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La mortalidad, por su parte, experimentó un ligero descenso, si bien no del todo homogéneo ni simultáneo en los diversos países, motivado, sobre todo, por la menor incidencia de las crisis demográficas y por la atenuación de algunos de los componentes de la mortalidad ordinaria. Bien entendido, la mortalidad catastrófica no llegó a desaparecer. Pero las crisis fueron más infrecuentes y, sobre todo, menos virulentas. Por lo pronto, no hubo una conflagración bélica en el XVIII comparable por sus efectos negativos a la Guerra de los Treinta Años. La mayor profesionalización, organización y disciplina de los ejércitos, su acuartelamiento en edificios apropiados, las mejoras de los abastecimientos y los avances de la higiene militar limitaron -sin anular, por supuesto- las consecuencias de las guerras. Y las cosechas de los nuevos cultivos que se estaban difundiendo (patata, sobre todo), al tener ciclo distinto al del cereal, se protegían mejor de los desmanes de las tropas. La guerra de sucesión de Baviera entre Prusia y Austria (1778-1779) es conocida como Kartoffelkrieg (guerra de las patatas) por su incidencia en el desarrollo del cultivo de la patata precisamente para eludir las destrucciones militares. Por otra parte, estos nuevos cultivos, pese a sus limitaciones, contribuían a paliar las crisis de subsistencia. Entre otras razones, por su comportamiento distinto al del cereal frente a las variaciones climáticas, lo que vinculó en algunas zonas su extensión a épocas de dificultades (gran hambre de los primeros años setenta en amplias zonas centroeuropeas, por ejemplo). Y también tienen su importancia a este respecto el incremento de la producción agraria en general, las mejoras en las comunicaciones (lo que facilitaba el transporte y distribución de granos a los lugares donde escaseaba) y, finalmente, el nivel más elevado de humanitarismo y las mejoras en la asistencia pública. Con todo, en una Europa en que el pan seguía siendo el alimento básico, la concurrencia de varios años de malas cosechas provocaba aún situaciones muy difíciles. Pero sus efectos fueron más moderados que en el pasado. Y J. Meuvret pudo escribir, refiriéndose a Francia, que se estaba pasando de las crisis a las crisis larvadas. La mayor novedad en este sentido fue, sin lugar a dudas, la práctica desaparición de la peste, que desde mediados del siglo XIV había sido uno de los mayores azotes de la población europea. Sus últimas grandes oleadas en Europa occidental fueron, salvo algunos contagios menores, la de Londres de 1665- que afectó, en realidad, a una extensa área del noroeste europeo- la de Marsella de 1720, si bien Europa oriental vivió todavía algún tiempo bajo su amenaza -recordemos, por ejemplo, la epidemia de Moscú en 1770-1771- para ver cómo desaparecía en el primer tercio del siglo XIX. No es fácil precisar el porqué de la erradicación de una enfermedad cuyo agente causante -el bacilo de Yersin- no fue descubierto hasta 1894 y que sólo es eficazmente combatido con antibióticos y sulfamidas. Se ha hablado de posibles mutaciones genéticas en el bacilo, de cambios en la relación patógena agente-paciente tras un contacto de siglos (menor virulencia del microbio, progresiva inmunización del hombre), del más frecuente empleo de piedra en la construcción, de la mejora de la higiene urbana -ambos factores reducirían la presencia de roedores en las ciudades- o del desplazamiento de la rata negra, portadora del bacilo, y de la pulga que lo transmitía, por la rata gris como principal roedor parásito de las aglomeraciones humanas. Pero, sin menospreciar la posible intervención de estos factores, sí es seguro que una parte de la responsabilidad corresponde a las distintas administraciones -triunfo de la organización humana, en definitiva-, por la aplicación rigurosa de medidas profilácticas y preventivas, entre las que destacan la exigencia de cuarentenas e inmovilización de mercancías y personas procedentes de zonas infectadas. En concreto, hay que señalar la más que probable eficacia de la barrera militar (de hecho, barrera sanitaria, en caso necesario) establecida en las nuevas fronteras