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El arte senufo, pese a sus matices regionales intrenos, tiene una identidad que salta a la vista y una originalidad indiscutible, dentro de la estética común de los pueblos sudaneses occidentales. Situados a caballo entre el Sudán y las primeras selvas del Golfo de Guinea, de las que toman, en ocasiones, ciertas formas blandas y realistas, los senufo son, sin duda alguna, dignos herederos de sus antepasados, que emigraron desde el norte en los siglos XI a XIII, tras haber constituido, al parecer, un núcleo esencial en el imperio de Gana. Tan temprano alejamiento del influjo islámico explica acaso la gran vivacidad de sus tradiciones animistas en sus formas más complejas: nos hallamos ante uno de los pueblos donde mejor se ha podido estudiar la estructura de las sociedades secretas y el uso que éstas hacen del arte, al que controlan como un verdadero monopolio. En realidad, prácticamente todos los senufo pasan desde la infancia a formar parte de la sociedad principal -llamada Poro o Lo-, que constituye el único sistema educativo de este pueblo, con sus tres ciclos de siete años de duración cada uno. Es en el seno de esta escuela religiosa y cultural, con sus ritos de acceso y de paso de un ciclo a otro, con sus ceremonias fúnebres dedicadas a los miembros difuntos, con sus actividades festivas en torno a las labores agrícolas, donde desempeñan sus funciones las esculturas, las máscaras, los tambores tallados y otros objetos de culto. Es en estas festividades donde aparece, por ejemplo, la máscara kpelie, la más famosa de este pueblo, con su cara misteriosa rodeada de elementos geometrizantes, sin duda alusión a peinados aparatosos, y con dos patitas pegadas a las mejillas; al parecer, el personaje representado tras estas facciones es el primer antepasado -o quizá, más bien, antepasada-, es decir, el origen de la humanidad y testigo de su correcto desarrollo, y las patitas simbolizan el contacto que mantiene con la tierra, pese a su carácter sobrehumano. Por desgracia, la máscara kpelie se ha convertido hoy en un típico souvenir turístico realizado en serie para la exportación, y por ello los africanistas suelen despreciarla; sin embargo, no hay duda de la antigüedad de su diseño, pues ha aparecido un ejemplar en metal fechable en tomo al siglo XII, es decir, con temporáneo de la emigración senufo hacia sus actuales asentamientos. Al lado de la sociedad Poro existen otras más especializadas, como la de las mujeres, o como las que reúnen a los miembros de cada gremio (escultores, herreros, broncistas, etc.), pues las técnicas son enseñadas en secreto. En este contexto cabe señalar, sobre todo por su carácter temible, la sociedad Korobla y la ya extinta sociedad Wabele, dedicadas a perseguir a los brujos. Sus cofrades usaban horribles máscaras escupe-fuego, cuyo aspecto híbrido, mezcla de diversos rasgos de animales, evocaba el caos primordial; acaso merezca la pena evocar la aparición de una máscara waniugo (o gbon) de este tipo a través de la descripción de D. Paulme: "Las máscaras gbon aparecen en la aldea durante las noches de luna. El disfraz está hecho de una franja gruesa de hilaza de da (especie de cáñamo), fijada a dos aros, el primero de los cuales cuelga de la máscara, mientras que el segundo está sostenido a la altura de las caderas por tirantes; el gbon lleva en su mano un látigo. Danza al ritmo de los tambores, de las trompas, de cantos, y su papel consiste en proteger la aldea contra los hechiceros, a los que su música atrae de manera irresistible. Encontrarse con la máscara supone para un no iniciado, sobre todo para una mujer, una fuerte multa. El gbon está dotado de facultades sobrehumanas: puede sentarse impunemente sobre un brasero, brincar de un solo salto a un techo, cubrir de fuego a una hechicera en el interior de su habitación sin incendiar la paja". Resulta sin duda demasiado pobre reducir el riquísimo arte senufo a sus principales máscaras: sus esculturas, en efecto, son a menudo de superior calidad, y entre ellas sobresalen las figurillas de adivinación, los magníficos mazos rituales, rematados con esculturas humanas, que sirven para golpear la tierra marcando el ritmo, y unos refinados bastones que figuran, en su extremo superior, una agradable joven, y que sirven de premio para los vencedores en el concurso de laboreo con azada: así se les indica que tendrán derecho, después de su triunfo, a escoger la esposa que deseen, pues cualquier familia querrá emparentar con ellos. Frente a tanta riqueza plástica, poco puede decirse de un pueblo próximo, el de los lobi, salvo que reproduce a menudo las formas senufo, pero empobrecidas: sus esculturas son sencillas y a menudo inexpresivas, las máscaras prácticamente no existen, y los bronces parecen difíciles de distinguir de los que funden otros pueblos de la región. Sin embargo, emociona a veces el carácter ingenuo de alguna pieza, y, sobre todo, merecen recordarse sus casas: como algunos de sus vecinos, tan celosos de la independencia familiar como ellos, construyen moradas que parecen verdaderas fortalezas, con sus murallas y torreones, y las sitúan a no menos de un centenar de metros unas de otras. El último gran complejo artístico del Sudán se encuentra en la zona enmarcada por los bobo y los mossi, en la actual república de Burkina Faso. En realidad, se trata de un mosaico étnico totalmente heterogéneo, puesto que los mossi son el fruto de la mezcla de invasores del sur con una población sudánica preexistente, mientras que los bobo se relacionan lingüísticamente con los bamana. Y esa misma variedad se refleja en las artes, donde los estilos dogon y bamana dominan no pocas regiones occidentales. Sin embargo, ello no ha supuesto el ahogo de la única plástica realmente originaria de estas comarcas, que fue creada, recordémoslo, por pequeños pueblos, como los nunuma, los winiama y los bwa: su plasmación más típica se halla en unas aparatosas máscaras en forma de tablas planas con sencillas siluetas. Según la creencia local, los genios que vuelan por la selva se encarnan en estas grandes placas geométricas, a menudo altísimas o dotadas de adornos laterales también planos; ojos y bocas circulares, o a veces cilíndricos, y un colorido brillante de tonos puros, caracterizan esta forma peculiar de concebir las energías sobrenaturales: nada más alegre que una fiesta donde aparecen estos seres protectores. Y nada más agradable, para concluir el estudio del Sudán, que contemplar esta bocanada de color, curiosa y chocante tras tantas estatuas y máscaras monocromas.
