Caravaggio no creó escuela, ni formó a nadie, pero dejó reflejo de su paso por donde estuvo, suscitando a los artistas más receptivos. Su herético y antiacadémico obrar, el carácter muy desinhibido de sus elecciones, su técnica pictórica, su irascibilidad, le impidieron asumir el papel de maestro y que su arte se constituyera en modelo escolástico. Aun así, en la denuncia presentada contra él por Baglione (1606), a los pintores Borgianni y Saraceni se les tilda de "aderenti al Caravaggio", es decir, de partidarios, lo que implica más una idea de grupo que de escuela, algo así como una facción formada por amigos en torno a uno de ellos considerado líder, idea que se corresponde con el hecho de que los apoyos que recibe procedan también de un reducido grupo de comitentes, que se mueven en los límites de la atracción personal y no en los de los principios y conceptos. La fuerza de su personalidad, el escándalo provocado por los perfiles revolucionarios de su arte, atrajeron hacia Caravaggio la atención y la admiración de los artistas más experimentales del cosmopolita ambiente de Roma, que en él veían no tanto a un jefe de escuela como a un adalid, que con su arte había abierto a la pintura la nueva vía expresiva del naturalismo.Reflejo, que no casualidad, es la configuración tan heterogénea del grupo de partidarios. Entre todos ellos, es necesario distinguir a los artistas que frecuentaron el trato personal y la amistad con Caravaggio durante su actividad romana (ant. 1606), como el toscano O. Gentileschi (en Roma desde 1576), el veneciano C. Saraceni (en Roma desde 1598-1600) y el romano O. Borgianni (vuelto de España a Roma en 1605), y aquellos otros activos en el segundo decenio del siglo, entre los que destacan los lombardos B. Manfredi y G. Serodine, además del italo-francés Valentin de Boulogne. Debe añadirse un tercer grupo, el de los "muchos franceses y flamencos que van y vienen y de los que no se puede dar regla" (Mancini), así G. van Honthorst, D. van Baburen, H. Ter Brugghen, S. Vouet o N. Regnier. Sin que puedan ser inscritos en esta clasificación, aquellos artistas que, formados en la lección de los Carracci, tuvieron sus debilidades caravaggiescas.Para el primer grupo de artistas la amistad y el contacto directo con Caravaggio fue decisivo en la renovación de sus lenguajes y en la elaboración de sus indagaciones personales sobre la realidad y, aunque eluden la compleja problemática de su ejemplo, no traicionan sus ansias de renovación. Del Manierismo toscano surge Orazio Gentileschi (Pisa, 1563-Londres, 1639), que contaba con una amplia actividad en Roma. Su conversión al naturalismo (al del primer Caravaggio, aún ligado a la tradición precedente, y no al de los modos plenamente renovados) se superpone a su refinada base toscana y se traduce en su obra de las primeras décadas en un elegante diseño, una paleta clara y esplendente y en una estructura compositiva limpia (David, hacia 1611), Roma, Galería Spada.Su rigor formal, aristocrático y muy extraño a la implicación dramática de Caravaggio, se impondría en su última fase de actividad fuera de Roma -que abandonó en 1619-, primero en Génova (1621-23), en París (1624) y luego en Inglaterra (1626), en donde acabará su carrera como pintor de corte, acentuando los valores tonales de su cromatismo en el Descanso en la huida a Egipto (1626) (Viena, Kunsthistorisches Museum), que posee un aire nórdico al cambiar en escena de género la interpretación caravaggiesca. El carácter ocasional de su naturalismo se evidencia al final de su carrera, al abandonar progresivamente su caravaggismo (según aumentan los encargos de prestigio), recuperando sus modos analíticos, su fineza diseñadora y su preciosismo cromático, filtrando los colores, las texturas, los detalles de los objetos, las luces, y añadiendo una vena de vaga sensualidad, como en su Moisés salvado de las aguas del Nilo (1633), que terminará constituyéndose en un componente del lenguaje figurativo áulico muy del gusto del absolutismo europeo. Han sido subrayados contactos con las obras de Van Dyck, al que conoce en su etapa genovesa y más tarde en la corte inglesa, y también la sugestión ejercida, aunque difícil de aclarar, sobre la formación del gran artista holandés Vermeer de Delft.La hija y discípula de Orazio, Artemisia (Roma, 1593-Nápoles, hacia 1652), evidencia desde los inicios de su carrera un notable talento en su aproximación, sentida y profunda, más que el padre, al naturalismo caravaggiesco, que emergerá en sus etapas florentina (1614-20), romana (1620-26) y napolitana. Asentada en Nápoles (1630) hasta su muerte, su fuerte temperamento y su formación en los refinados modos toscanos del padre la abocaron a proponer una alternativa existencial (testimonio de su propia angustia vital) al equilibrio entre forma y contenido del realismo de Caravaggio y al caravaggismo de Ribera, influyendo sobre la pintura napolitana (Nacimiento de San Juan Bautista. Madrid, Prado). Del padre heredó el gusto por fijar la preciosidad de los tejidos, y prefirió modelar unas carnes duras y doradas, obtenidas de un estudio naturalista de las sombras y de las luces, para suscitar efectos muy sugestivos. Ningún tema más expresivo del caravaggismo de Artemisia de cruenta y morbosa enfatización, que sus vengadoras Judith.Más lejos de su espíritu, pero dentro del círculo naturalista de Caravaggio, se sitúa Carlo Saraceni (Venecia, 1579-1620). Sensible al tema del paisaje, reflejo (como su cálido tonalismo) de su primera formación veneciana, su obra se vincula estrechamente a la del alemán Adam Elsheimer (Frankfurt, 1578-Roma, 1610), activo en Roma entre 1600-1610, autor de paisajes con figuras, tratadas casi como miniaturas, de pequeño formato, impregnados de una visión lírica, de franco realismo en su aguda observación de los cuerpos celestes y de sus efectos tanto atmosféricos como de luces, con escenas nocturnas a la luz de la luna, estudios del atardecer y el amanecer. Atento siempre a su tradición véneta, Saraceni orientó su obra a los modos del primer Caravaggio, al que se aproxima sobre todo en los cuadros de tema religioso, como en su San Roque curado por el ángel (hacia 1610-12).Más débiles aparecen los nexos con Caravaggio en Orazio Borgianni (Roma, hacia 1578-1616) que, partiendo de premisas aún más diversas que los anteriores, sin embargo madura rápidamente una versión dramática y apasionada del naturalismo, de gran libertad de toque pictórico y con efectos de un luminismo tempestuoso y visionario, como en el David y Goliat (hacia 1607), que no podrían explicarse sin el claroscurismo caravaggista. Un cuadro como la Visión de San Francisco (1608) (antes, Sezze Romano, iglesia de los Zoccolanti) revela componentes diversos, desde la asimilación de la pintura veneciana del segundo Cinquecento (Bassano, Tintoretto) al recuerdo del alucinado manierismo de El Greco (al que pudo conocer en España, en su primera e hipotética estancia (1598-1602) o durante la segunda documentada (1604-05), pasando por el conocimiento de la obra romana de Rubens.
