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Los orígenes históricos de Japón están envueltos todavía hoy en una nebulosa, habiéndose formulado numerosas hipótesis acerca de sus primitivos habitantes y de sus orígenes. Los ainu están considerados como los primeros habitantes del archipiélago nipón en fechas prehistóricas. El rasgo típico de este pueblo es la abundante y llamativa pilosidad del rostro, junto con su piel pálida, cráneo redondeado y pequeña talla. En tiempos prehistóricos tuvieron lugar varios movimientos migratorios desde el Continente asiático. Crónicas chinas y japonesas hablan de continuos combates con los ainu hasta su confinamiento en las montañas. Los invasores fueron probablemente pueblos chinos y otros diversos como coreanos, malayos y mongoles, que colonizaron primero el litoral situado al sur del río Yangtse. Esta población mixta constituyó muy pronto un pueblo homogéneo, si bien se ignora cuando se produjo esa fusión racial básica. Hasta el 405 d. de J.C. la historiografía oficial no estipula fechas políticas en las crónicas. Antes de esa época no se había difundido ningún sistema de escritura ni de calendario. Según parece hoy, todo el archipiélago sufrió un proceso de aculturación desde China a través de la península de Corea. Antes del siglo IV d. de J.C., esta cultura procedente de China, denominada yayoi, se extendió de Sur a Norte, sedentarizando a los habitantes y apareciendo instrumentos técnicos y guerreros de todo tipo. Políticamente, la población del archipiélago estaba agrupada en unos 30 países, normalmente en guerra unos con otros. El núcleo más poderoso fue el que se formó en tomo al distrito de Yamato en donde residía el jefe del linaje del sol, designado, según la leyenda, por la diosa Amaterasu y acatado por las grandes familias aristocráticas dueñas de las tierras y de sus campesinos. De esta manera, en los siglos IV y V se formó un poder soberano en torno a una de las grandes familias, que, apoyada por los clanes o uji, dio con el tiempo origen a la familia imperial. Según datos cronológicos de la historiografía oficial, la fundación del imperio japonés tuvo lugar el 11 de febrero del año 660 a.C. En esa fecha sube al trono Jimmu Tenno y comienza el llamado reino de Yamato, si bien las crónicas dicen muy poca cosa sobre el reinado de sus sucesores, hasta que bajo Sujim Tenno (97-30 d. de J.C.) se forma por vez primera un gobierno unitario con varones de la familia imperial y se crea una administración. La épica más grandilocuente y las leyendas más coloristas están presentes en esta época y se centran sobre todo en el mítico príncipe Yamato-dake No Mikoto, hijo del emperador Keiko (71-130), que con su "Kusa-nagi" (espada de la fortuna) se hizo famoso por sus grandes hazañas combatiendo con un mago transformado en dragón. Lo cierto es, sin embargo, que las familias dirigentes entre los siglos VI y VII, se iniciaron en la escritura china y constituyeron poco a poco las bases del poder imperial, al que fueron dotando de los medios institucionales necesarios. La continua penetración de influencias chinas impulsó la evolución de la sociedad japonesa: el budismo se introdujo a partir de 587 y el sistema imperial se diferenció del chino en que no preveía posibles cambios de dinastía. Se estableció una casa imperial, de descendencia divina, que debía regir ininterrumpidamente los destinos del nuevo país. Entre las reformas realizadas en tiempos del emperador Skotoku (593-622), se incluyó la adopción del budismo como religión oficial, aunque diferenciándolo del culto imperial, mantenido en la práctica religiosa llamada shinto, que no era más que el culto a las fuerzas protectoras familiares, locales, regionales y generales con las que se relacionaba el linaje del sol. Skotoku es la personalidad nipona más relevante de aquel tiempo, destacándose como gran estadista, artista y erudito. Con su código de 17 artículos (604), establece los fundamentos para transformar el Japón hacia el modelo chino, estableciendo en sus preceptos la unidad entre los diversos grupos sociales, exigiendo total obediencia al soberano, que es la personificación del cielo y de la divinidad. Las épocas Nara, Heian y Fujiwara continuarán este momento histórico.
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El Pleistoceno es un dilatado periodo caracterizado por dilatados estadios glaciales -glaciaciones- que se producen cada 100.000 años y dejan entre sí etapas de recesión de los hielos -interglaciares- de unos 10.000 años de duración. Así, durante el Cuaternario, grandes capas de hielo se extendieron por el Hemisferio Norte. En América las cuatro últimas glaciaciones han sido denominadas Nebraska, Arkansas, Illinois y Wisconsin, siendo esta última la que más nos interesa, con una duración estimada entre el 70.000 y el 7.000 a.C. Cuando se producen tales glaciaciones se retiran inmensas masas de agua de los océanos, acumulándose en los casquetes helados; consecuentemente las costas ganan terreno al mar, y territorios antes inundados salen a la superficie. Las investigaciones llevadas a cabo desde su descubrimiento por Vitus Bering determinan que entre el 70.000 y el 10.000 a.C. el estrecho fue una zona helada compuesta por planicies, tierras bajas y colinas muy erosionadas libres de agua al retirarse los mares entre 60 y 90 m. Finalmente, hace ahora unos 12.000 años el puente de tierra comenzó a cerrarse de manera definitiva y hoy se encuentra a 20 m. bajo el nivel del mar. La evidencia proporcionada por los pueblos esquimales deja claro, sin embargo, que la comunicación nunca ha dejado de existir, si bien con un significado cultural mucho más limitado. La vida en este reducido puente de tierra, que osciló entre los 50 y los 80 kms. de ancho, fue la de taiga y tundra muy secas, y de áreas de refugio para animales y hombres. Mamut de patas cortas y cuerpo alargado, buey almizclero, bisonte, caballo salvaje, reno, antílope de la taiga, etc., vivieron en estos paisajes, compartiéndolos con otros mamíferos de naturaleza no gregaria como la pantera ártica, el oso y distintas variedades de zorro. El paso no fue franco de manera permanente; de hecho, cuando Beringia estuvo abierta el puente finalizaba en un gigantesco casquete de hielo que en ocasiones ocupaba más de 3 km. de espesor, y que se distribuyó en dos grandes bloques, el Lauréntido al este de Canadá y el Cordillerano al oeste.