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El rey Juan II había sido el fundador de una nueva cartuja en las afueras de Burgos, utilizando unos terrenos donde poseía una residencia. En ella había decidido ser enterrado, pero en el momento de su muerte las obras estaban muy lejos de terminarse. El confuso reinado de su hijo Enrique IV no fue el más apropiado para terminar lo que ya era un importante centro religioso que albergaba una notable colección de pintura (Weyden), miniatura y orfebrería. Es Isabel, la hija de Juan II y hermanastra de Enrique, quien va a ocuparse personalmente en que todo termine convenientemente. La iglesia, cuyos planos iniciales eran de Juan de Colonia, será terminada por su hijo Simón, con la intervención poco relevante de otro arquitecto intermedio. Alguna visita personal al lugar sirvió, probablemente, para que entrara en contacto con Gil de Silóe, quien en mayo de 1486 delineó los sepulcros de Juan II y su esposa, Isabel de Portugal. Sin que conste mención expresa de la voluntad previa del príncipe Alfonso, muerto tan prematuramente, la reina decidió añadir su sepulcro. En todo esto, además del deseo de que se cumpliera el anhelo de su padre, existe una voluntad política. Por una parte, se elegía al hermano y se dejaba de lado al hermanastro, contra el que aquél se había levantado. Por otra, por fin desde comienzos del siglo XV se fabricaban unos sepulcros de la familia real comparables a los numerosos y ricos de la prepotente nobleza castellana, en un tiempo de afirmación monárquica. Muy probablemente la reina se reunió con el maestro para discutir el modelo propuesto. Había que ir más allá que en la tumba antigua de Alvaro de Luna, donde parece que existía alguna maquinaria que movía la imagen del condestable y su mujer en momentos concretos de la liturgia de la capilla. O de la forma de nave que había adoptado el de los Enríquez, Almirantes de Castilla, enterrados en el convento de clarisas de Palencia. Desde luego la elección de escultor no podía ser más apropiada. Gil de Silóe pensó en una planta de estrella de ocho puntas formada por el cruce de un rectángulo con un rombo, que elevado en altura daba lugar a dos prismas. En realidad, la colocación de los dos yacentes, separados por una pequeña crestería y mirando al altar, correspondía a la zona del prisma rectangular que hubiera sido normal en otros casos, pero la situación cambia al hacer que se interseque con él el prisma de base romboidal. Aunque la estrella de ocho puntas que resulta es irregular, sugiere las bóvedas del mismo tipo entonces frecuentes en la arquitectura. La ubicación de los cuatro evangelistas en los vértices del rombo reafirma el recuerdo de tal sistema de cubierta, en cuyas bases ya desde el románico se colocaban los cuatro evangelistas. Lo que allí adquiría una dimensión cósmica detrás de la cual estaba Dios, aquí no debe dejar de leerse de manera similar, aun cuando el destinatario del símbolo es el propio monarca. Estamos en unos tiempos en que este lenguaje hiperbólico y atrevido es moneda relativamente frecuente. Recalcándolo, está otro signo similar: el cojín sobre el que apoya la cabeza del rey tiene un bordado que dibuja una especie de nimbo en torno a ella. Estamos, por tanto, ante una obra en la que se pretendió sorprender por el capricho de su forma, pero donde se va más allá al adaptarla a una sacralización de la monarquía en la persona del débil Juan II. Por otra parte, al lado de este contenido básico está el propiamente religioso al que obliga su carácter funerario. La complejidad de planos que resulta de la intersección de los dos volúmenes, hasta un total de dieciséis, permite un extraordinario despliegue de motivos. El artista concibió la zona vertical como una profusa microarquitectura apoyada sobre leones cabalgados por putti, destacando los vértices en los que dejó lugar a grupos de figuras. Pero otras aún menores se despliegan en los doseles que cobijan pequeños nichos, receptáculos de la escultura principal. Es un mundo denso en forma y que a veces parece desordenado por excesivo, aunque no lo es. Silóe trabaja el alabastro. Aparentemente, se encuentra más a gusto con él que con la madera. Obtiene efectos a los que no llega con aquélla, sobre todo esas calidades métricas táctiles a las que más arriba se hacía referencia. Supera los problemas que derivan de la fragilidad quebradiza del material y utiliza al límite su ductilidad. Extrema la destreza al tratar las telas gruesas que se calan desde el fondo o las franjas ornamentales excavadas previamente y convertidas en ramajes menudos de superficie rugosa o estriada, en un acabado final siempre exquisito. Aunque dispusiera de artistas expertos en ese tipo de trabajo, la sutileza del diseño y los acabados perfectos de algunos fragmentos parece que exigirían su intervención específica en ellos. Dejando aquellas zonas en las que es natural que así sucediera, como en los riquísimos trajes de los monarcas, también es posible que su mano estuviera presente en alguna de las franjas decorativas que enmarcan el perfil de la estrella. Es difícil encontrar un artista que se recree de tal modo en dominar el material y lo transforme en otros tan diferentes entre sí y respecto a él mismo. La enorme forma estrellada se colocó significativamente en medio del presbiterio, seguramente dificultando la visión del altar y la liturgia monástica con él relacionada. Este problema ya preocupante en el siglo XIII, a juzgar por las disposiciones señaladas para evitarlo, se resuelve ahora con las capillas propias de ciertas familias, pero persiste cuando son iglesias monásticas las que se ven afectadas por el orgullo de los enterrados. Los Enríquez habían favorecido el convento de Santa Clara de Palencia y habían impuesto, como consecuencia, su monumento sepulcral en la cabecera, molestando la asistencia al culto de la comunidad. Otro tanto había hecho antes Gómez Manrique en Fresdelval en un monasterio que él mismo había creado y dotado espléndidamente, entregándolo a los Jerónimos. La reina Católica tenía precedentes. Seguramente por ello, cuando se lleve a cabo el retablo, el altar aparecerá elevado varios escalones respecto al suelo de la iglesia. Siguiendo una tradición muy antigua, los enterrados, Juan II e Isabel de Portugal, están acostados, ligeramente vueltos hacia el exterior, de modo que sean así más visibles, aunque se den la espalda. Ella reza en un breviario o libro de horas, mientras él lleva signos de poder, además de los comunes de corona y manto real. Mientras se ha alabado el afiligranado encaje del alabastro en la zona de las telas, suele acusarse a los rostros de poco expresivos. Desde luego, es casi evidente que no se trata de retratos, no sólo porque el rey había muerto hacía mucho tiempo, sino que la reina era de mucha edad y sus facultades mentales no eran las apropiadas para que Gil de Silóe la hubiera visitado con el fin de hacer un retrato. Dicho esto, entiendo que como cabezas esculpidas ambas son magníficas y la escasa expresividad no es más que la severidad algo solemne que caracteriza toda la obra del artista. Los cuatro evangelistas en los vértices del rombo de base son magistrales, tanto si se prefiere la torsión del tronco de san Marcos, la efébica presencia de Juan, el característico aspecto de retrato de Mateo o la elegante dignidad de Lucas. Al igual que los yacentes reales, salieron directamente de los cinceles de Silóe. Diversas figuras menores se sitúan sobre otros vértices, aunque no todas se conservan y algunas no pertenecían originalmente a ellos. La franja decorativa inclinada que bordea la forma estrellada, algo lastimada, muestra la maestría en el pequeño y prolijo detalle que siempre cuida con el mismo mimo que las partes más importantes. La verja que sirve de protección al túmulo es también obstáculo incómodo a la hora de gozar el prodigio de las caras verticales esculpidas. Tal vez no exista otro monumento sepulcral que en esto se le pueda comparar. De los vértices en hueco salen contrafuertes y arbotantes, con alguna figura. De los salientes, haces de columnillas que sostienen grupos de figuras. Los situados al este y oeste, cabeza y pies, muestran a monjes cartujos en oración, probablemente pidiendo la salvación de los monarcas. En medio de cada cara, un nicho se llena con imágenes exentas componiendo un programa iconográfico apropiado y, en buena parte, original. Es frecuente entonces la presencia de las virtudes que debe desarrollar y practicar el monarca. Hechas, se dice, con colaboración de taller, son figuras excelentes con atributos no siempre explicados, pero que parecen provenir preferentemente de la tradición francesa. Están además varios personajes notables del Antiguo Testamento, desde los más normales: Sansón, Daniel y David, a los menos frecuentes José o Esdrás. Donde el carácter salvífico se pone de manifiesto es en el grupo de la Piedad redentora y su anuncio en el Antiguo Testamento, el soberbio Sacrificio de Isaac. Completa todo una Virgen con el Niño. Aunque se ha pretendido distinguir la mano misma de Gil respecto a la de sus ayudantes e incluso se ha querido aislar la obra de uno de ellos (Wethey), todo se hace bajo su directo control. En el grupo de Abraham e Isaac destaca la excelente solución del relieve, cuando en los de madera se movía con mayor dificultad. Aún queda por aclarar la razón de la elección de algunos de sus personajes, pero todo indica que hubo una mente directora que guió al artista.