habsburgo-otomanas. Y no está de más recordar que fue precisamente el quebrantamiento de la cuarentena impuesta al mercante Grand Saint-Antoine, sospechoso de traer apestados a bordo, lo que provocó el contagio marsellés de 1720. Una epidemia que se cobraría un elevadísimo número de víctimas -en Marsella, por ejemplo, 40.000 de un total de 90.000 habitantes; en Toulon, 13.000 de un total de 26.000-, pero que, finalmente, pudo ser controlada, impidiendo su expansión más allá de los límites regionales. El inicio de la lucha contra la viruela, enfermedad causante del 7 al 10 por 100 del total de las defunciones, constituye uno de los más importantes capítulos de la historia de la medicina en el siglo XVIII. La inmunización experimentada por quienes la superaban dio pie a los intentos de vencerla por la vía preventiva. Primero, por medio de la inoculación o variolización, práctica importada de Turquía a comienzos de los años veinte (tras algún ensayo veneciano anterior) y consistente en provocar el contagio en individuos jóvenes, sanos y fuertes que, de sobrevivir, quedarían inmunizados. Acompañada siempre de una viva polémica, se desconocen los reales efectos positivos de esta práctica. El paso siguiente fue el descubrimiento de la vacuna por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) en 1796. Pero los beneficiosos efectos de este eficaz medio de lucha contra la viruela se proyectarán, como es lógico, sobre el siglo XIX. Hubo otros avances en el campo médico-sanitario, tanto desde el punto de vista científico progresos en los conocimientos de anatomía, fisiología y patología, introducción de nuevas sustancias curativas, por ejemplo-, como en el académico y organizativo -fundación de academias de medicina, mejoras de las tasas de asistencia sanitaria, aumento del número de hospitales-. Pero su incidencia en la reducción de la mortalidad no dejó de ser modesta. Y los hospitales, en la mayoría de los casos, continuaban siendo centros donde apenas se ofrecía algo más que cobijo a los enfermos menesterosos y en los que no era rara la extensión de enfermedades contagiosas. Con todo, no se debe menospreciar la tarea de titanes emprendida por muchos médicos y otras personas cultas para desarraigar viejas creencias y supersticiones y mejorar la atención sanitaria primaria y las condiciones higiénicas privadas y públicas, contribuyendo a popularizar las prácticas -algunas, tan elementales como la necesidad de extremar la limpieza en los partos, lavar frecuentemente a los bebés o ventilar las habitaciones de los enfermos y cambiar sus sábanas con frecuencia- recomendadas en los libros de divulgación que, como los escritos por el suizo S. A. Tissot, se publicaron, preferentemente, en la segunda mitad del siglo y fueron traducidos a diversas lenguas. La posible influencia de la mejora de la nutrición en la reducción de la mortalidad ordinaria ha originado la controversia historiográfica. Si para algunos -con T. McKeown al frente- fue primordial, hay historiadores -M. Livi-Bacci, por ejemplo, entre ellos que matizan su importancia, manteniendo que el crecimiento agrícola del siglo XVIII sostendría, sin duda, el crecimiento de la población y estimularía la nupcialidad en el mundo rural y, por lo tanto, la fecundidad, pero su contribución a la reducción de la mortalidad se limitaría a la atenuación de las crisis de subsistencia lo que no es poco, de todas formas-, y siempre en conjunción con otros muchos factores de diverso orden ya citados..., sin olvidar esas posibles causas biológicas (de imposible constatación) aludidas al hablar de la desaparición de la peste. No obstante, debemos insistir en que, si bien se estaban dando los primeros pasos hacia la eficiencia (desarrollo biológico de la mayoría de los nacidos) y el orden (mantenimiento probable del orden natural de precedencia: que abuelos y padres muriesen normalmente antes que nietos e hijos) demográficos, subsistían muchos elementos del pasado, no faltaban las contradicciones aun entre los innovadores -un ejemplo: el mismo Tissot recomendaba sangrías para las parturientas con dificultades de dilatación- y, en definitiva, nada en el corto y precario camino andado se habría mantenido ni apuntalado sin las grandes innovaciones y cambios económicos y médicos del siglo XIX y aun del XX.