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Más conocido en España como Claudio de Lorena (1600-1682), es el segundo de los grandes artistas componentes de la corriente clasicista que fijó su residencia en Roma, haciendo residir en esta ciudad lo más puro del genio pictórico francés del siglo XVII.Nacido en Chamagne, población situada al sur de Nancy, tuvo que dedicarse al pastoreo por carecer de otro medio de recursos. En 1613 marchó a Italia para trabajar como pinche de cocina siguiendo una tradición francesa, y allí se puso al servicio del pintor Agostino Tassi, hombre de vida agitada que hoy tiene el valor de haber motivado en Claudio la afición a la pintura y haberle dado las primeras nociones.Dedicado ya a la pintura, conseguía vender obras a bajo precio, pero que le suponían lo suficiente para ahorrar y permitirle el consagrarse en exclusiva a este arte y entrar en contacto con otros artistas europeos que se habían radicado en aquel centro de confluencia de tendencias pictóricas que era Roma. Así, gracias a Tassi conoció a Paul Brill, pintor de Amberes que residió durante cuarenta años en Roma y que transmitió al artista lorenés toda la tradición flamenca de la pintura de paisaje.En abril de 1625 salió de Roma y, pasando por Loreto, Venecia y Munich, llegó en octubre a Nancy donde se puso al servicio del pintor Claude Deruet, que gozaba del favor de la corte ducal; sin embargo, en 1627 regresaba a Roma, donde ya permanecería el resto de sus días. Entonces estará nuevamente en contacto con el círculo de pintores internacionales que residían en la Ciudad Eterna, y especialmente con el alemán Joachim von Sandrart con quien se dedicó a pintar del natural, siendo en ese momento cuando desarrolló lo más característico de su pintura, con la que llegó a tener gran fama y multitud de admiradores.En su producción destaca de una manera singular el paisaje, al que otorgó un nuevo valor y al que dio un encanto y una poesía como hasta entonces no se había hecho. Este tiene en común con el de Poussin el que los lugares que le sirven de modelo son los mismos, sacados de Roma, Ostia o Cavità Vecchia; con ellos compone idílicos paisajes de la Arcadia y puertos marinos que quieren representar los del mundo antiguo, y en los que la figura humana también desempeña como principal cometido el de dar título al cuadro.Pero en estos paisajes el principal protagonista es, sin embargo, la luz, a la que concede toda la atención, llegando en muchos casos a determinar la composición total de la obra, la cual por otra parte, y como en el caso de Poussin, también era fruto de una detenida meditación y estaba planteada bajo unos presupuestos racionalistas.Anhela las luces suaves y aterciopeladas de los amaneceres y atardeceres que bañan con suavidad todos los elementos que aparecen en la obra, pero que al mismo tiempo le permiten en determinadas zonas la posibilidad de la existencia de contraluces y fuertes contrastes de luces y sombras. Esta suavidad entra por otra parte en juego con las aguas tranquilas de sus puertos de mar, pintados en el momento del amanecer, en donde pequeñas olas rompen suavemente contra los muelles.Además, en la casi totalidad de las ocasiones la línea de horizonte le servía para fijar la atención del espectador al disponer allí un foco de claridad, reforzado a veces con el disco solar, que se levanta o se esconde, y que constituye un curioso punto de fuga, pues en tanto que señala una zona lejana, su enorme claridad, casi cegadora, parece querer acercar el fondo al primer plano.El paisaje de tipo clasicista tuvo aún otro importante representante en Gaspard Dughet (1615-1675), que nació y residió en Roma, siendo además cuñado de Poussin de quien en ocasiones aprovechó el nombre, ya que se hacía llamar Gaspard Poussin.De biografía todavía no totalmente conocida y de producción problemática por cuanto fue muy oscilante en su evolución, debió de entrar en el taller de su cuñado poco después de la boda de éste con su hermana en 1630. Viajero por varios lugares, pronto se estableció definitivamente en la Ciudad Eterna, de cuyos alrededores fue un verdadero enamorado y donde realizó importantes encargos de decoraciones al fresco para el palacio Muti Bussi, el Quirinal, el palacio Colonna, el palacio Pamphili de la Piazza Navona y especialmente para la iglesia de San Martino ai Monti, con los que adquirió renombre y clientela.Más tarde quedó aparentemente liberado de la influencia de Poussin y se dejó seducir por la de Claudio de Lorena y Salvatore Rosa, así como por su propio lenguaje que aparece con fuerza, representando el paisaje de la campiña romana que recogió en múltiples composiciones en las que los personajes también carecen de importancia. En sus últimos tiempos volvió nuevamente a dejarse llevar por el arte de Poussin, haciendo un tipo de paisaje más sereno.