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El error de Stalin fue subestimar la capacidad agresiva del nazismo y desestimar no ya sólo las informaciones que le llegaban de Gran Bretaña, Estados Unidos y otros países, sino hacer caso omiso de sus propios servicios de información, que desde hacía meses le venían anunciando la fecha del 22 de junio como la fijada por Hitler para invadir la URSS. La concentración de más de tres millones de soldados a lo largo de las fronteras del este y los consiguientes pertrechos bélicos no podían pasar desapercibidos a los miles de observadores y espías soviéticos estacionados en Europa Occidental o en Extremo Oriente. A medida que se aproximaba la fecha del 22 de junio, aumentaban las violaciones del espacio aéreo soviético por la aviación germana y no pasaba día sin que los guardias fronterizos detuvieran a grupos integrados en muchas ocasiones por nacionalistas polacos o ucranianos que trabajaban para los alemanes. Según cuenta la "Historia de la gran guerra patriótica", las unidades soviéticas detuvieron a unos cinco mil agentes enemigos y destruyeron gran número de bandas armadas capturando valioso material de emisión y transmisión de información. Fiel a la política de apaciguamiento que Stalin había adoptado respecto al III Reich, fueron dadas órdenes de evitar provocar una guerra con Alemania. Entre los miles de informes que regularmente llegaban al Kremlin anunciando la preparación de Operación Barbarroja, informes redactados muchos de ellos por los agentes soviéticos que habían logrado burlar la estrecha vigilancia de la Gestapo y que afrontaban el terror imperante en Alemania, cabe destacar el que cursó el agregado militar de la embajada soviética en París y los despachos que Richard Sorge enviaba desde Japón. A partir de enero del 1941, los diplomáticos soviéticos que trabajaba en la Francia ocupada vieron dificultados sus desplazamientos y sufrieron un trato frío por quienes eran considerados como sus mejores aliados. T. A. Susloparov, agregado militar, transmitió a Moscú cuál iba a ser la distribución de las divisiones alemanas a lo largo de las fronteras soviéticas y al Alto Estado Mayor varios informes sobre el movimiento de tropas alemanas hacia el este y que la invasión de la URSS estaba prevista para la primavera de 1941. Las informaciones sobre la preparación del ataque contra la URSS eran sistemáticamente remitidas a Stalin. El 10 de mayo se le entregaba el texto de la conversación entre Hitler y el príncipe regente Pablo. El 5 de mayo, nueva confirmación de la preparación de la agresión contra la Unión Soviética. En el mismo mes, informes de Sorge en el mismo sentido. El 6 de junio, todas las informaciones sobre el estado de las fronteras soviéticas, donde se concentraban cuatro millones de soldados enemigos. El 11 de junio supo Stalin que la embajada alemana había recibido orden de evacuar en los siete días siguientes y que el día 9 se habían empezado a quemar documentos en la cancillería del Reich. Según el mariscal F. I. Golikov, jefe de los servicios de contraespionaje en el Alto Estado Mayor del Ejército, las primeras informaciones sobre el ataque que Hitler preparaba contra la URSS llegaron a Moscú ya en 1940; por consiguiente, las noticias procedentes de Gran Bretaña o Estados Unidos en modo alguno podían causar sorpresa, porque confirmaban lo que los servicios de inteligencia soviéticos habían cosechado por sus propios medios y por otros canales. El mariscal Bagramian sostiene a su vez que en la primavera de 1941 había la suficiente información sobre el grado de desarrollo alcanzado en la preparación del ataque alemán a la URSS como para tener en cuenta las noticias relativas a una agresión de los nazis. Así pues, todo el mundo está de acuerdo en afirmar que los servicios soviéticos de información habían cumplido con su deber y que sus advertencias no fueron atendidas. ¿Por qué? Refiriéndose a esta época, el general R. Ya. Malinovsky ha escrito: "Las peticiones de ciertos comandantes de las regiones fronterizas en las que pedían que se pusieran las tropas en estado de alerta y de que se las aproximara más de las fronteras fueron negadas por Stalin. Las tropas seguían el mismo entrenamiento que durante los tiempos de paz. La artillería se encontraba en los polígonos de tiro y en los campos de entrenamiento... Ante el peligro de una inminente agresión alemana, eran faltas estratégicas realmente graves, diría que casi criminales, faltas que, naturalmente, podían haberse evitado". Desestimando la propia filosofía bolchevique, a cuya elaboración había contribuido Stalin como el que más, y que consistía en lo inevitable de una confrontación bélica con los países capitalistas, y haciendo oídos sordos a la información cosechada por los servicios de inteligencia del Gobierno soviético, el secretario general del Partido Comunista se aferró -tal vez fascinado por el poderío militar de los nazis- a una concepción estrecha de la política exterior y no tuvo la flexibilidad que el trato con Hitler requería.
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Como había sucedido al final de los Julio-Claudios, la desaparición del último emperador antonino fue seguida de una profunda crisis política en la que el Senado, los pretorianos y el ejército provincial disputaron sobre la fórmula de repuesto para transmitir el poder. Por más que la liberación de tales fuerzas sea explicable en el contexto de las relaciones concretas de poder de la época, los comportamientos no dejaban de ser antiguos; la superación de la crisis con la imposición de la hegemonía del ejército provincial iba a traer repercusiones decisivas en la modificación tanto del Senado como de la merma de funciones políticas de los pretorianos.