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Parece indudable que la crisis del siglo XIV se tradujo, asimismo, en una disminución de las tierras dedicadas tradicionalmente a cultivos, por más que su cuantificación resulte en todo punto imposible. En cualquier caso es preciso señalar que el fenómeno no puede ser contemplado sólo desde el punto de vista negativo, pues con frecuencia las tierras que dejaban de ser cultivadas eran las de peor calidad. Como dice el historiador francés R. Fossier, con indudable agudeza, lo primero que se produjo en el siglo XIV fue el "rechazo de los suelos que la presión demográfica de la época anterior había obligado a arrancar de la maleza". La documentación de los dos últimos siglos de la Edad Media alude una y otra vez a los campos abandonados. Son, por ejemplo, los "masos rònecs" de la documentación de Cataluña de la segunda mitad del siglo XIV y de los primeros años del XV. En las cuentas de la catedral de Burgos del año 1352 el racionero utiliza la palabra "vazío" a propósito de diversas heredades en donde la institución eclesiástica percibía tradicionalmente rentas en forma de cereales, cosa que no sucedió en la fecha citada. Pero salgamos del ámbito hispánico. La superficie dedicada al cultivo del trigo en el obispado ingles de Winchester, sin duda uno de los mejor documentados, había descendido en 1350 un 24 por 100 con relación a 1270 y aún retrocedió un 20 por 100 más antes de 1400. Una abadía próxima a la localidad de Douai, en Francia, cosechaba 350 modios de cereales en 1330, pero sólo 17.5 hacia 1370. Numerosas aldeas francesas de las regiones de Ile-de-France, la cuenca de París o el Bordelais vieron, asimismo, cómo se reducía tanto la superficie orientada al cultivo de cereales (en algunos casos por encima del 60 por 100 del espacio que se les dedicaba) como la que se plantaba de viñedo. En Cambresis, en el periodo comprendido entre 1320 y mediados del siglo XV, el cultivo del trigo retrocedió entre un 40 y un 45 por 100 y el de la avena alrededor de un 60 por 100. ¿Y que decir del panorama que ofrecían en el siglo XV las llanuras francesas de Beauce, Brie y Vaxin, las cuales, según el testimonio de un coetáneo, T. Basin, se encontraban, todavía a mediados del siglo XV, "absolutamente desiertas, incultas, abandonadas, vacías de habitantes"? Las tierras que dejaban de cultivarse podían tener destinos muy diversos, pero los más frecuentes fueron la dedicación a pastos o simplemente el regreso a su vegetación natural. Por lo que se refiere a los pastos es de sobra conocida la hipótesis que establece una correlación entre la crisis bajomedieval y el progreso de la ganadería. Castilla, con la espectacular expansión que alcanzó en los siglos XIV y XV el ganado lanar trashumante, constituye en este sentido el ejemplo más característico. ¿No ha llegado a decirse, sin duda de forma un tanto retórica, pero con un indiscutible sustrato de verdad, que la ganadería ovina trashumante es hija de la peste? Mas si importante fue el crecimiento de los pastos no lo fue menos el incremento de las masas boscosas. El ejemplo paradigmático de retorno al bosque, por tratarse de un estudio ejemplar a la par que pionero en el tema, nos lo ofrece la aldea inglesa de Tusmore, cercana a Oxford, que fue abandonada en 1357. Por lo demás, el progreso del bosque en la época final de la Edad Media, efectuado a costa del retroceso del espacio cultivado, está plenamente atestiguado en otras muchas regiones europeas, casos del Artois francés o de la Alemania central. G. Duby dijo en su día que la invasión de la vegetación salvaje en los siglos XIV y XV constituye, en la historia de la civilización europea, un episodio de igual importancia a la historia de las roturaciones. La crisis del siglo XIV, desde ese punto de vista, significaba el final de un ciclo expansivo, pero al mismo tiempo el comienzo de una nueva estructuración del mundo agrario. Ciertamente el viejo equilibrio agro-silvo-pastoril se rompió, dando paso a una nueva situación, en la que la ganadería ganó muchos enteros. Pero no es menos cierto, como antes señalabamos, que se abandonaron ante todo las tierras más mediocres. El abandono de los suelos estériles suponía que paralelamente se concentrara la producción en los más fértiles. Así se explicaría, por ejemplo, que en las tierras del obispado inglés de Winchester crecieran los rendimientos del trigo, que pasaron de 4,22 granos por unidad sembrada en la primera mitad del siglo XIV a 4,35 en la segunda mitad de dicha centuria y a 4,45 en la primera de la siguiente.
