picos que refuerza su carácter de hombre de mando, frío y decidido. Como uno de los mejores retratistas de la historia que es, Velázquez se preocupa por mostrar al espectador la personalidad de su modelo, su alma. Nunca podremos mantenernos al margen ante uno de los retratados por el sevillano; le tendremos odio o aprecio pero no nos dejará indiferentes. El absoluto control del Estado que ostentaba el valido le lleva a retratarse a caballo, privilegio exclusivo de los monarcas. El estilo de Velázquez es bastante suelto, a base de rápidas manchas de color y de luz, sus grandes preocupaciones tras conocer la obra de Tiziano.
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Se habla, y con razón, de que a finales de la Baja Edad Media las opciones que condujeron al Renacimiento eran, esencialmente, dos. En efecto, hubo dos Renacimientos: el de los Países Bajos evita toda referencia a la Antigüedad clásica, carece de una base teórica o científica que pueda ser aplicada al arte y se concentra, sobre todo, en la respuesta visual ante el mundo. Los cuadros de Van der Weyden, Bouts y, en especial, de los hermanos Van Eyck testimonian su fidelidad a la apariencia de las cosas reales. Precisamente por esto el retrato conoce en el mundo flamenco un auge espectacular, para dar satisfacción a una clientela comercial e individualista, que aspira a dejar, mediante el arte, una imagen de sí mismos para la posteridad. La situación era muy distinta al sur de Europa, en Italia. Como había sucedido en los Países Bajos, el auge económico fue muy temprano y dio forma a una sociedad muy diferente respecto a la tardomedieval. Todo el mapa político se estructuró en ciudades-estado, que combatían entre sí por el control económico y militar de su región. De esas nuevas entidades que surgieron a comienzos de la Edad Moderna se destacaron pronto dos: Siena y Florencia. En Siena la sociedad seguía muy vinculada a la Edad Media, convirtiéndose en una corte donde el lujo, la ostentación y la elegancia eran las señas de identidad. A comienzos del Trecento (s. XIV) destacaron Duccio, los hermanos Lorenzetti y Simone Martini entre los pintores, decididos a encontrar una síntesis entre ecos del arte gótico y la aceptación de las innovaciones más modernas, como la invención de la perspectiva lineal. Por desgracia, el curso de los acontecimientos abortó esta opción: la Peste Negra de 1348 se llevó a uno de los hermanos Lorenzetti y dejó un ambiente de miseria y desolación. El futuro lo iba a escribir su rival más directa, la ciudad de Florencia. En el Trecento fueron Cimabue y, sobre todo, Giotto, los pioneros en ese campo, añadiendo a sus figuras un volumen y una corporeidad únicos pero habría que esperar al Quattrocento (s. XV) para hablar de una verdadera revolución en los modelos y en los objetivos del arte. Florencia continúa siendo uno de los centros destacados del arte renacentistas en ese siglo. Poco a poco se dominan los principios técnicos y científicos que permitirán una representación creíble de la realidad a través del arte: la perspectiva lineal, el volumen de los cuerpos, la aplicación naturalista de los colores, las sombras, etc. Ghirlandaio o Botticelli, activos en la segunda mitad del siglo, aplican esos conocimientos para crear un nuevo tipo de retrato, el simbólico. Son los artistas predilectos de las clases privilegiadas, que no cesan de encargarles retratos de sus miembros más preeminentes. Se crean las categorías estándar para ese género de pintura: el retrato de perfil, el de tres cuartos, el de cuerpo entero, etc. Además, hacen rodear a sus retratados de una serie de atributos que permiten identificarles y poner de manifiesto sus virtudes: caridad, intelectualidad, etc. En paralelo, por todo el territorio italiano se empiezan a desarrollar otros núcleos; en Urbino, Piero della Francesca añade otro elemento al retrato, la sublimación de la geometría y de las relaciones matemáticas como medio de alcanzar la perfección. Basándose en la filosofía neoplatónica, afirma que la apariencia sólo es débil reflejo de la esencia interior e ideal. Muy diferente va a ser el discurso que se emplee en la República de Venecia, una ciudad eminentemente comercial y muy