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A diferencia de los siglos anteriores, la tercera centuria no comienza con un movimiento clasicista, sino con una nueva erupción barroca, anunciada ya desde el año 190 con la Columna de Marco Aurelio. Ello no es de extrañar, dado que Septimio Severo (193-211), el fundador de la dinastía de su nombre, se proclama hermano de Commodo, hijo de Marco Aurelio, y así sucesivamente, hasta Nerva. Africano de la colonia de Leptis Magna (Trípoli), de una familia cartaginesa muy poderosa en aquella comunidad, y a cuyos miembros Trajano había distribuido entre el orden ecuestre y los senadores de Roma, Septimio casó con una princesa siria, Iulia Domna, descendiente de reyes sacerdotes de Emesa, y tan ajena como su marido a las raíces y tradiciones de Roma. El primer objetivo político de la pareja, elevada al trono y sostenida en él por las legiones y nunca por el senado, será mantenerse en él a cualquier precio y trasmitirlo en herencia a sus hijos, Caracalla y Geta. Con este doble patrocinio de un africano y una oriental, el arte romano abrirá sus puertas de par en par a la influencia del Este, que ya era más fuerte en Africa que la de Italia. Septimio Severo dejó en su ciudad natal un conjunto de monumentos que se han conservado hasta nuestros días mucho mejor que los levantados por él mismo en Roma, que también fueron muchos en su día. No era que Leptis Magna careciese de ellos con anterioridad. Al año 8 a. C. se remontaba la inauguración del foro, y al 1 d. C. la de un magnífico teatro. Del reinado de Adriano habían quedado edificios tan suntuosos como las termas; pero á hora se le ofrecía la ocasión única de crecer. Septimio sentía debilidad por Africa, y los africanos le correspondían con adoración a él y a los suyos. Todas las ciudades experimentaron ampliaciones y mejoras. Cuicul (Djemila) obtuvo un nuevo foro, mayor y más suntuoso que todas las plazas de la ciudad, en el sitio de una importante encrucijada, por la que pasaba la calzada que unía a Cirte (Constantina) con Sítifis (Sétif).
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Puede decirse que, a partir de los últimos años del siglo XVIII, las instituciones académicas funcionaron con un sector importante de la crítica en contra. En un primer momento se cuestionó su modelo de funcionamiento que se consideraba poco adecuado -e incluso contraproducente- para la principal misión que le había sido asignada: la educación del artista. Posteriormente y dentro ya de una estética netamente romántica, la situación se radicalizó, considerando que la libre creación artística cuestionaba la propia existencia de la academia que, según las nuevas tendencias, no debía ser modificada en éste o en cualquier otro punto concreto, sino que, simplemente, debía ser suprimida. Efectivamente, la pedagogía artística del academicismo español se había organizado según un rígido sistema dispuesto en función de las ideas estéticas de Antonio Rafael Mengs, propugnador a ultranza de una doctrina clasicista. Para él, el Arte había alcanzado su máximo esplendor en la Grecia clásica porque esta civilización había entendido que la esencia de la creación artística radica en la aprehensión de un imperativo estético único y sublime, que no se encuentra en la naturaleza, sino que se adquiere a partir de una observación selectiva de la misma, recogiendo de cada objeto los elementos que no presentan defectos y rechazando aquellos que los tengan. La creencia en esta belleza única -condicionó decisivamente la pedagogía académica, puesto que impuso una determinada forma de entender, de aprender y de enseñar el arte, en la que no se contemplaba, siquiera, la posibilidad de ejercitar algunos valores inherentes a la sensibilidad romántica, como son la valoración de la sensibilidad individual, talento personal, libertad de escuela, el sentimiento de genio, etcétera, que chocaba frontalmente con el sistema pedagógico creado por Mengs. La época del liberalismo introduce una serie de factores ajenos a la realización artística, pero que, sin embargo, influyen decididamente en ella. Hasta el siglo XVIII los grandes protectores de los artistas habían sido los tradicionales detentadores del poder, esto es, la nobleza, la Iglesia y la monarquía. Esta última, de especial relevancia durante el siglo XVIII, debido a la inquebrantable unidad establecida por el Antiguo Régimen entre el Estado y el sistema de gobierno. El perfil del mecenas del siglo XIX es sensiblemente distinto al aparecer una nueva clase social -la burguesía- que incorpora un nuevo criterio estético, en el que adquieren relevancia determinados géneros -como la pintura de paisaje o de costumbres- antes considerados menores. Frente a la idea de lo imperecedero, de lo inmutable, se impone con fuerza el afán de verismo, el descubrimiento de lo popular, la aceptación de lo cotidiano y, también como consecuencia de los mismos ideales, el sentimiento de nación, la exaltación de lo propio; todo ello fielmente reflejado en la pintura del momento. La pérdida de vigencia de los usos políticos del Antiguo Régimen tuvo unas amplias consecuencias en el terreno de la creación y el academicismo artístico. La revolución burguesa modificaría radicalmente el proceso de relación entre el artista como creador y el público como consumidor de obras de arte, con la voluntad expresamente manifestada de limitar la intervención del Estado y en general de todos los poderes públicos en el proceso creativo del artista y en la venta de la obra de arte como objeto sometido a las leyes del mercado. No es que con anterioridad no existiese un mercado de arte libre, por así decir, esto es, en donde no mediase un encargo o un contrato. Se trata simplemente de que el proceso de la venta directa artista-público se consideró como el más apropiado para el desarrollo de la libre creación artística, sin la mediatización que implica la creación por medio de un encargo. Se produjeron también importantísimas modificaciones en lo que se refiere a la propia concepción del arte. Como se ha indicado, frente a la servil copia de la estatua clásica -que encarnaba el ideal inmutable de belleza- se comenzó a defender la reproducción fiel de la naturaleza, del paisaje. Esto es, se empezó a resquebrajar el antiguo precepto de la jerarquía de géneros pictóricos, que establecía la preeminencia de la pintura de historia o del retrato sobre el paisaje o la naturaleza muerta, por poner algún ejemplo significativo. Al mismo tiempo, se reaccionaba en contra de la dictadura de la línea -del dibujo- frente al color; o de la primacía del cuerpo humano sobre otros elementos de lo visible. Todas estas modificaciones en lo que se refiere a la propia concepción de la realización artística tenían necesariamente que repercutir en una institución con una concepción tan monolítica de la enseñanza como la que impartían las academias. Durante la segunda mitad del siglo la tensión profesional en torno al tema de la educación del artista se centró en la existencia, por un lado, de las academias, que restringían desde instancias oficiales la capacidad de creación; y, por otro, la propia voluntad del artista, deseoso de liberarse de tal limitación. Se trata éste de un problema general en toda Europa, aunque tal vez en España se nota un cierto retraso en lo que se refiere a su ejecución. La docencia académica fue vista a lo largo del siglo XIX cada vez más como una imposición ajena a la voluntad del artista, que aplicaba un modelo educativo en el que se primaba la