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Fueron Kandinsky y Gabriele Münter los que descubrieron este lugar pintoresco al pie de los Alpes, durante una excursión en el verano de 1908. Desde entonces los dos, junto a Jawlensky y Marianne von Werefkin, se reunían allí para pintar, en una casa comprada por la Münter al año siguiente y que se conocía como la casa de los rusos. En una euforia creativa, los cuatro encontraron sus medios de expresión personales en Murnau: "Allí, después de breves tormentos, di un gran salto, pasando de la copia de la naturaleza -más o menos impresionista - a la captación de un contenido, a la abstracción, a la expresión de algo concentrado", escribe uno de ellos. La expresividad es ahora lo importante, no los modelos. Se simplifican los detalles, el color se independiza, prescinden de la tercera dimensión y marcan fuertes contornos. Münter introduce también en sus pinturas objetos y esculturas populares, y, sobre todo, pinturas sobre vidrio, que coleccionaban desde su instalación allí. No debieron ser ajenas estas pinturas sobre vidrio a la afición por los contornos marcados en negro a los que ella, y también Jawlensky, fueron tan aficionados.Murnau es para ellos, de algún modo, lo que Moritzburg fue para El Puente. "Al comienzo de las investigaciones que hice allí, a finales del verano de 1908, estaba desbordada de imágenes de aquel lugar, ejecutadas rápidamente en cartones de 41 x 33. Cada vez captaba mejor la claridad y la sencillez de este universo", escribe Münter.La musa de El Jinete Azul, o la comadrona, como se la ha llamado, Marianne von Werefkin (1860-1938) jugó un papel de sacerdotisa de este nuevo arte que desembocó en la abstracción. Miembro de la nobleza rusa, hija de una pintora, era una mujer culta, que ya destacaba con sus cuadros realistas en San Petersburgo, pero que aspiraba a otro arte, a un arte nuevo. En 1896 se instaló en Munich con Jáwlensky, un joven oficial ruso al que conoció en 1891 en el taller de su maestro Répine y al que dedicó su vida en adelante. Activa y culta, reunía en su casa de Munich un círculo de artistas de vanguardia, en el qué había escritores, pintores, bailarines, actrices... Apartada de la práctica de la pintura hasta 1906, siempre dedicó mayor atención a promocionar a Jawlensky que a su propia obra; él no tuvo inconveniente en hacerle la vida imposible y finalmente abandonarla en 1920."Nunca he conocido veladas tan cargadas de tensión. De alguna forma el centro, la fuente de esas ondas energéticas, que casi se podían percibir físicamente, era la baronesa. Esta mujer graciosa, de grandes ojos negros, gruesos labios rojos, con la mano derecha mutilada por un accidente de caza, no sólo animaba la conversación, además dominaba toda la reunión", escribía Gustav Pauf, recordándola. Fue la primera en darse cuenta de la importancia del color y su teoría al respecto es más avanzada que la de los otros. Marc lo contaba en una carta de 1910: "La señorita Von Werefkin le decía el otro día a Helmuth... Todos los alemanes cometen la misma falta al confundir la luz con el color pero el color es algo radicalmente distinto y no tiene nada que ver con la luz, a savoir, l'éclairage". A partir de 1906, después de un viaje por Francia, vuelve a la pintura, utilizando exclusivamente la témpera y el goúache, para conseguir mayor luminosidad y transparencia. Escritora, como casi todos, sus ideas están recogidas en un diario, "Lettres á un inconnu", que redactó entre 1901 y 1905. En su piso de Munich se fundó la Cofradía de San Lucas y después, en 1909, la NKV, expuso las tres veces con El Jinete Azul y en la galería Der Sturm. Fue la única de todos ellos que se ocupó de la vida cotidiana de los campesinos. En 1914, al huir con Jawlensky a Suiza, dejó en Munich todos sus cuadros, los pintados por ellos y su colección de Van Gogh y Gauguin. En Zurich en 1917 estuvo en contacto con el Cabaret Voltaire y el grupo Dada.Alexeï von Jawlensky (1864-1941) fue un militar ruso que cambió las armas por los pinceles; llegó a Munich de la mano de Marianne von Werefkin y se instaló con ella y con su dama de compañía, Helena Neznakomova. Poco después en el taller de Azbé encontró a Kandinsky, viajó a París en 1902 y se hizo amigo de Matisse, en cuyo taller trabajó y a cuya violencia de colores no permaneció insensible (tampoco a las obras de Van Gogh, Gauguin, Cézanne y Hodler). Expuso con los fauves en el Salón de Otoño de 1905, y, durante un tiempo, en 1908 y 1909, fue el mejor relacionado con los franceses y, según algunos, el más avanzado de Murnau. Participó en la formación de la NKV, de la que fue segundo presidente, y cuando se produjo la escisión de El Jinete Azul, él se quedó en la NKV hasta 1912. A partir de 1911 se dedicó, casi en exclusiva, a sus peculiares retratos, de gran tamaño que, por su simplificación y por su insistencia en unos pocos rasgos, hacen pensar en los iconos tradicionales.Jawlensky trabaja siempre con grandes superficies de color, en composiciones extrañas. Los colores son violentos como los de El Puente, y los fauves, y se colocan en contrastes chocantes -amarillo y verde, amarillo y negro, rojo y negro...-, delimitados por trazos negros muy marcados, pero aparecen en un raro equilibrio, en el que hay ecos del arte popular ruso, que hace más suave la violencia expresionista. Para Jawlensky, a diferencia de Kandinsky, el color no tiene un significado especial ni místico; sirve para desvelar el alma de las cosas, para ver lo que está oculto y la armonía entre ellos está en la base de su obra. Uno de sus temas favoritos son las naturalezas muertas, en las que es perceptible el modelo matissiano, pero las diferencias son notables. Mientras en el francés todo es lujo, calma y voluptuosidad y no hay esfuerzo aparente, en Jawlensky es perceptible una mayor tensión emocional.Gabriele Münter (1877-1966) fue alumna de Kandinsky desde 1902, en la academia Phalanx, después de haber estudiado en la Asociación de Mujeres Pintoras de Munich, se convirtió en su mujer y dejó de pintar al romper con él en 1915. No volvió a hacerlo hasta 1927, animada por el historiador del arte Johannes Eichner. Su pintura se resuelve a base de grandes masas de color, delimitadas muchas veces por contornos negros, como las vidrieras. Los paisajes, de composiciones armónicas, tienen un aspecto decorativo que, en alguna ocasión, le llevó a temer el kitsch, como le escribía a Kandinsky a propósito del Paisaje con muro blanco, de 1910.Las artes populares eran parte del mobiliario doméstico y aparecían también en sus naturalezas muertas, especialmente pinturas sobre vidrio, de las que reunió un buen número en su casa, como se puede ver en algunos de sus cuadros (Naturaleza muerta oscura, de 1911, Munich, Lenbach-haus, u Hombre en el sillón -Paul Klee-, de 1913, Munich, Staatsgalerie).