Personaje
Nació en Palma de Mallorca en 1944. Se licenció en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid en 1967 y posteriormente realizó un Máster en Comunidades Europeas y Derecho Comunitario por la Universidad Politécnica de Madrid (1991). Hasta 1982, ejerció como asesor letrado del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso de los Diputados y entre 1981 y 1983 colaboró en un bufete privado dedicado a asuntos administrativos, civiles, mercantiles y fiscales. Ha sido al menos hasta 2009, la única mujer que ha ejercido, de manera interina, como Defensora del Pueblo. Desde el momento de la creación institución ha estado ligada ella. En 1983 fue nombrada adjunta segunda del primer Defensor, Joaquín Ruiz-Giménez. Cinco años después, en 1988, fue nombrada adjunta primera del siguiente Defensor del Pueblo, Alvaro Gil Robles. En 1993 asumió las funciones de Defensor del Pueblo con carácter interino tras el cese de Gil Robles y durante un espacio de año y medio, hasta que fue elegido para el cargo Fernando Alvarez de Miranda, siendo de nuevo ratificada como adjunta primera al Defensor del Pueblo. Allí permaneció hasta 1996 que, al ser elegida vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), hubo de renunciar al mismo. Fue una inagotable luchadora a favor de los derechos de las personas. En su calidad de experta en Derechos Humanos, su participación activa en Congresos y Seminarios fue muy amplia, tanto en el marco de Naciones Unidas, como en el del Consejo de Europa, además de otras intervenciones en el Parlamento Europeo y en la Conferencia Europea de Seguridad y Cooperación. Perteneció al Comité Español contra el Racismo y el Comité Nacional del 50 Aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos, en representación del Consejo General del Poder Judicial. Su labor la hizo recibir importantes condecoraciones: la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort, máxima distinción del ámbito de la Justicia, y la medalla de Oro de la Cruz Roja, por su labor en defensa de los derechos de los extranjeros, el asilo y el regugio. Autora de numerosos estudios y artículos especializados sobre Derecho Administrativo, Internacional, Derechos Humanos, Derecho Comunitario, et. También impartió cursos de postgrado en las Universidades Rey Juan Carlos I, Francisco de Vitoria y en el Colegio de Abogados de Madrid. En 2002 fue nombrada la primera Defensora del Paciente de la Comunidad de Madrid, cargo que intentó fuera equiparado al de Defensor del Pueblo. Retuerto destacaba haber conseguido que los enfermos que ingresaran en urgencias de los hospitales madrileños fueran acompañados por un familiar. Madre de tres hijos, su lucha por los derechos humanos la mantuvo también en su vida familiar, de modo especial cuando a su marido le diagnosticaron Alzheimer a los 56 años. Fruto de esta experiencia publicó un libro testimonial "Mi vida junto a un enfermo de Alzheimer" en el que compartía sus viviencias, los conocimientos que había ido adquiriendo y los problemas éticos que se le planteaban como cuidadora. Para Retuerto, lo peor de esta enfermedad era el aislamiento y la soledad. Fue vicepresidenta de la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer.