autoridad del maestro y de una determinada concepción estética con normas demasiado rígidas, frente a la pretendida libertad que proponía un modelo educativo que podríamos denominar preacadémico, esto es, en el cual las relaciones maestro-discípulo se establecieran libremente, sin necesidad de una institución que las normalizase. La defensa del artista fue ya iniciada durante el siglo XVIII por el propio Francisco de Goya y continuada posteriormente por personajes como Antonio María Esquivel, el conde de Campo Alange, José Galofre y Federico de Madrazo. En un documento fechado el 14 de octubre de 1792, Goya expresó ya la contrariedad que le producía el sistema docente de la Academia de San Fernando, manifestando enérgicamente que "no hay reglas en la pintura, y que la opresión, u obligación servil de hacer estudiar o seguir a todos por un mismo camino, es un grande impedimento a los Jóvenes que profesan este arte tan difícil, que toca más a lo Divino que ningún otro". A partir de la década de 1830 las revistas españolas vinculadas a la corriente romántica comenzaron a incluir artículos en los que se criticaba la situación descrita en el siglo XVIII, proponiendo diversas alternativas. Así, "El Artista", "El Semanario Pintoresco", "El Observatorio Pintoresco", "El Panorama", etcétera, sirvieron de vehículo para divulgar otra sensibilidad artística. Uno de los puntos fundamentales esgrimidos en estas alegaciones -vertidas en la prensa periódica- es la voluntad de redefinir las relaciones entre el artista y el Estado. El punto de partida es la denuncia de la insatisfactoria situación en que se hallaban, aunque también aparece como un factor evidente el hecho de que la supervivencia de los artistas se encontraba íntimamente relacionada con la magnanimidad del Estado -sobre todo por su capacidad de promocionar las exposiciones públicas-; aunque eso sí, con la absoluta certeza de los problemas que su tutela provocaba. La crítica a la institución académica empieza a aflorar en este ambiente poco propicio a aceptar reglas impuestas. Los defectos de su programa docente comienzan a ser puestos de manifiesto con toda claridad: la excesiva rigidez de sus planteamientos, la falta de determinadas enseñanzas, la obligatoriedad de otras superfluas... y, en fin, una ya manifiesta incompatibilidad con la institución académica, manifestada expresamente por un artista tan significado como A. M. Esquivel, ponen de manifiesto la escasa voluntad de los partidarios de la nueva sensibilidad romántica de sacrificar sus nuevos ideales en torno a la creación artística en favor de una institución que mantenía la expresa voluntad de condicionarla. Un caso que ayuda a entender las polémicas relaciones entre los rígidos controles académicos y los nuevos intereses de los artistas, es el de la enseñanza del paisaje, inexistente en la Academia de San Fernando, hasta que Jenaro Pérez Villaamil consiguió su autonomía como género y su consolidación oficial. Efectivamente, la enconada polémica tuvo su origen en 1844, al solicitar este pintor un puesto como Teniente Director en la Academia de Madrid, solicitud que examinada por su Comisión de pintura y escultura fue rechazada por medio de la argumentación de que no se admitían a esa clase más que los "Académicos de mérito por la Pintura histórica, siéndolo el D. Genaro (Pérez Villamil) solamente por el paisage, sin obción á las clases referidas como ramo (subalterno, tachado) accesorio, es visto que no puede en manera alguna obtener los honores que solicita, sin recibirse antes de tal Académico de mérito por la historia". En la década de 1840 seguía plenamente vigente la rígida estratificación de géneros establecida por el centro madrileño el siglo anterior, como puede comprobarse por el párrafo citado, por medio de la cual se establecía la preeminencia de los temas historiados y la consideración de subalterno o accesorio para otros, como la pintura de paisaje. Para la definitiva adjudicación de la plaza fue necesaria la intervención personal de la reina, la cual por medio de sendas Reales Ordenes le nombró Teniente Director el 2 de febrero y catedrático del paisaje el 23 de marzo del mismo año, en contra de la voluntad manifestada a ese respecto por los académicos de San Fernando. Este caso resulta enormemente revelador para poner de manifiesto el cisma que comenzaba a producirse, entre la sensibilidad artística de la Academia y las experimentaciones que se operaban fuera de ella. Frente a la grandilocuencia de la composición histórica, ensalzada por la corporación académica como suma de todas las perfecciones artísticas, se plantea al margen de ella un tipo de pintura más asumible desde un punto de vista del romanticismo, caracterizado por un anhelo más íntimamente evocador.
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En cuanto a los signos, nos encontramos ante una gran variedad tipológica que va de los puntos y los bastoncillos hasta las formas cuadrangulares o rectangulares con complicadas divisiones internas. Están presentes en la casi totalidad de las cuevas. Durante mucho tiempo fueron llamados simplemente tectiformes, aunque en muchas ocasiones su lectura se aleja de la que motivó este nombre y que creía que estas figuras eran representaciones de cabañas. Este nombre se reserva ahora sólo para los de tipo más complicado. Aquella explicación se debe al abate Breuil en un momento tan temprano de la investigación como es la primera gran monografía sobre Altamira (1906). También, desde principios de siglo, se utilizó la denominación trampas. En 1918, H. Obermaier introdujo la calificación trampas para espíritus, que podían ser animales. En este sentido acaso puede explicarse una especie de red de la cueva de Las Monedas que parece tener preso en su interior un pequeño animal. Quizás pueden ser trampas, asimismo, los signos de El Buxu. En alguna ocasión se ha hablado de empalizadas o cercos. Tal sería el caso de un grabado de Font de Gaume o de varias representaciones de La Pileta. Estas están caracterizadas por una serie de pequeños trazos dobles en su interior que es posible que indiquen las huellas de las pezuñas de los animales aprisionados. En la parte interna de uno de estos cercos se ven dos figuras de cápridos. En los signos claviformes se ha querido ver la representación de armas. Pero, en la cueva de Santián, los signos creemos que son estilizaciones de mano con su antebrazo. Indudablemente es conveniente abandonar aquellas denominaciones -o utilizarlas sólo en casos muy concretos- y llamarlas simplemente signos, o acaso ideomorfos, palabra que también ha sido utilizada. Pero todas estas explicaciones eran parciales e insuficientes. La sistematización lógica y un paso hacia la interpretación coherente tenían que llegar de la mano de A. Leroi-Gourhan a partir de los años sesenta del siglo XX. Es en los signos donde la capacidad de abstracción del artista paleolítico se nos hace más patente. En ellos vemos cómo se llega a individualizar la realidad en modelos expresados bajo formas simbólicas. No es que el arte figurativo no implique ya una cierta capacidad de abstracción, es que el autor del arte cuaternario produce símbolos que podemos paralelizar con nuestros fonemas escritos. Para subrayar la complejidad del problema señalaremos dos ejemplos extremos: la llamada inscripción de la cueva de La Pasiega y los signos caligráficos de la caverna de La Pileta. En la cueva de La Pasiega, en un lugar elevado y muy visible -en contraste con lo que ocurre en general con los