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Otro género de la pintura de caballete que alcanzó un desarrollo inusitado en Holanda durante el siglo XVII, fue la pintura de paisaje. Entre los artistas flamencos que, hacia 1600, por razones económicas o por convicciones religiosas, emigraron al Norte, Gillis Van Coninxloo (Amberes, 1544-Amsterdam, 1607), que se estableció en Amsterdam en 1593, preparó el advenimiento del paisajismo barroco holandés con sus boscosos paisajes teñidos de cierto naturalismo fantástico, de cuidado tonalismo general, pincelada caligráfica y valoración del lugar, al igual que anuncia el flamenco por su amplitud de visión y su grandioso carácter decorativo (Espesura, Viena, Kunsthistorisches Museum). Entre sus discípulos, es preciso mencionar a otro flamenco emigrado, David Vinckboons (Malinas, 1576-Amsterdam, h. 1631/33), que al recuperar la tradición de Brueghel el Viejo, entremezclando en su producción vistas naturales y escenas de género, urbanas o campesinas, con los típicos miserables brueghelianos -acaparadores del desprecio de la burguesía acomodada, liberal de vía estrecha y con prejuicios de clase-, inspiró fuertemente a Brouwer.Entre los primeros paisajistas, pero ya plenamente holandeses, se destaca la vena incisiva y delicadamente arcaizante -que se deriva de Brueghel- de Hendrick Avercamp (Amsterdam, 1585-Kampen, 1634), que pintó con precisión pequeños paisajes invernales por los que pululan multitudes de graciosos personajillos (Escena invernal con patinadores, 1618) y el aguafortista Hércules Seghers (Haarlem, 1589/90-1638), sin duda pupilo de Coninxloo, además de E. van de Velde, que reformuló los paisajes fantásticos del maestro en unas panorámicas vertiginosas, como la de su Gran paisaje (Florencia, Uffizi).Durante las primeras décadas del siglo, Esaias van de Velde (Amsterdam, h. 1590-La Haya, 1630) y Willem Buytewech (Rotterdam, 1591/92-1624) realizaron verdaderas innovaciones en la pintura de paisaje, dibujando los paisajes según la naturaleza, en busca ante todo de la simplicidad y fieles a la realidad hasta obtener resultados admirables, y no sólo en los dibujos (como sucediera con Goltzius y su círculo de manieristas). Algo más jóvenes, integrando las escenas de género en el paisaje, J. Van Goyen, Pieter de Molyn (Londres, 1595-Haarlem, 1661) y Salomon van Ruysdael (Naardem, h. 1600-Haarlem, 1670), crearán un tipo de pintura que se destacará por la sencillez de la composición, la vastedad de los planos y la ligereza de las brumas, la luz plateada y los colores sobrios y suaves. Estos paisajes parecen reproducir la naturaleza holandesa, labrada y formada por los hombres, y reunirla en un único verso poético. Los ríos y el mar jugarán un papel primordial en este arte de tintas terrosas y tostadas. Superior a todos los paisajistas de la primera mitad, Jan Van Goyen (Leyden, 1596-La Haya, 1656) pintará sus vistas marinas volátiles, vaporosas y algodonosas, y sus paisajes de cielos inmensos y horizontes bajos y lejanos, plenos de intensa poesía (Vista de la Merwede frente a Dordrecht, Amsterdam, Rijksmuseum). Junto a ellos, deberá recordarse la extraordinaria pintura de marinas de Jan Porcellis (Gante, h. 1584-Zoetewoude, 1632), con sus dramáticas tempestades y naufragios (Mar borrascoso, 1629, Munich, Alte Pinakothek), y de Simon J. de Vlieger (Rotterdam, 1601-Weesp, 1653), con sus nubosas y grisáceas marinas.Hacia la mitad de la centuria, el relevo en la pintura de marinas lo recogerá Jan van de Capelle (Amsterdam, 1624/1625-1679), sin duda el más poético paisajista holandés del mar. Su obra, como la de Willem van de Velde, padre (Leyden, 1611-Londres, 1693) e hijo (Leyden, 1633-Londres, 1707), que terminaron su carrera en Inglaterra al servicio de Carlos II y de Jacobo II, gestando el nacimiento de la pintura marina inglesa, se definirá por la construcción á partir de la luz. Pero, entre todos los paisajistas de esta época, la gran figura fue Jacob van Ruysdael (Haarlem, h. 1628-Amsterdam, 1682), discípulo de su tío Salomon, encontró en la naturaleza, sobremanera en las vistas boscosas y en las caídas de agua, el eco de sus más íntimos sentimientos, que lo hacen aparecer como un prerromántico. Y, sin embargo, sus obras provocan tal consideración gracias a la alta perfección alcanzada en el dominio de las muchas posibilidades que le ofrecía la ciencia de la composición clásica y en su comunión anímica pura con la naturaleza, que le hicieron superar la nota ilustrativa en favor de la concepción sentimental (El molino de viento de Wijk bij Duurstede, h. 1670, Amsterdam, Rijksmuseum).Su amigo Meindert Hobbema (Amsterdam, 1638-1709), que trabajó con él en Haarlem (1655-577T, pronto se contentó con imitarle, aplicando algunas fórmulas estereotipadas.El arte de esta época, redescubridor del color y la luz del sol, debe mucho a los llamados italianizantes, que permanecieron a lo largo del segundo cuarto del siglo un tanto aislados de las corriente más extendidas del paisajismo holandés. Sus pequeños paisajes ideales, con campesinos y pastores, que presentan una mezcla entre la campiña romana y la poética tierra de la Arcadia, causaron gran impresión desde que, en 1641, regresó de Italia Jan Both (Utrecht, h. 1618-1652). A partir de entonces, el paisaje italianizante suministró a lo largo del tercer cuarto del Seiscientos un número elevado de maestros, de los cuales el más destacado fue Nicolaes P. Berchem (Haarlem, 1620-Amsterdam, 1683), cuyos paisajes pastoriles, de cálida luz dorada, se distinguen por una exquisita elegancia, tanto