vinculada a las influencias orientales. A comienzos del s. XV cobra forma la que llegará a ser toda una Escuela de la pintura renacentista, con sus características propias e inconfundibles. La dinastía de pintores de los Bellini anticipa en la pintura en general, y en el retrato en particular, las líneas maestras de un nuevo estilo: se concede una importancia extraordinaria a la captación de la atmósfera, del aire que existe entre las personas y que condiciona su imagen final en un cuadro. Los medios principales a utilizar serán la luz y el color, tan sabiamente aplicados que consiguen crear una ilusión de estar ante la misma realidad. A finales del s. XV la aparición de tres genios de la pintura universal - Leonardo da Vinci, Miguel Angel y Rafael - impulsa el discurrir del arte. De los tres, sin duda el más interesado en el retrato fue Da Vinci, que realizó aportaciones definitivas para el género, como la perspectiva aérea o el sfumato, difuminado de los perfiles por efecto de las condiciones de luz que existen en la atmósfera. Además, introdujo un nuevo elemento en el retrato: el misterio, tan evidente en La Gioconda, que no hace sino resaltar la magia que estaba adquiriendo el artista en esa época, como creador de ilusiones y como traductor inmejorable de la realidad cotidiana. Da Vinci, y en menor medida Rafael, tienen una influencia destacada sobre otro de los grandes retratistas del primer Renacimiento, el alemán Alberto Durero. En él se sintetizan las características de los Renacimientos nórdico y mediterráneo porque a una aguda capacidad de observación de la naturaleza unirá todo el conocimiento de la Antigüedad clásica y del arte que se estaba imponiendo en Italia. Además, Durero debe ocupar un lugar de privilegio en cualquier historia del retrato porque es el primer pintor que se ocupa - de manera casi obsesiva - por su propia imagen. A lo largo de toda su vida, los diferentes autorretratos que realiza se convierten en un documento excepcional de su vida, de sus esperanzas y fracasos. Ya en la segunda mitad del s. XVI es preciso resaltar dos fenómenos como son el triunfo de la Escuela veneciana y la llegada de un nuevo estilo, el Manierismo. Respecto al primero, la evolución en la observación de la naturaleza llevó a un artista de transición pero muy importante como Giorgione, maestro y precedente directo del que será el gran retratista de todo este periodo en Europa: Tiziano. Casi ningún artista ha sabido captar la energía vital que tienen las personas a las que retrataba. Tiziano supone un avance notable respecto a las prácticas anteriores porque en lugar de dar prioridad a la forma, al perfil, elige el color y la luz como medios de crear la figura. Por otra parte, su estrecha vinculación a los señores más poderosos del continente le permite retratar de forma admirable en varias ocasiones al emperador Carlos V de Alemania y a su hijo, el futuro rey de España Felipe II. En esos retratos consagra dos tipologías como son el retrato ecuestre, con una innegable inspiración en modelos de la antigua Roma, y el retrato de corte, donde el monarca aparece de cuerpo entero y rodeado de los símbolos de su poder. No tardarán mucho en imitarle una legión de magníficos retratistas, como Antonio Moro o Sánchez Coello. Junto a la aportación de Tiziano, el Manierismo supuso la otra novedad de relevancia en ese momento previo al Barroco. Los pintores manieristas realizan una interpretación diferente de la obra de arte y de la realidad, por la cual en vez de los valores objetivos priman los subjetivos, la mirada personal del artista. Andrea del Sarto, Rosso, Primaticcio, Vasari o Giulio Romano son algunos de sus mejores representantes, pero como retratista posiblemente ninguno superó a Bronzino. En sus retratos ofrece una imagen en apariencia irreal de los seres humanos, con rostros exageradamente blanquecinos, multitud de símbolos alrededor y una mirada fría y distante que intenta dejar sentado la diferencia de status entre unos y otros. Pero el tiempo del Manierismo, con su potente abstracción de la realidad, no podía durar mucho, y pronto se pudieron contemplar otras interpretaciones, aquéllas que agrupamos bajo la denominación de arte barroco.