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Los partidos monárquicos de la Restauración respondían a un modelo de partido perfectamente definido en los sistemas liberales europeos del siglo XIX, de sufragio restringido. Llamados partidos de notables o parlamentarios, ambas denominaciones reflejan sus características más importantes: el estar dominados por unos pocos individuos, que tenían una base electoral propia y estable, y el hecho de que el Parlamento fuera el espacio fundamental donde se desarrollaba su vida, en torno a la redacción de las leyes y a la actuación del gobierno, y donde los elementos diferenciadores eran básicamente ideológicos. Partidos compuestos y controlados por la clase propietaria -aristocrática y burguesa- surgida con la revolución liberal, y por elementos de las clases medias que, ante la falta de oportunidades brindadas por el escaso desarrollo de las actividades económicas, tenían en la vida política uno de los medios más importantes de movilidad social -el caso de Cánovas, hijo de un maestro de escuela y sin fortuna personal en absoluto, es, en este sentido, paradigmático-. Importa resaltar, por tanto, lo que no eran estos partidos: no eran partidos definidos por, ni dedicados a, la defensa de intereses económicos específicos; tampoco eran partidos de masas, con una organización amplia y centralizada, y esencialmente dependientes de la opinión pública expresada en las elecciones; por el contrario, en éstas sólo intervenía una pequeña parte de la población cuyo comportamiento estaba determinado más por influencias personales y factores locales que por grandes principios o planteamientos políticos nacionales. El sistema de la Restauración fue bipartidista, ya que sólo dos partidos -en el período de nuestro estudio, el conservador de Cánovas y, tras la muerte de éste, de Silvela, y el liberal de Sagasta- ejercieron el poder (con la excepción del gobierno de tres meses, en 1883, de la Izquierda Dinástica). Este hecho no fue, en último término, el resultado espontáneo del desenvolvimiento de la vida política, ni la consecuencia de la aplicación de un determinado sistema electoral, sino algo impuesto desde arriba, mediante la decisión de la Corona de otorgar el decreto de disolución de Cortes a unos partidos concretos, y gracias a los medios empleados por estos partidos para obtener siempre en las elecciones una amplia mayoría parlamentaria. De todas formas, ni Alfonso XII ni María Cristina de Austria se comportaron arbitrariamente en el ejercicio de la regia prerrogativa por excelencia -el encargo de formar gobierno y la firma del decreto de disolución de Cortes y elección de otras nuevas-. Su función era valorar la capacidad real que cada partido tenía de ejercer la labor de ordenación de la vida política e intermediación social que el sistema les encomendaba. En ninguna parte estaba escrito, ni formaba parte del proyecto original de Cánovas, que la alternancia fuera regular y frecuente -como de hecho ocurrió-, ni que ningún partido estuviera incapacitado para obtener dos veces seguidas el decreto de disolución de Cortes. De hecho, los conservadores -aunque no gobiernos presididos por Cánovas- obtuvieron sucesivamente el encargo de celebrar elecciones en 1876 y 1879. Parece que Alfonso XII estuvo dispuesto a otorgar el decreto de disolución a la Izquierda Dinástica en enero de 1884 -es decir, a una fracción liberal después de que otra fracción del mismo partido hubiera organizado las anteriores elecciones, en 1881- pero fueron los mismos izquierdistas, Moret, en concreto, quien rechazó la oferta del monarca porque no se consideraba con medios suficientes para ganar las elecciones (como todo ministro de la Gobernación debía hacer). Y en 1890 no se descartaba en absoluto que los liberales pudieran seguir gobernando, después de llevar cinco años en el poder. Si los partidos se sucedieron tan regular y frecuentemente en el gobierno, fue por las propias circunstancias políticas y, en especial, por problemas de divisiones internas.