signos, incluso en esta misma cavidad-, se encuentra un grupo de signos de color rojo-violeta que ya sus descubridores calificaron de cabalísticos. En la parte inferior hay algunos puntos o trazos irregularmente dispuestos y a la derecha un signo alfabetiforme parecido a una E mayúscula con el trazo medio geminado. En el registro superior, a la derecha, se ven lo que parecen ser dos plantas de pies humanos unidos por una raya por el calcañar, a la izquierda hay un signo equilibrado sobre un eje central, dos dobles puertas y líneas verticales, todo ello sobre una plataforma de dos rayas horizontales. En la malagueña caverna de La Pileta, entre otros signos curvilíneos, existe uno con un extremo en forma de tridente y al lado un serpentiforme doble, todo ello unido por una hilera de puntos de forma angular. Hasta aquí el caso de dos grupos de signos entre los muchos centenares de ejemplos que se podrían aducir. ¿Cuál es el extraño mensaje que nos transmiten? Del primero de los grupos sumariamente descritos, los autores de la monografía de La Pasiega dijeron: "La transcripción es segura, pero no dirá jamás a nadie su secreto, ¿acaso signo de prohibición con respecto del profano en el umbral del santuario reservado para los iniciados?". Pero volvamos a Leroi-Gourhan. Para él, los signos constituyen una categoría paralela a la de las representaciones animales. En 1966, en el simposio de arte rupestre organizado en Barcelona, presentó su trabajo fundamental de clasificación. Consciente de los problemas de método que plantea su interpretación, parte de la idea de "considerar la masa de figuras conocida como una entidad coherente de la misma manera que una familia lingüística por ejemplo... No hay, del Auriñaciense al Magdalaniense, ninguna ruptura radical en el inventario de los temas; por consiguiente se puede suponer que existe una cierta continuidad en su contenido ideológico más general". En su análisis llega a establecer cuatro grandes agrupaciones, que serían las siguientes: I, los signos ligeros, aislados o en serie, constituidos por puntos y bastoncillos simples o ramificados, que son constantes en todo el arte paleolítico; II, los signos plenos cuadrangulares, en llave, tectiformes, claviformes y figuras femeninas completas o parciales; III, el acoplamiento de signos ligeros y signos plenos, las llamadas heridas, ciertos accidentes naturales subrayados con color y probablemente una parte de las manos negativas; y IV, casos que no parecen fortuitos en que los signos plenos están acompañados a la vez de bastoncillos y de puntos (La Cullalvera) y líneas de puntuaciones en transiciones topográficas y en los fondos. Posteriormente redujo esta clasificación a dos grupos según representaran, de forma más o menos abstracta, los órganos sexuales femeninos o los masculinos. Para Leroi-Gourhan, la gran unidad que parece manifiesta en los signos paleolíticos no es más que la alternancia entre los dos polos del macho y de la hembra. Todo ello queda evidenciado en los cinco cuadros que acompañan su trabajo. Este constituye un neto avance respecto a lo que se dice sobre los signos en la "Préhistoire de l'Art occidental". Queremos subrayar el hecho de que, en general, los signos tienen una estructura simétrica sobre un eje vertical en el caso de los más complejos y que el significado sexual de muchos de ellos no puede ser negado. Tampoco pueden negarse su valor complementario y su contemporaneidad con las figuras animales a las que están asociados. Pero si la complementariedad es un hecho, ¿cómo hay que interpretar las cuevas -por ejemplo, Santián, Herrerías- donde sólo hay signos? Leroi-Gourhan rehuye el problema. Quien esto escribe ha tenido que enfrentarse con uno de los grupos de signos más enigmáticos de todo el arte paleolítico. Nos referimos al que estudiamos en la cueva de Las Monedas. Se trata de un panel de color negro en el que destacan unas formas globulares sobre un eje y con unos grandes ojos, junto a una multitud de trazos inconexos. Acerca del mismo, Leroi-Gourhan escribió: "...un panel en el que aparece en negro el más sorprendente griboullis de todo el paleolítico: las figuras son círculos, líneas de bastoncillos y de enrejados inspirados por las grietas de las rocas de las paredes, pero el conjunto da la impresión de esas figuras incoherentes y a pesar de ello ligadas unas a otras por un ritmo común, que algunos trazan sobre el papel escuchando el teléfono. A nuestro parecer representan, simbólicamente, los espíritus guardianes del santuario en la entrada septentrional, que seguramente era única, en el Paleolítico". Las pruebas demuestran que los signos representan una temática muy compleja dentro del arte paleolítico, siendo deseable que merezcan el interés de los investigadores en el futuro. Lo que sí sabemos con seguridad es que, junto al arte figurativo o naturalista, se transmitían de generación en generación series de símbolos abstractos que representan una tradición iconográfica muy elaborada y que corresponden a un mundo de ideas y a un fondo mitográfico muy difundido en el espacio y con una larga perduración temporal.
contexto
La palabra exclusión surge con frecuencia cuando se habla de la España del XVI, un siglo que se encuentra flanqueado, casi simétricamente, por dos grandes éxodos obligados de población, el de los judíos de 1492 y el de los moriscos de 1609. Él mismo ve sucederse ese primer episodio de lo que ocurrirá en 1609 que fue la expulsión de los moriscos del Reino de Granada y su dispersión por el resto de los territorios peninsulares. Asiste, también, al celo inquisitorial que vigila de cerca el pensamiento y la vida de los conversos o cristianos nuevos, los cuales no serán sólo ya judeoconversos, sino también los moriscos a los que, primero en Castilla y luego en Aragón, se ha forzado a convertirse de musulmanes en cristianos. La mayoría de los moriscos parecen haber seguido manteniendo su credo y costumbres en secreto; no así los judeoconversos, entre los que la práctica del criptojudaísmo fue más escasa, sobre todo, después de la represión brutal ejercida en el paso del XV al XVI. Y, sin olvidar la vigencia de una obsesiva preocupación por la limpieza de sangre que aparece detrás de la implantación de distintos estatutos de limpieza de sangre en cabildos, órdenes religiosas y concejos, recordemos que a la vigilancia que el Santo Oficio muestra hacia los conversos se unirá la persecución a que se somete a los que defienden las herejías protestantes. Tan distintos entre sí, judeoconversos, moriscos y herejes acabarán apareciendo unidos por la inquina con la que los trató la sociedad hispánica del siglo XVI. La causa que, en último término, podría explicar semejante rechazo parece no estar tanto en los que son repudiados como en los que repudian, en los que se definen como "cristianos viejos" o "limpios". Estos son los que para reconocerse a sí mismos como una comunidad necesitan crear la figura de los otros; son los manchados los que constituyen la frontera dentro de la cual se puede reconocer la comunidad católica o cristiana vieja. El concepto de excomunión -apartar de la comunidad- ilustra a la perfección esa idea no integradora y excluyente. Es la alteridad absoluta, esa condición de no ser como los otros, lo que, de hecho, une a criptojudíos, moriscos y herejes. Y para ellos no queda espacio en una sociedad de estamentos porque, al no estar construida sobre la igualdad de sus miembros, necesita la radical diferencia de los otros para definirse como tal comunidad. En la España