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Muy similar al retrato de Flora Esteve i Nadal, en ambas imágenes Fortuny se presenta como un retratista romántico envolviendo en un halo de idealización a la figura, al igual que hacían Federico de Madrazo o Antonio Esquivel. El rostro ovalado y el peinado en casquete son elementos habituales en el retrato femenino de estos años - véase a la Condesa de Vilches - olvidándose de la personalidad de la modelo para interesarse más por los detalles como en este caso la tersura de la piel o la esbozada puntilla del cuello. La luz ocupa un papel determinante en la escena al impactar en la zona derecha del rostro y dejar en semipenumbra la zona contraria. Su compañero, el Retrato masculino, es mucho más naturalista.
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Es difícil discernir si este retrato pertenece a la mano de Leonardo, o si por el contrario, pudiera ser una obra de su discípulo, Ambrogio de Predis. Lo que más llama la atención en la pose de la modelo, de riguroso perfil. Si recordamos obras tan leonardescas como el retrato de Cecilia Gallerani o el de Ginevra de Benci, vemos que la intención del artista es siempre la de dotar de cierto dinamismo la pose de sus modelos. Así es, Leonardo rompió radicalmente con el formato de moda para el retrato, que es el de perfil, puesto que todos los grandes personajes se retrataban al estilo de la medallística romana. El éxito de este formato en el Quattrocento viene a ser contradicho por Leonardo, que vota por la pose ligeramente girada de tres cuartos, de manera similar a la pose típica del retrato flamenco.Por otro lado, jamás Leonardo se entretuvo en la joyería y el adorno de sus modelos. Más bien la penetración psicológica y la imponente presencia de sus damas es lo que se recuerda, como bien podemos apreciar en la Gioconda. Sin embargo, este retrato incide en el decorativismo de la joyería, muy del estilo de la obra de Antonio Pollaiuolo.
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Este retrato fue adquirido por el doctor August Heymann, ávido coleccionista de obras de arte. En el inventario de Historisches Museum de Viena aparece como retrato de un mujer desconocida, siendo interpretado por algunos especialistas como una imagen de la señora Heymann, amparándose en la colección a la que pertenecía aunque esta hipótesis resulta bastante cuestionable.Independientemente de la identidad del personaje, nos encontramos con un excelente retrato femenino realizado con una calidad fotográfica ya que será una fotografía la base empleada por el artista. De esta forma, el realismo exacerbado nos lleva a resaltar todos y cada uno de los rasgos de la dama, siguiendo el historicismo de Makart. Sin embargo, Klimt no se queda ahí al interesarse por mostrar la personalidad de esta desconocida mujer, de inteligente y penetrante mirada y gesto serio. Tras su cabeza podemos observar una decoración en taracea, en la misma línea que el retrato de Joseph Pembauer.
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En el taller de Klimt quedaron algunos trabajos sin concluir cuando el pintor falleció en febrero de 1918. Si bien muchos de ellos estaban a punto de ser finalizados -La novia, Adán y Eva- otros sólo estaban esbozados como este retrato femenino que sólo está pintada el rostro en tonos blancos y azules, destacando el rojo de los labios y de los pómulos, produciendo el efecto de un dibujo. Una vez más, nos encontramos ante un nuevo retrato de "femme fatale", envuelta en la atmósfera de sensual erotismo que caracterizan buena parte de las pinturas del maestro vienés. La cercanía de esta obra con los trabajos de Toulouse-Lautrec resulta significativa.