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La opinión pública comenzó a centrar su interés más que en las dificultades del proceso de transición en la inminente campaña electoral que debí concluir en unas elecciones libres. Une vez legalizado el Partido Comunista, ya podía concurrir a ellas la práctica totalidad de los partidos políticos existentes. En e mes de marzo se aprobó una Ley Electoral que reunía las condiciones necesarias para ser aceptada por todas las fuerza políticas. La dimisión de Fernández Miranda, artífice importante de la transición como presidente de las Cortes, a finales de mayo, pareció indicar el comienzo de una nueva etapa política. Por el momento se daba el espectáculo de numerosísimos partidos que parecía que se ocupaban mucho más de los otros que de las necesidades del país. Pero se estaba empezando a producir ese proceso de movilización social que siempre acompaña a una transición a la democracia. Con ello añadía un factor de sensatez una clase política que, por otro lado, y había demostrado estar provista de esta cualidad. Parece obvio que la sociedad española tenía bastante claro lo que quería y la propia evolución política sirvió para que fuera decantándose durante la campaña electoral. En España no se vivía una ocasión revolucionaria fruto de la fuerte politización: había tan sólo un 4% que se declaraba muy interesado en la política mientras que más del 70% decía estar poco o nada preocupado por ella. Lo que los españoles buscaban era la libertad, no la revolución y rechazaban el marxismo. El Rey Juan Carlos I había logrado un elevado grado de consenso entre los españoles. Situados ante una escala de 0 a 10 en que la primera cifra fuera la extrema izquierda y la segunda la extrema derecha, la mayoría optaba por el centro del espectro político. Un 42% de los españoles se declaraba de centro que, sumado la derecha, venían a ser el 52%, mientras que la izquierda era un 44% que, con la extrema izquierda, casi llegaba al 48%. Todo inducía a pensar que en el futuro la vida política española se concentraría en dos fórmulas políticas centradas y moderadas. Alianza Popular fue el partido que configuró la derecha, cuyo destino siempre estuvo ligado a Manuel Fraga. Abandonó el Gobierno despechado y su juicio acerca de sus sustitutos en él fue pésimo. Durante los meses siguientes cambió su rumbo de forma muy significativa. Al principio se relacionó con personalidades centristas, pero a partir del verano de 1976 debió pensar que para tener una sólida fuerza tras de sí era necesario vertebrar el franquismo sociológico. Para ello, ya desde comienzos de otoño de aquel año, articuló tras de sí una coalición de asociaciones políticas provenientes del régimen anterior. Esta coalición pareció tener más fuerza de lo que era en realidad porque agrupó a un número importante de procuradores en Cortes, lo que le permitió influir, aunque no de manera decisiva, en la elaboración de la Ley de Reforma Política. Por si fuera poco, el reformismo de Fraga en la etapa anterior quedó desdibujado por las posiciones de otros miembros de su coalición. Si alguno puede ser calificado de moderado, como Laureano López Rodó, otros no lo eran como, por ejemplo, Gonzalo Fernández de la Mora. En sus discursos y mítines durante la campaña electoral, Fraga recordó mucho más al pasado que al futuro democrático. Condenó la legalización del PCE y abogó por una reforma constitucional a partir de la legalidad, oponiéndose a que las nuevas Cortes fueran constituyentes. Su insistencia en no aceptar la voladura de la obra de Franco hizo que su centrismo pareciera mucho más propio de la etapa final de la dictadura que del inicio de una democracia. Además, su temperamento le hacía tender a la confrontación, sobre todo cuando, como en este momento, se convirtió en el destinatario de los ataques masivos de la izquierda. A medida que avanzaba la campaña electoral fue disminuyendo su expectativa de voto, porque aparecía como un personaje amenazador y conflictivo para la segunda fase de la transición política. A finales del año 1976 los numerosos grupos que tenían una significación más o menos centrista empezaron a plantearse la posibilidad de colaborar en una fórmula política más amplia. Estos grupos procedían de la oposición moderada al franquismo o de la zona intermedia entre el régimen y la oposición y, en realidad, no eran más que una sigla con muy pocos afiliados. Los partidos de significación demócrata cristiana o liberal eran los más importantes y tenían apoyos externos de sus homólogos europeos. Pero también era habitual la designación socialdemócrata aunque esta denominación indicara tan sólo un cierto liberalismo. Solamente algunos de ellos, los demócrata-cristianos, demasiado confiados en la valía de su sigla, optaron por ir a las elecciones en candidatura independiente de cualquier otra coalición. El origen de lo que más adelante sería la Unión de Centro Democrático (UCD) se hallaba en el grupo Tácito, perteneciente a la zona intermedia entre el régimen y la oposición. La fundación del Partido Popular, en noviembre de 1976, tuvo como finalidad crear un centro como elemento de contrapeso y equilibrio en la vida española. Las dos figuras más conocidas fueron José María de Areilza y Pío Cabanillas. En el mes de febrero de 1977 se celebró con gran envergadura un congreso del partido, que también organizó algunos actos públicos en los que, desde un principio, el orador más importante fue Areilza. En torno al Partido Popular se organizó una coalición denominada Centro Democrático. En aquellos momentos se planteó el problema de la relación entre el partido y el Gobierno. El presidente Adolfo Suárez había ido aumentando su talla política ante la opinión pública. A estas alturas casi la mitad de la población consideraba que era quien mejor podía dirigir la transición hasta su conclusión. Así se explica que pensara en crear un partido propio. Por sus éxitos oratorios la figura de Areilza se había llegado a convertir en una pálida alternativa a Suárez. Pero en el mes de marzo el presidente del Gobierno, utilizando a Osorio, desplazó a Areilza quien, en sus memorias, adopta una postura distante acerca de lo sucedido (lo describe como "una comedia de enredo patética y humorística a la vez"), pero resulta obvio que se sintió profundamente herido y tardó mucho tiempo en perdonarlo. Hubo también otros dos hechos poco ejemplares que ayudan a comprender los resultados electorales obtenidos por UCD. En primer lugar, el ministro Calvo Sotelo desembarcó de una forma tardía en la coalición para presidirla y adoptar la denominación definitiva de Unión de Centro Democrático, pero ésta fue un partido-archipiélago, cuya acta de constitución fue suscrita por nada menos que quince partidos, diez de carácter regional y cinco regionales. Era un grupo de muy distintas procedencias y la cohesión se la proporcionaba una colaboración de tan sólo cinco semanas. Únicamente un 17,5% de los diputados de UCD habían sido procuradores a Cortes en el régimen anterior, mientras que 13 de los 16 diputados de Alianza Popular fueron ministros con Franco. Pero la aparente novedad que suponía UCD no pudo percibirse mucho a lo largo de la campaña electoral en la que apenas sí contrastó la opinión con el grupo situado algo más hacia la izquierda. Algunos grupos políticos de significación centrista prefirieron no colaborar con la coalición presidida por Suárez. El único de ellos que logró una cierta significación electoral fue la Democracia Cristiana. Tenía en su contra que la situación española en 1975 era muy distinta de la de Italia de 1945. La Iglesia no colaboró con ella y su decisión fue acertada; si un partido hubiera optado por identificarse de una manera vaga con el humanismo cristiano, la Iglesia, sin apoyarlo de manera ostentosa, difícilmente hubiera llegado a obstaculizarlo. Pero, sin duda, la causa fundamental del fracaso electoral de la Democracia Cristiana fueron los errores en la dirección. Su programa era demasiado izquierdista para su potencial electorado y no llegó a vertebrarse en una fórmula política mínimamente coherente y unitaria.
lugar
Localidad lucense situada en el Municipio de Triacastela. Su máximo interés reside en una capilla conservada; la de los Remedios. Está situada en el Camino de Santiago, entre las localidades de O Cebreiro y Samos.