figurativa y tipológica como compositiva. Muy influido por Berchem, Aelbert Cuyp (Dordrecht, 1620-1691), que no fue a Italia, destacó como creador de un subgénero que combinaba los elementos del paisaje nacional (tomados a través de Van Goyen) con los de la corriente italianizante.Los paisajes de Cuyp se distinguen por estar animados por figuras de pastores y de caballeros rodeados de animales o por sólo animales, como sus Vacas abrevando (Budapest, Szépemvészeti Múzeum). Y es que, tan neerlandés como el paisaje puro o la marina, fue el paisaje con animales, en particular de granja, que dio lugar al nacimiento de los pintores animalistas, en general más preocupados por la observación y la figuración naturalista del animal que por su posible carga poética, entre los que descolló Paul Potter (Enkhuisen, 1625-Amsterdam, 1654) por la atmósfera luminosa y pretendidamente bucólica en la que situó a sus caballos, toros o vacas. En fin, Melchior Hondecoeter (Utrecht, 1636-Amsterdam, 1695), el último y el mejor de una familia de pintores animalistas, se dio a pintar obras suntuosas en las que representó corrales y patios con aves, muchas de ellas exóticas (El pavo blanco, París, Louvre).
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En Perú, los gobiernos civilistas, que habían controlado el país desde finales del siglo XIX, llegaron a su fin con la conclusión de la Primera Guerra Mundial, en medio de una creciente agitación estudiantil. Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui tuvieron un lugar destacado en la liquidación del régimen civilista. Ambos fueron producto de los cambios producidos con la llegada del nuevo siglo, ambos fueron exiliados por Leguía y ambos trastocaron el panorama político e ideológico peruano. Sus planteamientos, de inspiración marxista, insistían en el carácter semifeudal y semicolonial del país y en el lugar que el indigenismo debía jugar en la solución de los problemas. Pero mientras Haya de la Torre eligió el reformismo y en 1924, durante su exilio mexicano, creó el APRA, Mariátegui volcaría su militancia en el Partido Comunista del Perú, fundado en 1928. Leguía, antiguo ministro de Hacienda y presidente constitucional, tras romper con los civilistas se constituyó en el hombre que podía resolver los problemas del país y fue reelecto presidente. Durante el oncenio, de 1919 a 1930, gobernó de una manera dictatorial, en su empeño de construir la Patria Nueva. Su pretensión era impulsar una política modernizadora, una política que podría catalogarse como progresista, aunque para cumplir con sus fines tuvo que recurrir a la violencia represiva con cierta frecuencia. La oligarquía limeña, apartada de los círculos políticos dominantes, opuso una seria resistencia a sus pretensiones. Su política en los tres primeros años de gobierno buscaba ampliar sus bases de apoyo y podría definirse como de reformismo democrático. Modificó la legislación laboral y realizó inversiones en obras públicas, que redujeron el desempleo. La llegada masiva de capitales norteamericanos (la famosa "danza de los millones"), abrió un período especulativo, que convivió con un cierto relanzamiento económico y un incremento de la actividad constructiva en las obras públicas, que se centraron en la construcción de caminos, llevando la presencia del Estado allí donde nunca antes había llegado. La ampliación de la red viaria permitió comunicar la sierra con la costa, para lo cual desarrolló la leva forzosa de indígenas, la conscripción vial, a fin de que los indígenas aportaran la mano de obra necesaria para su construcción. El mismo Leguía que había adoptado el título de Viracocha, con la intención de ganarse el apoyo de las comunidades indígenas para su causa, consagraría posteriormente el país al Sagrado Corazón de Jesús. La Administración conoció una expansión sin precedentes, y entre 1920 y 1931 multiplicó casi por cinco el número de empleados, aumentando el peso del clientelismo político. El perfeccionamiento del aparato represivo a través de la Guardia Civil amplió el control del Estado en las remotas zonas rurales, en un duro golpe para una cierta y arcaica forma de caudillismo. En 1922 abandonó las formas democráticas y el tono populista que lo caracterizaban y, con el apoyo de la oligarquía, adoptó un carácter más represivo a partir de 1923. Fue entonces cuando los obreros y los estudiantes se sumaron a la oposición, destacando entre estos últimos aquellos que desde 1919 sostenían posturas reformistas. La crisis mundial de 1929 y el deterioro de la situación económica y social condujeron al golpe militar encabezado por el coronel Luis Miguel Sánchez Cerro que acabó con el régimen de Leguía. En Bolivia, el crecimiento de los sectores medios urbanos consolidó el dominio del Partido Liberal y permitió la elección de Ismael Montes por segunda vez en 1913. Su mandato, extendido hasta 1917, se vería favorecido por la expansión de las exportaciones de estaño como consecuencia del estallido de la Primera Guerra Mundial. Las reacciones que generaba el liderazgo de Montes en el seno de su partido, sumadas al intento de crear un banco nacional, la crisis agraria y el malestar causado por el descenso de las exportaciones de estaño, motivaron la ruptura del Partido Liberal a fraccionarse en dos, dando lugar en 1915 al nacimiento del Partido Unión Republicana, liderado por Daniel Salamanca. En 1920 terminó el período liberal y comenzó el republicano, que se extendió hasta 1934, gracias a la elección de Juan Bautista Saavedra. Tanto los programas como los apoyos del partido republicano eran