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La Monarquía francesa, al borde de la bancarrota y arrinconada por la aristocracia, pensaba encontrar un medio de salvación en la convocatoria de los Estados Generales. Desde que éstos fueron anunciados, el partido nacional tomó la cabeza en la lucha contra los privilegiados. El partido nacional estaba formado por hombres salidos de la burguesía, entre los que había juristas, escribanos, hombres de negocios y banqueros. A su lado se alinearon los aristócratas que habían aceptado las nuevas ideas, como el marqués de Lafayette, y el duque de la Rochefoucault, que reivindicaban la igualdad civil, jurídica y fiscal.El reglamento que establecía la forma en la que debían llevarse a cabo las elecciones a los Estados Generales se publicó el 24 de enero de 1789 y en él se concedía doble representación al "tiers état" para equipararlo numéricamente a los representantes de los otros dos estamentos. Para ser elector sólo se exigía tener veinticinco años y estar inscrito en el censo de contribuyentes, de tal forma que se trataba de aplicar un sufragio casi universal. Los nobles se reunirían en la capital de cada circunscripción electoral -la bailía- para elegir los diputados del estamento, y lo mismo harían los miembros del estamento eclesiástico. Sin embargo, en lo que concierne al Tercer Estado las elecciones serían algo más complicadas, pues a causa del elevado número de votantes las elecciones se efectuarían en dos o tres grados. A pesar de que la mayoría de electores del estado llano eran artesanos y campesinos, al ser éstos poco instruidos y al ser la mayoría analfabetos, prefirieron elegir como representantes a los burgueses. Así pues, ningún campesino ni artesano acudió a Versalles como representante del Tercer Estado.Al mismo tiempo que los electores designaban a sus diputados, debían redactar unos cuadernos de quejas (cahiers de doléances) con el objeto de que cada comunidad expresase sus reivindicaciones y facilitase la tarea a cada diputado. Los cuadernos de quejas deberían constituir, pues, un cuadro muy completo de la situación de Francia en aquellos momentos. Sin embargo, hay que tener en cuenta una serie de matizaciones que los especialistas han destacado en torno a la autenticidad del contenido de esta documentación. En primer lugar, algunos de estos cuadernos estaban inspirados en unos modelos redactados con antelación para que en ellos se expusiesen, no los problemas locales, sino las grandes cuestiones que se debatían en aquellos momentos a escala nacional, tales como la abolición de los privilegios y la igualdad de todos los ciudadanos ante los impuestos. Por otra parte, no conviene olvidar que los numerosos cuadernos redactados por el Tercer Estado expresaban, más que la opinión de los campesinos y artesanos, la opinión de la burguesía. Es más, la mayor parte de ellos hacen gala de un lenguaje jurista impropio de los elementos integrantes de las capas más bajas de la sociedad. Al lado de ellos, sin embargo, también pueden encontrarse algunas de las quejas que los campesinos habían formulado en las asambleas primarias sobre la supresión del odiado impuesto de la corvée, o el reparto de las rentas de la Iglesia. En lo que todos coincidían era en el "reconocimiento y el amor de sus súbditos por la persona sagrada del rey". Ahora bien, con todas las matizaciones que se quieran, el conjunto de estos cuadernos constituye, como afirma Vovelle, un testimonio colectivo de calidad excepcional.El proceso electoral dio lugar también a la aparición de numerosos panfletos y libelos que tuvieron una difusión muy variable. El más conocido de todos, el del abate Sièyes, titulado Qu´est-ce que le Tiers Etat?, tuvo una difusión nacional y de él se vendieron 30.000 ejemplares. Asimismo, proliferaron los clubs en los que se debatían los grandes problemas políticos y se difundían consignas para encauzar las elecciones en un determinado sentido. Los más conocidos fueron el Club de Valois, que se reunía en el Palais Royal, bajo la presidencia del duque de Orleans y al que asistían Condorcet, La Rochefoucauld, Sieyès y Montmorency, y la Sociedad de los Treinta, que agrupaba a todo la nobleza liberal, encabezada por Lafayette y Talleyrand.El 5 de mayo de 1789 el rey abrió solemnemente en Versalles los Estados Generales, compuestos por 1.139 diputados (270 de la nobleza, 291 del clero y 578 del Tercer Estado). La primera cuestión que se planteó fue de procedimiento, pues había de determinarse si los poderes de los diputados se verificarían por estamentos o en asamblea plenaria. En otras palabras: si se votaría por órdenes o individualmente. El Tercer Estado invitó el 10 