contexto
El Cristianismo es una religión icónica, en la que la imagen desempeña una activa participación, admitida y recomendada por la jerarquía eclesiástica. La ley mosaica prohibió la imagen, por el riesgo de incurrir en idolatría. "No te harás imagen", inspira Yahvé a Moisés al dictarle los mandamientos. Sin embargo, el Cristianismo, contemporáneo de las civilizaciones clásicas tan impulsoras de todo género de imágenes, comenzó a utilizarlas. Pero esto dividió la grey cristiana entre partidarios y detractores de la imagen, hasta que el II Concilio de Nicea, en 787, sentencia que la honra dada a la imagen es para el prototipo; la veneración es para lo representado, no el objeto en que se materializa. Todos los estilos, desde el románico, generaron un aluvión de imágenes. En la polémica del siglo XVI, que enfrentó a protestantes y católicos, el Concilio de Trento se decantaría a favor de la imagen, aclarando nuevamente que la honra a la imagen no descansa en el objeto sino en lo que representa. Se fomenta la imagen como una ayuda que sirva para elevar el pensamiento de los fieles. De ahí el valor que se confiere al poder del artista para desencadenar un espíritu devoto en la imagen. El objeto artístico, en forma de imagen, ofrecerá unas formas de representación, lo que llamaríamos el tema; y otras formas de expresión, que es lo que estimula a los fieles. La imagen servirá para instruir a los fieles; pero sobre todo supondrá un impulso emotivo. Lo mismo que las parroquias, catedrales, monasterios y otros organismos de la Iglesia, las cofradías recurren a las imágenes. La imagen titular se acogerá a la capilla central de la cofradía, ocupando la hornacina principal. Pero otro repertorio se fomenta. Se trata de los pasos procesionales hechos específicamente para la escenificación de la Pasión durante la Semana Santa. No hay que confundir estos pasos de carácter propio procesional, con otras imágenes que salían ocasionalmente en procesión. El San Jerónimo del monasterio de Santiponce (Sevilla), que hiciera Martínez Montañés, fue tallado pensando en el uso procesional, de suerte que tenía que ser de bulto completo, de forma que pudiera ser contemplado por la espalda. De igual manera se sacaban en procesión imágenes en ocasión de sequía, inundación o incendio. La Virgen de San Lorenzo de Valladolid, patrona de la ciudad, ha salido en procesión en rogativas de toda índole. El nombre de paso proviene del vocablo latino passus, escena de pasión. Paso es tanto como tema lacerante, generalmente referido a la Pasión de Cristo. Así se habla de paso de la Quinta Angustia, paso de la Degollación del Bautista. El nombre además aparece vinculado a imágenes que se destinan a uso procesional, citándose expresamente la palabra en los contratos. El autor aparece referido como escultor o como imaginero o imaginario, esto es, fabricante de imágenes de escultura. Se especifican las condiciones temáticas al efectuar el encargo y se hace hincapié en que fuera hecha la obra para mover a devoción. El Concilio de Trento ponía énfasis en que las escenas debían atenerse a los relatos del Evangelio o del Santoral, pero la expresión quedaba en manos del artista. San Juan de la Cruz, en su "Subida al Monte Carmelo", recomendaba, para estimular a devoción, que "las imágenes cumpliesen su finalidad cuanto más al propio y vivo estén sacadas... poniendo los ojos en esto más que en el valor y curiosidad de la hechura y su ornato". Esta última manifestación parece un desdén hacia el valor artístico, pero no es así pues lo que se desea expresar es que en una obra de esta clase debía primar la emoción religiosa sobre la pura belleza artística. Pero en la práctica se ha venido a demostrar que emoción y calidad artística se mantienen en consonancia. Hay que distinguir entre el paso de una sola figura y el de varias. El que sólo dispone de una figura se comporta como una imagen más ofrecida al culto, salvo que tiene que estar tallada por detrás para poder ser vista en todo su perímetro. En los pasos de varias figuras la composición y el peso representaban los principales escollos. Primeramente se ensayaron pasos de cartón y lino, con cabezas y manos de madera. Esta ligereza permitía organizar grandes conjuntos de figuras. Pinheiro da Veiga dice de los pasos que vio en Valladolid que estaban armados sobre unas mesas, algunas tan grandes como casas; pero no era gravoso el transporte porque aunque las llevaban a hombros, estaban hechos los pasos de paño de lino y cartón. Ha quedado un testimonio de cómo fueran tales pasos. Se trata del paso de la Borriquilla, de la cofradía de la Vera Cruz de Valladolid. Se escenifica la entrada de Jesús en Jerusalén, el Domingo de Ramos. Este paso se compone de la figura de Cristo sobre un pollino, con algunos personajes que le aclaman. Las cabezas acusan rasgos berruguetescos, lo que indica que el paso data de la segunda mitad del siglo XVI. En Sevilla se usó asimismo la pasta, es decir, una amalgama que se endurecía, permitiendo el modelado. Pero la ascendente calidad de los pasos determinó la imposición de la madera policromada, si bien las esculturas eran ahuecadas para hacerlas más ligeras y al propio tiempo evitar las resquebrajaduras. Pero sabido es cómo se imponen los elementos postizos en la escultura. Dientes de pasta, ojos de cristal, espadas metálicas y telas naturales colaboraban en el efecto de verosimilitud. Si se trataba de conmover, provocando en los espectadores una reacción ante los ultrajes de Cristo, sin duda las vestiduras postizas hacían más convincente el efecto de actualización de los acontecimientos de la muerte de Cristo. Pero se prefirió la vestidura postiza para la imagen solitaria, sobre todo de la Dolorosa y el Nazareno. El paso de varias figuras comporta una