similares a los liberales y fueron los que le permitieron el acceso a la presidencia. En esos años se consolidó un sistema multipartidista en reemplazo del bipartidismo existente. En 1920 se creó el Partido Obrero Socialista en La Paz, seguido de formaciones similares en Oruro y Uyuni, que al año siguiente dieron lugar al Partido Socialista, una organización de alcance nacional, de ideología populista no marxista. En estos años se comenzó a modificar la estructura política tradicional, basada en el dominio de la oligarquía y la marginalización de las masas indígenas, en un período que no estuvo exento de graves tensiones políticas, al contrario de lo ocurrido en los años de dominio liberal. En la década de 1920, coincidiendo con la reactivación de las exportaciones de estaño, comenzaron a plantearse serios problemas sociales, que acabaron en estallidos violentos, que serían duramente reprimidos por el poder ejecutivo. Las respuestas de los indígenas ante los avances de los hacendados sobre las tierras comunitarias fueron conflictivas y los trabajadores comenzaron a formar sindicatos y otras formas de asociación y lucha, que en el caso de los mineros fueron especialmente combativos. La huelga minera de 1923 terminó con la intervención del ejército. Otro problema se planteó con las concesiones petroleras en las selvas del Este, que beneficiaron a la Standard Oil Company de Nueva Jersey. El ataque a las concesiones dio lugar al nacionalismo económico, una de las nuevas formas de expresión política, convertido en patrimonio tanto de la izquierda como de la derecha tradicional. A fines de 1928 hubo serios problemas en la frontera paraguaya, debido a la importancia de las explotaciones petrolíferas. El presidente Hernando Siles Reyes, que no deseaba el estallido de la guerra, negoció en 1929 un principio de acuerdo, aunque aprovechó la conflictividad para decretar el estado de sitio y limitar los derechos políticos. A principios de la década de los 30 el nuevo presidente, Daniel Salamanca utilizó la disputa para desviar la atención de los conflictos económicos y sociales. Para ello se planteó el rearme del ejército y la ocupación militar del Chaco. El 1 de julio de 1931 utilizó un incidente fronterizo bastante trivial para romper relaciones con el Paraguay y un año después estallaba la guerra, cuyo desenlace sería fatal para Bolivia. Es un tópico considerar que la guerra fue impulsada por la compañía petrolera Standard Oil, de Nueva Jersey, y la anglo-holandesa Royal Dutch Shell, enfrentadas por el control de unos terrenos potencialmente ricos en yacimientos. Sin embargo, son numerosos los historiadores, como Herbert Klein, que señalan, sin desconocer la importancia del componente petrolero, que la principal causa del conflicto debe buscarse en la situación interna de Bolivia y en el impacto de la crisis mundial sobre dos países de frágil estructura. La crisis del 30 y el resultado de la Guerra del Chaco destrozaron totalmente el sistema político existente desde 1880 y acabaron con los partidos políticos tradicionales. Algunos partidos de izquierda reclamaban la reforma agraria y el fin del feudalismo, en un claro avance de lo que serian los conflictivos años de final de la década de 1930 y también la de 1940 y que desembocarían en la revolución nacionalista de 1952. En 1912 un golpe de Estado acabó con el régimen de Eloy Alfaro en Ecuador, reservando para él y sus principales seguidores un sangriento final. Tras su muerte, el liberalismo liderado por el general Leónidas Plaza, más negociador que en el pasado, se convirtió en la expresión de la oligarquía costeña y de los bancos de Guayaquil. El moderado liberalismo gobernante tuvo que enfrentar a una guerrilla liberal, pero más radical, encabezada por el coronel Carlos Concha, seguidor de Alfaro, suprimida en 1916, y posteriormente a la huelga de Guayaquil de 1922, duramente reprimida. Si bien en los años 20 continuó el predominio del cacao, no se asistió a una coyuntura expansiva, como la vivida en Perú o Colombia. El prolongado período de control político liberal se quebró en 1925, cuando un golpe militar, la Revolución Juliana de la Liga de los Militares jóvenes, derrocó al presidente Gonzalo Córdoba y al año siguiente instaló en el poder a un civil, Eusebio Ayora. La revolución levantó las banderas de las clases medias, de las reivindicaciones obreras y de los trabajadores indígenas. Su dictadura adquirió un limitado tono renovador y modernizador, que sin embargo se indispuso con la oligarquía costeña y que posteriormente abriría las puertas de la política ecuatoriana a José María Velasco Ibarra. En 1929 se proclamó una nueva Constitución, que recogía la mayor parte de las reformas impulsadas por los militares. La república conservadora siguió marcando su impronta en la Colombia de esta época, aunque en 1910 la Asamblea Nacional había modificado la Constitución de 1886 y redujo el mandato presidencial a cuatro años. José Vicente Concha (1914-1918), que firmó un acuerdo de límites con el Ecuador, debió hacer frente a serias dificultades económicas durante la Primera Guerra Mundial. Durante el gobierno de su sucesor, Marco Fidel Suárez (1918-1921), la economía comenzó a acelerar su crecimiento económico. Los exportadores colombianos de café supieron aprovecharon la política de protección de precios desarrollada por Brasil. Las exportaciones de oro y petróleo también jugaron un papel destacado. La situación se consolidó en 1921, con la firma de un tratado con Washington que acabó con el contencioso abierto por la crisis del canal de Panamá