de junio a los otros estamentos a que se le unieran, pues era muy consciente de que nada serviría haber aumentado el número de sus representantes si seguía disponiendo de un solo voto frente a los otros dos órdenes. La respuesta fue escasa y sólo algunos eclesiásticos abandonaron su estamento. No obstante, el 17 de junio los diputados presentes decidieron constituirse en Asamblea Nacional y dos días más tarde el estamento eclesiástico en pleno decidió unirse al Tercer Estado. La respuesta del rey fue la de cerrar la sala de reuniones para impedir la entrada de los diputados. Éstos, indignados, se dirigieron entonces encabezados por Mirabeau y Sieyès a un edificio público que se utilizaba como frontón para el juego de pelota (salle du Jeu de Pomme). Allí se reunieron y juraron no separarse hasta que hubiesen dado una Constitución a Francia.Mientras tanto, Luis XVI había preparado una sesión real con los Estados para el día 23 de junio en la que ofreció la aceptación del consentimiento del impuesto y de los empréstitos; garantizaba la libertad individual y la de prensa; prometía la descentralización administrativa mediante el desarrollo de los estados provinciales y proclamaba su deseo de proceder a la reforma general del Estado. Pero nada dijo sobre la igualdad fiscal, sobre la posibilidad de acceso de todos a la función pública, ni del voto por cabeza en los futuros Estados Generales. En definitiva, lo que la Monarquía hacía era aceptar sólo las reformas propuestas por la aristocracia, pero se negaba a admitir la igualdad de derechos.Al terminar la sesión real, cuando el monarca pidió a la asamblea que se disolviese, el Tercer Estado se negó a ello alegando que únicamente se retirarían por la fuerza de las bayonetas. La mayor parte del clero y algunos nobles se les unieron, y el 27 de junio el rey invitó a los más recalcitrantes a que hiciesen lo mismo, con lo que de alguna forma estaba sancionando la constitución de la Asamblea Nacional.El 7 de julio, la nueva Asamblea presidida por el arzobispo de Vienne, Le Franc de Pompignan, y compuesta por miembros de los tres estamentos, tomó la decisión de preparar una Constitución y una Declaración de Derechos. Se trataba de una decisión trascendental, puesto que ello suponía que la autoridad del rey quedaría por debajo de las leyes y de esa forma se consumaba una auténtica revolución jurídica que acababa con el principio político fundamental que había sido el sustento del poder de la Monarquía absoluto durante el Antiguo Régimen.Parece ser que no fue tanto el rey como la Corte que le rodeaba, en la que destacaban la reina, el conde de Artois, los príncipes de Conde y Conti, entre otros, los que no se mostraron dispuestos a aceptar esta revolución pacífica. Necker fue destituido el día 11 y hubo movimiento de tropas que se dirigieron a París y a Versalles, hasta sumar un total de 20.000 hombres al mando del mariscal De Broglie. En la capital de Francia el ambiente estaba crispado por la decepción que había provocado la reunión de los Estados Generales, de la que se había esperado más, y por la presencia de estas tropas que contribuyeron a aumentar la carestía que ya se padecía en los alimentos de primera necesidad. La idea del complot aristocrático en estas circunstancias movilizó a la población parisina, que el día 12 se reunió en torno al Palais Royal, donde se encontraba el palacio del duque de Orleans, que sin duda fue uno de los instigadores de la revuelta. Allí fue arengada por el abogado Camille Desmoulins y los manifestantes se repartieron por los barrios. Se produjo el saqueo de las oficinas de los impuestos y se buscaron armas por todas partes. El arsenal de los Inválidos fue asaltado y se recogieron 28.000 fusiles. Sin duda, la Revolución había comenzado y el pueblo en armas se disponía a llevar a cabo de forma violenta lo que no había podido conseguir la revolución pacífica.Los parisinos, temerosos de que la artillería real los bombardease desde la Bastilla o desde las alturas de Montmartre, llenaron de barricadas las calles y comenzaron a buscar armas desesperadamente. El 14 de julio se produjo el asalto a la Bastilla, donde se había almacenado toda la pólvora existente