puesta en escena, una ocupación del espacio. El grupo ha de contemplarse en la calle, con diversidad de puntos de vista. Se le divisará de lejos, pasará de perfil y comenzará a contemplarse el dorso; en los cruces girará. Un escultor de pasos tiene que prever estos puntos de vista. No le son de gran utilidad ni los grabados ni las pinturas. Un escultor de tales grupos tiene un problema básico en la composición. Esta organización de grupos monumentales en escenas de giro completo ya fue afrontada por el arte griego, como lo atestigua el Toro Farnesio. El paso representa unas dificultades superiores a las de una simple escultura. Cuando Benvenuto Cellini hacía la defensa del escultor, utilizaba el argumento de la visión en redondo, a diferencia del pintor que todo lo reúne sobre una superficie plana. Pero si Cellini justificaba la dificultad de componer una escultura que asume los puntos de vista de la totalidad del giro, ¿qué habría manifestado de tratarse de una escena de varias? Pudiera invocarse el caso de los grupos escultóricos mitológicos de los jardines de Italia y Francia. Pero en ellos las figuras disponen de un telón de fondo, el muro de la cascada. Un paso de varias figuras representa una integración, no una suma. Hay que contar con la posición (de pie, de rodillas, tendido en el suelo); la dirección de las miradas en forma de fórmula dual (Cristo-Virgen, Cristo-Judas); las acciones naturales de flagelar, quitar las vestiduras o levantar la cruz. Además hay que regular el tamaño en función de la distancia. Los crucifijos suelen ser de tamaño superior al natural. Naturalmente, el tema condiciona la composición; el número está en relación con el asunto. Una Sagrada Cena necesariamente debe contar con trece figuras, a las que hay que dar variedad. La composición del paso Camino del Calvario pudiera limitarse a la figura de Cristo cargado con el madero, por lo que la disposición parece un relieve. Pero éste se puede convertir en paso de varias figuras, si se adicionan el Cirineo y la Verónica. Los pasos pueden representar no un solo momento sino varios; pero eso obliga a buscar una armonización del conjunto. La Flagelación se presta adecuadamente para una composición en sentido giratorio. Cristo, atado a la columna, se sitúa en el centro. Cuatro o más figuras se despliegan alrededor, con los látigos. Los sayones muestran su diversidad, según vayan a descargar el golpe o lo hayan hecho ya. Estas escenas se mantienen en perspectiva horizontal. Pero con la Crucifixión comienza a contar una nueva dimensión: la vertical. Mas en los comienzos se abre paso la línea diagonal, la del barroco. Con el mayor atrevimiento, Francisco de Rincón organizó el paso de la Erección de la Cruz. Dos sayones hacen un tremendo esfuerzo, tirando con sogas del brazo de la cruz; al pie hay otro sayón empujando para la colocación en vertical. Cristo en la cruz imprime fuerza a la composición vertical. Se puede complicar con la introducción de los dos ladrones crucificados. La presencia de Longinos, a caballo, hundiendo su lanza sobre el costado de Cristo, da entrada al tema ecuestre en la composición. Para evidencia del ludibrio de la muerte de Cristo, se colocó una explicación de la pena: INRI. Basta el rótulo para la explicación. Pero Gregorio Fernández fue a más, y en uno de los pasos colocó a un sayón subido a una escalera, clavando el letrero. Esto supone más altura para el paso; una complicación en la puesta en escena y por supuesto un superior desequilibrio del peso, al elevarse el centro de gravedad. Un movimiento de signo opuesto comienza con el Descendimiento. Los pintores habían dispuesto de todos los recursos para contar la escena. Pero hacerlo en un paso de figuras entrañaba muchas dificultades. Para bajar a Cristo hay que situar en lo alto a José de Arimatea y a Nicodemo. Los pintores lo han resuelto colocando delante a ambos. Pero el equilibrio del peso y la visión en redondo hizo que Gregorio Fernández situara a uno delante de la cruz y al otro detrás. Descendido Cristo, queda en los brazos de su madre. El grupo se integra en un solo bloque, lo que facilita los problemas del escultor. Hallará posibilidad expresiva en el juego de las manos. Luego Cristo quedará entregado a la paz del sepulcro. El paso se hace sencillo: Cristo Yacente. Los pasos se colocan sobre plataformas de madera y se transportan a hombro de los costaleros, que cargan con las andas. Hay no obstante referencia al empleo de ruedas en el siglo XVIII en Valladolid, sin duda por disponer de los pasos de mayor número de figuras de España. En Sevilla se generalizó el adorno de las carrozas. Mientras en Valladolid sólo se ha conservado la carroza de la Virgen de las Angustias, Sevilla dispone de un rico repertorio de canastillas, es decir, los adornos de los cuatro frentes del paso. Con Francisco Antonio Gijón da comienzo en la ciudad andaluza una época de florecimiento exuberante de las canastillas. Concertó, en 1674, andas, con parihuelas y canasto para la Cofradía Sacramental de Castilblanco. En 1687 contrataba andas con parihuelas, canasto, con adornos de talla y cuatro tarjetas de la Pasión, con destino a la hermandad sevillana de las Tres Caídas. Del mismo autor es la suntuosa canastilla para el Jesús del Gran Poder, decorada con relieves de forma ovalada en tarjetas sostenidas por ángeles. Asimismo para el adorno de los pasos sevillanos se realizaron Angeles Pasionarios, llamados así porque llevan los instrumentos de la Pasión. Reciben también la denominación de Angeles-Virtudes, por las filacterias que se refieren a la obediencia a Jesús. En todo caso encarnan el elemento compasivo dirigido hacia el pueblo. Una serie de ángeles pasionarios realizó Luisa Roldana para la hermandad del Cristo de la Exaltación, de Sevilla.