y facilitó las relaciones financieras entre ambos países. En Colombia, al igual que en Perú y otros países de la región, la "danza de los millones" tuvo sus fatídicos efectos. En 1921, el general Jorge Holguín se hizo cargo del gobierno, aunque al año siguiente sería reemplazado por el también general Pedro Nel Ospina. Bajo la presidencia de Miguel Abadía Méndez (1926-1930), y con recursos provenientes de los préstamos norteamericanos, se aceleraron las obras públicas, especialmente en lo que se refiere a la construcción de infraestructuras. En 1930, la división del Partido Conservador, permitió el acceso de los liberales al poder. La política venezolana de estos años se caracterizó por la dictadura de Gómez. Una enfermedad había alejado al presidente Cipriano Castro del poder (partió a Alemania en busca de cura en 1909) y en su lugar quedó el vicepresidente, el general Juan Vicente Gómez. Este era un militar ambicioso que, llegada su oportunidad, supo mantenerse en el poder hasta su muerte, ocurrida en 1935. Sus principales apoyos los encontró en el Ejército, al que supo profesionalizar y modernizar, y también en un eficaz sistema de espionaje interior. En 1910 el Congreso legalizó el pronunciamiento de Gómez y lo nombró presidente hasta 1914 y comandante en jefe del Ejército. La larga dictadura de Gómez, el "benemérito", fue arquetípica, al punto que su gobierno sobrevivió a la crisis del 30. Durante sus mandatos se respetaron las formas legales y periódicamente se celebraron elecciones que ponían la presidencia en manos de terceros, como ocurrió entre 1915 y 1922 y entre 1929 y 1931, aunque él siguió controlando férreamente el sistema. También se cayó en el servilismo con los inversores extranjeros, se difundió la corrupción, se reprimió a los opositores (cárcel, torturas, ejecuciones) y con el mismo rigor se mantuvieron el orden interno y la disciplina laboral. Al mismo tiempo se mejoraron los transportes y la sanidad pública, como símbolos del indudable progreso petrolero que beneficiaba al país y lo que permitía la estabilidad de su gobierno. La época de Gómez, desde 1917, fue la época del petróleo, convertido en el principal producto de exportación. De un millón de barriles anuales extraídos en 1920, se pasó a más de 150 en 1935. Venezuela se había convertido en el segundo productor mundial (con el 8 por ciento del total), por detrás de Estados Unidos, y el principal exportador. El petróleo cambió enormemente al país, especialmente a la capital, Caracas.
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Entre 1939 y 1945 no sólo se transformaron intensamente las relaciones entre los pueblos, como consecuencia directa o indirecta de la guerra. También se fueron reduciendo las posibilidades de no comprometerse en el conflicto hasta límites poco frecuentes.Todo contribuyó a ello: las concepciones estratégicas que se impusieron, y, sobre todo, el papel del bloqueo, la amplificación de escenarios y la progresiva movilización de la opinión pública.Los beligerantes sabían que debían contar con recursos materiales y logísticos que estaban más allá de sus propias fronteras y que cualquier cambio de actitud en los países neutrales podía alterar significativamente la balanza de fuerzas. Por ello, a medida que intervenían los grandes Estados, las presiones sobre los más pequeños se intensificaron, hasta el punto de que, al menos en el continente europeo, la práctica de una estricta neutralidad se convirtió en algo imposible.
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Entre los conjuntos arquitectónicos de la ciudad destacaron sobremanera sus palacios y sus templos, estructuras todas no exentas de múltiples incógnitas, dada la carencia de estudios definitivos sobre los mismos. Entre los primeros, dos de ellos, que se sucedieron en el tiempo, merecen interés: son los llamados Palacio norte y Palacio real. El Palacio norte, excavado entre 1968 y 1973, separado del Palacio real por una calle, ocupaba una superficie de unos 1.500 m2 y comportaba un total de 29 salas, cámaras, patios y pasajes, distribuidos en torno a dos patios principales. Las ruinas hablan de una cuidada construcción con piedras bien escuadradas, ortostatos y armaduras de madera. La entrada principal, de carácter monumental, se hallaba al este; desde ella, y a través de un vestíbulo, se pasaba directamente a un patio con pórtico de dos columnas (el más antiguo pórtico descubierto en Ugarit). Desde allí se accedía a otro patio mayor, con ortostatos revestidos de betún. Este edificio data del Bronce Medio -según C. Schaeffer se habría levantado hacia el 1800 a. C.- y tras ser abandonado a finales del siglo XV o comienzos del XIV a. C. sus materiales fueron reaprovechados para la construcción del Palacio real, que se ubicó a su lado. Este nuevo Palacio, del Bronce Reciente, constituye la construcción más interesante de Ugarit. Excavado entre 1950-1955, ha proporcionado un conjunto de cimientos y restos que ocuparon aproximadamente una hectárea de superficie. Según su excavador, constaba de 90 habitaciones, salas y salones, dispuestos alrededor de cinco patios interiores principales y un jardín, también interior. Al revés que el anterior Palacio, éste tuvo su acceso principal por el oeste (contó con otras siete puertas interiores), circunstancia motivada por la situación de la Puerta monumental de la ciudad, abierta hacia la costa. Tras la puerta de acceso al Palacio, de 8,50 m de anchura, se hallaba una plaza enlosada, rodeada de pequeñas habitaciones que servían para el cuerpo de guardia; pasadas las cuales se