en la capital. Aquel episodio se convertiría para siempre en el símbolo de la violencia revolucionaria y en la señal de partida de unos acontecimientos que iban a mantener en vilo al país durante varios años. En realidad, aquella fortaleza, que era no solamente un arsenal, sino una prisión del Estado y guardaba con su majestuosa presencia el barrio de San Antonio, contaba en aquellos momentos con una exigua guarnición: un centenar escaso de hombres, la mayoría de ellos inválidos. Un malentendido provocó la descarga de los defensores sobre la multitud cuando se estaban llevando a cabo negociaciones. La muchedumbre consiguió asaltar el castillo y en el altercado se produjeron varias muertes, entre ellas la de su alcaide Launay. Las tropas reales no se movieron, puesto que sus oficiales temían que los soldados se unieran al motín. Se formó una municipalidad revolucionaria, se creó una Guardia Nacional, a cuyo mando se pondría La Fayette, y se adoptó una escarapela con los colores rojo y azul de París, a los que se añadió el blanco real.El rey, ante la marcha de los acontecimientos dudaba entre marcharse a Metz para ponerse bajo la protección de las tropas más fieles o quedarse. Optó finalmente por esto último, lo que significaba ceder a la presión de los revolucionarios. El mismo acudió a la Asamblea para anunciar la retirada de las tropas y el día 16 volvió a llamar a Necker. La entrada en París de Luis XVI en medio de una gran masa popular y escoltado por la Guardia Nacional significaba la aceptación de la Revolución por parte de la Monarquía. El ejemplo de París fue seguido en casi todas las ciudades del país, en las que se estableció una nueva organización municipal, y una milicia que recibió también, como en la capital, el nombre de Guardia Nacional. Esta simultaneidad de la revolución ha hecho pensar a algunos en la idea de un complot tramado, bien por el duque de Orleans, bien por los masones, o bien por los mismos aristócratas. Pero en realidad, lo que ocurrió es que desde 1788 se habían establecido relaciones entre las ciudades y el sistema electoral en varios grados había contribuido a dar cohesión a la burguesía, proporcionándole al mismo tiempo la fuerza política de la que carecía con anterioridad.En el campo, el miedo se extendió por todas partes y afectó a todas las regiones. Fue "la Grande Peur" que provocó el asalto de los campesinos a los castillos y la quema de los archivos en los que se custodiaban los títulos de propiedad señorial de la tierra. Todo ello no significaba más que el deseo del mundo campesino de abolir el régimen feudal que tanto le oprimía. Hasta esos momentos, la Revolución había sido esencialmente una revolución burguesa, una revolución jurídica. Los diputados querían redactar una Constitución en la que se recogiesen los derechos fundamentales a la libertad individual, a la igualdad y también a la propiedad. Ahora bien, al ser también los derechos feudales una forma de propiedad, la Asamblea sintió la necesidad de hacer algunas concesiones a los campesinos, para evitar que no sólo los derechos feudales, sino la misma propiedad burguesa fuesen cuestionadas. Así, el 4 de agosto, bajo la influencia de Thiers, el grupo de los privilegiados aceptó el sacrificio de decretar la abolición del régimen feudal, la igualdad ante los impuestos y la supresión de los diezmos. Sin embargo, a la hora de redactar esos decretos se dejó bien claro que esos derechos no se abolían pura y simplemente, sino que deberían ser redimidos por los arrendatarios siguiendo unos coeficientes establecidos por la Asamblea que representaban en su conjunto unas veinte veces el montante anual de esos derechos.El campesinado se sintió decepcionado, aunque, como diría cínicamente el marqués de Ferrières: "Esta facilidad que se les da a los arrendatarios de redimir los derechos feudales no es tan contraria a sus intereses como podrían pensar en un principio". No obstante, las medidas, que fueron difundidas por medio de numerosos panfletos y periódicos, sirvieron para apaciguar a las turbas campesinas y se consiguió restablecer un relativo orden. De esta forma, la Asamblea se dispuso a reemprender su tarea con una cierta tranquilidad.