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Para cofradías penitenciales vallisoletanas realiza, desde 1612, obras en las que continúa el tipo de paso procesional que había creado su maestro, Francisco Rincón, consistente en componer escenas con varias figuras de tamaño natural. El primero de la larga serie que hizo representa el tema Tengo Sed (Museo Nacional de Escultura); en el Camino del Calvario (1614) fija el modelo de lo que será esa escena a partir de entonces. No se deben ver estos pasos como obras de escultura en un sentido estricto, porque los valores que prevalecen son los espectaculares. En la calle estas imágenes de Gregorio Fernández constituyen el trasunto de una fórmula magistral. Los esfuerzos de los sayones por aumentar el sufrimiento de Cristo son deliberadamente exagerados, en la versión más primaria y sádica que se pueda concebir. Además, al componerse las figuras al aire libre se acentúan las actitudes y los rasgos; la bondadosa mirada que Cristo dedica a sus verdugos resulta convincente por entero. En esta composición la Verónica y el Cirineo, rodeados de desesperación humana, nos enseñan cuál es el rostro del dolor en los espíritus delicados. Compelido por la cultura dominante, Fernández antes debió informarse en profundidad de los símbolos, de los vestidos, de los adornos y de todo dato que le facilitase reproducir con fidelidad histórica la escena. Cada uno de los protagonistas del Camino del Calvario representa un valor universal: Simón es el hombre humilde capaz de darnos consuelo; el Cirineo, hombre de resolución rápida, nos invita a la acción: al tener destacados dos puntos de vista muy claros, en la procesión, cuando el espectador le observa de frente al aproximarse a él, siente la necesidad de esperar a que avance para girar la cabeza y continuar viéndolo por detrás, de espaldas, que es el otro punto de vista dominante de la figura; la Verónica simboliza la tierna delicadeza pasiva de la mujer. De 1616 a 1620 se entrega a acentuar la expresividad de los ropajes, en una vuelta a aquellas formas de la escultura flamenca del siglo XV. No sólo en ciertos aspectos formales se produce una vuelta atrás durante el siglo XVII, sino también en los temas, entre los que vuelven a ser preponderantes los episodios de la Pasión. El maestro Gregorio, con método muy personal, viste las imágenes con un habilísimo juego envolvente de telas y aquí es donde el artista sitúa los máximos valores plásticos. A la vez, refuerza aún más el naturalismo de las anatomías y las cabezas parecen retratos individuales, sacados de gentes humildes que encuentra por las calles.
obra
Tres pastores de la bucólica Arcadia y una mujer (¿el Destino?) leen una inscripción: "Et in Arcadia Ego", labrada en una tumba. Es decir, "Yo, la muerte, también estoy en la Arcadia (región griega a la que la lírica pastorial clásica había convertido en símbolo de la vida alegre y despreocupada, feliz, en una palabra)". Poussin ya se había ocupado de esta advertencia varios años antes, en otro cuadro de igual título. Es, en efecto, un "memento mori", un recordatorio sobre la vanidad de las cosas humanas frente a la muerte, un tema muy frecuente en el Barroco, en especial en los países católicos como Italia y España. Se basa, como la vez anterior, en un lienzo del Guercino, quien parece ser el primero que trató el tema. En cualquier caso, Poussin ha eliminado de forma deliberada la calavera de esta composición, que es un elemento fundamental en su primera obra y en la del Guercino. Por ello, más que hallar la muerte de manera directa, los pastores descifran un epígrafe y meditan sobre ella. La composición, austera, se corresponde bien al género de la "poesía moral" a que pertenece.
obra
Este lienzo, pintado a finales de los años veinte en la vacilante primera etapa de Poussin en Roma, perteneció a la colección del Cardenal Camilo Massimi. En ella, a partir de una ambientación propia del llamado género pastoril, reflexiona sobre la fugacidad de la felicidad humana y lo inevitable del trágico destino de la muerte, que acecha en cualquier instante, todo ello desde un sentido estoico de la existencia. De este modo, Poussin se aparta de su modelo, una tela del mismo título del Guercino, de 1618, en que dos pastores hallan una calavera de aspecto terrorífico. El pintor francés, más dado a la serena reflexión, sitúa esta escena en un paraje melancólico, apropiado a las fuentes del género, Virgilio y el italiano Jacopo Sannazaro, quien publicó en 1502 su "Arcadia", en que recrea poéticamente una Arcadia idílica habitada por pastores aficionados a la poesía. Estos pastores encuentran un sarcófago entre la vegetación, sobre el cual pueden leer el epígrafe "Et in Arcadia Ego", es decir, "Yo también en la Arcadia"; en la parte superior, más disimulada, la calavera que servía de clave representativa en el lienzo del Guercino. En este paisaje crepuscular, agrandado por la izquierda, de forma que el centro de la composición se ve perjudicialmente desplazado, los pastores se entregan no al estupor del descubrimiento de la muerte en tan apacible vida, sino al desciframiento del texto que les recuerda cómo la muerte es un fin inevitable. A la derecha, de espaldas, Poussin ha representado al dios fluvial Alfeo, río de la Arcadia, símbolo del paso inexorable del tiempo. Este dios se halla representado de forma muy similar al dios fluvial Pactolo del Midas se baña en el Pactolo, de la misma época. De hecho, parece ser que se hallaban juntos en el palacio del Cardenal Massimi y que estaban relacionados, aunque no se sabe si por un nexo buscado o por el sólo capricho del mecenas. En cualquier caso, el tema de Los pastores de la Arcadia volverá a ser tratado por Poussin bastantes años más tarde, de forma muy diferente.