del siglo XVI, a esta esencial falta de cohesión propia de la sociedad de estados, se unió la herencia de enfrentamientos, muy fuerte en ámbitos locales, entre grupos de poder y económicos vinculados bien a conversos o bien a cristianos viejos. Como ha mostrado Jaime Contreras, la lucha por el poder local ayuda a explicar denuncias y apertura de procesos, entrando la consideración de la fe a ser un elemento en la estrategia de las facciones y de las oligarquías. La situación terminó agravándose porque, después de la Reforma, la evolución del catolicismo romano recorría ya de forma meridiana el camino de la confesionalización, un proceso que tendía, de un lado, a uniformar interiormente a la comunidad de fieles y, de otro, a singularizarla frente a las demás. Confesionalizar conllevaba, primero, la negación absoluta de todos los otros credos que habían resultado de la fractura religiosa (católicos vs. luteranos vs. calvinistas vs. anabaptistas, etc., etc.); pero no se trata sólo de la negación de su verdad, sino también de su combate y, en la medida de lo posible, de su exterminación. La mentalidad confesional era profundamente militante y se traducía en el recurso a la violencia -conversión forzosa, guerra civil religiosa- y en el ideal de misión -por ejemplo, jesuitas a Inglaterra, hugonotes a Países Bajos. En segundo lugar, las muestras externas de cada credo (ceremonias, ritos, oraciones, lecturas) se elevaron al primer plano, convertidas en signo distintivo de la pertenencia a una confesión y elemento de su diferenciación. Así un calvinista lee en su lengua la Institución del cristiano y participa en la escuela dominical; un católico reza con las Horas de la Virgen, va de romería y adorna sus paredes con imágenes de santos. De esta manera, los hechos cotidianos (ajuares, usos higiénicos, costumbres alimenticias, profesiones, diversiones, etc.) pasaron a primer plano y pudieron acabar siendo dotados de un valor confesional, siguiendo una lógica del siguiente tipo: los protestantes comen, visten o se saludan de una forma determinada que los diferencia como tal grupo. La vida cotidiana y las formas materiales de cultura son sujetas a una regulación hasta entonces impensable en lo que se llama disciplinamiento social. La exclusión es el fruto natural de la alteridad en una sociedad de estados porque no puede reservarse un espacio para aquellos que se quedan fuera de la comunidad y, si ésta viene definida por la confesionalización o la limpieza de sangre, los que no participan de ciertas formas exteriores, son de linajes diferentes o practican un credo distinto no pueden permanecer durante más tiempo en su mismo territorio. Podría decirse que la alteridad los convierte en extraños, los hace extranjeros, y que la exclusión es una forma íntimamente ligada a lo xenófobo -el excomulgado se convierte en extranjero. Se cierra, así, el espacio impidiendo que entren los protestantes o eliminando a los que ya hayan entrado, se terminará por expulsar a los moriscos y se recelará siempre de que los conversos no sean, en realidad, otra cosa que criptojudíos. El Santo Oficio de la Inquisición encarna con dedicación su papel de garante de una cohesión basada en el repudio de la alteridad religiosa y cultural. Se crearon nuevos tribunales en Granada (1526) y Santiago de Compostela (1561) y la red de familiares se asentó definitivamente, por supuesto, sobre la probanza de limpieza de sangre. Su ambigüedad entre institución eclesiástica e instrumento político de la Corona es el mejor ejemplo de cómo la uniformidad religiosa y cultural era el fruto exigido por la confesionalización y de cómo el disciplinamiento social era imposible sin el concurso de la autoridad del Rey Católico, cuyo poder, claro está, acabará incrementándose. Las situaciones en las que la Inquisición actuó como instrumento político y confesional fueron numerosas. Por ejemplo, en 1581, el Obispo de Huesca solicitó de Felipe II que ordenase al Santo Oficio proceder contra los bandoleros que operaban en las tierras pirenaicas como si fuesen herejes, pues habían atacado a las propiedades eclesiásticas. En la carta del prelado, el Rey Católico aparece como el brazo ejecutor de la verdadera religión y la Inquisición como su principal agente: "Y porque ha más de un año que están descomulgados perseverando en la desobediencia de la Sede Apostólica, con riesgo tan voluntario de sus almas, ya podía mandar Vuestra Majestad que, atento que o por temor o por otros respectos no se atrevan a resistirles los pueblos, proceda el Santo Oficio contra ellos, como contra suspectos de fide, según lo dispone el Concilio Tridentino". El "peligro" del criptojudaísmo parece haberse desvanecido después de 1530, aunque la llegada de judeoconversos procedentes de Portugal reavivará la paranoia en el último cuarto de siglo. Un nuevo objetivo será la represión de los moriscos, que no deja de intensificarse, así como la de los cenáculos protestantes, aunque los grandes autos de fe de Sevilla y Valladolid de 1559 parecen haber abortado definitivamente la historia española del evangelismo. Muestra de la paranoia en que había desembocado la lucha confesional o consecuencia de su esencial alteridad, judíos, protestantes y moriscos son convertidos en aliados que han venido a conjurarse entre sí. Por ejemplo, el bachiller Alonso Rodríguez unía para el Santo Oficio la doble condición de descendiente de confesos y de haber profesado el luteranismo en Sevilla, donde fue condenado en 1564 porque iba al quemadero de los herejes y tomaba las cenizas de algunos que habían sido sus amigos y las guardaba para sí y para sus devotas. La supuesta alianza se hacía más peligrosa, si cabe, porque era propiciada por los enemigos exteriores de la Monarquía -Francia, Inglaterra, el Turco, Países Bajos- que podían enviar a sus agentes a España para destruirla. También las colonias de extranjeros serán objeto de los recelos inquisitoriales, sobre todo si provienen de tierras en las que se asiste a un abierto conflicto confesional. El cartógrafo flamenco Joris Hoefnagel viajó por España entre 1563 y 1567 dibujando las vistas de ciudades con destino a las Civitates Orbis Terrarum de Hogenberg-Braun. En uno de sus dibujos representa a un sambenitado -la cruz roja aspada del sambenito era el signo que debían llevar los penitenciados por la Inquisición- sobre unos versos en neerlandés cuya traducción al castellano sería: "Meditad sobre mí, cuantos tenéis tratos con los tierras de España. Esto es la Inquisición. El Santo Oficio cuida así de quienes no dominan bien su lengua, persigue a muchos buenos hombres a quienes no les sirve de nada quejarse. Lleva el sambenito. Cierra la boca, cierra la bolsa. Este es el lema del mundo". El consejo de Hoefnagel para los extranjeros que viajen a España se resume en esos versos finales "Cierra la boca, cierra la bolsa. Este es el lema del mundo" -Mont toe, borse toe, dat is tsweerelds deuijs. Una recomendación para practicar el nicodemismo, es decir, aceptación formal del credo oficial, pero íntima fidelidad al que de verdad se profesa. Parece que muchos de los extranjeros residentes en la España de Felipe II como comerciantes, artistas o, incluso, oficiales reales adoptaron una postura de corte nicodemita, intentando librarse, así, del acoso del Santo Oficio para el que siempre resultaron sospechosos. Pero, junto a estos grandes enemigos, la Inquisición dedicó buena parte de sus más que particulares esfuerzos al control de los cristianos viejos, ocupándose de la purificación