llegaba a un patio que finalizaba también con un pórtico, desde el que se accedía al Salón del trono. Al este de esta zona, y luego de un buen número de piezas, habitaciones, escaleras, pasillos de disposición irregular, existían otros dos patios grandes. Junto a uno de ellos, el situado más al norte, se descubrieron tres cámaras abovedadas funerarias, enteramente violadas, destinadas a necrópolis real, y una fosa circular, repleta de cascotes de cerámica común del Bronce Reciente. En el sector opuesto, al sur, se abría otro patio con un pequeño estanque alimentado por una compleja red de conducciones de agua. La parte oriental del Palacio estuvo ocupada por un amplio espacio, dedicado probablemente a jardín, sobre el cual daban un ancho pórtico por el norte y una serie de almacenes por el sur. Los restos de las estructuras de unas doce cajas de escaleras de piedra ponen de manifiesto que el Palacio contó al menos con un piso superior, probablemente destinado a viviendas privadas y a determinadas actividades oficiales, y del cual se han hallado algunos restos. Su compleja planimetría demuestra que el Palacio real, aunque fue concebido unitariamente, hubo de ser ampliado según las circunstancias lo exigiesen. Su primer constructor fue muy probablemente Ammishtamru I, que reinó a comienzos del siglo XIV a. C. o tal vez su predecesor, de ignorado nombre, quienes ordenaron construirlo siguiendo la estructura del Palacio de Alalakh (nivel IV). Ugarit conoció un tercer Palacio, si bien de proporciones más modestas que el anteriormente descrito. Sus restos han sido hallados al sur del Palacio real, lo que ha determinado su nombre: Palacio sur. Esta construcción se levantó en los siglos XIV-XIII a. C. con muros de mampostería. Su entrada estaba también en el oeste y hubo de contar con más de 30 habitaciones. Junto a estos edificios palatinos se hallaba un gran edificio, de unos 950 m2 de superficie, que se destinó, tal vez, a establos del Palacio real y cochera de carros. Al norte de Ugarit, y a unos pocos kilómetros de distancia, sobre el promontorio de Ras ibn Hani, se levantaron otras dos residencias principescas: una, denominada Palacio Sur, se edificó con mampostería y de acuerdo a una planta rectangular con pórtico de columnas; la otra, Palacio norte, presentaba una planta similar, propia de la tradición arquitectónica local.
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Mansart sigue claramente a Salomon de Brosse en el gusto por los volúmenes definidos y por los detalles clásicos, aunque los emplea con una mayor pureza. Sin embargo, una de las notas más características de este arquitecto y que le diferencia de sus contemporáneos, es que supo concebir los edificios de una manera uniforme en todo su conjunto y no como una serie de fachadas inconexas.Estas ideas se manifiestan, por ejemplo, en sus palacios de Berny (1623), Balleroy (1626) y el ala de Orleans en el palacio de Blois (1635-1638). En ellos aparecen los pabellones principales estructurados sin alas, aunque realmente las tengan implícitas, y con una clara definición de los diferentes volúmenes que componen el conjunto. Para destacar la entrada dispuso en el centro del corps de logis un frontispicio en ressaut, que aunque ya había sido empleado con anterioridad, ahora lo hacía con una mayor perfección en su definición volumétrica. Con la misma idea de remarcar la entrada se dispusieron en Berny y en Blois unas columnatas curvas uniendo el corps de logis con las alas laterales, de forma semejante a la que había utilizado Salomon de Brosse en Coulommiers y que parecen orientar, o conducir al visitante, casi como si a través de un embudo se tratara, desde el patio hacia la puerta de entrada al edificio.Pero la obra cumbre entre los palacios construidos por François Mansart es el de Maisons-Lafitte, que fue levantado entre 1642 y 1646 para René de Longueil, Président de Maisons. En este edificio aparecen perfectamente ligados los diferentes pabellones y se aprecia de una manera significativa cómo Mansart entiende la arquitectura como un conjunto unitario.Por otra parte, el bloque del edificio se estructuró con un corps de logis, en cuya fachada delantera arrancan dos pequeñas alas que simbólicamente acogen al visitante en el patio de entrada. De manera diferente, la fachada posterior asoma a los jardines sin alas salientes y destaca por su forma plana, lo cual habría que interpretarlo como algo propio de la evolución del palacio barroco francés.Este se sitúa entre dos espacios o dos mundos diferenciados, que se conciben más como opuestos que como complementarios. La parte anterior se asoma a un patio donde se recibe al visitante y donde de forma gráfica el mismo edificio le acoge o abraza mediante las alas salientes del corps de logis; éste es el mundo exterior, un mundo artificial hecho por el hombre. Desde ahí se entra en el edificio, en el ámbito en el que el hombre habita y se cobija, es la habitación humana. Por detrás del edificio está ya el mundo natural representado por el jardín, un mundo cada vez más apreciado frente a la vida civilizada, idea que tendrá su más álgido momento en el siglo XVIII, por lo que se percibe en los palacios una paulatina evolución para integrar, o hasta casi fundir, el edificio en el jardín, la habitación humana en la naturaleza.Así en Maisons-Lafitte, una persona que saliera por la parte posterior del palacio se vería inmerso en la extensión del jardín, y en definitiva de la naturaleza, pues no se sentiría amparado por unas alas que sobresalieran del edificio como ocurría en otros ejemplos.