contexto
La documentación próximo-oriental, tanto la egipcia como la mesopotámica, se refiere muy frecuentemente a oleadas inquietas de semitas que, entre el desarraigo y la amenaza militar, ponen en dificultades hasta la seria perturbación a no pocos de los Estados de la zona. Las presiones semitas debilitaron el imperio territorial de la dinastía III de Ur y contribuyeron de alguna suerte a la fragmentación egipcia en el llamado Primer Período Intermedio, todavía no finalizado el tercer milenio a.C. Simultáneamente existían en Siria y Palestina diversas ciudades organizadas y prósperas de gentes también semíticas. Se puede decir, pues, que en la época y en el paso al segundo milenio había grupos semitas en movimiento o en proceso de sedentarización y otros que de tiempo atrás habían alcanzado ya el estadio de desarrollo que permite la vida urbana. Las excavaciones dirigidas en Jericó por la arqueóloga británica Miss Kenyon, entre 1952 y 1956, contribuyeron de manera entonces insospechada a la fijación de algunos hechos referentes a la situación de la Palestina en el salto de milenio y más en concreto al panorama que cabría suponer para los semitas de la zona. Los resultados obtenidos permitieron hablar de un amplio período de transición entre el Bronce Antiguo y el Bronce Medio, con sus fechas extremas máximas de 2300-1900 -Miss Kenyon identificó esta cultura intermedia de Jericó como de tipo nomádico, puesto que sus portadores utilizaban cerámica y no tenían casas, lo que invita a suponer que habitaban en tiendas sobre las ruinas de la ciudad destruida. También otros centros urbanos de la Siria occidental y de la Palestina -digamos en general Canaán- presentan niveles de destrucción de fines del tercer milenio, como Ugarit, Biblos, Ay, Gezer y Meguidó, entre otros, y no pocos de esos casos adquieren parecido sentido al mencionado gracias a la clara secuencia que aportan los datos de Jericó. Esta efervescencia de los semitas de Canaán, capaz de perturbar en ocasiones una vida urbana de larga tradición, coincide en práctica simultaneidad con los mencionados Primer Período Intermedio egipcio y fin de la dinastía III de Ur. Sacando punta de algunos detalles bíblicos, Miss Kenyon concluyó que los semitas siro-palestinos encajaban en dos grupos fundamentales, uno sedentario y otro de tradiciones todavía seminomádicas; habían alcanzado el desarrollo urbano los cananeos, que serían los que hicieron suya la cultura del Bronce Antiguo, mientras que los amorreos serían esos seminómadas que destruyeron algunas ciudades y pudieron asentarse muy precariamente pero por largo tiempo en cierto número de ellas, especialmente en las del interior, y protagonizaron el período de transición detectado por primera vez en Jericó. Amorreos móviles habrían sido también quienes perturbaron en Mesopotamia y en Egipto. Tras estas observaciones, no faltaría quien pusiera en relación estos movimientos de semitas seminómadas con lo que nos dicen las narrativas bíblicas sobre las tribus patriarcales. Parece, por lo tanto, que estamos ante una tradición de sedentarismo semítico y otras gentes, también semitas, no lejos del nomadismo, que se infiltran e incluso irrumpen en el Creciente Fértil desde regiones marginales, que serían sin duda las del desierto siro-arábigo. La documentación egipcia nos brinda algunas apoyaturas interesantes. Las invasiones de asiáticos semitas en el Primer Período Intermedio demostraron a Egipto la necesidad de controlar Palestina como zona de contención. Y la más inmediata evidencia de las pretensiones egipcias sobre Canaán nos las aportan dos curiosas series epigráficas que conocemos bajo la denominación de tablillas execratorias. La primera serie, procedente de Luxor, enumera como enemigos de Egipto a una serie de príncipes asiáticos y corresponde cronológicamente al segmento central del siglo XIX; llama la atención que la onomástica coincide con la de los amorreos de Mesopotamia -por ejemplo, con nombres propios conservados en el archivo de Mari, Eufrates medio- y que en los abundantes antropónimos teofóricos entran en composición teónimos amorreos. Podríase defender que estos textos reflejan el momento en que se está produciendo en Palestina la acomodación de los seminómadas al modelo de sociedad sedentaria. No lo han logrado todavía, al menos en lo que toca a la organización de la ciudad-Estado, porque para algunas ciudades hay mención de pluralidad simultánea de príncipes, como si se hubieran producido acumulaciones tribales sin más integración. La segunda serie de textos execratorios es posterior, de en torno a 1800, y procede, parece ser, de Saqarah. El panorama que presentan estos otros documentos es ya marcadamente diferente: los asiáticos de Canaán están sedentarizados, se dedican a la agricultura, usan poco la onomástica teofórica y han logrado la unificación política local. Estas tablillas execratorias evidencian, en el medio siglo que puede mediar entre serie y serie, un claro proceso de sedentarización, confirmado simultáneamente por la arqueología: la cultura del Bronce Medio de Jericó deja de ser nomádica y se asimila a la urbana de los centros costeros -Ugarit, Biblos- que no conocieron larga interrupción. A no dudarlo, ha habido un acercamiento en los modos de vida de los amorreos a los más evolucionados de los cananeos. Ello no supone una sedentarización total ni tampoco la estabilización absoluta en Palestina. Quedarían grupos dedicados al ruralismo pastoril, transhumante en mayor o menor grado, activos intermediarios caravaneros, partidas armadas en desarraigo, y una llamada siempre -no en balde se trataba de estratégica encrucijada de caminos- a que propios y extraños se introdujeran en lo que tan inmediatamente se ofrecía como lugar de paso. Ese mismo Egipto reunificado, tan preocupado por la seguridad de su frontera asiática, no pudo impedir que desde Palestina le llegara la invasión de los hicsos, príncipes extranjeros, mejor explicación que la de príncipes pastores acuñada en la antigüedad, que suena mucho a falsa etimología. Tradicionalmente se ha venido diciendo que los invasores hicsos eran hurritas, con elementos culturales indoeuropeos, si no mezcla real, y algunos semitas incorporados. Hoy preferimos, más bien, suponer mayoría semítica en este movimiento, pues aparecen nombres semíticos claros, algunos muy cercanos a los bíblicos, en escarabeos de los dominadores hicsos; y no hace falta decir que también surgieron quienes relacionaran a estos semitas que han escalado hasta elevados grados de poder en Egipto con el José bíblico y su buena fortuna junto al faraón. Expulsados los hicsos, protagonistas del llamado Segundo Período Intermedio, inicia Egipto por 1580 aproximadamente la brillante aventura de su Imperio Nuevo, con las poderosas dinastías XVIII y XIX, máximas referencias de poder -exclusivo o compartido, según las alternativas de los imperios asiáticos- durante los siglos XVI a XIII a.C. Los faraones de este Egipto otra vez reunificado no pierden de vista sus intereses en Canaán y repiten una y otra vez sus