de sus usos y costumbres (bigamia, hechicería, blasfemias, superstición, fornicación simple, etc.). Por tanto, podría inducir a error pensar que el Santo Oficio se ocupaba sólo de las minorías, pues, a la vista está, también lo hizo de esa mayoría que se intentaba disciplinar. En el caso de los moriscos, su consideración exclusiva como minoría puede llegar a distorsionar la comprensión del problema. Claro está que constituyen una minoría a escala global, puesto que se ha calculado que su número sería de unos 300.000 a finales del siglo XVI sobre un conjunto de cerca de ocho millones. Sin embargo, localmente los moriscos son algo mucho más que una minoría, llegando a representar más de la mitad de la población granadina antes de la Guerra de las Alpujarras y en torno a un cuarto de la de Aragón y Valencia, donde ocupan amplias zonas de señorío. Los antiguos mudéjares de la Corona de Castilla fueron obligados a convertirse al cristianismo en 1502 y los de la Corona de Aragón se vieron forzados a lo mismo en 1525. En esas zonas en las que localmente no son una minoría, los moriscos, además de su credo, conservaron plenamente vivas su lengua, escrita y hablada, y sus usos y costumbres, lo que no se avenía con una sociedad que estaba en vías de confesionalización como era la cristiana vieja. En su Viaje por España, Andrea Navagero nos describe así las diferencias de los que poblaban Granada: "Los moriscos hablan su antigua y nativa lengua, y son muy pocos los que quieren aprender el castellano; son cristianos medio por fuerza y están poco instruidos en las cosas de la fe, pues se pone en ello tan poca diligencia, porque es más provechoso a los clérigos que estén así y no de otra manera; por esto, en secreto o son tan moros como antes, o no tienen ninguna fe; son además muy enemigos de los españoles, de los cuales no son en verdad muy bien tratados. Todas las mujeres visten a la morisca, que es un traje muy fantástico". Los intentos de integración por medio de la misionalización y la educación de los más jóvenes que se había pactado con sus autoridades no dieron resultado y los moriscos mantuvieron, así, su alteridad doblemente, primero en lo religioso, después en lo cultural y consuetudinario. Además, fueron acusados de colaborar con los turcos favoreciendo los ataques corsarios que los berberiscos lanzaban contra las costas del Mediterráneo. La consecuencia directa de su no integración fue la expulsión de los moriscos granadinos después de la revuelta alpujarreña de 1568-1570. Unos 75.000 fueron repartidos por las tierras de la Corona de Castilla, donde ya vivían pequeños grupos de moriscos descendientes de los antiguos mudéjares castellanos, y sus lugares de origen fueron repoblados con cristianos viejos. La deportación de los moriscos del Reino de Granada tampoco resolvió el problema, sino que, por el contrario, vino a agravarlo quedando la población repartida por un espacio del todo ajeno en el que un grupo desintegrado e irreconocible como comunidad sí que estaba verdaderamente condenado a la exclusión. La definitiva expulsión de 1609 fue el resultado de esa exclusión; los moriscos habían perdido su espacio y debían abandonar el de los otros. Sólo en Valencia y Aragón, donde, en su mayoría, eran vasallos de tierras de señorío, la nobleza intentó evitar su salida. Los nobles adoptaron esta posición, sin duda, porque la expulsión les acarreaba grandes pérdidas económicas, pero también porque los moriscos estaban allí como sus vasallos. Formaban parte del señorío y éste era un espacio cuya realidad sí que era reconocida en una sociedad de estados.
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En 1662 Rembrandt realiza una de sus obras maestras. El cliente será la Corporación de Fabricantes de Paños, y en el lienzo aparecen representados cinco de los síndicos y un empleado de la Corporación. Esos síndicos eran los encargados de mantener la calidad de las telas teñidas y fabricadas por el gremio. Especialista en retratos colectivos, Rembrandt recurre a una perspectiva de abajo arriba y coloca en primer plano la mesa cubierta con un rico tapete de color rojo con bordados. Tras ella vemos a los síndicos, presididos por Willen van Doeyemburg, la figura que aparece en el centro, delante del libro de contabilidad. Alrededor del presidente se colocan los demás síndicos, que eran elegidos por un año con posibilidad de reelección. Tras ellos, de pie, se ve al empleado de la Corporación, sin sombrero. Al fondo representa la moldura decorativa de la sala de reuniones en la que se intuye un relieve, a la derecha. Rembrandt centra toda su atención en los retratos, dándonos la personalidad de cada uno de los modelos, resultando una excelente muestra de las clases sociales y religiosas de la ciudad de Amsterdam. El maestro utiliza su característica iluminación que provoca contrastes entre zonas de luz y de sombra, aumentando dichos contrastes por el colorido oscuro de los trajes y el blanco de los cuellos. La pincelada utilizada por el pintor es bastante suelta, la "manera áspera" que se denominaba en la época, a base de manchas de color y de luz como lo hacía Tiziano, uno de sus maestros favoritos. Resulta sorprendente en la obra de Rembrandt, pero para desarrollar este trabajo realizó tres dibujos preliminares. Además, a través de los rayos X se han podido observar los cambios que realizó el artista a lo largo del tiempo que tardó en pintar la escena, algo que demuestra el interés que se tomó por presentar una obra que gustara a los clientes.
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Otra de las obras maestras de Rembrandt realizada en 1662 para la Corporación de Fabricantes de Paños, en la que aparecen representados cinco de los síndicos y un empleado de la Corporación. Los síndicos eran los encargados de mantener la calidad de las telas teñidas y fabricadas por el gremio. Especialista en retratos colectivos, Rembrandt recurre a una perspectiva de abajo arriba y coloca en primer plano la mesa cubierta con un rico tapete de color rojo con bordados. Tras ella vemos a los síndicos, presididos por Willen van Doeyemburg, la figura que aparece en el centro, delante del libro de contabilidad. Alrededor del presidente se colocan los demás síndicos, que eran elegidos por un año con posibilidad de reelección. Al fondo, de pie, se ve al empleado de la Corporación, sin sombrero, que desarrolló una nueva técnica de teñido de paños. El artista centra toda su atención en los retratos, dándonos la personalidad de cada uno de ellos, resultando una muestra de las clases sociales y religiosas de la ciudad de Amsterdam: católicos, menonitas, reformistas, etc. Rembrandt utiliza su característica luz que provoca contrastes entre zonas de luz y de sombra, aumenta los contrastes por el colorido oscuro de los trajes y el blanco de los cuellos. Al fondo representa la moldura decorativa de la sala de reuniones en la que se intuye un relieve, a la derecha. Curiosamente no recurre al fondo neutro de los primeros momentos. La pincelada utilizada por el pintor es bastante suelta, la "manera áspera" que se denominaba en la época, a base de manchas de color y de luz como lo hacía Tiziano. Resulta sorprendente en la obra de Rembrandt, pero para desarrollar este trabajo realizó tres dibujos preliminares. Además, a través de los rayos X se han podido observar los cambios que realizó el pintor a lo largo del tiempo que tardó en realizar la escena, algo que demuestra el interés que se tomó por presentar una obra que gustara a los clientes.