expediciones militares, ocupan la tierra y la organizan mediante guarniciones, mandos y funcionarios. Cuando esa presencia se debilita, sobre todo durante los reinados de Amenofis III y Amenofis IV (siglo XIV), a los que corresponde la documentación de Tell el-Amarna, se suceden en Canaán las coaliciones independentistas y el pulular de bandas armadas de cambiante frente, entre las que merecen atención las compuestas por los denominados habiru. Los faraones de la XIX dinastía recuperarán, por cierto tiempo, la capacidad de intervenir en el Asia inmediata y frenarán la libertad de movimiento de los semitas desarraigados; hasta que su decadencia les hace abandonar paulatinamente Palestina, al tiempo que comienzan a conformarse, entre semitas procedentes de Egipto, del Sinaí, del Neguev y de Transjordania, y otros de la Canaán propia, en proceso un complejo: las doce tribus del Israel histórico. El libro del Génesis narra la migración del patriarca Abraham y su gente desde Ur en Mesopotamia hasta Harrán en Siria y luego a Palestina, y cómo su dios le hizo depositario de una promesa de futuro que fue cumpliéndose en su hijo Isaac, su nieto Jacob y los doce bisnietos que bajan a Egipto, entre ellos José, el que lograría convertirse en hombre de confianza del faraón. Es pregunta inmediata la de si estas narrativas patriarcales recogen memoria de personajes y acontecimientos históricos y cómo encajan en el marco del semitismo palestinense, qué reflejan de él. No han faltado quienes establecieran relaciones entre episodios de la escritura y fenómenos históricos conocidos por los datos de la arqueología y de la documentación extrabíblica. Los estudiosos oscilan entre la aceptación de Abraham, Isaac, Jacob y los demás personajes patriarcales como figuras históricas concretas y la negación absoluta de historicidad, en la idea de que lo que en la Biblia hay al respecto son integrales reconstrucciones tardías. Se nota ahora una tendencia a reconocer en las narrativas patriarcales al menos un fondo de historicidad transmitido en memoria popular, menos porque hubiera ocurrido punto por punto cuanto encontramos en el Génesis, cosa excesiva sin duda, que porque en el relato bíblico tenemos reflejo del ambiente real en que vivió el semitismo seminómada del Próximo Oriente, lo que impide pensar en invención total de los redactores del Israel muy posterior. Los nombres propios de los patriarcas son semíticos occidentales y están documentados en textos no bíblicos conservados, bajo formas suficientemente cercanas y en no corto número. El régimen de vida de Abraham y sus descendientes no contrasta demasiado con el del cuadro histórico. Son pastores de ganado menor en vías de sedentarización, que comienzan tímidamente a cultivar la tierra, pero conservan todavía una fuerte tendencia a la erradicación y al movimiento. Se ha señalado que los textos jurídicos del archivo de Nuzi (aplicación de leyes consuetudinarias hurritas de no escasos elementos semítico-occidentales), de mediados del segundo milenio a.C., ofrecen curiosidades de estrecho paralelismo en las narraciones patriarcales: la esposa estéril que proporciona una esclava a su marido, como hace Sara con Abraham; la adopción de un esclavo para que sea heredero, disuelta por el nacimiento de un hijo propio, cual parece que tenía previsto Abraham en favor de Eliezer; la venta del derecho de primogenitura, por tres ovejas de Nuzi, por un plato de lentejas entre Esaú y Jacob; los derechos de la esclava que ha dado un hijo a su señor cuando nace otro de la mujer legítima, lo que recuerda la resistencia de Abraham a expulsar al hijo ilegítimo, Ismael, y su madre Agar... Son algunos paralelismos entre otros muchos que sería posible establecer; de valor desigual, es cierto, pero prueba suficiente, tomados en conjunto, de la similitud de cuadro entre las narrativas referentes a los patriarcas y el mundo semítico seminómada del segundo milenio-. Ha gozado cierta fortuna en los últimos lustros la idea de que los distintos patriarcas pudieran haber sido jefes de clanes independientes y no miembros de una familia histórica, que es lo que se desprendería de una aceptación literal de la presentación bíblica. Habría habido, pues, una genealogización artificial, con no poca carga de etiología, desde tradiciones diversas, sueltas, de cronología varia, transmitidas dentro de los diferentes grupos y luego penosamente, aunque también brillantemente, recompuestas con posterioridad. Ha sido R. Michaud el sistematizador de la idea sobre minuciosos análisis de los textos bíblicos. Abraham sería, en esta hipótesis, el jefe y ancestro de un clan del sur de Palestina; su referencia geográfica es Mambré, cerca de Hebrón. Lo mismo es posible decir de Isaac, a quien se sitúa predominantemente en torno a Beerseba. La geografía de Jacob permite localizar su grupo en la región central, con Betel como su lugar sagrado. E Israel, identificado luego con el anterior, hubo de ser originariamente un jefe de tribu independiente, de la misma región central, según sugerencia de Michaud, o de la región meridional, como L. García Iglesias tiene por más aceptable. El especialista canadiense mencionado explica la identificación secundaria de Jacob e Israel por el hecho de su proximidad local. El autor citado se inclinaría a considerar que la fusión de ambos es consecuencia de que las doce tribus históricas encontraron en sus tradiciones una doble paternidad -se remontaban a los doce hijos atribuidos al uno y asumían el nombre genérico del otro- que hubieron de solucionar de alguna manera, y fue ésta la adoptada a la postre. Posiblemente en el Génesis sólo se prepara el doblete onomástico cuando Jacob está a punto de iniciar su migración hacia el sur, y se le atribuye el nombre de Israel sobre todo en esta zona y con referencias geográficas meridionales: cuando Jacob viaja de Belén a Migdal Eder, cerca de Hebrón, se le llama Israel (Génesis, 35, 19-21) y lo mismo ocurre en el momento en que se recuerda la llegada a Beerseba y los sacrificios que allí ofrendó al Dios de sus padres (Génesis, 46, 1). En conclusión, parece que no es aventurado defender una historicidad de fondo a los relatos patriarcales; ni mucho menos literalidad, sino adecuación de ambiente y conservación en memoria popular de tradiciones confusas, variopintas, vinculadas a los diferentes grupos que acabarían constituyendo el Israel histórico. Estos israelitas posteriores reconocerían como suya esa prehistoria de seminomadismo palestinense del segundo milenio, y entenderían que su religiosidad exclusiva tuvo sus barruntos y hasta vivas raíces en la de estos ancestrales clanes a los que se sentían referidos. Respecto a la cronología patriarcal, muy discutida, a veces con no escasa ingenuidad, parece admisible que es el ambiente de los siglos XIX a XVI a.C., cual lo reflejan los testimonios extrabíblicos, el que mejor cuadra a la presentación de hechos que encontramos en la escritura, aunque es preciso reconocer que la compleja redacción tardía ha introducido elementos distintos y de tiempo posterior.